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REFLEJANDO LA GLORIA DE DIOS


“Y Jehová dijo a Moisés: Escribe tú estas palabras; porque conforme a estas palabras he
hecho pacto contigo y con Israel. Y él estuvo allí con Jehová cuarenta días y cuarenta
noches; no comió pan, ni bebió agua; y escribió en tablas las palabras del pacto, los diez
mandamientos. Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos tablas
del testimonio en su mano, al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro
resplandecía, después que hubo hablado con Dios. Y Aarón y todos los hijos de Israel
miraron a Moisés, y he aquí la piel de su rostro era resplandeciente; y tuvieron miedo de
acercarse a él. Entonces Moisés los llamó; y Aarón y todos los príncipes de la congregación
volvieron a él, y Moisés les habló. Después se acercaron todos los hijos de Israel, a los
cuales mandó todo lo que Jehová le había dicho en el monte Sinaí” (Éxodo 34:27-32).

Veo una muy buena ilustración de la obra que Dios hace en nosotros en el hecho de que
algunas lámparas en los tiempos bíblicos consistían en una concha proveniente de lo
profundo del mar. En estas, sacándolas del abandono, la oscuridad y la inutilidad, se vertía
aceite, se les colocaba una mecha, y, ¡voila!, de las tinieblas a la luz.

Una vez escuché en cierta película esta frase, que siempre me ha llamado la atención: “La
flor que florece en la adversidad es la más bella y rara de las flores”.
Hermanos míos, ciertamente es sorprendente y escandaloso cómo el pueblo de Dios en el A.T.
mantuvo un patrón continuo de desobediencia y rebeldía. El apóstol Pablo cita en la carta a los
Romanos la queja de Dios expresada a través del profeta Isaías: “Todo el día extendí mis manos
a un pueblo rebelde y contradictor” (Romanos10:21); queja que si la miramos directamente en
el escrito del profeta, es más notable aun: “Extendí mis manos todo el día a pueblo rebelde, el
cual anda por camino no bueno, en pos de sus pensamientos; pueblo que en mi rostro me
provoca de continuo a ira…” (Isaías 65:2-3).

Y digo que es escandaloso, porque a este pueblo se le dijo que había sido escogido de entre todos
los demás pueblos del mundo con este pensamiento: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y
guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque
mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éxodo
19:5-6).Y debe notarse que cuando a ellos se les comunicó este propósito, respondieron a
una: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8).

Tristemente, hermanos míos, ellos no cumplieron su palabra. Dichosamente, ¡el Dios de toda
gracia sí cumplió la Suya! Él le dijo a Moisés en uno de los momentos en que la corrupción de sus
corazones los había colocado frente al justo juicio de Dios: “Yo haré pasar todo mi bien delante
de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová delante de ti; y tendré misericordia del que
tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente” (Éxodo 33:19).

Dios en su misericordia condujo a este pueblo mostrando su gloria en ellos, como dijo a Moisés:
“He aquí, yo hago pacto delante de todo tu pueblo; haré maravillas que no han sido hechas
en toda la tierra, ni en nación alguna, y verá todo el pueblo en medio del cual estás tú, la
obra de Jehová” (Éxodo 34:10). Y esta obra fue tan grande y exitosa que Pablo cuenta las
bendiciones de que fueron objeto los israelitas, diciendo: “de los cuales son la adopción, la
gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de quienes son los
patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las
cosas, bendito por los siglos. Amén” (Romanos 9:4-5).
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Así es, Cristo, la Luz del mundo; el resplandor de la gloria de Dios, y la imagen misma de Su
Substancia (Hebreos 1:3), provino de este pueblo, en virtud de la obra de gracia realizada por Dios
en y a través de ellos. Esta obra de gracia aseguró que, a pesar de la conducta apóstata que en
sentido general caracterizó al pueblo, siempre se preservara un remanente fiel que mantuviera viva
la llama de la verdadera adoración. Podemos ver, entonces, que:

La gracia transformadora y capacitadora de Dios puede hacer posible que pecadores


incapacitados puedan reflejar su gloria. Y esto lo hace produciendo en nosotros así el
querer como el hacer, por su buena voluntad; para que seamos irreprensibles y sencillos,
hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la
cual resplandecemos como luminares en el mundo (Filipenses 2:15).

Y en el pasaje que consideramos hoy, encontramos uno de los casos más notables de la fidelidad
de Dios en mantener su pacto, en realizar su propósito salvador; allí el pecado abundó, su pueblo
se corrompió entregándose a la idolatría, pero la obra de gracia sobreabundó, asegurando que
haya creyentes como Moisés y Josué que se mantuvieran fieles y celosos de que la gloria de Dios
fuera defendida, y se viera reflejada en la fidelidad de ellos.

