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OASIS
Tanto os hablé del desierto que antes de seguir hablando de él me gustaría describir un
oasis. La imagen que tengo de él no está perdida en el fondo del Sahara. Pero otro milagro
del avión es que os sumerge directamente en el corazón del misterio. Erais un biólogo,
estudiando, tras el tragaluz, el hormiguero humano; consideráis, fríamente, esas ciudades
asentadas en la planicie, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrella y las
alimentan, a la manera de arterias, con el jugo de los campos. Pero una aguja ha temblado
en un manómetro y esa verde espesura se ha vuelto un universo. Sois prisionero de un
césped en un parque adormecido.
Había aterrizado en su campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas. El viejo
Ford en el cual rodaba, no ofrecía nada de particular ni tampoco la familia que me había
recogido.
Y entramos.
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Me atraía, en el Paraguay, esa hierba irónica que muestra la nariz entre el pavimento de la
capital y que, de parte de los invisibles bosques vírgenes, llega a ver si los hombres
mantienen aún la ciudad, si no ha llegado la hora de sacudir un poco todas las piedras. Me
atraía esa forma de deterioro que no expresa sino una riqueza demasiado grande. Pero aquí
quedé maravillado.
¡Atención!
Pero ello con un tono tan ligero que yo sospechaba que mis amigos se entristecían poco
ante el hecho. ¿Se imaginan ustedes a un equipo de albañiles, de carpinteros, de ebanistas,
de revocadores instalando, en semejante pasado, su sacrílega utilería y rehaciéndonos en
ocho días, una casa que uno nunca hubiera conocido y donde uno se creería de visita? ¿Una
casa sin misterios, sin rincones, sin trampas bajo los pies, sin escondrijos? ¿Una especie de
salón municipal?
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De un modo muy natural habían desaparecido las jóvenes en esa casa de prestidigitación.
¡Cómo debían ser los desvanes cuando el salón contenía ya las riquezas de un granero!
¡Cuando ya se adivinaba que de la menor alacena entreabierta caerían paquetes de cartas
amarillas, recibos del bisabuelo, más llaves que cerraduras existen en la casa y de las cuales
ninguna, con seguridad, correspondería a cerradura alguna. Llaves maravillosamente
inútiles que confunden la razón y que hacen soñar con subterráneos, con cofres enterrados,
con luises de oro.
Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían
desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Sin duda habían alimentado a sus perros,
a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y gustado en el viento de la noche el olor
de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me vigilaban con el rabillo del ojo, con
prudencia preguntándose si me clasificarían o no en el número de sus animales familiares,
pues ellas poseían también una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y abejas. Todos
ellos viviendo entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nueve
paraíso terrestre. Reinaba sobre todos los animales de la creación, encantándolos con sus
manecillas, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que, desde la
mangosta a las abejas, todos escuchaban.
Y yo me esperaba ver a dos jóvenes tan vivaces poniendo en juego todo su espíritu
crítico, toda la finura de que eran capaces para formular un juicio rápido, secreto y
definitivo sobre el ser masculino que las enfrentaba. En mi infancia mis hermanas atribuían,
del mismo modo, notas a los invitados que por primera vez honraban nuestra mesa. Y
cuando la conversación decaía se escuchaba, repentinamente, en el silencio, resonar un:
-!Once!
Amaba esos ojos tan agudos y esas almitas tan rectas, pero cómo hubiera preferido que
ellas cambiasen de juego. Sin embargo, bajamente y por miedo del "once" yo les alcanzaba
la sal, les servía vino, pero encontraba, al alzar "la mirada, su dulce gravedad de jueces que
no se venden.
Hasta la misma lisonja hubiera sido inútil: ellas ignoraban la vanidad. La sanidad pero
no el hermoso orgullo. Y pensaban de sí mismas, sin mi ayuda, mejor de lo que me hubiera
atrevido a decir. No pensaba siquiera en extraer prestigio de mi oficio pues es también
audacia el trepar hasta las últimas ramas de un plátano y ello simplemente para controlar si
la nidada de pájaros crece sin tropiezos y para saludar a los amigos.
Y mis dos silenciosas hadas vigilaban siempre tan bien mi comida, con tanta frecuencia
hallaba sus miradas furtivas, que cesé de hablar. Se produjo un silencio y durante el mismo
algo silbó ligeramente sobre el piso, murmuró bajo la mesa y luego se calló. Alcé una
intrigada mirada. Entonces, sin duda, satisfecha de su examen pero usando de la última
piedra de toque y mordiendo el pan con sus jóvenes dientes salvajes, la menor me explicó
simplemente con un candor con el cual confiaba, por lo demás, dejar estupefacto al bárbaro
si acaso yo era uno de ellos:
Naturalmente que se me escaparon esas palabras. Aquello se me había deslizado por mis
piernas, había rozado mis pantorrillas y eran las víboras.
Felizmente para mí, sonreí. Y sin forzarme, pues las jóvenes lo hubiesen descubierto.
