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Depto. de Filosofía – SFM: Hegel, Fenomenología del Espíritu (Prof. Luis Eduardo Gama)
Así pues, el curso de la experiencia del ‘Espíritu’ radica en el despliegue conceptual de las
diversas justificaciones que una comunidad ofrece de sí misma, esto es, de sus principios y de su
puesta en práctica (cf. Pinkard, p. 135). La estructura de este despliegue sigue la pauta de tres
momentos: el espíritu verdadero, en el que la comunidad se presenta en inmediata armonía,
donde los agentes singulares se hallan imbuidos por unos principios universales que les son
‘dados’; el espíritu extrañado de sí mismo, en el que la compenetración anterior se escinde y los
agentes deben ‘cultivarse’ para realizar aquello que su comunidad tiene por lo más digno de
estima; y el espíritu cierto de sí mismo, en el que la escisión se supera y los agentes vuelven a
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experimentar cierta compenetración con un acervo de principios compartidos que, en este caso,
ellos mismos construyen y ratifican en cuanto individuos en pleno derecho (cf. p. 369-370). Estos
momentos encuentran su concreción histórica, respectivamente, en el mundo griego y su
resolución en el estado romano; en el mundo medieval nobiliario y su culminación en la
institucionalización de la Ilustración y la Revolución Francesa; y, por último, en la moralidad
post-revolucionaria y su ‘superación’ en el romanticismo decimonónico.
En este orden de ideas, es plausible leer la sección del ‘espíritu’ como un examen de la
posibilidad de que una comunidad propicie para sí un estado de compenetración entre el
universal y el singular: una forma de vida en la que los agentes se hallen en total compenetración
con su medio social, en donde conozcan y actúen libres de extrañamientos, seguros de la
esencialidad de las pautas vitales que los orientan y que comparten con otros. Tales agentes
experimentarían su mundo sintiéndose como en casa (being at home; cf. Pinkard, p. 219). Las
dos configuraciones del espíritu en las que se vislumbra esta posibilidad armoniosa son la
eticidad griega y la buena conciencia, que corresponden respectivamente a los ‘extremos
opuestos’ del espíritu verdadero y el espíritu cierto de sí en el recorrido conceptual del espíritu.
Poner en diálogo a los espíritus de la eticidad y de la buena conciencia, bajo la idea de que
representan proyectos de formas de vida armoniosas entre el agente y su mundo social: tal es mi
propósito en la presente discusión. Con ello pretendo contribuir a cierta lectura según la cual el
tratamiento de la buena conciencia en la sección del ‘Espíritu’ puede interpretarse como una
inspección de la consistencia conceptual de una de las alternativas vitales que en la modernidad
se proyectaron con la mirada puesta sobre el ideal de una vida sin fragmentaciones (a saber: el
romanticismo decimonónico), ideal que hace comprensible la añoranza de la época por la
pretendida completitud de la vida en el mundo griego (cf. Pinkard, p. 188). Para hacer efectiva
una comparación entre estas dos figuras del espíritu, sin olvidar su situación en el curso de la
experiencia, abordaré la siguiente pregunta: ¿Cómo debe entenderse que el estado de no escisión
de la buena conciencia constituye una ‘reflexión’ o ‘superación’ de la armonía de la eticidad
griega? La respuesta que ofreceré puede formularse como sigue: por un lado, la buena conciencia
posibilita un proyecto de vida comunal en el que la individualidad participa de una manera que
resulta incompatible con las posibilidades del agente ético; por otro lado, en la buena conciencia
se introduce el lenguaje como un medio por el cual una comunidad puede hacerse con sus propias
pautas esenciales de orientación en el mundo sin acudir a principios trascendentes.
universalidad que le viene impuesta ‘desde afuera’ (cf. p. 273). Dado lo anterior, exploremos
primero el modo como, en ambas formas del espíritu, se postula la acción de los agentes.
