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Michel Foucault: Soy un artificiero.

A propósito del método y la trayectoria de Michel


Foucault

[Entrevista con Roger-Pol Droit, grabada en junio de 1975. En Entrevistas con Michel
Foucault. Buenos Aires: Paidos, 2008, pp. 71-104. Traducción: Rosa Rius – Pere Salvat]

—A usted no le gusta qué le pregunten quién es, lo ha dicho a menudo. Pero de todas
formas voy a intentarlo. ¿Desea ser llamado historiador?

Me interesa mucho el trabajo de los historiadores, pero yo quiero hacer otra cosa.

—¿Debemos llamarle filósofo?

Tampoco. Lo que hago no es de ningún modo una filosofía. Tampoco una ciencia, a la que
se podría pedir las justificaciones o las demostraciones que tenemos el derecho de exigirle
a una ciencia.

—Entonces ¿cómo se definiría?

Soy un artificiero. Fabrico algo que sirve, en definitiva, para un cerco, una guerra o una
destrucción. No estoy a favor de la destrucción, sino de que se pueda seguir adelante y
avanzar, de que los muros se puedan derribar.

Un artificiero es en primer lugar un geólogo, alguien que mira con atención los estratos del
terreno, los pliegues y las fallas. Se preguntará: ¿qué resultará fácil de excavar? ¿Qué se
resistirá? Observa cómo se levantaron las fortalezas, escruta los relieves que se pueden
utilizar para ocultarse o para lanzar un asalto.

Una vez todo bien localizado, queda lo experimental, el tanteo. Envía exploradores y sitúa
vigías. Pide la redacción de informes. Define de inmediato la táctica que hay que emplear.
¿La zapa?, ¿el cerco?, ¿el asalto directo?, ¿o sembrar minas? El método, al fin y al cabo,
no es más que esta estrategia.

Su primera ofensiva, si así puede decirse, fue, en la Historia de la locura en la época


clásica. Todo es singular en esta obra: su tema y su método, su escritura y sus perspectivas.
¿Cómo le vino la idea de esta investigación?

A mediados de la década de 1950, publiqué algunos trabajos sobre la psicología y la


enfermedad mental. Un editor me pidió que escribiera una historia de la psiquiatría. Pensé
en escribir una historia que nunca apareció, la de los mismos locos. ¿Qué es estar loco?
¿Quién lo decide? ¿Desde cuándo? ¿En nombre de qué? Es una primera respuesta
posible.

—¿Hay otras?

Había seguido también estudios de psicopatología, una pretendida disciplina que no


enseñaba gran cosa. Entonces se me planteó esta pregunta: ¿cómo un saber tan parco
puede arrastrar tanto poder? Había motivos para sentirse anonadado, y yo lo estaba tanto
más porque había hecho prácticas en hospitales, en concreto, dos años en el centro
psiquiátrico de Sainte-Anne. Al no ser médico, no tenía ningún derecho, pero al ser
estudiante y no enfermo, podía pasearme. Así, sin tener que ejercer nunca el poder
vinculado al saber psiquiátrico, podía, en cambio, observarlo a cada instante. Estaba en la
superficie de contacto entre los enfermos —con quienes discutía con el pretexto de hacer
tests psicológicos— y el cuerpo médico, que pasaba regularmente y tomaba las decisiones.
Esta posición, debida al azar, me hizo percibir dicha superficie de contacto entre el loco y
el poder que se ejerce sobre él, e inmediatamente traté de restituir su formación histórica.

—Por lo tanto, había por su parte una experiencia personal del universo psiquiátrico…

Esta experiencia no se limita a los años de prácticas. En mi vida personal me sentí excluido
desde el despertar de mi sexualidad: excluido, no realmente rechazado, sino como alguien
perteneciente a la parte oscura de la sociedad. No obstante, éste es un problema
impresionante cuando se descubre por uno mismo. Esto se transformó muy pronto en una
especie de amenaza psiquiátrica: si no eres como todo el mundo, eres anormal; si eres
anormal, estás enfermo. Estas tres categorías: no ser como todo el mundo, no ser normal,
y estar enfermo, pese a ser muy diferentes se han encontrado asimiladas las unas a las
otras. Pero no tengo ganas de hacer mi autobiografía. No me parece interesante.

—¿Por qué?

No quiero porque podría dar la impresión de agrupar lo que he hecho en una especie de
unidad que me caracterizaría y justificaría, y daría su lugar a cada uno de los textos.
Juguemos más bien, si lo desea, al juego de los enunciados: vienen así, y se rechazarán
unos y aceptarán otros. Creo que se debería lanzar una pregunta como se lanza la bola en
la máquina del millón: la bola hace «tilt» —o falta— o no hace «tilt», luego se relanza, y de
nuevo se ve…

—La bola rebota, pues. ¿Lo que le interesaba eran ya las relaciones entre saber y poder?

Me parecía, paradójico, sobre todo, plantear el problema del funcionamiento político del
saber a partir de ciencias tan elaboradas como las matemáticas, la física y la biología. Sólo
se planteaba el problema del funcionamiento histórico del saber a partir de estas grandes
ciencias nobles. Pero yo tenía ante mí, con la psiquiatría, ligeros trazos de saber apenas
formados que estaban absolutamente vinculados a formas de poder susceptibles de
análisis.

