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Rodulfo – El niño y el significante

1. La clínica psicoanalítica y la pregunta por el niño

Si volvemos a reflexionar sobre la clínica con niños y adolescentes, es ahora esencial reconsiderar
la cuestión de los significantes en relación a que llegamos a entender por niño en psicoanálisis.

Si nos situamos en un plano observacional conductista, el niño aparece como una determinada
entidad psicofísica.

Sucede que este método es el origen de muchos errores, como inventarle una enfermedad al niño,
inventarle una patología para tratarlo, sin plantearse que pasa allí donde el chico vive, o que pasa
con la escuela a donde concurre. No es nada fácil determinar psicoanalíticamente lo que por lo
común se designa al decir ‘niño’.

La cuestión de que es un niño, en qué consiste un niño conduce a la prehistoria , minándola no solo
en el sentido que Freud le otorga (primeros años de vida que luego sucumben a la amnesia), sino
la prehistoria en dirección a las generaciones anteriores (padres, abuelos, etc.), la historia de esa
familia, su folklore, especialmente a partir del momento en que al psicoanálisis le concierne la
problemática de las psicosis en un sentido amplio, o de los trastornos narcisistas en un cent ido
más amplio aun.

No es que todo esto deba ser masivamente rechazado a priori, sino que será muy insuficiente, en
particular en aquellos casos donde nos enfrentamos a una patología grave, del orden de obstruir
radicalmente el crecimiento, el desarrollo, el advenimiento de ese sujeto. Para entender a un
chico a un adolescente (de hecho, incluso a un adulto), tenemos que retroceder a donde él no
estaba aún.

Hay dos movimientos en psicoanálisis. Uno se popularizó mucho, se volvió representación vulgar:
es el retorno del psicoanálisis a lo que fue la infancia, a temática como por ejemplo, las fantasías
tempranas, los traumas precoces, interés en fin por retroceder tanto como se pueda. Un segundo
movimiento se inicia en 1950 con el desplazamiento de la clínica más allá de las neurosis
(verbigracia, las psicosis).

Tal posibilidad se da, observemos, al analizar una pieza de la prehistoria donde el paciente como
entidad psicofísica no existe; los que cuentan son la pareja de los padres, los inicios de su vida
sexual, la vieja relación que suelda la madre a la abuela, todo lo que, por determinadas razones
que llevaría muy lejos ahondar, se actualiza, se repite en él. Es distinto suponer que se encontrara
la clave de la celotipia en una fantasía inmanente al sujeto, producto autónomo de su
inconsciente.

Para que algo, en psicoanálisis, sea considerado significante tiene que repetirse. Este es un primen
criterio. Para que algo sea significante se tiene que repetir. Es más, el significante no reconoce la
propiedad privada, no es que sea de alguien; cruza, circula, atraviesa generaciones, traspasa lo
individual, lo grupal y lo social; no es pertenencia de algún miembro de una familia; en todo caso
es el problema que interpela a cada uno.

Una vez que algo es introducido con la función de significante se produce un poco al menos de lo
nuevo, es decir, algo con cierto valor distintivo. Y he aquí un segundo criterio: cuando un elemento
adquiere gravitación significante, en el momento de su introducción algo nuevo se traza. Hay un
modelo muy desarrollado que me parece óptimo para dilucidar la cuestión, y es el que da Lacan, el
modelo de la carretera.

Existe otra forma de reconocer el significante y reside en que éste no viene con un significado
abrochado indisolublemente, sino que arrastra efectos de significación que son imponderables: es
decir, no vale porque designe inequívocamente cierto significado, sino por las significaciones que
se van generando; de manera análoga a la fisión nuclear en tanto encadenamiento de
desencadenamientos tan inevitables como imprevisibles.

Junto a ellas el concepto de sobre determinación y el de repetición y diferencia, nos auxilian para
no perder de vista que, una vez que hemos establecido el peso significante de una frase como la
analizada, lo importante es qué hace el sujeto con ella: ¿la deja tal cual está?, ¿introduce algún
retoque, desvía su dirección? Toda la dinámica de la cura gravita en tomo a esto.

Acaso el criterio prínceps para reconocer un significante sea la insistencia repetitiva. Por ejemplo,
es común que "el juego de un chico se reproduzca infatigablemente, sin que tengamos la más
mínima idea de qué significa eso, excepto que la repetición nos pone en laxista de un cierto nudo a
descifrar.

