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DIBUJOS FUERA

DEL PAPEL
De la caricia a la lectoescritura en el niño

Ricardo Rodulfo
Paidós Psicología Profunda

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C u b ie r ta de G u s ta v o M a c ri

Ia edición 1999

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© 1999 de to d as la s ediciones
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Im preso en G ráfica M PS. S a n tia g o del


E stero 338. L an ú s. en ab ril de 1999

ISBN' 950-12-4220-x
ÍNDICE

Prólogo........................................................................ 9

1. Problemas de escritura......................................... ..... 11


2. De la caricia (I)............................................................. 31
3. De la caricia (II)........................................................... 51
4. Las escenas de escritura............................................. 69
5. Ligazones y mamarrachos......................................... 89
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6. Apertura de la satisfacción (I)...................... ............. 113
7. Apertura de la satisfacción (II)........... ;.....................131
8. La sensación desbanalizada: retorno sobre
lo m usical........................................................ ............ 153
9. Juegos de espejos....................................................... . 169
10. Dibujos .....................................,...................................183
11. Historia del paseo interrumpido ..............................203
12. Juguemos en el trazo ................................................. 219
13. Del nombre al apellido............................................... 235
14. Lo oral de vuelta......................................................... 253
15. El poblamiento y el vacío........................................... 263
16. Inconclusiones.............................................................275
PRÓLOGO

Este libro se propone una continuación (una prosecu­


ción, una persecución) de El niño y el significante, así co­
mo de algunos de los capítulos de Estudios clínicos. (Por
otra parte, de cabo a rabo, es un estudio clínico.) Las ins­
tancias del jugar están menos a la vista que en aquél; pe­
ro sólo eso. El subtítulo más legítimo que podría llevar
debería especificar su género: tem a con variaciones, die­
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ciséis variaciones de un tem a que se expone en las pocas
líneas iniciales describiendo los andares de “la niña de la
tiza”.
Sólo que la contextura de la variación se despliega so­
bre varios ejes y no sólo en el de la estructura del relato
clínico que es su punto de partida: por dar algunos ejem­
plos -pues seguramente no podría mencionar todos-, el
del va y viene entre metapsicología y psicopatología, el
que contrasta y reúne m ateriales de pacientes de la más
diversa edad, el -lo subrayaría- que hace variación de
términos tan clásicos como “oralidad”, “ligazón”, etcéte­
ra. De allí su hechura de insistidos. Esto lleva una hue­
lla muy concreta: la de la enseñanza universitaria del
psicoanálisis, de grado y de posgrado, y la frecuentación
de colegas jóvenes, los más expuestos -y a la vez los más
a tiem po- a los efectos de prejuicios pertinaces, de esque­
matismos no cuestionados, de malentendidos sobre los
que -u n a tradición- “da vergüenza” preguntar. No po­
dría ocultar que mi exposición está impregnada de esa
preocupación “pedagógica” (siempre y cuando advirta­
mos que ésta no es una palabra que fuera posible invocar
técnica, inocentemente, siendo una de las palabras más
políticas que existen), así como de las costumbres del tra ­
bajo en el consultorio, bien apto para ser pensado como
un interminable trato con la variación, aun con la más
mínima.
En otro sentido, la intertextualidad psicoanalítica -se
verá el esfuerzo por no incurrir en exclusiones y particio­
nes demasiado groseras, esfuerzo más que seguramente
fallido por los límites del que firma una escritura- a su
vez está pensada en el libro como un juego de variaciones
cuyo tema, por otra parte, no se term ina de ceñir: ya no
estamos en los tiempos en que se creía conocer “el obje­
to” del psicoanálisis. H asta ocurre que eso hace pensar a
algunos en un psicoanálisis sin objeto. Por mi parte, es­
taría dispuesto a pensar que al menos alguna de las di
recciones en que una proposición tal puede emprenderse,
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contiene una promesa de lo más vivificante
Empezaremos por algunos problemas de escritura: el
material -escuchado por mí en posición de supervisor-'
corresponde a una niña de 6 años, presuntam ente psicó-
tica (es el diagnóstico previo que se me comunicó). Lo que
extraje es una secuencia,2 una secuencia que ella repite,
no sólo en el curso de una sesión, sino a lo largo de va­
rias. Tal tenacidad en la repetición la constituye en enig­
ma, pero, como veremos, nos trae algo de más, un azar
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afortunado, proporcionándonos un modelo que nos per­
m itirá abordar una serie de cosas. Escribiré una prime­
ra versión de este modelo bajo la forma, precisamente, de
una secuencia:

Cuerpo -------------- ► espejo---------- pizarrón


madre (hoja)

1. El m aterial me fue narrado en Porto Alegre, en el curso de un


sem inario dictado en 1989, por una colega brasileña cuyo nombre no
he logrado retener. Si esto llega a su lectura, vaya mi agradecimiento.
2. Destaco la palab ra en b astard illa a los efectos de rescatar este
térm ino, que en los textos de W innicott configura un verdadero con­
cepto, sólo que indicado a través de referencias ta n m ínim as, ta n di-
El punto de partida todavía no permite sospechar lo
que sucederá: la niña -que está junto a su madre, pre­
sente en la sesión- comienza por alejarse de ella, sale de
allí. Llega a un espejo, disponible entre los elementos del
consultorio, donde tiene lugar una acción poco habitual:
ha agarrado una tiza y dibuja sobre el espejo algunos de
sus propios rasgos, reduplicando así -pero de una mane­
ra discontinua, fragm entaria- su imagen en él reflejada
(reflejo de conjunto, imagen global que no parece bastar­
le, puesto que intenta ese sobreañadido). Siempre con la
tiza en la mano reanuda su camino hasta detenerse fren­
te a un pizarrón (en mi esquema agregué “hojá” entre pa­
réntesis, porque lo que allí sucede de hecho podría tam ­
bién ocurrir ante una hoja de papel, y, como superficie de
inscripción, el término “hoja” posee un potencial de gene-
' ralización mayor). Ahora frente a este pizarrón, la niña
intenta, hace el gesto, pero fracasa: no consigue trazar ni
la más pequeña raya sobre él; la mano, súbitam ente im­
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potente o invalidada, se detiene y cae antes. M uestra sig­
nos inequívocos de m alestar o de angustia, y acaba por
comerse la tiza. Tras lo cual vuelve al espejo y reinicia su
tarea de copiar rasgos de sí sobre su propia imagen, de la
misma forma discontinua, en fragmentos, como ya seña­
lamos.3 Hecho que la volverá a im pulsar hacia el piza­
rrón, a fracasar de nuevo; el ciclo de idas y venidas entre

sem inadas aquí y allá, que puede entenderse que haya sido inadver­
tido (un excelente lugar p ara encontrarlo un poco m ás explicitado
puede localizarse en un trabajo tardío: en Exploraciones psicoanalíti-
cas, 1.1, Buenos Aires, Paidós, 1991). Por lo menos, caben dos indica­
ciones: 1) que W innicott establece la posibilidad de la construcción de
una secuencia como un logro psíquico fundam ental, pleno de im pli­
cancias patológicas en sus fallos y fracasos, y 2) que el prim er lugar,
el lugar por excelencia, p a ra dicha constitución es el campo del jugar.
Allí es donde el niño tiene la posibilidad de construirla.
3. É ste es un hecho m uy asociable a los dibujos donde el contorno
(por ejemplo, del cuerpo hum ano) es discontinuo, “en flecos”, lo que ha
espejo y pizarrón tenderá a reproducirse indefinidamen­
te, en una circularidad sin aberturas. (En cada ocasión se
repite el,comer la tiza.)
Empezaremos a comentar esta notable observación
con algunas preguntas.
La primera: ¿qué pasa aquí? (para situarnos en un
plano clínico aún elemental pero insoslayable). Aparen­
temente, el comienzo no estaba mal para un niño: ella
había arrancado a p artir del cuerpo m aterno para diri­
girse hacia otro sitio. ¿A p artir de qué momento las cosas
empiezan a andar mal, a complicarse como en una im ­
passe? Dar un principio de respuesta a esto ya obliga a la
complejidad. Por de pronto, porque hay más de un enig­
ma en la extraña secuencia: ¿por qué no consigue hacer
en el pizarrón siquiera una rayita, teniendo una edad en
la que ya encontramos al sujeto encaminado a escribir su
nombre, o al menos ensayando letras?, ¿por qué se come
la tiza como inesperado desenlace de ese fracaso que pa­
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rece sum irla en la angustia?, ¿por qué retorna al espejo?
y, en especial, ¿por qué sobre él sí puede dibujar?, y ¿por
qué este sobreañadido de rasgos superpuestos a los ya
allí reflejados, claram ente ofrecidos a la percepción, com
portamiento éste nada habitual en un niño? Y, suplemen­
to de interrogación: ¿a p artir de qué factores los elemen­
tos de esta secuencia se desencajan?
Antes de seguir adelante con el peso de estas pregun­
tas quizá sea más adecuado inventariar lo que ya tene­
mos, a fin de determ inar con qué contamos para nuestra
inquisición. En principio, tres lugares que la secuencia
planteada delimita, tres lugares cuyo recorrido no culmi­
na en un acto de escritura. El primero es el cuerpo de la

sido señalado como característico en producciones esquizofrénicas. La


afección de la superficie es clara. Véase mi libro E l niño y el signifi­
cante, Buenos Aires, Paidós, 1993; en p articu lar el capítulo 4.
madre', escribirlo así ya trae una multiplicidad y una
multiplicación de resonancias para el psicoanalista, par­
tiendo de un hecho literal: el cuerpo de la madre es el pri­
mer lugar donde vive el mamífero que aquí nos ocupa. Ya
desde Freud este sencillo dato “biológico” provoca un
irresistible entramado de metáforas. Bástanos de mo­
mento recordar que el vivir en el cuerpo de la madre es
un acontecer psíquico y no solamente físico (mantenién­
donos por ahora en estas categorizaciones ya excesiva­
mente deficientes, pero siempre en vigencia en nuestra
cultura, en tanto hacen a sus fundamentos míticos),
acontecer del que un psicoanalista tiene numerosas opor­
tunidades para ocuparse. Más aún, no puede evitar h a­
cerlo, le guste o no. Esto es todavía más válido, y con más
razón, para el psicoanalista que trabaja habitualm ente
con niños.
A continuación reconocemos un segundo lugar, situa­
do en una de las paradas de la niña: el espejo. Sabemos
que desde la introducción en la teoría psicoanalítica del
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concepto de narcisismo, el espejo es un emplazamiento
de extraordinaria importancia en nuestra reflexión.
Por último nombramos como hoja (el pizarrón en la
secuencia clínica) un tercer espacio menos considerado, o
considerado menos abiertam ente por nosotros los psi­
coanalistas. Se tra ta básicamente de la hoja en blanco,
precisemos. La problemática de cómo algo de esta índole
llega a constituirse, ha sido bastante poco examinada.4
Tres lugares pues, y cuatro momentos en este itinera­
rio, considerando que la niña, tras recorrerlos en orden,
vuelve al espejo después de cada fracaso. Aquí la enume­
ración dé los lugares nos presta un prim er servicio, al po­
ner de relieve que, a lo largo de toda la observación, la ni­

4. Aunque ya podemos m encionar un libro como E l niño del d ib u ­


j o de M arisa Rodulfo (Buenos Aires, Paidós, 1992), que se ocupa de
esta y otras cuestiones.
ña nunca vuelve a donde está la madre, no desanda el ca­
mino en su totalidad, se queda en el espejo. Conviene
destacarlo, pues podría ser de otra m anera (incluso se
podría citar abundante m aterial clínico al respecto). No
lo podemos fundam entar ahora pero adelantemos la im­
presión de que tal reversibilidad sería algo bastante más
pobre, h asta nos haría correr el riesgo de no descubrir es­
ta secuencia y estos espacios como sí puede hacerlo una
irregularidad.5
Por otra parte, la m anera misma en que la niña enca­
dena sus pasos lleva a pensar que ella tra ta de resolver
algo en el espejo, algo que le pasa frente al pizarrón.
Vuelve a aquél como si dijera: me olvidé algo allí, voy en
su busca. Esta es una hipótesis de trabajo que no parece
forzar demasiado los hechos.
Pero enunciarla y tra ta r de sostenerla obliga a una
nueva pregunta, de mayor complejidad que las anterio­
res: ¿qué es lo que va a buscar, de vuelta por el espejo?
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Guía nuestra relación con esta nueva pregunta una
apelación al paradigma, de esos que cualquier psicoana­
lista invoca en su tarea. Imaginemos una niña de 6 años
más típica en sus procederes: colocada en una secuencia
así no se detendría tanto ante el espejo (en todo caso, no
para dibujarse en él); en cambio, una vez llegada al piza­
rrón muy plausiblemente dibujaría una pequeña figura
hum ana en él. Se dibujaría, al decir de Dolto. Pero aun
cuando nos rehusáram os a la “violencia” de interpretar
algo en este sentido, quedaría en pie, inamovible, lo si­
guiente: dibujaría muy habitualm ente una figura huma-

5. Sobre este valor de irreg u larid ad en lo que se elige como “mito


de referencia” (y ya no como “ejemplo”), consúltese L évi-Strauss, C.:
Mitológicas, I. Lo crudo y lo cocido, México, FCE, 1972, capítulo I. De
hecho, con esta observación, L évi-Strauss d esb arata toda la “regula­
ridad” clásica que se le pedía a aquello que, en u n a exposición, fun­
cionara como ejemplo.
na (que también muy habitualm ente podríamos recono­
cer como femenina por diversos índices plásticos).
Volviendo a nuestra niña, está suficientemente claro
que ella se ve en el espejo; es más, ve que ella está allí.
Pero también que eso no le basta, lo cual la lleva al pro­
cedimiento de suplir añadiendo fragmentos de sus rasgos
sobre sus rasgos, sin avanzar nunca, no obstante la repe­
tición, al dibujo de la silueta entera.
¿Podríamos entonces conceptualizarlo como que se ve,
sí, pero sin term inar de verse allí, sin la culminación en
“júbilo” (Lacan)?
Quizá nos ayude a clarificar el problema el recurso,
que tan útil ha resultado en psicoanálisis, de distinguir
entre el sentido literal y el figurado o metafórico (oposi­
ción ésta también muy fértil y de mucho empleo en el
análisis estructural). Así sería posible pensar que la ni­
ña se ve en el plano literal, pero falla en algo el verse, el
reconocerse, el encontrarse a sí misma en el plano m eta­
fórico, no term ina de im plantarse del todo “toda” allí. No
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obstante lo cual hay que rescatar cierta posibilidad de
hacer rayas, cierta posibilidad de trazo que respira en el
espejo. Tendremos que interrogarla: el psicoanalista -y
tanto más con pacientes severamente restringidos en su
hacer- debe m antenerse muy atento y cuidadoso ante los
fenómenos de trazo, por mínimos que aparenten ser.
Considerar las cosas desde otro ángulo nos abrirá a
nuevos matices en nuestra interrogación: ella emprende
un camino, digamos un viaje; en esos casos no sólo la co-
tidianeidad, el mito, el cuento, nos enseñan que siempre
el héroe del relato acarrea algo consigo (algo a su vez ne­
cesario para realizar cumplidamente su camino). Pero
aquí hay algo que la niña no puede transportar, y si bien
llega al pizarrón tiza en mano, no ha conseguido llevar
hasta él la posibilidad de dibujar, todo lo que en un pe­
queño de esa edad se m anifiesta de una m anera tan im­
presionante como potencia de trazo. ¿Qué ha sucedido
para que este acarrear fracase de semejante modo?
¿Y tiene que ver con esto el que la tiza sufra tan extra­
ño tratam iento al cabo del trayecto? Pongámoslo así: en
el segmento que media del espejo al pizarrón, la tiza ex­
perimenta una devaluación en su estatuto de ente: de
medio de escritura a objeto consumido bajo todos los sig­
nos de la desolación, desolación todavía redoblada cuan­
do la niña la come; ¿no es la soledad más extrema el que­
darse privado de todo instrum ento de escritura? Tamaña
capitulación podemos desplegarla con más precisión de
la siguiente manera: donde debía emerger el gesto de la
mano que traza, determinando con su acto la constitu­
ción de un espacio nuevo, habitualm ente oculto, recu­
bierto por la m iríada de garabatos que en verdad tejen su
tram a, tiene lugar -e n cambio- un comportamiento oral
harto más antiguo. El gasto de la tiza no deja un exce­
dente de escritura.
Pero esta inesperada reaparición del elemento oral,
¿no nos conduce por sí misma a la relación y al espacio
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del cuerpo de ja madre donde aquella pulsión se enclava
tan firmemente?
Entonces, si esto es así, desembocamos en una nueva
pregunta fundam ental para nuestro examen de la situa­
ción (y para el desarrollo que a partir de ella queremos
hacer): ¿qué es lo que no comió de la madre, en la madre,
con la madre, que debe ahora restituir comiéndose la ti­
za?, ¿qué es lo que no comió de la madre que hacía falta
para hacer trazo sobre el pizarrón?
(Conviene tener presente, además, que la respuesta
de la niña ante aquél es de lejos el momento de mayor in­
tensidad afectiva de toda la secuencia. La angustia y la
desolación testimonian que la niña es consciente a su
m anera de su fracaso, lo cual es congruente con los es­
fuerzos vanos para regresar a él en otra posición, por
arreglar su estatuto. Es tan cierto que no lo logra como
que de eso se duele.)
Nuevas preguntas que necesitamos acarrear, teniendo
en cuenta que no soltarlas ni perderlas de vista nos va a
llevar por un extenso y nada recto camino.
Podemos proseguir estos juegos de acercamiento (que
se van variando entre sí)6 planteándolo ahora de esta
manera: el pizarrón deviene para la niña un muro impe­
netrable, contra el cual se estrella silenciosamente, en
lugar de funcionar como una superficie abierta al trazo.
Un muro que se opaca. Comparemos esta escena con la
de cualquier niño sorprendido por el acontecimiento, que
accidentalmente ha causado, de una hoja de papel ma-
marracheada, atiborrada de rayas: vemos cómo el cuerpo
flexible de esa hoja se ilumina para él con la alegría del
descubrimiento (y retengamos aquí este afecto por exce­
lencia, de tan ta trascendencia como el de la angustia en
la subjetivación, sólo que muy descuidado por el psicoaná­
lisis).7
Digamos que, mucho más allá de la anécdota, nos
guiarnos por esta capacidad de un niño para dejar mar­
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cas, huellas de su paso, en toda evaluación que de él ha­
gamos. La mejor “definición” que la experiencia y la pers-
pectiva'psicoanalítica puede enunciar de la subjetividad

6. Es preciso explicitar esta referencia a la variación como proce­


dim iento fundam ental de la m úsica (podría decirse que el hecho m u­
sical consiste, emerge, nace con la variación m ás o menos sistem ática
de una secuencia sonora); el m ovim iento de giro que en este capítulo
va produciendo preguntas en torno de la secuencia clínica punto de
partida transfiere este resorte de la variación a otro campo, y no por
mero azar metodológico: he insistido sobre la textualidad musical de
lo que llam am os el inconsciente, y desde hace mucho; véase mi tra b a ­
jo “Cinco piezas fáciles”, de 1979, convertido con el tiem po en un ca­
pítulo de mi libro Estudios clínicos (Buenos Aires, Paidós, 1992). P a r­
ticularm ente toda la problem ática de la diferencia repetición se deja
abordar m ás eficazm ente en un sólo térm ino, precisam ente, el de va­
riación.
7. Elementos p a ra su b san ar este descuido histórico, en mí peque­
ño estudio “El juego del hum or”, Revista de E P SIB A , n° 2, 1995.
emergente es describiendo a un ser que deja marcas por
todos lados; en los oídos que perfora el grito, a través de
los objetos que arroja, que rompe, que hace sonar, en las
composiciones heteróclitas de lo que ju n ta (la baba o el
moco en el chiche y ya parte del chiche), vale decir, m u­
cho antes del acto “inaugural” de las rayas en el papel, y
por muchos otros medios (de escritura). El mismo llam a­
do del niño -que el psicoanálisis hizo célebre como de­
manda, aunque no es del todo igual- nos deja una hue­
lla del amor que nos pide, bajo la forma de la extracción
más feroz. (Ferocidad de la extracción inm ortalizada por
Melanie Klein, neutralizada en los retratos contemporá
neos del niño donde la psicología se desenfrena en lo que
Winnicott condenaba con el nombre de “sentim entalis­
mo”.) Ahora bien, este curso de pensamiento ha de califi­
car como algo verdaderamente grave el que un niño no
encuentre el modo de m arcar una superficie, valga el ca­
so de la del pizarrón, una vez cumplidas determinadas
condiciones de edad y de funciones de contexto/
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Evocamos por contraste asociativo esa figura popular
(y psiquiátrica) del loco golpeando su cabeza contra el
muro, justo en la medida -estam os ahora en condiciones
de escribir- en que la mano no atina a esculpir la carne
en la pared. Entonces se estrella. Lo que el vocabulario
lacaniano coñceptualiza pasaje al acto se esclarece por
este sesgo: al no ser posible escribir algo en la forma de
una huella, marca, trazo, sobre una superficie que se de­
ja penetrar, el intento extremo, ciego y desesperado es es­
cribirlo con el cuerpo sobre el cuerpo, así sea estrellándo­
lo desde un balcón (Lacan había señalado la función del

8. La secuencia de “la n iñ a de la tiz a ” tam bién puede cotejarse,


con ventaja, con el modelo de la “situación fija” de W innicott, a su vez
vuelto a desplegar por m í en otro capítulo del libro citado en la nota
6: “De las fobias universales a la función universal de la fobia”. P a r­
ticularm ente, el ángulo del agarrar, profundam ente socavado en esta
niña, si uno deja a trá s u n enfoque conductista.
marco de la ventana en la defenestración suicida; agre­
garía que ese marco de ventana le acude a él porque no
es un muro y deja pasar aunque más no sea la muerte),9
lo que debe ponerse en relación con un elemento que, an­
teriormente a este pasaje al acto, funcionó como un muro
opaco a toda escritura.
La problemática de si algo funciona o no como super­
ficie de inscripción es comentada por otro paciente niño
de una m anera que permite el registro de un aspecto di­
ferente. Se plantea como la apertura de un cuerpo que
permanece cerrado. El paciente, niño también, dedica
gran número y gran parte de sus sesiones a practicar un
orificio en una m asa compacta y grande de plastilina. P a­
ra su edad, esto es duro “en serio”. M ientras lo hace, no
faltan comentarios asociativos: esta gran m asa está com­
puesta de m ateriales radiactivos, sintéticos, extraterres­
tres, en todo caso invariablemente de una naturaleza
muy particular, extraña u hostil al trazo. Los agujeros
que en ella se logren hacer, son siempre insatisfactorios
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desde el punto de vista del deseo de dejar marcas.

Introduciremos a continuación un fragmento de m ate­


rial de otro paciente, en este caso tratado por mí. Para
este niño, el espacio “hoja de papel” es accesible en pri­
mera instancia, pero su dificultad se ciñe a una acentua­
da demora en prenderse a la lectoescritura. La primera
reacción llam ativa al respecto, ya en el curso de su aná­
lisis, es romper en minuciosos pedacitos una hoja sobre
la cual no había conseguido escribir letras identificables
como tales. Esto es pensable para nosotros como una
transformación del comerse la tiza:

9, Lacan, J.: Seminario. La a n g u stia, Buenos Aires, Escuela Freu-


diana de Buenos Aires, 1986.
comerse la tiza => romper la hoja
(medio de escritura) (espacio de escritura)

comportamiento oral => comportamiento sádico-


m uscular (o anal!

¿Se tra ta de una puesta en acto de algo roto en él, que


así se espeja en la destrucción en pequeños trozos de la
hoja? Leerlo así, en todo caso, da al hecho una trascen­
dencia muy otra que la de una “conducta” adaptativa-
mente poco exitosa. (Como decir que, entre las terapias,
sólo el psicoanálisis se abstiene de hanalizar estas pro­
blemáticas de escritura y otorgarles todo su estatuto en
tanto tales.)
Prosigamos con la asociación de diversos m ateriales a
este naciente paradigma; no dejamos de hacer una mo­
desta “aplicación” del método inventado por Freud a par­
tir de La interpretación de los sueños, consistente en la
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contraposición diferencial: el prim er paso es acumular
m ateriales fragmentarios descansando en la suposición
de que se van a interpretar los unos a los otros.10Esta vez
se tra ta de un niño que deja escrito esto en el pizarrón:

10. E n el capítulo IV de esa obra, poco antes del sueño del “tío Jo­
sé”, F reu d caracteriza este procedim iento como el de agregar a una
dificultad otra nueva, esperando cierto efecto de retroacción. Más
adelante, en las páginas del capítulo VI consagradas al simbolismo
onírico, F reud extrem a esa acum ulación exasperando las yuxtaposi­
ciones. La confianza en el efecto de ilum inación así producido -s in
Es un niño de 5 años a lá sazón, en análisis por una
neurosis fóbica de envergadura. Según él, lo hecho se lla­
ma “pasto montañoso”. Es de hacer notar la direccionali-
dad de un movimiento por el cual lo que empezó siendo
un garabato -o un mamarracho, según se lo conoce entre
nosotros- va virando hacia la forma de letras definidas.
En este sentido, el niño se va adentrando en la hoja, se
establece con creciente firmeza en ella, al pasar de las
curvaturas indeterm inadas del trazo de garabato a la
precisión que requiere la confección de una letra por to­
dos reconocible.
Consideremos ahora lo siguiente:

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También producto de un niño aún en los 5 años. Aquí


los arabescos del garabato desembocan en una culmina­
ción inesperada, el “yo” que -sin solución de continuidad
alguña- emerge de ellos. Como en el caso del “pasto mon-

que apenas tenga que intervenir el “au to r”, “rebajado” al oficio de


compilador de sueños-, es explicitada por Freud. Muchos años más
tarde (1964) L évi-Strauss su b ray ará que los m itos se in te rp retan en­
tre sí.
tañoso” (pero de m anera más intensa y acusada) el m a­
terial nos indica un camino, hecho de pasos de adquisi­
ciones, que nuestra niña de la tiza no ha podido recorrer.
Conviene detenerse un poco en la factura del trazado:
el niño empieza por abajo hasta llegar al “yo” en lo alto:
de ser la hoja un espejo, este “yo” correspondería aproxi­
madamente al emplazamiento del rostro en él, es decir, a
la zona corporal más intensam ente subjetivada. Vale la
pena proporcionar alguna contextuación a su dibujo: es
un niño de 5 años que no presenta ninguna neurosis de­
clarada, no como el anterior; la inquietud que lleva a los
padres a consultar es su percepción de un esfuerzo del hi­
jo por asum ir actitudes de “grande”, nótase esto en el so-
bredimensionamiento de su vocabulario así como en pos­
turas de relacionamiento; en una de las prim eras
entrevistas me preguntó sobre mi actividad analítica (los
padres eran colegas) afectando los tics de un par. (Había
que sopesar todo esto cuidadosamente, para no m altra­
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tar o desconsiderar los elementos de genuina precocidad
de los que un niño de esta modalidad suele estar dotado.)
Por otra parte, observé que, al lado de las letras que ya
sabía hacer, inventaba otras que reem plazaban las que
aún desconocía, cosa que no quería reconocer, racionali­
zándolo todo con un “me gusta más inventar”. Una acti­
tud de esta índole, no siendo superada, puede dar lugar
a futuras impasses en el aprendizaje, si el niño se obsti­
na en experimentar el no saber como una mortificación
humillante.
Estas son las condiciones iniciales. El garabato en
cuestión llega unos meses después, cuando, con 5 años
aún, ha comenzado la escuela primaria. Empiezo a notar
que la sesión se llena de garabatos y de otros juegos de
“rincón” típicos del jardín (hasta entonces había rechaza­
do, con un “no es eso, te equivocaste”, todas las interpre­
taciones y señalamientos que apuntaran a un duelo, a un
trabajo de despedida no exento de nostalgias y ambiva­
lencia en cuanto al período de su vida que iba dejando
atrás). En alguna ocasión, estas actividades las comentó
con un “es lindo hacer esto”; acompañé este proceso plan­
teándolo ¿orno una búsqueda de lo lúdico en él, como un
m antener los puentes intactos y despejados con la fuen­
te de donde salen los mamarrachos. Lo peor que le pue­
de ocurrir a un niño (más aún con las tendencias mencio­
nadas) es que lo que llamamos “crecimiento” (cuando no,
“rendimiento”) quede separado, en el sentido de la repre­
sión, de lo informe potencial en la subjetividad hum ana.11
Peor aún cuando esa disyunción es la plataforma de erec­
ción de una “brillantez” fálica que colma los deseos de no
pocos adultos.
Precisamente puede leerse esa trayectoria donde el
garabato conduce ya a los trazos de la lectoescritura co­
mo una tentativa de integración que ju n ta lo nuevo en
emergencia y adquisición con la rica práctica tem prana
del garabato, plasmación de lo informe si la hay. Acen­
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tuada aquélla por su culminación no en cualquier térm i­
no: el “yo” corona la entera operación (si no nos lim ita­
mos a homologarlo con el yo de la segunda tópica
freudiana; sería un error grande, no apreciaríamos la
conquista que el niño lleva a cabo) significando su estoy-
ahí, su ser-ahí-subjetivo implicado en juego en esos tra ­
zos y sobre todo en la articulación “sintética” que reali­
zan.1- La conjunción de trazo m am arracheado con letra
de código nos enseña de dónde salen las letras ae la lec-

11. Recojamos cuidadosam ente este térm ino de W innicott -cuya


función estratégica no es equivalente al del ello freudiaño y sí puede
acercarse m ás al últim o real en L acan-; lo prim ero es procurar leerlo
no ligeram ente. Remito a las prim eras páginas de Realidad y juego
(Barcelona, Gedisa, 1982), haciendo la salvedad de una traducción no
siem pré satisfactoria.
12. “S intética” a condición de; a) alejarse de la noción banal de un
“resum en”, de un comprimido; b) tam bién de la noción no menos ba­
toescritura, de ese tejido de garabatos, de ese tejido infor­
me garabateante que ya es otra escritura y que a su vez
nos enviará a escrituras más antiguas aún, según vere­
mos. Y el éxito de este niño es verse allí, en el “yo” de ga­
rabatos que ha logrado trazar, pero esto quiere decir que
el pizarrón, sin dejar de funcionar como pizarrón, se ha
transformado en un espejo.
La niña que nos ha enseñado la secuencia inicial no
conseguía reconocerse en algún trazo propio sobre aquél,
ni, por otra parte, había concluido su dibujarse en el es­
pejo. El niño del “yo” garabato, en cambio, no necesita del
paso por éste; ya juega con m irarse en esos otros trazos.
Su escritura del “yo” al cabo de los laberintos informes
debemos asimilarla, en su estructura, a la de un niño
más pequeño diciendo “nene” con alegría ante una super­
ficie especular.13En el mismo punto en que la prim era ni­
ña practica el consumo oral de la tiza, él se enunda y se
ve “yo” (garabato). Sumados, ambos nos interrogan:
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¿Guántas cosas hubo que escribir (y que no solemos pen­
sar como escrituras por un prejuicio logocéntrico que
“angosta” este término -reducción de la escritura a la es­
critura fonética, que duplicaría la voz-) antes de poder
escribir este singular “yo” jeroglificado en lo informe de
los trazados más espontáneos?

nal de ju n ta r sin conflicto, “superando” el conflicto; c) enlazarse al


sentido kantiano, donde escribir “síntesis” o “sintético” es tan to como
reconocer la formación de u n a diferencia, entonces, la aparición de al­
go nuevo, no contenido en los elem entos precedentes. Pero ésta es to­
da una m eta en el trabajo psicoanalítico, a ella va la interpretación en
lo que ap u n ta a suscitar en el trabajo asociativo del paciente.
13. M arisa Rodulfo ha hecho n o tar cómo este dibujo del yo-gara-
bato conjuga bellam ente las instancias del “moi" y del “je ”, según La­
can las h a conceptualizado, al poner enju eg o u n a imago de reconoci­
miento en sim ultaneidad con u n a instancia, y u na práctica, de
enunciación.
(Simultáneamente, estas diferencias se ofrecen a los
juegos -y a las necesidades- del diagnóstico diferencial
en psicoanálisis.)
Volviendo a los términos del pequeño dispositivo pro­
puesto, los escribiremos designando lugares. Nos intere­
sarán e involucrarán como psicoanalistas no por su cali­
dad de “objetos” m ateriales sino por la de lugares donde
el sujeto ha de aposentarse: en su marcha, en sus proce­
sos de estructuración, el sujeto ha de poder vivir en ellos,
necesidad para esa “estructuración” sea lo que fuere.
(Nos cuidaremos de “entender” muy rápidam ente un vo­
cablo como éste). Más todavía: ha de conseguir articular­
los, ponerlos en injunción,14 pues no es tan simple como
que habitar uno sucede a dejar de habitar otro. Por lo
pronto, manejaremos la hipótesis de que los tres lugares
conocen un despliegue en la diacronía -es decir una “his­
toria”, incluso una “cronología”- a la vez que, tras un pe­
ríodo breve en apariencia pero densísimo en sus trabajos,
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un régimen de por vida de coexistencia, de despliegue
sincrónico.
Aun nuestra niña de la tiza, en su desgracia, nos en­
seña álgo de más, considerablemente más difícil para
quien no cuente con la perspectiva psicoanalítica (no só­
lo ni mucho menos la “teórica”, sino la . que resulta del
trabajo cotidiano del psicoanalista): cuando ella amaga
esos trazos sobre el espejo que ora reduplican una ceja,
ora algo de su nariz, etcétera, nos revela que, en el fondo
que nunca se va al fondo, un trazo es un trozo de carne.

14. Injunción tiene la ventaja de valorizar u n a plu ra lid a d informe


sincrónica, no som etida al principio de no contradicción ni a los re­
querim ientos que se exigen p a ra pensar en un “sistem a”, es decir, una
serie de prescripciones de conjunción. Tampoco está regida por oposi­
ciones. Pero “viene todo ju n to ”, y eso no es obviable, salvo al precio de
simplificar. Véase D errida, J.: Spectres de M arx, París, Galilée, 1993;
en particular el capítulo I.
Hay efectivamente un trozo de carne que la niña no con­
sigue, con toda su insistencia, llevar y colocar -tra n s ­
puesto- en la espesura del pizarrón.
También prefiero formular esto por la vía de una nue­
va pregunta, la cuarta si numeramos:

1) ¿qué pasaba allí, ante el pizarrón-hoja de papel?;


2) ¿por qué iba a buscar al espejo y qué?)
3) ¿qué no comido del lugar madre se ha tenido que co­
mer en la tiza?, y
4) ahora: ¿por qué los niños tienen que hacer caricias,
tienen que tocar?

