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* Una primera versión de este texto fue presentada en el Curso de Otoño de Tegueste titulado
«Actualidad de la ética» en noviembre del 96. Parte del texto , ya reelaborada, fue llevada como
comunicación a las II Jornadas A.U.D.E.M. «Cambiando el conocimiento. Universidad,
feminismo y sociedad» celebradas en Oviedo en marzo del 97.
1
Someramente nos encontramos con un sinfín de tensiones agazapadas. Por ejemplo, la discusión
en torno a los modelos de familia está en plena sazón dado que en los países noroccidentales
los hogares monoparentales, cobijados, en la mayoría de los casos, por una mujer sola se acercan,
poco a poco, al 50% del total. La inquietud se dispara ante la ausencia de la figura paterna. El
derecho de las mujeres a disponer de su propio cuerpo y su cuestionamiento –del omnipresente
debate sobre el aborto hasta la disputa sobre el acoso sexual– son portada informativa un día sí
y otro también. En otro orden de cosas, para hablar del deterioro de las condiciones laborales –
«flexibilidad»=precariedad–, se acuña la expresión «feminización del trabajo». Y la pobreza,
tristemente, también se adjetiva, en primer lugar, como femenina. Esta enumeración al azar de
algunas de las preocupaciones que campean en el horizonte nos pone sobre aviso acerca de la
A la hora de configurar una ética feminista nos vemos asaltadas, de nuevo, por
una doble exigencia que se deriva de una constatación previa. En otra parte2, señalába-
mos que la génesis de la ética moderna hegemónica había quedado lastrada debido,
fundamentalmente, a cuatro distorsiones que inferiorizaban y excluían a las mujeres.
Sucintamente, en primer lugar, el universalismo sustitucionalista3, consistente en dar,
metonímicamente, la parte masculina por el todo humano, en segundo lugar, el propo-
ner un modelo demediado (masculinizado) de identidad moral en consonancia con la
lógica del contrato social que organizó el ámbito público y del que las mujeres fueron
desterradas al quedar sometidas al «contrato sexual»4. En tercer lugar, y en consonan-
cia con lo anterior, sólo se contó con el tratamiento de una experiencia moral, la del
mundo público masculino, ajena a la que ha sido consignado como la experiencia
femenina del mundo sita en lo privado5. Finalmente, tenemos que sumar a lo anterior-
mente mencionado, el hecho constitutivo al patriarcado moderno de la asimetría
axiológica que ha asignado todo el valor a lo masculino y el dis-valor a lo femenino6.
gran conmoción efectuada, al hilo de este convulso siglo XX, por la irrupción de las mujeres en
las esferas públicas del trabajo, la educación, la cultura, o la política, sólo por mencionar algunos
de los ámbitos de los que nos hemos «apropiado».
2
Sobre esto, María José Guerra Palmero, «Mujeres y fin de siglo: el desafío feminista a la
ética», Conferencia pronunciada en el Ateneo de La Laguna, octubre de 1996. Pendiente de
publicación.
3
Véase de S. Benhabib «El otro generalizado y el otro concreto: la controversia Kohlberg-
Gilligan y la teoría feminista» en S. Benhabib y D. Cornell Teoría feminista y teoría crítica,
Valencia, Alfons el Magnánim, 1990 y de C. Amorós, «Hongos hobbesianos, setas venenosas»,
Mientras tanto, nº 48, 1992.
4
Véase C. Pateman El contrato sexual, Barcelona, Anthropos, 1995 y A. Jonásdottir «Ella para
él, él para el Estado» en El poder del amor. ¿Le importa el sexo a la democracia?, Madrid,
Cátedra, 1993.