A grandes rasgos, la eticidad griega es la figura inmediata del espíritu en la que éste se hace
presente, de forma primordial, como una organización social dada en la que entre la ‘esencia
universal’ y su ‘realidad singularizada’ hay una completa sintonía (cf, p. 261, 272). La
presentación inmediata del mundo griego estriba en una comunidad en la que los agentes tienen
una relación diáfana con una sustancia ética que los fundamenta y que les otorga pautas de
acción. Esta sustancia ética puede entenderse, entonces, como el conjunto de prácticas
consolidadas, costumbres heredadas, maneras de ser que comparte la comunidad y que le
imprimen una significación esencial. De esta forma, el espíritu ético se hace real a través de la
acción de los agentes en su vida social. Dicho de otro modo, es a raíz de esta acción que la
sustancia ética no es una mera abstracción sino, precisamente, una “esencia real y viva” (p. 260),
lo cual quiere decir, por ejemplo, que las costumbres y leyes heredadas del pueblo no son meros
preceptos o códigos sin más, sino que son la ‘vida’ misma de la comunidad en cuanto son puestos
en práctica. La necesidad de los individuos éticos de actuar es, por tanto, el hecho que permite
comprender que, en la eticidad, la sustancia universal ‘descienda’ a una realidad concreta y el
agente ético se ‘eleve’ o universalice en consonancia con dicha sustancia (cf. p. 261-262).
Así mismo, a partir de su realización en la acción, la sustancia ética se desdobla en la ley humana
y la ley divina (cf. p. 262), cada una de las cuales expresa el espíritu en su totalidad. La primera
consiste en el conjunto de prácticas que rigen la vida, si se quiere, política de la comunidad, los
códigos y costumbres dispuestos a la luz del día y que los hombres ejercen entre sí de manera
consciente. Por su parte, la segunda constituye el conjunto de prácticas que remiten a las
máximas del mundo subterráneo, a los estándares de la piedad griega al interior de la familia.
¿Cómo entender, entonces, la manera inmediata en la que los agentes del mundo griego se
relacionan con su sustancia ética, que se presenta desdoblada en una ley humana y una divina?
Para Hegel, la organización del mundo ético implica que los individuos que en él actúan se
compenetren con una de las dos leyes según su diferenciación natural sexual. De ahí que, en el
marco de la vida comunal griega, los hombres se alinearan con el ejercicio de la ley humana y las
mujeres con el de la ley divina. Esto obedece al carácter inmediato del espíritu ético, en el que su
forma de vida colectiva asimila un hecho natural, como la distribución de los sexos,
atribuyéndole una significación ética determinada (cf. p. 270). En otras palabras, en la comunidad
griega se hacía efectivo un conjunto de prácticas vitales en virtud del cual a los hombres y a las
mujeres se les imponían funciones sociales específicas y diferenciadas que, según el postulado
conceptual de la eticidad, cumplirían de manera armoniosa (cf. Pinkard, p. 139).
Sea de momento suficiente haber establecido las nociones de carácter y conciencia ética para
comprender la manera en la que los agentes que viven la eticidad actúan de manera inmediata y
no se encuentran extrañados en su acción, sino que se reconocen cabalmente en ella: “Para un
agente ético griego (…), éste encuentra sus deberes en los roles sociales con los que se identifica
inmediatamente. Asimismo, el individuo griego se encuentra libre al desempeñar su deber pues
entiende lo que hace y se identifica con ello” (Pinkard, p. 198; traducción mía). Aquí no
profundizaré en la experiencia de estos postulados, en el desarrollo de sus tensiones internas. Me
propongo, por ahora, exponerlos de manera que dejen entrever el proyecto de una vida
comunitaria no escindida, contraria a una en la que, por ejemplo, los agentes no tuvieran
principios claros que guiaran sus acciones ni las dotaran de sentido y legitimidad. La vida de
semejantes agentes no podría describirse mediante un sentimiento de sentirse como en casa –este
es el caso, e.g., del desgarramiento en el mundo de la cultura, cuando el agente que organiza su
vida en torno a cierto ideal de honor termina por descubrir el juego de mutua adulación y vanidad
que lo gobierna; cf. Fenom., p. 308).
Por su parte, la figura de la buena conciencia se consolida como la ‘superación’ de las tensiones
inherentes a la concepción moral del mundo. Esta última constituye el proyecto por el cual el
individuo pretende entrar en consonancia con el universal al acreditarlo por sí mismo mediante
cierto ejercicio racional ‘impersonal’ que le permita establecer cuál es su deber definitivo, cuáles
son las pautas que le confieren valor o esencialidad universal a sus acciones. De tal suerte que el
individuo actúa según un deber universal en la medida en que, al dar con él por cuenta de un
razonamiento ‘impersonal’, contrarresta el influjo de sus inclinaciones naturales que lo
sojuzgarían al punto de vista de su mera singularidad. La dimensión espiritual de la moralidad
radicaría en el hecho de que “cada agente determina para sí mismo [lo que debe hacer], pero sus
determinaciones coincidirán con las determinaciones de otros, pues cada uno se habría impuesto
los mismos principios [impersonales] de lógica y racionalidad” (Pinkard, p. 193).