Esta cuarta pregunta nos instala de lleno en el cuerpo


de Iq, madre, territorio por excelencia del acontecimiento
del acariciar, y que el niño procura recibir lo mismo que
dar. Como psicoanalistas sabemos que debemos saber
hacer estas preguntas, sin contentarnos con afirmacio­
nes triviales al estilo de que “expresa afecto” o “necesita
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recibir afecto”, etcétera. Aun sin desdeñar esa referencia
habitual, apenas si nos deja entrever la punta de un tém ­
pano de insospechadas dimensiones. Pues cosas más
esenciales se juegan en este juego. El niño “hace” decir­
nos, o “le hacen” (verbo aquí pleno de sugerencias), pe­
llizca, hunde el dedo, toca y agarra, sobre el cuerpo de la
madre -del Otro, podríamos tam bién escribir- porque
tiene que aposentarse allí, ése es su trabajo de aposenta­
miento. También, esos acariciares van a constituir la m a­
triz de sus futuros trazos.
Lo h asta aquí expuesto testifica lo que entiendo por
trabajar un m aterial psicoanalíticamente, lo que he con-
ceptualizado poco a poco bajo el nombre de estudio clíni­
co.15No he escrito para empezar al comienzo, exponiendo

15. Véase mi E studios clínicos (ob. cit.), donde este enfoque, soste­
nido a lo largo de diversos capítulos, titu la finalm ente el libro.
en torno a un “ejemplo”; he evitado incluso, deliberada­
mente, escribir “por ejemplo”, “un ejemplo de esta...”, no
he convertido a la niña de la tiza, para añadir a sus des­
gracias, en un ejemplo de la entidad nosológica “psicosis
infantil”. Si se quiere, he seguido cierto sendero que po­
dría -si el psicoanálisis no se hubiera entregado tan irre­
flexivamente a una política de la disociación teoría/prác­
tica que no sólo no inventó sino que ha desarrollado
elementos para cuestionar- constituirse en tradición, si
recordamos ciertas observaciones críticas de Freud sobre
el caso “ejemplar”, a la entrada del análisis fragmentario
de una histeria. (Y de hecho, pese a contumaces dogma­
tismos y cerrazones, los historiales freudianos, en su es­
critura, tienen todo que ver con esta idea de estudio y
muy poco con la rutina del ejemplo).
Una tradición más difundida pero a nuestro entender
difícilmente recomendable en psicoanálisis parece confir­
mar este punto de vista: en ella, el hueco que se deja en­
tre teoría y práctica se sutura, falsamente, con un ejem­
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plo. Y he aquí la tradición de siempre, los mismos
ejemplos que en otro lugar me llevaron a evocar la im a­
gen de un museo y que mereciera de Luis Hornstein la
comparación con una clínica pervertida en anatom ía pa­
tológica, perennemente disecando a “Juanito”, “Dora”,
etcétera.
Parecería más atinado que una disciplina empeñada
en continuar viviendo se aboque a considerar más las
producciones de gente que está tratando de vivir. Y que se
vuelva más atenta a sus producciones genuinas: en este
caso, el término “m aterial” sí es bien específico del psi­
coanálisis, y tiende a conjurar la escisión teoría/práctica
que el ejemplo ejemplifica. El material no ilustra: plantea
problemas, da a pensar, sobre todo es capaz de dar a pen­
sar lo no pensado por la teoría y sobre todo si lo respeta­
mos verdaderamente como tal, resiste la “aplicación” de
la teoría que de inmediato lo volvería cristalino y manso.
Estas mismas consideraciones explican que no haya­
mos atiborrado precipitadamente estos fragmentos clíni­
cos con la terminología propia de alguna burocracia psi-
coanalítica. En cambio, invitarán al recorrido que
empezamos a emprender, vocablos no de tipo técnico que
han sido sujetos a enumeración, cuyo peso iremos entre­
viendo de a poco, de a paso. Muy señaladam ente, lá “me­
táfora” del camino, eje de la secuencia extraída para usar
de modelo en nuestro estudio. También, por supuesto, los
que designan diversos lugares cuyas condiciones de pro­
ducción, funcionamiento y estatuto están aún lejos de
una suficiente elucidación. Y aun las cosas que en esos
espacios acontecen: el niño que esboza la más simple de
las rayas nos lleva a preguntar, cuando no nos ahogan
las “líneas”, “por ejemplo”: ¿qué decisivas operaciones es­
tán enjuego cuando se trata, nada menos, que de esto: de
hacer una raya? Serán elementos éstos que nos "reten­
drán por mucho tiempo.
No podríamos concluir adecuadamente este capítulo
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sin recordar la conexión de todo lo en él expuesto con una
“vieja” pregunta escrita en el libro que coescribimos con
M arisa Rodulfo:16 ¿dónde viven los niños?, ¿y merced a
qué trabajos? (Se evidencia ya cómo la niña de la tiza no
logra vivir en un pizarrón o en una hoja de papel, en
aquel espacio ligado al trabajo del trazo.) El “yo” con que
su congénere sabe llevar a su apoteosis el garabato que
ha emprendido vale como elemento de dilucidación de su
posibilidad como de su potencia para existir allí (mucho
más que para “aprender” a escribir).
De estas preguntas derivan consecuentemente otras:
¿qué conflictos afronta un niño en el lugar donde se alo­
ja, en cada uno de los sitios donde su subjetividad se em­
plaza? Pero no queremos apresurarnos a olvidar aquellas
primeras.
16. Rodulfo, M arisa y Rodulfo, Ricardo: Clínica psicoanalítica con
niños: una introducción, Buenos Aires, Lugar Editorial, 1986.
Cuerpo materno--------- ► espejo —----»*- pizarrón
(hoja)

Volvemos a insertar el modelo que hemos abstraído de


la situación clínica descripta porque nos va a interesar
sostenerlo y tra ta r de desarrollarlo. Después de todo, en
el psicoanálisis se ha echado mano a modelos del más di­
verso tipo y extracción, hidráulicos, mecánicos, biológi­
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cos, lingüísticos, comunicacionales, etcétera. No nos vie­
ne mal probar con uno puram ente clínico y narrativo, por
así decirlo (como en aquellos cuentos donde el héroe em­
prende un viaje), y nacido en el seno mismo de nuestra
práctica. Claro que apelar a la narración conlleva todos
los riesgos de no sobrepasar el plano de lo mítico, pero a
esto podemos responder haciendo notar que, por lo me­
nos, en este caso el riesgo está a la vista, lo que no suele
suceder qon los otros, especialmente con los que vienen
recargados con emblemas de cientificidad.
Junto a esto, una segunda nota prelim inar para agre­
gar algo a lo escrito más arriba acerca del “género” que
hemos bautizado estud o clínico. No le damos ese nombre
pensando en su contenido, en su tem ática dominante: lo
esencial reside en la m anera de contar y de pensar que
hemos adoptado, la cual creemos más es congruente con
el particular decurso del tratam iento psicoanalítico, y
sus flujos y reflujos en contadísima excepción y por muy
corto trecho lineales, y con las particularidades del tra ­
bajo de pensamiento del analista, que en general no se
parece mucho a lo que suele llam arse “lógica”. Sinuosi­
dad es una palabra que conviene como pocas al estudio
clínico y a toda escritura propensa a m antenerse fiel y lo
más próxima posible al psicoanálisis, no sólo como méto­
do, sino más abarcativamente, como actitud.
Entonces, si esto es así, no nos queda otro remedio que
seguir desplegando preguntas, m aterial tras m aterial,
sin respuesta inmediata; más aún, evitando (como por
precaución metodológica) caer en cualquier ping-pong de
preguntad-respuesta: he aquí el abe de la forma psicoana­
lítica de procesamiento de m ateriales, tampoco asim ila­
ble a lá aplicación de un molde sobre una masa. En todo
caso, del amasar, del amasado irá deviniendo la concep-
tualización. En el estudio se procura reproducir cierto
modo de la marcha que afrontamos como podemos coti­
dianamente en el consultorio.
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Con estas reservas, no obstante, una conclusión se
desprende de lo desarrollado en el prim er capítulo: de no
haber un niño que lo invista, lo invente como tal, un pi­
zarrón, una hoja de papel, no es más que una “cosa” iner­
te entre las demás cosas. Sólo por una suerte de ilusión
óptica -d ad a por la perspectiva adultocéntrica del obser­
vador- preexiste al niño. Y aun cuando pueda fundamen­
tarse una precedencia, no menoscaba en nada lo inelimi-
nable: un niño la hace hoja al aposentarse allí.1
Esto mismo nos procura cierta idea general de hacia
dónde apuntar el proceso de la cura en una niña como la
de la tiza. Sería perder el tiempo interpretar “significa­
dos” del pizarrón que determ inarían su extraño compor­
tamiento: hay que lograr que consiga ocuparlo, que se

1. Desarrollo de una de las paradojas de W innicott: el niño crea lo


que encuentra o lo que se le ofrece desde el Otro. Véase R ealidad y
juego, Barcelona, Gedisa, 1982.
vuelva habitable para ella. H abitar un lugar, toscamen­
te expresado, es poner cosas propias ahí, pero el punto es
que esto no se hace sin profundas modificaciones subjeti­
vas en quien los pone ahí. El trazado de una raya produ­
ce un impacto estructurante en el “sujeto” de la opera­
ción. (Las comillas van por cuenta de que ésta no se
ajusta a los cánones occidentales en cuanto al par suje­
to/objeto.) Justificamos en todo esto nuestra hipótesis de
que la cura no debe obstinarse en “descubrir” qué signi­
fica “inconscientemente” el pizarrón y sí dirigirse a que
signifique algo para ella: no importa qué, m ientras sirva
como superficie de inscripción.
Segunda proposición: la m anera que un niño tiene -la
única consistente- de aposentarse en un lugar es a tra ­
vés de las m arcas que hace y deja en él. El niño es un ser
marcante, ser de marca, demarcado por las marcas que
es capaz de escribir. En la práctica, allí comienza ciérta
evaluación diagnóstica.2 Luego, toda una forma de m ati­
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ces en la relación con este marcar nos irá permitiendo
aproximaciones más finas y hasta el uso de categorías
psicopatológicas, de ser necesario.
Supongamos, por ejemplo, que entramos en un consul­
torio de donde acaba de irse un niño razonablemente pe­
queño (4 o 5 años), y supongamos que no encontramos
nada desparramado por el suelo, los juguetes “en su lu­
gar” (donde no lo son); tampoco encontramos hojas dibu­
jadas o plastilina moldeada o fragmentada: enseguida el
asunto nos obligaría a descartar que ocurra por lo menos
algo de una inhibición considerable. Tendremos que ocu­
parnos de una suposición así.

2. D esarrollam os así la interrogación de “¿en qué trabajo anda?”


propuesta en nuestro prim er libro en común: Rodulfo, M arisa y Ro­
dulfo, Ricardo, Clínica psicoanalítica con niños y adolescentes: una in ­
troducción, Buenos Aires, L ugar E ditorial, 1986.
Si Lacan señalaba hace muchos años3 el interés es­
pontáneamente disparado del niño por el mito y el cuen­
to, otro tanto -pero más temprano aú n - se comprueba
respecto a su inm ediata disposición libidinal hacia todo
lo que tenga que ver con la m arca y la acción de marcar.
Una confirmación cuasi experimental de esto la tuve un
día en que, ya no recuerdo por qué razones, olvidé en mi
consultorio de niños un sello ya en desuso (pero con tin­
ta). Cada uno de los niños que vi esa tarde reparó en él y
lo usó a su manera, según estilos, posibilidades y proble­
máticas a menudo limitativas: estuvo el que en torno a él
montó una escena de juego de oficina y estuvo el que lo
empleó toscamente sellando a diestra y siniestra: pero a
ninguno le fue indiferente y me asombró en todos los ca­
sos la velocidad con que todos repararan en él. Tanto así
que a partir de aquel día el sello quedó incorporado al
“elenco” de objetos del consultorio; los niños le habían
otorgado un estatuto que sobrepasaba lo accidental de su
inclusión. (Si lo queremos, lo mío podría leerse como un
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acto fallido: la convergencia más im portante con éste es
que ¿no se tra ta acaso de pequeñas marcas en la psicopa-
tolbgía de la vida cotidiana?, ¿no se tra ta de marcas m ar­
ginales como las del objeto roto u olvidado?, ¿y no pensa­
mos que cuanto más marginal e imprevista la marca,
más intenso el índice de subjetividad que encarna?)
El “yo” saliendo del garabato en otro de los materiales
expuestos es pensable como una de las culminaciones y
decantaciones, complejas decantaciones, de esos laberin­
tos de marcas. Una incursión en otras edades -como pa­
ra no creernos que esto concierne solamente al niño- nos
ofrece lo siguiente: un paciente adulto que acaba de es­
cribir un trabajo de su especialidad (de un nivel de abs­

3. Camino que va del pictograraa al significante en mi libro E stu ­


dios clínicos: de un tipo de escritura a otro, p ara soslayar el m item a
de la “profundidad” en Freud y en Jung.
tracción muy alejado de los asuntos humanos) -hecho
además im portante porque implicaba vencer tenaces di­
ficultades y resistencias para participar de la vida cien­
tífica de su campo escribiendo y publicando-, se refiere a
ello diciendo en sesión “me vi reflejado en lo que escri­
bí...”. Ahora estamos en condiciones de evaluar la inm en­
sa utilidad que el trabajo con niños y con adolescentes
tiene para el mismo trabajo con pacientes adultos, siem­
pre que sepamos acarrear elementos de un campo a otro.
Después de ese “yo” dibujado en la punta de un m am a­
rracho, ya 110 podríamos contentarnos con declarar el co­
mentario del paciente de más edad como una m era figu­
ra retórica, de hecho fuertemente convencionalizada, un
simple modo de decir. Hay que aceptar pensar, en cam­
bio, que, abstracto como es, el texto de su trabajo dibuja
su “yo” implantado en esas páginas para él.
Resortes apasionantes del trabajo analítico con el ni­
ño: su práctica nos enseña cómo aquella locución a la
cual sólo le concedíamos valor en sentido figurado, en la
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figura retórica de la “metáfora”, valor de “comparación”
(nociones, según se ve, propias del sistema preconscien-
te), en lo inconsciente revela tener otro tipo de atadura
(Bindung) umbilicada a una literalidad carnal irreducti­
ble a un epifenómeno de lenguaje (en la concepción tra ­
dicional que imagina el lenguaje al modo de un revesti­
miento superestructural). Los usos del niño son la
verdad de los “usos de lenguaje”,
¿Cómo se hace esto, por qué medios un niño, en prin­
cipio apenas si aposentado en el cuerpo de la madre, luego
de aprender a reconocerse en el espejo, sólo y acompaña­
do, va a parar a un medio tan distinto, tan heterogéneo
a los anteriores como parece serlo una hoja de papel o su­
perficie de inscripción similar (como según lo veremos,
una mesa de trabajo o aun un rincón en el suelo donde se
despliega una geografía con diversos juguetes)? Aquí es
donde no basta con la afirmación de que “ingresa en lo
simbólico”, de una generalidad tan vaga que no puede
orientarnos en ningún punto concreto de trabajo, equiva­
lente a la invocación, en otras épocas, al “instinto de con­
servación” o al “instinto m aternal”, aunque se presente
bendecida por el “estructuralism o”. Insiste el ¿cómo reco­
rre este camino, merced a qué medios?
Necesitamos ahora de un nuevo salto para poder va­
lernos de elementos propios de lo musical. No figura en
la bastante m atizada enumeración que Freud proponía
en El análisis profano, ni en ninguna que se haya hecho
después (dentro de las referencias de que disponemos),
pero lo cierto es que un cierto grado de formación en mú­
sica, y particularm ente en cuestiones de escritura y de
estructura musical, vendría muy bien a la labor teórica y
a la clínica del psicoanalista. Según insistiré en m ostrar­
lo, el inconsciente “es” (puede ser muy estrechamente
aproximado) un fenómeno musical, sobre todo en referen­
cia a la música occidental,^especificada por un tejido po­
lifónico que lleva la sincronía a insospechados espesores.4
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Por eso mismo, el conocimiento de la tram a de lo musical
es una guía inapreciable cuando debemos enfrentar al­
gunos de los problemas teóricos (y de los enigmas clíni­
cos que los causan) más arduos en nuestro propio campo.
De todos modos, aunque esa formación falte, quien
más quien menos tiene sus aficiones musicales y ya sea

4. U na fundam entación teórica extrem adam ente rigurosa de esto


en otro terreno y sobre otro objeto teórico -p e ro un objeto teórico muy
en resonancia con el del psicoanálisis- la lleva a cabo Lévi-Strauss en
la obertura y en el final de las Mitológicas (tomos I y IV respectiva­
m ente, México, FCE, 1972), cuando utiliza los grandes géneros m usi­
cales de Occidente p ara estu d iar la tra m a in tern a del mito, lo cual,
por lo demás, insiste y retom a a lo largo de toda esa obra m onum en­
tal, y nunca analógicam ente ni por som eterse a un “modelo” extrínse­
co al asunto. No. Lévi-Strauss puede llegar a dem ostrar que un mito
o un conjunto mítico está escrito de los mismos procedim ientos que un
rondó o u n a fuga, según el caso. De p u n ta a pu nta, los cuatro tomos
son un gigantesco tem a con variazioni.
escuchando una orquesta sinfónica, un conjunto de rock
o sólo un piano ha percibido seguramente que siempre
hay un bajo en nuestra escritura musical. El lego -sobre
todo si su intuición para la escucha espontánea de m ati­
ces no es muy grande- le prestará muy poca atención,
tenderá a considerarlo como algo superfluo o secundario.
Si rebasamos esa actitud superficial estaremos en condi­
ciones de preguntar, menos rutinariam ente: ¿por qué
siempre tiene que haber un bajo? ¿Qué hace necesaria,
por ejemplo, la presencia de ese enorme contrabajo emi­
tiendo sonidos sordos sin ningún protagonismo? ¿Qué
función viene a cumplir? ¿Es' una m era burocracia, iner­
cia de hábitos sin sentido? ¿Qué razones, si las hay, dan
cuenta de esa invisibilidad constante, que nunca se gana
los aplausos?
Hemos de ju n tar todas estas preguntas con la qu% re­
sumiera nuestra hipótesis actual sobre la niña de la tiza:
su rotundo fracaso delante del pizarrón lo preguntare­
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mos cómo: ¿Qué cosas, en lo que a ella respecta, no se es­
cribieron antes? ¿Y en dónde no se escribieron? ¿Qué
marcas no se produjeron y en qué otros lugares? Y vamos
a necesitar -cascando las nueces de a dos, según lo acon­
sejaba F reu d - un puente que vincule este caso, tan “psi­
quiátrico” en su aroma a psicosis, con hechos harto me­
nos insólitos de la vida cotidiana.
Se tra ta esta vez de un fenómeno tan común y corrien­
te o tan universal como el de la caricia. Lo abordaremos
por la vía de un juego, juego que se da entre el niño y al­
gún “grande” muy especial para él,5y que constituye una

5. Se verá que recurro con frecuencia a esta denominación de


“grande”, tom ada p restada del léxico infantil, en razón de una serie
de ventajas: a) des-edipiza-des-fam iliariza un tan to el vocabulario
psicoanalítico, ta n sobrecargado en ese sentido; b) no oculta las rela­
ciones de poder que ten san el campo de relación, como sí lo hace es­
cribir “adulto”; tam bién pone de relieve la dim ensión mítica que para
el niño resuena en todo lo que es g rande, en tan to “adulto” biologiza
verdadera escena de escritura:6 con un solo dedo, éste de­
be recorrer lentam ente el rostro del niño (bastante pe­
queño, señalemos que no ha llegado aún a la lectoescri-
tura), contorneando prim ero el óvalo de la cara,
deteniéndose luego en cada particularidad geográfica,
sea el espesor de las cejas o los orificios de la nariz. Una
enumeración verbal de cada uno de estos elementos sue­
le acompañar este “dibujado”. Digamos que aquí el acari­
ciar -en otras ocasiones más errático o más casual- se
organiza un poco más, planificando su recorrido por el
sistema del rostro y por una exigencia de totalidad: el ni­
ño no consiente que alguna parte quede excluida. Diga­
mos también que -con una universalidad sólo limitada
por cuestiones de patología grave: fobias al tocamiento
en pequeños autistas u obsesivos- el niño pide la repeti­
ción del juego tal cual lo ha hecho con el cuento y la can­
ción. Disfruta también con la introducción de pequeñas
variaciones7 en el curso de la escena.
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No es raro que ésta se transponga a la situación ana­
lítica. En una paciente de M arisa Rodulfo, la niña, des­
pués de haberle solicitado que dibujara su rostro, consi­
guió llevárselo a la casa. Al tiempo, la analista se enteró
de que el retrato estaba sobre la mesa de luz de la pa­
ciente, es decir, un lugar nada casual, inmediatamente

esa dimensión con su connotación evolutiva banal y profundam ente


im pregnada de ideología.
6. P ara este térm ino, rem itirse a D errida, Por ejemplo, “El carte­
ro de la verdad”, en La tarjeta postal, México, Siglo XXI, 1986; La es­
critura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989 (particularm ente
el ensayo “Freud y la escena de la escritu ra”).
7. En el caso de una hija mía -q u e fue quien en verdad me ayudó
a valorar este juego- la variación m ás apetecida, porque introducía a
la vez la irregularidad im prevista y oscilaciones de ritmo, era que yo
“b o rrara” algún rasgo recién hecho, declarándom e insatisfecho con el
resultado, y lo volviera a hacer.
ligado a las problemáticas del narcisismo a las que sole­
mos dar el equívoco nombre de identidad. En este caso,
se trata de una hoja de papel, pero es evidente de dónde
sale, su derivación histórica. De m anera más acotada, lo
mismo encontramos cuando un niño extiende su mano
sobre una hoja en blanco y hace con un lápiz el contorno.
Tampoco es rara la transición a relatos ya vecinos al
cuento. La madre de una de mis pacientitas había encon­
trado el modo de articular el juego a la cuestión del ori­
gen de los niños. Así, le iba diciendo cómo el padre y ella
la habían gestado mezclando sus elementos y haciendo
un día, por ejemplo, la nariz (y aquí la dibujaba), otro día
la boca, etcétera.
Varias observaciones se desprenden de estos m ateria­
les:

1) El acariciar se revela en su valor de juego, acto de


juego, manifestación del jugar. No es simplemente una
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‘^expresión” de afecto de carácter más o menos “n atu ral”.
Su desplegarse constituye'un auténtico campo de juego
intersubjetivo. (Apreciamos la exactitud de designar co­
mo juego amoroso lo que Freud llama “placer prelimi­
nar”. Este juego amoroso está compuesto fundam ental­
mente por caricias.)
Arrancarla de su habitual versión “expresiva” (que
nunca puede considerarla otra cosa que un epifenómeno)
permite preguntar: ¿qué hace una caricia? ¿Es que el ni­
ño -si acudimos a las primerísmas emergencias del aca­
riciar- ya tiene un cuerpo y con él acaricia y es acaricia­
do? Esto desemboca en la siguiente observación.
2) El acariciar es una de las prácticas, uno de los dis­
positivos, secuencia de jugares, en fin, que van formando
lo que decimos “cuerpo”, que entonces deja de ser pensa-
ble como una unidad previa al trazado de un tejido de ca­
ricias. Junto a otras operaciones, funda cuerpo. Lápiz
avant la lettre (apréciese la inexactitud de esta locución
en este contexto), el dedo del grande transform a en ros­
tro la cara del pequeño.

Nos servirá recordar ahora nuestra caracterización


anterior del niño lobo ser marcante para mantenernos a
cierta distancia de una formulación estructuralista, que
inmediatamente se reapropiaría de esa ¿potencialidad?
de marca para difundir la imago de un niño como acari­
ciado, vale decir, pasivo en la operación. Es a la vez una
ilusión de observador conductista, cuya superficialidad
nunca se podrá exagerar: el niño es tan acariciante como
acariciado, el esquema dar/recibir es singularmente ina­
decuado para representar la complejidad de una opera­
ción como ésta; no sólo por los acariciares que ya el lac­
tante emite de modos bien explícitos, sino también por
las manifestaciones intensam ente libidinales con que el
niño acompaña las caricias que le hacen, que lo hacen.
Siguiendo el declive de la distinción y del pasaje de lo
literal a lo figurado (que Remos subrayado como uno de
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los ejes del estudio clínico) tomaremos en cuenta otros
modos de aparición del acariciar fuertemente típicos. Por
ejemplo, cuando un niño acomete la búsqueda de sí mis­
mo -de un sí mismo futuro, en verdad- a través de esos
particulares dibujos que son los diversos relatos familia­
res acerea de su nacimiento y de otras circunstancias de
su historia y de su prehistoria. Lo mismo puede decirse
del apasionado interés por los álbumes familiares de fo­
tografías. Y la contrapartida de esto nos la ofrece el daño
que sufre un niño cuando estos diversos registros de su
cuerpo se encuentran ocluidos por formaciones patológi­
cas (y patógenas) en el archivo familiar.8 Recuerdo el pri­
mer niño epiléptico que atendí, cerca de treinta años
atrás, un niño de 8 años con convulsiones y pérdida de

8. Evoco el concepto de archivo que, inspirado en Foucault, desa­


rrollé en El niño y el significante, Buenos Aires, Paidós, 1993.

4U
conciencia que -h a sta la entrada del psicoanálisis- la
medicación no lograba controlar del todo. A él no se le h a ­
bía dicho una palabra sobre lo que le pasaba, sobre esos
intervalos en que su subjetividad se hundía, sobre la ra ­
zón de tan tas visitas al médico. Lo primero que en el tra ­
tamiento pudo hacer -tra s meses áridos a causa de mi
falta de recursos para pensarlo h asta el afortunado azar
de unas páginas de Eduardo Pavlovsky sobre terapia de
grupo con niños epilépticos- fue una escenificación bien
de cuerpo, una suerte de psicodrama espontáneo, (ade­
más era un niño de muy escasos recursos verbales y lú-
dictrs en general), donde por prim era vez escribió, le dio
álguna figura a sus ataques, en la forma de un violento
asesino que venía de noche a estrangularlo.9 Si lo pensa­
mos detenidamente, ésta es otra variación del acariciar.
h

Es de recordar que ya se lee en Freud un primer reco­


nocimiento de la función estructurante del acariciar, par­
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ticularmente de la caricia m aterna. Observaciones tem ­
pranas dispersas, pero retomadas bien tardíam ente,
sobre todo en el sesgo de la seducción que el grande ejer­
ce sobre el niño, y, en no pocas obsei'vaciones, el herm a­
no o la herm ana mayor o la institutriz. Por esta óptica de
lo traumático, por exceso de sexuación prem atura, ingre­
sa la caricia como objeto de estudio psicoanalítico. Y, en
lo esencial, son observaciones que no han envejecido. En
particular su valor como “punto de fijación” en la consti­
tución de condiciones eróticas se m antiene con plena vi­
gencia clínica, pese a todo el apalabramiento que ha su­
frido la teoría psicoanalítica por parte de las tendencias

9. Véanse las observaciones que he consignado sobre la im portan­


cia táctica de in g resar al niño a través de la dram atización corporal,
cuando no juega con juguetes, ni dibuja, ni n a rra fantasías, en Tras­
tornos narcisistas no psicóticos, Buenos Aires, Paidós, 1995 (en p a rti­
cular en el capítulo “Ju g a r en el vacío”).
logocéntricas directamente derivadas de la metafísica oc­
cidental.111
Pero además Freud alcanzó a esbozar, en su vuelta
tardía sobre el tema, una función más abareativa de ero-
tización del cuerpo del niño atribuida a la caricia m ater­
na, ya fuera del campo psicopatológico.
El paso que a partir de aquí propongo es el siguiente:
de mantenernos atentos a la idea de una caricia que pro­
duce placer en el niño, y en este estado (la invocación al
placer y a la satisfacción eximiría de mayores inquisicio­
nes), nos quedaríamos encerrados en el circuito corto de
una referencia hedonista “porque sí”. Esta concepción
(base de muchas críticas conservadoras al “freudismo”)
cierra el paso a pensar lo que, no obstante sus frecuentes
ticS mecanicistas y biologistas, Freud llega a pensar: no
en la forma de un “más allá” sino en la de un a través del
placer; a su través el niño se subjetiva, pasa del organis­
mo al cuerpo, se escribe en tanto corporeidad. En este lu­
gar, exactamente, revemos el extraordinario valor del
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concepto “la experiencia de la vivencia de satisfacción”,
pertinente como ninguno para pensar el estatuto de lo
que estoy llamando caricia y acariciar.11
(Y no dejemos de tomar nota de los múltiples canales
por los que algo llamado “caricia” de hecho circula: el len­
guaje de la calle nos dice de desnudar a alguien con la
mirada, de una voz acariciante, de “em paquetar” a otro
incluso, lo cual sería un uso psicopático de esa función

10. La reducción de la caricia a la palabra -su stitu y en d o un e stu ­


dio de sus complejas relaciones, y ¿el carácter prim ordialm ente to­
cante de la p a la b ra - es uno de los rasgos m ás acusados y objetables
de la obra de Lacan. H asta el fin. En su introducción al prim er en­
cuentro “lacanam ericano” de C aracas (1980) puede leerse una últim a
m anifestación sobre este punto.
11. Un prim er estudio de este punto -m u y cercano a diversos acer­
cam ientos de Piera Aulagnier, Francés T ustin y David M aldavsky- se
encuentra en el capítulo 17 de mi E studios clínicos, Buenos Aires,
Paidós, 1992,.
envolvente que se construye acariciando. La noción ya
clásica de equivalencias posibilitadoras de pasajes y cir­
culaciones entre las zonas erógenas facilita esta línea de
consideraciones.)
Ahora bien, el paso del tiempo y de nuestro trabajo
autoriza un pequeño, pero útil, subrayado: la experiencia
de la vivencia de satisfacción funciona, y justifica su es­
tatuto, como experiencia de subjetivación, acarrea ese
efecto, es la consecuencia del experienciar la satisfacción
Esta perspectiva destraba todo lo que haya que destra­
bar en cuanto a una concepción estrecha, de fin en sí mis­
ma, del placer, a la cual la pluma de Freud no es siempre
ajena.
Aún podemos recurrir a una contraprueba: lo que es­
tamos desarrollando sobre el acariciar es innecesario y
no tiene cabida en los tratados de fisiología; en el plano
en que las creencias biológicas sitúan el organismo, la re­
ferencia a la satisfacción (sobre todo en su aspecto más
conceptual) carece de sentido y de lugar: podríamos es­
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cribirlo como que está precluida de ese sistema teórico.
La biología no tiene ninguna necesidad de categorizar co­
sas como las del placer o la satisfacción para estudiar el
funcionamiento general del cuerpo humano. En un tra ta ­
do de fisiología en vano esperaríamos encontrar una
mención sobre hechos sin embargo tan “físicos” como el
de una mano m aterna acariciando zonas del cuerpo del
bebé al lavarlo y cambiarlo. Y siendo tan difícil encontrar
algo tan “concreto” como un hecho de esta naturaleza. En
cambio no podemos prescindir de estos actos, de estos
gestos, cuando nos proponemos estudiar los procesos de
subjetivación tempranos.
(Contraprueba de distinta clase nos la ofrece la pato­
logía grave: en su extremo más extremado, el de las per­
turbaciones autísticas prim arias, nada tan dañado y
desconstituido como ese intercambio de tocares que cons­
tituye el acariciar.)
A m anera de recapitulación: partiendo del juego de la
caricia, nuestro camino nos ha llevado a un punto en que
el placer se desdobla a sí mismo, al encontrarse en él una
función más “profunda” que él mismo.
Concomitantemente, estamos en condiciones de otor­
gar toda su complejidad e importancia a la pregunta:
¿qué hace una caricia?, al decir que la caricia subjetiva,
es una operación crucial para esa transformación de un
pequeño mamífero, un animalito más, en sujeto desean­
te.12
Antes de seguir viaje vale la pena constatar que nos
hemos alejado de la niña de la tiza muchísimo menos de
lo que podríamos creer: lo expuesto ilumina ahora de
otra m anera ese segmento de la observación donde ella
dibuja algunos rasgos parciales de su rostro sobre la im a­
gen aparentemente tan plena en el espejo, dejándolo pen­
sar como un intento trunco de reproducir algo de ese jue­
go de la caricia en otro espacio y con otros elementos de
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escritura.

Es ahora un adolescente en análisis, con 19 años y


una neurosis muy complicada, en la que resulta fácil des­
madejar numerosas formaciones de tipo obsesional. (Só­
lo que el m aterial que expondremos nos m ostrará cuán
equivocados estamos al reducir la neurosis a un simple
rótulo, “claro y distinto”). Es músico, ha formado y parti­
cipado en diversos conjuntos de rock, con resultados más
bien modestos; no sólo toca un instrum ento, también
compone (es lo que le interesa más) y la mención que hi­

12. H ay que cuidarse aquí de los m ales de una dicotomización rí­


gida (como la que D errida objeta en Lacan en “El cartero de la ver­
dad”), pues la observación de los anim ales domésticos, los que convi­
ven cotidianam ente con nosotros, testim onia de los efectos marcantes
y subjetívantes del acariciar de modo no menos rotundo.
cimos a la función del bajo en la escritura alcanzará m a­
yor desarrollo con este material.
Por otra parte, su recurrir al análisis parece muy mo­
tivado en lo que diríamos su desencuentro interior con las
mujeres, y un tiempo de sesiones llama la atención sobre
el modo o los modos y la mucha habitualidad con que pa­
sa o salta o asocia un motivo al otro, frecuentemente co­
mo si hubiera una relación de interferencia: estar de al­
gún modo con una chica de algún modo le impide
escribir, reunirse para ensayar, etcétera.
Pero otras veces, ambos motivos desembocan en una
misma escena, donde lo que prima él alguna vez lo nom­
bra “desolación” (subrayamos el recuerdo de haber ape­
lado a esta palabra para dar cuenta de cierto estado de
la niña de la tiza ante el pizarrón). Así se da frente a una
chica que presuntam ente podría gustarle (forma parte de
sus más serias dificultades que esto sólo pueda aparecer
como una presunción para el paciente, nunca esa certeza
fácil, inmediata, que fluye cuando algo se desea).
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Por las huellas de tal desolación (nos ten taría escribir
“experiencia de la vivencia de desolación”) desemboca­
mos en un manojo de actitudes contradictorias hacia la
mujer: la facilidad con que surgen el asco, la repulsa, y el
apuro compulsivo en acercarse sexualmente, compulsivo
porque no coincide con un grado de “calentura”, todo lo
contrario, en frío.
A partir de estos fragmentos el análisis llega a deter­
minar la existencia de una escena que no puede tener lu­
gar entre la mujer y él: es la escena de un abrazo. (Sobre
todo, se establecerá, ese abrazo donde es imposible sepa­
rar los elementos de la excitación erótica de los tiernos y
cariñosos: precisamente el abrazo en su plenitud abraza
estas distintas cosas además de distintos cuerpos5.) Es
una imposibilidad concreta, manifestada én una., condi­
ción rígida: él no tolera o tolera poco y mal el cara a cara
del abrazo, busca el boca abajo de la mujer, el amor de es­
paldas (aunque la penetración sea vaginal), el beso fu­
gaz. Aquellos ascos y repulsas son la respuesta a un be­
so prolongado e intenso.
Conjuntamente, su impresión dominante es la de no
acceso a auténticos orgasmos, antes bien, se tra ta ría de
eyaculaciones, No es un muchacho que conozca episodios
de impotencia explícitos, pero la experiencia del orgasmo
como tal -y aquí estamos ante todo un paradigma en
cuanto a la vivencia de satisfacción- es apenas esporádi­
ca. No falta incluso la tendencia a la eyaculación dema­
siado rápida.
Regularmente, si un coito se prolonga, experimenta
un franco desdoblamiento: una parte de él se pregunta,
mientras observa, qué está haciendo allí (latentemente,
¿quién es el que está haciendo allí?); la otra sufre lo que
es menester conceptualizar como desubjetivación (o sub-
jetación negativa), como que se pone de relieve, mons­
truosamente, todo lo que el coito tiene de movimiento
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mecánico (si se prescinde del elemento desiderativo, si fio
se lo ve en la escena), todo lo que a él enseguida le evoca
el funcionamiento de máquinas, con émbolos, válvulas y
pistpnes. Se entiende que en esas condiciones la expe­
riencia del orgasmo no sea accesible como tal y que el
abrazo resulte imposible; lo envolvería peligrosamente
en un estrechamiento de piezas y partes deshumaniza­
das, lo cual lo hace violento y frustrado las pocas veces
que se da. (Sólo que enseguida nos cuestionamos el “la
evoca”, si ha de ser concebido en el marco clásico de la
“asociación de ideas”, pues lo que el paciente transm ite
-dificultosam ente- se arrim a más bien al orden de la
sensación, como cuando alguien dice “tuve la sensación
de que...”. Y esto es muy im portante para la ubicación de
un fenómeno de este tipo en el modelo clínico que esta­
mos introduciendo.) El espacio del abrazo, merced a vi­
vencias semejantes, no es un espacio en el que él pueda
implantarse.
Este conjunto de síntomas, vivencias e impresiones en
general penosas, desoladoras, se engrosa con nuevos ele­
mentos que el trabajo del análisis (durante mucho tiem ­
po cepido a explorar y esclarecer la fenomenología de lo
que el paciente traía, en principio, vaga y parcamente)
va extrayendo de a poco. Repetitivamente, cada vez que
algo le gusta en el rostro de una chica, y especialmente
teniéndolo cerca, sucede lo siguiente: de golpe lo percibe
como “feo” (¿proyección?), pero cuando va precisando esa
fealdad, cede el paso a una cosa distinta: una especie de
“juego” de animalización de ese rostro, un “jugar” a ima­
ginarse a qué animal se lo podría referir (el “juego” encu­
bre una dimensión menos “especulativa”, la de ese oscu­
ro instante en que el rostro es apresado por la impresión
de una extraña e inhum ana fealdad). En ocasiones, si el
“juego” dura lo suficiente, la percepción de lo animalesco
llega al impreciso borde de lo alucinatorio (a nuestro ju i­
cio, un fondo alucinatorio es responsable de ese giro de
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“lindo” a “feo” que, en realidad, encubre una oposición
humano/no humano). En este punto recordemos el hecho,
nada sorprendente, de que un esquizofrénico dibuje un
hombre con facies de lobo; como para urdir gradaciones
en serie de un fenómeno que dejan atrás esquematismos
como los que oponen linealmente “neurosis” a “psicosis”.
El paciente no “es” un psicótico, pero vivencias de esta
clase no se dejan enmarcar en el concepto clásico de sín­
toma o, pensado de otra m anera, abren en éste un punto
de umbilicación que aquí ensambla formaciones obsesi­
vas con experiencias con toques, con matices, de esquizo­
frenia, y con reductos, o “núcleos” o barreras au tistasl:1
(en este paciente detectables en la atracción por lo m a­
quinal, y en la tendencia a reducir a eso vivencias afectivas
y pulsionales). Cuando un caricaturista trab aja explo-

