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HACIA UNA ÉTICA FEMINISTA:

TAREAS, PROBLEMAS Y CONTROVERSIAS*

María José Guerra Palmero

Nuestro punto de partida es una afirmación fuerte: en cuanto que persista la


situación de desigualdad entre hombres y mujeres, la ética será feminista o no será. Su
horizonte es, pues, provisional y/o provisorio: en tanto que perdure la discriminación
sexual. No obstante, dada la resistencia a desaparecer de las opresiones, nos tememos
que la provisionalidad feminista de la ética nos durará, desgraciadamente, todavía un
tiempo. De hecho, en este fin de siglo, la alarma social vuelve a sonar desbocadamente
en Occidente ante las reestructuraciones sociales que ha conllevado la autonomización
progresiva de las mujeres1. Contamos, pues, ya con una expresión acuñada –«ética
feminista»– nos queda pendiente el cometido de dotarla de contenido. Para ello, pri-
mero, vamos a manejar un doble eje de coordenadas que nos señale las tareas a reali-
zar. El primer eje, a su vez, nos señalará un doble objetivo que se corresponde con la
distinción usual que diferencia a una ética teórica de una ética aplicada. El segundo
nos desglosará las tareas teóricas de la ética: atenderemos al rendimiento crítico, pri-
mero, para, luego, dar pie al trabajo reconstructivo de saneamiento categorial. En se-
gundo lugar, y en consonancia con la acentuación crítica, atenderemos a algunas polé-
micas que oscurecen las virtualidades instrumentales y analíticas de la distinción sexo/
género para después atender a lo que vamos a denominar el hecho de la pluralización
y la respuesta que la teorización feminista le presta. Todo ello con la finalidad de ir,
poco a poco, desbrozando camino a la posibilidad de una articulación teórico-práctica
de una ética feminista de talante crítico.

* Una primera versión de este texto fue presentada en el Curso de Otoño de Tegueste titulado
«Actualidad de la ética» en noviembre del 96. Parte del texto , ya reelaborada, fue llevada como
comunicación a las II Jornadas A.U.D.E.M. «Cambiando el conocimiento. Universidad,
feminismo y sociedad» celebradas en Oviedo en marzo del 97.
1
Someramente nos encontramos con un sinfín de tensiones agazapadas. Por ejemplo, la discusión
en torno a los modelos de familia está en plena sazón dado que en los países noroccidentales
los hogares monoparentales, cobijados, en la mayoría de los casos, por una mujer sola se acercan,
poco a poco, al 50% del total. La inquietud se dispara ante la ausencia de la figura paterna. El
derecho de las mujeres a disponer de su propio cuerpo y su cuestionamiento –del omnipresente
debate sobre el aborto hasta la disputa sobre el acoso sexual– son portada informativa un día sí
y otro también. En otro orden de cosas, para hablar del deterioro de las condiciones laborales –
«flexibilidad»=precariedad–, se acuña la expresión «feminización del trabajo». Y la pobreza,
tristemente, también se adjetiva, en primer lugar, como femenina. Esta enumeración al azar de
algunas de las preocupaciones que campean en el horizonte nos pone sobre aviso acerca de la

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FEMINISMO Y ÉTICA: UN DOBLE EJE DE


COORDENADAS TEÓRICO/PRÁCTICO

A la hora de configurar una ética feminista nos vemos asaltadas, de nuevo, por
una doble exigencia que se deriva de una constatación previa. En otra parte2, señalába-
mos que la génesis de la ética moderna hegemónica había quedado lastrada debido,
fundamentalmente, a cuatro distorsiones que inferiorizaban y excluían a las mujeres.
Sucintamente, en primer lugar, el universalismo sustitucionalista3, consistente en dar,
metonímicamente, la parte masculina por el todo humano, en segundo lugar, el propo-
ner un modelo demediado (masculinizado) de identidad moral en consonancia con la
lógica del contrato social que organizó el ámbito público y del que las mujeres fueron
desterradas al quedar sometidas al «contrato sexual»4. En tercer lugar, y en consonan-
cia con lo anterior, sólo se contó con el tratamiento de una experiencia moral, la del
mundo público masculino, ajena a la que ha sido consignado como la experiencia
femenina del mundo sita en lo privado5. Finalmente, tenemos que sumar a lo anterior-
mente mencionado, el hecho constitutivo al patriarcado moderno de la asimetría
axiológica que ha asignado todo el valor a lo masculino y el dis-valor a lo femenino6.

gran conmoción efectuada, al hilo de este convulso siglo XX, por la irrupción de las mujeres en
las esferas públicas del trabajo, la educación, la cultura, o la política, sólo por mencionar algunos
de los ámbitos de los que nos hemos «apropiado».
2
Sobre esto, María José Guerra Palmero, «Mujeres y fin de siglo: el desafío feminista a la
ética», Conferencia pronunciada en el Ateneo de La Laguna, octubre de 1996. Pendiente de
publicación.
3
Véase de S. Benhabib «El otro generalizado y el otro concreto: la controversia Kohlberg-
Gilligan y la teoría feminista» en S. Benhabib y D. Cornell Teoría feminista y teoría crítica,
Valencia, Alfons el Magnánim, 1990 y de C. Amorós, «Hongos hobbesianos, setas venenosas»,
Mientras tanto, nº 48, 1992.
4
Véase C. Pateman El contrato sexual, Barcelona, Anthropos, 1995 y A. Jonásdottir «Ella para
él, él para el Estado» en El poder del amor. ¿Le importa el sexo a la democracia?, Madrid,
Cátedra, 1993.
5
Tal como ha puesto de manifiesto la polémica Kohlberg-Gilligan en el terreno de la psicología
del desarrollo moral. Véase C. Gilligan In a different voice. Psycological Theory and Woman´s
Development, Harvard University Press, 1982. La irrupción de las tesis de Gilligan ha precipitado
la discusión acerca de la existencia de una ética femenina versus una ética feminista. Entre
otros, véase C. Card, Feminist Ethics, Lawrence, Kansas, University of Kansas Press, 1991,
R.Tong Feminine and Feminist Ethics Belmont: Wadsworth, 1993, E. Browning Cole & S.
Coultrap-McQuin (Eds.) Explorations in Feminist Ethics, Bloomington, Indiana Press, 1993 y
E. Frazer, J. Hornsby, & S. Ethics: A Feminist Reader, Oxford, Blackwell, 1992.
6
Como botón de muestra, véase, desde una perspectiva antropológica, F. Héritier «La valencia
diferencial de los sexos. ¿Se halla en los cimientos de la sociedad?» en Masculino/Femenino.
El pensamiento de la diferencia, Barcelona, Ariel, 1996.