En el fondo, en lugar de plantear el problema de la historia de las matemáticas, como lo


había hecho Tran Duc Thao, o como lo hacía Jean-Toussaint Desanti, en vez de plantear
el problema de la historia de la física o de la biología, yo me decía que había que tomar
ciencias apenas formadas, contemporáneas, con un material rico, precisamente porque nos
son contemporáneas, y tratar de comprender cuáles son sus efectos de poder. Esto es en
definitiva lo que quise hacer en la Historia de la locura, retomar el problema de los
marxistas, a saber, la formación de una ciencia dentro de una sociedad dada.
—Sin embargo, los marxistas no planteaban, en esa época, el problema de la locura o de
la institución psiquiátrica…

Comprendí más tarde que estos problemas eran considerados peligrosos, en más de un
sentido, por parte de los marxistas. Esto violaba, en primer lugar, la gran ley de la dignidad
de las ciencias, esa jerarquía todavía positivista, heredada de Auguste Comte, que sitúa en
primer lugar las matemáticas, luego la astronomía, etcétera. Ocuparse de estas ciencias
desagradables, incluso viscosas, como son la psiquiatría o la psicología, ¡no estaba bien!

Sobre todo, al escribir la historia de la psiquiatría y tratar de analizar su funcionamiento


histórico en una sociedad, encontraba, sin saberlo, el funcionamiento de la psiquiatría en la
Unión Soviética. No tenía en mente el vínculo de los partidos comunistas con todas las
técnicas de vigilancia, control social y localización de las anomalías.

Por esto, si bien ha habido muchos psiquiatras marxistas, algunos de ellos abiertos e
inteligentes, la invención de la antipsiquiatría no corrió a su cargo. Fueron los ingleses algo
místicos quienes llevaron a cabo este trabajo. Los psiquiatras marxistas franceses hacían
funcionar la máquina. Sin duda, cuestionaron un determinado número de cosas, pero su
papel en la historia del movimiento antipsiquiátrico es muy limitado.

—¿Quiere usted decir por su profundo vínculo con un cierto mantenimiento del orden?

Exacto. En 1960, un comunista no podía decir que un homosexual no era un enfermo.


Tampoco podía proclamar que la psiquiatría está ligada, en todos los casos y de principio
a fin, a mecanismos de poder que es necesario criticar.

—Este libro no gozó, pues, de una buena acogida entre los marxistas…

En efecto, se produjo un silencio total. No hubo un solo marxista que reaccionara ante el
libro, ni a favor ni en contra. No obstante, este libro se dirigía, en primer lugar, a quienes se
planteaban el problema del funcionamiento de la ciencia. Retrospectivamente, nos
podemos preguntar si su silencio tenía relación con el hecho de que con toda inocencia —
con toda necedad, pues— yo había levantado una liebre que les estorbaba.

Existía, además, una razón más simple y evidente en el desinterés de los marxistas: no me
había servido de Marx, explícita y masivamente, para efectuar el análisis. A pesar de todo,
en mi opinión, la Historia de la locura es, por lo menos, tan marxista como las historias de
las ciencias escritas por los marxistas.

Más tarde, entre 1965 y 1968, cuando el «retorno a Marx» producía los efectos no sólo
teóricos sino también prácticos que usted conoce bien, era difícil no ser marxista, era duro
haber redactado tantas páginas sin que hubiera, en un solo lugar, la pequeña sentencia
elogiosa sobre Marx a la que aferrarse… Por desgracia, había escrito tres pequeñas frases
sobre Marx, ¡que eran detestables! Entonces, me quedé solo y llegaron las injurias.

—¿Se sintió solo entonces?


Lo experimenté mucho antes, en particular tras la publicación de la Historia de la locura.
Entre el momento en que comencé a plantear ese tipo de problema concerniente a la
psiquiatría y sus efectos de poder, y el momento en que estas cuestiones comenzaron a
tener un eco concreto y real en la sociedad, trascurrieron años. Tenía la impresión de haber
encendido la mecha aunque no parecía haber servido de nada. Como en los dibujos
animados, yo tecleaba esperando la detonación y la detonación no llegaba.

—¿Imagina realmente su libro como una bomba?

¡Desde luego! Pensaba en él como en una especie de onda de choque verdaderamente


material, y sigo soñándolo así, una onda que revienta puertas y ventanas… Mi sueño… que
fuera un explosivo eficaz como una bomba y hermoso como los fuegos de artificio.

—Y la Historia de la locura fue percibida muy pronto como un fuego de artificio, pero sobre
todo como literatura. ¿Esto le desconcertó?

Parecía un juego cruzado: yo me había dirigido más bien a los políticos y en un primer
momento sólo fui entendido por personas a quienes se consideraba literatos, Blanchot y
Barthes, en particular. Podría ser que, incluso a partir de su experiencia literaria, ellos
tuvieran una sensibilidad especial hacia ciertos problemas, sensibilidad de la que carecían
los políticos. Su reacción me parece el signo de que, dentro de su práctica esencialmente
literaria, eran más profundamente políticos que quienes se servían del discurso marxista
para codificar su política.

¡Vuelvo a las historias biográficas! Afortunadamente, éstas afectan a algo más que a mi
biografía. Cuando supe que personas a las que admiraba mucho, como Blanchot y Barthes,
se interesaban por mi libro, experimenté a la vez asombro y cierta vergüenza, como si, sin
quererlo, les hubiera engañado. Pues lo que yo hacía era para mí totalmente ajeno al campo
de la literatura. Mi trabajo estaba ligado directamente a la forma de las puertas en los asilos,
a la existencia de cerraduras, etcétera. Mi discurso se relacionaba con esa materialidad,
esos espacios cerrados, y quería que las palabras que había escrito ¡atravesaran los muros,
rompieran las cerraduras, abrieran las ventanas!