Pues, para aprender las lecciones que el texto contiene, comencemos por considerar que: El
pecado amenaza la Gloria de Dios.

En este momento de la historia del pueblo de Israel nos encontramos con una maravillosa obra de
gracia. Dios, haciendo uso de su inmensa misericordia, se propone renovar el pacto con su pueblo
rebelde. Moisés reconoce que esto solo puede ser posible por una obra de gracia, una obra de
condescendencia de parte de Dios, pues él suplica: “Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus
ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz; y
perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos por tu heredad” (Éxodo 34:9).

Como ya mencionáramos al principio, a partir del capítulo 19 del libro de Éxodo se relata como
Dios entra en pacto con su pueblo, dándole sus leyes -en especial su Ley Moral, Los Diez
Mandamientos-, leyes que los distinguiría de los demás pueblos, que los identificaría como
posesión del Dios Santo y Altísimo.

Moisés había subido al monte Sinaí a encontrarse con Dios para recibir de la misma mano del
Señor unas tablas de piedra que ÉL mismo labró, y donde escribió con su mismo dedo los
Mandamientos. Pero mientras Moisés recibía lo que era para el bien del pueblo, éste cedía ante las
demandas de su pecaminoso corazón, exigiendo que se les hiciera dioses de fundición; a lo que
Aarón accedió, y les confeccionó un becerro de oro con el cual todo el pueblo se prostituyó (Éxodo
32).

Siendo Moisés avisado por Dios que el pueblo se había corrompido de esa manera, desciende
apresuradamente, comprobando que, como le dijo el Señor, “Pronto se han apartado del camino
que yo les mandé…” (Éxodo 32:8). Dios le expresa a Moisés su indignidad por la rebeldía del
pueblo, y le deja bien claro que éste es merecedor de que Su santa ira los consuma y los borre de
la faz de la tierra.

Pero gracias a que Dios en su soberanía ha decretado que su misericordia se haga longánime,
generosa, por la intercesión de sus hijos fieles, Él atiende a la oración de Moisés, quien
recordándole el pacto que hizo con sus antepasados, y expresando celo por la reputación del
Nombre de Dios, se puso en la brecha a favor del pueblo.

Sin embargo, cuando Moisés desciende y contempla aquel sacrílego espectáculo, su indignación
se enciende sobremanera. Aquí está el pueblo violando el primer gran mandamiento de la santa
Ley de Dios. La obra de esta santa Ley había sido escrita en los corazones de los hombres cuando
Adán fue creado, y ahora estaban en las tablas de piedra que Dios mismo labró con escritura
proveniente del mismo dedo de Dios, el Dios que amorosamente entraba en pacto con ellos.
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Como ya dije, Moisés monta en cólera, y, como si se dijera a sí mismo: “es cierto, este pueblo no
merece la bondad de Dios; este pueblo no merece ni siquiera mirar las tablas donde está
tallada su santa Ley”; ardiendo en celo santo, “arrojó las tablas de sus manos, y las quebró al
pie del monte” (Éxodo 32:19); procediendo asimismo a ejecutar juicio como vengador del honor
de Dios. Esto resultó en la destrucción de la obra idolátrica y la muerte de unos tres mil
hombres.

Pero aunque Moisés entendía necesario que el pueblo rebelde probara el fruto de su extravío,
pues el pecado siempre tiene amargas consecuencias; sin embargo lejos de procurar para ellos la
extinción, los llama a un sincero arrepentimiento, a procurar restaurar su relación con el Dios
verdadero, quien es amplio en perdonar, y que no rechaza un corazón contrito y humillado; y, como
lo había hecho antes, vuelve ante Dios a suplicar misericordia por ellos.

Dios atiende a su clamor por restauración y perdón, pero advierte que para Él el pecado no es
cosa ligera, no importa quién lo cometa. Dios promete cumplir su propósito con el pueblo como un
todo, pero asegura que el castigo no faltará cuando caigan en desobediencia: “Y Jehová
respondió a Moisés: Al que pecare contra mí, a éste raeré yo de mi libro. Ve, pues, ahora,
lleva a este pueblo a donde te he dicho; he aquí mi ángel irá delante de ti; pero en el día del
castigo, yo castigaré en ellos su pecado” (Éxodo 32:33-34).

Y claro, al decir en este primer apartado que el pecado amenaza la gloria de Dios, en ninguna
manera queremos sembrar la idea de que pueda ser efectivamente minada, disminuida o
despojada de realizar su eterno y soberano decreto; lo que sí queremos decir es que la naturaleza
del pecado es opuesta a Dios, y quienes están entregados a él se atreven a marchar contra la
santa ciudad y contra Dios en declarada rebeldía (Apocalipsis 20:9). Pero, siempre ocurrirá que Su
gloria se sobrepone al pecado y la rebelión, resplandeciendo en juicio y ¡en gracia!