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En suma, la redefinición moderna de los géneros, masculino y femenino, identi-


ficaba al primero con lo auténticamente moral: «la racionalidad, el autocontrol, la
fuerza de voluntad, la coherencia, el actuar a partir de principios universales y el sen-
tido del deber» y al segundo con «la simpatía, la compasión, la amabilidad, el cuidar
de los otros,... y la emocionalidad como respuesta» 7. Lo socialmente definido como
femenino quedaba fuera del círculo restrictivo de la moral. La distinta consideración
valorativa de los sexos arruinará el universalismo moral tanto como la reticencia, to-
davía palpable hoy, a predicar y aceptar, en el terreno social, la autonomía de las mu-
jeres8 –pensemos en el ejemplo que nos suministra el recurrente debate sobre el abor-
to–. Como nos indicarán las urgencias prácticas que dentro de poco enunciaremos, a
las mujeres se les escatima la misma autonomía, que, por otra parte, ha sido cortada a
imagen y semejanza de la experiencia masculina del mundo tal como pone de mani-
fiesto un análisis de su genealogía y entretelas9.
La generización (masculina), no sólo de la moral común, de la que funciona
cotidianamente, sino del aparato teórico de la ética exige, en consecuencia, primero,
de un trabajo deconstructivo que desmonte el armazón de sobreentendidos
androcéntricos que la sostiene, y, posteriormente, demanda labores de revisión y sa-
neamiento de lo que quede en pie que implican la reformulación de las categorías
objetadas. Por lo tanto, primero, apreciaremos el rendimiento crítico de una ética fe-
minista con el objetivo de deconstruir el legado recibido restando la determinación
masculina a las categorías en uso. Sólo, después, podremos dedicarnos a la recons-
trucción y al saneamiento. Tras la demolición del edificio ético teórico masculinizado,
habrá que iniciar una suerte de tarea reconstructora que no reedite la generización de
la ética, sino que responda a la pluralidad de demandas que se le hacen desde la perti-
nencia de un abordaje analítico que estime como clave la sexualización de la teoría.
Para ello será necesario, detenernos en las controversias desatadas por el uso de la
distinción sexo/género.
Por otra parte, la eclosión teorética del feminismo actual no permanece insensi-
ble frente a los movimientos telúricos provocados por la instalación filosófica en el
oscilante umbral de lo moderno y lo postmoderno. El reclamarse de una u otra de las
dos orillas supone, entre otros muchos factores, que la pluralización discursiva sea el
factor a considerar como esencial. Debemos, en lo que nos atañe, hablar de feminis-
mos y no de feminismo. Esto no tiene porque implicar que el componente pro-yectivo
y utópico del movimiento sea seccionado del todo, aunque los tintes escatológicos de
algunas metanarrativas se hayan desvanecido con la idea de la inexorabilidad del pro-

7
L. Blum, «Kant´s and Hegel´s Moral Rationalism: A Feminist Perspective», Canadian Journal
of Philosophy, vol. XII, nº2, 1982. p. 287.
8
Véase A. Valcárcel «La mujer, figuras de la heteronomía», en Sexo y filosofía. Sobre «mujer»
y «poder», Barcelona, Anthropos, 1991.
9
Véase S. Benhabib, «Una revisión del debate de las mujeres y la teoría moral», en Isegoría, nº
6, 1992.

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greso. Podríamos decir que la teoría feminista se resitúa contextualmente, pidiendo


concreción, y abordando las «cuestiones candentes» que reverberan cotidianamente
reeditando desigualdades e injusticias. Esto nos reenvía al otro eje de coordenadas
que inclinado hacia las urgencias presentes imprime un giro práctico, aplicado, a la
ética feminista.

CUESTIONES CANDENTES:
LAS TAREAS PRÁTICAS DE LA ÉTICA FEMINISTA

La ética feminista es deudora de un movimiento social cuyas propuestas han


pasado en gran parte a incorporarse al acervo compartido de nuestro mundo común.
El feminismo ha calado en la sociedad y en las conciencias. Por esto mismo la ética no
puede quedarse pegada a la mera teorización desgajada de las urgencias presentes,
sino que debe hacerles frente sumándose a los que algunos llaman ya el «giro aplica-
do» de la ética, después de décadas de obstinada ejercitación metaética. Parece que
llega un tiempo en el que podemos en parte rectificar la excesiva inclinación teorética
de la ética.
Las urgencias prácticas tienen que ver tanto con viejas como con nuevas situacio-
nes. Por poner algunos ejemplos podemos transitar del aborto a las nuevas tecnologías
de reproducción, de los malos tratos intramuros de toda la vida al acoso sexual en el
trabajo, de la prostitución al turismo sexual de nuevo cuño, de la pornografía tipo
Playboy a la experiencia del porno virtual que se nos ofrece en el ciberespacio, y un
largo etcétera. Estos asuntos y muchos más conectan con los debates vivos y políticos
del movimiento feminista. El presente se nos desvela como cúmulo de problemáticas
sabidas o novedosas sobre las que hay que reflexionar una y otra vez y el despegue de
una ética feminista no puede permitirse el lujo de alejarse de este cometido, empren-
diendo sólo un vuelo teórico. Teoría y praxis deben conjugarse para proporcionar un
instrumental analítico que desvele las trampas que a nuestro paso pone la inercia
desigualitaria del patriarcado. La conexión ético-política se intensifica al tener esto en
cuenta.
A modo de botón de muestra inventariamos algunos asuntos que reclaman un
enfoque aplicado, pero que, como no podía ser menos, nos reenvían a la crítica teóri-
ca. El viaje es de ida y vuelta. De hecho, las cuestiones candentes parecen obstinarse
en mostrarnos que el reconocimiento de la autonomía de las mujeres es una pertinaz
asignatura pendiente. Intentemos una breve enumeración poniendo de manifiesto lo
anteriormente afirmado:

1. El debate sobre el aborto sigue estando en el centro de atención y no estaría mal que
nos preguntáramos por las razones de su recurrencia. No sólo señala una situación enor-
memente dolorosa para la mujer, asunto que se suele desdeñar trivializándolo, sino que
la enfrenta con su exclusión de la máxima presunción ética de la modernidad: la autono-
mía. A la mujer se le sigue escatimando un sistema de plazos que significaría asumir su

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plena mayoría de edad. El sistema de supuestos significa tener que admitir públicamen-
te, justificándose, una razón que legitime la decisión de abortar. Si al sistema de supues-
tos se le une la práctica del «consejo» lo que se pone de manifiesto es que, sin algún tipo
de tutela, no se concibe la libertad de elección de las mujeres.