13. Según la expresión propuesta por F. Tustin. .


tando el potencial zoomórfico de un rostro, verdadera­
mente juega con aquello que para mi paciente es una
fuerza torturante que lo arrastra cerca de lo que en un
esquizofrénico sería alucinación efectiva. (También pode­
mos recordar la escena del primer beso a Albertine, en
Proust, con la maravillosa descripción del rostro de la
muchacha descomponiéndose a medida que el am ante se
aproxima: al protagonista se le pierde, se le diluye el ros­
tro de ella en lo que diríamos su “unidad narcisista”, pa­
ra quedarse sólo con una m iríada de poros y otros frag­
mentos sueltos; al fracasar la caricia, estalla esa unidad
que creemos un rostro “hum ano”.)
Una segunda metamorfosis del rostro femenino, bas­
tante menos angustiante para el paciente, aunque igual­
mente involuntaria y repetitiva, consiste en masculini-
zarlo. Por lo general, él expone esto en forma de queja:
todas las chicas que le gustan acaban por exhibir rasgos
chocantemente varoniles. En este caso el proceso no per­
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manece tan fijado al rostro, puede atribuirse también al
vocabulario de ella o a determ inadas actitudes. Pero el
resultado final es el mismo: imposibilidad de permanecer
a su lado.
No se trata de “tendencias homosexuales”. Lo “mascu­
lino” en cada caso postulado, suele responder a particiones
de género extremadamente míticas y prejuiciosas en el pa­
ciente. En cambio, hay sesiones en las que llega a decir,
con cierto matiz de nostalgia, de un anhelo de apoyar su
cabeza en el regazo de una chica y de lo imposible de ese
anhelo ante esa emergencia de un elemento viril o viriloi-
de. (Creemos reconocer un progreso en el vislumbre de
nostalgia, pensándolo como índice de un deseo de inclusión
y de aposentamiento en el regazo o en el seno femenino en
intenso contraste con la postura tensa -muscular, postu-
ralmente, incluso-, crispada, preñada de distanciamien-
tos defensivos que signa su relación con la mujer.)
Notemos que la aparición borrosa, tenue, de esta esce­
na deseada es el reverso de la que él monta en la reali­
dad, con una mujer de espaldas a la que no se le puede
ver la cara, donde el contacto, invirtiendo la globalidad
del abrazo, se controla a fin de que sea lo más acotado po­
sible, de parte a parte: pene-vagina, y sobre todo, bóca-
pene. Al respecto, es interesante que el paciente hable
del aburrimiento que le depara la vida sexual bajo estas
condiciones, y lo asocie al aburrimiento que se respira en
las películas pornográficas.
El hecho es que así pone el dedo en la llaga: la diferen­
cia cualitativa que separa lo pornográfico de lo erótico re­
side esencialmente en que aquél precluye lo propiamen­
te subjetivo; el cuerpo está tratado como lo que el
psicoanálisis clásico denomina “objeto parcial”, y aún
más allá de este concepto, como un fenómeno de máqui­
na, anónimo y carente de marcas. El paciente ha hecho
algo más que “comparar”: esboza un insight de lo que le
falta por recorrer para arribar a una genuina experien­
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cia de la vivencia de satisfacción, y no sólo en el plano de
lo circunscribible como genitalidád.
C u e rp o --------------- ► E sp e jo --------------- H o ja
(madre)

En su esquemática desnudez, la secuencia que volve­


mos a escribir, clínicamente interrogada no cesa de ha­
blarnos, de plantearnos cuestiones. Fundam entalmente,
por reducirse a un trayecto. Un trayecto siempre, como
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mínimo, implica: ¿cómo se va de una posición a otra? Más
específicamente, ¿qué condiciones tienen que darse para
que un niño vaya, migre, de una posición a otra?, ¿y qué
tiene que acarrear para eso, tal como la niña de nuestro
primer relato lleva la tiza en la mano?
Una pequeña modificación en la escritura del modelo:
“cuerpo” en el plano principal, “m adre” entre paréntesis,
todo eso en sustitución de “cuerpo m aterno”, ¿por qué?
Pensamos que, en últim a instancia, lo que llamamos
“cuerpo” se m antiene siempre umbilicado a una ligazón
arcaica, originaria, con la instancia que decimos “m a­
dre”.1 Nuestro propio cuerpo, una vez que lo hemos ad-

1. Y si se quiere hablar, u n tan to m íticam ente, de “represión ori­


ginaria”, no se debería olvidar que ésta consiste en la constitución de
una fijación -v a le como decir: u n a m arca de escritu ra indeleble, no
borrable y no en u n a separación que, por ejemplo, opusiera “cuerpo”
a “m adre”-.
quirido, significado como tal, es un heredero, una deriva­
ción o, quizá mejor aún, un injerto de ese lugar denomi­
nado con la abreviatura “m adre”. O aun: lo de “m adre” se
injerta en eso, nuestro cuerpo, lugar básico de im planta­
ción de nuestra existencia.
Lo cual nos obliga a considerar cierta redundancia en
lo de “cuerpo m aterno”.
Si ahora quisiéramos retom ar el hilo de lo anterior
con cierto toque de redondeamiento que tom ara bien en
serio y se ciñera muy estrechamente a la m aterialidad de
lo expuesto, recapitularíamos: el acariciar parece cum­
plir una función de escritura del cuerpo en tanto subjeti­
vidad. No se lo debe relegar a “expresión” de un afecto;
es una escritura. Y esto sin “m etáfora” alguna. Siguiendo
a Derrida, hablamos además, pensando en cierto juego
de intercambios madre-niño, de escena de escritura,
puntuando así el enmarcamiento de una espacialidad di­
ferente que allí se arma, en esos apretados sobresaltos de
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los que se palpan.
Llegados a este punto es urgente aclarar que nos es­
tamos manejando con una perspectiva psicoanalítica y
no conductista en lo referente al acariciar; por lo tanto no
va a tratarse para nosotros de cualquier tocar ni de un
tocar cualquiera. Ni de preguntar a los padres durante
una entrevista: ¿acarician ustedes a su hijo? P ara que al­
go cumpla esa función estructurante escriturante que
atribuimos a la caricia no bastará con lo que corriente­
mente llamamos recurriendo a esa palabra. (Tampoco
proponemos una inversión “estructuralista”: no diremos
“lo que se conoce como caricia no tiene nada que ver con
nuestro concepto de caricia”.) Por el momento saldremos
del paso de una m anera formal: ha de haber una cierta
cualidad inconsciente en la caricia para que se realice a su
través esa función de escritura que le estamos asignando.
Paralelam ente hemos dejado deslizarse un juego de
términos: subjetivación, subjetividad, subjetivar, dema­
siado cargados de tradición metafísica como para rehuir
indefinidamente una mayor especificación de su uso: sin
embargo, evitaremos una definición académica, a la es­
pera de que nuestro recorrido los vaya dilucidando mejor,
lo que impone asimismo dar cuenta de cierto desplaza­
miento que en estos términos se efectúa con relación al
“sujeto” del psicoanálisis en la dirección Lacan. Por eso
mismo, evitamos tam bién una sustitución sistem ática
pura y simple, “sujeto” reaparece en ocasiones; no se tra ­
ta de borrar prolijamente las huellas. Añadamos, eso sí,
que esperamos del estudio clínico luz sobre la subjetiva­
ción a la que insinuamos pensarla como proceso. Y que
este juego de términos a la vez desplaza otro tan nodal
en algunos de nuestros discursos como “estructura”, “es­
tructuración”, “estructurante”, etcétera. (Se leerá que es­
cribimos “subjetivación” o “proceso de subjetivación”,
mucho más que “estructuración subjetiva”, expresión
que abundaba en El niño y el significante.)
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Sea de todo esto lo que llegue a ser, nos hace posible
seguir la hipótesis de que en la niña de la tiza pasa algo
que cercena brutalm ente la potencialidad inherente a to­
do sujeto de subjetivizarse en el pizarrón, subjetivar el
pizarrón. Este permanece impenetrable e inanimado, sin
el júbilo de un “yo” figurado que venga a alojarse en su
seno. (Esta referencia a un espacio posible de animarse
al ser habitado se desmarca de la noción excesivamente
formalista de “soporte m aternal”; aquélla se vincula me­
jor a la categoría de lo transicional en Winnicott, consi­
derablemente más compleja. Por eso mismo prestaremos
cuidado a que algo se escriba en un pizarrón y no en un
espejo, incluso a que algo pase de escribirse en el piza­
rrón a escribirse sobre una hoja de papel o en la pared
del consultorio.2 Este pensar y errar de un espacio con
“seno” a otro, nos hizo al fin desembocar en la interroga­

2. E n el caso de u n a pequeña, hija adoptiva tras casi un año de vi-


ción de qué pasaba entre esa niña y el cuerpo de la ma­
dre, qué había sucedido con el trabajo de la caricia en su
caso.)
Pero hay que observar que ya pudimos tomar el acari­
ciar más allá de sus condiciones de emergencia ¡relativa­
mente simples, complicado con el trazo y con el rasgo en
el espejo. Esto nos permite afirm ar que -lejos del “afecti-
vismo” em pirista- participa de la escritura con iguales tí­
tulos que las operaciones con las que lo hemos agrupado
(que incluyen la escritura fonética) y a su vez hemos ido
abriendo la posibilidad de pensar todas estas escrituras
como modos de aposentarse o de habitar diferentes espa­
cios indispensables para que haya vida psíquica hum a­
na. (Otra formulación válida, siguiendo anteriores vías,
es considerar el acariciamiento como una práctica signi­
ficante).3
En esta dirección, introduciremos una nueva pregun­
ta derivada del trabajo clínico, tal como lo hemos venido
haciendo: de pregunta en pregunta, y cada una aparen­
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temente muy puntual: ¿por qué algunos pacientes 110
pueden estar en el diván, resultándoles imposible o inso­
portable m antenerse recostados en él? Si alguien pensa­
ra “he aquí una pregunta lim itada al campo del adulto”,
erraría por superficialidad; existen niños, incluso peque­
ños, capaces de una relación bien m ediatizada con el
analista: la presencia física de éste es olvidable para
ellos tan pronto se dedican a jugar o a dibujar.

vir en situación de abandono, d u ran te b a sta n te tiempo sólo toleraba


escribir en la pared del consultorio: u n a hoja de papel, un pizarrón,
eran espacios dem asiado borrables p a ra ella,'signados por lo efímero,
lo inestable.
3. Recordando que así empezamos a p en sar el ju g a r - y a in jertar
Lacan con W innicott- en nuestro prim er libro en común con M arisa
Rodulfo antes mencionado. A su m anera, resultó una operación “sig­
nificante”, al derivar en una m u ltitu d de cosas.
En cambio, nos interesan ahora esos casos donde el
paciente, chico o grande, no puede agarrarse de su h a ­
blar, de su juego asociativo, de lo que está dibujando o
modelando, de la escena trazada con distintos juguetes,
y, ante la labilidad de todo eso, sólo encuentra para apo­
sentarse el rostro del analista, que se vuelve espacio de
referencia y superficie de inscripción privilegiada. He
aquí ese paciente tan (de)pendiente del cara a cara y del
ping-pong verbal (intolerante también al silencio, sordo a
la dimensión tan finamente escuchante que éste tiene en
el analista). (En algunos niños esto avanza h asta la ne­
cesidad de tocar frecuentemente al terapeuta, o de sen­
tarse en su falda; en todo caso, se evidencia la búsqueda
de una extrema cercanía corporal, rozándose continua­
mente.)
Pues bien, lo precedente nos devuelve a lo enigmático
de la función de soporte, de bajo, que localizamos como
una invariante en la música occidental. Podríamos aven­
turar, con un poco de cuidado, que la función de ese bajo
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está en una relación de isomorfismo con la del diván en

la situación psicoanalítica clásica: apenas se la percibe,


nunca ocupa el centro de la escena, parece innecesario
prestarle atención, pero quien penetre en esa partitura
descubrirá que está estructurada desde abajo, o de abajo
hacia arriba: el bajo no se lim ita a “acompañar” (término
ambiguo en música) una encantadora y llam ativa melo­
día, es la columna vertebral de la obra. (Es lo que permi­
tió a Süssmayr term inar decorosamente en un cincuenta
por ciento el Réquiem de Mozart, inconcluso al morir és­
te, gracias a la costumbre del compositor de escribir pri­
mero el bajo de cabo a rabo en todas sus obras; Süssmayr
pudo entonces encaram ar melodía y contrapunto).
Cuando el paciente es capaz de aposentarse sobre el
diván o la hoja de papel o la mesa donde juega, se da una
suerte de efecto de sustitución: el analista como cuerpo
tiende a eclipsarse, el paciente no precisa estar “a upa”
de él o de su mirada. Diván, hoja, etcétera, funcionan co­
mo equivalentes que reemplazan el regazo, si lo quere­
mos, como su metáfora.
Un paciente de 7 años nos proporciona una refinada
m uestra de esta capacidad adquirida. Tras enojarse por
una interpretación, anuncia que nos va “a hacer pelota”;
entonces dibuja una silueta reconociblemente hum ana
en el pizkrrón, bien que evidentemente fea y desagrada­
ble, la bautiza con mi nombre y se dedica meticulosa­
mente a tacharla primero (apreciemos la complejidad de
un trazo semejante, destinado a negar otrp), la acribilla
a tizazos después -ciertam ente no se come la tiza-, di­
ciendo a cada golpe acertado: “m irá cómo te di”. Además,
hay una indicación de libreto: debo gritar de dolor a cada
paso de este apuñalamiento minucioso, haciéndome car­
go de la voz que le falta a la imagen. Pero él no me tiene
que hacer nada a mí, ni tampoco a él en su propia m ate­
rialidad; ni necesita de un.suplem ento de imago para
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tra ta r de alojarse en un lugar (como la niña que esboza
fragmentos de su cuerpo en trazos sobre úna imagen es­
pecular que debería haberle bastado en su propia virtua­
lidad), ni recurre a tra ta r de pegarme, como sí lo hacén
pacientitos más “descontrolados” (nuestro modelo nos
permite una lectura más fina de ese “descontrol”). En
otras condiciones, de no conseguir operar esa sustitución
que pasa un cuerpo al pizarrón o al diván, un paciente
debe apelar a una relación metonímica: ya que no al di­
ván o al papel, se agarra al analista que está al lado, a lo
que siente de más presente en su presencia corporal: su
voz, sus ojos, su piel. El contiguo eclipsado, que era el
analista, deviene contiguo convocado.
Si esto es así, podemos despejar un sistema de ecua­
ciones, donde diván, pizarrón, hoja de papel, reconducen
a la instancia designada cuerpo (madre). Cada vez que
un paciente se ve imposibilitado de valerse de los medios
que el dispositivo analítico le ofrece, desde el diván a la
tiza, ha de emprender una vía de regresión al cuerpo en
sentido literal. Y habrá quien sólo pueda m antenerse lú-
dicamente en ese plano, cómo los niños que no pueden
arm ar una pelea con juguetes, pero sí en una escena más
o menos teatral con el analista (más o menos porque en
muchos de estos casos es el analista quien debe a cada
instante recordar el “como si”; caso contrario la escena
tiende a la intensificación de lo físico per se, la distancia
entre acto-acting ouí-pasaje al acto se reduce demasiado,
los términos se superponen).
Es este tipo de cosas las que hacen del psicoanálisis
una suerte de embrollo dirigido (mucho más que una téc­
nica basada en un contrato sustentado, a su vez en un
sistema teórico); un embrollo que renuncia a cierta direc-
cionalidad; un método consistente en embrollar los hilos
de las textualidades por las que cursa. La razón de ser de
este embrollo pareciera residir en un principio de Uiferi-
ción, que ante todo retarda las respuestas y -punto esen­
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cial- debe tem er como a su peor enemigo a las consignas
sistem atizadas que brotan y pululan en su propio campo
de emergencia. Todo a cambio de algunos pedacitos de
luz entrevistos en los rodeos que componen el embrollo.
Es preciso situar en estos pocos recursos de método,
nuestro punto de partida: éste no remite a una exigencia
“diagnóstica” -exigencia siempre igual a sí misma, poco
importa si “estructural” o psiquiátrica- ni a ninguna in­
terrogación de orden global: un sólo enigma nos puso en
movimiento, enigma de aristas en extremo concretas:
¿por qué una niña se ha comido la tiza en lugar de escri­
bir con ella?; ¿por qué no al pizarrón?; nos fue derivando
a m ateriales analógicamente imposibles, como el del ado­
lescente (capítulo 2): ¿por qué no la mujer?
Introduzcamos ahora, para poder seguir pensando en
torno a estas preguntas, la hipótesis de un déficit en los
procesos de subjetivación o la hipótesis de una subjetiva­
ción deficiente. En principio no es mucho, pero es un po­
co más que un nombre en dirección a que una experien­
cia erótica se deshaga y se redoble en su caricatura me­
cánica, como le sucedía al adolescente en cuestión.
Volvamos a acercarnos al relato analítico: cuando por
alguna razón el vínculo con una mujer se prolonga -por
ejemplo, algunas sem anas-, y asume cierta apariencia
de regularidad, emerge otro racimo de vivencias penosas:
en términos del paciente, al estar junto con “se deforma”
o “se disgrega”, todo se va “descomponiendo”: no sabe qué
está haciendo allí, le es imposible reconocer la existencia
de algún deseo, sexual o el que fuere; menos todavía la
de algún tipo de placer. Al mismo tiempo, tampoco puede
efectuar los movimientos indispensables para retirarse.
Por otra parte, y retroactivam ente, aprendimos a valori­
zar y retener con cuidado estas “expresiones” de él, en
tanto reaparecerán o se asociarán a problemáticas en el
terreno de lo musical. Por ejemplo, cuando emprende la
escritura de una canción (ya provisto de la letra), se re­
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pite la experiencia de una secuencia melódica que se le
va perdiendo, diluyendo; no encuentra el modo de escri­
bir una melodía con cierta definición (y ello en un campo
fuertem ente convencionalizado como el de la canción
tipo de rock), capaz de conducir a su propia clausura. Pe­
ro tampoco encuentra un modo de prolongarla que esca­
pe a esa fatal convicción de encontrarse frente a algo que
ya no sabe lo que es ni hacia dónde va, sin un propósito
que asigne sentido.4 En definitiva, la imposibilidad de
concluir no parece sino un av atar de la imposibilidad
de continuar, de un daño en la secuencia y en sus condi­
ciones de posibilidad.

4. Por supuesto, es u n caso m uy diferente de aquel donde el no sa­


ber hacia dónde se va (nada infrecuente en diversas av enturas del
pensam iento) está absolutam ente im bricado en u n “proyecto” tran s-
gresivo, por ejemplo, en cuanto a los estereotipos sintagm áticos que
constriñen la invención melódica en tal o cual época.
En una ocasión el paciente encontró en una novela
una imagen plástica que coincidía profundamente con
sus sensaciones: allí se hablaba de una casa vacía y de
cómo, en la piscina de esa casa, la huella del vacío era
una “pátina fungosa” sobre la superficie del agua aban­
donada. Trajo esa imagen a sesión como un hallazgo (for­
maba parte de sus dificultades una gran indisponibilidad
de medios para habar de sí); la asociaba con un elemen­
to (¿elemento o dimensión?) “asqueante, resbaladizo, sin
esqueleto, sin estructura, sin armazón”. Peró traduce
exactamente lo que le pasa cuando se pone a escribir mú­
sica. El tiempo nos llevará a reencontrar la “pátina fun­
gosa” también en los genitales femeninos, sobre todo por
adentro (sin que nada pruebe la prioridad que Freud es­
tablecería allí de inmediato). La creencia, ingenua en su
no cuestionamiento, de que la vagina no tiene nada que
ver con un órgano, con una m usculatura entubada, la
creencia en que es realm ente un “agujero” se incorpora­
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rá con el tiempo a este tejido asociativo. Esto vuelve a ser
importante por dar razón, a su creencia consecutiva en
que no hay posibilidad alguna de que pene y vagina se
abracen, ciñendo ésta a aquél. D úrante el coito, el pene
se encuentra como perdido en una cavidad que o no pro­
cura placer ninguno o se vuelca en la vivencia rechaza­
ble, repulsiva, de la “pátina fungosa”, superficie de lo que
él no alcanza a estructurar en tanto órgano.
Cuando el análisis pudo llevar interrogación a estas
pequeñas (pero tenaces) mitologías, recordó otra lectura
sin uso posible hasta entonces: en algún momento, en al­
gún lugar había leído cómo las mujeres hindúes eran ins­
truidas desde niñas en ejercitar su m usculatura vaginal
-yo diría, en escribirla como tal, hecho mucho más capi­
tal que el de un training educativo-, con lo cual su com­
portamiento genital ulterior superaba grandemente al
de la media occidental, alejándose al extremo de la ima-
go del receptáculo vacío y pasivo.
Llegados a este punto, nos enfrentamos al riesgo de lo
fam iliar (el peor de todos, parece, a quien se propone
pensar): tanto se ha explayado el psicoanálisis sobre m a­
teriales de este tipo, tan decididamente los ha interpre­
tado en la dirección Freud que ¿qué otra cosa correspon­
de si no el reenvío a las citas de siempre, a las citas
adecuadas (que, si el analista tiene ciertas ambiciones de
“modernizarse”, tendrán una dirección Lacan comple­
mentaria)?
Es aquí donde el apego a los hechos que Lévi-Strauss
subraya como ética de la actitud genuinamente científi­
ca interviene... si lo llamamos (y entendiendo por “he­
chos” no una fetichización de lo empírico, sino más bien
aquello que no se deja adm inistrar por el estado actual
de una teoría y le plantea problemas). He aquí que el pa-
cientewenía de un tratam iento donde, por espacio de dos
años (y dado que había consultado por angustias muy
agudas y muy agudamente ligadas a su vida sexual), ha­
bía recibido generosas dosis de interpretaciones cuyo eje
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era la “angustia de castración”, y todo sin que se produ­
jera el más pequeño de los efectos (yo mismo había vuel­
to a comprobar por mi cuenta la inutilidad de ese cami­
no... y algunas/os jóvenes estudiantes de psicología que
le habían obsequiado un sinnúmero de interpretaciones
salvajes). Todo seguía absolutamente igual.
Así que emprendimos otra dirección, ayudado yo por
ese interés en la historia, en las historias, en lo históri­
co, que forma parte tan espontáneamente de la actitud
psicoanalítica. La madre del paciente era una depresiva
crónica, siempre, desde sus recuerdos más tempranos,
medicada, automedicada, en alguna ocasión internada,
en toda ocasión bajo cuidados de tipo psiquiátrico y psi­
coterapias más o menos ambiguas (de las que, en Buenos
Aires, no pocas veces pasan por “análisis”). Sea como fue­
re, la imago dominante que el joven traía de ella era la
de alguien demasiado embebido en sus estados de ánimo
como para verdaderam ente relacionarse y ocuparse de
otro. Un recuerdo infantil, nos sacó de estas generalida­
des: un genuino recuerdo infantil si atendemos a que su
estatuto en el psicoanálisis lo enlaza a la represión; “re ­
cuerdos” hay muchos y de todo tipo pero, en sus orígenes,
el psicoanálisis destaca y a un tiempo conceptualiza un
homónimo, el recuerdo infantil como una formación en­
tre mítica e histórica que retorna tras el levantamiento
de una represión.
Determinados detalles perm itían fechar el recuerdo
como anterior a los 5 años. Se encuentran en la calle, su
madre y él, esperando un colectivo. M ientras tanto, él le
está haciendo una de esas confidencias -no recuerda
qué- tan im portantes para los niños cuando “tienen ahí”
a la mam á o al papá. Le está hablando sin verla, puesto
que ella se m antiene detrás. H asta que extiende su m a­
no buscándola y, casi al mismo tiempo, descubre que se
ha agarrado de la de un hombre, el diariero de esa esqui­
na, que se ríe por el equívoco de la situación. También
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descubre que su madre se había alejado unos cuantos pa­
sos, los suficientes, en todo caso, para no poder haber es­
cuchado sus confidencias. El recuerdo mantiene intacto
un sentimiento de “desorientación” soldado a lo que el
paciente nombra como la ya conocida desolación y un sa­
bor de fondo decepcionado por el desencuentro entre lo
invertido de confiarse y la escucha, la percepción toda, de
la madre dirigida hacia otra parte, a la espera del colec­
tivo que tardaba en llegar.
Por de pronto, este m aterial nos abrió un chorro de luz
inesperado en dirección a uno de sus síntomas más per­
tinaces y opacos, haciéndonos inteligible el a qué venía lo
de la mujer de espaldas en el acto sexual, -descifrable
ahora como un invertir la situación original (dicho de pa­
so, desde el vamos este muchacho había rechazado la
instauración de la disposición tradicional analista-pa­
ciente).
Como suele ocurrir, la emergencia de un -conceptual­
m ente- genuino recuerdo infantil se pone a prueba desen­
cadenando otro más, fechable seguramente un tiempo
después. Una tarde de verano ha ido al club con su m a­
dre Se da una zambullida, sale de la pileta y va a poner­
se lo más cerca posible de ella. Entre tanto, la madre se
ha puesto a conversar con unas amigas que ha encontra­
do y se pasa la tarde con ellas. ¿Y qué hace él entonces?
Pues quedarse allí, seguir allí. Es éste el punto donde se
empieza a vislumbrar algo muy importante: ese estar de
él ahí muy cerca, hasta excesivamente cerca, este niño va­
rón que permanece como adherido en lugar de irse a ju ­
gar, a nadar, o a buscar a otros de su edad. En lugar de
eso, se queda toda la tarde esperando que la madre le
preste atención. Repárese en el destino de su motricidad.
Pero reparemos antes en lo esencial como punto de in­
flexión y de estructura. Se tra ta de que, en la escena di­
bujada, él está muy (al borde de lo demasiado) cerca, pe­
ro no está “con”. Diríamos que la escena narra, al modo
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del mito, cómo fracasa la constitución de un estar con, ex­
periencia ínter subjetiva bien heterogénea a la de la adhe­
rencia y la proximidad física por tiempo indeterminado
(que 'el microscopio analítico descubre como un patrón re­
petitivo en sus vínculos con mujeres). Otra escena muy
posterior comenta y confirma el carácter paradigmático
de aquélla. Ya adolescente, cuando él va a una fiesta con
una chica, la sensación de haber ido con ella, del juntos,
se disuelve apenas llegan (aun cuando ella permanezca a
su lado “bien cerca”); lo precario de la adquisición de esta
categoría se revela en la torturante convicción de que la
“ella” de la ocasión está atraída por algún otro de fisono­
mía muy imprecisa, pues sólo debe cumplir la condición
de no ser él. A todo esto él lo llama en una sesión “la sen­
sación de no estar con"', conceptualización de no poco inte­
rés.5 Buscando paliarla, refuerza el quedarse cerca, sin­
tiéndose progresivamente aburrido y angustiado.
5. Sobre todo porque la m etáfora de la “sensáción” lleva las cosas
Planteado en otros términos, cuando alguien enuncia
“estoy con...” le da consistencia a ese enunciado, cierta
inscripción del junto con, o del nosotros que resiste a tra ­
vés de las inevitables ausencias y alejamientos. Nuestro
paciente nos ayuda a entender que, en casos como el su­
yo, esta inscripción se diluye, no consiste. Popularmente
se hablará entonces de “dependencia”.6
En el curso del análisis que nos está acompañando y
acompasa nuestra reflexión, la instalación de una dife­
rencia estar cerca / estar con (que en principio se instauró
opositivamente, como entre términos contrarios) supuso
una alteración en cuanto a cómo el joven percibía sus co­
sas. La imposibilidad del estar con devino una m atriz
reordenadora de infinidad de situaciones, así como gene­
radora de nuevas asociaciones. De esta m anera infirió
cómo el beso en tanto prim era aproximación erótica ple­
na, que se supone debería intensificar el deseo, lo lleva­
ba a él a una orilla opuesta, donde lejos de esa intensifi­
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cación la excitación decaía vergonzosamente. Más se
acerca, más se disgrega et rostro de la mujer y los afec­
tos propios del deseo de reunirse con ella; sólo quedan (a
una velocidad cinematográfica que encubre un poco el to­
no alucinatorio y delirante de un puñado de impresiones)
los planos agigantados del rostro de la chica, la viva,
nauseosa sensación de lo fea que es, el rostro animalesco
leído en algún gesto. He aquí lo que designamos como

más lejos que la de la clásica “representación”, “idea”, etcétera. Véa­


se sobre este punto los dos prim eros capítulos de Bleger en Sim bio­
sis y am bigüedad, Buenos. Aires, Paidós, 1966.
6. Sobre esta inflexión bien precisa -m etapsicológicam ente h a ­
blando- anticipo un pequeño escrito mío incluido en un libro en pre­
paración (q:uizá un “Estudios clínicos II”): “U n nuevo acto psíquico: la
escritura del ‘nosotros’ en la adolescencia” (1995, inédito). Trabajo leí­
do en las jorn ad as de mayo de ese mismo año en Porto1Alegre, orga­
nizadas por la Fundación E lsa Coriat, centradas en problem áticas de
adolescencia. ,
ana de subjetivación, producida sorpresivamente en el se­
no de una experiencia tan subjetivante como el beso y el
abrazo.
Un trabajo clínico hecho con instrum entos más finos
nos da lugar, llegados a este punto, a distinguir cuidado­
sam ente todo lo que concierne a la insatisfacción de los fe­
nómenos que venimos discutiendo. En principio, podría­
mos escribir de una insatisfacción de estructura, como en
el horizonte o en uno de los polos de una serie comple­
m entaria, teóricamente necesaria ante la imposibilidad
(más lógica que práctica) de postular una satisfacción ab­
soluta, total, sin restos. A ésta opondríamos otras dos bien
concretas y empíricamente localizables: la insatisfacción
ligada a la relación del sujeto con el ideal del yo, que de­
ja siempre subsistir el surco de una distancia entre una
realización efectiva y sus ideales de referencia, la insatis­
facción neurótica, tan abundante, indisolublemente liga­
da a represiones e inhibiciones patógenas. En los tres ca­
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sos, es de notar lo vivo que se mantiene el “con” y cómo
cada una de estas insatisfacciones se da con algo o con al­
guien. Retomando el m aterial precedente en su giro más
específico, hay quien (o que) ciñe, aunque la “satisfacción
obtenida” por ese abrazo se m antenga neuróticamente
disyunta de la “satisfacción esperada” (decimos “neuróti­
camente” en la medida en que el análisis no registra un
esfuerzo por acordar una a la otra en el campo de la rea­
lidad sino que la disyunción confina a la últim a en un
gueto, más que en una reserva ecológica imaginaria.7)
7. A partándom e u n tan to de lo consagrado sobre las formaciones
neuróticas en el psicoanálisis, he procurado d esarrollar un nuevo en­
foque que se detiene p articularm ente en lo que Freud llamó -p ero sin
un acuse de recibo en su metapsicología, a menos que la tengam os to­
dos (no es imposible) m uy m al le íd a - “dar las espaldas a la realidad”,
pensado como u n a grave disyunción de lo im aginario. E sta perspecti­
va sólo es posible revisando el estatu to progresivam ente idealizado de
la represión en los textos psicoanalíticos, lo que tam bién comencé a
hacer. El lector encontrará este estudio en mi “Ensayo en dos movi-
En los transtornos que responden a lo que designo de-
subjetivación -e n la medida en que o bien exceden el ve­
rosímil analítico de las neurosis y de “la estructura” neu­
rótica o bien llevarían a una revisión que lo alteraría
profundam ente- es en prim er lugar ese “con” lo dañado:
no es lo mismo estar insatisfecho “con” que no experien-
ciarlo verdaderam ente en tanto tal, el acento no recae
principalmente sobre el “objeto” como sobre ese “con” que
debería anudarlo de alguna m anera, aunque más no fue­
ra bajo los significantes de la insatisfacción. Este déficit
es el que el paciente logra comunicar por fin bajo el tér­
mino de una “sensación” que falta, término al que apela
dos veces, además de la ya mencionada, cuando se queja
de no tener “la sensación” de la erección, por más que és­
ta se cumpla fisiológicamente y el paciente no se vea
afectado m anifiestam ente de impotencia. Se tra ta de
“datos” que no hacen mella en lo esencial: la sensación de
erección brilla por su ausencia, en un agujero que no
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puede agarrarla.
Esta últim a formulación se escribe para detenernos,
ya que caricaturiza un enunciado que, en Freud, asume
la fórmula de una ley: me estoy refiriendo, claro, a ese
pasaje de los Tres ensayos de teoría sexual donde se loca­
liza la experiencia de am am antam iento como “la matriz
de toda experiencia erótica ulterior”, párrafo tan célebre
como dudosamente trabajado en la medida de su apresu­
rada reducción a “la oralidad”, conjuradora del fantasm a
de un bebé “todo boca”. Sin necesidad de entrampamien-
to en ninguna minimización de ese oral y de su multipli­
cidad de pasadizos con lo genital, es preciso destacar con
fuerza -e n bien de la fineza y eficacia de nuestra prácti-

mientos”, publicado en él libro colectivo de la Fundación Estudios Clí­


nicos en Psicoanálisis compilado por M arisa Rodulfo y N ora Gonzá­
lez: La problem ática del síntom a, Buenos Aires, Paidós, 1997.
ca clínica- la presencia de múltiples componentes de esa
escena primordial independientes de la oralidad, que
acuden a ella por su cuenta. En prim er lugar, la pintura
de Freud no impide destacarlo, es una escena de abrazo
y de acariciamiento mutuo* y es éste - y no el de la suc­
ción del pecho- el aspecto más global y envolvente en la
escena. En una dirección esto pone de relieve el peso cru­
cial de la mano en ella -largam ente olvidada por los psi­
coanalistas en su fascinación por la boca- (y nuevamen­
te, no sólo de la mano m aterna, véase el vigor con que el
chiquito desprende las manos apenas puede en el casi sin
poder aún de la incipiente maduración neuronal): los dos
verbos puestos en juego necesitan de manos. En otra di­
rección se debe enseguida saber reconocer el polimorfis­
mo del acariciar, los trabajos allí de la mirada, de la voz,
de la olfación, etcétera. Ahora bien, todo esto nos inclina
a reconsiderar la “m atriz” en el sentido de determinar
qué es lo matricial en ella, y aquí propongo considerar la
prioridad lógica del abrazo sobre lo oral, o dicho de otra
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m anera que nos parece más ju sta con los hechos, del
abrazo uno de cuyos componentes o en cuyo seno se eje­
cuta la operación del am am antar (se). Más aún teniendo
en cuenta que en la experiencia del abrazo la madre es­
tá funcionando como un lugar, el hijo la habita, se aloja,
en el acto del mutuo estrechamiento. Al respecto, cabe to­
davía detenerse en la forma redondeada del abrazo, dia­
grama (en el sentido deleuziano) de esas m asas de gara­
batos redondeadas que irán abriéndose paso en los

, 8. Es indispensable su b ray ar este “m utuo” resignificador - y resig-


n iñ c a n te - del acariciar y abrazar, pues la persistencia inconsciente
del adultocentrism o en la reflexión teórica lleva u n a y otra vez a pen­
sa r al niño pequeño bajo la figura del objeto', objeto de la caricia m a­
tern a, etcétera, operando u n a verdadera represión sobre la actividad
acariciadora y abrazadora del pequeño. Aspecto vigorosam ente real­
zado por Jessica Benjam ín. Véase Los lazos de amor (Buenos Aires,
Paidós, 1996), y ya desde su prim er capítulo.
primeros dibujos, m asas que son self, según lo desarro­
llan Dolto y M arisa Rodulfo.
Desplegados todos estos matices, tomadas las precau­
ciones para que no se obliteren, la experiencia del psi­
coanalista trabajando con niños a veces muy perturbados
valoriza con una intensidad mucho más clínica la propo­
sición de Freud sobre esa escena matriz, y sobre su ca­
rácter constituyente, a futuro (pues lo más rico está ju s­
tamente en que no se lim ita a la presencia de un goce
actual). Con una ampliación posible, que bien puede sin­
tetizar, en el paso que media de Freud a Winnicott, déca­
das de trabajo con chicos: no es sólo m atriz de la sexua­
lidad hum ana, tam bién lo es del “narcisismo”, de los
procesos de subjetivación en el sentido más lato.
¿Qué hace una matriz? Dispone, vertebra, ordena una
serie de elementos de un modo determinado. Viene al ca­
so hacer notar cómo se suele banalizar la noción de “so­
porte”, dejándola adherida a sus connotaciones laberínti­
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cas más elementales. Pero si la tomo en. serio y escribo,
por ejemplo, que esta hoja soporta mi escritura, está im­
plicado un lugar, y un lugar cuyas características orien­
tan la disposición de cualquier serie de términos que se
aloje en él. En lo concreto de los m ateriales examinados,
se concluye que si falla esa m atriz del abrazo con una
mujer, mal puede haber coito: éste se diluye en una serie
de conexiones parciales de “m áquinas” (Deleuze-Guatta-
ri) u “órganos” (Freud), perdida la referencia a una expe­
riencia subjetiva matricial. De donde será inútil o de
muy escaso provecho analizar la perturbación erótica del
paciente en el plano conceptual de la angustia de castra­
ción salteándose la enormidad de la ausencia de una m a­
triz de abrazo y acariciamiento consistente. Y si se quie­
re pensarlo en el vocabulario de la “falta”, entonces
habría que formularlo así: no es, por ejemplo, que algo
faltaría en la mujer sino que falta la mujer, como lo plas­
ma escuetamente la escena del diarero. Revisando el m a­
terial que hemos expuesto y discutido en el hilo de esta
interpretación se ilumina todo de nuevo. Avanzando un
poco más, se dibuja esta contraposición, este paralelismo
diferencial: la niña de la tiza no tiene hecho el pizarrón,
“m atriz” o “soporte” de la escritura, así como nuestro
adolescente no tiene hecha la mujer, m atriz endeble que
justifica tantas diluciones y desfiguraciones.
Es notable que el primero y gran efecto de esta labor
analítica sobre el paciente fuera una franca mejoría en
sus posibilidades de escribir música; particularm ente ca­
yó en la cuenta de cuándo se resentía por la carencia de
una función de bajo, totalm ente descuidada o no incluida
por él hasta entonces. La ausencia de una vertebración
armónica que condujese y regulase el sintagma melódico
derrum baba paulatinam ente la secuencia. Salido de esta
“pátina fungosa”, empezó a concluir un montón de piezas
bosquejadas, interrum pidas, languidecientes a medio ca­
mino.
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Cuerpo 4»- Espejo Pizarrón
(madre) (hoja, etcétera)

Caricia Rasgo Trazo

Esta referencia estratégicam ente decisiva de Jacques


Derrida, esta escena abierta en la escritura que es la es­
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cena de escritura, en el encabezamiento de este capítulo,
ha presidido más o menos silenciosamente lo anterior.1
Siguiendo este camino es que volvimos a poner en esce­
na la escena definida por Freud como “m atriz” de cual­
quier goce humano, el que sea, a fin de pensarla como
una muy singular escena de escritura entre madre e hi­
jo, que va a regular la vida erótica posterior pero tam ­
bién muchas otras cosas, la posibilidad misma de escri­
bir en otros espacios y sobre otras superficies, según ya
entreveíamos.