Sonreí porque estaba alegre, porque esta casa me gustaba, decididamente, más a medida
que pasaban los minutos y porque yo también experimentaba el deseo de saber algo más
acerca de las víboras. La mayor vino en mi ayuda:
A mi vez, a hurtadillas, miré a las jóvenes. Su finura, su risa silenciosa detrás de los
rostros apacibles. Y admiré esa realeza que ejercían...
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Ahora, sueño. Todo ello está muy lejano. ¿Qué se ha hecho de esas dos jóvenes? Sin
duda se han casado. Pero entonces ¿han cambiado? Es muy serio pasar del estado de
muchachas al de mujer. ¿Qué hacen en una casa nueva? ¿Qué se ha hecho de sus
relaciones con las hierbas locas y las serpientes? Estaban mezcladas a algo universal. Pero
llega un día en que la mujer se despierta en la joven. Una sueña con otorgar, finalmente, un
diecinueve. Un diecinueve pesa en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil.
Por primera vez la aguda mirada se equivoca y se ilumina con bellos colores. Al imbécil, si
dice versos, se lo cree poeta. Se piensa que comprende los pisos agujereados, se cree que
ama a las mangostas. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la
mesa entre las piernas. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama
los parques cuidados. Y el imbécil lleva, en la esclavitud, a la princesa. (*)
cielo de repente cuando las escuchó hablar en Francés, de esta forma se vincula con la
familia Fuchs y acepta quedarse en el castillo de San Carlos, hasta que le arreglaran su
avioneta. Saint Exupery era un hombre alto, robusto, con movimientos de oso, nariz corta y
respingada, ojos saltones, y un mirar semidormido. Medía casi dos metros de altura y
apenas podía entrar en la carlinga de los aviones. Enamorado del cielo y el desierto, cuando
no volaba, escribía. Con una grandeza espiritual y muy intelectual, despertó en las niñas
una admiración muy peculiar la que fue compartida, ya que el se sintió seducido por la vida
de ellas, casi adolescentes, que se desempeñaban de forma muy diferente a los niños de la
ciudad. Fue atrapado por sus travesías, sus historias y juegos. Descubre en ellas a dos
princesitas que le enseñaron a valorar cosas que hasta ese momento, no había aprendido. El
contacto con esa casona y esta familia, le dan la posibilidad de percibir la magia que
envolvía el lugar, y es lo que cautivó completamente a Saint Exupery. En 1932, ya en
Francia, Saint Exupery escribió una nota periodística en una revista de París con un título
sugerente: “Las princesitas argentinas”. Resulta inevitable asociar su experiencia
entrerriana con la fábula infantil que lo haría famoso en el planeta. Un esbozo de “El
Principito” con esas dos chicas que eran muy especiales, sobre todo con la impresión que le
causó Edda. También refleja exactamente lo vivido en esta experiencia, en el capitulo
“Oasis” del libro Tierra de Hombres, donde dice: “Había aterrizado en un campo y no sabía
que iba a vivir un cuento de hadas; fue en un campo, cerca de Concordia en la
Argentina”escribirá años después. .El piloto volvería varias veces a ese lugar, al encuentro
de sus “amigos deliciosos” que “vivían en un castillo de leyenda, una casa donde se
aspiraba como incienso ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del
mundo”. Cada vez que pudo contó y recordó con sus amigos esta experiencia inolvidable, y
siempre mantuvo en su mente a esas dos princesitas que le permitieron descubrir un mundo
nuevo, lleno de valores y esencias que enriqueciera su alma con mucha fuerza, hasta el
último día de su vida. La familia Fuchs permaneció en el castillo hasta cumplir con su
contrato con la Municipalidad, en el año 1935 se fueron a vivir a una estancia que
adquirieron y se trasladaron con todos sus animales. Nunca más supieron de su amigo pero
siempre lo recordaron.
La casona luego, quedo abandonada y por varios años fue saqueada, perdiendo así todo lo
de valor que contenía. Abandonado a su destino, aquella casa integra fue perdiendo su
gracia, eran ya una leyenda sus primeros dueños, las fastuosas fiestas, sus industrias, ya que
todo quedo como una entramada novela cuya conclusión queda en la imaginación del
lector. Las depredaciones se sucedieron, el tiempo y la erosión sumaron su desgarro, y el
fastuoso castillo al estilo Luis XV, con sus dos plantas, sus jardines y sus estatuas
transitaron una agonía que termino con un gran incendio, que se desató el 25 de septiembre
de 1938, quedando en las ruinas que en la actualidad pueden verse. Pero el castillo no
muere, como no mueren los sueños. Si usted visita Concordia, lléguese hasta él. Es posible
que los duendes del pasado le tiendan una mano, le llenen el espíritu de fantasía, la misma
que Eduardo De Machy tuvo al levantar San Carlos, un imperio de luz y color; y que
puedan descubrir la magia que encantó a Saint Exupery e hizo que este lugar quede
inmortalizado en esas dos grandes obras literarias: El Principito y Oasis, del libro tierra de
Hombres."
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El texto pertenece al trabajo realizado por el Prof. Héctor Fabián Rivero, publicado
por la Municipalidad de Concordia.