El siguiente punto a precisares que el significante conduce siempre hacía alguna parte. Puede ser
hacia un abismo hacia una cumbre, pero cuando algo se gana ese nombre en la historia del sujeto,
es que lo inclina hacia determinados caminos preferenciales. Y este es el tercer criterio: el
significante tiene dirección.

Por lo tanto, cuando nos preguntamos que es el niño en psicoanálisis, localizamos ciertas cosas
que denominamos significantes, las cuales tienen mucha relación con la formación de ese niño;
pero estas cosas no necesariamente son producidas por él, inventadas por él, ni dichas por él en
cambio, solemos encontrarlas en labios y en acciones de quienes lo rodean.

2. ¿Dónde viven los niños?

La pregunta acerca de qué es un niño en psicoanálisis desemboca en una serie de cuestiones.


Particularmente nos detuvimos en la importancia de lo que llamamos prehistoria o, en otros
términos, importancia del mito familiar.

De esta manera cambia toda la perspectiva de lo que podríamos llamar un diagnostico en


psicoanálisis, que es algo muy distinto de lo que podría ser, por ejemplo, el diagnóstico para un
criterio psiquiátrico o psicológico tradicional.

Allí donde otro preguntaría: ¿que tiene el chico?, y siendo la respuesta: ‘no va bien en la escuela’,
‘se hace pis encima’, ‘sufre terrores nocturnos’, y luego procedería a realizar el inventario de todo,
nosotros introducimos otras preguntas, por ejemplo, una de las .fundamentales bien podría ser: Y
¿dónde vive este chico? Esta no es una pregunta fácil de contestar. Es un criterio importante
determinar si un pequeño sigue viviendo aun en el cuerpo de la madre o si ha empezado a vivir en
otro tipo de territorio, en otro tipo de espacio.

Otra pregunta que nos hacemos es: ¿que representa este chico para el deseo de los padres? Otra
forma de preguntarlo, desde este punto de vista, es para qué se lo desea.
Entonces esta también es una cuestión nada fácil de precisar y muy importante de situar. Una
pregunta complementaria al respecto es en cuanto al lugar que se le asigna a un chico en el mito
familiar.

Lo importante es entender que el mito familiar no es fácilmente visualizarle; no hemos de esperar


‘verlo’ desplegarse ante nosotros como una unidad acabada, congruente, lista para ser examinada.

Pero, por lo general, la regla es que el mito familiar en un análisis lo extraemos de a trozos. No
basta con las primeras entrevistas, a lo sumo estas nos permiten situar algunos de sus aspectos y
sintonizar algo de su tendencia dominante. En cambio, es un concepto que altera profundamente
la concepción misma de las entrevistas iniciales o preliminares: ya no es cuestión de procurarse
informaciones como la de saber a qué edad empezó a caminar el niño, o a qué edad le salieron los
primeros dientes.

Es muy difícil comenzar el tratamiento de un niño—personalmente lo desaconsejaría—, más aun,


pronunciarse por si es necesario o no su tratamiento sin tener una noción aproximada de los
rasgos principales del mito familiar en donde ese niño está posicionado y cómo.

Toma entonces el rigor de la enunciación de una ley: todos los datos clásicos de una entrevista,
todos los detalles dispersos, se vuelven importantes solo si se los aloja dentro del mito familiar, de
lo contrario se convienen en un listado molesto con el cual no sabemos que hacer: después de
preguntar y anotar las respuestas, nos encontramos ante una hojarasca inutilizable.

La importancia del mito familiar nos lleva a distinguir dos niveles sobre los que discurriremos a lo
largo de este volumen: el nivel de lo que llamo el proceso y el nivel de lo que llamaré la función.

Actualmente, ya no pensamos que analizar a un niño es reunirse con él, conocer sus fantasías,
tratar de captar su inconsciente y punto. No porque ello no importe, sino porque resta incompleto
si no añadimos en donde está implantado, donde vive, en qué mito vive, que mito respira y que
significa, en ese lugar, ser madre y padre.

Un mito familiar bien puede conceptual izarse como un punado de significantes dispuestos de
cierta manera. No obstante, nos resta mucho por examinar de aquellos. Por lo pronto, recordemos
que el significante no remite a la cosa directamente, sino que remite a otro significante diferencia
decisiva respecto del signo.

Tal es lo que distingue el plano del significante del plano del signo, la formación de una cadena: a
nosotros nos interesa esa cadena en tanto que inconsciente. Otro rasgo diferencial del significante
es su particular relación con el sujeto. Conocemos una definición de sujeto devenida ‘clásica’, esto
es, el sujeto es lo que representa un significante para otro significante.