1.' Por supuesto, son innum erables los lugares donde buscar esta
escena en D errida (dejando en suspenso que todos sus escritos están
puestos en juego según ella); no sólo F reud y la escena de la escritu­
ra/m ás fam iliar a los psicoanalistas por razones obvias, tam bién “La
doble sesión” (en L a diseipinación, Barcelona, E spiral, 1980) y De la
gramatología (México, Siglo XXI, 1976).
Por otra parte, y según lo habitual en Derrida, hayf
una toma de distancia respecto al orden del concepto con
su cortejo burocrático de definiciones, oposiciones, etcéte­
ra. Más bien a la escena de escritura se llega poniéndola
en escena, por tanto voy a escribir poniéndola en juego
de alguna m anera que, además* 110 es cualquier manera.
Por de pronto, conviene llam ar nuestra atención hacia el
punto de que esta implicación compleja entre ambos tér­
minos hace de todo escribir un acto más complejo que si
lo limitamos a una técnica, a la cuestión de ciertos ins­
trumentos (como la tiza) y cosas así. No se constituye una
escena sin fantasmas intersubjetivos, sin el fantasma de
la subjetividad incluso, y sin ciertos ritmos e intervalos
que Derrida designa espaciamientos.
Aquí no está de más tampoco convocar cierta tradición
psicoanalítica: la escena forma parte de algo más funda­
m ental que la rutina del sistem a de los conceptos, forma
parte del modo de pensar de algunos textos psicoanalíti-
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cos, desde la escena originaria, la escena del niño a quien
le pegan (Freud), a la escena del júbilo especular (Lacan)
o a la escena del niño agarrando el bajalenguas (Winm-
cótt), sólo por hacer un itinerario corto. Al decir “tradi­
ción” tam bién insinuamos un orden de cosas de mayor
peso que el académico conceptual del discurso universi­
tario. El establecimiento de escenas en psicoanálisis guía
la interpretación, análogamente a como las escenas en el
interior de la clínica psicoanalítica suponen una configu­
ración particular de ciertos elementos que han de gravi­
tar drásticam ente -h a s ta cruelm ente- en todo lo que
sean puntos de inflexión de la estructuración subjetiva.
Esto no deja de involucrar enseguida otro término de
funcionamiento más bien silencioso, el de secuencia. La
escena (se) dispone (como) una cierta, secuencia; la se- -:
cuencia despliega en lo sintagmático una escena que 710$
siempre sabemos cuál es.
Si la escena (y la secuencia que le es inherente) espa-
|:|ia a su m anera un conjunto de términos, destaquemos
que espaciar es tam bién hacer existir, dar lugar a existir.
No es que haya “sujetos” que gobiernen la escena de es­
critura bordeándola por su afuera: recién en el campo de
fuerza de una escena de escritura se hace distinguible lo
¿(fue podamos llam ar un “sujeto” o más. La escena no es
/ entonces expresiva, en ella se fabrican y suceden cosas,
sin excluir la prim era vez de las cosas.
Las historias del psicoanálisis entre nosotros en las
Si^itimas tres décadas y las rutinas de vocabulario deriva­
das hacen que tam bién merezca puntuarse la m anera en
|fque la escena de escritura se desmarca de una “lógica” de
la escritura. Allí donde abrimos la puerta fascinadamen-
te a esa lógica, allí nos va a regir sin ningún reparo el sis-
■tema de la metafísica occidental, y con él, todas sus obli­
gadas impasses. Sólo recordemos que el psicoanálisis
¿ debiera m ostrarse aquí especialmente cuidadoso, toda
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vez que se emplaza en una de estas impasses (soportan-
!;’do así no pocas paradojas): la’ que opone “ciencia” a “no
ciencia” como términos de una división firme. (De man-
fí'tenerse sin fisuras ni incertidumbres, el psicoanálisis no
tiene medio para respirar, se queda sin espacio.)
Que nada se escriba fuera de una escena de escritura
¿cuyas condiciones en cada caso habrá que establecer, es
Ero principio claro de inm ensa ayuda para el trabajo clí­
nico. Para empezar, permite un mejor estudio de situa-
Hciunes cotidianas que, sin la consideración analítica, que­
dan sumidas en la trivialidad al no percibirse sus
alcances. Tomemos por ejemplo esa decisión del adoles­
cente de m utar su entorno, barriendo con los significan­
tes de la niñez que pueblan su espacio y reemplazándo?
| los con diversos pósters y graffiti con citas de Charly
García y del Che Guevara. No es lo mismo pensar esto
g'como una m uestra de “conducta” evolutivamente signifi­
cada que reparar en que las paredes de ese cuarto son
hojas, pizarrones, superficies de inscripción, y la escena,í
una aparentemente solitaria donde él se está reescribien-
do en tanto subjetividad deseante, “reterritorializando%
(Deleuze-Guattari) su espacio habitual de reconociraien-^
to, el espejo de su cuarto. En este poner y sacar se juegan
operaciones de escritura, de borrado y vuelta a escribir
tanto o más im portantes como tales que las que las defi-
nicionés convencionales de escritura connotan bajo este
nombre. Se libera, si procedemos así, una fuerza teórica
incalculable.
Lo mismo reexaminando otra situación harto cotidia­
na: el acto'de la comida montado entre madre e hijo, tam­
bién concebido en los mismos términos desbana lizad ores.
Bien pensado, es una situación muy predispuesta a un
denso entrecruzamiento de motivos míticos: de lo oral en
esa familia, de los fantasm as en torno de lo lleno/vacío,
de lo limpio y de lo sucio, del lugar concedido al empuje
lúdico (que tiende a una relegación benéfica del comer
stricto sensu, “por añadidura” (Lacan), si se le deja mar­
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gen para ello sin excesivas “llamadas al orden” de la “lí­
nea” del cuerpo que impone como ideal según el hijo sea
varón ó nena, etcétera. Nuevamente, allí donde el obserjs
vador conductista sólo puede ver pautas de condiciona
miento, la perspectiva psicoanalítica que propongo abre
la m irada a una multiplicidad de escrituras en juego en
una escena que aportará tantos motivos constituyentes
de lo que molarmente designamos “sexualidad”, “narci­
sismo”, “imagen inconsciente del cuerpo”, etcétera, así
como a sus diversas inflexiones de perturbación. El tra
bajo teórico de llevar distintas situaciones típicas de la
cotidianidad al rango de escenas de escritura e interro
gar qué se escribe allí se ve largam ente recompensado, j
Dejamos a nuestro adolescente en ese punto donde la
falta de mujer - a la que localizamos' con un matiz dife­
rencial como no lo mismo que la falta en la m ujer- deri­
vaba en sorprendentes efectos, tal la falta de bajo para
.'íjV¡,
escribir una composición, que no consigne su despliegue
sin columnas armónicas,2 cúyo cimiento tendrá durante
muchos siglos un nombre sumamente instructivo para
Ijiósotros: bajt) continuo. Hemos esbozado al respecto las
lideas bien de desubjetivaciones más o menos parciales,
bien de fallas o déficit en lo que podríamos llam ar la es-
fcrituración del cuerpo y/o en los procesos de subjetiva­
ción Hemos tam bién al respecto evitado deliberadamen­
te entrar o caer en el vocabulario psicopatológico al uso,
particularmente en la alternancia neurosis/psicosis que
’lo gobierna (de un modo que nos resulta excesivamente
unilateral).3 En principio como una precaución de méto-
do para no sofocar nuestra investigación con el recurso
demasiado rápido a esquematismos. Antes de determ i­
n a r si lo que le pasa a nuestro paciente es “neurótico” o
' “psicótico” nos interesa mucho más que la dirección de lo
que trabajamos interrogue h asta el borde de la puesta'en
tela de juicio la competencia de aquellas categorías, que
?
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2. U na de las grandes diferencias entre m úsica (la occidental muy
en particular) y narración lite ra ria o poética es el modo de articular
Jas dimensiones de sintagm a y paradigm a. La escritu ra polifónica,
-que se libera con u n prodigioso desarrollo d u ran te la Edad Media, im ­
plica un trabajo en la sincronía incom parablem ente m ás intensivo y
complejo que el de todos los géneros dependientes de la escritura fo­
nética. Es imposible ejecutar la composición m ás sencilla sin tener
que leer a u n tiem po sobre dos ejes, horizontal y vertical. La ñgura,
específica de n u e stra m úsica, del director de orquesta, la necesidad de
su comparecencia viene a en carn ar este tipo ta n p articu lar de texto,
ausente o sólo laten te en otras culturas. De ahí el gran interés que,
en mi opinión, tiene la m úsica como modelo de representación para el
psicoanálisis: cualquier p a rtitu ra , orquestal o solista, es mucho más
Aparecida a los encadenam ientos inconscientes que un cuento o un
poema. Claro que h ab ría que considerar aparte, tam bién, el caso de
las ártes plásticas;
3. Y no nos parece n ad a casual que los textos m ás ricos en la in­
vestigación y el inventario de distintas y aún “nuevass" formaciones
clínicas respondan a idéntica reserva: por ejemplo, y entre nosotros,
los de David M aldavsky y J u a n David Nasio.
desde hace mucho se ños vienen antojando demasiado'
gruesas, desmedidas y, en últim a instancia, de limitada!
eficacia clínica. ' ij
El “de” de la desubjetivación, las fallas, los déficit, los
fracasos, constituyen un régimen de nominación aparen­
temente un poco vago, pero menos comprometido con el
orden psiquiátrico,4 tanto más abierto entonces a posi­
bles hallazgos e incluso a una renovación en profundidad!
de nuestros esquemas de clasificación. v¡
La sensibilidad del muchacho a los efectos de su larga
exposición a la depresión crónica m aterna que permitió;
descubrir el análisis nos llevó a levantar síntomas y fe­
nómenos de vivencia, hasta aquel momento desapercibía
dos: también intensificó su percepción, antes tan borrosa,
Estos síntomas o vivencias podían parecer de pequeña
dimensión, o de baja intensidad, pero uno concluía en
que contribuían pródigamente al sufrimiento generaliza
do y al notorio estado de infelicidad en que transcurría la
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vida del paciente. Consideremos primero uno de los más
interesantes para nuestra investigación: sabíamos ya
que él, sobre todo en reuniones con cierta cantidad de
gente, padecía del no poder hablar de nada (sensación
que no disminuía en absoluto porque hablara), así como
no poder escuchar sostenidamente lo que le dijeran. Pe­
ro acercar la lente analítica a estas manifestaciones lé‘
hizo dar algunos pasos más. Primero a encontrar la pa­
labra más adecuada en su sentir para tales estados: él
pasaba a ser “inexistente” (y esto no era mera “represen­
tación palabra” sino bien “representación cosa” para,
nuestro héroe). Los mil hilos que Freud evocó de Goethe
salían y concurrían de aquel término. A continuación, un
descubrimiento que no parece congeniar con la idea de

4. Consúltese el indispensable texto de Robert Castel, E l ar


psiquiátrico, México, Siglo XXI, 1982.
retorno de lo reprimido pues más bien cerca lo innombra­
ble y hasta lo unheimlich si aceptamos la acepción de “in-
¡qüietante”6 para traducirlo. Hay que decir, además, que
no basta para nada con la idea de “poner nombre”; eso no
da cuenta del trabajo del paciente; disponemos de un
concepto mucho mejor como es el de (re) construcción. Es
por una reconstrucción trabajosa y que tiene además to-
dos los signos de lo afectivamente denso que el joven lle-
ga a contarnos esto (tampoco basta aquí con recurrir a la
'“asociación”, referente demasiado vago).
Le ocurre conversando, cara a cara con el interlocutor
precisamente sentir, -¿alcanza con “sentir” para hacer
.sentir lo que se esfuerza por su emergencia?- que “no tie-
ne cara”, “la sensación” de que “no tiene cara”. Y ver ahí
enfrente el rostro del otro acentúa penosamente la no te­
nencia subjetiva del suyo en insensible crescendo. Por su­
puesto, la experiencia se repite. Y una vez reconstruida,
parece fundar en ella lo intransitable de todo lo que lla­
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mamos “vida social” para este adolescente.
Enseguida, lo contado se asocia irresistiblemente al
'Complejo “mujer de espaldas” así como con la citada ani-
malización cuasi alucinatoria del rostro de la mujer

•v' '5. En distintos contextos he insistido sobre la necesidad clínico-


!teórica m ás que la simple comodidad o conveniencia de introducir es-
te vocablo p ara la traducción de unheimlich-, la exclusiva apelación a
¡¡¡“siniestro” tiene m ás de u n inconveniente. Prim ero el de la exagera­
ción; hay vivencias unheim lich que tran sm ite un paciente que son
bien inquietantes sin llegar en absoluto a los rhárgenes de lo propia­
mente siniestro. Esto a su vez hace correr el n ad a infrecuente riesgo
filie banalizar totalm ente este térm ino, cuya cualidad propia debería­
mos preservar. Me parece mucho mejor seguir el ejemplo francés e in ­
glés donde se dispone de dos m atices sem ánticos alternativos (un-
canny-sinister, in q u ietan te étrangeté-sinistre)\ no se consigue advertir
ganancia alguna en disponer de uno solo.
El trabajo clínico cotidiano agradecerá estas m atizaciones. Queda
para otro lugar elucidar los alcances y confluencias del p a r cuyo uso
estoy proponiendo.
cuando se acerca no de espaldas. También a lo que él lla|
ma volverse “mecánico” en algún momento de esas sitúa I
ciones. La no figuración de su rostro, pensada con cuida­
do, deja interpretar su ostensible (y quejada) falta de
interés en cualquier cosa que sea tem a de una conversa-;
ciórí, como em anada de su certeza de que en nada de lo:
que se habló va a figurar él (extraigo lo de “figurar” de su
propio léxico). Enlazándolo a cuestiones desarrolladas
supra, todo sucede, diríamos, como que no logra habitar*
aposentarse, en el discurso de los otros, del grupo, de los
amigos.
La conversación más “de actualidad” y aun más trivial
sostenible (la mayoría, entonces) se puede llevar a cabo
satisfactoriamente en la medida en que sus interlocuto­
res se sienten figurando en el contenido de ella. Al pa¿
ciente prácticamente le ocurre lo contrario: así se hable
de lo que más le concierne no se localiza allí; afinemos la
formulación: no localiza una sensación de su cuerpo allí.
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Si el tedio de esa vida “social”, “el espantoso aburrimien­
to de la vida burguesa” (Flaubert) se mitiga no sobrepa
sando cierto standard de soportabilidad, es merced a que
por lo menos figuro allí en algún nivel y aspecto de lo que
se dice. Para el paciente, el vacío y el aburrimiento alcan­
zan, en cambio, una dimensión totalm ente mayúscula.
Llegados aquí se impone tam bién escribir que hay un
desmayo o un colapso de la identificación, o de las iden:
tificaciones, así como de la posibilidad misma de la iden­
tificación, ya en lo manifiesto, como prim era instancia de
la identificación que hace que más o menos cualquiera
reconozca rasgos de sí en algún elemento de un “tem a” de
conversación.
Análogamente, si carece de rostro frente al de su in­
terlocutor (o podría tener ese rostro en negativo como se­
ría bajo un aspecto animal), ello implica la imposibilidad
o al menos, matizando las cosas, la extrema dificultad
del paciente para verse libidinalmente en el rostro del
, otro (más allá de las apariencias de similitudes compar­
tidas, que para él son “mecánicas”). Este es uno de esos
procesos que Winnicott comenta, se “dan por sentado” en
multitud.de casos. No aquí.6
(Y análogamente aún, el “agujero” en lugar de la vagi­
na refleja el agujero en algún punto de su proceso de sub­
jetivación.) (Véase análogamente el “no siento que la ten­
go parada” aun en el pleno de la erección).
La conclusión más im portante (también porque aleja
al paciente de permanecer resistencialmente detenido en
las “relaciones de objeto”), y h asta aquí generalizable, es
que algo de su propio cuerpo no se escribe sino bajo for­
mas muy débiles o negativas a lo largo de diversos proce­
sos. Volviendo a la m atriz freudiana donde propusimos
acentuar el abrazo -regreso para ordenar en ella este
manojo de elementos más o menos conjuntos más o me­
nos dispersos-, Piera Aulagnier nos ha enseñado a detec­
tar allí, allí donde se consuma alguna experiencia matri-
cial como experiencia de la vivencia de satisfacción, la
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formación de una zona objeto (por ciertas razones tam ­
bién podríamos escribir la erección de una zona objeto).
Esta formación es sim ultánea para ambos componentes
y sin delimitación opositiva, lo que no equivale a decir sin
delimitación; es un exponente a nivel de la subjetivación
del cuerpo propio de lo que Derrida designa diferencia no

6. Los an alistas solemos u sar de un modo metafórico m uy laxo té r­


minos como “im posibilidad”, con el inconveniente, repetidam ente ex­
perim entado en la enseñanza del psicoanálisis, de u n a comprensión
estrictam ente literal. Aquí la “im posibilidad” del paciente se ciñe al
subterráneo y h ab itu al gozar de tener rostro al verse en el del seme­
jante, gozando así no su b terrán eam en te de u n encuentro con el otro,
“O bjetivam ente”, claro está, el paciente reg istra los rasgos que confor­
m an lo que llam am os rostro. Luchamos siem pre fracasadam ente con­
tra la trem en d a im precisión (y pobreza) del lenguaje, de la cual la me­
táfora se hace significante en el vuelco de “la riqueza”.
oposicional.7 (Que Piera Aulagnier lo escriba zona-objeto
es una inconsecuencia de su escritura con su concepto, ya
que el guión así utilizado pertenece al proceso secunda­
rio, al régimen de las oposiciones binarias.) (También
una inconsecuencia con la práctica clínica y con la esce­
na de escritura que se está esforzando en traducir.) (Ca­
be ahora discutir si es más ventajoso escribir zona obje­
to o zonaobjeto; ambas dan cuenta de los espaciamientos
no “indiscriminados” ni binarios, pero a la prim era se le
podría reprochar su fidelidad a la oposición entre pala­
bras, así como a la segunda cierta huella del mitema de
lo confusional.)
El caso es que en nuestro paciente hay testimonios de
deseo como de construcción insuficiente de zonas objeto
del tipo pene vagina, lo cual craterea y erosiona su desa­
rrollo libidinal. Y esto acerca muchas de sus experiencias
eróticas distorsas a esa im aginería medieval donde a tra ­
vés de la belleza y la perfección fálica del cuerpo se en­
trevé el esqueleto como significante del cadáver en el
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cuerpo, ya en el cuerpo, anticipando la muerte, la deten­
ción extrema de los procesos de subjetivación.
Saquemos algunas cuentas:

- Los órganos libidinales (para atenerse cortésmente


a un término clásico; tam bién podríamos decir “imagina­
rios”, “fantasm áticos”, “subjetivos”) se escriben, literal
mente, se dibujan (tal cual se dibuja una figura en un pa-

7. E n este punto, el lector en contrará u n a significativa diferencia


con textos anteriores, como E l niño y el significante, donde no utilizar
esta distinción asim ila aspectos no opositivos del vínculo tem prano a
confusión, no discriminación, etcétera, lo que menos toscam ente da a
pensar en esa no identidad de diferencia y oposición. U na demolición
psicoanalítica y clínica del motivo de la “indiscrim inación” (entre m a­
dre y niño, sujeto y objeto, etcétera) se encuentra, insuperable, en Da­
niel S tern {El m undo interpersonal del infante, Buenos Air.es, Paidós,
1991); una altern ativ a no siem pre epistem ológicam ente clara, en la,
obra de Sami-Ali.
peí), y a las vicisitudes diacrónicas de esos dibujos las lla­
mamos historia. Si el acariciar nos detuvo, es en la me­
dida en que constituye una dimensión privilegiada de es­
ta escritura.®
Como si dijéramos: eso, el eso, dibujado por la anato­
mía, hay que volver a dibujarlo para que sea propio cuer­
po.
- La constitución del cuerpo del niño resulta de diver­
sas escenas de escritura en red, componiendo una se­
cuencia de tiempos lógicos y cronológicos. Tomemos otro
ejemplo, el habitualm ente descripto como “iniciación se­
xual” en la adolescencia. Metapsicológicamente, debería
tener que ver con el paso de estructura de la fase fálica a
la fase genital. De la trivialidad de las dataciones la sa­
ca considerar esta “iniciación” como toda una escena de
escritura donde algo nuevo se pone a punto: el orgasmo,
valga el caso, o la configuración de un tubo como la vagi­
na con elementos acarreados desde lo oral y desde lo
anal. Esto implica que “órganos” como estos no estaban
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terminados de hacer (radicalmente otra concepción que
la que imagina ingenuamente una “iniciación” llevada a
cabo con órganos preexistentes), estaban a medio escri­
bir, bocetos de los genitales propiamente dichos. Bocetos
que se “term inan” de hacer en el coito, en el prim er coi­
to, para ponerlo en lenguaje mítico. (Más verazmente,
tendríamos que acotar: se vuelven disponibles para futu­
ros conflictos, conflictos que antes no podían contar con
ellos.)
- Cuando un niño dibuja, modela o le hace hacer cier-
; tos recorridos a sus juguetes, está repitiendo, con toda la

8. Por supuesto, se puede ligar con ventaja lo expuesto sobre la ca­


ricia a lo anteriorm ente desarrollado por nosotros en otros textos so­
bre las funciones tem pranas del jugar, en p articu lar la que ubicamos
en prim er térm ino como fabricación de superficies. Véase en E l niño
!y':el significante la sección de las “Tesis sobre el ju g a r”.
enorme carga de tensión diferencial que la transposición
supone, pasos de escritura que antes se cumplieron en el
plano de ese singular dibujo, la caricia. El ponerse el ni­
ño a trazar rayas dispersas sobre una hoja, tan “elemen­
tal” como parece, es el desemboque de largos trabajos de
escritura cumplidos sobre otro terreno. De estos trabajos
depende la existencia y funcionamiento de esa cosa tan
compleja que tan abreviadamente llamamos cuerpo. El
dibujo más “primitivo” es una transposición y un deriva­
do de procesos de escrituración muy complejos y acciden­
tados.
- C uarta consideración, que.se abre con la introduc­
ción en la escena teórica de la escena de escritura. Con­
cierne a la m anera de pensar el narcisismo, sobre todo en
su constitución prim aria (adviértase que al centrar nues­
tra atención en el motivo del cuerpo como algo a escribir­
se nos movemos en el interior de aquel concepto funda­
mental). Desde el principio, lo dominante ha sido el
motivo de la unificación, con el yo como su resultado; to­
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do discurso sobre el narcisismo, en particular el prim a­
rio, ha creído indispensable enfatizar este punto.
Estimamos que el trabajo en la clínica ha vuelto insu­
ficiente esta referencia, sobre todo si la idea es que la
función principal, lo que viene principalmente a hacer el
narcisismo en la psique, es cierto efecto, más o menos en­
gañoso, unificador. Idea cuyo inmediato inconveniente es
alim entar la suposición de que habría estados o patolo­
gías donde el sujeto no habría alcanzado cierto tipo de
unidad, conclusión irremediable a la que lleva el pensar
binariam ente todo cuanto se dice u ocurre. Así, será fácil
escuchar en ateneos, supervisiones y otros lugares de in­
tercambio, que un paciente autista o psicótico (los favori­
tos de esta concepción) “no está unificado”.
Más pobre que errónea, toda esta visión puede y debe
afinarse. Las problemáticas que hasta ahora nos han de­
tenido, particularm ente la de la niña de la tiza y la de
nuestro adolescente de la pátina fungosa, no adelantan
gran cosa en su elucidación apelando a aquel criterio.co­
mo criterio rector para pensar el narcisismo humano. La
consecuencia derivada que acabamos de exponer es lo
más erróneo de todo: nadie puede vivir en la desintegra­
ción, sin unificarse de alguna m anera (véase ya en Spitz
los niños que mueren por una tem prana desintegración
psicosomática en los casos de hospitalismo .agudo no re­
suelto). Por lo tanto, el punto no será si sí o si no unifica­
ción, sino la cualidad de ésta, por qué medios se adquie-
,re, a través de la identificación con qué. El caso de un
pequeño autista, cuando su referencia unificante es una
máquina, por ejemplo las aspas de un ventilador giran­
do, es patognomínico. Que este proceso se cumpla con
una suerte de “objeto parcial”, y además no humano, ni
siquiera viviente, no nos autoriza en absoluto a postular
que ese niño viviría en estado de fragmentación. Lá pri­
mera operación que proponemos es entonces desplazar la
pregunta, interrogándonos -con la ventaja suplem enta­
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ria de exceder el esquema de la lógica binaria o fálica-9
en cada caso sobre cómo se da la unificación, a través, in­
cluso, de qué formaciones patológicas10 (no pocas veces
tanto más patológicas por su misma compulsión unifi­
cante).

9. P a ra u n exam en breve de este punto puede consultarse en el


número inicial de Diarios clínicos mi artículo “Las teorías psicoanalí-
ticas infan tiles”.
10. Es u n a perspectiva que, ya que hay muchos que se interesan
en eso, tiene el derecho de reivindicar p ara sí el título de “freudiana”:
el concepto capital de tentativa de curación sucede en F reud a una ex­
periencia desintegradora como la del “fin del m undo” en el hu n d i­
miento esquizofrénico. Dicha ten tativ a reconstruye como puede el
mundo, y el estado en que encontram os siem pre al paciente es el es­
tado en que lo tiene enfermo (pero uno) su te n ta tiv a de curación. La
vivencia de desintegración, destrucción y fin no es un estado en el que
alguien pueda perdurar.
(Para no reducir la cuestión a patologías de extrema
gravedad, vale la pena recordar la recurrencia a identifi­
caciones animales unificantes en muchos niños con
transtornos narcisistas no psicóticos.)11
El segundo paso de desplazamiento lleva la considera­
ción de la unificación a la problemática de la subjetiva­
ción que hemos abierto desde el prim er capítulo. En esta
perspectiva podemos decir: si un niño se unifica en torno
a una referencia no hum ana, no como miembro de la es­
pecie hum ana, se tra ta de un fracaso de cuantía en los
procesos que lo van subjetivando. Vivir el coito o el juego
amoroso entero como un acople mecánico de piezas es
otro grado y otro tipo de subjetivación deficiente o nega­
tiva (pero el paciente no está “fragmentado” en esa con­
dición).12
¿Cómo ir especificando un poco más esa subjetivación,
con qué juegos de la “teorización flotante” (Aulagnier)?
Escojamos primero el motivo (mítico) del paso de la na­
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turaleza a la cultura, concebido como trabajo en la auto­
génesis. La escena de la alimentación planteada como es­
cena de escritura que describimos es un m aterial tan
bueno como muchos otros. Si comer no es sólo una activi­
dad “natu ral”, el niño podrá luego metaforizar en el de­
seo de ese verbo su amor o su ambivalencia. Si comer es
escribirse, ya no es pura cuestión de naturaleza, de cosas
tales como proteínas, etcétera; y no es de poco interés
que cuando algo esencial del paso se ve perturbado, lo

11. Véase el libro colectivo de la Fundación Estudios Clínicos en Psi­


coanálisis, compilado por mí bajo ese mismo título (Buenos Aires,
Paidós, 1995), particularm ente el historial de M ariano (capítulos I y VI).
12. Corresponde m encionar tam bién a Dolto; su teoría de la espe-
cularidad y, m ás tard íam en te, de lo que se juega en lo que ella llama
im agen inconsciente del cuerpo, sobrepasa largam ente el motivo del
unificarse como principio rector de las vicisitudes n arcisistas y con­
verge -como que h a contribuido a p en sarlo - con n u e stra categoría de
subjetivación.
que se produce más corrientemente son fenómenos de
mecanización maquinización como los que hemos estu­
diado. Es decir, los dos términos sufren una alteración,
no sólo el segundo: el esperado -por los cánones de la me­
tafísica occidental- retorno al “estado de naturaleza” (en
el que todavía solía creer Freud) no se produce. En lugar
de “instinto anim al”, por ejemplo, una sexualidad robóti-
!.;ca (y puede apreciarse esta metamorfosis no esperada en
multitud de fenómenos contemporáneos).
No estaría de más examinar por las vías que nos pro­
pone el eje al que estamos recurriendo algunos lugares
comunes del psicoanálisis que alguna vez fueron concep­
tos pensados. Por ejemplo, lo decisivo en el “corte” opera­
do por la función paterna sobre las políticas incestuosas
es si ese corte se ^íace de modo y en condiciones tales que
tenga un efecto subjetivante sobre el protagonista de la
operación. Pues un “corte” con todas las reglas del arte
de lo “simbólico” puede, en la realidad escrutada por la
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clínica, funcionar como mutilante.
La diferencia que nuestro adolescente articuló en su
propio vocabulario entre “estar cerca” y “estar con” vale
ser recordada ahora: la segunda formulación exhibe un
grado exitoso de subjetivación ausente o muy disminuido
en la primaria. Sólo que, viniendo esto de tiempos de
constitución donde la zona objeto no había aún llegado a
posteriores inscripciones de contraposición (zona-objeto,
zona/objeto, etcétera), le impide al paciente a la vez que
gozar con alguien gozar de su pene. No sólo entonces fa l­
ta la mujer, falta también de sí.í3 Provisionalmente al

13. Prefiero escribir “sí” a “sí m ismo” por divergencia con la h ab i­


tual traducción que se hace de self. E sta traducción no tom a en cuen­
ta los casos en que se escribe “selfsarne” o “selfsameness” y cae con
precipitación en un térm ino ta n discutible, ta n m etafísicam ente com­
prometido, ta n problem atizado contem poráneam ente (y no sólo por el
psicoanálisis), como “rqismo”. Los recientes avances y entusiasm os
por la clonación deberían b a sta r p a rá ten er u n poco m ás de precau-
menos vamos a hacer una enmienda al vocabulario de
Winnicott, cuidando el espíritu de una formulación capi­
tal: cuando ocurre no sólo que falte el “objeto” sino esa
“falta de sí”, Winnicott precisa, se llam ará a eso depre­
sión psicótica, en oposición a la depresión neurótica, con­
centrada en la categoría clásica de pérdida de objeto. A
mi entender, el apelativo “psicótico” complica mal las co­
sas (acorde con la enérgica crítica de Nasio al respecto):14
por lo pronto, el paciente considerado no lo es, y bien que
abunda en fenómenos de “depresión psicótica”. Siguien­
do el camino que abre mi propio uso del término depre­
sión,15 me atendré ahora a escribir sencillamente “depre­
sión” cuando hay enjuego algo de esa falta de ser falta de
sí, reservando para “la otra” depresión, bien “duelo”,lbien
“tristeza” según los casos. Con la ventaja que se gana en
cierta despsiquiatrización del léxico, y con la ventaja
añadida de contemplar una diferencia que la clínica nos
enseña a respetar, cual es la distinción entre un estado
depresivo y uno de tristeza común. (Una honda tristeza
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puede darse exenta de toda depresión, una leve depre­
sión es otra cosa que sentirse triste.)
Lo expuesto ya basta para percibir la insuficiencia de
recurrir a la unificación para esclarecer problemas como
los expuestos. El no lograr “sentirse con” no obvia la po­
sibilidad del paciente de unificarse en diverso género de
cosas... m ientras no lo sea en una dimensión genuina-

ciones con u n a noción ta n cara a la m itología de Occidente, ta n in trín ­


seca a sus fantasm as. Véase Lévi-Strauss, C., H istoria de lince, B ar­
celona, A nagram a, 1990.
14. P articu larm en te en Los ojos de Laura (Buenos Aires, Amorror-
tu, 1993). Ya su delim itación de formaciones del objeto a se dirige cla­
ram ente a forjar u n a altern ativ a a la partición b ru ta l del campo en
neurosis/psicosis.
15. Véanse los dos capítulos a ella consagrados en m i Estudios clí­
nicos ya citado.
mente intersubjetiva. Sigamos entonces la tarea de espe­
cificar nuestro concepto alternativo; si ha de ser un con­
cepto y no una vaga referencia, hay mucho trabajo por
hacer.
He escrito trabajo, palabra con tantos usos y niveles
de funcionamiento en la emergencia misma del psicoaná­
lisis: remitámonos a la evidencia de que no sólo aparece
como contenido en un sistem a lexical teórico, envuelve,
un poco a la m anera de Karl Jaspers, aquél, ya que
nociones tan indispensables y globales como la de psi-
quismo están desde antes del desenvolvimiento diacróni-
co de la conceptualización pensadas como trabajos.
Tratándose de Freud no es “como un lenguaje”, es “como
un trabajo”. Detengámonos ahora en una de sus apari­
ciones más capitales: a propósito de la relación con la
pulsión, a propósito de su estatuto no simple de definir,
Freud enuncia una dimensión fundam entalísim a del tra ­
bajo psíquico, del trabajo entendido como trabajo psíqui­
co, trabajo al que condenaría (en el sentido de Piera Au-
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lagnier) nuestra “ligazón con lo corporal”. En esta
dimensión, la exigencia de trabajo como exigencia que se
le impone al psiquismo (un psiquismo que, por otra par­
te, ¿sería localizable como tal fuera de ella?) es una con­
secuencia de aquella ligazón a lo somático. Ésta es su
causa, tal cual Freud lo enuncia. Y entonces viene al ca­
so recordar que, a su turno, el concepto metáfora de liga­
zón (Bindung) es ta n antiguo, ta n desde siempre, y tan
im portante en Freud, no menoé que el de trabajo; entre
ambos existe, además, una implicación textual muy fuer­
te: el trabajo de la ligazón, se podría decir, la ligazón co­
mo trabajo que media el procéso .primario y su paso al se­
cundario. Pero la prim era fórmula excede un paso el
campo teórico de Freúd.
Es con m ateriales como los estudiados que podemos
alcanzarla. Freud da poi|sentada la ligazón con lo corpo­
ral; de ella parte, para ocuparse de las ligazones (sexua­
les, eróticas) que se hacen a p artir de la demanda que
una ligazón ya constituida con lo corporal plantea. No es
en absoluto sólo una cuestión “teórica”: en el horizonte de
una clínica centrada en las neurosis de transferencia no
hay espacio aún para desuponer la ligazón. Será el tra ­
bajo del último medio siglo con pacientes autistas, con
síndromes genéticos, con depresiones de diverso rango,
con psicosis de diverso tipo, en fin, con transtornos psico-
somáticos, y más allá, con inclasificables, el que pondrá
en evidencia que la ligazón con lo corporal no es un dato,
no es algo que un psiquismo se encuentre ya hecho y ase­
gurado; cada vez, cada niño debe emprenderla y conse­
guirla.
Ahora bien, la hipótesis que nos permite exam inar y
defender el recorrido previo es que esta ligazón con lo
corporal es la escritura misma del cuerpo; el niño la ob­
tiene escribiendo a un tiempo su cuerpo propio y el cuer­
po materno en el cual aquél se apuntala, No otra cosa es­
tuvo en juego si hablábamos de “irse a vivir” o de
“aposentar” el propio cuerpo (en) el cuerpo de la madre.
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(El autismo es probablemente el extremo del cabo en el
fracaso que testim onia el trabajo de la ligazón, de la cual
sólo quedan restos como de un naufragio: los estereotipos
hipersensoriales recurrentes.)
Ampliamos o modificamos entonces la fórmula clási­
ca: la “prim era” exigencia de trabajo que se le plantea a
lo que (antes de eso no) es psiquismo será el entram ar
cuerpo. Sólo después de esta operación (que podemos sos­
pechar ardua y larga) se podrá im aginar una situación
donde un cuerpo reclama a un psiquismo cierto trabajo.
Pero no es éste el caso si un joven no logra experimentar
la sensación de la erección o se le disgrega el rostro de la
mujer que tiene cerca.
¿Qué hace el niño al dibujar? La perspectiva puesta en
juego se aleja radicalmente de la noción de una superes­
tructu ra expresiva cómodamente instalada sobre una li­
gazón con lo corporal regalada de antemano. En cambio,
nos propondremos pensar en ese hacer de su dibujo como
“un nuevo acto psíquico” en que se vuelve a plantear el li­
gar su cuerpo, ligarse a su cuerpo, ligar su cuerpo a: to­
do eso junto. Con este giro, el dibujo pasa a ser uno de los
modos fundamentales, uno de los trabajos concretos, en
que toda esta ligazón se opera, lo cual, de un golpe, acla­
ra su universalidad en determinado período de la vida.
(Retrospectivamente, se vuelve a valorar la sabiduría de
la fórmula de Dolto, inmejorable, al señalar que dibujan­
do lo que fuera y cada vez que lo hace el pequeño “se di­
buja”.)16 No agotará esto el'problema de las otras signifi­
caciones, donde el psicoanálisis se ha detenido bastante;
eso sí, transcurre como su reserva de sujeto primordial.17
Ahora estamos en mejores condiciones para apreciar
el término de subjetivación introducido, entendiéndolo
como nombre global de un heterogéneo montaje de ope­
raciones de escritura que tienen a su cargo plasm ar esa
ligazón con lo corporal (salvo que se prefiera decir direc­
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tamente que lo son). En este curso de ideas, el acceso a
la hoja de papel o al pizarrón -acceso cuya detención nos
puso en m archa- no se lim ita a ser otro paso de escritu­
ra en un sentido “técnico”, más bien se deja considerar
como otra vuelta de tuerca en los procesos de subjetiva­
ción tem prana o relativam ente tem prana. Una formula­
ción así tendría que permitirnos el acceso al asombro,
que las rutinas del adulto extravían, por el enorme salto
que supone, en el niño que va de los 2 a los 3 años, ese
trazado “primero” de rayas informes sobre un papel, sal­
to sin garante alguno en la fatalidad evolutiva.
Asimismo, podemos ya entrever la multiplicidad de