Al rastrear el despliegue conceptual de la concepción moral del mundo, Hegel advierte que en
ella se impone constantemente una antinomia fundamental, que se elabora desde diferentes
puntos de vista y que engendra diversas deformaciones (cf. p. 360) en las que incurre la
conciencia moral. Sobre dichas deformaciones no profundizaré aquí. Sin embargo, me limitaré a
recoger la antinomia fundamental como sigue: al mismo tiempo, la conciencia moral afirma, por
un lado, que es capaz de fijar su deber desde su propia individualidad, de modo que su deber y su
saber coincidan; y, por otro, afirma que su verdadero deber corresponde a una suerte de
objetividad universal que necesariamente se sitúa más allá del alcance de su limitado punto de
vista individual (cf. p. 360). Puesto en otros términos: el agente moral debe cumplir su deber
independientemente de su perspectiva individual; pero las razones que lo mueven a actuar
moralmente debe ratificarlas él mismo como individuo, en lugar de acatarlas ‘desde afuera’. Dado
este panorama, el proyecto de la conciencia moral ‘fracasa’ en cuanto implica una visión
representacional del conocimiento de lo que se debe hacer (cf. Pinkard, p. 202). En efecto, el
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agente moral siempre recaerá en la duda de si lo que él mismo asume como su deber coincide o
no con lo que real y objetivamente es su deber puro, el cual, diríamos, sólo puede conocer con
seguridad Dios y no una conciencia de poderes limitados (cf. Fenom., p. 356). Esta situación la
califica Hegel como cierto abismo que los postulados de la concepción moral del mundo
ineludiblemente abren entre el sí mismo –el punto de vista del individuo– y el en sí –el punto de
vista del universal– (cf. p. 368).
En la simple acción moral de la buena conciencia, los deberes aparecen tan entremezclados, que
hay que romper de un modo inmediato con todas estas esencias singulares, y en la inconmovible
certeza de la buena conciencia ya no queda margen para agitar escrutadoramente el deber (…). Y
tampoco se da en la buena conciencia la oscilante incertidumbre de la conciencia, que tan pronto
pone la llamada moralidad pura fuera de sí en otra esencia sagrada, teniendo ella misma el valor
de lo no sagrado, como, por el contrario, pone en sí misma la pureza moral… (p. 371).
Ahora, cabe la pregunta: ¿de dónde proviene el contenido de la acción de la buena conciencia?
Por la descripción que he trazado, dicho contenido, que habrá de contar como lo esencial de la
acción, proviene de la buena conciencia en la forma de su más íntima convicción. De este modo,
las pautas de acción que la buena conciencia determine para sí misma deben ser el resultado de
cierta búsqueda de su interioridad, por la cual se diría que el agente actúa según la más
transparente autenticidad respecto de lo que para él cuenta como lo esencial en su obrar. No en
vano la instancia histórico-concreta de la buena conciencia, el romanticismo decimonónico,
habría asumido como una de sus consignas este apego por la autenticidad (cf. Pinkard, p. 211).
Así pues, una de las ‘fuentes’ de este contenido, el lugar donde el individuo tendrá que explorar
su interioridad y garantizarse así su convicción, será su conciencia natural inmediata, esto es, sus
impulsos, inclinaciones y, en general, su sensibilidad: “…para la conciencia buena la certeza de
sí misma es la pura verdad inmediata; y esta verdad es, pues, su certeza inmediata de sí misma
representada como contenido, es decir, en general, la arbitrariedad del singular y la contingencia
de su ser natural no consciente” (p. 376). Más adelante, agrega Hegel: “Este contenido vale al
mismo tiempo como esencialidad moral o como deber” (Ibíd.). Esto último, el que la
contingencia de la sensibilidad valga para la buena conciencia como esencialidad y deber, se
explica en el hecho de que, en el marco de la buena conciencia, es el deber el que es conforme al
individuo, no el individuo el que es conforme al deber. La esencialidad del deber se ajusta, pues,
a la aparente contingencia de tal o cual sensibilidad de una buena conciencia.