La tarea originaria de un bebe cuando viene al mundo es tratar de encontrar significantes que Jo
representen, porque no lo encuentra todo hecho.

Él bebe tiene que trabajar y aun luchar para adquirir significantes. Las funciones, parentales y
otras, deben auxiliarlo, brindándole las condiciones mínimas, pero no pueden regalárselos hechos;
mejor dicho, si hubiera imposición de significantes, si no se le permitiera hallarlos, fallaría lo
esencial. Lo mismo sucede en el tratamiento analítico. El sujeto acude en busca de significantes
que lo representen o tras ciertos cambios en los significantes que lo representan, o
frecuentemente deshacerse de alguno. Es para ello que se requiere nuestra ayuda, el análisis no lo
puede hacer el solo. Intervenimos primeramente favoreciendo condiciones para que él logre
advenir al encuentro del significante o replantear su relación con él, pero si se los damos hechos,
nuestra intervención no sería psicoanalítica sino un adoctrinamiento con ‘contenidos’
psicoanalíticos.

Se trata de un recentra miento histórico concebir el psicoanálisis antes que nada como donador de
lugar, y no como una maquina hermenéutica.

Hay que llegar en el curso del psicoanálisis al nivel del goce de la frase: la frase (u otra forma de
acto) que no pertenece a nadie, goza. Nivel absolutamente esencial. Yo diría que justamente goza
en la medida misma en que no pertenece a nadie. Se ha soltado, como Alien por corredores sin
nombre.

3. Significantes del sujeto/Significantes del superyó: Las oposiciones. Ambigüedades.

El significante del sujeto designa lo que agarra, en nuestro caso, a la vida, sobre todo teniendo en
cuenta ese momento capital de introducción a la vida humana.

Hay que recoger el matiz ambiguo o cambiante en todo esto. En un determinado momento es
posible que funcione como un significante del sujeto en tanto tiene que ver con la búsqueda de
identidad o de reconocimiento. Pero si esta situación no se difiere, si no se transforma
rápidamente, la nominación conseguida degenera también rápidamente en significante del
superyó. Es signo de la operación que el sujeto pierda su apellido, se condene a la posición de
citaste improductivo y arruine por lo general lo que el otro dijo mejor que el por ser quien lo
pensó. De hecho, toda la situación cabe cómodamente en la correlación inversa que Freud
descubrió entre sublimación e idealización.

Reformulando todo esto en términos del “pienso, soy” con el que el psicoanálisis entro en debate,
nuestra experiencia nos propone esta enunciación: ‘me agarro de un significante, soy’. Produzco
un significante, o mejor, me produzco (en) un significante; pero hay que estar atento a no caer en
las aportas del pensamiento clasificatorio, inventando una línea divisoria ad-hoc que reparta de un
lado significantes del sujeto, del otro significantes del superyó, postulando dos especies o
naturalezas. Cualquier significante puede ser utilizado de una u otra forma. Por ejemplo (en el
caso de la transmisión), el significante Freud. Más aún: cuando un significante del sujete tiende a
una impasse y deja de hacer cadena se transforma fácilmente en un significante del súper yo.

Volviéndola preguntado primero que planteamos es que el niño saca los significantes del mito
familiar, porque literal mente vive allí y no en ningún otro lado, al menos en una instancia inicial.
Este mito familiar lo concebimos como un “archivo'' un tesoro de significantes, solo que este
término archivo hay que entenderlo de muy diversas maneras. Por de pronto, está en funciones,
por supuesto y con largueza, antes del nacimiento del bebe, y sin que nadie sepa cuál de sus
elementos ira a predominar o será, a los manotones, convocado.

Ahora bien, el término ‘archivo’ no hay que tomarlo en el sentido burocrático de esos inmensos
depósitos kafkianos. Más vale pensarlo como un televisor prendido1*, en donde circulan
producciones culturales diversas con un cierto desorden.
Hay allí trozos del mito familiar que se narran como historias coherentes presentadas al niño con
las elaboraciones secundarias del caso, que son índice del régimen preconsciente. Pero llevaría a
error imaginar un fichero todo ordenado o puesto en sistema.

Conviene echar mano al modelo del collage, con pedazos sistematizados y no sistematizados, pues
hay trozos olvidados de ese mito familiar casi no trabajado por el orden secundario, apareciendo
entonces como grandes incoherencias, grandes contradicciones, formaciones curatoriales con
grandes olvidados en su interior.

