Sunteți pe pagina 1din 3

Borges y Pinochet, crónica de una visita bárbara

Roberto Herrscher
Hace hoy 40 años, la dictadura chilena asesinaba al ex canciller Orlando Letelier en Washington.
Ese mismo día, Borges visitaba a Pinochet. El gran escritor dijo en Chile que prefería la espada
a la dinamita, sin sospechar que ese mismo día la dinamita manchaba las manos de sus
admirados generales. Un excelente, estremecedor relato del libro de la biblioteca del dictador,
de Juan Cristóbal Peña, une y da sentido a los dos hechos.

Hay una coincidencia borgiana en la visita que hace 40 años, un 22 de septiembre, Jorge Luis Borges le hizo
a Pinochet en el edificio Diego Portales. Los diarios de esa mañana daban cuenta del atentado explosivo del día
anterior en Washington que acabó con la vida del ex canciller Orlando Letelier. Como si todo hubiera sido un acto de
anticipación literaria, esos mismos diarios chilenos destacaban en páginas paralelas el discurso que el mismo día del
atentado el escritor argentino había dado en la Universidad de Chile y en el que celebró el triunfo del orden institucional
de las dictaduras militares por sobre las asonadas guerrilleras. Pero claro, lo dijo a su manera: “Yo declaro preferir la
espada, la clara espada, a la furtiva dinamita”. Borges, que a sus 77 años había perdido el norte pero no el juicio, sólo
equivocó el bando. La furtiva dinamita explotaba casi a la par que pronunciaba su discurso de aceptación del Honoris
Causa. De eso habla parte del capítulo sobre la corte editorial del capitán general que es parte del libro de los libros de
Pinochet.

Dice así:

JUAN CRISTÓBAL PEÑA

El encuentro se extendió por cerca de una hora y fue seguido


de una reunión bastante más breve y casi inadvertida
con el general Leigh en el mismo edificio. El primer encuentro
jamás se olvidará; el segundo, en cambio, es como si nunca
hubiera existido.

El escritor argentino ponía fin a una visita de una semana


en Chile y a la hasta entonces posibilidad cierta de recibir el
Premio Nobel de Literatura ese año o los siguientes. La academia
sueca nunca le perdonó a Borges la visita al dictador
chileno, al que el escritor calificó de «una excelente persona».
Lo que ocurrió en esa reunión a puertas cerradas es un
misterio insondable del que quedó escasísimo registro. Está esa
foto donde un serio general Pinochet de traje de civil extiende
su mano a un piadoso Borges, de terno oscuro y camisa blanca,
que hace esfuerzos por enfocar a la persona que tiene enfrente.
A los setenta y siete años estaba casi enteramente ciego, ciego
pero lúcido. Está esa foto y el testimonio del propio Borges,
que a la salida del encuentro declaró a los periodistas sentirse
«muy satisfecho» ante «el hecho de que aquí, también en mi
patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden,
sobre todo en un continente anarquizado, en un continente
socavado por el comunismo».

Eso puede haberle dicho Borges a Pinochet, pero lo que


dijo o pudo haber dicho Pinochet a Borges es todavía más
enigmático. El general no era una persona que se caracterizara
por su elocuencia, tampoco por su vasta cultura. Le gustaba
hablar de política contingente, sobre todo de comunismo, pero
es improbable que hayan hablado de literatura. Un antiguo
funcionario del edificio Diego Portales recuerda que si bien
el general no conocía la obra del escritor argentino, sí estaba
particularmente interesado en sus ancestros militares, que
protagonizaron gestas bélicas en las campañas por la Independencia de Chile y Argentina. Ese era su tema, por lo demás:
la historia, no la literatura, y en sus encuentros protocolares con personalidades no perdía oportunidad de tratarlo.

Cualquiera haya sido el tema de conversación, lo importante


de la visita de Borges a Pinochet estuvo en ese contundente
efecto propagandístico que provocó a favor de la dictadura
chilena. Borges era un escritor de renombre mundial, seguro
candidato al Nobel de Literatura, y sus elogios al régimen y la
persona que lo conducía fueron ampliamente difundidos por
medios extranjeros.

Su visita no pudo ser más oportuna para el régimen. Cuando


este era objeto de graves y sonadas denuncias por violaciones
a los derechos humanos, el escritor argentino llegaba a
Chile para prestarle apoyo. Su voz, además, sintonizó a la perfección
con el discurso oficial. Un día antes de su encuentro
con Pinochet, al ser nombrado Doctor Honoris Causa por la
Universidad de Chile, pronunció un discurso memorable en
el que dijo:

«Hay un hecho que debe conformarnos a todos, a todo el


continente, y acaso a todo el mundo. En esta época de anarquía
sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte.
Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la
espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva
dinamita. Y lo digo sabiendo muy claramente, muy precisamente,
lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo de la
ciénaga, creo, con felicidad. Creo que merecemos salir de la
ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obras de las
espadas, precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga.
Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez
una larga patria y una honrosa espada».

Ninguno de los amanuenses y asesores que en esos días


circulaban por el Diego Portales pudo decirlo mejor. Por una
semana, y para todo el mundo, Borges fue el mejor vocero de
la dictadura. El más refinado y lírico que pudieron encontrar
los militares que habían asaltado el poder en Chile.

Pero Borges significó todavía más que eso.

Al comparecer en el edificio Diego Portales, Borges, probablemente


sin saberlo, tocó una fibra particularmente sensible
de su principal ocupante. Pinochet era un militar de tomo y
lomo, de eso no hay duda, pero también, en su lógica, que es la
lógica de cuartel, era un intelectual. Incluso un escritor. Así al
menos se veía a sí mismo y se empeñó en que lo vieran.
En su lógica, entonces, una lógica dominada por el sentimiento,
la visita de una de las mayores figuras de las letras fue
un reconocimiento ya no solo a su gobierno, sino también a
su persona.

De una cierta forma, esa mañana de miércoles 22 de septiembre,


Augusto Pinochet se sintió frente a un igual.

(Del capítulo «La corte editorial», del libro «La secreta vida literaria de Augusto Pinochet»)

S-ar putea să vă placă și