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Jesús va de pueblo en pueblo anunciando el reino

Lc. 9, 1-4
Jesús convocó a los Doce y les dio poder y autoridad para expulsar a toda clase de demonios y para
curar las enfermedades. Y los envió a proclamar el Reino de Dios y a sanar a los enfermos, diciéndoles:
«No lleven nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tampoco dos túnicas cada
uno. Permanezcan en la casa donde se alojen, hasta el momento de partir.>>

Al llegar a un pueblo, Jesús busca el encuentro con los vecinos. Recorre las calles como en otros
tiempos, cuando trabajaba de artesano. Se acerca a las casas deseando la paz a las madres y a los
niños que se encuentran en los patios, y sale al descampado para hablar con los campesinos que
trabajan la tierra. Su lugar preferido era, sin duda, la sinagoga o el espacio donde se reunían los
vecinos, sobre todo los sábados. Allí rezaban, cantaban salmos, discutían los problemas del pueblo o
se informaban de los acontecimientos más sobresalientes de su entorno. El sábado se leían y
comentaban las Escrituras, y se oraba a Dios pidiendo la ansiada liberación. Era el mejor marco para
dar a conocer la buena noticia del reino de Dios. Es Jesús mismo el que recorre las aldeas invitando a
todos a «entrar» en el reino de Dios que está ya irrumpiendo en sus vidas.
En estas aldeas de Galilea está el pueblo más pobre y desheredado, despojado de su derecho a
disfrutar de la tierra regalada por Dios; aquí encuentra Jesús como en ninguna otra parte el Israel
más enfermo y maltratado por los poderosos; aquí es donde Israel sufre con más rigor los efectos de la
opresión. La implantación del reino de Dios tiene que comenzar allí donde el pueblo está más
humillado. Estas gentes pobres, hambrientas y afligidas son las «ovejas perdidas» que mejor
representan a todos los abatidos de Israel. Jesús lo tiene muy claro. El reino de Dios solo puede ser
anunciado desde el contacto directo y estrecho con las gentes más necesitadas de respiro y liberación.
La vida itinerante de Jesús en medio de ellos es símbolo vivo de su libertad y de su fe en el reino de
Dios. No vive de un trabajo remunerado; no posee casa ni tierra alguna; no tiene que responder ante
ningún recaudador; no lleva consigo moneda alguna con la imagen del César. Ha abandonado la
seguridad del sistema para «entrar» confiadamente en el reino de Dios.
Felices los pobres
Lc. 6, 20-23.
Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino
de Dios les pertenece!¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices
ustedes, los que ahora lloran, porque reirán! ¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los
excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames y los proscriban, considerándolos
infames a causa del Hijo del hombre! ¡Alégrense y llénense de gozo en ese día, porque la recompensa
de ustedes será grande en el cielo. De la misma manera los padres de ellos trataban a los profetas!

Tienen suerte los pobres Jesús no excluye a nadie. A todos anuncia la buena noticia de Dios, pero esta
noticia no puede ser escuchada por todos de la misma manera. Todos pueden entrar en su reino, pero
no todos de la misma manera, pues la misericordia de Dios está urgiendo antes que nada a que se
haga justicia a los más pobres y humillados. Por eso la venida de Dios es una suerte para los que viven
explotados, mientras se convierte en amenaza para los causantes de esa explotación.
Jesús declara de manera rotunda que el reino de Dios es para los pobres. Tiene ante sus ojos a
aquellas gentes que viven humilladas en sus aldeas, sin poder defenderse de los poderosos
terratenientes; conoce bien el hambre de aquellos niños desnutridos; ha visto llorar de rabia e
impotencia a aquellos campesinos cuando los recaudadores se llevan lo mejor de sus cosechas. Son
ellos los que necesitan escuchar antes que nadie la noticia del reino: «Dichosos los que no tienen
nada, porque es suyo el reino de Dios; dichosos los que ahora tienen hambre, porque serán saciados;
dichosos los que ahora lloran, porque reirán». Jesús los declara dichosos, incluso en medio de esa
situación injusta que padecen, no porque pronto serán ricos como los grandes propietarios de aquellas
tierras, sino porque Dios está ya viniendo para suprimir la miseria, terminar con el hambre y hacer
aflorar la sonrisa en sus labios. Él se alegra ya desde ahora con ellos.
Jesús tiene compasión de su pueblo
Mt 9, 35
Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena
Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la multitud, tuvo compasión,
porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor.