2. La ubicuidad de la violencia contra el cuerpo de la mujer –malos tratos, agresiones


sexuales, acoso sexual en el trabajo– vuelve a poner el dedo en la llaga del malogro de
la autonomía. La mujer, si no va guardada y custodiada por un varón es susceptible de
apropiación por el resto de los hombres y si está confinada en el hogar parece que tiene
que arrastrar con la soberanía del rey de la casa10. En ninguna de estas dos situaciones se
le reconoce socialmente autonomía plena: el ser su propia dueña, el ser propietaria de su
propio cuerpo, tal como demandaba Locke para el individuo moderno. En este sentido,
hacer pública la violencia silenciada, ocurra en ámbitos privados o públicos, es el nuevo
imperativo, más allá de que a veces la justicia y la opinión pública se obcequen en la
«culpabilidad de la víctima».

3. El debate sobre la pornografía y la polémica en torno a la prostitución, en las que la


lógica del mercado se sexualiza, pueden ser analizadas a la misma luz de la denegación
de una autonomía vital y sexual plena para las mujeres. El cuerpo de las mujeres o la
imagen del cuerpo femenino se convierte en objeto de consumo y transacción comer-
cial. El proceso que se consuma es el de una objetualización que resta subjetividad a las
mismas mujeres al «descontar» sus deseos. Los únicos deseos a satisfacer son los mas-
culinos. La ficción pornográfica elude y silencia los deseos de la mujer si no coinciden
con el culto al falo. Su subjetividad deseante no entra en escena, y si lo hace es forzada
a encajar en la presunción del masoquismo femenino11.

4. La imposición de un modelo heterosexual monogámico, que estigmatiza a las otras


opciones sexuales se rebela, asimismo, como coartada a la capacidad de elegir de los
individuos que optan por no seguir la norma férrea de lo que algunos llaman la
«heterorrealidad»12, que optan por no asumir las corazas/corsés que impone la identidad

10
Valga como ejemplo la interpretación de una jueza de Sabadell de la condición de atenuante
del ser marido de la víctima frente a la letra del actual Código Penal, que expresamente lo
consigna como agravante.
11
Sobre este asunto véase el libro recientemente traducido de J. Benjamin Los lazos del amor.
Psicoanálisis, feminismo y el problema de la dominación –Barcelona, Paidós, 1996–,
especialmente el capítulo titulado «El deseo de la mujer» en donde se aborda «la carencia de
subjetividad de la mujer, particularmente de subjetividad sexual, y las consecuencias de la
complementariedad sexual tradicional: el hombre expresa su deseo y la mujer es objeto de ese
deseo», p. 111.
12
Véase S. Jeffreys, La herejía lesbiana, Madrid, Cátedra, 1996.

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social de género. La discusión en nuestro presente sobre el alcance de una ley de parejas
de hecho ejemplifica la normatividad heterosexual y su potencial impositivo.

5. La irrupción tecnológica, en otro orden de cosas, por ejemplo, en lo que a la repro-


ducción asistida se refiere, reedita una dudosa alianza entre la ciencia, el mercado y la
ideología patriarcal para reinventar una nueva forma de control de las mujeres ofre-
ciendo soluciones medicalizadas para casi todo. Soluciones que suelen ser poco res-
petuosas con la salud y la capacidad de optar de la mujer –no hace falta más que
atender al fenómeno «sextillizos»– a la que se priva de subjetividad, objetualizándola.
No se suele explorar la dimensión subjetiva de la infertilidad –bloqueos inconscien-
tes13, sobre todo–, ni el deseo de tener hijos. Los temas relacionados con la mujer, la
salud, la reproducción abonan el terreno de cultivo de una bioética feminista14 que ya
parece haber despegado en el ámbito anglosajón, impulsando una reflexión novedosa
sobre la corporalidad que, alimentada desde otras perspectivas –feminismo psicoana-
lítico, foucaultiano, filosofía de la ciencia,...– impugna no sólo el olvido filosófico de
que somos un cuerpo que se construye alentado por imaginarios sociales y culturales
que pretenden sellar el viejo orden patriarcal.

Obligadas a enunciar la doble virtualidad teórico-práctica de una ética feminista


caemos en la cuenta de que el eje de ordenadas y el eje de abcisas nos permiten aten-
der a la doble dimensionalidad de unas problemáticas que nos reenvían desde la cruda
realidad al análisis teórico y viceversa. No podíamos esperar menos de una ética espo-
leada por el ánimo reivindicativo de justicia e igualdad del feminismo. La categoría de
autonomía, a partir del recorrido por algunas de las cuestiones candentes, sale, una y
otra vez, a la palestra como manzana de la discordia, coimplicada cada vez más con la
reproblematización de los significados sociales heterónomos asignados a las mujeres.
Dejamos apuntado este asunto, clave de bóveda a resolver por una ética feminista,
para tratarlo en otra ocasión. Ahora, apuntaremos a ofrecer algunas claves del devenir
teórico feminista en los últimos años como paso previo a preguntarnos qué tipo de
teoría ético-feminista se delinea en el horizonte. Para ello transitaremos por la polémi-
ca acerca de la distinción sexo/género cuyo valor instrumental ha sido clave para el
devenir teórico feminista a partir de los años 70.

13
A este respecto, es curioso que muchas mujeres queden embarazadas, cuando no hay problemas
ostensibles, cuando se apuntan en una lista a la espera de un tratamiento hormonal de estimulación
ovárica. Para este asunto, véase S. Tubert, Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología, Madrid,
Siglo XXI, 1992.
14
Véase S. Wilkinson y C. Kitzinger (comps.), Mujer y salud. Una perspectiva feminista,
Barcelona, Paidós, 1996.

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EL INSTRUMENTAL DE TRABAJO: LA DISTINCIÓN


SEXO/GÉNERO. ALGUNAS POLÉMICAS

Persigamos alguno de los derroteros por los que ha circulado la categoría géne-
ro15 para, después, mostrar la potencia controversial de la distinción que la secciona
del sexo. Su alumbramiento se lo debemos a Simone de Beauvoir quien lo condensó
en un ya famoso dictum: «no se nace mujer, se llega a serlo». Pero quién, ostensible-
mente, presta nombre y determinaciones al nuevo concepto –un concepto nuevo que
utiliza una vieja palabra, la de género– es Gayle Rubin en 197516, en el contexto de un
feminismo socialista atento a la relación sexo-clase. Rubin definía el sistema sexo/
género «como el sistema de relaciones sociales que transformaba la sexualidad bioló-
gica en productos de la actividad humana»17. Las bases de este sistema, cuya función
es la producción de seres humanos generizados, eran tanto la división sexual del tra-
bajo como la construcción psicológica del deseo (masculino/femenino) que apuntala-
ba la heterosexualidad obligatoria. Todo esto, a su vez, permitía el «intercambio de
mujeres» en la institución del matrimonio. No olvidemos que en los ritos tradicionales
de las bodas, la mujer siempre es entregada al marido por el padre u otro hombre de la
familia. La mujer opera de objeto transaccional que sanciona el pacto entre varones18.
Romper con el matrimonio, retirarse de la institución que ha impedido el acceso a la
posición de sujeto a las mujeres –el cabeza de familia siempre es él– se delineó como
estrategia política para transformar el sistema sexo/género. La clave era retirarse de
los hombres para permitir una constitución de la subjetividad de las mujeres ajena a la
economía política del sexo. El lesbianismo, de paso, quedaba reconocida como op-
ción antiobjetualizadora que abría un espacio entre mujeres al margen del esquema
jerárquico. La «hermandad de las mujeres» se articulaba para hacer frente al «pacto
de los iguales» (varones) que tácitamente excluía a las mujeres del orden del poder,
del deseo y de la razón.
La formulación de la distinción sexo/género obedeció, fundamentalmente, a una
necesidad defensiva: «contestar la naturalización de la diferencia sexual en múltiples
terrenos de lucha»19 . Romper con una supuesta sobredeterminación biológica era el