Concluimos que, para ir en busca de esos significantes es indispensable para que el sujeto pueda
pasar a ese archivo en procura de encontrarlos, es condición necesaria (y se debe subrayar lo de
necesaria a fin de especificarlo como indispensable a la constitución subjetiva, necesidad lógica)
que haya allí Otro: cuerpo familiar, mito, archivo; que haya algo o alguien que ofrezca
significantes, que dé lugar. Si desde ese Otro no hay ofrenda de lugar, el hallazgo no resulta
posible.

No se tratara de hipostasiar un sujeto al que le fuera posible vivir ‘sin’ el mito familiar. La
verdadera alternativa estriba en el hacerlo propio de él y con él, imprimirle una diferencia singular,
irreductible, en lugar de verse limitado a ejecutar rutinariamente durante buena parte de su vida o
toda ella una pieza que le han dado a tocar y en la que no efectúa mayores alteraciones. Es cierto,
también, que ello depende mucho de la disposición a la diferencia que anide en el mito familiar.
Tampoco hay porque confiar excesivamente en una articulación de los conceptos significantes del
sujeto y significante del superyó con la problemática del deseo, hecha en forma tal que se
plantease bajo la antinomia ‘deseado ‘´no deseado’ u otra parecida. Es más complejo que eso,
pues el deseo familiar o parental, para el caso, toma sendas muy variables y, desde cierto punto
de vista, non sanitas. Apoyar ‘la causa’ del deseo no significa, para el analista, convalidar todos sus
fines.

El mito, es decir, ese lugar adonde se van a buscar los significantes, es en primer término el cuerpo
materno. En primer término v originariamente, por ser el alojamiento matricial en todos los
sentidos posibles.

Con esta comprobación en mano, podemos dar una vuelta de tuerca y decir que el cuerpo de la
madre es el mito familiar planteándolo estrictamente como ecuación: cuerpo de la madre = mito
familiar.

Sobre todo porque reincidimos en tener de ese cuerpo una concepción correcta en principio pero
demasiado estrecha, referida a una pura dualidad con el hijo, al registro que hoy solemos designar
imaginario. Por cierto que no es este un registro despreciable, sino que es enriquecerle, y en una
medida muy esencial, si consideramos que el cuerpo de la madre está habitado, compuesto,
atravesado por (y que en el están condensados) todos los mitos familiares, al punto de que el
psicoanálisis puede afirmar que el cuerpo materno, en definitiva, es ese mito familiar.

En una primera instancia todo lo que el chico recibe del mito familiar es a través del cuerpo mismo
de la madre que por supuesto que no en forma de narraciones sino en miríadas de intervenciones
concretas, en los matices infinitesimales de una caricia en entonaciones que por repetición
devienen significantes, en músicas táctiles, auditivas, en la proximidad, la calidez o la distancia del
contacto es así como y donde se anuda el mito familiar.
Del encuentro de este mito con el cuerpo de la madre surge lo que llamamos cuerpo imaginado,
que es el cuerpo que se prepara para vivir. Del encuentro con el cuerpo de la madre, como cuerpo
concreto, con el mito familiar que lo infiltra, que tiñe sus actitudes, sus posiciones, sus dichos, sus
fantasías, nacerá este cuerpo imaginado, primer lugar en un mundo simbólico que se prepara para
que un chico viva.

4. Implicancias y funciones de la falización temprana

El ser falizado es un medio fundamental para su desarrollo como sujeto, para su apropiación
simbólica, para su estructuración subjetiva. Antes de cualquier desvió neurótico, falización implica,
nada menos, que un niño quede marcado como ser deseado.

Es muy grave no ser falizado, sobre todo cuando la investigación analítica descubre que lo que
suplanta esta operación es una hostilidad aterradora.

Sin la falización es muy improbable que un individuo llegue a tener un cuerpo verdaderamente
erógeno, marcado por el deseo.

El hecho de la falización a secas, entonces, no implica otra cosa que ser incorporado a un circuito
de deseo, donde va a tener un peso muy importante, además, el hecho de categorizarse como
fruto de un encuentro libidinal de cierta plenitud. Sabemos que es decisivo para un sujeto que en
el nivel más radicalmente inconsciente haya algo del orden de ‘tu origen fue un momento de
goce’, tiempo de un encuentro erótico, goce de una pareja. El psicoanálisis solo entonces
comienza a prestar atención a la trascendencia de ello para la constitución subjetiva.

Si fracasa esa falización, no hay con que hacer un Cuerpo, al no haberse transferido, endosado,
narcisismo del Otro al pequeño otro.