Es el amor compasivo el que está en el origen y trasfondo de toda la actuación de Jesús, lo que inspira
y configura toda su vida. La compasión no es para él una virtud más, una actitud entre otras. Vive
transido por la misericordia: le duele el sufrimiento de la gente, lo hace suyo y lo convierte en
principio interno de su actuación. Él es el primero en vivir como el «padre» de la parábola, que,
«conmovido hasta lo más hondo de sus entrañas», acoge al hijo que viene destruido por el hambre y la
humillación, o como el «samaritano» que, «movido a compasión», se acerca a auxiliar al herido del
camino Jesús toca a los leprosos, se deja tocar por la hemorroísa y besar por la prostituta, libera a los
poseídos de espíritus impuros. Nada le detiene cuando se trata de acercarse al que sufre. Su actuación,
inspirada por la compasión, es un desafío directo al sistema de pureza. Tal vez tenía una visión muy
particular: lo santo no necesita ser protegido por una estrategia de separación para evitar la
contaminación; al contrario, es el verdaderamente santo quien contagia pureza y transforma al
impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio.
Jesús come con publicanos y prostitutas
Lc 15, 1-2
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas
murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos».

Los «publicanos» que aparecen en los evangelios son los recaudado res que cobran los impuestos de
las mercancías y derechos de tránsito en las calzadas importantes, puentes o puertas de algunas
ciudades. Pero no hay que confundir a los grandes recaudadores o «jefes de publicanos», que han
logrado que se les conceda el control de estos peajes y derechos de aduana en una determinada región,
con sus esclavos y demás subordinados que se sientan en los puestos de cobro. Estos «publicanos»
constituyen un colectivo formado por gentes que no han podido encontrar un medio mejor para
subsistir. Este trabajo, considerado como una actividad propia de ladrones y gente poco honesta, era
tan despreciado que a veces se recurría a esclavos. Estos son los «publicanos» que encuentra Jesús en
su camino. Constituyen un grupo típico de pecadores desprestigiado socialmente: el equivalente tal vez
del grupo de «prostitutas» en el campo de las mujeres.
Asimismo, Jesús escandaliza también por relacionarse con mujeres de mala fama, provenientes de los
estratos más bajos de la sociedad. En las ciudades de cierta importancia, las prostitutas trabajaban en
pequeños burdeles regidos por esclavos; la mayor parte eran también esclavas, vendidas a veces por
sus propios padres. Las prostitutas que vagaban por las aldeas eran casi siempre mujeres repudiadas o
viudas sin protector, que se acercaban a fiestas y banquetes en busca de clientes. Al parecer, son estas
quienes se acercan a las comidas que se organizaban en torno a Jesús. Lo que más escandaliza no es
verle en compañía de gente pecadora y poco respetable, sino observar que se sienta con ellos a la
mesa.
El mandamiento principal
Lc 10, 25-28
Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo
que hacer para heredar la Vida eterna?». Jesús le preguntó a su vez: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué
lees en ella?». El le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con
todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo». «Has respondido
exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida».

Jesús establece una estrecha conexión entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Son inseparables. No
es posible amar a Dios y desentenderse del hermano. Para buscar la voluntad de Dios, lo decisivo no
es leer leyes escritas en tablas de piedra, sino descubrir las exigencias del amor en la vida de la gente.
No existe un ámbito sagrado en el que nos podamos ver a solas con Dios; no es posible adorar a Dios
en el templo y vivir olvidado de los que sufren; el amor a Dios que excluye al prójimo se convierte en
mentira. Lo que va contra el amor, va contra Dios.
Mensajero de la paz
Jn 18 1-11
Después de haber dicho esto, Jesús fue con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón. Había en ese
lugar una huerta y allí entró con ellos. Judas, el traidor, también conocía el lugar porque Jesús y sus
discípulos se reunían allí con frecuencia. Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados y de
los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y
armas. Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó y les preguntó: «¿A quién buscan?». A
Jesús, el Nazareno. El les dijo: «Soy yo». Judas el que lo entregaba estaba con ellos. Cuando Jesús les
dijo: «Soy yo», ellos retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó nuevamente: «¿A quién buscan?».
Le dijeron: «A Jesús, el Nazareno». Jesús repitió: «Ya les dije que soy yo. Si es a mí a quien buscan,
dejan que estos se vayan». Así debía cumplirse la palabra que él había dicho: «No he perdido a ninguno
de los que me confiaste». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del
Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El servidor se llamaba Malco. Jesús dijo a Simón Pedro:
«Envaina tu espada>>