15
Entre nosotras, dos clásicos de la disección de la feminidad construida son dos libros
recientemente reeditados: M. Moreno, Como se enseña a ser niña: El sexismo en la escuela,
Barcelona, Icaria, 1993, y de V. Sau Ser mujer: el fin de una imagen tradicional, Barcelona,
Icaria, 1993.
16
«The traffic in women: notes the political economy of sex» en R.R. Reiter (ed.) Toward an
Anthropology of women, New York, Monthy Rewiew, 1975.
17
D. Haraway, «Género para un diccionario marxista: la política sexual de una palabra», en
Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1995, p. 231.
18
C. Amorós, «Feminismo y política», en Disenso, nº 15, 1996, p. 11.
19
D. Haraway, op. cit., p. 221.

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objetivo. Ahora se le prestaba, en cambio, todo el protagonismo a la historia para


poder captar las mutaciones en las relaciones de «jerarquía y antagonismo» entre hom-
bres y mujeres. No obstante, los problemas no se harían esperar porque la distinción
sexo (biológico)/ género (histórico-cultural) mimetizaba la problemática escisión en-
tre la naturaleza y la cultura cuando la misma «naturalidad» de la naturaleza se estaba
cuestionando. La naturaleza misma se nos aparecía no como referente de un conjunto
de hechos biológicos indudables, sino como recurso ideológico, y por tanto, también
construido, que podía, tanto ser empuñado contra las mujeres, como jugar a su favor.
Pongamos un ejemplo. Desde la distinción sexo/género podría parecer que la materni-
dad es natural y la paternidad cultural, volviendo a asociar férreamente a las mujeres
a las tareas sociales de la reproducción y disculpando, debido a su naturaleza deriva-
da, el descuido de los hombres con su progenie. Retrocediendo ante consecuencias no
deseadas, el «paradigma de la identidad de género» se empezó a resquebrajar, y con
él, la metáfora del trabajo cultural, modelador de la base biológica, que acababa por
crear una «persona acabada y generizada»20.
El género, que había parecido una panacea teórica, revelaba su lado oscuro de la
mano de la connivencia con un discurso binarista que alentaba consecuencias colonia-
listas y racistas, como se encargaron en poner de manifiesto las feministas de color. El
mundo «quedaba articulado como un objeto de conocimiento en términos de
apropiacion de los recursos de la naturaleza por parte de la cultura». Seccionados de
la cultura en el discurso dominante aparecen no sólo las mujeres, sino también, las
gentes de color, los animales, el medio ambiente, en suma, todo aquello que ha sido
objetualizado e instrumentalizado. La matriz prototípica de toda opresión parece ali-
mentarse de la adscripción naturalista a los grupos oprimidos. La sumisión de las
mujeres se traslada como motivo a las otras dominaciones, prefigurando la «domina-
ción del hombre al dominio de otros hombres»21 . Los movimientos de coimplicación,
por ejemplo, entre el naciente sufragismo y la abolición de la esclavitud y, en nuestros
días, la convergencia eco-feminista se pueden explicar a esta luz. Lo excluido queda
todo del mismo lado: el ámbito de lo utilizable y apropiable es una naturaleza de la
que se predica inercia, estatismo y pasividad. Una naturaleza puesta y dispuesta para
el único fin exclusivo del disfrute de los hombres. Una naturaleza a domeñar que
«invita» al dominio.
El dilema, todavía hoy, está servido. De un lado, las virtudes defensivas de la
distinción sexo/género, instalado en un paradigma constructivista, han sido enorme-
mente efectivas para poner coto a los determinismos biológicos y a su discurso
justificador de la desigualdad sexual. Del otro, la complicidad con la lógica binaria de
la dominación de lo cultural sobre lo natural revela las dificultades de operar con un
marco de pensamiento dualista acuñado por el hegemónico patriarcado occidental.

20
Ibid, p. 225.
21
C. Levi-Strauss, citado por C. Amorós, en art. cit., p. 10.

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Historizar el sexo y/o la naturaleza era el siguiente paso a dar cuestionando el mismo
conocimiento biológico pues, según la tesis de Haraway, a la que estoy siguiendo en su
reproblematización del género, la naturaleza también la «inventamos» y la
«reinventamos».
En este contexto, no podemos dejar de referirnos a Judith Butler y a su obra
Gender Trouble22 . En un esfuerzo crítico que parte de Foucault y de Derrida, Butler se
empeña en mostrar uno de los malentendidos del paradigma de la identidad de género.
La presuposición de que somos, o acabamos siendo, una personalidad coherente, de
una sola pieza, de que somos «hombres» o «mujeres» y, por lo tanto, perfectamente
identificables como tales. Su conclusión es que la identidad personal sexuada no es
más que una «ficción» regulativa, fruto del poder cosificador de categorías sociales
represivas empeñadas en sostener un sistema social jerarquizado y en «orden». De lo
que se trata es de rebatir el dualismo – ¿por qué no tres o cuatro o n sexos y/o géne-
ros?– , de subvertir el troquelado social de la identidad que nos exige identificarnos
con los atributos masculinos o con los femeninos al modo de una disyunción exclu-
yente. Si llevamos esta operación subversiva a cabo, de paso, la heterosexualidad
compulsiva será revocada y las otras orientaciones sexuales podrán abandonar la
marginalidad social.
Resumiendo, y por volver a Haraway, «El ‘fracaso’ –del operar sexo-genérico–
se debe en parte a no haber historizado y relativizado el sexo y las raíces histórico-
epistemológicas de la lógica del análisis implicado en la distinción sexo/género y en
cada miembro de la pareja.»23
Pero, la controversia no se zanja revelando la historicidad del sexo y la conniven-
cia de la distinción sexo/género con el arbitrario corte naturaleza/cultura. Moira Gatens
en Imaginary Bodies 24, desde un pensamiento de la diferencia sexual que se reclama
históricamente determinado y antiesencialista, plantea que la citada distinción sólo ha
traído consigo «confusión». Reconoce, de entrada, la virtualidad asignada a la distin-
ción en cuanto a alejarnos de los «peligros del determinismo biológico», pero des-
aconseja el efecto superpuesto que produce: la neutralización de la diferencia sexual.
Gatens pone en entredicho las premisas de la teoría de la socialización que ha sosteni-
do a la categoría género, en concreto las ideas de que «ambos el cuerpo y la psyque
son posnatalmente pasivas tabula rasa»25. Cuestiona que «la mente de cada sexo sea
inicialmente una entidad neutral, pasiva , una pizarra en blanco sobre la que se inscri-
ben varias «lecciones sociales» y que «el cuerpo represente el papel de mediador
pasivo de estas inscripciones».