Así que lo siguiente que vemos claramente en nuestro texto es que: La Gloria de Dios se
sobrepone al pecado.

Aquí nos encontramos con esta maravillosa expresión de gracia: “Y Jehová dijo a Moisés:
Alísate dos tablas de piedra como las primeras, y escribiré sobre esas tablas las palabras
que estaban en las tablas primeras que quebraste” (Éxodo 34:1).

Ciertamente el juicio de Dios consumió en su Ira a muchos de los rebeldes, pero esta santa Ira no
consumió su propósito para con su pueblo. Así que le ordena a Moisés que se labre nuevas tablas
semejantes a las primeras. Debe notarse, sin embargo, que Dios quiere dejar en la memoria de
todos, el gran mal que significó la ruptura de las primeras piedras labradas por Dios mismo. El
pueblo debía recordar: “¡Cuán terrible nuestro mal, que nos privó de un regalo elaborado por
la misma mano de Dios! Fuimos perdonados, sí, pero con el pecado siempre se pierde
algo” –aun después que una herida ha sanado, queda la cicatriz.

Y el Señor mandó a Moisés subir al monte Sinaí a encontrarse con Él, prometiendo que allí en Su
comunión tendría una vislumbre mayor de la gloria de Dios. Moisés sube, pero en una actitud de
dolor y temor por la forma en que el pueblo había ofendido a su Dios. Rememorando este
acontecimiento en Deuteronomio 9:18-19, él dice: “Y me postré delante de Jehová como antes,
cuarenta días y cuarenta noches; no comí pan ni bebí agua, a causa de todo vuestro pecado
que habíais cometido haciendo el mal ante los ojos de Jehová para enojarlo. Porque temí a
causa del furor y de la ira con que Jehová estaba enojado contra vosotros para destruiros.
Pero Jehová me escuchó aun esta vez”.

Y, efectivamente, una intensa teofanía se le mostró: “Y Jehová descendió en la nube, y estuvo


allí con él, proclamando el nombre de Jehová. Y pasando Jehová por delante de él,
proclamó: !Jehová! !Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en
misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la
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rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la
iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y
cuarta generación”(Éxodo. 34:5-7).

Moisés vio la gloria de Dios, pero esta gloria no fue sencillamente una visión espectacular y
sensacionalista que solo satisface el morbo o la curiosidad. ¡No! La Gloria mostrada consistió en
proclamar Su Nombre Glorioso, detallando lo que implica ese Nombre derramado en gracia hacia
el pecador arrepentido.

Mathew Henry explica el pasaje de manera inmejorable en su comentario:

“…desde allí proclamó su Nombre; esto es, las perfecciones y el carácter denotados por el
nombre Jehová. El Señor Dios es misericordioso: pronto para perdonar al pecador y socorrer al
necesitado. Piadoso: bueno y dispuesto a conceder beneficios inmerecidos. Tardo para la ira, es
longánime, concede tiempo para el arrepentimiento, y sólo castiga cuando es necesario. Él
es grande en misericordia y verdad: hasta los pecadores reciben en abundancia las riquezas de
su magnificencia aunque abusen de ella. Todo lo que Él revela es verdad infalible, todo lo que
promete lo hace con fidelidad. Que guarda misericordia a millares: continuamente Él muestra
misericordia a los pecadores hasta el fin del tiempo, y tiene tesoros que no se pueden agotar. Que
perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado: su misericordia y bondad llegan al perdón pleno y
gratuito del pecado. Y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado: la santidad y
justicia de Dios son parte de su piedad y amor para con todas sus criaturas. En los sufrimientos de
Cristo se muestra la santidad y justicia Divina plenamente, y se da a conocer la maldad del pecado.
La misericordia de Dios que perdona siempre va acompañada de su gracia que convierte y
santifica. Nadie tiene perdón sino los que se arrepienten y abandonan la práctica intencional de
todo pecado; ninguno que abuse, descuide o desprecie esta gran salvación podrá escapar”.

Y junto con esta gloriosa proclamación del nombre de Dios, se reafirma el hecho de que Él nos da
su Ley para que se fije esa verdad en nuestra alma; debe recordarse que: “La ley de Jehová es
perfecta, que convierte el alma; El testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo.
Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; El precepto de Jehová es
puro, que alumbra los ojos” (Salmos 19:7-8).