16. Dolto, F. y Nasio, J. D.: E l niño del espejo, Buenos Aires, Gedi-
sa, 1989.
17. Aquí nos parece ú til el juego de la distinción qué tra z a Nasio
entre prim ordial y principal. Véase Los gritos del cuerpo, Buenos Ai­
res, Paidós, 1996.
repercusiones metapsicológicas que ocasiona la introduc­
ción de la escena de escritura. Sobre la repetición -e n su
vertiente no compulsiva, de apertura libidinal- que pue­
de pasar a ser entendida como un trabajo (y no un meca­
nismo) o como el trabajo por excelencia de escribir la li­
gazón; sobre el autoerotismo, que ya no adm itiría ser
concebido como emanación de un cuerpo que ya-estaría-
ahí y que ya-estando-siendo-ahí lo practicaría, ahora lo
pensaríamos en la perspectiva de un o través en cuyas vi­
cisitudes se irá dibujando el saldo de un cuerpo (a su vez
esto forzará una interrogación acerca de la función del
placer en la subjetivación, apartándonos de situarlo co­
mo un fin de los procesos psíquicos). Sobre el narcisismo,
en fin, categoría tan global, si no demasiado, para las ne­
cesidades de nuestra práctica clínica contemporánea, pe­
ro que en ningún caso podríamos alejar demasiado de la
problemática de la ligazón con lo corporal. Y siendo en
exceso tan “molar”, el poner la lupa sobre una m iríada de
operaciones de escritura ha de contribuir a su especifica­
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ción interna, al deslinde de sus componentes.
¿Anidaremos justificadam ente la esperanza de que el
movimiento de escrituración emprendido haga algo por
nosotros, en relación al dualismo metafísico de la mente
y el cuerpo, tan rebatido como duradero y de efectos per­
m anentes en el trabajo clínico de todos los días?
5. LIGAZONES Y MAMARRACHOS

Homenaje a María Elena Walsh

Cuerpo --------- ► •Espejo--------------► Pizarrón (Hoja)


(madre) •

Caricia _________Rasgo _________ ^ Trazo


-«*-------------------------

Ampliando nuestro modelo gráfico inicial, lo 'hemos


redoblado con otra serie que pretendemos articulada a la
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primera; y lo que desenvolvimos en lo relativo a las fun­
ciones estructurantes de la caricia y del abrazo es lo que
nos legitima la hipótesis de un ponerla en secuencia con
el rasgo y con el trazo. Las flechas en dirección “progre-
diente” se destinan a m arcar una relación de transforma­
ción (mucho más que un “progreso”, motivo que, sin em­
bargo, no puede dejarse simplemente de lado): algo del
orden del acariciar, indican, se traslada a los otros dos
términos u operaciones, algo como necesario a su consti­
tución. El dibujo del cuerpo propio y del materno que lla­
mamos caricia se adelanta así, a esta altura de nuestra
exposición, a los juegos de encuentro en el espejo y a los
diversos dibujos en los que el niño se “representa” sobre
una superficie plana.
Pero por otra parte tam bién encontramos una flecha
en dirección “regrediente” según los criterios clásicos que
abre otra vinculación en la serie presentada y ha de ser­
virnos para diluir un prim er mito obstáculo de cualquier
posible lectura: la de la caricia como presencia “más con­
creta” y “menos simbólica” que sus compañeros de serie.1
Esta flecha dice de t o a acción que en la constitución ín­
tim a del acariciar podrían ejercer el rasgo y el trazo,
complicando la ilusión (extremadamente fantasm agóri­
ca) de conocretitud “aquí y ahora”. Un indicador de ad­
vertencia nos lo dio ya el juego de los niños a ser dibuja­
dos; “cuidado, no piensen que una caricia está term inada
como tal sin la inclusión del rasgo y del trazo”. Esto de­
term ina otra m anera de pensar los tres términos de
nuestra serie, no como una sucesión clasificatoria donde
cada uno fuera “claro y distinto” de los demás. Provisio­
nalm ente al menos, juguemos a considerarlos modos, for­
mas de la ligazón no con sino de lo corporal.
Sólo que (y esto m arca una diferencia sensible, una
vuelta de tuerca con anteriores trabajos nuestros)2 será
preciso am pliar y m atizar este “lo corporal”. H asta aho­
ra dimos por sentada la instancia cuerpo de la madre, co­
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mo si el hijo la encontrara hecha y en ese sentido el es­
cribir “aposentarse” puede tom ar u n a inflexión de
comodidad engañosa: las cosas ya estarían resueltas. No
es lo que la experiencia clínica nos acompañaría en afir­
mar, en cambio sí a resaltar cómo aquel trabajo de liga­
zón -que es a la vez una ligazón del trabajo- de lo corpo­
ral concierne al armado de ese espacio “cuerpo de la
m adre” tanto como al propio. (Por supuesto este proceso
no lo podría llevar a cabo sólo un niño abandonado a la

1. Motivo mítico común en todo el conjunto que abreviam os “el psi­


coanálisis”, su función m istificadora e “ideológica” nunca se hace tan
conmovedora como en Lacan, tanto por los alcances filosóficos que to­
m a como por lo que en el mismo texto de Lacan am aga otras posibili­
dades. E n cuanto al uso “callejero” del lacanism o, la dualidad caricia:
concreto :: trazo: simbólico o metafórico funciona con u n a rigidez e in­
genuidad feroz.
2. Por ejemplo, ya nuestro prim er libro en común con M arisa Ro-
dulfo (Clínica psicoanalítica con niños: una introducción, Buenos Ai­
res, L ugar E ditorial, 1986).
suerte de sus juegos y fantasías, implica exactamente el
concurso y la concurrencia íntim a de factores de la en­
vergadura del mito familiar, así como conoce facilitacio­
nes genéticas).3
Entrevemos otro destino histórico de este concepto de
ligazón en el psicoanálisis: su ingreso sacude la reparti­
ja de campos entre psicología y biología, y eso no deja de
incrementarse al desplazar el con a de, la escritura de la
ligazón (tanto en la teoría, tanto en la m anera de enca­
rar los m ateriales de la clínica) obstruye volver a disociar
lo corporal de todo cuanto implique la noción de psiquis-
mo y de subjetividad. No es sólo decir entonces que el
cuerpo del niño se ligue como tal, como cuerpo, también
es decir de un reacomodamiento en la teoría que nos per­
mita otro cuerpo imaginado: im aginar lo subjetivo ape­
nas se oye o se lee (en) lo corporal.
Si en cambio se lim itara uno a la suposición de dos te­
rritorios, biológico-corporal y psíquico-mental, vinculados
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entre sí por puentes de ligazón, aquel destino se malogra­
ría sin remedio. No sería quizá lo peor el mantenimiento
de dos regiones o “niveles” tan ligados a los procedimien­
tos de la metafísica occidental, peor aún pensarlos como
ya montados, previos a los trabajos de la ligazón. Esta
perspectiva vuelve ininteligibles las patologías graves de
la niñez, sólo para ilustrar una de sus consecuencias bien
cotidianas, y de paso hacer notar que no se tra ta para no­
sotros sólo ni principalmente de una refutación “filosófi­
ca” sino que se juega la eficacia de nuestra labor clínica.
Los efectos de la metafísica no son únicamente “textua­

3. A riesgo de ser didácticos, pero ta n acendrada es “la estrechez


de la necesidad causal de la m ente h u m a n a ”, p ro n ta siem pre a “dar­
se por contenta con u n único factor causal” (Freud, y la agudeza de la
observación no deja de concernirle), que al m enor descuido la vemos
reaparecer con toda su fuerza. De allí la necesidad de estos recorda­
torios p ara hacer avanzar a u n tiempo u n modelo de v arias facetas y
de m últiples dimensiones.
les” -a l menos no en una versión restringida de texto^,
ganan la calle, mejor dicho, la han ganaao siempre, la
han trazado incluso.
Entonces se plantea tam bién la necesidad de tener su­
mo cuidado con el entre, con la estrategia en la cual pen­
sarlo, valiendo esto para ese mismo peculiar emplaza­
miento, incómodo y difícil para hacer equilibrios en él,
del psicoanálisis entre la medicina y la psicología. Se h a­
bla además, significativamente, de dominios, y apenas
alguien con su cuerpo dice “cuerpo” lo supone bajo el do­
minio de lo biológico; ¿y cuál es el dominio del psicoaná­
lisis? ¿La cuestión es encontrarle uno, volviendo a repar­
tir las barajas en una negociación epistemológicamente
arbitrada, el “inconsciente” por ejemplo -que en sí mis­
mo ha tendido, si consideramos su comportamiento con­
creto, a inquietar muy poco aquella supremacía que colo­
niza el cuerpo por las ciencias biológicas-, o se tra ta de
un asalto más a fondo al motivo del dominio en sus pre­
rrogativas, protocolos burocráticos y en su vigencia más
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o menos aggiornada?
Tampoco es una salida... más que del paso, esa fre­
cuente y enfática declaración que invoca la “unidad psi-
cosomática” (infaltable en toda reunión acerca de ciertas
problemáticas y afecciones del cuerpo). Empezando por
no pasar de una declaración política (que acostumbra
m entar la unidad donde campea la discordia), siguiendo
porque conserva intactos los términos de la oposición a
subvertir, terminando porque, de nuevo, recae inmedia­
tam ente én la imagen de la ligazón como nexo entre dos
órdenes perfectamente discernibles. Eso no es penetrar a
fondo en su trabajo. Si un niño autista no contrae ningu­
na de las enfermedades corrientes de la infancia, al no
habitar su cuerpo; si un niño con depresión anaclítica no
erige sus barreras inmunológicas ni gana peso al no con­
seguir alojamiento seguro en un cuerpo materno consis­
tente; si un niño con una afección visual o una anomalía
neurológica estructura dificultosamente su narcisismo,
manifestándose torpe y como ajeno a la tridimensionali-
dad; si un niño desnutrido, aun cuando no llegase al pun­
to de los daños cerebrales irreparables, padece crónica­
mente del hecho de la desnutrición como traum atism o no
sólo proteínico; estos “ejemplos” hacen tem blar la duali­
dad espíritu/m ateria de un modo no conocido antes del
psicoanálisis, pero que el psicoanálisis a menudo retroce­
de en sostener. 1
Rastros más contemporáneos de la recaída de siempre
y de aquel no afrontamiento los podemos encontrar en el
vocabulario psicoanalítico, tal y muy pertinente el caso
de la oposición conceptual necesidad/deseo, estandariza­
da en la década del ’50. Nadie iría a discutir, creemos, la
necesidad teórica y clínica de diferenciación (que no se
confunde con la prem ura de la partición binaria), otra co­
sa es que, tras los diversos arabescos de Lacan, venga a
parar a un redoblamiento de la cuerpo biológico/mente
psicológica. ¿Se ha ganado o se ha perdido? Es un para­
digma de uno de los tantos puntos donde la ambigüedad
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freudiana tiene la ventaja de una mayor riqueza poten­
cial y donde un vocabulario moderno, al no estar pasado
de moda, acarrea un coeficiente más elevado de poder
mistificador. La continuidad de una tradición metafísica
a prueba de fuego se pone a prueba -como si hiciera fal-
ta~ en la ineluctabilidad con que la vulgata lacaniana del
psicoanálisis asim ilará sin mayores problemas necesidad
a necesidad fisiológica y deseo a sujeto del lenguaje.
Indeseable consecuencia de este “progreso” en la. con-
ceptualización es, allí donde se nos prometía una diferen­
cia, privar al psicoanalista de un concepto de necesidad
que le sirva en su práctica. Con los desequilibrios meta-
bólicos denominados “ham bre” y “sed” no tenemos mucho
que hacer; pero en cambio todo nos concierne de las ne­
cesidades narcisísticas del niño, o sea, aquellas cuyo
cumplimiento es condición para el desenvolvimiento de
la estructuración de aquél, Y todo nos concierne en la ne­
cesidad q ue el niño tiene de la intervención de las funcio­
nes parentales así como de la 1del mito familiar sin el cual
sería un desnutrido irremediable. En términos más ge­
néricos, capitalizar los descubrimientos de Spitz, que
justam ente venían a poner en muy serio entredicho la se­
cuencia positivista de “primero” comer (la necesidad bio­
lógica), “después” la cosa psíquica del juego, del afecto,
etcétera, y para eso delim itar como necesidad bien pri­
mordial del pequeño la necesidad de lo intersubjetivo, de
su dimensión. Condición sine qua non para que se verifi­
quen las operaciones de la subjetivación, no es lo mismo
que el deseo de lo intersubjetivo. Y aún más, los psicoa­
nalistas necesitamos de un concepto de necesidad inma­
nente a nuestro campo que ponga un límite a la desafo­
rada hipertrofia que afecta hoy al concepto de deseo. Por
eso recurrimos a Winnicott, cuya inflexión de necesidad
se diferencia por su cuenta de la positivista que constri­
ñe el horizonte de Freud (y que por eso puede pasar por
“ortodoxa”) como de la típicamente estructuralista de La­
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can, por tal demasiado proclive a caer en la fascinación
de la oposición binaria como hecho en sí. (En general, no
se ha prestado atención alguna a la concepción de Winni­
cott, a lo decisivo que la hace girar -explícitam ente- no
en torno a una “satisfacción” orgánicamente motivada si­
no al meeting que, si habla de encuentro, se acota al que
ocurre entre subjetividades.4 La necesidad, así pintada
como necesidad de encuentro, y de encuentro de mucho
más u otro que el encuentro de un objeto del orden del se­
no, como necesidad es congruente con el verbo encontrar

4. Agradezco especialm ente a mi colega Jorge Rodríguez (comuni­


cación personal) el in stru irm e sobre el punto. A diferencia del espa­
ñol, el idioma inglés sep ara cuidadosam ente to fín d (encontrar obje­
tos, .cosas) de to meet, lim itado a la dim ensión intersubjetiva. De éste
deriva el anglicismo “m itin ”, que designa un encuentro grupal.
más que con el verbo satisfacer, etcétera.) Un comentario
al pasar de Lacan5 ofrece su punto de vista bien acabada­
mente: la escena es una escena de comida, una escena
oral digamos, transcurre en el restaurante. Allí Lacan
hace gravitar, y exclusivamente, el deseo en torno a la
lectura del menú.
Trátase de una de esas afirmaciones que dependen
mucho del quien de la enunciación: en boca del paciente
Juan de los Palotes olería inm ediatam ente a anorexia, o
por lo menos a neurosis severa, y movería a la recomen­
dación de análisis h asta los días de guardar; en la boca
de un personaje prestigioso funciona sin transición en to­
no de verdades teóricas bien pronto establecidas. Pero,
¿qué nos escamotean ese género de verdades, ese género
tan bien urdido en atractivas oposiciones que enseguida
presionan a optar? Es bien cierto que la escena de la co­
mida no es asunto sólo de “oralidad”, que la comida tam ­
bién “entra por los ojos” -dim ensión escópica puesta en
juego en la presentación de los platos, en la paleta del
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chef, y que Lacan no incluye-; más todavía, vale su fun­
cionamiento significante y de escritura no solamente fo­
nética: así, la redacción de un menú con ciertas ambicio­
nes se detendrá en espaciamientos y otros recursos
tipográficos estrictam ente suplementarios a “la pala­
bra”, dimensión que tampoco incluye Lacan, en general
apurado en rem itir la escritura a “lo simbólico” verbal.
Pero de ahí a excluir del argumento la oralidad y todo un
cortejo a la par de diferencias táctiles, olfativas, térmi^
cas, etcétera, media un abismo, el que va de un modelo
inclusivo (para el caso el pictogramático de Piera Aulag-
nier acude muy oportuno) a otro demasiado proclive a
disyunciones exclusivas. El juego del vino en la boca pa­
ra concluir de sus destellos lo incisivo de un Chardonnay

5. Se lo halla en Los cuatro conceptos fundam entales del psicoaná­


lisis, México, Siglo XXI, 1976.
o la frescura del Chemin no es menos “simbólico” que las
variaciones fonemáticas que nos divierten si en el menú
se ofrece Tarte tartine. Y aquel juego está bien inscripto
en el paladar, no funda en diferencias verbales: de ahí la
pertinencia de la degustación a ciegas. Y más allá de la
gourmandise, para el psicoanalista no incluir estas cosas
es lo mismo que renunciar a incluirse con su reflexión en
un sinnúmero de m ateriales, de planos de un material, o
de perturbaciones en la subjetividad de sus pacientes.
Im aginar un analista -anoréxico a su vez en relación a
su campo de trabajo- sólo interesado en el menú como
m aterial, relegando lo demás al mito de una cruda nece­
sidad a saciar, resto “real” de la dimensión deseante, es
cuidar muy poco el porvenir del psicoanálisis, es divor-v
ciarlo del porvenir.
U na intervención narrada por Dolto es particular-
menté punzante para el relieve de nuestra posición. Un
bebé que, por motivos de internación hospitalaria, entra
en depresión al verse separado -m utilado, es más correc­
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to escribir- de su madre. Sabemos que estas depresiones
son por sí mismas lo suficientemente peligrosas, sin con­
ta r con las complicaciones de una respuesta autista pos­
terior o una desintegración psicosomática generalizada.
¿Cuál es la intervención? Proveer al bebé del olor de la
madre, dejándole una prenda impregnada. ¿Cuál es el
resorte de esta intervención? No ciertamente un condi­
cionamiento biológico: el olor a una madre es un olor im­
pregnado a su turno de esa intersubjetividad que el pe­
queño necesita. N ingún significante verbal podría
reemplazarlo aquí, pero no es menos psicoanalítica la in­
tervención por ocuparse de un hecho olfativo.6 Como en

6. Sobre el problem a del componente logocéntrico en la teorizaci


de Lacan es suficiente y es decisivo rem itirse a “El cartero de la ver­
dad”, de Jacques D errida, en La tarjeta postal, México, Siglo XXI,
1984.
^Dinamarca, el inconsciente tam bién huele, no se limita a
Ihablar. Sería otro extravío vislum brar en esto algún “re­
torno” a alguna “primordialidad” sensorial (y sería com­
prometerse en un reparo reaccionario a las ideas de
Lacan)- Antes apuntaríam os a la neutralidad, a la indi­
ferencia del inconsciente respecto a preferencias por uno
u otro tipo de m aterialidad. Contrariam ente a aquellas
corrientes naturalistas en psicoanálisis, que frente a La­
scan alzan el estandarte de una primitividad “preverbal”
ídel psiquismo, habría que pensar en éste como más abs­
tracto en sus operaciones, si nos apoyamos en los nota­
bles desarrollos de Stern sobre la amodalidad de la per­
cepción niás tem prana.7 (La perspectiva que ya hemos
recordado de la zona objeto tam bién resulta de lo más
pertinente para pensar la intervención de Dolto, toda vez
que el olor de la madre viene con pedazos del niño que su
ausencia le había arrancado peligrosamente, involucían-
do depresión.)
í; Así las cosas, podemos ahora retom ar y echar para
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adelante otra cuestión en suspenso: las particularidades
del m aterial del joven paciente considerado supra nos
llevaron a concluir que el recurso, vuelto ya demasiado
tradicional o rutinario, a la insatisfacción del deseo, era
insuficiente para esclarecer su problemática y de eficacia
prácticamente nula en cuanto a producir algún efecto en
su vida (un “pequeño detalle” en algunos círculos psicoa-
nalíticos). El complejo de sensaciones “no estar la mujer
no estar la erección no estar su rostro” unido estrecha­
mente al perder el rumbo en la escritura de una obra m u­
sical, la dilución de una melodía en “pátina fungosa” sin
bajo vertebrante, sin. la erección de columnas armónicas,
no resultaba penetrable ni analizable por aquel camino.

:y 7. Stern, Daniel: E l m undo interpersonal del infante, Buenos Ai­


res, Paidós, 1991, capítulo III.
No tratándose tampoco de un paciente del que se punió--,
se decir que “deliraba” o “alucinaba” sin forzar grotesca­
mente las cosas, las alternativas lacanianas al uso de­
sembocaban en una impasse.
¿Pero no descansan estas alternativas en una 1-ecturá
doblemente sum aria de los textos de Lacan y de los tex
tos de la clínica? Levantarla exige rodeos:

1. La prem ura por jugar y sorprender jugando con las


palabras y con los sentidos establecidos, cierta inconti­
nencia ante la tentación del efecto de una frase,8 entur­
bian en Lacan el trazado de la diferencia entre la insatis­
facción neurótica del deseo -lo que hace un proceso
neurótico con el deseo, enfermándolo de una insatisfac­
ción harto más agobiante que estim ulante- y el plañó i
“estructural” de la insatisfacción del deseo como una con­
dición digamos metapsicológica (y no psicopatológica) de
éste. No son lo mismo. Conocemos bien la primera, ya
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claramente descripta por Freud (en 1900 la anudará a
“los niños predispuestos a la histeria”),9plasm ada tan ca­
racterísticam ente en ese niño o niña dem andante y dis-|
conforme, con tan violenta expectativa la víspera de sil
cumpleaños, con tan violenta desilusión al abrir los an-;
siados regalos. El deseo no es aquí “deseo de otra cosall
se ha distorsionado en deseo de la insatisfacción (lo que
los padres me decían como lo “retorcido” de su hijo; no es
igual ser retorcido que ser complejo), a veces lo más ma­
ligno de una neurosis, (supongo que es lo que le hizo a
G uattari declararla “incurable”). Se tra ta de muy “otra
cosa” en lo que distingo escribiendo no satisfacción. Se
conceptualiza de un modo promisorio en Freud cuando
''iSf.iA
fc
8. Sobre este punto véase D errida, J.: Posiciones, Barcelona, Pre-^
textos, 1976.
9. Freud, S,: L a interpretación de los sueños, Buenos Aires, Amo-
rro rtu , 1980, sección V, capítulo “M aterial y fuentes de los sueños”.
plantea “la diferencia entre la satisfacción obtenida y la
■satisfacción buscada”.10 E stá en juego una diferencia, lo
positivo de la diferencialidad .n Pero hay satisfacción ob­
tenida y no es lo mismo la satisfacción obtenida que la in­
satisfacción, como no es lo mismo la positividad de lo di­
ferencial y el signo menos de aquélla. La no satisfacción
no traduce ni “expresa” ningún m alestar neurótico, nin­
gún resentimiento12 que socave el placer, dice sencilla­
mente que no es congruente el hecho de desear -tam bién
excesivamente sustantivado en Lacan, y no es lo m ism o-
con el par opositivo satisfacción/insatisfacción, y no se
deja encerrar en ese esquema circular. Detenerse tanto
en la inversión perjudica la causa de lo que Lacan ensa­
ya abrir desmarcando al deseo de lo “natu ral”. La no sa­
tisfacción consiste en que no es lo mismo el deseo que la
satisfacción, en particular la “satisfacción absoluta” que
Winnicott señala como inconseguible (que tampoco es lo
mismo que declarar la primacía de una insatisfacción “en
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general”). Por mi parte, procuro en otro lugar sostener
' ese no lo mismo diferenciando mejor el deseo, determ ina­
do deseo, del hecho de desear, que me parecía (y me pa­
rece) una formulación más precisa y específica que la
apelación a un deseo en general, de inmediato en riesgo
de hacernos caer en una “metafísica del deseo” carente
![de rigor clínico.13 El hecho de desear siempre sigue abier­

10. Freud, S.: M ás allá del principio del placer, capítulo 2, ed. cit.
11. Véanse Bennintgon, G. y D errida, J.: Jacques Derrida, Barce­
lona, Cátedra, 1995. Sección “La diferencia”.
12. El envío a la categoría de N ietzsche es decisivo p a ra destacar
¿el carácter no resentido, no reactivo, en la búsqueda y en la producción
de la diferencia. Véase en p articular La genealogía de la moral (Bue­
nos Aires, Aguilar, 1960, t. I.), entre otros textos posibles y p ertinen­
tes.
13. Según el reparo de L évi-Strauss a Lacan. Véase el Finóle en
El hombre desnudo (volumen cuarto de las Mitológicas), México, Fon­
do de C ultura Económica, 1972.
to -en ausencia de patologías que lo comprometan- inde­
pendientemente y sin perjuicio del cumplimiento de uji
deseo con la satisfacción que acarree. Pero este seguir
abierto poco tiene que ver con la insatisfacción neurótica
que a menudo lo recubre. Confundir estos dos órdenes
lleva a yerro en el trabajo del analista, manda a vía
m uerta el poder de la interpretación; lo peor: idealiza o
fetichiza las neurosis, elevándolas -bajo su ente 1equita­
ción “estructuralista” en “la” neurosis- al rango de un ob*
jetivo a alcanzar, desvío no poco irónico en la trayectoria
histórica del psicoanálisis.14 Malversa la “dirección de la
cura” que en la orientación que estamos planteando de­
bería tender a llevar la insatisfacción a su transforma­
ción en no satisfacción. Este movimiento capital no pue;1
de ni siquiera intentarse si el analista no advierte que la
insatisfacción es tan cerrada, tan clausurante, como
cualquier circuito corto de satisfacción concreta,15 por
ejemplo el del consumo vulgar.
2. Pero los dos polos del eje, satisfacción e insatisfac­
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ción, se apoyan en un requisito de subjetivación tramita­
do: la ligazón de lo corporal cuyo saldo es un “mi cuerpo’1
capaz de pendular de un extremo al otro y capaz tam­
bién, en algún momento, de esa inflexión que transforma
la insatisfacción común o “miseria común” en insatisfac­
ción neurótica, cualitativam ente diferente. Si esta liga*
zón se encuentra alterada, parcial o globalmente, fallada
de un modo u otro, aquellas categorías ya no nos respon­

14. Que tanto procedim iento e stru c tu ra lista tenga por ívsuJtadu
la producción de entelequias un poco “sustan ciales” es una de las pa­
radojas del texto de Lacan: se suponía que el estructuralism o venía a
term in ar con ellas.
15. Se abre ventajosam ente la reflexión aquí acudiendo al brev^
comentario de Gilíes Deleuze “Deseo y placer: mi pensam iento y el de
Foucault”, aparecido en Zona Erógena, n° 32. Especialm ente aconse-
jable p ara aquellos colegas que dan por supuesto que “todo” lo del de­
seo ya está “establecido” por Lacan.
den. Tengamos en cuenta que, en el desarrollo de las hi­
pótesis que proponemos, la ligazón es lo psíquico, el tra­
bajo de la ligazón es lo psíquico y al mismo tiempo, peró
W) es lo mismo, hemos de llam ar “cuerpo” a los recorridos
de esa ligazón, a lo que ella subjetiva, a lo que ella ani­
met, en términos de Winnicott.16 Por ejemplo la experien­
cia de una erección insatisfactoria -com parada en un
materia! donde otro paciente comenta, abriendo su pri­
mera sesión, que todos sus amigos le dicen “pito de oro”
por las mujeres que consigue, pero que desde siempre él
lo siente “corto” y ninguna proeza alcanza para disipar
esa castración- no equivale a la de esa no sensación que
en nuestro adolescente funciona como una verdadera
erección negativa o antierección pues lo saca de la mujer
en lugar de hacerle penetrar en ella. Hay por lo tanto un
quantum de subjetivación negativa o desubjetivación en
la manera en que el joven no experimenta el abrazo *se-
ajual, aquel matiz que obliga a introducir la palabra eró­
tico en una situación dada, m anera no alcanzable tampo­
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co por la referencia al par satisfacción/insatisfacción,
mucho más no alcanzable por la fórmula “deseo de otra
cosa” siendo no deseo de otra cosa, sino activa retracción
contra, cernible de una m era indiferencia pasiva (se pue­
de abundar aquí en la frecuencia de vivencias de asco, re­
pulsa y diversos grados del desagrado en mi paciente lle­
gado al lugar donde el encuentro supuesto revelaba su
naturaleza de esencial contraencuentro).
3. Si hacer la ligazón es lo psíquico, será indispensa^
ble separar con cuidado (lo positivo de) la ligazón insatis-
lacloria - ta n fácil de encontrar en vínculos crónicamen­

16. La preg u n ta de W innicott -q u e no rem ite a una cita puntual


porque es la pregunta de W innicott- por cómo llega alguien a “se n tir­
se mal”, “vivo”, “existente”, alguien no algo, es una incidencia decisi­
va en mi elección de realizar el pasaje teórico desde la “estructuración
subjetivo” a la subjetivación, a los procesos de subjetivación.
te neuróticos- de una experiencia parcial o extrema (odír
mo en el autismo, la catatonía, la depresión anacli'tica)
de no ligazón, de negatividad de la ligazón, tan bien eapt
tada al vuelo por Bettelheim cuando la pequeña Lawrie
rota la cabeza en dirección contraria a la fuente humaná
sonora,1' Diagnóstico, pronóstico y tratam iento cambian
radicalmente si se lleva a cabo o no dicha separación.

La estrategia a la que da pie el concepto de ligazón en


el uso que de él estamos haciendo desmarca un poco más
al psicoanálisis de una acendrada tradición (que el lati­
nismo estuvo muy lejos de inquietar) según la cual “pri­
mero” al nacer tenemos el cuerpo, con toda la inmediatez
“estúpida” de lo corporal,18“después” se añade el psiquis-
mo y en todo caso la ligazón entre ambos. Introducir la
Nachtraglichkeit de la m anera que se lo ha hecho en ge­
neral no altera en lo esencial la primordialidad “real” de
ese primero; simplemente suaviza un poco los contornos
más toscos de la concepción positivista sin atinar a despren­
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derse verdaderamente del positivismo de la concepción.
En cambio, nos proponemos emplazar la ligazón, M
trabajo, en el punto de partida de nuestro modelo teóri­
co, reservando en todo caso a las denominaciones que ne-

17. B ettelheim , B.: La fortaleza vacia, Barcelona, Laia, 1970, en el


capítulo correspondiente al caso citado. Pero la agudeza del autor no
se detiene en consignar un “ejemplo”; él -h ace m ás de cuarenta años-
ap u n ta con lucidez la in ep titu d de todo punto de vista deficitario pa­
ra la captación de lo que esté en juego, la necesidad consecutiva de
pensar en serio la negatividad, no bajo el significante de la deficien­
cia, cuestión tanto más crucial hoy, cuando arrecian los intentos neu-
rologistas p ara copar la problem ática del autism o y reducirla a défi­
cit genético.
18. P ara el “estúpido” es instructivo leer la breve a p e rtu ra de La­
can al E ncuentro de 1980 en Caracas, centrada en u n a crítica de lü
llam ada “segunda tópica” de Freud. (Ed. Biblioteca F reudiana de Ro­
sario, 1981.)
cesi tamos usar de “psíquico” y de “corporal” el estatuto
de dgrivatííonQg de aquel trabajo, sofisticadas derivacio­
nes incluso. Esto no nos satisface, pero nos parece más
ingenuo y mucho más peligroso darlas por salteables con
un poco de esfuerzo, “superarlas” merced al artilugio de
.una declaración “de corte”, de corte efectista, subestim a­
do™ del peso de la sombra de la metafísica occidental en
todos nuestros movimientos. Este reconocimiento -ta n
potente, tan sensible en la obra de Derrida en contraste
con el goce maníaco del “corte” en A lthusser- es lo con­
trario de una capitulación. “Nada está adentro, nada está
afiieva; lo que está adentro es lo que está afuera”, escri­
bía admirablemente Goethe siglo y medio ha; parafra­
seándolo escribimos: nada es psíquico, nada es corporal;
lo psíquico es lo corporal, a fin de precisar una relación
ps¡coanalítica con el soma helénico.
Dicho de otra m anera, proponemos el psicoanálisis co­
mo deconstrucción de la medicina y de la psicología en su
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funcionamiento epistémico. Pero para hacer esto (en lu­
gar de verse perm anentem ente asediado por los fantas­
mas de su psiquiatrización y su psicologización) el psi­
coanálisis no puede seguir eludiendo la deconstrucción
de sus propios sistemas conceptuales. Tal cosa es imposi­
ble. de hacer manteniendo el esquema religioso de la or­
todoxia/desviación que Freud instaló en el corazón de la
institución analítica. Es difícil im aginar algo más anta­
gónico al espíritu que preside la estrategia deconstructiva.
Consideraremos entonces la ligazón de lo corporal co­
mo lo psíquico mismo, o como la formulación más radical
que podemos hacer de lo que llamamos procesos de sub-
jetivación. También la formulación más ju sta para cali­
brar el peso de esos m ateriales en los que tanto hemos in­
sistido desde hace más de diez años: esos juegos de
embadurn amiento -ta n contrastantes con los de nuestro
adolescente impregnado de ajenidad y asco, que no pue­
de embadurnarse de m ujer- del bebé con su baba, su mo­
co y su papilla; esa retícula de juegos de la caricia con Jas
manos, con la boca, con los ojos, con todo cuanto ligando
se liga, y que requieren de tan afinado equilibramiento
en el involucrarse de las funciones de los diversos otros,lfl
El punto de vista al que nos acostumbra el trabajo clíni­
co, por otra parte, se opone a la preocupación dlasifical.0-
ria (característicamente obsesionada por la distinción
entre “biológico” y “psíquico”): nos parece de buen augu­
rio que ciertas distinciones caigan en lo indecidible cuan­
do observamos analíticam ente un niño, sobre todo si es
pequeño. Consideremos para el caso la espontaneidad,
acaso el elemento más específico de la subjetividad: legí­
timo sería definir ésta por ése único atributo, ser capaz
de espontaneidad -nótese que no estamos replicando ia
partición tradicional viviente/no viviente a la que el de­
sarrollo de lo tele-tecno-mediático asegura un futuro dtL
crisis; en principio el ser capaz de espontaneidad no puti-
de excluirse a priori de la robótica electrónica. Conside-
rada de cerca esta espontaneidad revela un intrincado
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entrecruzamiento de disposiciones genéticas, de respues­
tas impredecibles al medio y de propuestas que emanan
del niño sin mediación por la conciencia, vinculando de
un modo propio aquellas (pre)disposiciones con las condi­
ciones ambientales (particularm ente los matices de la$
funciones parentales, etcétera). Es una pretensión típica
de una obsesividad estéril discriminar los componentes
“somáticos” de los “psicológicos” aquí. Y fue Winnicott el
primero en hacer notar que cuando en un niño pequeño
se pueden distinguir con claridad procesos “mentales” de
procesos “físicos” se tra ta en verdad de una m ala señal,
patológica en principio, por ejemplo, de sobrecarga adap-

19. Al proveernos del concepto de afinam iento (o entonaciórcl


S tern nos brinda un in strum ento p ara pensar ciertas situaciones de
extrem a finura, allí donde sólo quedaba el recurso a la Jlespeeulari-
d ad” sin precisar el aspecto del trabajo que el afinam iento comporta,
tativa.20 De otras m aneras, un niño autista exhibe una
singular disociación de lo corporal al punto que, en un
cuerpo que no habita, tampoco lo habitan las afecciones
más corrientes de la infancia. Y un niño muy dañado en
el plano orgánico acusa en su comportamiento el relieve
que torna anómalo su cuerpo (por ejemplo en el caso de
una particularidad cromosómica). Vale decir, la precoz
psíquico/somático es un índice de perturbaciones en ge­
neral severas. Freud lo había pensado metapsicológica-
mente, la clínica con niños lo confirma en exámenes mi­
nuciosos.21 Cuando el trabajo de la ligazón funciona sin
impasse de importancia estorba distinguir en ella una co­
sa de la otra.
Y todas estas consideraciones para nada son ajenas al
destino histórico del psicoanálisis, rechazado sim ultá­
neamente en las carreras médicas y en las carreras psi­
cológicas de todo el mundo, si exceptuamos su experien­
cia de “retorno” tan particular en Buenos Aires. De la
misma m anera encontraremos significativo que esto
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nunca suceda en las psicoterapias “alternativas” en ta n ­
to cuiden de “hacer semblante” de cientificidad, se funda­
mente esto en lo “humanístico” o en el culto de las cien­
cias “exactas”.
Retenemos el hilo de la caricia y su juego -pues la ca­
ricia es un juego, detalle a no olvidar-, aún lejos del es­
clarecimiento profundo de su estatuto. P ara seguirlo, he­
mos de introducir una nueva pregunta, repitiendo el