5
Tal como ha puesto de manifiesto la polémica Kohlberg-Gilligan en el terreno de la psicología
del desarrollo moral. Véase C. Gilligan In a different voice. Psycological Theory and Woman´s
Development, Harvard University Press, 1982. La irrupción de las tesis de Gilligan ha precipitado
la discusión acerca de la existencia de una ética femenina versus una ética feminista. Entre
otros, véase C. Card, Feminist Ethics, Lawrence, Kansas, University of Kansas Press, 1991,
R.Tong Feminine and Feminist Ethics Belmont: Wadsworth, 1993, E. Browning Cole & S.
Coultrap-McQuin (Eds.) Explorations in Feminist Ethics, Bloomington, Indiana Press, 1993 y
E. Frazer, J. Hornsby, & S. Ethics: A Feminist Reader, Oxford, Blackwell, 1992.
6
Como botón de muestra, véase, desde una perspectiva antropológica, F. Héritier «La valencia
diferencial de los sexos. ¿Se halla en los cimientos de la sociedad?» en Masculino/Femenino.
El pensamiento de la diferencia, Barcelona, Ariel, 1996.
7
L. Blum, «Kant´s and Hegel´s Moral Rationalism: A Feminist Perspective», Canadian Journal
of Philosophy, vol. XII, nº2, 1982. p. 287.
8
Véase A. Valcárcel «La mujer, figuras de la heteronomía», en Sexo y filosofía. Sobre «mujer»
y «poder», Barcelona, Anthropos, 1991.
9
Véase S. Benhabib, «Una revisión del debate de las mujeres y la teoría moral», en Isegoría, nº
6, 1992.
CUESTIONES CANDENTES:
LAS TAREAS PRÁTICAS DE LA ÉTICA FEMINISTA
1. El debate sobre el aborto sigue estando en el centro de atención y no estaría mal que
nos preguntáramos por las razones de su recurrencia. No sólo señala una situación enor-
memente dolorosa para la mujer, asunto que se suele desdeñar trivializándolo, sino que
la enfrenta con su exclusión de la máxima presunción ética de la modernidad: la autono-
mía. A la mujer se le sigue escatimando un sistema de plazos que significaría asumir su
plena mayoría de edad. El sistema de supuestos significa tener que admitir públicamen-
te, justificándose, una razón que legitime la decisión de abortar. Si al sistema de supues-
tos se le une la práctica del «consejo» lo que se pone de manifiesto es que, sin algún tipo
de tutela, no se concibe la libertad de elección de las mujeres.
10
Valga como ejemplo la interpretación de una jueza de Sabadell de la condición de atenuante
del ser marido de la víctima frente a la letra del actual Código Penal, que expresamente lo
consigna como agravante.
11
Sobre este asunto véase el libro recientemente traducido de J. Benjamin Los lazos del amor.
Psicoanálisis, feminismo y el problema de la dominación –Barcelona, Paidós, 1996–,
especialmente el capítulo titulado «El deseo de la mujer» en donde se aborda «la carencia de
subjetividad de la mujer, particularmente de subjetividad sexual, y las consecuencias de la
complementariedad sexual tradicional: el hombre expresa su deseo y la mujer es objeto de ese
deseo», p. 111.
12
Véase S. Jeffreys, La herejía lesbiana, Madrid, Cátedra, 1996.
social de género. La discusión en nuestro presente sobre el alcance de una ley de parejas
de hecho ejemplifica la normatividad heterosexual y su potencial impositivo.
13
A este respecto, es curioso que muchas mujeres queden embarazadas, cuando no hay problemas
ostensibles, cuando se apuntan en una lista a la espera de un tratamiento hormonal de estimulación
ovárica. Para este asunto, véase S. Tubert, Mujeres sin sombra. Maternidad y tecnología, Madrid,
Siglo XXI, 1992.
14
Véase S. Wilkinson y C. Kitzinger (comps.), Mujer y salud. Una perspectiva feminista,
Barcelona, Paidós, 1996.
