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Reunión del Grupo de Trabajo Universidad y Sociedad del Consejo Latinoamericano
de Ciencias Sociales (CLACSO).
Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) México D.F., 3 a 5 de noviembre de
2008.
Jorge Landinelli
Instituto de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la
República (UDELAR), Uruguay.
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“El quehacer universitario antes de existir como un hecho en el mundo de las cosas,
debe existir como un proyecto, una utopía en el mundo de las ideas”.
Darcy Ribeiro.
Introducción.
A lo largo del subsiguiente recorrido histórico de las seis primeras décadas del siglo
pasado, atravesando sucesivas etapas en las que el quehacer académico fue adquiriendo
creciente complejidad, la práctica universitaria llegó a justificar su reputación en la
capacidad intelectual para instituir un medio fundamental de racionalización del
progreso y en la eficacia para promover una vía privilegiada de recompensa personal y
ascenso social mediante la calificación profesional avanzada, cuestiones que llegaron a
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También antes de la eclosión reformista se habían alcanzado otros logros que allanaban
el camino dirigido a la concreción de transformaciones de talante democrático en la casa
estudios. Fue importante la disposición de la Ley Orgánica de 1908 que consagró un
relativo avance de la participación en los órganos de gobierno universitario, mediante
la integración a los Consejos de Facultad de graduados electos directamente por los
alumnos para ejercer la representación de sus especiales intereses estamentales. Así
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mismo, tuvo enorme valor emblemático la cláusula legal que en 1916, respondiendo a
las exigencias de los estudiantes, eliminó todas las obligaciones existentes de pago de
aranceles o tasas y estableció la gratuidad absoluta de la prestación estatal de enseñanza
universitaria.
Sin embargo, más allá de esas singularidades, en Uruguay fue muy importante el
impacto del reformismo animado por el ideario de los estudiantes de la Universidad de
Córdoba, cuyo influjo humanista permitió revisar en profundidad los compromisos
públicos de la educación superior y potenciar a lo largo de los años sucesivas olas de
luchas estudiantiles motivadas por el rechazo a sus reducidos alcances sociales, a su
sentido estrechamente profesionalista y a su espíritu excluyente, desconectado de los
grandes problemas de la realidad nacional. Con ese contenido las concepciones
progresistas dominantes en la dilatada acción del movimiento reformista uruguayo,
sirvieron no solo al mejoramiento de la comprensión de los fines de la Universidad sino
también a la ampliación de las dimensiones de la política de masas en el país,
promoviendo en la juventud universitaria una activa responsabilidad democrática
encauzada por imperativos éticos de solidaridad social y rechazo a las expresiones de
indiferencia ante los asuntos de interés general.
parcial e insuficiente. Ese principio democratizador, que había sido resaltado con la
envergadura de una prescripción constitucional desde 1951, pasó a concretarse
plenamente mediante su reglamentación en la Ley Orgánica, la cual fijó la integración
tripartita y ponderada de todos los organismos responsables de la toma de decisiones en
la institución: Consejo Directivo Central, Consejos de Facultad. Asamblea General del
Claustro y Asambleas de los Claustros de Facultad, estas últimas electoras del Rector y
de los Decanos respectivamente. En 1972, en el marco de una muy debatida Ley
General de Educación, se decidió que la Universidad debía abandonar la antigua
práctica de designación de los integrantes de sus cuerpos colegiados de gobierno
mediante el voto público y voluntario, para pasar a dirimir la elección de todos los
representantes de los ordenes o estamentos mediante el voto secreto y obligatorio de
los miembros activos de cada uno de ellos.