—Lo dice riéndose…

Hay que introducir la ironía… Lo que resulta aburrido de las entrevistas es que, ¡las risas
no llegan a los lectores!

—Nada impide señalarlo.

Es cierto, pero, como usted bien sabe, cuando se pone entre paréntesis «risa» esta
indicación no transmite la sonoridad de una frase que se pierde entre risas…

—Volvamos a la cuestión de la escritura. Según usted, la Historia de la locura no es una


obra literaria. Sin embargo, su escritura y su estilo fueron destacados de inmediato. Esto
vale también para sus otros libros. Se le lee por la novedad y la agudeza de sus análisis,
pero también por placer. Hay un estilo Michel Foucault, efectos de pluma casi en cada
página. Pero esto no se debe al azar, ¿por qué dice que no es escritor?

Muy sencillo. Creo que hay que tener una conciencia artesanal en este dominio. De igual
modo que se debe hacer bien un zueco, se debe hacer bien un libro. Por otra parte, esto
vale también para cualquier conjunto de frases impresas, ya sea en un periódico o en una
revista. Para mí la escritura no es otra cosa: debe servir al libro. No es el libro el que sirve
a esta gran entidad, tan sacralizada ahora, que sería «la escritura».

Usted me dice que empleo a menudo ciertos recursos estilísticos que parecen confirmar
que me gusta mucho el estilo bello. Pues bien, sí, siempre hay una especie de placer,
ligeramente erótico tal vez, al encontrar una frase hermosa, cuando nos aburrimos, una
mañana, al escribir cosas no muy divertidas. Uno se excita un poco, soñando despierto, y
de repente encuentra la frase esperada. Esto resulta agradable e impulsa a ir más lejos.
Hay algo de esto, naturalmente.

Pero también sucede que si se quiere que aquello se convierta en un instrumento del que
otros se puedan servir, es necesario que el libro estimule a quienes lo lean. Este me parece
el deber elemental de quien entrega esa mercancía o ese objeto artesanal: ¡deben dar
placer!

—Doble placer, pues, del autor, del lector…

Sin duda. Me parece perfecto que los hallazgos o las argucias de estilo produzcan placer a
quien escribe y a quien lee. No hay razón para rechazarlo, al igual que no la hay para que
yo me proponga aburrir a quienes deseo que lean mi libro. Se trata de que lo dicho resulte
absolutamente transparente, dotándolo de una especie de fulgor que provoque en el lector
deseos de acariciar el texto y de utilizarlo, de repensarlo y de volver a él una y otra vez.
Ésta es mi concepción moral del libro.

Pero esto no es «la escritura»; no me gusta la escritura, y ser escritor me parece algo
realmente insignificante. Si tuviera que definirme, si tuviera que dar de mí una definición
pretenciosa y describir esta especie de imagen que a uno le acompaña, que se ríe
burlonamente de nosotros y luego nos guía a pesar de todo, entonces diría que soy un
artesano y también, lo repito, un artificiero. Considero mis libros como minas, paquetes de
explosivos… ¡Esto es lo que quiero que sean!

Creo que estos libros tienen que producir un efecto determinado y, para ello, hablando
coloquialmente, hay que poner toda la carne en el asador. Pero el libro debe desaparecer
por su mismo efecto, y en su mismo efecto. «La escritura» es sólo un medio, no el objetivo.
Tampoco «la obra» es el objetivo. De manera que rehacer uno de mis libros para integrarlo
en la unidad de una obra, por lo que se me parece, o porque se parece a los libros que
seguirán, esto no tiene, para mí, ningún sentido.

—¿Rechaza ser un autor?


Desde el momento en que escribimos, incluso si lo hacemos con nuestro propio nombre,
funcionamos como si fuéramos en cierta medida otro, un «escritor». Establecemos —de
nosotros mismos a nosotros mismos— continuidades y un nivel de coherencia que no son
exactamente los de nuestra vida real. Un libro nuestro remite a otro libro nuestro, al igual
que una declaración nuestra remite a tal gesto público nuestro… Todo ello termina
constituyendo una neoidentidad no idéntica a nuestra propia identidad, ni a nuestra
identidad social. Además, somos muy conscientes de ello porque queremos proteger la vida
que denominamos privada.

No admitimos que nuestra vida de escritor, o nuestra vida pública, interfiera por completo
en nuestra vida privada. Así, se establece entre uno mismo, escritor, y los demás escritores,
aquellos que nos han precedido, los que nos rodean o nos seguirán, vínculos de afinidad y
de parentesco, de ascendencia o descendencia, que no son los de nuestra verdadera
familia.

No es así como veo mi trabajo. Imaginaría mis libros más bien como bolas que ruedan. Se
paran, se toman, se relanzan… Y si esto funciona, tanto mejor. Pero que no me pregunten
quién soy antes de coger esas bolas para saber si están envenenadas, si son totalmente
esféricas o si siguen, o no, la trayectoria adecuada. En todo caso, saber si lo que hago es
aprovechable no dependerá de que se me haya preguntado por mi identidad.

—Pese a todo, para usted, ¿escribir no es una necesidad?

No, no, en absoluto. Nunca he considerado que escribir fuera un honor o un privilegio, ni
algo extraordinario. A menudo me digo: «¡Ah, cuando llegará el día en que ya no escribiré!».
No se trata del sueño de ir al desierto, o simplemente a la playa, sino de hacer algo más
que escribir. Lo digo también en un sentido más concreto: ¿cuándo me pondré a escribir
sin que el escribir sea «escritura»? Sin esta especie de solemnidad que deja ver el trabajo
y el esfuerzo.