20. E n ese curioso ensayo que es “La m ente y el psique-som a”, re ­


cogido en Escritos de pediatría y psicoanálisis (Barcelona, Laia, 1972).
Kn general olvidado, parece un preám bulo teórico indispensable a to­
da reflexión sobre la patología psicosomática.
21. Quienes gustan de acen tu ar el dualism o freudiano deberían
hacerse cargo de que, siempre, Freud tiene u n a palab ra p ara recordar
(jue la nitidez de ese dualismo sólo es tal en estados patológicos. Y es­
to es válido incluso y sobre todo en el terreno de las oposiciones más
caras a Freud, como la Inconsciente/Preconsciente.
procedimiento que venimos’cursando: ¿Qué es el mama­
rracho (o garabato)?: ¿Qué hace un chico cuando hace un
mamarracho?
Fácil de observar a partir de los 2 años, con su paro­
xismo en torno a los 3, el mamarracho aparece como la
primera actividad a la que universalm ente se entregan
los niños a poco de em puñar el lápiz para intentar algu­
nas rayas dispersas. Polícromo si el niño tiene a mano los
instrumentos, su carencia de forma y de plan reconocible
induce al observador superficial a una percepción defici-.
taria, dejando en el camino un aspecto fundamental: la
continuidad exhaustiva o la exploración exhaustiva de la
continuidad que el garabato manifiesta, en la que exac­
tam ente consiste. Se trata, entonces, de una continuidad
sin forma, que a prim era vista evoca el horror vacui: la
hoja sobre la cual se hace, se sobrepuebla de trazos has­
ta su último resquicio, como si ocuparla toda fuese el im­
perativo, aquel núcleo de “compulsión” que Freud reco­
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noció en el juego.
Tradicionalmente los psicoanalistas no se interesaron
en el mamarracho;28no podían, interesados como estaban
en descifrar el significado inconsciente de una figura. De
ahí que hayamos de entrada formulado la pregunta por
el garabato de modo de inducir un desplazamiento tajan--
te: no por el significado, qué hace un niño al hacerlo. Es­
ta es otra calidad de “inconsciente”, y más radical; en
efecto, el niño no puede dar cuenta de ló que hace en tér­
minos del desarrollo preconsciente que haya alcanzado.
H asta ahora extraemos dos particularidades cjue esca­
pan a las concepciones deficitarias adultocéntricas: la

22. Exceptuando, por supuesto, el texto de M arisa Rodulfo (El ni­


ño del dibujo, Buenos Aires, Paidós, 1992) que se ocupa de él especí­
ficamente. El libro u sa el colorido y vigoroso m am arracho de un pa-
cientito p ara ilu stra r la tapa, lo cual es bien congruente con el
espíritu y la dirección que preside sus páginas, toda una actitud “po­
lítica” de “compromiso” con el garabato y su im portancia.
continuidad sin forma -que debe leerse todo junto, pues
un ¡es lo mismo que la continuidad a secas o a la figurati­
va: continuidad-sin-forma- y el “requisito” de la ocupa­
ción a fondo del espacio disponible, sin la cual el m ama­
rracho queda como anémico y no plenamente logrado.
Enseguida advertimos -lo advertimos en el movimiento
mismo de la escritura- una tercera: por definición el ga­
rabato excluye la reproducción de lo mismo; cada vez que
uno es no lo mismo que el anterior, su factura lo hace
irrepetible, inesperado -caemos en la cuenta-, paradig­
ma de la espontaneidad (no en el culto “natu ralista” con
el que se ha solido m alversar este término; estrictamen-
1te la espontaneidad de un trazo de cuyo destino no pue­
de ser garante un sujeto como su autor). Cada m am arra­
cho pues, en su renuncia de antemano a significar
convencional mente, una diferencia. (Tienta pensar si no
es la mejor “ilustración” de otro texto, “La différance”).23
Recalando nuevamente en la prim era surge una aso-
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dctdón posible. Uno de los m ateriales estudiados nos de­
tuvo en la cuestión de la función del bajo en la práctica
musical de Occidente. Una pesquisa histórica verifica có­
mo se va promoviendo esa función capital de sostén, de
cimiento,2* a medida que a partir de la Edad Media va te­
niendo lugar un acontecimiento inédito h asta entonces
en la cultura hum ana {a posteriori, la pesquisa antropo­
lógica revelaría la originalidad incomparable de esta
novedad): la escritura musical polifónica, la dimensión
de simultaneidad -y sim ultaneidad compleja- en una es­

23. D errida, J.: “La différance”, en Teoría de conjunto, Barcelona,


Seix B arral, 1971.
24. Es u n térm ino no antojadizam ente “m etafórico”. Véase la serie
de Concerti grossi de Antonio Vivaldi titu lad a, precisam ente, II ci-
mento della arm onía é della invenzione, a finales del siglo XVII, cuan­
do resplandecía la estabilización de esos cimientos en la secuencia a r ­
mónica de la composición.
en tu ra hasta entonces narrativa lineal; más aún, una si­
multaneidad caracterizada por la individuación de cada
parte o “voz”, para atenernos al significativo léxico de la
música. Esa ascensión de la heterogeneidad en una eüíri-
tu ra conoce varios picos, pero digamos que hacia el 1600
tiene su prim era gran coronación: surge la ópera, se mul­
tiplica violentamente la producción de géneros instru­
mentales, desasidos de la metafísica subordinación a la
palabra.
El caso es que toda esta prodigiosa arquitectura sono­
ra, tan notoria en su floración melódica, en su volumen
armónico, en su espaciamiento rítmico, se recuesta sobre
una función “silenciosa” y extrem adam ente poco visible.
H asta finales del siglo XVIII se encarna o se asegura en
la presencia inconspicua para el oyente desprevenido o
poco formado de un clavicordio infaltable y que toca todo
el tiempo aunque nadie lo escuche (pues es muy impro­
bable detectarlo cuando suena una m asa orquestal o de
voces humanas). Infaltable escribimos, y por partida do­
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ble: a diferencia de los demás instrum entos, que pueden
alternarse unos con otros, su tocar nunca cesa en tanto
haya música sonando. Como si la composición “se fuera a
caer” si cesara, así sea un breve lapso. Lo que toca pue­
de parecer muy sumario y escasamente atractivo: la lí­
nea sonora de más abajo de todo, a lo cual se agregan es­
porádicamente acordes con el esqueleto armónico de lo
que arriba va transcurriendo. Tal práctica, costumbre,
podríamos decir, tiene su nombre musical: basso conti­
nuo. Cabe su redefinición, en términos de lo que venimos
desarrollando, como continuidad sin forma, al carecer de
configuración melódica o rítm ica reconocible, lo que invi-
sibiliza su constante y discreto machacar. Resaltaríamos
su lugar aparte, allí entre los demás que sí se escuchan,
como si él no tocara la verdadera pieza concreta que se
está ejecutando. Su copresencia no debe oscurecernos es­
to, su carácter de andamio. En algún momento el anda-
mío se saca, cuando ya no se temen caídas. Del basso con­
tinuo recién se prescindirá en los umbrales del siglo XIX:
hacía rato que el sostenimiento del conjunto estaba ase­
gurado por un rico tejido de voces interm edias y graves,
pero seguía por inercia, cual si faltara tom ar la decisión
de decir “ya no requerimos de esa superficie ininterrum ­
pida, monocorde pero sólida, confiable”. Hay que volver a
evaluar su papel silencioso, tan “técnico” en apariencia
(generalmente no se escribían todas las notas, el compo­
sitor se limitaba a cifrar la superficie del bajo, el ejecu­
tante sabía poner los acordes según los intervalos consig­
nados), acompañando con su trazado sin solución de
continuidad el despliegue de un espacio sonoro tan inau­
dito en su complejidad como el occidental.
Referencia de tipo similar -y más conspicuamente ve­
cina al mamarracho-- en la pintura al óleo, donde la es­
critura de las figuras o trazados que constituyen el asun­
to del cuadro se van destacando lentam ente de un fondo,
de una cubierta de óleo cuya extensión coincide con la de
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la tela, tal cual la del basso continuo va de la a a la 2 de
cada pieza de música de cuya secuencia es una vertebra-
ción primordial.
Si ahora tenemos en cuenta la función histórica del
basso continuo -m ás allá de su función concreta en un
texto determinado-: producir, ser la condición de, la ocu­
pación, la invención de un nuevo espacio sonoro -u n es­
pacio literalm ente inaudito hasta ese momento en las so­
ciedades hum anas-, tal conclusión nos guía como un
puente a otra en el corazón de lo que nos ocupa: lejos de
ser un fenómeno de pura inmadurez vital, su reflejo ¡,in-
mediato y ajeno al sentido,25 el mamarracho comporta
una función de ocupación de un espacio inédito antes de
él; no escrito, no generado como espacio. El mamarracho

25. C ualquier analogía con la situación epistém ica del sueño que
desgaja F reud es “p u ra coincidencia”.
hace m aterialm ente la espacialidad de ese espacio; la
idea de “ocupación” debe aclararse, pues no es la ocupa­
ción de algo que preexistía sino la ocupación como hacer-
emerger una dimensión novísima en los procesos de sub­
jetivación. Este punto de vista valoriza la “compulsiva”,
necesidad del niño que garabatea de enchastrar con su
trazado hasta el último rincón de la hoja o su propia ma­
no, irregularidad del contorno que desgeometriza el es-y
pació y que por eso mismo ha sido retomada en algunos
exponentes de la pintura contemporánea, donde la pared
y el suelo pasan a formar parte de un marco ya no encua­
drado.
N uestra hipótesis, entonces, es que, lejos de la “com­
paración” pintoresca, analógica, o levemente erudita, el
garabato del niño cumple -e n lo que hace a la constitu­
ción de una espacialidad inédita como la de la pizarra o
la hoja de papel o aun la mesa o el rincón donde con ju­
guetes se monta una escena “total”- exactamente la mis­
ma función que el basso continuo, en lo atinente al espa­
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cio donde la música podrá desplegarse, y que la capa de
óleo como la verdadera tela o la verdad de la tela, la re­
velación de la verdad de la tela aparentem ente “en blan­
co”, para el pintor. Demolición de la tabla rasa y en general
de las categorías aristotélicas, particularm ente la mate­
ria/forma, ya que el principio lúdico am asa tanto la pri­
mera como la segunda (pero, por otra parte, no a la ma­
nera de un principio espiritual autoconsciente). Merced
al garabato, con más justeza, merced al garabatear, al
garabateando, se ocupa un espacio de escritura determi­
nado, de largos y complejos efectos sobre el psiquismo
-por ejemplo, todos los que Lacan destacará como efectos

26. E n este punto, cabe una reflexión sobre el concepto de “encua­


d re” en psicoanálisis, su tendenciosa traducción de setting, y su ina­
decuación profunda con el espíritu del psicoanálisis. El niño preten­
diendo dibujar en sesión con regla es su prototipo patológico.
de lo “simbólico”, alcances del trazo (del cual la palabra
ea uno de sus exponentes) del “Otro”, del trazo sóbre el
sujeto-. Esta hipótesis también nos permite apreciar, de
una manera no “evolutiva” tradicional, por qué el m am a­
rracho en lo manifiesto desaparece cumplida su función;
en lo manifiesto, claro. Una observación más penetrante
mugiere más su Untergang, su fragmentación en trocitos
con los cuales el niño hará de todo, incluso más tarde le­
tras,
Consecutivamente, sostendremos que la tram a del
acariciar, tal cual la localizamos, cumple, en un tiempo
anterior -puntualización que habrá que complicar más
adelante—exactamente la misma función que el mama­
rracho en lo concerniente a la espacialidad que nuestro
modelo clínico llamó “cuerpo”. El mamarracho con el lá­
piz es pensable como transposición de ese otro m am arra­
cho fundamental que es la caricia. El término freudiano
de “polimorfo” conviene muy adecuadamente a ambas
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manifestaciones, pero nuestra concepción desplaza el
acento hacia una actividad de juego ausente en Freud (si
él, no obstante, dirá del juego sexual, nosotros lo escribi­
remos juego sexual).27 Bajo esta luz nos replanteamos to­
do el campo de prácticas autoeróticas tem pranas, las di­
versas modalidades según las cuales el niño se acaricia,
así como su sim ultánea orientación de investidura hacia
el cuerpo de la madre y su reverso, el flujo de acariciares
que parte desde ésta hacia el pequeño. Si lleváramos to­
da esta m araña al papel, ¿qué dibujo resultaría si no el
del mamarracho, irónicamente aquel/que siempre quedó
por fuera de la noción de dibujo en la consideración tra ­
dicional? ¿No estaríamos con él frente a una especie de
ecografía, de tomografía computada o de resonancia
magnética de los procesos de subjetivación? (lo que Ma­

27. C onsecuentem ente, si Lacan se concentrará en el juego del sig­


nificante, n u e stra formulación reescribirá juego del significante.
risa Rodulfo ha llamado “diagnóstico por imágenes”, var
lorizando así el dibujo por caminos distintos a los del:
“test proyectivo”)."
Demandamos a nuestro pequeño dispositivo de escri-,
turas que también nos deje escapar del ideologema de la
“representación”, clásica o más o menos; sobre todo, en
psicoanálisis, a la idea dominante por inercia de que un
dibujo “representaría” - a esto se le suele añadir la adje­
tivación de “simbólico”- un cuerpo en sí más acá del or­
den representacional, cuando en cambio estamos plan­
teando un trabajo del garabatear que podría ser pensado
como una reconstrucción que nos diera acceso a inferen­
cias sobre otra práctica de escritura tal cual pensamos la
caricia. El vínculo entre dos prácticas de escritura no
puede Ser homologado al existente entre una corporeidad
“natu ral” o “real” y su representación “simbólica” cultu­
ral. Pero eso sí, en la medida en que el campo del acari­
ciar temprano no es recordable, esperamos que el del ma­
marracho nos perm ita reconstrucciones indispensables
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para una clínica más eficaz.
Proponemos tam bién discutir una hipótesis derivati­
va: porque hubo estructuración corporal a través de la ca­
ricia, el niño tiene ulteriormente abierta la posibilidad de
la hoja a través del garabatear. De nuevo henos en el
punto de partida, allí donde una niña presumiblemente
psicótica se come la tiza. De pasada estos trabajos de
aposentamiento son nuestra propia contribución a lo que
Freud nombró como Besetzung, alejándonos así de su pri­
mera y más tosca traducción por “carga”.

28. Las lim itaciones teóricas de estos últim os h an sido tam bié
profundam ente estudiadas por Sami-Ali en De la proyección (Barcelo­
na, Petrel, 1985), no por casualidad uno de los poquísimos autores
que pudo proporcionar al texto de El niño del dibujo referencias y
puntos de apoyo consistentes en el plano específico de lo que hemos
llam ado trazo.
Lugares de aposentam iento

Cuerpo Espejo Hoja


m aterno (pizarrón)

Caricia ® Modos
de la
Rasgo ® ligazón

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Trazo ®

--------------- »»- --------------- ►


Relaciones de acarreo, de investim ento, de ocupación.

Lo antedicho da lugar a un mayor despliegue de nues­


tro modelo, de cuyas imperfecciones y groseras impreci­
siones nos valdremos para seguir pensando. Por de pron­
to, hemos derivado la problemática del cuerpo -respecto
al cual una niña que se come la tiza en un gesto anties-
critural nos fuerza a interrogarnos- hacia una cuestión
fundamental de ocupación (aposentamiento) del cuerpo.
Así procediendo, lo tratam os como un lugar, en el fondo
más m aterial que su sola m aterialidad “anatomofisioló-
gica”. ¿Puede haber algo de mayor m aterialidad que un
lugar? Esta ocupación, por otra parte, la recobramos co-
mo una vieja preocupación freudiana, en nada ajena a lo
corporal, incluso al “yo corporal”. La clínica posterior,
particularm ente en niños y adolescentes, particularm en­
te en patologías no neuróticas, desenvuelve una riqueza
insospechada en el término “metapsicológico”, empezan­
do por hacerlo clínico de cabo a rabo.
De ahí se deriva la posibilidad de escribir tres lugares
en igualdad de condiciones como lugares “simbólicos”,
construidos por procesos de ocupación, vale decir, escritu­
ras. La escritura de una casa viene a cuento siempre que
tengamos en cuenta esos actos en que sus ocupantes
también escriben poniendo un “adorno”, por ejemplo. Lo
que llamamos una subjetividad ha de anclarse en los tres
lugares por igual; de lo contrario, suceden complicacio­
nes patológicas de consideración. Marcamos con una
cruz sucesivas intersecciones, valorizando ciertos en­
cuentros, ciertas correspondencias privilegiadas, como la
que asocia cuerpo materno a caricia. El círculo envuelve
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la cruz en ese lugar para detener mejor no sólo o no tan­
to su dimensión de primordialidad, mejor todavía en pro
de hacer valer ese carácter de escritura, esa jeroglifica-
ción tle la caricia muy dificultosamente abordada por el
psicoanálisis pese a la posición eminentemente favorable
que le otorgan la tarea clínica y las posibilidades de ella
derivadas, como.la observación psicoanalítica de bebés.1

1, Diferenciación ésta que nos parece muchísimo m ás conveniente


y fecunda que aquella form alista y logocéntrica que opone una “escu­
cha” psicoananlítica a una “m irad a” m édica o a la observación psico­
lógica corriente, em pirista y corta de conceptualización. A su vez en la
observación analítica podrá distinguirse u n a de aplicación, que sólo
ve lo que ha puesto de antem ano (como la ensayada por Melanie
Klein y sus colaboradoras ten “Observando la conducta de bebés”, en
Desarrollos en psicoanálisis, Buenos Aíres, Paidós, 1960,) y otra dees-
tudio, cuyo exponente m ás cabal es S tern {El m undo interpersonal del
infante, Buenos Aires, Paidós, 1991), a lo cual se sum an otros esfuer­
zos m uy dignos de interés; véase B razelton, T. B. y Cramer, B., La re­
lación m ás'tem prana, Buénos Aires, Paidós, 1994.
Enseguida, el esquema mismo nos instiga a reparar
en los casilleros vacíos. Trabajaremos con la hipótesis de
irles dando contenido, además no es con un propósito tor­
pemente clasificatorio que introdujimos el diagrama; en­
seguida algo de la clínica nos dice que ni la caricia es co­
sa que se circunscriba al cuerpo ni el trazo cosa ajena a
Ja constitución de un cuerpo psíquicamente habitable.
Por lo pronto, ya habíamos adelantado en dos de ellos. El
niño que, en el prim er capítulo, sabe coronar su garaba­
to con un “yo” a la altura del rostro, elocuente artificio
para indicarnos el incipiente reconocimiento de sí en un
nuevo orden que vuelve a poner en juego la constitución
narcisista, de hecho está dejándonos tocar cierta dimen­
sión de espejo en la hoja, la hoja funcionando de espejo;
diríamos que su producción toma el carácter de un rasgo
inscripto en la hoja, a la m anera en que decimos: un ras­
go del rostro. Por su parte, la niña de la tiza, incapaz de
gesto alguno de trazo sobre el casillero “fuerte” de la ho­
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ja, sí en cambio sobrecarga de un modo desconcertante
los rasgos de su rostro en el espejo con trazos de tiza, co­
mo si se tra ta ra de una necesidad de reforzarlos. Proce­
diendo así, la intersección debe ser leída entre trazo y es­
pejo. (No está de más observar el movimiento hacia atrás
en el esquema, así como la m archa hacia adelante en el
otro niño.)
Aún resta una mayor explicitación del término aca­
rreo que figura abajo: impide que los tres lugares de apo­
sentamiento se lean desvinculados entre sí; contesta a la
pregunta ¿qué condiciones deben cumplirse en el niño
para acceder a la hoja, valga el caso?: debe poder aca­
rrear hasta allí -o sea, en el sitio donde tiene que hacer­
la- elementos extraídos, recogidos, en las instancias
cuerpo materno y espejo. Nos hemos representado el m a­
marracho como una suerte de fotografía indirecta -vale
decir, y esto es esencial, en absoluto un reflejo puro y sim ­
ple- del estado de cosas en el campo que la caricia debe
urdir. Es como concebirlo compuesto por materiales aca­
rreados desde las prim eras dos localidades. Por lo tanto,
supondrá todo un transtorno llegar allí con las manos va­
cías o provistas de una carga muy exigua. Si usamos del
polimorfismo heterogéneo para una “ilustración” (en el
sentido que le da Nasio)'2 de la caricia -heterogeneidad
que en algunas empresas plásticas del niño lleva al colla-
ge, cuando se pega entre los trazos una lluvia polícroma
de pedacitos de papel-, es también porque nos sirve pa­
ra dar cuerpo imaginado a nuestra conceptualización de
cuánto se reúne, de la m iríada de hilos reunidos que se
juntan caricia mediante, lo que más globalmente se lla­
ma unificación narcisista. Hilos de trazos cruzados y
vueltos a entrecruzar, creando perm anentem ente dife­
rencias pero no oposiciones binarias: el mamarracho es
indiferente al principio de no contradicción cuya no vi­
gencia en el inconsciente constató Freud.
El acarrear introduce entonces el modelo del viaje, del
trayecto a recorrer: con el bagaje que fuere, atesorado
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primeramente en el lugar del cuerpo materno, el niño de­
be afrontar el llegar hasta la hoja de papel. Adoptada es­
ta perspectiva, la cuestión de si el bagaje alcanza, tanto
para el recorrido en sí como para la mudanza que le si­
gue, se revela capital. Por ejemplo, ¿hay algo del orden
de un vigoroso mamarracho en la implantación del niño
al cuerpo materno? En este punto ya evocamos ciertos di­
bujos de pacientes esquizofrénicos donde la superficie
corporal aparece desvaída y en flecos. De todos modos, el
planteo de este esquema deja otra cuestión por exami­
nar: cuando la llegada no se produce o es débil, ¿es que
no se salió con lo suficiente, es que las bases de aprovi­
sionamiento se cortaron demasiado pronto o es que se
perdieron elementos por el camino? (Sin excluir la com­

2. Véase por ejemplo Nasio, J. D.: Los ojos de Laura, Buenos A


res, A m orrortu, 1993.
binación de estas alternativas a la m anera de las series
complementarias de Freud.) Y enseguida estarnos en
condiciones de apreciar cómo el modelo cambia la percep­
ción de un garabato que el niño hace, o de las figuras hu­
manas que de él se desprenden; ya no se tra ta sólo de “có­
mo” el pequeño dibuja, lo conceptualizamos como su
capital corporal, giro bancario para nada ajeno a las tra ­
diciones textuales psicoanalíticas. En el caso de la niña
de la tiza con la que iniciamos nuestro recorrido, dicho
capital está muy en serio entredicho.
¿A través de qué concreciones, por la vía de qué opera­
ciones se hace la ligazón que es lo corporal? Está claro
que no se desprende de un solo acto global, es preciso
concebir una pluralidad de ligazones. Pero, ¿cómo se im­
plantan? Es en este punto donde la dimensión de la sa­
tisfacción alcanza toda su estatura, difícil de imaginar
fuera de los criterios psicoanalíticos así como fuera de la
práctica donde se ventilan. El modo más concreto posible
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de dar cuerpo a esa ligazón de lo corporal se opera me­
diante la experiencia de la vivencia de satisfacción.1'
Se tra ta de una categoría fretldiana fundamental,
hundida en lo más profundo de la subjetivación tem pra­
na. Por eso mismo, dio pie a un largo desencuentro con­
sigo misma; sólo el desarrollo pleno de un trabajo con ni­
ños, y especialmente con los más perturbados, podía
hacerle justicia y promoverla a un primer plano, más
allá de las cosas que un alumno memoriza cuando estu­
dia metapsicología. Examinemos sus notas más destaca-
bles:

1. Es una vivencia efectiva, teóricamente localizable


como acontecimiento histórico. No es cualquier vivencia
efectiva, por precaución.
3. Por supuesto, rem itim os a La interpretación de los sueños, capí­
tulo VII, sección C, “La complejidad de rodeo de la expresión no debe
ser abreviada”.
2. No es una sola, no es “la” más que por comodidades
de exposición. Es impracticable -y poco práctico- concep-
tualizarla sin el recurso al tejido, al apretado grupo, al
enjambre, a la vez detallado y diseminado.
3. Pone en juego una peculiar descentración de lo cor­
poral, indisociable de lo polimorfo. Si Freud recurre a la
boca pecho para exponerla ello no es más que un punto
que por visible es tentador para el ejercicio de la ejempli-
ñcación; pero no tiene valor de jerarquía: la experiencia
como tal no lleva ningún apellido, tampoco el de lo oral.
4. Tampoco requiere su concepción de una oposición
de principio (cara al estructuralismo) entre el rodeo y el
cumplimiento: nada más efectivo que el trabajo del rodeo,
él es ya la satisfacción, que sólo llega después en un plan­
teo sometido al mecanicismo y al positivismo.
5. El segundo rasgo notable, y diríamos no negociable
ya en el primer planteo freudiano, es que la satisfacción
es de entrada, en su entrada misma, otra cosa más que
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una satisfacción “física” consecutiva a efectos fisiológi­
cos, metabólicos, etcétera. Ella misma es una inscripción
psíquica a la que bien podríamos llamar, si lo quisiéra­
mos, \ma zona objeto determ inada (la voz de la madre, la
escucha regocijada, la propia voz del bebé rehaciendo por
su cuenta aquella música). Este hecho se pierde y se
adultera cuando se lim ita satisfacción a “biológica” y a
una “necesidad” biológicamente pensada. Es bien ins­
tructivo el modo en que en el texto de Freud se abre pa­
so la idea de huella, de acto de escritura. Y todo lo que
hasta ahora escribimos del acariciar y su eminente fun­
ción se deja pensar sin violencia bajo la faz de la expe­
riencia de la vivencia de satisfacción. A su vez, retornar
a la caricia permite enfrentar esta categoría fundamen­
tal en una referencia no sólo clínicamente amplia sino
desbordadora del estereotipo de lo oral.

Pero entonces la satisfacción se nos m uestra como el


camino por excelencia de la subjetivación. Dicho de una
manera multiforme, un cuerpo que era no humano, aún
no, mediante ella pasa al orden de lo humano, se escribe
cuerpo de subjetividad humana. La satisfacción ya no
puede ser de un organismo.
Es interesante el agregado de que el término alemán
así traducido también comporta el motivo del apacigua­
miento, del traer la paz, rico matiz teniendo en cuenta
que aquello que apacigua no es un objeto “n atu ral”, en
primer lugar porque tampoco lo es la paz.4 La paz: no se
puede llegar a ella por el expediente único de una satis­
facción “de órgano” que no estuviera firmemente anclada
en un lazo intersubjetivo, llámese aquí la función m ater­
na o la que fuere.
Digamos en este sentido que las fundamentaciones de
los extremos de lo corporal que Freud esperaba de “otro
lugar” que no era sino la biología (al no tener clínica
Freud para seguir ese hilo) es la clínica psicoanalítica
con niños y con adolescentes quien las proporciona: es
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ella ahora nuestro “otro lugar”, a condición de no autoli-
mitarse al campo establecido de las formaciones neuróti­
cas. La posición del autismo es en este punto verdadera­
mente ejemplar (tal vez sólo alcanzada por la depresión
temprana grave, aquella que puede desembocar en la
muerte de no intervenirse a tiempo). Su centro de grave­
dad reside en un fracaso rotundo de la experiencia que
hemos reintroducido, por consiguiente una implantación
defectuosa, m arcadamente negativa, en el cuerpo m ater­
no (subsumiendo este lugar las especies empíricas del
cuerpo de la madre y del propio niño). Digamos que aquí
la experiencia de la vivencia de satisfacción fracasa en
subjetivar globalmente al niño, dejando como saldo esa

4. Sobre esta cuestión véanse los desarrollos de Lacan concernien­


tes al “día”, concernientes a su pertenencia a otro registro que el em ­
pírico-natural. Consúltese E l Sem inario. Libro 3. Las psicosis, B arce­
lona, Paidós, 1984, capítulo XI.
frágil pertenencia al género que caracteriza al autista,
dando sitio a las figuras del pequeño robot o del extrate­
rrestre. Más aun, el terror pánico, la violencia de una ra­
dical fobia al contacto que inevitablemente es una fase
del tratam iento si la retracción disminuye, es un índice
elocuente de que en la posición autista no se espera de lo
humano, de lo intersubjetivo, nada que tenga que ver
con el orden de la satisfacción y con el orden que la satis­
facción pone; antes bien, según ya lo hemos propuesto, la
vivencia se invierte en experiencia de la vivencia de ani­
quilación.s Esta es proporcional en su intensidad a la de
la renuncia y el rechazo tan extremos a anudar la satis­
facción al encuentro con el cuerpo materno en tanto alte-
ridad subjetivante. El cuerpo del pequeño duro y tieso en
el abrazo, sordo a los juegos sonoros de la llamada, in­
mortaliza la negatividad de una caricia vuelta en su con­
trario.
Pero esto no puede ser todo, ya que, al fin de cuentas,
el niño autista no se muere. Literalm ente al menos, en
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absoluto. Si las cosas se ciñeran al establecimiento de
una vivencia de aniquilación como retorsión aberrante
de la esperada vivencia de satisfacción, el niño no encon­
traría cómo continuar vivo en cierto grado; el expediente
de la satisfacción debe continuar su curso, encontrarlo
por algún lado si aceptamos -sensibles en este punto a
las ideas de Piera Aulagnier, quien abrió paso a una vi­
sión no hedonista de la satisfacción- que la posibilidad
de la existencia se cancela sin ningún género de expe­
riencia de vivencia de satisfacción.6 El niño, pues, debe

5. Rodulfo, R.: Estudios clínicos, Buenos Aires, Paidós, 1992, capí­


tulo 17.
6. La frecuentem ente obsérvada investidura m asoquista de una si­
tuación de encierro y to rtu ra puede ser con ventaja analizada en esta
perspectiva como una investidura defensiva cuya función es de “auto-
conservación”: el goce m asoquista da sentido en el sentido de una sa­
tisfacción a u n a experiencia que antes carecía totalm ente de ella.
procurarse, restituir, algo de este orden. Sabemos cómo
lo hace, intensificando h asta la exasperación estas u
otras prácticas (en general) sobre su propio cuerpo, sobre
todo en el momento y en el lugar en que se esperaría el
llamado, la necesidad del llamado, al otro humano. Saca
la caricia del espacio intersubjetivo, lo cual tiene por con­
secuencia la forma extravagante, marginal, descontex­
tuada, que ésta toma cuando, por ejemplo, se gira y se gi­
ra una máno clavando la m irada en ella (compárese con
el niño deprimido girando y rondando siempre en torno
al cuerpo de algún adulto imprescindible). Por extravia­
das que juzguemos estas prácticas de exacerbación sen­
sorial fragm entaria, no cabe duda de que en ellas el niño
se unifica férream ente (contra la trivial noción de que vi­
viría en un estado de fragmentación, que de hecho -n u e ­
vam ente- de ser tal sería incompatible con la vida, aun
en tan bajos niveles de espontaneidad), edifica una pecu­
liar ligazón de lo corporal, se reconoce a sí en el extraño
espejo de esta caricia fuera-de-madre. Entonces, la expe­
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riencia de la vivencia de satisfacción se transform a en lo
contrario en el espacio a ella destinado y retorna restitu-
tivamente en otro desubjetivado, condenándose al circui­
to vacío de un placer confinado a fragmentos de cuerpo,
y que recuerda extrañam ente el “placer de órgano” al que
Freud a veces refiere la experiencia autoerótica corrien­
te. (Curiosamente, en esos puntos de texto al menos, el
niño imaginado que Freud tiene en mente es un niño au-
tista avant la lettre.) Tal desfiguración de la caricia, co­
mo es de suponer, no es condición de ningún recorrido
transformador posible, se dirija a la hoja o al espejo; só­
lo estructura su perpetuación. Y cuando el niño en estas
condiciones parece “avanzar”, porque empuña un lápiz o
se apodera de algún juguete, no tardam os en comprobar
que el trazo en cuestión poco tiene de él; cierra sobre otra
espacialidad idéntica figura motora sensorial (ahora la
sensación se procura girando el lápiz). El “punto de fija­
ción” a una caricia tan trastornada domina por sobre el
rasgo y el trazo aún en los espacios que más se especifi­
can por éstos.
En suma, la intensificación sensorial autística restitu­
ye algo de la especie de la satisfacción pero a través de
una experiencia de tal m anera abortada que resulta inú­
til para subjetivar al niño. Esto da todo su valor a la re­
comendación de Tustin en cuanto a la no pertinencia de
intentar el camino clásico de interpretar una supuesta
dimensión “inconsciente” en esos actos autistas, postura
del todo ineficaz que ella personalmente sustituye por in­
tervenciones que procuran forzar la renuncia del niño a
dichas prácticas. (El hecho cierto del automatismo de sa­
tisfacción que procuran, explica lo arduo del trabajo que
tal m eta exige.) Balancearse constantemente, o girar las
manos o reiterar el mismo canto de frase sólo garantizan
la continuidad de un modo extremadamente acotado de
m antenerse yivo.7 P ara medir todo el daño implicado en
este mínimo de restitución es m enester referirlo a la
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perspectiva de la espontaneidad. Apenas escribimos “es­
pontaneidad” conjuramos el máximo de flexibilidad posi­
ble en los movimientos subjetivos, designa aquello que
resiste -o el coeficiente de resistencia- a los esquemas
deterministas. De esta manera, m antiene una relación
ambigua con lo constitucional en el sentido de Freud: si
por una parte designa con su emergencia un tono por lo
menos (musical más que neurológicamente pensando)
irreductible a las variaciones y condiciones del medio fa­
miliar -incluyendo allí lo mítico fam iliar-, por otra par­
te garantiza un resto de imprevisibilidad informe frente
a cualquier crispación biologista que postule una hege­

7. Todo lo que hemos escrito sobre la función superficie es apenas


un cabo p ara pensar el trabajo que supone el m antenerse subjetiva­
mente vivo, cuestión ad elan tad a insistentem ente por W innicott, y que
requiere mucho mayor desarrollo.
monía irrestricta de lo genético. Es decir que la esponta­
neidad nombra la oscilación en una franja que el anuda­
miento de constitución y ambiente no consigue dominar.
Cualquier concepción que haga del niño un reflejo pasivo
de lo que fuere: su programa genético o el deseo de la m a­
dre o aun las condiciones sociales, no la necesita y la pre-
cluye. Dicho de otra manera: en la óptica del “prem atu­
ro”, cara a Lacan, es lo único que no obstante y en rigor
el niño tiene, precisamente por “carecer” de dispositivos
instintuales rígidos. (Inscribrir esto en el registro de la
falta es una maniobra textual de enormes consecuencias
y de implicaciones ideológicas poco esclarecidas, ya que
la supuesta “falta” de instinto no tiene por qué no ser leí­
da hasta como un “exceso” o un excedente respecto no
tanto a “lo biológico” en el ser humano como a una con­
cepción a la vez estrechamente médica e idealista de la
biología. La interpretación lacaniana de la maleabilidad
de los funcionamientos vitales, alcanzado cierto grado de
desarrollo en los mamíferos, como “falta” da en el blanco
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al dejarnos un bebé sin recursos, privado de la fuerza de
su espontaneidad-ni.f
Esta espontaneidad como potencial de respuesta im ­
previsible, lo más alejado del modelo del “reflejo” que, re­
cordemos, pesa epistemológicamente -¡y cómo!- sobre
Freud, es la que el conjunto de los procesos autistas con­
vierte en su caricatura fabricando automatismos legibles
como anticaricias o una teratología del acariciar. Puesto
en términos metapsicológicos, espontaneidad se escribe

8. Ni “biológica” ni “psicológica”, por supuesto. En el fondo de es­


ta m aniobra textual, secreto de su éxito de público, está el viejo n a r­
cisismo hum ano, complacido de - a través, paradójicam ente, de una
deficiencia- encontrarse “superior” y sin “nada que ver” (expresión
que acude tan to a Lacan cuando se refiere a estos asuntos) con los
animales. U na vez m ás, véase D errida, J.: “El cartero de la verdad”,
en La tarjeta postal, México, Siglo XXI, 1984.
sobre lo que se ha escrito “inconsciente” en el vocabula­
rio psicoanalítico; no con la implicación de un topos orga­
nizado inaccesible a un “sistema Precs-Cc” sino como ese
potencial de emergencia de un “saber que no se sabe” y
que -como el bricoleur- no sabe lo que va a hacer y que
descoloca perm anentem ente el saber-poder del adulto o
de “lo” adulto.
De entrada, la espontaneidad es apertura a lo inter­
subjetivo, previa a toda “dem anda”. Es esta apertura la
lesionada en el autismo y Tustin ha sabido entreverla y
enseñárnosla, esta lesión es más im portante que los fe­
nómenos estereotipados de restitución que malamente la
restañan y que en otros casos pueden afectar maniobras
más sutiles. En el adolescente cuyas desventuras consig­
namos pudimos detectar el alcance de aquella lesión en
lo íntimo de la transferencia: el paciente nunca sentía ni
esperaba que de la tram a de nuestro encuentro y de
nuestro trabajo proviniese un beneficio para él, y eso era
mucho más que la obstinación de un enfrentamiento en
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el marco de una “resistencia” clásica, algo harto más si­
lencioso e;inaccesible, en algo evocador del no querer sa­
ber nada del Verworfen freudiano cuya honda pasividad
a menudo olvidamos, subyugados por la imagen más so­
noramente violenta del rechazo. Después de bastante
tiempo, pudo asociarla a sus atmósferas de desencuentro
e improductividad en las reuniones con los compañeros
del grupo de rock que tratab a de integrar: la no-composi­
ción de música juntos. Fue mucho después cuando llegó
a suponer en él una suposición que disyuntaba del juntos
(dos o más juntos) toda experiencia de creatividad o de
engendramiento. La referencia a la escena originaria pa­
rece imponerse, a condición de no detenerse en la imagi­
nería más obvia (el tercero excluido, sus celos, etcétera)
para reparar en ese fondo fundam ental de m utua aper­
tura al otro que la escena tiene por condición, el fantas­
ma de encuentro (el fantasm a “dice”: hay encuentro) pre­
cisamente dañado o fracasado en el paciente. Éste luego
pudo empezar a inventariar en qué prodigiosa cantidad
de situaciones de la vida cotidiana, desde las más compli­
cadas hasta las más elementales, las cosas se le atasca­
ban por la negatividad de su suposición: no hay dos (o
más) produciendo juntos. La contracara de esta imposi­
bilidad es la manipulación autística del partenaire, ya
evidenciable en los m ateriales consignados. El anclaje de
todos y cada uno de los aspectos clínicos en cuestión en
una patología de la experiencia de la vivencia de satisfac­
ción ensancha el horizonte del trabajo analítico de un
modo insospechado.