Al amparo de esa renovación del marco jurídico fue posible potenciar de modo más
integral los múltiples alcances de la idea de autonomía reivindicados persistentemente
por la comunidad universitaria (A. Pérez Pérez, 1990): autonomía de gobierno
(elección de autoridades sin ingerencia alguna del poder político), autonomía técnico–
docente (prerrogativa de otorgar titulaciones y definir con el soporte de la libertad de
cátedra los planes de estudio, las orientaciones de la enseñanza, de la investigación y la
extensión), autonomía administrativa (facultad de nombrar y destituir a sus
funcionarios, capacidad para establecer sus estatutos y reglamentos internos),
autonomía financiera (libertad para disponer las formas de ejecución de los recursos
públicos asignados por el Estado).
Pese a la retórica del movimiento reformista que pretendía dejar atrás la “universidad de
castas y alejada del pueblo”, en su evolución hasta principios de los años sesenta del
siglo pasado, la universidad pública uruguaya no trascendió en su composición los
rasgos elitistas tradicionales y se proyectó como una institución con escasa cobertura
poblacional y social, en la cual se formaban apenas seis de cada cien jóvenes en edad de
emprender estudios superiores. Sin embargo, en el plano de los objetivos
programáticos, las definiciones ideológicas predominantes en el medio académico se
identificaban ampliamente con pautas de conducta democrática, con criterios de
institucionalización del bienestar social, con sensibilidades propensas a la promoción de
la nivelación entre los individuos, con propósitos de asegurar una distribución
equitativa de los bienes culturales y científicos.
Esa postura altruista propició acuerdos sustanciales entre la institución y los medios
gubernamentales cuando en Uruguay se puso de manifiesto una concepción avanzada
del sentido de la intervención del Estado en la sociedad. En ese entorno la Universidad
vivió hasta largamente superada la primera mitad del siglo pasado, un período de
estrechamiento de sus trabazones estatales básicas las cuales, más allá de la invariable
conducta crítica de la institución y de la relevancia de algunas etapas atravesadas por
enjundiosas disputas con el poder político, signaron una época de múltiples
concordancias entre la política universitaria y las realizaciones fundamentales del
ordenamiento democrático del país.
En ese tiempo la estructura de gobierno dominante en Uruguay había logrado una firme
legitimación asentada en cuatro elementos principales: una política económica dirigista
e intervencionista de énfasis industrialista que apuntó a la distribución ampliada de los
importantes excedentes disponibles de la renta de exportación agropecuaria; una
concepción tutelar y asistencial de la política que presentó al Estado con la apariencia de
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El Estado uruguayo de fines de los años sesenta perdía rápidamente solvencia jurídica y
fuerza persuasiva para presentarse como figura representativa del interés colectivo. Ya
se había eclipsado la eficacia de las soluciones implementadas con suceso frente a los
complicados problemas del funcionamiento democrático en una sociedad capitalista
subordinada No se trataba de un estancamiento pasajero de las políticas que otrora
habían hecho posible la incuestionable capacidad hegemónica del modelo de
dominación pública, sino de la erosión aguda e irreversible de los consensos animados
por la fluida relación entre el aprovechamiento de condiciones favorables para el
crecimiento de la economía, las satisfactorias condiciones de existencia de la población
y el ascendiente de la democracia parlamentaria. La sociedad uruguaya de fines de los
años sesenta, una vez desaparecidas las coyunturas internacionales que habían facilitado
su desarrollo, vivía el epílogo de una experiencia estatal benefactora que resultaba
caduca en medio de una acumulación alarmante de problemas económicos, una
exacerbación sin precedentes de las luchas sociales, un languidecimiento de la confianza
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Como reacción frente a la magnitud alcanzada por las luchas reivindicativas de masas,
al incremento sostenido del influjo de la izquierda política y a la emergencia de
expresiones importantes de protesta armada, cobraron fuerza dentro de los grupos
dominantes concepciones fuertemente autoritarias, cada vez más proclives a consolidar
el rumbo regresivo que había tomado el país apelando a la implantación de salidas
políticas dictatoriales.