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Con lo anterior tenemos una imagen del modo como la buena conciencia experimenta su mundo
convencida de su actuar, reconociéndose a sí misma en él. Esta conciencia romántica y auténtica
viviría, entonces, sintiéndose como en casa, no extrañada de su obrar y en sintonía con lo
esencial-universal que, en este caso, cae dentro de sí misma: “…el en sí es la pura igualdad
consigo mismo; y ésta es en esta conciencia” (p. 378). Una descripción similar ofrecí a propósito
de la acción ética griega. Por consiguiente, tenemos elementos suficientes para comparar ambos
tipos de acción en sus propios términos.
En primer lugar, tanto la acción ética como la acción de la buena conciencia se desenvuelven de
manera inmediata: ni el agente de la vida griega, ni el sí mismo que ha superado la moralidad,
incurren en deliberaciones, vacilaciones y visiones antagónicas del deber que los condenarían a la
incertidumbre y la inacción. No obstante, las razones de esta inmediatez son, en cada caso,
diferentes. Para la conciencia griega en cuanto carácter, su deber le es dado según la ley, humana
o divina, que corresponda a su inmediatez natural –a su sexo–. En estos términos, no hay cabida
para la autodeterminación de la acción en la eticidad griega: los agentes griegos, en cuanto
hombres o mujeres, encuentran un conjunto de funciones dadas que, según la vida de su
comunidad, les corresponden, bien sea el cuidado de los asuntos de la ciudad, bien sea el cuidado
de la piedad familiar.
La razón por la cual el carácter griego no brota de cierta autodeterminación individual de los
agentes radica en que, visto desde el punto de vista universal, el carácter es pathos, la irrupción
de la sustancia universal en las conciencias individuales por la cual éstas se universalizan (cf. p.
278) –esto es, por la cual hacen parte de una comunidad en la que desempeñan funciones
específicas–. Pero dicha universalización, dicha irrupción de la sustancia en el agente, no está
mediada por la reflexión de la conciencia. En una palabra, el agente ético griego no decide en su
fuero interno cuál ha de ser su carácter, sino que, si acaso pudiese mirar en su interior, ya
encontraría en él un pathos dado que lo mueve a actuar de manera determinada. En la eticidad,
pues, a diferencia de la buena conciencia, el agente es conforme al deber; pero esta conformidad
no le es extraña, sino que la vive inmediatamente, con plena naturalidad y seguridad de que con
su acción acata los dictámenes de la esencia universal. Por su parte, la convicción de la buena
conciencia, en contraste con este carácter ético, es autodeterminada, en la medida en que la
certeza que tiene de sí el sí mismo –el individuo– es, inmediatamente, lo en sí, la pauta de acción
que el agente aduce como lo esencial. Por lo tanto, el contenido de la acción de la buena
conciencia no le viene impuesto por la comunidad en la que vive a la manera de un pathos, sino
que proviene de cierta introspección que realiza el individuo para dar con su verdadero yo, con
sus auténticas inclinaciones y convicciones (cf. Pinkard. P. 211-212).
Por consiguiente, el sí mismo de la buena conciencia se resiste a extraer sus pautas de acción de
los estamentos dados de la comunidad (el caso de la eticidad griega) o de una deliberación que lo
lleve a conformarse con una esencialidad objetiva más allá de su individualidad (el caso de la
concepción moral del mundo). La buena conciencia es, en definitiva, reacia frente a cualquier
determinación a actuar que le ‘venga desde afuera’: “La buena conciencia es más bien lo uno
negativo o el sí mismo absoluto, que cancela estas diferentes sustancias morales; es simple
actuación conforme al deber, que no cumple este o aquel deber, sino que sabe y hace lo
concretamente justo” (p. 371). En este orden de ideas, la buena conciencia no debe preocuparse
de que con su acción incurra en culpas, de que cumpla ciertos deberes pero transgreda otros. Si
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ese fuera el caso, la buena conciencia no sería un uno negativo que anula sustancias morales,
sino que sobre ella recaería la responsabilidad de llevar a cabo múltiples deberes esenciales que
desbordan la sola certeza que tiene el individuo de su sí mismo en cada instante (cf. Ibíd.). Esta
aparente ausencia de culpa en la acción de la buena conciencia la diferenciaría de la acción ética
en el sentido de que la estructura conceptual de ésta última implica una culpa insalvable en la que
el agente, por cumplir a cabalidad los mandatos de su ley, atenta contra la otra (cf. p. 274).