Por lo demás, hay un pasaje sutil pero registrable que es importante destacar: cuando un niño no
es o se deja de ser falizado en la medida óptima para él, en su índice necesario, es de esperar un
deslizamiento a otro estatuto, al de síntoma u objeto.

5. El niño y sus destinos. Falo, síntoma y fantasma

Conviene insistir—vista la frecuencia de recaídas— en la conveniencia de no inscribir en los límites


de una concepción clasificatoria el posicionamiento del niño como síntoma, fantasma o falo; la
fecundidad de la diferenciación reside en pensarlos como tres destinaciones encaradas en una
dinámica.

El verdadero desafío teórico es pensar su coexistencia. En psicoanálisis ha llegado la hora de


rectificar una cuestión que se formuló de modo en exceso bipolar, como dualidad niño
deseado/niño no deseado. Existen ya formulaciones mejores de esta problemática al establecer la
investigación analítica, cuando adelanta lo bastante, deseado para qué y en calidad de qué es un
hijo.

Durante bastante tiempo, en psicoanálisis tendimos a confundir hijo deseado con hijo falizado,
como si la falización de un hijo fuera el único modo posible de marcarlo por el deseo. Un hijo
puede ser deseado en su estatuto de síntoma, o en su estatuto de fantasma tanto como en un
estatuto fálico; son vías que abren destinos bien diversos.
Debemos guardamos, entonces, de confundir falización del niño con la ecuación clásica sin
modificación alguna. La falización del niño no es solo (ni mucho menos) cosa de la madre; en el
padre también se cumple esta verdadera operación simbólica y, por lo demás, en todo el grupo
familiar y para familiar. Por otra parte, falizar al hijo no da por resultado que se parezca a un pene,
da por resultado producir un sujeto. Freud tenía teorías sexuales infantiles no analizadas.

En las neurosis por lo general el conflicto está más circunscripto al niño mismo, a diferencia de
aquellos casos en los que nos vemos obligados a abrir el análisis a toda la situación familiar. Esto
no quiere decir que debamos imaginar la falización bajo la figura de una especie de paraíso:
trazamos diferentes estratificaciones y diferentes modos del conflicto. Típicamente, un conflicto
inherente a la posición del sujeto como falo puede comenzar a agudizarse durante la adolescencia
y se entabla entre aquello que empieza a diferenciar el ex niño como de su propio deseo y las
grandes líneas del deseo familiar, con las que el suyo no necesariamente está en armonía
preestablecida. Si no hay atravesamiento espontaneo hay que esperar fenómenos del orden de la
inhibición, de la angustia y de la sintomatología neurótica.

Falizar un hijo significa la cesión de libido narcisista, una transferencia de narcisismo de mucha
magnitud, un verdadero cambio en el destino del narcisismo. Incluso pequeñas, transitorias
dificultades maternas y paternas consecutivas al nacimiento de un hijo invariablemente ponen de
manifiesto, una vez analizadas, alguna dificultad en desinvertir parcialmente el propio cuerpo,
sobre todo en su dimensión de cuerpo ideal para esa falización del niño.

Superado el peligro de lo clasificatorio entonces, lo que de importante queda en pie es que el


primer gran trabajo del ser humano al nacer será encontrar significantes para encaramarse al
orden simbólico de la intersubjetividad, proceso que caracterizamos como de extraer y dejar
marcas, valiéndose de los materiales del mito familiar, que son también los materiales del cuerpo
materno. Los términos más genéricos con que podemos decirlo, y dejando por ahora de lado la
diferencia entre funciones (materna, paterna, etc.), es que pollos caminos que fuere tiene que
darse un ofrecimiento de significantes al recién nacido.

La cuestión de fondo es la siguiente: ¿Cómo va a asumir una familia la diferencia con que un hijo
interpela continuamente? Porque, a causa de esa espontaneidad que antes evocamos y que es una
máquina de generar diferencias, cuanto más grave la patología del medio familiar, mayor la
violencia con que se responde a ese potencial de variancia. Esta es una correlación positiva que el
psicoanálisis está en condiciones de afirmar. Existe una diferencia que es muy sutil, pero muy
efectiva, en una familia necrotizante; en todo caso, las producciones espontaneas del hijo serán
aceptadas o rechazadas significándolas, por ejemplo, de buenas o malas, pero a partir de una
aceptación primordial de que ponen sobre el tapete algo distinto que cabe aprobar o no. Esto es
muy otro procedimiento que el de un repudio, un no querer tomar nota de lo diferencial, recusar
su misma existencia en lugar de calificarla.

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