22
J. Butler, Gender Trouble. The Subversion of Identity, New York, Routledge, 1990.
23
D. Haraway, op. cit., p. 230.
24
M. Gatens. Imaginary Bodies. Ethics, Power and Corporeality, London, Routlegde, 1996.
Véase especialmente, los capítulos titulados «A critique of the sex/gender distinction» y «Woman
and her double(s). Sex, gender and ethics».
25
Op. cit., p. 4.

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El simplismo de estas bases teóricas psicológicas, empiristas y conductistas, es


denunciado como políticamente desorientador a la hora de abordar la opresión feme-
nina. El planteamiento de un programa de reeducación «degenerizador» –el término
inglés que utiliza es degendering– desatiende, instalado en una perspectiva utópica y
ahistórica, el hecho del enorme peso con que el imaginario socio-cultural constituye
el cuerpo vivido, y no ya la supuesta neutra biología. Gatens desafía el paradigma de
la «identidad de género»26 y su supuesta conexión arbitraria con un cuerpo de hombre
o de mujer. De la naturalidad del sexo es igual a género pasábamos a la arbitrariedad,
en el otro extremo, de la disociación sexo/género cuando deberíamos habernos queda-
do en algún lugar intermedio, porque, a su parecer, la suposición de Kate Millet de
que no hay diferencia entre los sexos al nacer y de que bastaría una resocialización
que no nos cuarteara en femeninos o masculinos para dar al traste con la coerción
genérica es falsa. Supone , siempre según Gatens, creer en la pasividad y neutralidad
del cuerpo con respecto a la formación de la conciencia al hilo de una concepción
racionalista de la subjetividad en la que se postula que uno puede remover «los impor-
tantes efectos de la especificidad histórica y cultural de la propia «experiencia vivida»
al cambiar conscientemente las prácticas materiales de la cultura en cuestión.»27
A esta luz, la distinción sexo/género no sólo queda situada en el contexto del
debate ambiente versus herencia sino que, además, se correlaciona con el idealismo
que trasparenta la distinción cuerpo/conciencia. Gatens denuncia el uso acrítico y
enmascarado de ambas distinciones que parecen sostenerse en una concepción neutral
y pasiva de un sujeto que responde al condicionamiento social. Frente a esta desacre-
ditada concepción de la subjetividad, opone al psicoanálisis como opción revisada
para una comprensión activa de la constitución de la personalidad psicosexual. No
hay cuerpo neutral ni sujeto pasivo presto a ser acuñado sin más. La sexuación no es
revocable porque, sobre todo, socialmente

«Las mismas conductas (tanto si son femeninas o masculinas) tienen diferentes signifi-
cados cuando son realizadas por un sujeto varón o por una mujer»

El cuerpo femenino y el masculino, no el género, tienen valores y significados


sociales diferente y, por lo tanto, un marcado efecto en la conciencia masculina o
femenina.
La comprensión ortodoxa de la distinción sexo/género afirma que la determina-
ción social de la identidad personal opera al nivel de las ideas, de la mente. Deja de
lado la significación de la experiencia vivida por un sujeto corporal en culturas en
donde la anatomía o determinadas experiencias corporales son «sedes privilegiadas

26
Stoller, dice Gatens, proporciona las claves del paradigma de la identidad de género
aprovechadas por Greer, Millet, Oakley, y más tarde por Chodorow, Dinnerstein and Barret.
27
Op. cit., p. 8.

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de significados». Por ejemplo, el cuerpo femenino se entiende en nuestra cultura como


incompleto, carente, dispuesto a ser rellenado ya sea por el pene, o por un niño. No se
concede al cuerpo de las mujeres el status de completud e integridad y los efectos
políticos de esto se traducen en lo que antes veíamos como la denegación sistemática
de autonomía para las mujeres.
La utopía del degendering se sitúa fuera de la historia, ajena a la experiencia de
los cuerpos vividos e imaginarios. Pensar el cuerpo en la especificidad contextual de
cada cultura pasa a ser una asignatura pendiente para un feminismo interesado en
indagar las fuentes de la resistencia a la emancipación de las mujeres. Se trata de
atender al «cuerpo situado» y de incluirlo como tal en una teoría de la socialización
que no reniege de la sexuación ni haga ascos al significado social y cultural de la
biología para dar cuenta de la normatividad masculina y femenina sita en los «cuerpos
imaginarios». En definitiva, y respecto a lo que nos concierne

«Es el significado del cuerpo sexuado lo que es oscurecido por la distinción sexo/géne-
ro, la que típicamente subraya el sexo como algo dado biológicamente y el género como
una construcción social que se sobrepone a la biología.»28

Si Haraway nos hacía caer en la cuenta de que la distinción sexo/género emulaba


la que opone a naturaleza y cultura, Gatens nos pone sobreaviso del aire de familia
entre la mencionada distinción y nuestro legado ideal-racionalista articulado en la
contraposición cuerpo/conciencia. ¿Qué enseñanza provisional podemos extraer de
esta sucesión de polémicas? Parece que la necesidad de un extremada cautela a la hora
de seleccionar nuestras categorías de análisis feministas dado que, como no podía ser
menos, tienden a mimetizar los nefastos dualismos falogocéntricos que estructuran
nuestra manera de pensar. La tarea deconstructiva nos exige afinar de tal manera que
la vocación crítica feminista no puede permitirse ninguna autocomplacencia.