Las cosas que publico están escritas, en el mal sentido del término, «la escritura» se nota.
Y cuando me pongo al trabajo, a «la escritura», ello implica un ritual, una dificultad. Me
introduzco en un túnel y no quiero ver a nadie, cuando, por el contrario, preferiría tener una
escritura fácil, de primer trazo. Pero no lo consigo. Y esto hay que decirlo, porque no merece
la pena pronunciar grandes discursos contra «la escritura» si no se sabe que tengo tanta
dificultad en no «escribir» cuando me pongo a escribir. Desearía escapar de esta actividad
encerrada, solemne y solipsista, que es para mí la actividad de poner palabras sobre el
papel.

—No obstante, ¿extrae verdadero placer de este trabajo con la tinta y el papel?

El placer que obtengo es muy distinto de lo que me gustaría que fuera la escritura. Desearía
que fuera como algo que pasa, que se lanza así y se escribe en la esquina de una mesa,
que se da y que circula, que podría haber sido una octavilla, un cartel, un fragmento de
película, un discurso público o cualquier otra cosa… Una vez más, no logro escribir de tal
modo. Encuentro placer, sin duda, descubro pequeñas cosas, pero no me gusta sentir ese
placer.
Experimento ante él un sentimiento de malestar, porque yo anhelaría un placer muy distinto
de aquel que sienten los que escriben. Uno se encierra frente al papel en blanco, sin
ninguna idea, y luego, poco a poco, al cabo de dos horas, dos días o dos semanas, en el
interior mismo del hecho de escribir, una miríada de cosas se ha hecho presente. El texto
existe, sabemos mucho más que antes. Teníamos la cabeza vacía y ahora la tenemos llena,
porque la escritura no vacía, sino todo lo contrario. A partir de su propio vacío forma una
plétora; todo el mundo conoce esta sensación. ¡Y esto no me divierte!

—Entonces, ¿usted con qué soñaría? ¿Con qué otra escritura?

Con una escritura discontinua, que no tendría conciencia de que lo es y que se serviría del
papel blanco o de la máquina, del portaplumas o del teclado, así, en medio de muchas otras
cosas como podrían ser el pincel o la cámara. Todo ello pasando velozmente del uno a la
otra, una suerte de estado febril y de caos.

—¿Tiene ganas de probar?

Sí, pero me falta esa especie de no sé qué, de excitación o de talento; me faltan ambos, sin
duda. Al final, soy retornado siempre a la escritura. Entonces sueño con textos breves, ¡pero
acabo escribiendo libros gruesos! Pese a todo, anhelo escribir un tipo de libro en el que la
pregunta: «¿de dónde viene esto?» carezca de sentido. Sueño con un pensamiento
realmente instrumental, sin que importe su procedencia. Caiga como caiga. Lo esencial es
que se tenga entre las manos un instrumento con el cual se pueda abordar la psiquiatría o
el problema de las prisiones.

—A usted no le gusta demasiado que se le pidan sus justificaciones, las razones de su


legitimidad. ¿Por qué?

En el invierno de 1968-1969, tras volver de Túnez, en la Universidad de Vincennes era difícil


decir lo que fuera sin que alguien te preguntara: «¿Desde dónde hablas?». Esta pregunta
me provocaba siempre una gran desazón: me parecía una interrogación policial, en el
fondo. Bajo la apariencia de una cuestión teórica y política, se me planteaba de hecho una
cuestión de identidad («En realidad, ¿quién eres?», «dinos si eres marxista o no», «si eres
idealista o materialista», «profesor o militante», «muestra tu carné de identidad, di en
nombre de qué vas a poder circular de tal manera que se sepa dónde estás»).

Esto me parece, en definitiva, una cuestión de disciplina. Y no puedo dejar de rechazar


estas serias interrogaciones sobre la justificación de la base de la desagradable preguntita:
«¿Quién eres, dónde naciste? ¿A qué familia perteneces?». O también: «¿Cuál es tu
profesión? ¿Cómo podemos clasificarte? ¿Dónde debes cumplir el servicio militar?».

He aquí lo que yo oigo cada vez que se pregunta: «¿De qué teoría te sirves? ¿Quién te
protege? ¿Quién te justifica?». Oigo preguntas policiales y amenazadoras: «¿A ojos de
quién serás inocente incluso si tienes que ser condenado?». O bien: «Debe haber un grupo
de personas, una sociedad o una forma de pensamiento que te absolverán y con las que
podrás conseguir la liberación. Y si ellas te absuelven, ¡nosotros debemos condenarte!».
—¿De qué le parece que hay que huir en estas preguntas sobre la identidad?

Pienso que la identidad es uno de los primeros productos del poder, de ese tipo de poder
que conocemos en nuestra sociedad. Creo mucho en la importancia constitutiva de las
formas jurídico-político-policiales de nuestra sociedad. ¿No es el sujeto, idéntico a sí mismo,
con su historicidad propia, su génesis, sus continuidades, los efectos de su infancia
prolongados hasta el último día de su vida, etcétera, el producto de un determinado tipo de
poder que se ejerce sobre nosotros, en las formas jurídicas antiguas y en las formas
policiales actuales?

Cabe recordar que el poder no es un conjunto de mecanismos de negación, de rechazo o


de exclusión. Pero los produce efectivamente. Es probable que incluso produzca a los
mismos individuos: la individualidad y la identidad individual son productos del poder. Esta
es la razón por la que desconfío de él y me esfuerzo en debilitar estas trampas.