Persigamos alguno de los derroteros por los que ha circulado la categoría géne-
ro15 para, después, mostrar la potencia controversial de la distinción que la secciona
del sexo. Su alumbramiento se lo debemos a Simone de Beauvoir quien lo condensó
en un ya famoso dictum: «no se nace mujer, se llega a serlo». Pero quién, ostensible-
mente, presta nombre y determinaciones al nuevo concepto –un concepto nuevo que
utiliza una vieja palabra, la de género– es Gayle Rubin en 197516, en el contexto de un
feminismo socialista atento a la relación sexo-clase. Rubin definía el sistema sexo/
género «como el sistema de relaciones sociales que transformaba la sexualidad bioló-
gica en productos de la actividad humana»17. Las bases de este sistema, cuya función
es la producción de seres humanos generizados, eran tanto la división sexual del tra-
bajo como la construcción psicológica del deseo (masculino/femenino) que apuntala-
ba la heterosexualidad obligatoria. Todo esto, a su vez, permitía el «intercambio de
mujeres» en la institución del matrimonio. No olvidemos que en los ritos tradicionales
de las bodas, la mujer siempre es entregada al marido por el padre u otro hombre de la
familia. La mujer opera de objeto transaccional que sanciona el pacto entre varones18.
Romper con el matrimonio, retirarse de la institución que ha impedido el acceso a la
posición de sujeto a las mujeres –el cabeza de familia siempre es él– se delineó como
estrategia política para transformar el sistema sexo/género. La clave era retirarse de
los hombres para permitir una constitución de la subjetividad de las mujeres ajena a la
economía política del sexo. El lesbianismo, de paso, quedaba reconocida como op-
ción antiobjetualizadora que abría un espacio entre mujeres al margen del esquema
jerárquico. La «hermandad de las mujeres» se articulaba para hacer frente al «pacto
de los iguales» (varones) que tácitamente excluía a las mujeres del orden del poder,
del deseo y de la razón.
La formulación de la distinción sexo/género obedeció, fundamentalmente, a una
necesidad defensiva: «contestar la naturalización de la diferencia sexual en múltiples
terrenos de lucha»19 . Romper con una supuesta sobredeterminación biológica era el
15
Entre nosotras, dos clásicos de la disección de la feminidad construida son dos libros
recientemente reeditados: M. Moreno, Como se enseña a ser niña: El sexismo en la escuela,
Barcelona, Icaria, 1993, y de V. Sau Ser mujer: el fin de una imagen tradicional, Barcelona,
Icaria, 1993.
16
«The traffic in women: notes the political economy of sex» en R.R. Reiter (ed.) Toward an
Anthropology of women, New York, Monthy Rewiew, 1975.
17
D. Haraway, «Género para un diccionario marxista: la política sexual de una palabra», en
Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1995, p. 231.
18
C. Amorós, «Feminismo y política», en Disenso, nº 15, 1996, p. 11.
19
D. Haraway, op. cit., p. 221.
20
Ibid, p. 225.
21
C. Levi-Strauss, citado por C. Amorós, en art. cit., p. 10.
Historizar el sexo y/o la naturaleza era el siguiente paso a dar cuestionando el mismo
conocimiento biológico pues, según la tesis de Haraway, a la que estoy siguiendo en su
reproblematización del género, la naturaleza también la «inventamos» y la
«reinventamos».
En este contexto, no podemos dejar de referirnos a Judith Butler y a su obra
Gender Trouble22 . En un esfuerzo crítico que parte de Foucault y de Derrida, Butler se
empeña en mostrar uno de los malentendidos del paradigma de la identidad de género.
La presuposición de que somos, o acabamos siendo, una personalidad coherente, de
una sola pieza, de que somos «hombres» o «mujeres» y, por lo tanto, perfectamente
identificables como tales. Su conclusión es que la identidad personal sexuada no es
más que una «ficción» regulativa, fruto del poder cosificador de categorías sociales
represivas empeñadas en sostener un sistema social jerarquizado y en «orden». De lo
que se trata es de rebatir el dualismo – ¿por qué no tres o cuatro o n sexos y/o géne-
ros?– , de subvertir el troquelado social de la identidad que nos exige identificarnos
con los atributos masculinos o con los femeninos al modo de una disyunción exclu-
yente. Si llevamos esta operación subversiva a cabo, de paso, la heterosexualidad
compulsiva será revocada y las otras orientaciones sexuales podrán abandonar la
marginalidad social.