DESMANTELANDO LA NARRATIVA HEGEMÓNICA:


EL HECHO DE LA PLURALIZACIÓN

El feminismo, en un momento dado, se apropió de la ilusión de la gran teoría. De


hecho, en algunos sectores sigue operando tal pretensión, pero, ahora, moderada por
la necesidad de la contextualización. No obstante, la investigación feminista «clásica»
ha estado animada por una búsqueda:

«Se perseguía y se sigue persiguiendo una nueva clase de conocimiento teórico: un


conocimiento que revele las causas de la dominación masculina y de las subordinación
y desvalorización de las mujeres»

28
Op. cit., p. 31.

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Así, por ejemplo, lo plantea Anna Jonásdottir cuando restringiéndose a las socie-
dades en las que la igualdad abstracta ha sido lograda –su referente es, nada más y
nada menos, que las sociedades nórdicas–, mantiene, revisando el materialismo histó-
rico, que la desigualdad sigue operando socialmente porque la relación sexual hom-
bre-mujer en el ámbito privado sigue siendo de explotación, por un lado, y de consen-
timiento, por el otro29. Las relecturas del psicoanálisis, en otro orden de cosas, abun-
dan en la misma dirección: se trata de dirimir el por qué de la dominación. Un ejemplo
de esto son las tesis de Jessica Benjamin, o las de Jane Flax30. Pero más allá de estas
estrategias teóricas, prendidas en parte en la gran teoría, pero que la revisan a la luz de
la clave de la sexualización –el otro gran rasgo definidor de la teoría feminista con-
temporánea del que nos hacíamos eco en el apartado anterior–, aparece un panorama
enormemente plural de teorizaciones que recusando los discursos hegemónicos del
feminismo blanco europeo y estadounidense, apuntan en otras direcciones. Una
reconstrucciónsomera del panorama, que no podemos resolver aquí, nos enfrentaría:
En primer lugar, con las reediciones críticas, sexualizadas y generizadas de las
teorías hegemónicas del materialismo histórico y del psicoanálisis, e incluso con su
convergencia al intentar explicar la bifurcación socializadora-individualizadora de la
maquinaria patriarcalista. No obstante, incluso para esta teorías la pretensión
universalizadora –muchas de ellas ligadas al cruce sexo-clase– queda cuestionada desde
el momento que ofrecen contextualizaciones que demarcan a qué tipo de sociedades e
individuos se refieren.
En segundo lugar, tendríamos que hacer mención de otro importante polo de
problematización: el vector sexo-raza y/o sexo/cultura, que habitualmente, quedaba
silenciado en las versiones hegemónicas del feminismo blanco y que puede ser
ejemplificado por la polémica iniciada tanto por teóricas negras, chicanas, indias,
mestizas –bell hooks– que denunciaban el «racismo por omisión» del feminismo he-
gemónico, como por escritoras como Alice Walker al confrontar el «mujerismo» –
deudor de la experiencia de las mujeres afroamericanas ligada a la diáspora negra–
con el feminismo blanco. La cuestión del «peso» de las opresiones, y de su superposi-
ción, se reedita aquí.
En tercer lugar, deberíamos hacernos eco del cuestionamiento de la narrativa
hegemónica feminista a manos de lo que algunas llaman la «herejía lesbiana». En este
caso, la clave sexualizadora funciona de modo imparable y se traduce en una interpe-
lación al tópico de la identidad individual y colectiva de las mujeres tal como había
sido interpretado hasta el momento. La impugnación lesbiana corroe el fundamento
patriarcal del orden sexo/social/moral del mundo desvinculando, sin ambages, sexua-
lidad y reproducción. La identidad lesbiana no reconoce al hombre como su centro de

29
Véase A. Jonásdottir, op. cit. De esta forma resumimos su tesis central que rehabilita la
categoría de explotación en términos de parasitismo de los poderes afectivos de las mujeres.
30
J. Flax Psicoanálisis y feminismo. Pensamientos fragmentarios, Madrid, Cátedra, 1995.

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gravedad y, en consecuencia, desestabiliza la misma construcción de la identidad fe-


menina descentrada de sí misma y volcada hacia la búsqueda del reconocimiento
masculino. La jerarquía sexual se tambalea si el varón sale de la escena y la
heterosexualidad pierde su carácter compulsivo. Las iniciadoras de este vuelco de la
autoconciencia feminista fueron Monique Wittig y Adrienne Rich. Esta última autora
cuestiona la existencia de la misma libertad sexual porque socialmente se nos ofrece
sólo un modelo de relación que implica la asimetría constitutiva entre un hombre y
una mujer. Se produce la «ilusión de alternativa» porque en términos reales las exis-
tencias de los gays y lesbianas están silenciadas y penalizadas por una pesada condena
social. La heterosexualidad no es una «preferencia individual» sino una institución
social y, como tal, hay que analizarla, sobre todo en su componente de obligatoriedad.
El bucle crítico lesbiano ha desencadenado al converger con posiciones postmodernas
la recusación del mismo concepto de identidad por no tener otra forma de construirse
sino es incorporando exclusiones: soy femenina si no soy masculina, soy lesbiana si
no soy heterosexual, etc. Para Butler, por ejemplo, la identidad es la vía de entrada al
orden simbólico patriarcal, por eso, su propuesta es la de dinamitar la misma categoría
y reconocer que no hay un yo homogéneo detrás de nuestras actuaciones
(performances), sino tan sólo «materializaciones inestables» en un sentido foucaultiano.
En último lugar, habría que mencionar un decurso teórico europeo que, quizás,
en el continente ha devenido «aislado», por atender a un lenguaje de exclusiva crea-
ción propia y por estrategia simbólica, de otras opciones feministas, pero que, a
partir de su recepción en los EEUU, empieza a participar del cruce controversial
feminista. La estrategia a la que nos referimos tiene que ver con el objetivo de la
refundación simbólica del mundo en términos ajenos al patriarcado. Obras como la
de Luce Irigaray Ese sexo que no es uno o la de la italiana Luisa Muraro El orden
simbólico de la madre pretenden alumbrar modos de hablar y de ser ajenos a las
indicaciones patriarcales. En el ojo del huracán se sitúa la pretensión de prestar toda
la importancia filosófica que no ha tenido a la diferencia sexual. Este feminismo
enraiza, sobre todo, en Francia e Italia.
Sin querer agotar nada, lo que si podemos concluir es que el paisaje de la teoría
feminista se ha vuelto muy abigarrado, entre otras razones, a causa de la puesta en
cuestión, como expresa Donna Haraway, de las versiones del humanismo feminista
euroestadounidense en «sus infaustas adopciones de narrativas canónicas profunda-
mente entroncadas en el racismo y en el colonialismo»31. El marco multiculturalista y
multirracial está provocando una auténtica convulsión teórico-práctica que no pode-
mos desoír. Las iras se han levantado fundamentalmente contra la continuada reedición
de teorías inspiradas en el materialismo histórico, por ejemplo, contra las teorías de
los sistemas duales, que seguían dando todo el protagonismo al cruce sexo-clase. La
coimplicación sexo-raza ha hecho su aparición desafiante: las mujeres blancas no