La única verdad de la Historia de la locura, o de Vigilar y castigar, es que existen personas


que se sirven de ellas en su lucha, y ésta es la única verdad que busco. La pregunta: «¿de
dónde viene?, ¿acaso es marxista?» me parece en definitiva una cuestión de identidad,
esto es, una cuestión policial.

—Voy a convertirme en policía, pues me gustaría retroceder un poco, comprender de dónde


procede su itinerario. En los años de la École Normale, ¿usted era marxista?

Como casi todos los jóvenes de mi generación, yo me movía entre el marxismo y la


fenomenología, menos aquella que Sartre o Merleau-Ponty pudieron conocer y utilizar que
la fenomenología presente en el texto de Husserl de 1938, La crisis de las ciencias
europeas, la Krisis, como nosotros la llamábamos. Husserl cuestionaba allí todo el sistema
de saber del que Europa había sido hogar, principio y motor, y por el cual había sido tanto
liberada como encarcelada. Para nosotros, algunos años después de la guerra y todo lo
que había sucedido, el interrogante reaparecería con toda su intensidad. La Krisis era el
texto que señalaba, dentro de una filosofía altiva, muy académica y muy encerrada en ella
misma pese a su proyecto de descripción universal, la irrupción de una historia totalmente
contemporánea. Algo se estaba desmoronando, en torno a Husserl, en torno al discurso
que la universidad alemana mantenía con esfuerzo desde hacía tantos años. Este
desmoronamiento se percibía bruscamente en el discurso del filósofo. Nos preguntábamos
qué eran este saber y esta racionalidad, tan profundamente vinculados a nuestro destino y
a tantos poderes, y tan impotentes ante la Historia.

Las ciencias humanas eran evidentemente objetos que se encontraban cuestionados por
este proceso. Mis primeros balbuceos se produjeron entonces: ¿qué son las ciencias
humanas? ¿A partir de qué son posibles? ¿Cómo hemos llegado a construir tales discursos
y a dotarnos de semejantes objetos? Retomaba estas preguntas, tratando de liberarme del
marco filosófico husserliano.

Asistíamos, al mismo tiempo, al lento ascenso del marxismo en el interior de una práctica
que podemos denominar tradicional y universitaria de la filosofía. Para las generaciones de
antes de la guerra, el marxismo representaba casi siempre una alternativa al trabajo
universitario. Lucien Herr, una gran figura histórica, se mostraba como un bibliotecario
impávido en la École Normale, mientras que, a última hora del día, con la biblioteca
cuidadosamente cerrada, bajaba a animar las reuniones socialistas sin que, en principio,
nadie lo supiera.

—¿Era distinta la situación cuando usted estudiaba?

Sí, después de la guerra, el marxismo entró en la Universidad. En un momento determinado,


se pudo citar a Marx en los ejercicios de oposición. Esto correspondía a la estrategia del
Partido para con los aparatos del Estado. Recuerdo que Althusser me envió amablemente
a impartir cursos de filosofía y de filosofía política a ¡los candidatos a la Ecole Nationale
d’Administration de la CGT! De hecho, la entrada del Partido Comunista en el aparato del
Estado, sólo alcanzó pleno éxito en la institución universitaria.

La aceptación del marxismo en la Universidad, y la admisión por parte del Partido


Comunista de prácticas universitarias normalmente reconocidas creó una situación muy
favorable para nosotros. Llegar a ser catedrático de filosofía hablando de Marx…, ¡qué
fáciles eran las cosas! Entonces libramos pseudoluchas: por el derecho de citar a Engels
igual que a Marx, para que el presidente del tribunal de oposición aceptara que hablásemos
de Lenin. Éstos eran nuestros pequeños combates y nos parecían muy importantes.

Sólo a medida que uno entraba en esta unión entre la Universidad y el Partido Comunista
descubría con horror sus similitudes: las mismas jerarquías, las mismas obligaciones, las
mismas ortodoxias. No se podía encontrar algo más próximo a la Universidad que la
estructura del Partido, al menos en sus bajas esferas donde se movían los intelectuales.
Redactar una disertación para el presidente de un tribunal de oposición, o escribir —como
hice— artículos que firmaba un dirigente del Partido, ¡era exactamente el mismo ejercicio!

Fue ahí cuando comencé a sentir una suerte de ahogo debido a la facilidad misma de estas
operaciones. Creíamos que esto iba a ser la lucha, y todo estaba tranquilo. Lo que me había
interesado y estimulado era el espejismo de la lucha que nos habían prometido. ¡Teníamos
que ser los soldados avanzados de la Universidad puesta a disposición del pueblo, o de la
vanguardia del proletariado! Y nos encontrábamos una y otra vez, siempre los mismos.
Entonces, me fui a Suecia y luego a Polonia.

—¿Fue en Polonia donde dejó de ser marxista?

Sí, porque allí vi funcionar un Partido Comunista en el poder, controlando un aparato de


Estado e identificándose con él. Lo que había percibido vagamente durante los años 1950-
1955 se me mostraba en toda su realidad brutal, histórica y profunda. Ya no se trataba de
imaginaciones de estudiante, de juegos en el interior de la Universidad, sino de la gravedad
de un país dominado por un partido.

Desde aquel momento, puedo decir que no soy marxista, en el sentido que no puedo
aceptar el funcionamiento de los partidos comunistas tal como son propuestos tanto en la
Europa del Este como del Oeste. Si en Marx hay cosas verdaderas, se pueden utilizar como
instrumentos sin tener que citarlas, ¡ya las reconocerá quien quiera! O quien sea capaz…
—¿Hay otros momentos en que el hecho de vivir en el extranjero haya contribuido en la
elaboración de su pensamiento?