Del mismo modo, la relación que sostienen el agente ético y el de la buena conciencia con su
inmediatez natural difiere. A la constitución natural del primero se le asigna una significación
que se reduce a contemplar la diferenciación de los dos sexos (cf. p. 270). Como ya hemos
indicado, esta absorción de la inmediatez natural en la vida ética griega no está mediada por una
autodeterminación o reflexión por parte de los agentes, sino que éstos ya se encuentran
inmediatamente desempeñando unas funciones si se es hombre, otras si se es mujer. Por su parte,
la naturaleza inmediata de la buena conciencia desempeña un papel en la determinación de la
acción, no en cuanto diferenciación sexual, sino en cuanto sensibilidad natural, inclinaciones
íntimas y, en general, talento y aptitud. Pero la manera como la buena conciencia asume su
sensibilidad natural no consiste, simplemente, en expresar tal o cual sentimiento sin más, como es
el caso de la conciencia honrada en la figura de la ‘Razón’ (cf. p. 374). Más bien, la buena
conciencia asume su sensibilidad de tal forma que se afana por buscar en ella y reflexionar para
dar con su sí mismo auténtico, para luego expresarlo en acción y palabra (gesto del romanticismo;
cf. p. Pinkard 210). Una vez más: la buena conciencia no se limita a expresar sus sentimientos de
manera superficial, tal como se presenten, sino en procurar de modo vigilante que en ellos se
manifieste una auténtica individualidad. Por lo tanto, la asimilación de su constitución natural
que hagan los agentes de la buena conciencia para determinar su acción no puede ser una
asimilación inmediata, en el mismo sentido en que lo es para los agentes éticos griegos, que no
interrogan su constitución natural sino para definir si se es hombre o mujer.
Con lo anterior pretendo esbozar la posibilidad de contrastar los principios básicos de la eticidad
y de la buena conciencia a partir de la manera como en ambas se vislumbra la estructura de la
acción. En la sección anterior, la comparación esquemática que aventuré sopesaba los tipos de
acción postulados de cada figura, sin indagar en torno a sus contradicciones internas ni en la
experiencia de su desarticulación. En efecto, hasta aquí he dado por hecho que el carácter griego
y la convicción romántica son plausibles como formas de agentes que participan de una vida no
extrañada, sintiéndose en casa, en la cual se identifican con sus acciones y éstas poseen un
sustento o fundamento que las dota de esencialidad. Preliminarmente, he sugerido que la
diferencia entre la eticidad y la buena conciencia radica en el tipo de dicho fundamento: para el
carácter griego éste viene ‘desde afuera’, en virtud de una sustancia ética que se desdobla en
prácticas masculinas y prácticas femeninas; para la buena conciencia, viene de sí misma, de la
expresión de su auténtica interioridad. En lo que queda, expondré las razones por las cuales la
buena conciencia, y su eventual forma de vida armoniosa, implican una superación de la armonía
ética griega al incorporar en su visión de las cosas la posibilidad de una comunidad de
individualidades. Para ello, hemos de situarnos en el curso de la experiencia del espíritu, no ya en
los postulados de acción de sus momentos vistos de manera aislada.
A grandes rasgos, el mundo griego fijó una imagen armoniosa de sí en la que las leyes humana y
divina operan en equilibrio y sin escisiones. En dicha imagen, la compenetración entre el
universal y el singular se garantiza en el curso de la vida. Los desafueros de lo singular contra lo
universal se remedian por cuenta de la ley humana, que les imponía la universalización a los
singulares rebelados por medio, por ejemplo, de su incorporación en la guerra. Los desafueros de
lo universal contra lo singular, como las afrentas del gobierno de la comunidad contra la dignidad
de las familias y el honor de sus prácticas fúnebres, los remedia la ley divina y subterránea en la
forma de la Erinia vengativa (cf. p. 272). La justicia se impartía, pues, en virtud del ejercicio
armonioso de las potencias éticas en las que se desdobla el espíritu. No obstante, advierte Hegel
en torno a esta visión que los griegos se propiciaron de sí mismos:
Tal y como en este reino ético se halla constituida la oposición, así la autoconciencia no ha
surgido en su derecho de individualidad singular; en este reino, la individualidad singular vale, de
un lado, solamente como voluntad universal y, de otro, como sangre de la familia; este singular
sólo vale como la sombra irreal. Todavía no se ha producido ningún hecho; y el hecho es el sí
mismo real. El hecho trastorna la organización quieta y el movimiento estable del mundo ético (p.