Siguiendo en este punto a Dolto, y balanceando los


efectos de lo histórico y lo mítico, hemos concluido en la
necesidad para la subjetivación de que la experiencia de
la vivencia de satisfacción se efectúe en ciertos períodos
claves, a diferencia de quienes le otorgarían únicamente
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el estatuto de una retroacción fantasm ática. No habien­
do ligazón de lo corporal si no es por su medio; en lo que
hace al pequeño sujeto (pues su alcance no se confina a
esos primeros avatares) eso no le deja otra opción que la
muerte tam bién crudamente efectiva o la restitución que
cursa en las patologías más graves.
En cambio, sobre la base de su efectuación, que ancla
cuerpo, se hace posible el establecimiento de una diferen­
cia de estructura entre la satisfacción obtenida y la satis­
facción buscada, desnivel constituyente del circuito del
deseo. Pero es esencial aquí no modelizar este desnivel
bajo la forma binaria fálica usual: la diferencia no tiene
por qué leerse como más y como menos, ni volcarse abu­
sivamente en el molde de la enfermedad neurótica para
hacer de ella insatisfacción o no satisfacción; tal diferen­
cia puede en cambio, es lo que estamos proponiendo,
leerse como la satisfacción misma, la diferencia entre la
satisfacción obtenida y la , satisfacción buscada -s u no
coincidencia, su no completa superposición- es la satis­
facción. Lo que ha pasado desde Lacan a tem atizarse -en
general de m aneras bastante monocordes y sin esa dife­
rencia entre el texto de Lacan y el propio que haría sen­
sible un texto- con la m uletilla de que “el deseo no se
satisface” es en realidad la diferencia entre dos satisfac­
ciones; la obtenida vale, tiene su lugar (y su función en la
economía psíquica). No es el mismo caso que el de sufrir
la insatisfacción: la no coincidencia de dos satisfacciones
no tiene por qué reducirse apresuradam ente a una expe­
riencia -y repetida, o crónica- de insatisfacción. Y si bien
no somos buscadores ansiosos de la continuidad ni le te­
memos a los conflictos textuales, hay que decir que nada
de lo que acabamos de escribir es incompatible con las
enunciaciones de Lacan, a condición de que se reconozca
y se respete la paradoja -recurso tan de Lacan como de
W innicott- cuando aquél escribe de la no satisfacción del
deseo: una no satisfacción entram ada y efectuada de un
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entretejido de satisfacciones; una satisfacción que es una
no satisfacción.
La experiencia autista vuelve a ser una referencia pa­
ra tender un tapiz en el que estas diversas modulaciones
se acomoden. En vano buscaríamos en ella algún mito de
la satisfacción buscada, algo como “aquello sí que se­
ría...”. A] otro extremo, la verdadera neurosis afecta la
satisfacción tenida en tanto tal, la reduce a polvo: el pa­
dre de un pequeño paciente me decía de sus ganas de
“asesinarlo” cuando, después de una jornada de agotado­
res paseos y múltiples consumos, su hijo le demandaba
“¿Y ahora adonde vamos?”, no en el tono del entusiasmo
y la exuberancia propios del niño, más bien con el des­
contento del que no ha ido a ninguna parte. Es otra m a­
nera, igualmente eficaz, de perder el flujo del ir y del ve­
nir entre las dimensiones de lo encontrado y lo esperado.
Contrasta el m aterial de una adolescente relativo al or­
gasmo: fácil de alcanzar en lo concreto para ella, se dibu­
ja sobre el fondo del placer que sí reconoce la figura de
otro con una nota particular, “debe haber un orgasmo
que.,.”, introductor de otra dimensión, no dibujable en
sus características imprecisas si no es por una demasía
de intensidad que su fantasía le atribuye. Pero esto sin
menoscabo ni deterioro de su capacidad genital efectiva.
Pero toda esta presentación merece un reparo, la for­
mulación de una reserva. Abordémosla primero por el cos­
tado de la práctica clínica. Nos interesa más -e n la medi­
da que nos plantea un trabajo mucho más difícil- aquel
caso donde lo que acabamos de desdoblar en tres persona­
jes se condensa en un sólo paciente, según los niveles de
análisis del m aterial que alcancemos: precisamente allí
donde la contundencia opositiva de la psicopatología “es­
tructuralista” (neurosis/psicosis, etcétera) se embrolla y
se desfigura en su límite. ¿Al chocar contra qué? Contra
ese fondo común de la experiencia hum ana que, ajeno a
una formación propiamente psiquiátrica, Freud pudo per­
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cibir mejor que lo que lo puede hacer el imbuido de aque­
lla tradición: si psicopatología, de la vida cotidiana. Lle­
gados aquí, nuestra tarea es el paso que haga ingresar las
psicosis y otros fenómenos en la cotidianeidad, redoblan­
do el modo en que Freud ingresara los funcionamientos y
procederes neuróticos.9 El modelo clínico que, capítulo a
capítulo, venimos desplegando, no es para nada ajeno a
este propósito, al poner en juego especies y movimientos
no provenientes del discurso psiquiátrico ni del orden mé­
dico de la enfermedad. Para el caso subrayaremos las
ocultas, plegadas, minimales, creencias delirantes y/o dis­
positivos autistas esperables en principio en cualquiera.10

9. Véanse nuestros retrato s bien im pregnados de cotidianidad del


niño del tran sto rn o en Trastornos narcisistas no psicóticos, Buenos
Aires, Paidós, 1995.
10. Véase mi “...pero adem ás es cierto...”, capítulo 6 de Estudios
clínicos, que adelantaba esta cuestión ya en 1979.
No propugnamos con esto una romántica abdicación
de la nosografía; nos referimos a cómo el modo “estructu-
ralista” de oponer neurosis y psicosis, amén de muchos
otros inconvenientes, reintroduce con un desplazamiento
la dicotomía entre el hombre de la normalidad y el enfer­
mo que el psicoanálisis había empezado por levantar. Y
es por demás curioso que aquello se acompaña con un as­
censo de las neurosis en el escalafón de la psicopatología
psicoanálítica, cuando antes que una “fiesta del lengua­
je” son formaciones donde tanto fracasa nuestra discipli­
na, cuando las encuentra verdaderamente constituidas.
Reencontrado en nuestro camino, promovido a un ran­
go de mucho mayor peso clínico (incluso en la elaboración
de criterios para el diagnóstico diferencial), el concepto
de la experiencia de la vivencia de satisfacción debe ser
a continuación desmontado ~a la m anera en que el niño
desarma un objeto para ver de qué y cómo está hecho-
alejándonos de una consideración demasiado global, que
lo lim itara a una fisonomía homogénea en cada acto de
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invocación: es preciso llegar a la comprobación de que es
una experiencia conglomerante, compuesta de una canti­
dad diversa de cosas, de las que hay que proceder a hacer
un inventario. Volviendo a tom ar su imagen socorrida, no
se reduce al punto de una boca en un pezón: forman par­
te entrañable de ella elementos como el deseo materno
hacia ese hijo (de tan ta incidencia en las cualidades del
encuentro), los motivos del mito familiar respecto a qué
es un hijo (y sobre todo ése que allí adelanta su boca: el
mito también se le mete en la boca; y va en el pezón), el
tejido de las disposiciones constitucionales prontas a ac­
tivarse (el niño pasivo, atónico, el niño cuya violencia
oral se lleva por delante h asta las eventuales represiones
de la madre, interpelándolas), la huella del padre en el
cuerpo materno (lo que Melanie Klein plasmó casi al mo­
do dé un dibujo animado como el pene paterno en la sor­
prendente interioridad de la mujer) según una escena
originaria signada por la satisfacción o por la frustración
y el desinvestimiento. Una sobredeterminación conden-
sada en la zonaobjeto que tampoco se detiene aquí.

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Designa la subjetivación prim aria

f Designa la individuación

Lugares de Cu- í'po Espejo Pizarrón


aposenta­ mal erno (hoja)
miento
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Caricia® 1 Form as
Rasgo ® de la
ligazón
Trazo

Designa la escrituración

Relaciones de acarreo
-4 --------- ^ -------

Tras los pasos de la niña de la tiza, le opondremos un


fragmento de m aterial por entero diferente, extraído del
análisis de un niño de 7 años, aquejado de muy notorias
inhibiciones, las suficientes como para que mereciera el
título de fóbico, título aquí bien legítimo por poco que se
consideren sus dificultades en el movimiento pulsional.
En la ocasión que evocamos, entra a la sesión refunfu­
ñando (lo que no es su hábito), viene acompañado por su
madre (siempre lo hace solo), se dirige a ella con un tono
de la voz que un psicoanalista sólo puede asociar a regre­
sivo; trae además un abultado paquete de galletitas. Es
un gran dibujante, no considerándolo desde el punto de
vista estético sino como paciente, ya que la mayor parte
de su producción de m aterial aflora por este medio. Plan­
tea sus cosas dibujando y, sin una destacable facilidad,
dibujando siempre se las arregla. Pero en esta sesión,
después de vacilar visualmente ante las hojas y los mar­
cadores, se sienta, come, y no hace más nada. En tanto el
paquete es verdaderamente grande la situación puede
prolongarse, con él devorando de un modo apresurado,
ansioso (no espera a term inar con una cuando ya está in­
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troduciendo otra en su boca).
Enseguida echamos de ver un trazo diferencial rele­
vante: él viene -por lo que sea- en un estado de resisten­
cia inédito en un niño destacadamente fecundo en aso­
ciaciones, pero no por eso se come la tiza, trae con él
comida genuina. Queda temporariamente inhibido de
agarrar tiza o lápiz y pasar a la hoja o al pizarrón, espa­
cios donde suele moverse con mucha soltura. En cambio,
muy quieto, salvo la boca, se atraganta, se atosiga. No
obstante, los instrum entos que pueden ligarlo a aquellos
espacios no son destruidos, se conservan intactos. Por
eso, terminado el paquete, ya hacia el final de la sesión,
se decide a borronear algo. Tal relativa fluida reversibi­
lidad la conceptualizamos prim eram ente entendiendo
que no se tra ta de una situación agujereada, ni en su ma­
no ni en la conjunción potencial de ésta con un instru­
mento de escritura se m anifiesta agujereamiento alguno.
Pequeño en sí mismo -pero, ¿hay m aterial pequeño?-,
este fragmento resalta para el diagnóstico diferencial en
su rasgo de contraste con el primero. Por lo demás, el día
anterior el niño había venido a sesión con un cuento es­
crito a medias que entonces terminó de compaginar, dis­
poniendo y pegando hojas en el formato de un libro. El
cuento se llamaba “El arroz con leche”, alimento por el
que se apasiona su protagonista, un niño varón, según
era de esperar. Tanto engulle un día que la panza se le
pone hecha un globo descomunal; no puede mover brazos
ni piernas, sólo esa panza guarda cierta movilidad. Re­
vienta finalmente, y sus padres se encargan de llevarlo a
una tumba.
El desenlace es algo ambiguo. Por una parte el héroe
atiborrado retorna de noche (en forma de esqueleto),
aparentemente para vengarse, puesto que se dedica a
asustar. Por la otra, la m añana siguiente a la primara
vnoche, cuando la familia se sienta a desayunar y es la
hermana quien ahora desea atracarse (de tostadas), la
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madre recurre al expediente de darle en su lugar un pe­
dazo de jabón. (En este punto intervengo, comentando
que seguramente lo hace para evitar que le ocurra lo
mismo que al muchacho demasiado goloso).
Es relativamente fácil para el analista rem itir el pos­
tre tan excesivamente consumido al elemento de lo m a­
terno y reconstruir una suerte de conjunción desmedida,
incestuosa entonces, oral. A su vez, dándole jabón inco­
mestible, antigolosina, a la herm ana, la m adre del héroe
introduce un término separador, toda una incitación a
destetarse por la vía de un objeto repugnante en la boca,
prácticamente un vomitivo. La moraleja parece bastante
obvia,
Por el contrario, el comerse la tiza de la primera niña
no se refiere al desenfreno de un placer libidinal por eso
mismo peligroso; conspicuos indicios clínicos lo colocan
•en el registro del agujero en el cuerpo -en lugar de un
cuerpo demasiado llenos y de un m alestar angustioso él
sí devorador, en la medida en que, a su vez, lo inaccesi­
ble del pizarrón lo convierte en un agujero por donde la
niña se cae y su posibilidad de diferencia desaparece.

Más o menos tácitam ente, las cosas nos han llevado a


considerar como aún muy pobre y sobre todo unidimen­
sional la m irada que se ha echado sobre la caricia en la
mayoría de los casos. Hemos dado algunos primeros pa­
sos apuntando a hojaldrarla, pensándola tal como un
verdadero dibujo, vale decir, en pleno derecho una escri­
tura tanto del propio cuerpo cuanto del materno. No
siendo la caricia un concepto en psicoanálisis, por eso la
relacionamos a uno, y de gran peso metapsicológio, como
es la experiencia de la vivencia de satisfacción. Aun así,
hay que seguir tomando y midiendo la distancia con res­
pecto a un empirismo siempre simplificador, del estilo de
“técnicas corporales”, siempre disponible y dispuesto a
aplanarlo todo sobre una ideología del “contacto”. Por el
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contrario, sólo el psicoanálisis dispone de medios de re­
flexión para reconocer los componentes, los diversos ele­
mentos que trabajan en el interior de una “simple” cari­
cia. Cuanto más simple el fenómeno, menos simplista es
capaz de ser la perspectiva analítica:

1) En un cierto orden de aparición debe destacarse la li­


beralidad de la caricia o del abrazo como tal, teniendo
en cuenta que el hecho de su concreción es ineludible,
indispensable; sin él, el niño no dispondría de mate­
riales para erigir su narcisismo tan primario como ló
queramos (o aun originario).1 Entonces, este hecho 110
puede faltar, no es sustituible por palabras ni por mi­
tos ni por “estructuras” de ningún tipo. El niño debe

1. Teniendo en cuenta la distinción desarrollada por Piera Aulag-


nier -d e seguro en sus textos, como en los de pocos, se posibilita una
ser acariciado, debe acariciar al otro y debe acariciar­
se, abriendo esa diseminación autoerótica que va pro­
gresivamente escribiendo su cuerpo (y no sobre él, co­
mo en la teoría clásica del apuntalam iento).2
2) Pero a nadie puede extrañar que el método psicoana-
lítico ilumine lo que en una mano no es sólo la mano.
Y no sólo por im aginarla cargada de libido. Menos
conjeturalmente, a partir de los Tres ensayos... hemos
ido vislumbrando y descubriendo un entretejido de
equivalencias funcionando activamente en el cuerpo y
no sólo funcionando, constituyendo su nervadura: lla­
marlas “simbólicas” puede oscurecer la conjunción de
factores constitucionales y experienciales en su exis­
tencia (a menos que el “simbólico” se despegue un po­
co de su connotación lacaniana, inclinándose más ha­
cía la visión estructural de Lévi-Strauss), O es menos
equívoco rem itir a la huella -que no precluye lo gené­
tico- y a la escritura. Como sea, muchas de estas equi­
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valencias están presentes de entrada: Daniel Stern
las ha recogido en su concepto de percepción amodal,
poniendo fin, ¡esperemos!, al mitema de la percepción
congrua con lo concreto, homologa del pensamiento
congruo con lo abstracto; dos mil quinientos años de
platonismo pendiendo y pesando sobre el psicoanáli­
sis. Francés Tustin, paralelamente, habla de “series
de sensaciones”, series que habría que pensar si se co­
nectan y cómo a la secuencia de Winnicott.3

reflexión teórica sobre el acariciar y su estatuto- no para echar aún


' más atrás, en algún nuevo neoarcaismo, el narcisismo, como pensan­
do en las operaciones que son condición eficaz y no contingente de su
origen.
2. En el término “autoerótico” conviene retener el semantema
esencial de lo que no tiene un centro organizador al cual remitirse -y
someterse-, haciendo a un lado las resonancias míticas que atestan el
“autos”: autosuficiencia, autoengendramiento, etcétera.
3. Véanse para percepción amodal, Daniel Stern: El mundo inter-
Todo esto para entender que cuando la mano se estira!
y toca se encienden otros circuitos: el cuerpo no es solo'
un pegado, es un enredo también. “Con esto, yo muevo a
Sirio”: acaso, más seguro conmuevo lo viscerorreceptivo o|
altero algo en mi voz, añadiéndole un matiz que no tenía.
Más tarde se desplegará todo un trabajo de resignifica­
ción y de recubrimiento por lo verbal, pero la serie es an­
terior e independiente de él y su vinculación, estricta­
mente suplementaria.
En su propia clínica de antropólogo, Lévi-Strauss lle­
gó al mismo punto con su “lógica de las cualidades sensi­
bles”.4 Podría recordar que fue él quien me orientó en la
comprensión del temor fóbico a los ruidos y sonidos fuer­
tes, haciéndome notoria su equiparación inconsciente a
otras intensidades sensoriales, como el movimiento des-
hinibido, desencadenado, o la emergencia de la excita­
ción genital, otra violencia, o su mismo olor, neurótica­
mente repelido.
Ergo: una mano que toca nunca va sola, sin una dise­
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minación de resonancias multiplicadoras que lleva el se­
llo de la singularidad.

3)- Merece al menos tácticamente un desglose aparte el


elemento1de la voz, sobre todo considerando el largo
contrapunto que se establece entre la del niño y la de
su madre y otras personas. Es un viejo lugar común el
registro, en el lenguaje común y en el literario, de las
notas táctiles de la voz. “La voz seca de un médico pe-

personal del infante (Buenos Aires, Paidós, 1991) y, p ara el segundo


concepto, Francés Tustin: Estados autísticos en los niños, de esa mis­
m a editorial, 1988.
4. Y b astan te antes que el psicoanálisis pueda d ar todo su peso a
elem ento de lo m usical sin fundirlo en el lingüístico. Véanse Lo crudo
y lo cocido, ya a p a rtir de su O bertura: Mitológicas, México, FCE,
1966, t. 1, y E l pensam iento salvaje, México, FCE, 1964.
dante no cura a nadie” decía José Itzigshon hace m u­
chos años, cuando despuntaba en Buenos Aires una
carrera de psicología que lo tuvo como uno de sus pri­
meros profesores, indicando así la incidencia del com­
ponente musical en la transferencia (lo que es más in­
teresante al no ser él un psicoanalista). Para el
paciente, esta musicalidad se extiende metonímica-
mente: cada consultorio, por ejemplo, tiene la suya, y
hasta la hora de una sesión influye en eso, como no se­
ría lo mismo escuchar una serenata de Mozart en un
jardín al atardecer, mezclando los sonidos con los ro­
ces del crepúsculo en deliberación, que por la radio en
un sitio demasiado encendido y ruidoso de domestici-
dades. Nos resta mucho por investigar de los timbres,
de los ritmos, de las gamas entre el forte y el piano, de
los crescendi, según se ponen enjuego en aquellos con­
trapuntos y según su régimen de producción de fehó-
menos subjetivos, según afectan, afectúan 3o afectivo.
(Por esto mismo el desglose, por la rápida asimilación
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de la voz al lenguaje brdenado bajo los parám etros de
la lingüística, lenguaje -curiosam ente- tan poco su-
perponible a aquel en que se interesa el psicoanalista
en los trajines de su práctica.)

En una sesión con un niño de 4 años decido intervenir


ironizando sobre la postura fálica que asume y sus
abruptas incongruencias. Me aprovecho de un cochecito
que ha estado intentando la proeza de andar sobre un
costado en dos ruedas solamente, siempre desembocando
en una patinada, revolcón o choque, lo asocio a sus com­
portamientos cotidianos (así como a un dibujo donde la
cabeza del niño se emparejaba a la altura del sol, en una
postura corporal oblicua como la del auto, Icaro en el ai­
re) y le digo que este cochecito pretende hazañas desme­
didas para al mínimo contratiempo descolgarse con un
“ay mami mami mami”. El tono de esta intervención pro-
voca en mi paciente esa explosión de risa que Freud fue
el primero en registrar como índice de un ser tocado el
inconsciente por la interpretación: pero la entonación
(que además implica una oferta de juego así como una
desposesión por parte del analista de lo que Winnicott
llamaba “ínfulas de profesional”),5 -que él reproducirá á
menudo de ahora en adelante, convirtiéndola en una con­
traseña entre nosotros-, no un significante lingüístico ni
un contenido semántico comunicado según las reglas.
Para llegar al punto es m enester escribir así mi interven­
ción:

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¡ay mami mami mami mami!

' (El pentagram a lo hago discontinuado para dejar


constancia de lo aproximativo de mi canto en relación a
lo “bien templado” de la música occidental desde finales
del siglo XVII.)
Con la imprecisión anotada del caso es visible el trazó
descendente y -por lo apretado de la contigüidad- el cro­
matismo de la frase transm itiendo la caída a pique del
pequeño e inconsistente Icaro. (Procediendo así, además,
la voz del analista tiene la posibilidad de alcanzar els:
punto del fantasm a fóbico de cuerpo en peligro(s) tal cual

5. Véase “El valor de la consulta terap éutica”, en Exploraciones:


psicoanalíticas II, Buenos Aires, Paidós, 1989; texto notable para
cualquier discusión contem poránea sobre la posición del psicoanálisis
en el campo de las psicoterapias.
lo revela un sueño típico bien conocido, atravesando la
compostura de la omnipotencia del niño falo en que de
otro modo podría enredarse; numerosos elementos de la
teoría psicoanalítica incitan a ello).6
La voz no es entonces un accesorio del trabajo analíti­
co, un “soporte m aterial indiferente” -fórm ula de la que
gustan Lacan y los “lacanianos”- , correa de transm isión
de significados “profundos” (como en el kleinismo) o de
significantes lingüísticos; es al contrario un elemento ca­
pital irreductible de lo más nuclear de la intervención del
analista y un elemento que constituye una dimensión
que no puede faltar para que haya verdadero espacio
analítico, verdadero espacio de juego transicional. Y todo
esto a fin de cuentas depende del que sea -aparentem en­
te en todas las culturas hum anas conocidas- él primer
instrumento musical. (La importancia del punto merece
una vigilancia cuya necesidad debiera enfatizarse en to­
das las políticas de transm isión en cuanto a desmarcar
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nuestra práctica de una actitud intelectualista que se
manifiesta en tan tas “lógicas” del sentido, merece subra­
yarse, merece los paréntesis. Aquellas políticas deben
hacerse responsables de que el estudiante y en general el

6. Alusiones, que fácilm ente pasan inadvertidas, a la dim ensión


fundam entalm ente m usical del significante se en cuentran en el “Tú
eres el que me seguirás”, cap. XXII del sem inario Las psicosis, de Jac-
ques Lacan (Barcelona, Paidós, 1984) donde se insiste sobre el “acen­
to” y el “tono” de la frase (cuestión que no deja de reaparecer en otros
capítulos) am én de zaherir la dependencia de la gram ática que carac­
teriza al aprendizaje escolar del lenguaje. Las m ism as incursiones de
Lacan en lo que denom ina “el zumbido” del discurso, en la “vocifera­
ción”, “el alarido”, rem iten al mismo fondo m usical por otra parte no
asumido en su m agnitud por el que lo está reconociendo desconocien­
do. E ntre todo esto, el térm ino acento se impone por su conjugación de
dos dimensiones esenciales: la del ritmo (toda acentuación genera di­
ferencias rítm icas) y la de la intensidad “afectiva” (toda acentuación
genera diferencias de intensidad que afectan lo corporal del ejecutan­
te y del oyente).
joven colega nunca piensen en la voz y siempre piensen
en la significación de un modo hiperracionalista, y tien­
dan a sobrevalorar desmedidamente las diferencias “teó­
ricas” en el interior del psicoanálisis, creyendo que de
ellas depende la curación o su fracaso.)
k ;

4) El mismo punto que acabamos de considerar libera


con más claridad otro ingrediente im portante del aca­
riciar: la palabra en ese sesgo en que algo de ella se
desborda, ambiguamente, con la voz. En toda expe­
riencia, de las que estamos investigando, hay pala­
bras que pasan a formar parte del conjunto “caricia’’,
de su conglomeración. Incluso en el plano bien con­
creto de su sentido.7 En realidad uno de los rasgos
más im portantes de ella es no quedarse restringida a
su campo mismo, al sistema de la palabra, lo que La­
can no deja de destacar en su pintura del significan­
te (por ejemplo, insistiendo en sus encarnaduras his­
téricas) y no deja asimismo de neutralizar por medio
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de su logocentrismo.
5) Este mismo acto de escritura del cuerpo tiene otro
componente inevitable en el mito familiar. Hemos in­
sistido supongo lo suficiente (lo que luego cada situa­
ción de enseñanza revela en su no bastar) en su no es­
ta r por fuera ni siquiera de un modo solamente
narrativo en relación a los acontecimientos más pro­
piamente corporales de la subjetivación del niño. Más
aún, lo propio de una perspectiva clínica es concluir

7. Véase el “qué fea que es” como elem ento de caricia negativa en
la constitución de u n a experiencia de vivencia de satisfacción depri­
m ida en el capítulo “Crónica de u n a depresión tem p ran a” correspon­
diente á C ristina Fernández Coronado -R . Rodulfo (comp.): Pagar de
más, Buenos Aires, N ueva Visión, 1986-. Puede cotejarse el punto a
la luz de mi em plazar lo decisivo de que el niño sea vivencia de satis­
facción de la m adre; véase “Sin espejo”, capítulo final de Estudios clí­
nicos, ob. cit.
que en ningún lado funciona de modo tan contunden­
te como en la m anera en que se acaricia o se deja de
acariciar, se acoge en plenitud o con un abrazo tenso
o desencontrado, a un bebé: todas esas maneras y
cualesquiera otras “dicen” qué es esa pequeña criatu­
ra para el mito. Piera Aulagnier lo subrayó inmejora­
blemente: ¿es congruo en ese mito particular el naci­
miento de un hijo con algo del orden de “hay placer”,
“el placer existe”?
6) Por vías de consideración distintas, más de una co­
rriente psicoanalítica ha señalado la importancia de
la huella del padre en la madre -con todas las varian­
tes empíricas que podamos im aginar- y antes de ser
ésta una consideración conceptual fue un hecho con
que la práctica se tropezó y tuvo que reconocer, típi­
camente en la figura de esa madre cuyo acariciar -lie-
vado hasta el colecho- comunica su represión^o su
insatisfacción genital, lo desvaído que deriva anagra-
máticamente en desviado de su vida erótica. O bien,
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con no poca frecuencia, se tropezó con una abuela en
esa posición, ensombrecida por más de un duelo im-
plant(e)ado.
El cuerpo que viene del orgasmo, que lo frecuenta,
abraza distinto.
7) Lo que a su vez deja espacio mejor para el elemento
de la caricia paterna, masculina, o para el elemento
masculino de la caricia, tan poco puesto en juego en
nuestros textos en la medida misma en que encerra­
mos al padre en la triangulación edípica, la ley y re­
ferencias sobreabundantemente similares. Es raro
encontrar unas líneas en la literatura psicoanalítica
dedicadas al tocar de un hombre sobre el niño, a sus
especificidades lúdicas potenciales, al elemento viril
del cuerpo a cuerpo en juegos físicos que raram ente
emergerían en una mujer (a menos que dispusiera de
un archivo de escenas con su padre o sustituto al res­
pecto, lo cual es raro).^Carestía tanto más curiosa por
la relativamente abundante nostalgia de un contacto
directo siempre frustrado que campea incluso en el
m aterial de pacientes adultos como algo que les faltó
en su historia y en su cuerpo.
8) En el acariciar, en su emergencia y trazado a medida
que se despliega, intervienen también formando par­
te regulaciones concernientes a la problemática del
poder entre los chicos y los grandes, vale decir, regu­
laciones políticas y de lo político en la familia, y que
el psicoanálisis acostumbra reducir, sin pensarlo mu­
cho, a la prohibición del incesto. Clínicamente consi­
deradas, estas regulaciones lim itan (dejando subsis­
tir partículas que no parecen poderse impedir, ni
siquiera estamos seguros de si sería deseable impe­
dir):" disponer del niño/a como un paquete o accesorio
del cuerpo del Otro; disponer y explotar elementos de
la sensorialidad sensualidad del niño como si fuese
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8. Teóricamente, el punto es abordado m inuciosam ente por Jessi-
ca Bqnjam in (véase el capítulo III de Los lazos del am or, Buenos Ai­
res, Paidós, 1996); la prim era, en nuestro conocimiento, en encarar
una vinculación de padre con hija e hijo no m ediado por la m adre ni
en el interior de una e stru c tu ra que lo deja siem pre en tercero (jes
verdaderam ente in teresan te que esta consideración independiente
haya sido iniciada por Freud! -v é a se la por ejemplo en El yo y el ello-,
dando así pruebas suplem entarias de una sagacidad clínica infre­
cuente, así como es sugestivo que esas indicaciones leves, dispersas,
pero repetidas, quedasen in articu lad as y luego reprim idas a posterio-
ri a medida que el carácter “nuclear” del complejo de Edipo hegemo-
niz,ara im perativa e im perialm ente el pensam iento freudiano).
M ás allá de esto, excepcionalm ente, P au lette Godard consigna el
punto de los juegos corporales padre-hijo en su “¿Existe el padre del
bebé?”, Revista de A M E R P I, n° 3, México, 1996.
9. Las advertencias de Benjam ín (ob. cit.) sobre una sexualidad
“desinfectada”, “sá n itarizad a”, tom an su valor aquí. Podría seguirse
al respecto todo el complejo trayecto del motivo de la contaminación
en Derrida.
una entidad sólo corpórea, sin alteridad subjetiva en
esa carne; disponer del potencial erótico erotizable
del niño en su conjunto -no sólo físico, físico subjetua-
d£- para compensar y equilibrar frustraciones y pri­
vaciones en la vida sexual de los adultos (probable­
mente, lo que el psicoanálisis tendió a pensar como
“seducción”). La sola enumeración es útil para solici­
tar la pregunta por en qué medida estas distintas co­
sas caben sin violencia en la prohibición del incesto
globalmente considerada y en la terminología a que
diera lugar, incluida la más moderna: castración sim­
bólica, simbolígena, Nombre del Padre, etcétera.1" So­
bre todo, y además, dada la particular mitopolítica se­
xual que sustenta todas estas enunciaciones, donde el
término “ley” es siempre altam ente congruente con el
de “padre” así como el de “incesto” con el de “madre”.11
No nos puede sorprender que el tufo paternalista re­
sultante ahogue la percepción de lo político, término
sin el cual nos perdemos en estas cuestiones.
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Pero está claro de todas maneras que, aun constriñén-
dose a la noción de “prohibición”, ésta no podría ser enten­
dida como prohibición “de” la caricia, del acariciar, sino
al modo de una cualificación ingrediente en su composi­
ción interna, por eso mismo la enumeración que estamos
intentando. Por ejemplo: “No acariciarás a tu hija como
si fuera un apéndice tuyo, un objeto de tu propiedad”. Al­
go ganaríamos, probablemente, liberándonos de la tenaz
inercia que identifica prohibición con borde -siendo el
borde cosa de la caricia-, imaginando ésta en la entraña:
10. Respecto a la segunda regulación, cuya violación define un es­
tilo verdaderam ente perverso (hay muchos abusos analógicos y m eta­
fóricos de este concepto) consúltese K han M asud: Alineación en las
perversiones, Buenos Aires, N ueva Visión, 1991.
11. Véase Benjam in, J., ob. cit. Al respecto puede consultarse todo
lo desarrollado en nuestro medio sobre este tem a por Ana Fernández
y Eva Giberti.
que figura al borde no es lo mismo que creer que figura,
el borde.
Y además, aun haciendo constar dos disposiciones es­
pontáneas del niño al respecto:

- a proponer activamente regulaciones que el psicoa­


nálisis en general le supone únicamente recibidas;
- a jugar con el límite -y sin esto no hay nada que val­
ga denominar así o lo que es lo mismo funcionaría muy
mal así-, y para esto debe poder jugar lo incestuoso mis­
mo, transformarlo en un m aterial de juego como cual­
quier otro, fuente de malentendidos para la habitual re­
ligiosidad del tipo de “las tablas de la Ley”.

(Así, Frampoise Dolto escribe lapidariamente que el ni­


ño debe renunciar al incesto hasta en sus pensamientos.
Pero, ¿qué tipo de proceso podría hacer un niño sin sus
pensamientos? ¿Qué que no fuera lisa y llanamente re­
presión, y de la más patógena? Pues se podría bien decir:
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“aquello a lo que renuncio hasta en mi pensamiento re­
tornará como real”. Precepto tanto más raro cuanto que
la misma Dolto se ha encargado de señalar la frontera in­
cierta y riesgosa entre prohibir el deseo incestuoso y pro­
hibir el deseo incestuoso).12
Form ular estas sugerencias para un trabajo descons-
tructivo en torno de la prohibición y sus políticas se lo
puede hacer invitando a pensar que lo incestuoso debe
entrar en el juego, que sólo es trabajable por su medio y
que ninguna “ley” ajena al juego es eficaz. (De aquí po­
dríamos derivar hasta la función de los “juegos de mesa”
en la subjetivación del niño.)
El interés clínico nos aconseja, por otra parte sobre la
importancia de no confundir interferencias intrusivas,
12. La tajan te sentencia se encontrará en “El complejo de Edipo,
las etapas estru ctu ran tes y sus accidentes”, en En el juego del deseo,
México, Siglo XXI, 1983.
dado el conflicto siempre latente entre pareja sexual y fa­
milia, con prohibiciones necesarias y “simbolígenas”
(Dolto). Las prim eras se pueden disfrazar -y no es raro
que un psicoanalista o un psicólogo alquile los tra je s- de
justa intervención del tercero pero de hecho lesionan o
perturban la constitución de una zona objeto adecuada­
mente fusional. Contrariamente, el trabajo con niños pe­
queños no hace sino valorizar en todo su peso la inciden­
cia de un trabajo de la función paterna (así como por otra
parte, un trabajo de la función abuela) destinado a favo­
recer la constitución de un denso tejido entre madre e hi­
ja/o.

El despliegue simultáneo de todos esos elementos h a­


ce que lo que creíamos un dedo singular tocando una par­
te determ inada de (otro) cuerpo resulte una verdadera
orquesta, tanto si la caricia es autoerótica como entre
dos. (Tampoco el autoerotismo es entendible sin el entre­
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tejido del entre.) De ordinario no hace falta detenerse a
individualizar uno u otro de estos componentes, salvo
cuando la consulta nos impone de una falla cuyas articu­
laciones necesitamos despejar. Allí nuestra “lista” pon­
drá a prueba su valor en el diagnóstico diferencial.
Pero aún tenemos dos elementos pendientes.