Hermano míos, es nuestro deber rendir nuestra voluntad ante ese conocimiento del carácter de
Dios, de la persona de Dios, y guardar en nuestro corazón sus Dichos para no pecar contra Él. Y
esto es posible, porque el Dios de toda gracia produce en nosotros el querer y el hacer por su
buena voluntad. Eso hace que Su gloria brille en nosotros, que se refleje su Luz en nuestro rostro.
Nuestro texto nos dice: “Y aconteció que descendiendo Moisés del monte Sinaí con las dos
tablas del testimonio en su mano, al descender del monte, …la piel de su rostro
resplandecía, después que hubo hablado con Dios” (Éxodo 34:29). Este brillo era evidente,
pues: “Aarón y todos los hijos de Israel miraron a Moisés, y he aquí la piel de su rostro era
resplandeciente; y tuvieron miedo de acercarse a él” (Éxodo 34:30).

Moisés, entonces, les llamó y les habló, mandándoles a obedecer todo lo que Jehová le había
dicho en el monte Sinaí. Eso es reflejar la gloria de Dios: anunciar a los pecadores los Caminos de
Dios, para que ellos se conviertan al Dios Vivo.

Y, hermanos míos, en nuestro tiempo, se espera también que: La Gloria de Dios se vea brillar
en nosotros.

En el N.T. encontramos la historia de un creyente cuyo rostro brilló con la gloria de Dios, semejante
a Moisés; este es Esteban. En Hechos 6:15 se nos narra cómo, al ser acusado por sus enemigos,
fruto de su eficaz ministerio, Dios dio testimonio de su fidelidad y verdad: “Entonces todos los
que estaban sentados en el concilio, al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de
un ángel”.
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Es imposible dejar de ver en esta frase: “vieron su rostro como el rostro de un ángel”, una
declaración de integridad y pureza; así como ausencia de odio hacia sus perseguidores, o temor a
la muerte. En efecto, la fe de este testigo de Cristo, como el oro refinado en fuego, refulgía ante los
ojos de sus acusadores. Buenos comentaristas están de acuerdo, sin embargo, que esta expresión
podría hacer referencia a un brillo sobrenatural que emanaba del rostro del fiel diácono.

Pero este brillo, al igual que la revelación de la gloria de Dios que Moisés tuvo, no fue una
ostentación de santurronería, sino evidencia de un ejercicio de fidelidad a Dios y Su Palabra en
medio de la apostasía, testificando al mundo de la necesidad de rendirse al Dios verdadero; y este
testimonio fue sellado con su sangre, como puede verse en el capítulo siete.

Jesús dijo de los suyos: “vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14). Pedro nos identifica
como un pueblo que anuncia las brillantes virtudes del que nos llamó de las tinieblas a su Luz
admirable (1Pedro 2:9).

Es deber de cada creyente procurar mantener una clara visión de la gloria de Dios por Su Palabra,
no apagando o contristando al Espíritu Santo, y practicando las disciplinas espirituales; pues esta
gloria nos transforma en reflectores de Su Luz. Pablo asegura: “Por tanto, nosotros todos,
mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de
gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2Corintios 3:18).

Consistente con lo anterior, Pablo exhorta a los hermanos de Filipos: “Por tanto, amados míos,
como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más
ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el
que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad. Haced todo sin
murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin
mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis
como luminares en el mundo; asidos de la palabra de vida, para que en el día de Cristo yo
pueda gloriarme de que no he corrido en vano, ni en vano he trabajado” (Filipenses 2:12-16).

Esta luz, desde luego, debe verse en todas las manifestaciones de nuestra vida, en todo lo que
somos y hacemos. Como ocurrió con Moisés, el mundo debe temer al vernos. Debe temer, porque
les recordamos que hay un solo Dios verdadero a Quien el hombre debe adoración, debe
obediencia. La Luz en nuestro rostro les da el claro mensaje que este Dios es bueno,
misericordioso y amplio en perdonar; pero que esa disposición a perdonar no significa que Él tenga
por inocente al culpable. No, este perdón es posible porque Cristo Jesús, derramando su sangre
inocente, pagó por los pecados de todos los culpables pecadores que crean y vengan a Él en
arrepentimiento y fe.

Esta es una época de apostasía y corrupción sin precedentes, y es precisamente en este tiempo
cuando se requiere de creyentes fieles que vayan continuamente ante Dios, subiendo al monte de
la comunión, refrescando diariamente su compromiso de amor y servicio al Señor, para alcanzar a
los perdidos. ¡Vamos a brillar! ¡Dios hace florecer a Su pueblo en medio de la adversidad

Provoca en nosotros un más grande peso de gloria

"...vosotros sois...pueblo adquirido por Dios..." (1Pedro 2:9)

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