273).
Esta advertencia puede reformularse en los siguientes términos: la armonía de la eticidad griega
como verdad postulada no contempla en su imagen la existencia de un individuo como sí mismo,
sino sólo como agente inmediata y completamente imbuido en su respectiva ley universal. Pero
una vez se ejecuta en aquel mundo una acción, semejante armonía universal entra en tensiones,
en la medida en que toda acción es el principio de una singularidad (cf. p. 281). De esta forma, la
imagen total y armoniosa que postuló para sí la eticidad no supo prever el desequilibrio que
introduciría en ella la más mera acción individual, por lo que el despliegue conceptual del
espíritu puede entenderse, hasta cierto punto, como una corrección de este error, como la
elaboración de una forma de vida en comunidad que le abra campo a las individualidades.
De este modo, la eticidad produjo en su interior un conflicto insalvable por haber asimilado un
hecho natural contingente, como la diferencia entre los sexos, atribuyéndole una significación
ética inmediata. En este sentido, la acción de cualquier individualidad griega habría estado
determinada ‘de entrada’ por su constitución natural-sexual. La historia del espíritu tendrá, pues,
que evidenciar el despliegue conceptual que llevaría a la individualidad, de esta pura
determinación natural, a la posibilidad de autodeterminarse reflexivamente, de procurarse con
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libertad sus propias pautas esenciales para orientarse en el mundo (cf. Pinkard, p. 180). De
manera que la individualidad, en el desenvolvimiento del espíritu, tendrá que poder
universalizarse a sí misma, producir sus propios parámetros de esencialidad, en lugar de
universalizarse por cuenta de una sustancia que se le impone de antemano.
La ‘verdad’ de la eticidad griega recaerá, por tanto, en el espíritu del estado de derecho romano.
La disolución de la comunidad ética deja tras de sí puras individualidades desperdigadas –dice
Hegel: “una serie de puntos”–, que sólo podrán reunirse a partir de una universalidad formal o
abstracta que ya no impone funciones sociales específicas a los agentes de acuerdo con su sexo,
sino que se limita a vincularlos en un mutuo reconocimiento como personas que comparten
ciertos derechos en cuanto miembros de una misma comunidad. Esta noción de persona figura,
pues, como el ‘primer’ modo de presentación del individuo, del sí mismo, no ya como mera
individualidad espuria que se alinea inmediatamente con una sustancia dada.
Y así, en la sección dedicada a la ‘buena conciencia’, Hegel presenta una mirada retrospectiva
sobre la evolución ‘conceptual’ del sí mismo en el espíritu. La buena conciencia representa un
tercer sí mismo, mientras el primero radica en la persona romana y el segundo en el individuo de
la ‘libertad absoluta’ de la Ilustración, cuyo mundo experimentó el espíritu de la escisión, el
estado de las comunidades en las que se llevó al extremo el desdoblamiento “de la unidad
inmediata de la singularidad y la universalidad” (p. 370). De esta forma, el espíritu de la buena
conciencia debe contener las tensiones resueltas de los dos momentos precedentes, lo cual
implica que en él se llegue a una unidad de la singularidad y la universalidad que concilie el
extrañamiento del mundo del segundo sí mismo y que depure la frágil armonía del mundo griego
que desembocó en la persona romana.
Según el despliegue del concepto de la buena conciencia, ésta advierte que su realidad en el
mundo no consiste sólo en actuar desde un auténtico sí mismo; una descripción tal daría a
entender que la buena conciencia se congracia a sí misma al margen de los demás. Más bien, la
buena conciencia también experimenta que su en sí –que, como hemos visto, está en unidad con
su sí mismo– es un ser para otro (cf. p. 373), en cuanto sus acciones no pueden sino desatarse en
un medio intersubjetivo. En este sentido, la realidad espiritual de la buena conciencia requiere
que sus acciones expresen auténticamente su individualidad y, a su vez, que dichas acciones sean
reconocidas por otros como tales expresiones auténticas –esta necesidad de reconocimiento no
figura en la moralidad, en donde el agente sólo se relaciona con otros bajo la idea de que, si estos
son racionales, entonces llegarán a los mismos los resultados que él en sus racionamientos–. A
propósito, considérese el siguiente fragmento:
De esta forma, el desenvolvimiento conceptual de la buena conciencia suscita que la acción, por
sí misma, no sea suficiente para hacer del sí mismo acreedor de tal reconocimiento. Esto se debe a
que cualquier acción por sí sola no expresa adecuadamente a un sí mismo. En efecto, la realidad
de la acción, abandonada por la buena conciencia que la engendra, puede ser juzgada como “una
realidad vulgar (…), [que] se manifestaría ante nosotros como la realización de (…) goces y
apetencias” (p. 380), en fin, como una acción arbitraria y contingente. De ahí que la verdadera
dignidad de la buena conciencia, más allá de la realidad concreta de su acción, recaiga en la
capacidad del agente de expresarse a sí mismo, de declararse por medio del lenguaje.
