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OASIS

Por Antoine de Saint-Exupéry

Tanto os hablé del desierto que antes de seguir hablando de él me gustaría describir un
oasis. La imagen que tengo de él no está perdida en el fondo del Sahara. Pero otro milagro
del avión es que os sumerge directamente en el corazón del misterio. Erais un biólogo,
estudiando, tras el tragaluz, el hormiguero humano; consideráis, fríamente, esas ciudades
asentadas en la planicie, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrella y las
alimentan, a la manera de arterias, con el jugo de los campos. Pero una aguja ha temblado
en un manómetro y esa verde espesura se ha vuelto un universo. Sois prisionero de un
césped en un parque adormecido.

No es la distancia lo que mide el alejamiento. La pared de un jardín de nuestra casa


puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor
protegida por el silencio, que lo están los oasis saharianos por el espesor de las arenas.
Me referiré a una breve escala en alguna parte en el mundo. Era cerca de Concordia, en
Argentina, pero hubiera podido ser en cualquier otro lugar: de tal modo está difundido el
hemisferio.

Había aterrizado en su campo y no sabía que iba a vivir un cuento de hadas. El viejo
Ford en el cual rodaba, no ofrecía nada de particular ni tampoco la familia que me había
recogido.

-Pasará usted la noche en nuestra casa.


Pero en un recodo del camino se descubrió, a la luz de la luna, un bosquecillo y detrás de
esos árboles, una casa. ¡Qué cosa extraña! Compacta, maciza, casi una ciudadela. Castillo
de leyenda que ofrecía, al trasponer el porche, un refugio tan apacible, tan seguro, tan
protegido como un monasterio.

Entonces aparecieron dos muchachas. Me consideraron gravemente, como dos jueces


apostados en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca de enojo y
castigó el suelo con una varilla de madera verde. Una vez presentado ellas me tendieron sus
manos en silencio, con un aire de curioso desafío, y desaparecieron.
Estaba divertido y encantado a la vez. Todo ello era simple, silencioso y furtivo como la
primera palabra de un secreto.

-!Eh! ¡Eh!, son salvajes, dijo sencillamente, el padre.

Y entramos.
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Me atraía, en el Paraguay, esa hierba irónica que muestra la nariz entre el pavimento de la
capital y que, de parte de los invisibles bosques vírgenes, llega a ver si los hombres
mantienen aún la ciudad, si no ha llegado la hora de sacudir un poco todas las piedras. Me
atraía esa forma de deterioro que no expresa sino una riqueza demasiado grande. Pero aquí
quedé maravillado.

Pues todo estaba ruinoso, y lo estaba adorablemente, a la manera de un viejo árbol


cubierto de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco, a la manera del banco de
madera donde les enamorados van a sentarse desde hace diez generaciones. Los
revestimientos de madera estaban gastados, los batientes estaban raídos, las sillas
patizambas. Pero si aquí no se reparaba nada, en cambio se limpiaba con fervor. Todo
estaba pulcro, encerado, brillante.

El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad como el de una anciana con


arrugas. Yo admiraba todo: las grietas de las paredes, las desgarraduras en el techo y, por
encima de todo, ese piso hundido aquí, bamboleándose allá, como una pasarela, pero
siempre bruñido, barnizado lustrado. Curiosa casa, pues no evocaba ninguna negligencia,
ningún abandono, sino un extraordinario respeto. Cada año añadía, sin duda, algo a su
encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su atmósfera amiga, como por lo demás
a los peligros del viaje que era preciso emprender para pasar de la sala al comedor.

¡Atención!

Era un agujero. Se me hizo observar que en semejante agujero me hubiese roto,


fácilmente, las piernas. Nadie era responsable de ese agujero: era la obra del tiempo. Tenía
un aspecto muy de gran señor, ese soberano desprecio por toda excusa. No se me decía:
"Podríamos tapar todos esos agujeros, somos ricos, pero..." No se me decía tampoco -lo que
sin embargo era verdad- ''A la ciudad alquilamos esto por treinta años. Le compete a ella
repararlo. Todos nos empecinamos..." Se desdeñaban las explicaciones y tanta soltura me
encantaba. A lo más se me hizo observar:

-!Eh! ¡Eh!, está un tanto descalabrado...