Sí, Túnez fue para mí, entre 1966 y 1968, una experiencia simétrica a la polaca. Conocía a
mi sociedad desde el ángulo de un privilegiado; hasta el momento nunca había tenido
demasiados problemas, ni políticos ni económicos. Y sólo en Polonia, es decir, en un Estado
socialista, había percibido lo que podía ser una opresión. De la sociedad capitalista había
conocido únicamente el lado amable y fácil, mientras que en Túnez descubrí lo que podían
ser los restos de una colonización capitalista, y el nacimiento de un desarrollo de tipo
asimismo capitalista, con todos los fenómenos de explotación y opresión económica y
política.

Dos meses antes de Mayo del 68 viví en Túnez una huelga estudiantil que bañó literalmente
de sangre la Universidad. Los estudiantes eran conducidos al sótano donde había una
cafetería y volvían a subir con el rostro ensangrentado porque habían sido aporreados.
Hubo centenares de arrestos y muchos de mis alumnos fueron condenados a diez, doce o
catorce años de prisión. Fue para mí, sin duda, un mes de mayo mucho más difícil de lo
que hubiera sido vivirlo en Francia.

La doble experiencia de Polonia y Túnez equilibraba mi experiencia política y, por otra parte,
me remitía a cuestiones que ni siquiera había podido sospechar en mis puras
especulaciones: la importancia del ejercicio del poder, esas líneas de contacto entre el
cuerpo, la vida, el discurso y el poder político.

Sentí una suerte de experiencia física del poder, de las relaciones entre cuerpo y poder en
los silencios y los gestos cotidianos de un polaco que se sabe vigilado, que espera estar en
la calle para poder decir algo, porque sabe bien que en el piso de un extranjero hay
micrófonos por todas partes; en la forma en que se baja la voz cuando se está en un
restaurante; en la manera como se quema una carta; en resumen, en todos esos pequeños
gestos asfixiantes, tanto como en la violencia cruda y salvaje de la policía tunecina
abatiéndose sobre una facultad.

Luego, esos momentos me han obsesionado considerablemente, incluso si no extraje su


lección teórica hasta mucho más tarde. Me di cuenta de que tendría que haber hablado
mucho antes sobre los problemas de relación entre el poder y el cuerpo a los que di salida,
finalmente, en Vigilar y castigar.

—No obstante, para muchas personas, Mayo del 68 constituyó también una experiencia de
la violencia física del poder y de su relación con el cuerpo. Incluso con cierto retraso, ¿usted
lo percibió?

Regresé a Francia en noviembre de 1968, y tuve la impresión de que toda esa experiencia
estaba profundamente comprometida y codificada por un discurso marxista al que muy
pocos escapaban. Por el contrario, tanto en Túnez como en Polonia, esta experiencia se
me había revelado independientemente de toda codificación del discurso marxista. Si había
discurso marxista, en Polonia estaba del lado del poder, del lado de la violencia.
En los años posteriores a Mayo del 68, los que se llamaban revolucionarios sin referirse
explícitamente al marxismo, conservaban, de todos modos, una fuerte filiación a la mayoría
de los análisis marxistas. Y cuando intervenían o planteaban cuestiones, cuando discutían,
los efectos del poder estaban siempre vinculados al marxismo. En Vincennes, durante el
invierno de 1968-1969, decir en voz alta y clara: «No soy marxista», era materialmente muy
difícil… Lo que me impresionó en Vincennes, en las «AG» y otras cosas de este tipo a las
que asistía, era la increíble proximidad entre lo que allí sucedía y lo que había visto y oído
en el PC, en su período más estaliniano. Naturalmente, las formas no eran las mismas y
los rituales eran distintos. Pero los efectos de poder, los terrores, los prestigios, las
jerarquías, las obediencias, las apatías, las pequeñas ignominias, etcétera, eran lo mismo.
Un estalinismo difuso, en ebullición, pero seguía siendo él… Y me decía: ¡qué poco han
cambiado!

—Volvamos a su recorrido…

¿Sabe?, ese recorrido ha sido zigzagueante. Las palabras y las cosas es un libro en cierto
modo marginal, si bien está relacionado con los demás. Es marginal porque no estaba en
la línea de mi problema. Al estudiar la historia de la locura, me había planteado naturalmente
el problema del funcionamiento del saber médico dentro del cual, a partir del siglo XIX, se
habían encontrado delimitadas las relaciones del loco y del no-loco.

Por otra parte, el saber médico conducía al problema de esta rápida evolución, que se
produjo a finales del siglo XVIII, y que dio lugar no sólo a la psiquiatría y la psicopatología,
sino también a la biología y las ciencias humanas. Era el paso de un tipo de empirismo a
otro. Tomen un libro de medicina de 1780 y cualquier libro de 1820: hemos pasado de un
mundo a otro… Hay que haber leído realmente muy poco este tipo de obras, ya sean de
gramática, de medicina o de economía política, para creer que deliro cuando hablo de un
corte a finales del siglo XVIII.

En el fondo, Las palabras y las cosas no hace más que constatar este corte, e intenta
establecer el balance en un determinado número de discursos, esencialmente los que giran
en torno al hombre, al trabajo, la ciudad, el lenguaje… Este corte es mi problema, no mi
solución. Insisto tanto en él porque se trata de un maldito rompecabezas, y no una manera
de resolver las cosas.

—¿Cómo se puede explicar este corte? ¿A qué corresponde?