Resumiendo, y por volver a Haraway, «El ‘fracaso’ –del operar sexo-genérico–
se debe en parte a no haber historizado y relativizado el sexo y las raíces histórico-
epistemológicas de la lógica del análisis implicado en la distinción sexo/género y en
cada miembro de la pareja.»23
Pero, la controversia no se zanja revelando la historicidad del sexo y la conniven-
cia de la distinción sexo/género con el arbitrario corte naturaleza/cultura. Moira Gatens
en Imaginary Bodies 24, desde un pensamiento de la diferencia sexual que se reclama
históricamente determinado y antiesencialista, plantea que la citada distinción sólo ha
traído consigo «confusión». Reconoce, de entrada, la virtualidad asignada a la distin-
ción en cuanto a alejarnos de los «peligros del determinismo biológico», pero des-
aconseja el efecto superpuesto que produce: la neutralización de la diferencia sexual.
Gatens pone en entredicho las premisas de la teoría de la socialización que ha sosteni-
do a la categoría género, en concreto las ideas de que «ambos el cuerpo y la psyque
son posnatalmente pasivas tabula rasa»25. Cuestiona que «la mente de cada sexo sea
inicialmente una entidad neutral, pasiva , una pizarra en blanco sobre la que se inscri-
ben varias «lecciones sociales» y que «el cuerpo represente el papel de mediador
pasivo de estas inscripciones».
22
J. Butler, Gender Trouble. The Subversion of Identity, New York, Routledge, 1990.
23
D. Haraway, op. cit., p. 230.
24
M. Gatens. Imaginary Bodies. Ethics, Power and Corporeality, London, Routlegde, 1996.
Véase especialmente, los capítulos titulados «A critique of the sex/gender distinction» y «Woman
and her double(s). Sex, gender and ethics».
25
Op. cit., p. 4.
«Las mismas conductas (tanto si son femeninas o masculinas) tienen diferentes signifi-
cados cuando son realizadas por un sujeto varón o por una mujer»
26
Stoller, dice Gatens, proporciona las claves del paradigma de la identidad de género
aprovechadas por Greer, Millet, Oakley, y más tarde por Chodorow, Dinnerstein and Barret.
27
Op. cit., p. 8.
«Es el significado del cuerpo sexuado lo que es oscurecido por la distinción sexo/géne-
ro, la que típicamente subraya el sexo como algo dado biológicamente y el género como
una construcción social que se sobrepone a la biología.»28
28
Op. cit., p. 31.
Así, por ejemplo, lo plantea Anna Jonásdottir cuando restringiéndose a las socie-
dades en las que la igualdad abstracta ha sido lograda –su referente es, nada más y
nada menos, que las sociedades nórdicas–, mantiene, revisando el materialismo histó-
rico, que la desigualdad sigue operando socialmente porque la relación sexual hom-
bre-mujer en el ámbito privado sigue siendo de explotación, por un lado, y de consen-
timiento, por el otro29. Las relecturas del psicoanálisis, en otro orden de cosas, abun-
dan en la misma dirección: se trata de dirimir el por qué de la dominación. Un ejemplo
de esto son las tesis de Jessica Benjamin, o las de Jane Flax30. Pero más allá de estas
estrategias teóricas, prendidas en parte en la gran teoría, pero que la revisan a la luz de
la clave de la sexualización –el otro gran rasgo definidor de la teoría feminista con-
temporánea del que nos hacíamos eco en el apartado anterior–, aparece un panorama
enormemente plural de teorizaciones que recusando los discursos hegemónicos del
feminismo blanco europeo y estadounidense, apuntan en otras direcciones. Una
reconstrucciónsomera del panorama, que no podemos resolver aquí, nos enfrentaría:
En primer lugar, con las reediciones críticas, sexualizadas y generizadas de las
teorías hegemónicas del materialismo histórico y del psicoanálisis, e incluso con su
convergencia al intentar explicar la bifurcación socializadora-individualizadora de la
maquinaria patriarcalista. No obstante, incluso para esta teorías la pretensión
universalizadora –muchas de ellas ligadas al cruce sexo-clase– queda cuestionada desde
el momento que ofrecen contextualizaciones que demarcan a qué tipo de sociedades e
individuos se refieren.