Pero ello con un tono tan ligero que yo sospechaba que mis amigos se entristecían poco
ante el hecho. ¿Se imaginan ustedes a un equipo de albañiles, de carpinteros, de ebanistas,
de revocadores instalando, en semejante pasado, su sacrílega utilería y rehaciéndonos en
ocho días, una casa que uno nunca hubiera conocido y donde uno se creería de visita? ¿Una
casa sin misterios, sin rincones, sin trampas bajo los pies, sin escondrijos? ¿Una especie de
salón municipal?
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De un modo muy natural habían desaparecido las jóvenes en esa casa de prestidigitación.
¡Cómo debían ser los desvanes cuando el salón contenía ya las riquezas de un granero!
¡Cuando ya se adivinaba que de la menor alacena entreabierta caerían paquetes de cartas
amarillas, recibos del bisabuelo, más llaves que cerraduras existen en la casa y de las cuales
ninguna, con seguridad, correspondería a cerradura alguna. Llaves maravillosamente
inútiles que confunden la razón y que hacen soñar con subterráneos, con cofres enterrados,
con luises de oro.

¿Pasamos a la mesa, si gusta usted?


Pasamos a la mesa. Aspiraba, de una a otra pieza, esparcida como incienso, ese olor de
vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Y sobre todo me atraía el
transporte de las lámparas. Verdaderas lámparas pesadas que se acarreaban de una pieza a
la otra, como en los más profundos tiempos de mi infancia y que movían, en las paredes,
maravillosas sombras. Se alzaban, con ellas, ramilletes de luz y palmas negras. Luego, una
vez en su sitio las lámparas, se movilizaban las playas de claridad y esas vastas reservas de
noche, en derredor, donde crujían las maderas.

Las dos jóvenes reaparecieron tan misteriosamente, tan silenciosamente como se habían
desvanecido. Se sentaron a la mesa con gravedad. Sin duda habían alimentado a sus perros,
a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y gustado en el viento de la noche el olor
de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me vigilaban con el rabillo del ojo, con
prudencia preguntándose si me clasificarían o no en el número de sus animales familiares,
pues ellas poseían también una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y abejas. Todos
ellos viviendo entremezclados, entendiéndose maravillosamente, componiendo un nueve
paraíso terrestre. Reinaba sobre todos los animales de la creación, encantándolos con sus
manecillas, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que, desde la
mangosta a las abejas, todos escuchaban.

Y yo me esperaba ver a dos jóvenes tan vivaces poniendo en juego todo su espíritu
crítico, toda la finura de que eran capaces para formular un juicio rápido, secreto y
definitivo sobre el ser masculino que las enfrentaba. En mi infancia mis hermanas atribuían,
del mismo modo, notas a los invitados que por primera vez honraban nuestra mesa. Y
cuando la conversación decaía se escuchaba, repentinamente, en el silencio, resonar un:

-!Once!

Del cual nadie, salvo mis hermanas y yo, gustaba el encanto.


Mi experiencia de ese juego me turbaba un poco. Y yo me sentía más molesto al sentir
tan despiertos a mis jueces. Jueces que saben distinguir los animalitos que engañan de los
animales ingenuos; que saben leer en los pasos del zorro si está o no de humor abordable,
que poseen un grandísimo conocimiento de los movimientos interiores.
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Amaba esos ojos tan agudos y esas almitas tan rectas, pero cómo hubiera preferido que
ellas cambiasen de juego. Sin embargo, bajamente y por miedo del "once" yo les alcanzaba
la sal, les servía vino, pero encontraba, al alzar "la mirada, su dulce gravedad de jueces que
no se venden.

Hasta la misma lisonja hubiera sido inútil: ellas ignoraban la vanidad. La sanidad pero
no el hermoso orgullo. Y pensaban de sí mismas, sin mi ayuda, mejor de lo que me hubiera
atrevido a decir. No pensaba siquiera en extraer prestigio de mi oficio pues es también
audacia el trepar hasta las últimas ramas de un plátano y ello simplemente para controlar si
la nidada de pájaros crece sin tropiezos y para saludar a los amigos.

Y mis dos silenciosas hadas vigilaban siempre tan bien mi comida, con tanta frecuencia
hallaba sus miradas furtivas, que cesé de hablar. Se produjo un silencio y durante el mismo
algo silbó ligeramente sobre el piso, murmuró bajo la mesa y luego se calló. Alcé una
intrigada mirada. Entonces, sin duda, satisfecha de su examen pero usando de la última
piedra de toque y mordiendo el pan con sus jóvenes dientes salvajes, la menor me explicó
simplemente con un candor con el cual confiaba, por lo demás, dejar estupefacto al bárbaro
si acaso yo era uno de ellos:

-Son las víboras.