Así pues, el lenguaje es el modo de presentación del sí mismo ante los demás, es la declaración de
la esencialidad de su convicción y de que sus acciones no responden a meras apetencias
arbitrarias sino a su auténtica individualidad. En el momento de la declaración, la buena
conciencia entra en un medio espiritual, se universaliza, pues con la palabra deja de ser un mero
singular y entra en comunión directa con otros: “El lenguaje (…) sólo surge como la mediación
entre autoconciencias independientes y reconocidas, y el sí mismo existente es un ser reconocido
inmediatamente universal (…). El contenido del lenguaje de la buena conciencia es el sí mismo
que se sabe como esencia” (Ibíd.). El punto central radica, una vez más, en que la sola acción de
la buena conciencia no garantiza el reconocimiento de su sí mismo, pues la acción por sí sola
adquiere una ‘realidad’ indiferente a la del agente; éste último debe, más bien, declararse como
es, decir su convicción auténtica para entrar en comunión espiritual con otros: “Pero debe decir
esto esencialmente, pues este sí mismo debe ser, al mismo tiempo, sí mismo universal. Y esto no
se halla en el contenido de la acción, pues éste es indiferente en sí (…); precisamente en el
lenguaje reconoce todos los sí mismos y es reconocido por ellos” (p. 381-382).
Esta situación común, esta realidad compartida en la que se encuentran la conciencia que se ha
confesado y la que ha ablandado la dureza de su corazón enjuiciador, le abre paso a un proyecto
de comunidad (Ibíd., 219). Digo proyecto porque, en el marco del ‘Espíritu’, la conciencia no
plantea explícitamente en qué consistiría esta comunidad que las conciencias reconciliadas
construirían entre sí. Dicha comunidad se trataría, acaso, de una forma de vida colectiva en la
que, por medio del lenguaje, diversos sí mismos procuran vislumbrar en conjunto el acervo de
valores compartidos que los reunirá y orientará en el mundo, los cuales no están dados de
antemano, como en la eticidad griega. Esta búsqueda comunal de principios compartidos se
emprendería en un sentido análogo al de la buena conciencia singular que se afana alrededor de
su auténtico sí mismo: “Este solitario culto divino es, al mismo tiempo, esencialmente, el culto
divino de una comunidad” (p. 382). En este caso, la comunidad se afanaría, también, en torno a
sus auténticos sentidos compartidos, aquellos que se producen en virtud de sí misma y se
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acreditan al interior de sí misma como absolutos sin hacer referencia a una sustancia metafísica
que los trascienda.
De este modo, una eventual comunidad como la anterior sería una en la que sus individuos se
sienten como en casa en su medio social: ellos mismos, en comunión lingüística, eligen y
constatan sus principios compartidos y dotan de significado esencial sus prácticas vitales. Este
tipo de comunidad asume una autoconciencia del espíritu (cf. p. 396), se advierte a sí misma
como la expresión de un universal que no es otra cosa que el conjunto inmanente de prácticas
significativas que en ella se articulan. En la eticidad griega, en cambio, se propició una forma de
vida basada en un proyecto de armonía que probó no ser estable y desarticularse en virtud de la
ausencia, en sus postulados primordiales, de un espacio para la acción individual. La eticidad
griega, entonces, no equivale a una forma de autoconciencia del espíritu, en el sentido en que la
comunidad misma no advierte que es ella misma la que se fundamenta, sino que cree soportarse
en razón de una sustancia ética trascendente, en razón de unas leyes puestas fuera de los agentes
y que éstos, no obstante, obedecen –sobre todo así se asumiría la ley divina, vista como dominio
del mundo de los dioses subterráneos–.
Bibliografía:
- Hegel, Fenomenología del Espíritu. Trad. Wenceslao Roes. Ed. Fondo de Cultura
Económica. 2009