En segundo lugar, tendríamos que hacer mención de otro importante polo de
problematización: el vector sexo-raza y/o sexo/cultura, que habitualmente, quedaba
silenciado en las versiones hegemónicas del feminismo blanco y que puede ser
ejemplificado por la polémica iniciada tanto por teóricas negras, chicanas, indias,
mestizas –bell hooks– que denunciaban el «racismo por omisión» del feminismo he-
gemónico, como por escritoras como Alice Walker al confrontar el «mujerismo» –
deudor de la experiencia de las mujeres afroamericanas ligada a la diáspora negra–
con el feminismo blanco. La cuestión del «peso» de las opresiones, y de su superposi-
ción, se reedita aquí.
En tercer lugar, deberíamos hacernos eco del cuestionamiento de la narrativa
hegemónica feminista a manos de lo que algunas llaman la «herejía lesbiana». En este
caso, la clave sexualizadora funciona de modo imparable y se traduce en una interpe-
lación al tópico de la identidad individual y colectiva de las mujeres tal como había
sido interpretado hasta el momento. La impugnación lesbiana corroe el fundamento
patriarcal del orden sexo/social/moral del mundo desvinculando, sin ambages, sexua-
lidad y reproducción. La identidad lesbiana no reconoce al hombre como su centro de
29
Véase A. Jonásdottir, op. cit. De esta forma resumimos su tesis central que rehabilita la
categoría de explotación en términos de parasitismo de los poderes afectivos de las mujeres.
30
J. Flax Psicoanálisis y feminismo. Pensamientos fragmentarios, Madrid, Cátedra, 1995.
31
D. Haraway, op. cit. 231.
pueden hablar por las mujeres negras. Por otro lado, las narrativas de la identificación
sexual, influidas grandemente por el psicoanálisis eran rechazadas, desde la experien-
cia lesbiana de la identidad. En el doble nivel de la explicación histórica y social como
en el del avatar personal genérico se recusaba la generalidad incuestionada de unos
modelos marcados culturalmente por la pertenecía al contexto blanco,
europeoestadounidense y heterosexual.
¿Qué ha sucedido? Nada más y nada menos que el feminismo ha tomado un
poco de la misma medicina que ha administrado para combatir el androcentrismo
cultural y el sexismo social. No se puede canonizar desde la propia instalación en el
mundo. El reto ante el que nos situamos expresa la tensión entre el mantenimiento
de la identidad feminista y el reconocimiento de la diversidad y las diferencias.
¿Significa esto renunciar al vínculo común entre las mujeres dando prioridad a la
particularidad, a la singularidad? Creemos que no. Tan sólo se debe arbitrar una
forma de abordar los problemas más compleja y poliédrica, que debe atender tanto
a lo local como a lo global, tanto a lo personal como a lo político en un marco de
pluralización de demandas.
Nancy Fraser nos suministra algunas pistas para pensar en cómo debe ser la teoría
feminista ajustada al momento filosófico y político presente32. Pasamos a enumerarlas:
32
Véase N. Fraser, Unruly Practices. Power, discourse and gender in contemporary social
system, Mineapolis, University of Minesotta Press, 1989. Véase, asimismo, mi reseña a este
libro, M. J. Guerra, «Una nueva concepción de la teoría desde la urgencia práctica feminista»,
Isegoría, nº 6, 1992.