31
D. Haraway, op. cit. 231.

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pueden hablar por las mujeres negras. Por otro lado, las narrativas de la identificación
sexual, influidas grandemente por el psicoanálisis eran rechazadas, desde la experien-
cia lesbiana de la identidad. En el doble nivel de la explicación histórica y social como
en el del avatar personal genérico se recusaba la generalidad incuestionada de unos
modelos marcados culturalmente por la pertenecía al contexto blanco,
europeoestadounidense y heterosexual.
¿Qué ha sucedido? Nada más y nada menos que el feminismo ha tomado un
poco de la misma medicina que ha administrado para combatir el androcentrismo
cultural y el sexismo social. No se puede canonizar desde la propia instalación en el
mundo. El reto ante el que nos situamos expresa la tensión entre el mantenimiento
de la identidad feminista y el reconocimiento de la diversidad y las diferencias.
¿Significa esto renunciar al vínculo común entre las mujeres dando prioridad a la
particularidad, a la singularidad? Creemos que no. Tan sólo se debe arbitrar una
forma de abordar los problemas más compleja y poliédrica, que debe atender tanto
a lo local como a lo global, tanto a lo personal como a lo político en un marco de
pluralización de demandas.

¿QUE TIPO DE TEORÍA ÉTICO-FEMINISTA SE NECESITA


ANTE EL HECHO DE LA PLURALIZACIÓN?

Nancy Fraser nos suministra algunas pistas para pensar en cómo debe ser la teoría
feminista ajustada al momento filosófico y político presente32. Pasamos a enumerarlas:

-debe ser un instrumento pragmático para comprender y teorizar la realidad so-


cial (trasfondo pragmático).

-debe abdicar de pretensiones metanarrativas, renunciar a un universalismo es-


trecho y al monocausalismo.

-debe empeñarse en comprender las especificidades histórico-culturales de los


individuos atendiendo a la compejidad de unas identidades construidas socialmente
en las que intervienen múltiples factores: sexo, clase, raza, orientación sexual, etc.
Lejos, por tanto, de esencialismos y de omnicomprensivos sujetos de la historia.

-debe, además, ser instrumento crítico, de lucha, que admite humildemente su


naturaleza «contextual, ad hoc, local y pragmática».

32
Véase N. Fraser, Unruly Practices. Power, discourse and gender in contemporary social
system, Mineapolis, University of Minesotta Press, 1989. Véase, asimismo, mi reseña a este
libro, M. J. Guerra, «Una nueva concepción de la teoría desde la urgencia práctica feminista»,
Isegoría, nº 6, 1992.

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-y tiene, por último, que enmarcarse en una alternativa política democrática radical.

En consonancia con el hecho de la pluralización, la teoría semejará «Un tapiz


compuesto de muchos hilos de diferentes colores y no tejido con un hilo de un solo
color». Con esta apuesta se ratifica una falta de prejuicios teóricos de un feminismo
que bien que los ha sufrido en carne propia y se contesta al hábito masculino de la
autoidentificación intelectual. Se recusan las instalaciones teóricas definitivas y los
hábitos de vana autoafirmación teórica. A la hora de estimar las tradiciones, de estu-
diar a los diferentes autores no existen trabas. La hermenéutica feminista debe exigir-
se tratar con todas las corrientes: de todas algo resultará aprovechable y de todas algo
será recusado. Poco a poco se van estimando opciones. Se propone, así, una suerte de
mestizaje filosófico atento al rendimiento crítico y a las virtualidades pragmáticas.
Otra autora, Seyla Benhabib33, opera de la misma manera, aún a pesar de mostrar
su preferencia por la teoría crítica habermasiana –una vez que la ha destrascendentaliza-
do y desfundamentado–. Por ejemplo, no tiene reparos en analizar las posiciones comu-
nitaristas o postmodernas y apropiarse de sus rendimientos críticos y/o constructivos.
Otras autoras, son más selectivas, todo hay que decirlo. Pero al estar subidas al mismo
barco del feminismo las polémicas incesantes se alimentan de los entrecruzamientos
teóricos. Por ejemplo, Joan W. Scott34 plantea la necesidad de que el feminismo «adop-
te» como opción teórica al pensamiento crítico postestructuralista como instrumental
que permite analizar las operaciones patriarcales en sus dimensiones ideológicas,
institucionales, subjetivas, etc. ¿A qué debería su idoneidad el postestructuralismo? Scott
responde que al hecho de optar por pensar en términos de pluralidad y diversidad más
que en términos de unidades y universales. La teoría postestructuralista se postula como
aquella opción que objeta y dinamita la forma filosófica occidental de pensar –un siste-
ma jerárquico de universales masculinos contrapunteado por especificidades femeni-
nas– a la vez que muestra sus virtualidades para la práctica política.
No obstante, frente al baile de candidaturas prestas al maridaje con la teoría femi-
nista, destacan otras opciones, algunas muy controvertidas y radicales, que oponen al
esfuerzo por aprovechar los protocolos críticos y deconstructivos de los distintos para-
digmas y métodos filosóficos un decidido antintelectualismo. Adoptar cualquier teoría
–materialismo histórico, psicoanálisis, teoría crítica, pragmatismo, postestructuralismo,
por citar algunas de las más relevantes–, aún a pesar de su revisión en clave sexualizadora
y pluralista –las dos señas de identidad de la eclosión teórica feminista–, no nos per-
mite salir fuera del entramado patriarcal. La única alternativa que se esboza frente a la
jaula de hierro del falogocentrismo sería abominar de la misma filosofía y dedicarse
al análisis de la experiencia de vida de las mujeres, de los sujetos concretos que «a lo

33
S. Benhabib juega a los cruces teóricos en Situating the Self, London, Routledge, 1992.
34
Véase J.W. Scott, «Deconstucting Equality versus Difference: Or, the Uses of Poststructuralist
Theory for Feminism», en M. Hirsch & E.Fox Keller (ed.) Conflicts in Feminism, New York,
Routledge, 1990.