Y se calló, satisfecha, como si la explicación hubiera debido bastar a cualquiera que no


fuera demasiado tonto. Su hermana lanzó una rapidísima mirada para juzgar mi primer
movimiento y ambas inclinaron sobre sus platos los rostros más dulces e ingenuos del
mundo.

- !Ah!...son las víboras...

Naturalmente que se me escaparon esas palabras. Aquello se me había deslizado por mis
piernas, había rozado mis pantorrillas y eran las víboras.

Felizmente para mí, sonreí. Y sin forzarme, pues las jóvenes lo hubiesen descubierto.
Sonreí porque estaba alegre, porque esta casa me gustaba, decididamente, más a medida
que pasaban los minutos y porque yo también experimentaba el deseo de saber algo más
acerca de las víboras. La mayor vino en mi ayuda:

-Ellas tienen su nido en un agujero bajo la mesa.

-Alrededor de las diez de la noche vuelven -añadió la hermana. Cazan de día.

A mi vez, a hurtadillas, miré a las jóvenes. Su finura, su risa silenciosa detrás de los
rostros apacibles. Y admiré esa realeza que ejercían...
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Ahora, sueño. Todo ello está muy lejano. ¿Qué se ha hecho de esas dos jóvenes? Sin
duda se han casado. Pero entonces ¿han cambiado? Es muy serio pasar del estado de
muchachas al de mujer. ¿Qué hacen en una casa nueva? ¿Qué se ha hecho de sus
relaciones con las hierbas locas y las serpientes? Estaban mezcladas a algo universal. Pero
llega un día en que la mujer se despierta en la joven. Una sueña con otorgar, finalmente, un
diecinueve. Un diecinueve pesa en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil.
Por primera vez la aguda mirada se equivoca y se ilumina con bellos colores. Al imbécil, si
dice versos, se lo cree poeta. Se piensa que comprende los pisos agujereados, se cree que
ama a las mangostas. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la
mesa entre las piernas. Se le entrega el corazón que es un jardín salvaje, a él, que sólo ama
los parques cuidados. Y el imbécil lleva, en la esclavitud, a la princesa. (*)

(*) Fuente: Antoine de Saint-Exupéry, "Oasis", en Tierra de hombres, Buenos Aires,


Editorial Troquel, pp.60-66, 1959.