De hecho, tardé siete años en darme cuenta de que la solución no estaba donde yo la
buscaba, en algo de tipo ideológico, progreso de la racionalidad o modo de producción. Era
en las tecnologías de poder y en sus transformaciones, desde el siglo XVII hasta la
actualidad, donde había que ver la base a partir de la cual era posible el cambio. Las
palabras y las cosas se situaba en el nivel de la constatación del corte y de la necesidad de
ir en busca de una explicación. Vigilar y castigar es la genealogía o, en otros términos, el
análisis de las condiciones históricas que posibilitaron este corte.

Empecé a comprender cómo se había construido el personaje no sólo del loco sino también
del hombre normal, a través de una determinada antropología de la razón y de la sinrazón.
Mediante esas investigaciones, me pareció que la posición central del hombre era en
definitiva algo propio del discurso científico, del discurso de las ciencias humanas o del
discurso filosófico del siglo XIX. Centrarlo todo en la figura del hombre, no es una inclinación
del discurso filosófico desde su origen, sino una flexión reciente cuyo origen se localiza
perfectamente. Y podemos advertir que está desapareciendo, probablemente desde finales
del siglo XIX.

—¿Acepta usted que el descubrimiento de este corte, el acento puesto sobre los efectos
de poder de los diferentes saberes, es su descubrimiento, su aportación personal?

¡De ningún modo! Está en la línea de todo un conjunto, sea La genealogía de la moral de
Nietzsche o la Krisis de Husserl. La historia del poder de la verdad en una sociedad como
la nuestra, es una cuestión a la que se le da vueltas sin cesar desde hace un siglo. No he
hecho más que abordarla a mi manera, y en La arqueología del saber he enunciado algunas
reglas que me he dado. No son conmovedoras ni revolucionarias, pero como parecía que
no se entendía lo que hacía, creí necesario darlas.

No soy como esos vigilantes que afirman ser siempre los primeros en ver amanecer. Lo que
me interesa, es comprender en qué consiste este umbral de modernidad que podemos
advertir entre los siglos XVII y XIX. A partir de este umbral, el discurso europeo desarrolló
poderes de universalización gigantescos. En nuestros días, con sus nociones
fundamentales y sus reglas esenciales, puede ser portador de cualquier tipo de verdad,
incluso si ésta debe volverse en contra de Europa, en contra de Occidente.

En el fondo, tengo un único objeto de estudio histórico: el umbral de la modernidad.


¿Quiénes somos, nosotros que hablamos un lenguaje tal que tiene poderes que se nos
imponen a nosotros mismos en nuestra sociedad, y se imponen a otras sociedades? ¿Cuál
es este lenguaje que puede volverse contra nosotros, que nosotros podemos volver contra
nosotros mismos? ¿Cuál es este arrebato formidable del paso a la universalidad del
discurso occidental? He aquí mi problema histórico.

—¿Una manera distinta de concebir la relación entre saber y poder?

Durante siglos, podríamos decir desde Platón, el saber se ha dado como estatuto de ser de
una esencia fundamentalmente diferente del poder. Si llegas a rey, estarás loco, serás
apasionado y ciego. Renuncia al poder y a la ambición, renuncia a vencer y, entonces,
podrás contemplar la verdad. Desde antiguo ha habido un funcionamiento del sistema de
saber en su oposición o su independencia respecto del poder. Hoy, por el contrario, lo que
se pregunta es la posición de los intelectuales y de los sabios en la sociedad, en los
sistemas políticos y de producción. El saber aparece vinculado en profundidad a una serie
de efectos de poder. La arqueología es esencialmente este descubrimiento.

El tipo de discurso que, desde hace siglos, funciona en Occidente como discurso de verdad,
y que ahora ha pasado a la escala mundial, es un tipo de discurso ligado a una serie de
fenómenos de poder y de relaciones de poder. La verdad tiene poder: posee efectos
prácticos, efectos políticos. La exclusión del loco, por ejemplo, es uno de los innumerables
efectos de poder del discurso racional. ¿Cómo operan tales efectos? ¿De qué manera
devienen posibles? Esto es lo que trato de comprender.

¿Puede existir una sociedad sin poder? ¿Esta pregunta tiene sentido, o no?

Creo que el problema no debe plantearse en los términos de: «¿Es necesario el poder, o
no lo es?». El poder llega tan lejos, penetra tan profundamente, es transmitido por una
redecilla capilar tan estrecha que cabe preguntarse dónde podría no haberlo. Sin embargo,
su análisis apenas ha sido tomado en consideración por los estudios históricos. La segunda
mitad del siglo XIX descubrió los mecanismos de la explotación; tal vez la labor de la
segunda mitad del XX es descubrir los mecanismos del poder. Pues nosotros somos, todos,
no sólo el blanco de un poder, sino también el intermediario, ¡o el punto del que emana un
determinado poder!

Lo que queda por descubrir en nosotros no es lo que está alienado o lo que es inconsciente,
sino esas pequeñas válvulas y esos pequeños relés, los minúsculos engranajes y las
sinapsis microscópicas por las cuales pasa el poder y se encuentra reconducido por él
mismo.

—Desde esta perspectiva, ¿hay algo que pueda escapar al poder?