En concordancia con esa visión, el golpe de estado del 27 de junio de 1973 destruyó la
institucionalidad republicana y anuló la vigencia de los derechos constitucionales que
actuaban como soporte de la democracia, derivando cuatro meses después en la
intervención de la Universidad y la destitución de sus autoridades legítimas. Tales
hechos inauguraron una dolorosa década de degradación e ilegalidad en la que, en un
clima general de represión violenta a la oposición política, se impuso en los recintos
universitarios un régimen despótico de persecución y censura frente a cualquier forma
de ejercicio de las libertades civiles y académicas.
Las rigurosas medidas represivas contra los universitarios apuntaban a terminar con lo
que la dictadura consideraba “un feudo antinacional amparado en la pantalla de la
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Como es sabido, desde mediados de los años setenta del siglo pasado comenzó a cobrar
fuerza en el mundo capitalista occidental la idea de que los Estados democráticos
estaban padeciendo problemas de gobernabilidad ligados a su ineficiencia para manejar
la sobrecarga de presión generada por la ampliación de sus responsabilidades
económicas y sociales, por los gastos excesivos y las dificultades para administrar las
demandas de quienes eran beneficiarios de sus políticas providentes. Ante esa situación,
la reducción de los espacios de acción estatal, la privatización de las empresas y
organismos públicos productivos o prestadores de servicios, fue imponiéndose como
alternativa para disminuir esa presión y trasladar al mercado la dinámica económica y la
resolución de la mayoría de las necesidades sociales. En ese cuadro, se deducía que al
Estado no le correspondía más que cumplir con el rol subsidiario de garantizar el marco
legal donde el juego de los intereses privados pudiera constituirse en la fuerza motriz
de la prosperidad.
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Las posturas más dogmáticas y extremistas urdieron una revisión absoluta del papel
asignado históricamente a la Universidad de la República en el escenario institucional
del país. Un ejemplo elocuente al respecto lo dio, a principios de los años noventa, una
influyente opinión cercana al gobierno nacional: “...¿por qué debiera existir una
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No obstante, pese a que con diferentes énfasis los gobiernos del período posterior a la
dictadura manifestaron cuestionamientos al arraigado dominio público de la educación
superior y mantuvieron políticas de reducción de la inversión educativa que implicaron
su alarmante empobrecimiento, las más radicales metas privatizadoras tuvieron exiguos
resultados. En rigor, puede sostenerse que durante los años noventa Uruguay logró
sortear los efectos más gravosos de la ola de reformas neoliberales que afectaron a las
estructuras universitarias en casi toda la región mediante la aplicación de fuertes
políticas de desregulación y mercantilización.
Mostrándose inconforme con los mecanismos definidos para consentir y controlar los
emprendimientos privados, la Universidad de la República se propuso afrontar la
justificación conceptual de un modelo institucional que podía poner en entredicho los
alcances de la función pública de la educación superior: la vocación intelectual dotada
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En ese sentido, sus posturas fueron abiertamente reactivas frente a lo que se entendía era
un proyecto de reestructuración de la enseñanza superior respaldado en una manera de
pensar el ordenamiento moral y cultural de la sociedad desde una escala de valores
fuertemente utilitaristas, individualistas y competitivos, lo cual se resumía en una
concepción privatista de los procesos educativos y de su organización institucional. Se
trataba de reivindicar la concepción de la educación superior en términos universalistas,
como una responsabilidad estatal orientada a añadir a la sociedad competencias,
habilidades, valores y actitudes necesarias para el fortalecimiento de la ciudadanía y
para la efectiva participación del conocimiento en el desarrollo, o sea como una
contribución clave al bien común.
para alumnos de tiempo completo o muy alta dedicación. En el presente, el 55% de los
jóvenes que cursan carreras universitarias lo hacen en tiempo parcial, reparten su
jornada entre las exigencias curriculares y las del trabajo, lo que propicia dificultades de
asimilación, rendimientos irregulares, incumplimiento de los tiempos previstos para
lograr la titulación y extendidos fenómenos de fracaso y deserción que se condensan
en la defectuosa eficacia terminal de apenas un 16% de graduados.