Todas las esperanzas del pueblo estaban puestas en la intervención poderosa de Dios, que impondría
su justicia destruyendo a los enemigos de Israel. Nadie podía pensar de otra manera escuchando las
promesas de los profetas y las expectativas de los escritores apocalípticos. Sin embargo, la experiencia
de Jesús es diferente. Dios ama la justicia, pero no es destructor de la vida, sino curador; no rechaza a
los pecadores, sino que los acoge y perdona. La justicia llegará, pero no será porque Dios la imponga
de manera violenta destruyendo a quienes se le oponen. La actitud de Jesús choca de frente con el
ambiente general. Le es imposible creer en un Enviado de Dios encargado de guerrear contra los
romanos; no espera nada de los levantamientos violentos contra el Imperio; no escucha a los
apocalípticos, que alimentan en el pueblo la esperanza en una venganza inminente de Dios; no
entiende a los esenios que viven en el desierto preparándose para la guerra final contra «los hijos de
las tinieblas». La llegada de Dios no puede ser violenta y destructora. Al contrario, significará la
eliminación de toda forma de violencia entre las personas y los pueblos. Por eso Jesús vive desafiando
día a día diferentes formas de violencia, pero sin usar jamás la violencia que destruye al otro.
Jesús sana a los enfermos
Mc 2, 1-12
Unos días después, Jesús volvió a Cafarnaúm y se difundió la noticia de que estaba en la casa. Se
reunió tanta gente, que no había más lugar ni siguiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra.
Le trajeron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres. Y como no podían acercarlo a él,
a causa de la multitud, levantaron el techo sobre el lugar donde Jesús estaba, y haciendo un agujero
descolgaron la camilla con el paralítico. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: «Hijo, tus
pecados te son perdonados». Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su interior: «¿Qué
está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?
Jesús, advirtiendo en seguida que pensaban así, les dijo: «¿Qué están pensando? ¿Qué es más fácil,
decir al paralítico: "Tus pecados te son perdonados", o "Levántate, toma tu camilla y camina"? Para que
ustedes sepan que el Hijo de hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados –dijo al
paralítico– yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». El se levantó en seguida, tomó
su camilla y salió a la vista de todos. La gente quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: «Nunca
hemos visto nada igual».

También los enfermos de Galilea, como los de todos los tiempos, se hacían la pregunta que brota
espontáneamente desde toda enfermedad grave: «¿Por qué?», «¿por qué yo?», «¿por qué ahora?».
Aquellos campesinos no consideraban su mal desde un punto de yista médico, sino religioso. No se
detienen en buscar el origen de su enfermedad en algún factor de carácter orgánico; les preocupa
sobre todo lo que aquel mal. significa. Si Dios, el creador de la vida, les está retirando su espíritu
vivificador, es señal de que los está abandonando. ¿Por qué?. La actuación de Jesús debió de
sorprender sobremanera a las gentes de Galilea: ¿de dónde provenía su fuerza curadora? Se parece a
otros curadores que se conocen en la región, pero al mismo tiempo es diferente. Ciertamente no es un
médico de profesión: no examina a los enfermos para hacer un diagnóstico de su mal; no emplea
técnicas médicas ni receta remedios. Su actuación es muy diferente. No se preocupa solo de su mal
físico, sino también de su situación de impotencia y humillación a causa de la enfermedad. Por eso los
enfermos encuentran en él algo que los médicos no aseguraban con sus remedios: una relación nueva
con Dios que les ayuda a vivir con otra dignidad y confianza ante él.
Perdón incondicional
Jn 8, 4-11
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola
en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?». Decían esto para
ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con
el dedo. Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra».
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno
tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e
incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?». Ella le
respondió: «Nadie, Señor». «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús>>.

Lo sorprendente es que Jesús acoge a los pecadores sin exigirles previamente el arrepentimiento, tal
como era entendido tradicionalmente, y sin someterlos siquiera a un rito penitencial, como había
hecho el Bautista. Les ofrece su comunión y amistad como signo de que Dios los acoge en su reino
incluso antes de que vuelvan a la ley y se integren en la Alianza. Los acoge tal como son, pecadores,
confiando totalmente en la misericordia de Dios, que los está buscando. Por eso Jesús pudo
seracusado de ser amigo de gente que seguía siendo pecadora. Su actuación era intolerable. ¿Cómo
podía acoger a su mesa asegurándoles su participación en el reino de Dios a gentes que no estaban
reformando su vida de acuerdo con la Ley? Sin embargo, la actuación de Jesús es clara. Ofrece el
perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la ley, sino ante el
amor y la ternura de Dios. Esta es su terapia personal con aquellos amigos y amigas «perdidos» que
no aciertan a retomar a Dios por el camino de la ley. Los perdona sin la seguridad de que responderán
cambiando su conducta.

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