Lo que escapa al poder es el contrapoder, el cual, sin embargo, también está dentro del
mismo juego. Por ello es necesario recuperar el problema de la guerra, del enfrentamiento.
Es necesario retomar los análisis tácticos y estratégicos a un nivel extraordinariamente bajo,
ínfimo y cotidiano. Hay que repensar la batalla universal escapando de las perspectivas del
Apocalipsis: en efecto, desde el siglo XIX, hemos vivido dentro de una estructura de
pensamiento apocalíptica. Hegel, Marx o Nietzsche, o Heidegger en otro sentido, nos
prometieron el futuro, el alba, la aurora, el amanecer, el ocaso, la noche, etcétera. Esta
temporalidad cíclica y binaria a la vez gobernaba nuestro pensamiento político, dejándonos
desarmados cuando se trata de pensar de otro modo.

Y es posible tener un pensamiento político que no pertenezca al orden de la descripción


triste: helo aquí, y está claro que no es ninguna barbaridad. El pesimismo de la derecha
consiste en decir: mirad qué canallas son los hombres. El pesimismo de la izquierda, por
su parte, proclama: ¡mirad qué repugnante es el poder! ¿Podemos escapar de estos
pesimismos sin caer en la promesa revolucionaria, en el anuncio del ocaso o de la mañana?
Creo que en estos momentos la apuesta está ahí.

—Ello conduce a su concepción de la historia. Sartre decía: «Foucault no tiene sentido de


la historia»…

¡Ésta es una frase que me encanta! Quisiera que sirviera de prolegómeno a todo lo que
hago, pues creo que es profundamente verdadera. Si tener sentido de la historia, es leer
con una atención respetuosa las obras de los grandes historiadores, pasarlos por la derecha
con una pizca de fenomenología existencial, y por la izquierda con un poco de materialismo
histórico, si tener sentido de la historia, es tomar la historia acabada, aceptada en la
Universidad, añadiendo sólo que se trata de una historia burguesa que no tiene en cuenta
la aportación marxista, entonces, ¡es cierto que carezco totalmente de sentido de la historia!
Sartre tiene tal vez sentido de la historia, pero no hace historia. ¿Qué ha aportado a la
historia? ¡Nada!

A pesar de todo, creo que él quería decir otra cosa. Quería decir que yo no respeto este
significado de la historia admitido por toda una filosofía posthegeliana, en la que están
implicados procesos que deben ser siempre los mismos como, por ejemplo, la lucha de
clases… En segundo lugar, tener sentido de la historia, con esa forma de historia, significa
ser capaz de efectuar siempre una totalización, al nivel de una sociedad, o de una cultura,
o de una conciencia: poco importa. Desde esta óptica, un estudio histórico está terminado
cuando este proceso se inscribe en una conciencia que extrae su significado en el mismo
movimiento por el cual está determinada… ¡Es cierto que de ningún modo tengo sentido de
la historia!

—¿Cómo definiría usted la historia?

Hago de ella un uso rigurosamente instrumental. A partir de una cuestión concreta, que
encuentro en la actualidad, se perfila para mí la posibilidad de una historia. Pero la
utilización académica de la historia es fundamentalmente conservadora: la función esencial
de encontrar el pasado de algo es permitir su supervivencia. La historia del asilo, por
ejemplo, tal como se ha hecho a menudo —yo no he sido el primero— estaba destinada
básicamente a mostrar su necesidad, su fatalidad histórica.

Lo que yo intento, por el contrario, es mostrar la imposibilidad de ello, la formidable


imposibilidad sobre la que reposa el funcionamiento del asilo, por ejemplo. Las historias
que hago no son explicativas, nunca muestran la necesidad de algo, sino más bien la serie
de engranajes mediante los cuales se produce lo imposible, y reconduce su propio
escándalo, su propia paradoja, hasta ahora. Me interesa particularmente todo lo irregular,
lo arriesgado y lo imprevisible que pueda haber en un proceso histórico.

—Los historiadores descartan, por lo general, lo que pone de relieve la excepción…

Porque una de las tareas de la historia que tiene como función conservar las cosas es
precisamente borrar esas irregularidades o azares, esos acontecimientos fuera de la norma.
Se borra todo esto para permanecer en una forma de necesidad que, si se inscribe en un
vocabulario marxista, pasa por ser políticamente revolucionaría pero, me parece que,
finalmente, tiene efectos completamente distintos.

Considero que mi tarea es dar las máximas oportunidades a la multiplicidad y a la ocasión,


a lo imposible, lo imprevisible… Esta manera de interrogar la historia a partir de esos juegos
de posibilidad y de imposibilidad es a mis ojos la más fecunda, cuando se quiere hacer una
historia política y una política histórica. En el límite, se puede pensar que al final lo que ha
devenido necesario es lo más imposible. Hay que dar el máximo de oportunidades a lo
imposible y decirse: ¿cómo se ha producido realmente esta cosa imposible?

—Mostrar que el asilo o la prisión no tienen nada de ineluctable, es también combatirlos…


Creo, siguiendo a Nietzsche, que la verdad debe comprenderse en términos de guerra. La
verdad de la verdad es la guerra. El conjunto de procesos por los cuales la verdad prevalece
son mecanismos de poder que le aseguran el poder.

—¿Es una guerra permanente?

Pienso que sí.

—¿Quiénes son sus enemigos en esta guerra?

No son personas, sino más bien líneas que se encuentran en los discursos —
probablemente incluso en los míos—, de los cuales quiero desistir y desmarcarme. Sin
embargo, se trata ciertamente de guerra, ya que mi discurso es instrumental, como lo es un
ejército, o simplemente un arma. O también un saco de pólvora o un cóctel Molotov. Ve
usted, ya vuelve la historia del artificiero…

Droit, R.-P. (2008). «Soy un artificiero». A propósito del método y la trayectoria de Michel
Foucault. En Entrevistas con Michel Foucault (pp. 71-104). Buenos Aires: Paidós.

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