ACERCA DEL CASTILLO DE SAN CARLOS


Los Fuchs eran una familia muy particular, integrada por el matrimonio y tres hijos, se
instalaron en la mansión para vivir en ella una historia que quedara grabada en el recuerdo.
De características muy finas, y de gustos exuberantes, tenían también una atracción por los
animales, ya que eran hacendados y se dedicaban a ellos con mucho esmero. Pero en la casa
tenían otros animales, lejos de ser domésticos, ellos adquirieron un zorro del monte, un
mono, abejas, mangostas, una iguana, y serpientes, los que fueron domesticados para que
puedan habitar en estos terrenos fastuosos de vegetación. Sus hijos, un varón y dos niñas,
eran los encargados de estos animales, los cuales tenían sumo cuidado y atención. De vida
muy salvaje, amaban observar los movimientos y manifestaciones de todos ellos, que
cuidaban y alimentaban. La señora Fuchs, concertista de piano y profesora de francés, a
parte de ocuparse de las tareas de su hogar, también cultivaba rosas para embellecer los
jardines de la casa. Mario, el hijo mayor, se dedicaba a estudiar y acompañar a su padre en
los trabajos del campo. Las niñas por el contrario, disfrutaban de esta vida en contacto con
la naturaleza. Edda tenía en ese momento 9 años y Susanne 14, ambas amantes de las
cabalgatas, salían diariamente a recorrer la zona. Un día, haciendo su recorrido habitual,
ven una avioneta que aterrizó en un campo lindero a la casa, y con mucha curiosidad se
acercan al lugar para investigar quien era este intrépido aviador que se animó a descender
en estas cercanías. Al aterrizar, una de las ruedas del avión se quebró al hundirse en una
cueva de vizcacha y casi inmediatamente aparecieron en la escena las dos jóvenes: rubias,
hermosas, casi niñas, al galope. Al llegar hasta el avión vieron la torpeza del piloto y
musitaron entre ellas una grosería, pero en francés; ¡Que tonto este hombre! ¡No vio la
cueva! Este aviador era Antonie de Saint Exupery, un excelente piloto francés que andaba
sobrevolando la zona. Todavía no era escritor, solo volaba, y fue contratado por la
Aeroposta francesa para trabajar en la Argentina, delinear rutas aéreas y desarrollar el
transporte aeropostal. La empresa lo destino a realizar un vuelo de reconocimiento para
delinear la ruta entre Buenos Aires y Asunción del Paraguay; cuando pasó por las tierras de
San Carlos, vio un campo llano y decidió aterrizar para descansar con su avioneta. Después
de su aterrizaje accidentado se encuentra con las dos niñas, a Saint Exupery se le abrió el
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cielo de repente cuando las escuchó hablar en Francés, de esta forma se vincula con la
familia Fuchs y acepta quedarse en el castillo de San Carlos, hasta que le arreglaran su
avioneta. Saint Exupery era un hombre alto, robusto, con movimientos de oso, nariz corta y
respingada, ojos saltones, y un mirar semidormido. Medía casi dos metros de altura y
apenas podía entrar en la carlinga de los aviones. Enamorado del cielo y el desierto, cuando
no volaba, escribía. Con una grandeza espiritual y muy intelectual, despertó en las niñas
una admiración muy peculiar la que fue compartida, ya que el se sintió seducido por la vida
de ellas, casi adolescentes, que se desempeñaban de forma muy diferente a los niños de la
ciudad. Fue atrapado por sus travesías, sus historias y juegos. Descubre en ellas a dos
princesitas que le enseñaron a valorar cosas que hasta ese momento, no había aprendido. El
contacto con esa casona y esta familia, le dan la posibilidad de percibir la magia que
envolvía el lugar, y es lo que cautivó completamente a Saint Exupery. En 1932, ya en
Francia, Saint Exupery escribió una nota periodística en una revista de París con un título
sugerente: “Las princesitas argentinas”. Resulta inevitable asociar su experiencia
entrerriana con la fábula infantil que lo haría famoso en el planeta. Un esbozo de “El
Principito” con esas dos chicas que eran muy especiales, sobre todo con la impresión que le
causó Edda. También refleja exactamente lo vivido en esta experiencia, en el capitulo
“Oasis” del libro Tierra de Hombres, donde dice: “Había aterrizado en un campo y no sabía
que iba a vivir un cuento de hadas; fue en un campo, cerca de Concordia en la
Argentina”escribirá años después. .El piloto volvería varias veces a ese lugar, al encuentro
de sus “amigos deliciosos” que “vivían en un castillo de leyenda, una casa donde se
aspiraba como incienso ese olor de vieja biblioteca que vale por todos los perfumes del
mundo”. Cada vez que pudo contó y recordó con sus amigos esta experiencia inolvidable, y
siempre mantuvo en su mente a esas dos princesitas que le permitieron descubrir un mundo
nuevo, lleno de valores y esencias que enriqueciera su alma con mucha fuerza, hasta el
último día de su vida. La familia Fuchs permaneció en el castillo hasta cumplir con su
contrato con la Municipalidad, en el año 1935 se fueron a vivir a una estancia que
adquirieron y se trasladaron con todos sus animales. Nunca más supieron de su amigo pero
siempre lo recordaron.

LA DECADENCIA DEL CASTILLO

La casona luego, quedo abandonada y por varios años fue saqueada, perdiendo así todo lo
de valor que contenía. Abandonado a su destino, aquella casa integra fue perdiendo su
gracia, eran ya una leyenda sus primeros dueños, las fastuosas fiestas, sus industrias, ya que
todo quedo como una entramada novela cuya conclusión queda en la imaginación del
lector. Las depredaciones se sucedieron, el tiempo y la erosión sumaron su desgarro, y el
fastuoso castillo al estilo Luis XV, con sus dos plantas, sus jardines y sus estatuas
transitaron una agonía que termino con un gran incendio, que se desató el 25 de septiembre
de 1938, quedando en las ruinas que en la actualidad pueden verse. Pero el castillo no
muere, como no mueren los sueños. Si usted visita Concordia, lléguese hasta él. Es posible
que los duendes del pasado le tiendan una mano, le llenen el espíritu de fantasía, la misma
que Eduardo De Machy tuvo al levantar San Carlos, un imperio de luz y color; y que
puedan descubrir la magia que encantó a Saint Exupery e hizo que este lugar quede
inmortalizado en esas dos grandes obras literarias: El Principito y Oasis, del libro tierra de
Hombres."
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El texto pertenece al trabajo realizado por el Prof. Héctor Fabián Rivero, publicado
por la Municipalidad de Concordia.

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