Desde esa perspectiva es importante identificar dos principios que han sido
componentes rectores del reciente proceso reformista. El primero refiere a su
legitimación democrática, fundada en la importancia asignada al marco legal de la
autonomía universitaria y a los mecanismos de cogobierno de la institución con la
participación colegiada de estudiantes, docentes y graduados. El segundo remite a la
convicción de que el sistema universitario público debe responder eficazmente a la
validez de las aspiraciones individuales de calificación profesional pero, al mismo
tiempo, está obligado a promover marcos interpretativos y críticos capaces de ayudar a
la construcción de escenarios de futuro, procesando las capacidades para colocar la
potencialidad del conocimiento en la perspectiva del interés general, del crecimiento
económico, del bienestar social y los derechos de la ciudadanía.
En todas esas esferas se han adoptado resoluciones prácticas que, aún con retrasos e
insuficiencias, han cambiado la fisonomía de la institución:
Es un hecho que las políticas concebidas por la Universidad de la República se han visto
interpeladas por esa clase de desafíos y han buscando responder al interés común. Eso
ha sido así en el cuarto de siglo transcurrido desde la restauración de la democracia en el
país, durante el largo período en el que el ambiente político fue abiertamente
desfavorable al desarrollo de la educación superior pública y ahora, en la presente fase
postneoliberal, cuando el proceso universitario se ha visto en condiciones de
aprovechar las oportunidades abiertas por la orientación gubernamental progresista de
los últimos años.
• Más importantes son los problemas que pueden llegar a contradecir la idea de
que los académicos deben ser agentes colectivos fundamentales de los impulsos
reformistas. Las bajas remuneraciones, la degradación de las condiciones del
trabajo en distintos sectores, las dificultades para dignificar y estabilizar la
profesionalización de una porción importante de los profesores, son factores que
se traducen en fenómenos de desaliento y desmoralización, usualmente
contrarios a la construcción de compromisos activos con el destino de la
institución. La identificación común del cuerpo docente con los procesos de
reforma es muy compleja cuando apenas un 25% de los casi seis mil puestos
académicos son ocupados por profesores-investigadores que cuentan con alta
dedicación horaria o tiempo completo, mientras la gran mayoría son cargos
inestables asignados a un alto número de profesores de asignatura o tiempo
parcial, “transeúntes” de la Universidad.
• Del mismo modo, parece ser indiscutible que el aporte de los estudiantes y su
sistema de organizaciones en el cogobierno de la Universidad, ha sido y es vital
para hacer posible las reformas. No obstante la realidad estudiantil también
puede generar obstáculos a la concreción de los soportes políticos que el proceso
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requiere para su legitimación y ejecución. Esto es así porque gran parte de los
jóvenes incorporados masivamente a la educación superior la viven con
inseguridad, sus preocupaciones principales no se encuentran en la actividad
curricular sino en el ámbito laboral, sienten quebrantado el circuito que antes
conducía de los estudios universitarios a la promoción personal, lo cual
determina que enfrenten dificultades para asumir un sentido de pertenencia a la
institución capaz de concitar compromisos solventes con su transformación.
Todos esos factores preocupantes deben ser tenidos en cuenta al formular políticas
consistentes de transformación de la Universidad pública. En todo caso, ellos deben ser
vistos como desafíos que pueden concitar una actitud crítica y propositiva, capaz de
evitar las reacciones puramente adaptativas a las circunstancias.
estén enrolados en la búsqueda del bien común, resulta claro que la Universidad no es
asunto exclusivo de los universitarios. Es inevitable considerar su proceso tomando en
cuenta las relaciones internas entre sus diferentes elementos constitutivos, así como la
conexión que debe guardar la “comunidad de profesores y estudiantes” con lo que está
afuera de ella e influye en su devenir: los organismos estatales, el sistema político, los
agentes y actores del mundo de la producción y el trabajo, los otros niveles del sistema
educativo y otras instancias sociales exógenas a los emplazamientos académicos.
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