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largo de los siglos, se han buscado la vida desde fuera de la política sexual del
patriarcado». Reconstruir todo un legado histórico silenciado, bucear en los fragmen-
tos de la experiencia femenina perdida, escribir la historia de las mujeres se revela así
como otra posibilidad de enfoque. El caso es que las diferencias que invocan las pen-
sadoras postestructuralistas poco tiene que ver con la diferencia a la que apela, por
ejemplo, la comunidad filosófica italiana Diótima.
El asunto es que la inflexión puede ser pragmatista, teórico-crítica o postestructu-
ralista, incluso antintelectualista, que no por eso deja de ser teoría. El caso es que lo que
se vislumbra es la constitución de un espacio polémico feminista abierto en donde el
problema número uno es la cuestión de cómo tratar con las estrategias de exclusión. El
tratamiento teórico-práctico de la exclusión de las mujeres ha traído cola, precipitando
las reivindicaciones de mujeres de otras razas, culturas, o con distintas orientaciones
sexuales, abriendo el abanico de la pluralidad hasta un límite en el que la cuestión de la
identidad está siempre en el candelero. Las inestables políticas de la identidad se
coimplican pues con las políticas de la comunidad dando pie al tratamiento de la bifur-
cación individualizadora y socializadora, subjetiva e intersubjetiva. Las comunidades y
las identidades pueden ser obligatorias o libremente escogidas –pertenecemos a una
cultura, pero podemos fundar una comunidad feminista– y su entrecruzamiento nos
sitúa ante la doble tarea de la deconstrucción y la reconstrucción de quienes somos en
base a la precaria prefiguración de quiénes queremos ser. Pero, más allá de la dialéctica
individuo-comunidad, en un marco multicultural nos compete arbitrar entrecruzamientos
entre comunidades que sólo van a ser posibles si los individuos las propician.
Desde la apuesta por una ética feminista que haga suya toda esta compleja pro-
blemática queda por precisar el imperativo de la no exclusión. Todos y todas debemos
tener cabida en el espacio polémico teórico y práctico y, por lo tanto, se trata de borrar
los «fueras» obligatorios –excluyentes o recluyentes–. Si a esto le unimos la unanimi-
dad acerca del modo de hacer: la pretensión de la racionalidad discursiva consensuada
en nuestro presente filosófico, podemos esbozar dos líneas de fuga –consignadas como
imperativo de la no exclusión e imperativo dialógico– en las que inscribir una suerte
de ideal feminista de horizonte para el trabajo ético teórico y que prefiguran muchas
prácticas en curso.
A esto se opondrían los espacios claustrofóbicos y cerrados por los que muchas
veces optan las tradiciones filosóficas obsesionadas con el tópico de la identidad inte-
lectual. Bien es verdad que dentro de la pluralidad feminista también contamos con
espacios cerrados –ciertos tipos de feminismo liberal, marxista, psicoanalíticos, o ciertos
discursos endogámicos de la diferencia–, pero nos aventuramos a afirmar que la ten-
dencia principal es descongestiva. Por algo, para las mujeres hoy el imperativo es
«salir de casa» y visitar sucesivamente otras moradas, precisamente, con el fin de ser
catapultadas a una suerte de cosmopolitismo35, que, al igual que la autonomía, nos ha

35
Véase, por ejemplo, M. Friedman «Feminism and Modern Friendship: Dislocating the
Community», Ethics, vol. 99, 1989; I. Young, «The Ideal of Community and the Politics of

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sido negado con ensañado encono. ¿Por qué no vislumbrar, en igual medida, un cos-
mopolitismo filosófico al margen del rígido etiquetado identificatorio?
Transitar por las intersecciones teóricas, por los distintos lenguajes y las distintas
tradiciones, dejando de lado la beligerancia de la autoafirmación intelectual, anima
un espacio en el que las controversias se cruzan y se vuelven a cruzar. Se generan así
dos subespacios polémicos: uno interno al movimiento y a la teoría feminista, y otro
externo en el que se cultiva la estimación de opciones filosóficas en base a su poten-
cialidad crítica y aprovechamiento metodológico y categorial. Estos subespacios, no
obstante, aparecen interconectados en las teorizaciones feministas concretas que se
nutren de un vigoroso humus controversial. Parte de la pujanza teórica del feminismo
académico creemos que obedece a este modus operandi. Para ejemplificarlo, simple-
mente, enumeraremos algunas de estas polémicas que animan tanto el espacio
intrafeminista estricto como el espacio controversial de estimación de las opciones
teóricas en liza. Esto resulta hoy especialmente importante en lo que se refiere a la
ética contemporánea.
Pongamos algunos ejemplos. El debate Kohlberg-Gilligan en cuanto a la compe-
tencia moral de las mujeres no sólo ha servido de punto de apoyo al desafío al univer-
salismo moral al dejar en entredicho su sesgo androcéntrico, sino que ha propiciado
un intenso debate acerca de la experiencia moral de las mujeres en una sociedad pa-
triarcal36. Las lecturas feministas de Habermas han precipitado, además de la estima-
ción de su apuesta comunicativa, análisis del subtexto de género de los modelos de
reconocimiento, comunidad e identidad hegemónicos así como han revelado tanto la
aceptación acrítica del corte público/privado como la genealogía masculinizada de la
misma categoría de autonomía37 Rorty, el filósofo neopragmatista ha participado en el
espacio público feminista alentando una enorme reacción tanto en contra de su articu-
lación de lo público y lo privado como de su descripción ironista del feminismo como
el club de poetas que hacen propuestas sobre nuevos lenguajes y metáforas38. Especial

Difference», en Social Theory and Practice, vol. 12, nº 1, 1986; y S. Benhabib «On Hegel,
Women and Irony», en Situating the Self, cit.
36
Para una reconstrucción de la controversia Kohlberg-Gilligan y de las críticas feministas a
Gilligan véase M. J. Guerra «Bajo el signo de la ambivalencia. Las mujeres como anomalía
moral», en Identidad y reconocimiento. Variaciones crítico-feministas sobre tema habermasiano
(pendiente de publicación).
37
S. Benhabib y N. Fraser abundan en este sentido de dar una vuelta de tuerca crítico-feminista
a las categorías habermasianas. Especialmente, de la segunda «¿Qué tiene de crítica la teoría
crítica? Habermas y la cuestión del género. en S. Benhabib y D. Cornell, Teoría feminista y
teoría crítica, cit.
38
Véase R. Rorty «Feminismo y pragmatismo», en Revista Internacional de Filosofía Política,
nº2, 1993 y N. Fraser «From Irony to prophecy to Politics: a Response to R. Rorty», Michigan
Quaterly Review, vol. 30, nº 2, 1991.

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significado ha tenido, también, el aprovechamiento crítico de Foucault para el femi-


nismo en sus diferentes modulaciones39. Otros autores como Derrida, o como el co-
munitarista Taylor se ven enredados en este animoso espacio polémico feminista en
donde se pesan y sopesan las distintas opciones teóricas y sus virtualidades para el
feminismo al hilo de la ejecución tanto de las tareas deconstructivas como
reconstructivas que señalábamos al principio. Los cruces filosofía-feminismo fecun-
dan, asimismo, el espacio interno al mismo feminismo relanzando su dinamismo y
alimentando su vitalidad.

39
Véase I. Diamond & L. Quinby, Feminism & Foucault. Reflections on Resistence, Boston,
Northeastern University Press, 1988; N. Fraser, «Foucault on Modern Power: Empirical Insights
and Normative Confusions», en Unruly Practices, cit. y J. Butler, Gender Trouble, cit. y,
asimismo, Bodies that Matter, New York, Routledge, 1993.

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