-y tiene, por último, que enmarcarse en una alternativa política democrática radical.
33
S. Benhabib juega a los cruces teóricos en Situating the Self, London, Routledge, 1992.
34
Véase J.W. Scott, «Deconstucting Equality versus Difference: Or, the Uses of Poststructuralist
Theory for Feminism», en M. Hirsch & E.Fox Keller (ed.) Conflicts in Feminism, New York,
Routledge, 1990.
largo de los siglos, se han buscado la vida desde fuera de la política sexual del
patriarcado». Reconstruir todo un legado histórico silenciado, bucear en los fragmen-
tos de la experiencia femenina perdida, escribir la historia de las mujeres se revela así
como otra posibilidad de enfoque. El caso es que las diferencias que invocan las pen-
sadoras postestructuralistas poco tiene que ver con la diferencia a la que apela, por
ejemplo, la comunidad filosófica italiana Diótima.
El asunto es que la inflexión puede ser pragmatista, teórico-crítica o postestructu-
ralista, incluso antintelectualista, que no por eso deja de ser teoría. El caso es que lo que
se vislumbra es la constitución de un espacio polémico feminista abierto en donde el
problema número uno es la cuestión de cómo tratar con las estrategias de exclusión. El
tratamiento teórico-práctico de la exclusión de las mujeres ha traído cola, precipitando
las reivindicaciones de mujeres de otras razas, culturas, o con distintas orientaciones
sexuales, abriendo el abanico de la pluralidad hasta un límite en el que la cuestión de la
identidad está siempre en el candelero. Las inestables políticas de la identidad se
coimplican pues con las políticas de la comunidad dando pie al tratamiento de la bifur-
cación individualizadora y socializadora, subjetiva e intersubjetiva. Las comunidades y
las identidades pueden ser obligatorias o libremente escogidas –pertenecemos a una
cultura, pero podemos fundar una comunidad feminista– y su entrecruzamiento nos
sitúa ante la doble tarea de la deconstrucción y la reconstrucción de quienes somos en
base a la precaria prefiguración de quiénes queremos ser. Pero, más allá de la dialéctica
individuo-comunidad, en un marco multicultural nos compete arbitrar entrecruzamientos
entre comunidades que sólo van a ser posibles si los individuos las propician.
Desde la apuesta por una ética feminista que haga suya toda esta compleja pro-
blemática queda por precisar el imperativo de la no exclusión. Todos y todas debemos
tener cabida en el espacio polémico teórico y práctico y, por lo tanto, se trata de borrar
los «fueras» obligatorios –excluyentes o recluyentes–. Si a esto le unimos la unanimi-
dad acerca del modo de hacer: la pretensión de la racionalidad discursiva consensuada
en nuestro presente filosófico, podemos esbozar dos líneas de fuga –consignadas como
imperativo de la no exclusión e imperativo dialógico– en las que inscribir una suerte
de ideal feminista de horizonte para el trabajo ético teórico y que prefiguran muchas
prácticas en curso.
A esto se opondrían los espacios claustrofóbicos y cerrados por los que muchas
veces optan las tradiciones filosóficas obsesionadas con el tópico de la identidad inte-
lectual. Bien es verdad que dentro de la pluralidad feminista también contamos con
espacios cerrados –ciertos tipos de feminismo liberal, marxista, psicoanalíticos, o ciertos
discursos endogámicos de la diferencia–, pero nos aventuramos a afirmar que la ten-
dencia principal es descongestiva. Por algo, para las mujeres hoy el imperativo es
«salir de casa» y visitar sucesivamente otras moradas, precisamente, con el fin de ser
catapultadas a una suerte de cosmopolitismo35, que, al igual que la autonomía, nos ha
35
Véase, por ejemplo, M. Friedman «Feminism and Modern Friendship: Dislocating the
Community», Ethics, vol. 99, 1989; I. Young, «The Ideal of Community and the Politics of
sido negado con ensañado encono. ¿Por qué no vislumbrar, en igual medida, un cos-
mopolitismo filosófico al margen del rígido etiquetado identificatorio?
Transitar por las intersecciones teóricas, por los distintos lenguajes y las distintas
tradiciones, dejando de lado la beligerancia de la autoafirmación intelectual, anima
un espacio en el que las controversias se cruzan y se vuelven a cruzar. Se generan así
dos subespacios polémicos: uno interno al movimiento y a la teoría feminista, y otro
externo en el que se cultiva la estimación de opciones filosóficas en base a su poten-
cialidad crítica y aprovechamiento metodológico y categorial. Estos subespacios, no
obstante, aparecen interconectados en las teorizaciones feministas concretas que se
nutren de un vigoroso humus controversial. Parte de la pujanza teórica del feminismo
académico creemos que obedece a este modus operandi. Para ejemplificarlo, simple-
mente, enumeraremos algunas de estas polémicas que animan tanto el espacio
intrafeminista estricto como el espacio controversial de estimación de las opciones
teóricas en liza. Esto resulta hoy especialmente importante en lo que se refiere a la
ética contemporánea.
Pongamos algunos ejemplos. El debate Kohlberg-Gilligan en cuanto a la compe-
tencia moral de las mujeres no sólo ha servido de punto de apoyo al desafío al univer-
salismo moral al dejar en entredicho su sesgo androcéntrico, sino que ha propiciado
un intenso debate acerca de la experiencia moral de las mujeres en una sociedad pa-
triarcal36. Las lecturas feministas de Habermas han precipitado, además de la estima-
ción de su apuesta comunicativa, análisis del subtexto de género de los modelos de
reconocimiento, comunidad e identidad hegemónicos así como han revelado tanto la
aceptación acrítica del corte público/privado como la genealogía masculinizada de la
misma categoría de autonomía37 Rorty, el filósofo neopragmatista ha participado en el
espacio público feminista alentando una enorme reacción tanto en contra de su articu-
lación de lo público y lo privado como de su descripción ironista del feminismo como
el club de poetas que hacen propuestas sobre nuevos lenguajes y metáforas38. Especial
Difference», en Social Theory and Practice, vol. 12, nº 1, 1986; y S. Benhabib «On Hegel,
Women and Irony», en Situating the Self, cit.
36
Para una reconstrucción de la controversia Kohlberg-Gilligan y de las críticas feministas a
Gilligan véase M. J. Guerra «Bajo el signo de la ambivalencia. Las mujeres como anomalía
moral», en Identidad y reconocimiento. Variaciones crítico-feministas sobre tema habermasiano
(pendiente de publicación).
37
S. Benhabib y N. Fraser abundan en este sentido de dar una vuelta de tuerca crítico-feminista
a las categorías habermasianas. Especialmente, de la segunda «¿Qué tiene de crítica la teoría
crítica? Habermas y la cuestión del género. en S. Benhabib y D. Cornell, Teoría feminista y
teoría crítica, cit.
38
Véase R. Rorty «Feminismo y pragmatismo», en Revista Internacional de Filosofía Política,
nº2, 1993 y N. Fraser «From Irony to prophecy to Politics: a Response to R. Rorty», Michigan
Quaterly Review, vol. 30, nº 2, 1991.
39
Véase I. Diamond & L. Quinby, Feminism & Foucault. Reflections on Resistence, Boston,
Northeastern University Press, 1988; N. Fraser, «Foucault on Modern Power: Empirical Insights
and Normative Confusions», en Unruly Practices, cit. y J. Butler, Gender Trouble, cit. y,
asimismo, Bodies that Matter, New York, Routledge, 1993.