9) Remitiéndonos, si lo queremos, a la conclusión de


Freud sobre la inexistencia de una libido pasiva
-afirm ación que pude coexistir en buena sociedad con
distintos retratos de niño pasivizados en la teoría-,
tanto la práctica clínica como la observación (aun
aquella extraña a criterios psicoanalíticos) son con­
tundentes en lo que hace al peso de la espontaneidad
del niño en su emerger no calculado. Ningún acari­
ciar genuino se forma sin ella, Y ni siquiera basta ya
con seguir el trazado de la distinción entre reacción y
respuesta que propusiera a su tiempo Piera Aulag-
nier;1:| por mucho potencial de polimorfidad que tenga
esa capacidad de responder hay que dar un nuevo pa­
so y reconocer la capacidad de propuesta espontánea
como la dimensión más propia y consustancial de la
subjetividad desde sus más remotos albores. Es como
decir, también, de la voz concreta en que se encarna
lo constitucional en la medida en que pone algo muy
poderoso de las cualidades y de las coloraturas de ese
proponer, como se m uestra por contraste cuando acci­
dentes genéticos o congénitos entorpecen aquella
emergencia del proponer y limitan severamente al niño
constituyéndose además en una pesada exigencia de
trabajo para las funciones del medio.
Pero dejando eso a un lado, en los niveles de deman­
da que operan desde el principio en todo bebé, en los
acentos que privilegian relativamente tal o cual zona
del cuerpo como zona erógena potencial, en los ritmos
de las prim eras manifestaciones, reconocemos tanto
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las modalidades más singulares y espontáneas de un
niño -incausadas por la función am biental- como su
enraizamiento en particularidades biológicamente
reguladas.
10) Como al otro extremo, la Nachtráglichkeit de Freud,
lo que se ha traducido por a posteriori, movimiento de
vuelta a significar hacia atrás, que repetidas veces en
el curso de la historia moldea de nuevo y en lo nuevo
el dibujo y los colores del acariciar(se). Que esto ocu­
rra varias veces -como cuando la caricia sobre el clí-
toris desemboca en lo no esperado del orgasmo m ar­
cando una época de “pre” p u b e ral- complica
insondablemente cualquier planteo esquemático de
las relaciones sincrónico-diacrónico. Las remodelacio­

13. Ya en las prim eras páginas de La violencia de la interpreta­


ción.
nes de la experiencia de la vivencia de satisfacción,
sus “saltos cuánticos” (Stern), de por sí un capítulo
abierto en la investigación psicoanalítica, afrontado
de hecho por el practicante y a la vez no suficiente­
mente subrayado. Consideremos para el caso al niño
dél relato, ese que empieza a interesarse por las fotos
“de cuando era chiquito” y a preguntar “cómo era”,
“qué hacía”, etcétera. En nuestro trabajo, localizamos
allí un trabajo del trazo, de su narración, que arma
un niño ficcional en “la hoja de papel” del cuento y de
las novelas individuales, neuróticas o no: he aquí una
completa remodelación de la caricia que no deja in­
tacta una supuesta arkhé inaccesible ni podría arra­
sar sin “consideración por la figurabilidad” alguna,
huellas estatuidas y en diversos cursos de transfor­
mación que ponen sus propias condiciones a todo vol­
ver a significar.

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Hemos insistido en otros lugares sobre la tendencia a
hacer del a posteriori un movimiento tan lineal como
aquel que en su momento de forjación venía a compleji
zar y sobre la no menos conspicua tendencia a concebir
la vivencia de satisfacción como una experiencia ya con­
cluida en un pasado remoto, inalcanzable por las pericias
históricas,14 algo que ya pasó. Clínicamente hablando, es­
ta m anera de considerar las cosas vuelve impracticable
,el concepto; le deja el dudoso estatuto de una finta “teó­
rica”, de erudición “metapsicológica” supernum eraria.
El lugar de la experiencia del orgasmo es probable­
mente uno de los mejores m ateriales para historizarla y
para su desmarcación de la oralidad que desde un prin­

14. Véanse los capítulos “N otas sobre la resignificación” (con la co­


laboración de M arisa Rodulfo), en Pagar de m á s, ob. cit., y “La expe­
riencia de la vivencia de satisfacción y la patología tem p rana grave”,
en Estudios clínicos, ob. cit.
cipio la demarcó en demasía. Entendida en su sacudi­
miento cabal, esta culminación del cuerpo desconocido
por el niño trastorna todas las referencias al goce de las
que hasta el momento se disponía: es además inimagina­
ble, es decir, no aparece en los espejos que el niño pueda
inventarse. Pero para esto no basta con la mera eyacula-
ción y con un placer de frotación (como hemos encontra­
do en algunas evoluciones esquizofrénicas juveniles); es
menester “un nuevo acto psíquico” (un nuevo tipo de fu­
sión con el otro) para que alcance el estatuto de genuina
experiencia (de la vivencia de satisfacción) erótica que
Freud reconstruyó para el abrazo del amamantamiento.
En mi opinión, éste es uno de los trabajos capitales de la
adolescencia, de largo trám ite y previsibles complicacio­
nes. (La nada del polvo - “polvo eres y en polvo te conver­
tirá s”- asedia el acontecimiento de la magnificencia
erótica del orgasmo.)15 Simétricamente, sólo este adveni­
miento del orgasmo y la multiplicidad de sus repercusio­
nes (piénsese, por tom ar un solo punto, su incidencia en
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la autoestima) deberían bastar para prevenirnos de re­
ducir el complejo pubertad adolescencia a una recapitu­
lación cualquiera, sin valores nuevos de estructuración
per se, sin algo más que la “reedición”. Si hay algo que
puede “ilustrar” sobre un uso posible del motivo del su­
plemento y del suplemento de producción en Derrida, cla­
ro que lo que gira en torno al orgasmo como aconteci­
miento de escritura del cuerpo en el cuerpo es lo más
adecuado. Pero es difícil hacer esto sin verse arrastrado
a replantear y desconstruir la metapsicología psicoanalí-

15. Tratándose de adolescentes, puede leerse en la novela Train


potting, de Irvine Welsh, en la pequeña sección titu lad a “El primer
polvo en siglos”, u n a m agnífica descripción de u n (des)encuentro en­
tre dos jóvenes que casi llega a (parecerse a un) orgasmo, sin horadar
la pared de ese casi. P a ra un comentario sobre el estatu to de este tér­
mino a p a rtir de la pubertad consúltese a Phillippe G utton, Lo pube-
ral, Buenos Aires, Paidós, 1993, capítulo 1.
tica en su conjunto, tanto la “clásica” como la “estructu­
ral”. (Esta últim a significa de nuevo bien poco de la ,pri­
mera en lo que a la adolescencia y sus trabajos se refiere
y, peor aún, hasta elimina oscilaciones textuales nada in­
hallables en Freud al respecto, por poco que uno se atu ­
viera a las “metamorfosis” de lo puberal.)
(La noticia, siempre vuelta a repetir, de un “brote” de
corte esquizofrénico a partir de un primer intento de coi­
to, bautismo iniciático que termina mal, es una prueba
adicional de la importancia m arcante de esta desarrolla­
da modalidad del acariciar inherente a lo que conduce al
orgasmo, y en un lugar más vertebrante que el que le
concede la idea de “placer prelim inar”, bien que en éste
se acusa algo del impacto en el cuerpo de un a posteriori
que desaloja del centro circuitos pulsionales que hasta
entonces reinaban en aquél.)16
No quisiéramos cerrar esta parte sin un homenaje a
dos conceptos que hoy resultan objetables, insatisfacto­
rios, pero que en su momento se hicieron cargo por vez
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prim era de la problemática cuyos oontornos y pliegues
estamos recorriendo: los de pre-genital y pre-edípico. La
marca del “pre” nos suena impregnada de linealidad y de
cronologismo, pero sería injusto desconocer que ponía en
juego tanto una valoración de lo muy témprano como de
lo no adultomórfico, así como ponía un reparo a la pro­
gresiva centración en lo edípico que tantas simplificacio­
nes habría de deparar.

La decena de componentes que hemos identificado in- '


tervienen en el encuentro de y con ese lugar que nuestro

16. U n paciente ya de otra edad, con u n a caracteropatía especifi­


cada por “b a rre ra s a u tista s ” (Tustin), m anifestaba en una sesión: “Yo
no hago el amor, lo compro hecho... una cosa es el polvo, al orgasmo
no se llega”. (M arisa Rodulfo, comunicación personal). Clínicam ente
considerada, la oposición es de lo m ás pertinente.
pequeño “aparato” designa cuerpo materno, lugar que
constituye un verdadero yacimiento de donde extraer pe-
dacitos de los más diversos m ateriales que con el tiempo
irán a parar, más o menos irreconocibles, al espeju y a la
hoja. Por tanto, de lo alcanzado en esta subjetivación pri­
m aria dependerá en buena medida qué se consigna aca­
rrear para aquellos sitios. Este acarreo puede ser colocado
bajo el signo de la substitución metafórica, si entende­
mos que exige sus renuncias, sus incisiones parciales,
que no deben lastim ar cierto potencial de reversibilidad;
puede también invocarse o asociarse -irem os viendo con
qué reservas- el motivo de la “castración simbólica” (La­
can) y “simbolígena” (Dolto).
Si dejando esto retornamos a la niña de la tiza, es
plausible la siguiente reconstrucción hipotética:
La niña falla el salto (“cuántico”) que sería la inven­
ción de la hoja y su aposentamiento allí17 en la medida en
que no ha concluido lo necesario de su inscripción en el
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espejo, donde un trám ite no le alcanza por lo visto, lo
cual nos interroga acerca de un acarreo insuficiente y un
yacimiento deteriorado del cuerpo materno que la deja
yacieñte en la desolación y la impotencia. No es un lugar
al cual pueda volver para reasegurarse-reaprovisionarse,
según el modo tan común como ordinariamente fructuo­
so en los niños. La pregunta que ahora nos obliga es: ¿con
qué carencias y, mejor aún, negatividades de escritura,
ha salido de viaje en lo que a la instancia cuerpo m ater­
no se refiere, con cuáles para poder andar tan poco tre­
cho?
Si retomáramos el mamarracho, la alegre zafaduría
de sus enredos, como una tomografía computada que nos
informa del estado previo de implantación en el cuerpo

17. Sobre esta invención de la hoja, la en tera obra de P aul A uster


ofrece uno de los m ás excitantes recorridos contemporáneos. Se debe
p articu larizar 'El palacio ele la lu n a , Barcelona, A nagram a, 1994.
materno, diríamos: hela aquí provista de uno escuálido,
agujereado, que nó le sirve para viaje tan largo. No suce­
diendo nada que por el camino la ayude, el comerse la ti­
za se ofrece como el testimonio patético de una devasta­
ción corporal que no deja de escribirse negativamente en
la negra hondura del pizarrón que queda en blanco. Agu­
jero blanco. Como siempre, lo roto en la boca.
En este orden de cosas, comerse la tiza es pensable co­
mo un acto de restitución -u n pasaje al acto psicótico de
restitución- relativo a una experiencia de vivencia de
agujereamiento y vaciamiento en el espacio del cuerpo.

CODETTA

Justificaremos un cambio sobre la marcha en el nom­


bre propuesto para designar la tercera operación, presio­
nados además por estar en juego la escritura en las tres
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operaciones propuestas. De nuevo provisoriamente, rec­
tificaremos lo expuesto proponiendo ahora el término de
realización. Justificamos éste en ciertos sesgos de los
textos de Winnicott, donde real invoca la dimensión de
alteridad, de lo que escapa o resiste una manipulación
proyectiva, y donde alcanzar ese estatuto de real implica
“poder desaparecer”: pero ganar un espacio como el de la
hoja de papel es un requisito absolutamente indispensa­
ble para el acceso a tal capacidad de desmarcarse del
cuerpo y de la mirada, Privada de ese poder, la niña de
la tiza se empuja a un espejo siempre para ella precario.
(Una lectura minuciosa de lo que Winnicott desmaña­
damente llama “objeto objetivo” u “objeto verdaderamen­
te externo”, o aun, “real externo”, avala este giro que aca­
bamos de presentar en cuanto a la realización. Una
referencia decisiva son los tres bocetos yuxtapuestos bajo
el nombre de “La agresividad en psicoanálisis” (1951-54),
en Escritos de pediatría...).
8. LA SENSACIÓN DESBANALIZADA: RETORNO
SOBRE LO MUSICAL

Cuerpo Espejo Pizarrón


m aterno

Caricia Subjetivación
primaria
\
F o rm a s
Rásgo indivi­ d e 'la
duación lig az ó n
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Trazoidentificación
metafórica
realización
/

-------- ► -------- ►
,-------
R e la c io n e s de a c a rre o

Desmontando la experiencia de la vivencia de satis­


facción reagudizada por el concepto de pictograma vamos
en camino a un uso propiamente psicoanalítico de la sen­
sación, un vocablo que recibimos con resonancias y com­
plicidades tan problemáticas que pudo tentar al psicoana­
lista a prescindir de él, desconfiando de zozobrar en el
empirismo más banal y banalizadór, tal como el que cam­
pea en nc^-pocas psicoterapias que predican una suerte de
relación transparente y “natu ral” con el cuerpo, aliándo­
se en la afinidad con distintas elaboraciones de las hipo­
condrías contemporáneas, bánalizadoras a su turno de
una verdadera alternativa a las impasses y efectos sub­
jetivos más cuestionables de la medicina occidental. Pe­
ro nunca una simplificación se arregla con otra: lo que
seguimos necesitando es una teoría psicoanalítica de la
sensación, utilizable en el tratam iento de los estratos
más graves de diversas patologías. Finalmente, una re­
ducción verbalista del psicoanálisis es cómoda, pero a la
larga term ina en una banalización no menor: es el desti­
no de tantas fórmulas demasiado contundentes de Lacan
(“la relación analítica es una relación de palabra”, “el psi­
coanálisis habita el lenguaje”)1 que enseguida tienden a
revelar un formato demasiado publicitario (y de excelen­
te factura) en cuanto se las extrae de su contexto y de un
trabajo de lectura para citarlas a boca de ganso. Y los
problemas siguen intactos.
Cualquier teoría de la palabra en psicoanálisis que
-dem asiado impaciente por hacer de la lingüística su pa­
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radigm a- no trabaje y no nos esclarezca sobre los ele­
mentos no lingüísticos en aquélla -y no de lo que tosca­
mente se llamó “preverbal”-, en su entraña misma, tiene
aleantes limitados para ayudarnos en el tratam iento de
pacientes tan arduos como los comprometidos en alguna
modalidad de adicción, sea positiva o negativa (por ejem­
plo anorexias, inyectomanía, etcétera), entre otros di­
versos.
Si es propio de los hombres, según escribía Freud, to­
m ar las cosas demasiado al pie de la letra y exagerar las
prescripciones, no podía ser impropio que quien hace
tanto hincapié en á la lettre term ine (o empiece) por asi­
milar la letra a la palabra. Nosotros vamos en otra direc­
ción, tratando de llevar a la letra, de leer como letra los
funcionamientos de lo corporal, tradicionalmente dispen­
sados de pensarse por ser sensaciones, teniendo además

1. Lacan, J,: E l Sem inario. Libro 3. Las psicosis, Barcelona, Pai-


dós, 1984.
en cuenta que su sensacionalidad más íntim a las umbili-
ca al registro de todo cuanto podemos llam ar afectivo.
Al respecto, un hecho incontrovertible de nuestra
práctica nos da el hilo: nada de nuestra experiencia ava­
la el reparto verbal o no verbal ni la polarización entre
afecto y otra cosa, que pueda ser el significante, el repre­
sentante representativo, etcétera.2 Si hay un primer lo­
gro que alcanza la posición de atención flotante -a l me­
nos en la medida en que un analista de carne y hueso la
puede concretar-, es liberarnos de contraposiciones tan
esquemáticas como tenaces.
En cambio, nos parece que un reconocimiento cuida­
doso de los textos de Lacan obliga a formular preguntas
de este orden: ¿cuál es la calidad de la palabra en la que
el analista se interesa, lo tenga claro o no? ¿Cuáles son
sus dimensiones específicas? ¿A qué llama o a qué apun­
ta cuando llama palabra a un cierto tipo de fenómenos?
(se puede seguir, en el seminario de Las psicosis, la serie
de esfuerzos, los empujones de Lacan para alcanzar una
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dimensión que no deja de referir en el mismo texto como
fallida en alcanzar, una para la que la gram ática no le
sirve de mucho). ¿De qué palabra se trata, de qué calidad
de la palabra se trata? El desplazamiento de la lingüísti­
ca a la lingüistería no deja de al menos am agar una pro-
blematización del verbalismo que ya se había “desenfre­
nado” (Laplanche), pero la misma teoría del significante
nos prohibiría dar por resuelta la dificultad con él. Es un
término típicamente de transacción: despeja y nubla al
mismo tiempo que lo esencial de “lo verbal” para el psi­
coanalista no son las ciencias del lenguaje las que po­
drían ayudarle a alcanzarlo. Algo mejor indicado en su
simplicidad por el lalangue ya que, conjurando el laleo de

2. A dviértase -o tr a v ez- que me estoy refiriendo a su oposición,


que no es lo mismo que su diferencia en las direcciones largam ente
abiertas por D errida.
los bebés -¡retorno a la nursery, en fin!-, hace compare­
cer lo musical, la música como referencia posible y como
modelo para un modelo del cual servirse. También es po­
sible comentar: lo “preverbal” rechazado retorna en esa
intromisión desbordadora de “las leyes del lenguaje” (en
rigor, las de la lingüística estructural europea) a las que
se habían asimilado las ya no propias del inconsciente.
Lo musical comparece pues allí, “naturalm ente”, “lógi­
camente”, diríamos, debido a que la palabra en la que el
trabajo del analista está metido es palabra con cuerpo,
justam ente un con precluido en la ciencia lingüística que
se había tomado de paradigma y de ideal. El con, para el
caso es más decisivo que los términos que conjuga.
(Nuestro prim er adolescente, valoricémoslo ahora, no po­
día en más de un sentido dar con ese con, reemplazándo­
lo por un estar físicamente cerca adherido que siempre
se quedaba corto.) De la misma m anera, por idénticas ra­
zones, la herram ienta por excelencia del psicoanalista, la
interpretación, tan “verbal” como parece, 110 debería re­
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ducirse al plano representacional clásico: un conjunto de
representaciones comunicadas a otro “aparato” de forjar
representaciones que las aloja de alguna manera:

“Words without thoughts never to heaven go.”

sólo que aquí, paradojalmente, los “thoughts” están he­


chos de la tram a del cuerpo (como la “representación de
cosa” de la metapsicología clásica), de su pesadez que no
atina a rem ontar vuelo.
Lo que -no sin abuso- solemos designar “escucha”
analítica por lo menos tendría que aclarar quién se limi­
ta a esa definición de su trabajo, que concierne al punto
sensible de cierta ligadura, vale decir del con palabra
cuerpo que puede faltar o verse tropezado de más de una
manera. Provisionalmente lo podemos redondear como la
cuestión de las articulaciones (y sus destinos), las con­
junciones (y su disyunción siempre más de una) entre
significante y pictograma, a condición de concebir ambos
en un mutuo encajonamiento propio del espacio de inclu­
siones recíprocas y no como dos entidades enfrentadas,
cada una exterior a la otra.3
Propondría entonces: el ir y venir del analista con el
hiño, de la sala de espera al consultorio, de éste al baño,
de aquí a diversos rincones del consultorio que cada niño
dibuja a su manera, indica múltiples intervenciones del
analista cuyo efecto propiamente “interpretativo” se le
escapa, para las cuales es totalm ente irrelevante la ver-
bal/preverbal. Y no para privilegiar unilateralm ente uno
de los dos términos: desechamos su utilización. Decimos
así: la interpretación más verbal del analista en lo con­
creto, no es verbal (pero tampoco no o pre). En cambio, en
todos'esos deambulares hay secuencias. Y esto sí merece
destacarse, por este lado sí alcanzamos lo propiamente
interpretativo de la interpretación.
Un pequeño se enrollaba conmigo en una cortina, tra ­
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tando así de entubarse;4 ahí se le podía decir algo que no
funcionaba de ninguna m anera de la misma si el analis­
ta prefería abstener su cuerpo y permanecer fuera de la
cortina (sustrayéndose a la secuencia de juego en reali­
dad). Todo desglose en términos de “verbal”, “preverbal”,
en su torpeza, rompería el rico tejido de los elementos
compenetrados en la situación. Pues este niño necesita

3. La formulación más general de P iera A ulagnier sobre el picto­


gram a y su diferencia con la dimensión significante cae, y m ás de una
vez, en e sta re ta rd a d u ra de la verdadera opción, que era descubrir lo
pictogramático en los entresijos del significante, liberándolo de su
carga verbalista verborrágica. Sobre este problema, una reflexión
prelim inar en el capítulo 16 de mi E studios clínicos, Buenos Aires,
Paidós, 1992.
4. “Conmigo” designa aquí a A drián Grassi, a quien agradezco la
comunicación y discusión del m aterial que me orientó en su momen­
to a la mejor comprensión de un caso propio.
experim entar al otro como un tubo que habla y como que,
se habla en un tubo; no necesita^reproducir una disocia­
ción que lo llevó a categorizar todo tipo de tubos como
mudos y agujereados. (Léase como pleonasmo: aquí “mu-:
do” dice del ser agujereado.)
Tras un juego similar, otro niño luego de hacer caca in­
troduce un pie en el inodoro: a continuación se unta de la
m ateria fecal de la que se siente continuación, consus-
tanciación. Si la voz del analista lleva el asco de las va­
loraciones más reactivas de lo excrementicio, no dice lo
mismo: la voz no es lo verbal. Enunciándolo con mayor
extremo: la referencia prem atura y sum aría a lo verbal y
a la palabra en el trabajo del psicoanalista, la superposi­
ción de todo lo que se injunta en la experiencia con el pa­
ciente por parte de un psicolinguocentrismo, estorba la
comprensión del funcionamiento de la voz con palabra en
el tratamiento. La apelación a lo verbal reprime lo verbal.
Pero antes que “criticar” vale el reconocimiento de
una secuencia histórica: considerar el núcleo de la expe­
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riencia analítica como pre-verbal primero, considerarla
luego como esencialmente hecha “de palabra” ha despe­
jado -gracias precisamente a lo que más podemos agra­
decerle a un intento de pensamiento: el ofrecernos su fa-
11a - y, por lo tanto, llevado a un punto nuevo la cuestión
de establecer en qué consiste la experiencia analítica y
qué repite en su consistir de lo más singular de la (Ín­
ter Subjetividad.5 Llevar esto al punto en que la cuestión
puede plantearse hoy no era rápido ni evitaba seguir ca­
minos que a la larga encontrarían su límite, Gracias a

5. Sobre esta cuestión de la falla consúltese Nancy Je a n Luc: La


experiencia ele la libertad, Buenos Aires, Paidós, 1997; donde su pro­
blem ática se deja ap resar en u n a red de referencias epistém icas hoy
indispensables, en p articu lar p a ra los psicoanalistas asediados entre
un empirismo renovado (para el viajero fatigado de tanto abstraccio­
nismo) y los sesgos neoform alistas del pensam iento estru ctu ral ta l co­
mo se fue refractando en n u e stra disciplina (y en nuestro país).
eso, ya no tenemos que pensar la transferencia como un
acontecimiento “de palabra” o como un acontecimiento
“afectivo pre-verbal”, o aun como una sum atoria eclécti­
ca compuesta de cualquier m anera de estas dos impasses.
Un hecho hoy olvidado, y que merece volver a pensar­
se es que - a diferencia de lo más corriente en la actuali­
dad- el diván tal como Freud lo disponía le daba la ple­
na posibilidad de ver el rostro de sus pacientes. Y en los
textos freudianos hay atentas referencias a ese rostro y,
muy en particular, a la armonía o la contradicción entre
lo que en él se dibuja y lo que resuena en lo dicho. La di­
ferencia entre ambos, y no “la escucha”, es de sumo inte­
rés para Freud (una culminación de esta habilidad, por
supuesto, en la narración de la tortura de las ratas). Más
aún, y más allá, el conocido análisis del juego de su nie­
to autoriza a hablar concéptualmente -oficializando algo
largamente en juego desde la Psicopatología de la vida
cotidiana- de la observación psicoanalítica como una en­
tidad por derecho propio, un tipo de observación con sus
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propias pautas, a títulos iguales que la consulta o la en­
trevista con fines diagnósticos, o la sesión misma.
Eso sin olvidar que la huella del olor del que entra al
consultorio es ya de por sí índice para el registro de un
cambio de posición o de una determ inada inflexión trans-
ferencial en el analista verdaderamente dispuesto a la
atención flotante. (Este último concepto es tanto más ri­
co y polimorfo en su indecisión que no se puede menos
que volver a extrañarse de su reemplazo por “escucha”,
como por cualquier otra constricción particular.)

Hemos empujado la vivencia de satisfacción, y más de


una vez. Primero haciendo de ella una experiencia, la ex­
periencia de la vivencia de satisfacción.6 En segundo lu­

6. E n el capítulo 16 de E studios clínicos ya mencionado. Efectiva­


mente, lo hicimos a la m anera de un lapsus de lectura, pues el origi-
gar haciendo de ella una experiencia de subjetivación (y
aquí, tercero, haciendo del vocablo “experiencia” en psi­
coanálisis uno que toma su pertinencia de la referencia a
esos procesos que cumplen el subjetivar). Lejos de limi­
tar la satisfacción a un hecho placentero, la ponemos en
hipótesis de ser una llave para la inscripción “simbólica”
del cuerpo; mejor aún, la ponemos (a prueba) como la ins­
cripción m ism a de los diversos ingredientes de lo cor­
poral.
(Y si guardamos la palabra simbólica entre comillas7
es para ir abriendo el paso a la interrogación de si tal re­
ferencia a un nivel simbólico de lo corporal -referencia
de lo más corriente en el vocabulario de los psicoanalis­
tas de nuestro medio- no denuncia una resistencia -car­
gada con un peso inetafísico ancestral- a los funciona­
mientos simbólicos propios del cuerpo; no tanto por lo de
un cuerpo marcado o habitado por el significante, un
cuerpo en cambio cuya abertura a lo otro del cuerpo-má­
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quina [siglos XVII y XVIII] y el cuerpo-organismo [siglo
XIX] posibilita la instauración de algo como “el signifi­
cante”.)
Lo antedicho tam bién es reformulable considerando el
placer como un medio para la subjetivación: si el niño es­
cribe trazo a trazo, caricia a caricia, rasgo a rasgo, lo que
un observador llama “su cuerpo”, es gracias a los aconte­
cimientos de placer que van jalonando su trabajo, dife­
renciando bien pronto lo displacentero, pero con una con­

nal freudiano de referencia pone en b astard illa “vivencia de satisfac­


ción” sin incorporar “experiencia” a ese subrayado delim itador; “expe­
riencia” queda así escrita como un recurso lexical, afuera de un ver­
dadero abrocham iento conceptual. Pero queda escrita y contigua. Mi
prim er empujón se opera aquí, levantando o extendiendo la bastardi­
lla p a ra situ a r u n rodeo llam ado la experiencia de la vivencia de sa­
tisfacción.
7. Acerca de esta función del entrecom illado como pinzamiento,
puede consultarse D errida, J.: Del espíritu, Valencia, Pretextos, 1994.
W'
Edición de estructura cual es el primado relativo de los
'primeros. No para que el niño sea más feliz sino para que
;se humanice. (Las contrafiguras de lo monstruoso y de lo
robot ico acechan tan pronto fracasa seriam ente esta me­
diación.)
; ’ -Enjambres de experiencias de vivencia de satisfacción
acaban por dejar configuraciones de huellas en últim a
instancia imborrables en cuya nominación seguimos a
Piera Aulagnier (zona objeto), pero no sin relevar al con­
cepto de cargar con ún guión que introduce una oposición
poco consecuente con su espíritu. Es más, en la realidad
del niño pequeño, la existencia de algo como un guión así
haría pensar en una perturbación tem prana de la econo­
mía del placer y de la subjetivación, que exigen una con­
tinuidad tranquila de ir y venir respecto al cuerpo de la
madre y de ninguna m anera una oposición tajante res­
pecto de él. >
Pero no es conveniente encerrarse en la problemática
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de la primerísima infancia. La experiencia del coito es
otra, y más al alcance, donde encontramos esa misma
franja de indecibilidad, con momentos donde “ 110 se sabe”
qué órgano es de quién, y no por una “pérdida” de discri­
minación sino por una intensificación que en sí misma
indica la emergencia de una zona objeto, en todo caso
irrepresentable en términos de una contraposición suje­
to/objeto. Y en todos los casos que consideremos -el anu­
damiento en lo corporal de pene vagina, boca seno, etcé­
tera-, el resultado de una experiencia de vivencia de
satisfacción genuina es el pictograma, originariedad del
cuerpo sin origen, podríase decir. Su introducción como
concepto reestructura secuencias teóricas ya clásicas, co­
mo la que hace del “estadio del espejo” de Lacan un pun­
to de partida más o menos absoluto. Los anclajes en el
cuerpo de diversos conglomerados pictogramáticos flu­
yen hacia una especularidad que sin ellos nunca podría
advenir como experiencia de reconocimiento (y de deseo
V
de reconocimiento) que es a su vez otra variante de las
vivencias de satisfacción (recuérdese el “júbilo” que La-
can acentúa como culminación de la experiencia). El
punto de partida se ha convertido en un punto de llega­
da: imposible para un bebé reconocerse en la escena del
espejo sin un largo trabajo de reconocimiento en otra es­
cena y poniendo en juego otros elementos; particular­
mente en la que proponemos llam ar cuerpo (materno).
La unificación en el espejo sólo puede ser situada como la
prim era a través de una colosal simplificación (que em­
pieza por un tratam iento atemporal de la teoría; al igual
que en el tango, para muchos impartidores de doctrina
“veinte años no es nada”, ni muchos más siquiera).

Insistimos en una determ inada secuencia: el resulta­


do de “una” experiencia de vivencia de satisfacción es
“un” pictograma. ¿Cuál es el modo en que podríamos in­
sertar ahora el significante y cuál la forma más esclare-
cedora de diferencia en una relación de los dos conceptos?
Empezaremos por la tentativa de una, seguramente
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no la mejor que nos sea dado concebir: las formaciones
pictogramáticas como basamento para el montaje de en­
cadenamientos significantes. P ara discutirlo, retornemos
a ese tiempo en que una niña hace pasar todo por su bo-
ca, “bautizando” así -según mi propia expresión-8 una
interm inable cantidad de objetos que ingresan con un es­
tatuto y salen con otro, precisamente es lícito afirmar;:
salen como miembros de una cadena significante, su cor
mún paso por la boca los engarza así y los hace sustituí!-1
bles uno por otro. Pero para que una tal seriación se
constituya ha menester que haya boca, que exista no co-

8. Véase el capítulo IV (“El bricoleur de sí mismo”) en Clínica p


coanalítica con niños y adolescentes: una introducción (Buenos Aires,
L ugar E ditorial, 1986); mi prim era escena de escritura p a ra el jugar.
ruó -realid ad - anatoinofisiológica, que exista como escri­
tura de boca. En tanto tal, no forma parte de aquel enca­
denamiento que sí posibilita. Los objetos en cuestión aca­
ban por componerse en una secuencia apoyándose en su
existencia subjetiva de boca. Cabe agregar, importante:
en esta condición es tan “simbólica” en su régimen picto-
gramático como el puñado de significantes que i^alen de
ella.
La cadena significante debe necesariamente apunta­
larse en un esculpimiento corporal absolutamente no re-
memorable. En nuestro concepto, no encontramos nunca
fenómenos de índole psicótica sin la apoyatura en altera­
ciones muy singulares de vivencias contundentemente
modificadoras del orden pictogramático. Por ejemplo, un
niño de 12 años se refiere reiterativam ente a cómo le cre­
cen pelos en la lengua, al par que pasa el tiempo arran ­
cándoselos (alucinaciones táctiles y epidérmicas). Lo que
viene creciendo en la pubertad es, principalísimamente,
el vello pubiano, sombreando la genitalidad que cursa.
En la medida en que hay algo roto en su cuerpo se veri­
fica: a) no encuentra el lugar para la inscripción de un
pictograma genital, lugar inexistente del cual la alucina­
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ción trata de forzar su aparición; b) de nuevo, lo aguje­
reado se hace presente en la boca, adoptando la figura de
un vello invasor y am enazante en su proliferación, por
entero perteneciente al orden de fenómenos que agrupa­
mos en la caricia. (Es interesante que este vello singular
no es visible en un espejo, acotándose enteram ente a las
sensaciones táctiles y epidérmicas mencionadas.)
Con ese pictograma constituido, el niño se puede po­
ner a escribir significantes.

Pensar psicoanalíticamente la sensación no.s empuja


entonces lejos de su campo de referencias tradicionales
en la psicología “general” y quizá más lejos aún ile 3u va­
go empleo nocional en psicoterapias que carecen de pará­
metros ‘de reflexión para pensarla en serio. El niño de los
pelos en la lengua nos da el ejemplo de una sensación
hartó distante de todo registro de placer; si hay vivencia,
es de aniquilación: el crecimiento es una franca y aguda
amenaza, por lo cual otro de sus comportamientos orales
es negarse a comer para neutralizar ese incremento me-
tastásico, destructivo. Abunda en ideas persecutorias, co­
mo la de que lo han de m atar si llega a dejar la niñez: las
sensaciones más terroríficas de aniquilación campean en
toda la relación con su cuerpo creciente. Sensaciones que
no pasan sin dejar su inscripción, en este caso negativa,
Psicoanalíticamente sólo reconoceríamos el carácter de
sensación al acontecer que deja un saldo de huella, inte: :!
grándose de una forma u otra al dibujo del cuerpo y al
proceso del cuerpo como un acontecimiento dibujado.
(Semejante concepción, tomemos nota, no necesita ex­
cluir la dimensión de lo constitucional, ni oponer lo bio­
lógico a lo psíquico ya que, por otra parte, la transmisión
genética misma puede incluirse en una gramatología ge­
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neral de la huella).9
Del adolescente cuyas vicisitudes ya expusimos se
comprende mejor en esta perspectiva uno de sus plintos
sintomáticos, su queja por la falta no de la erección sinoV
de la sensación de falo. La erección empíricamente está,"
pero parece no dejar huella de sí, lo cual el paciente lo vi­
vencia “orgánicamente” dado el arraigo decisivamente
corporal del pictograma. Y como bien lo destacó Aulagnier,
la “representación” de esta marca es su afecto mismo, en
este caso de rechazo, ya que él rechaza globalmente la
experiencia genital como asunto de goce. Todo cuanto po­

9. A retom ar aquí en la dirección abierta por “F reud y la esce


de la escritu ra”, de Jacques D errida (en L a escritura y la diferencia,
y en De la gramatología, ob. cit.). La enorme v entaja com parativa de
tra b a ja r con la huella reside sobre todo en que no inclina prejuiciosa-
m ente el intelecto hacia un tipo de fenómenos por encim a de otros,
sean los del lenguaje, sean los de la im agen, etcétera.
damos llam ar “afectivo” tiene su arraigo de fondo en ese
paso por el cuerpo de una sensación, satisfactoria o no,
pero en últim a instancia marcante.
Las repercusiones de esta subjetivación prim aria, se
lo ve, son múltiples e ingresan en circuitos de alta com­
plejidad: la unificación ríarcisista, centro de atención en
Ja literatura psicoanalítica, a fin de cuentas no es más
que uno de sus efectos. Rectificamos así un desplaza­
miento teórico al detalle (pues las nociones de “unifica­
do1', “despedazado”, etcétera, se hicieron muy “popula­
res”); aquélla es la esencial.
A su vez, este ensayo de una delimitación clínica cla­
ra entre los planos del significante y del pictograma vuel­
ve operacional la distinción entre el deseo insatisfecho,
tal como es detectable en una secuencia significante, y la
desatisfacción por una experiencia de vivencia fracasa­
da, deformada, que acaba por hacer un agujero de lo cor­
poral, un agujero que lleva, por ejemplo, a comerse la tiza,
a qúe la tiza se escurra, triturada, por él. Comprobamos
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más aún el carácter automático de este fenómeno, el de­
solado encuentro humano con su “estupidez” radical,
opacamiento de todo sentido que, en últim a maniobra,
sólo atina al devorar el vacío mismo como “solución” a lo
que no encuentra el menor remedio. Siempre, en estos
casos, alguien come, Ello come.
El cuidado de esta distinción afina nuestra capacidad
para el diagnóstico diferencial. Al azar: la consulta por
un niño encoprético requiere movilizar preguntas bien
precisas: ¿se ha fijado la orientación deseante del niño a
satisfacciones perversas, en la medida en que bloquean
otros desarrollos posibles de su subjetivación para tener­
se en cuenta sólo como cuerpo que se hace caca? ¿Es ésa
la táctica del niño para m anejarse con tensiones edípicas
(desde la obtención de manipulaciones excitantes en la
zona anal por quien lo limpia hasta el desafío a lo que las
autoridades autorizan) que no puede tram itar de otro
modo? ¿O el hacerse encima pone de relieve la no fabri­
cación de un esfínter, un agujero donde debiéramos en'
contrar un orificio con válvulas, lo que hace imposible
desprenderse reguladam ente de la caca? De uno u otro
sesgo resultan direcciones de la cura bien distintas.
Volvamos a insistir en esa delicada trayectoria - a su
vez interior al pequeño modelo clínico en que nos esta­
mos apoyando- donde la experiencia de la vivencia de sa­
tisfacción dibuja algo de cuerpo en el cuerpo10 mediante
el reguero del placer obtenido y sus juegos de encuentro
y desencuentro con el placer buscado. El conjunto más o
menos estabilizado de ese reguero es la zona objeto, y
pictograma el nombre “técnico” de la especificidad de es­
te tipo de huella, a fin de no confundirla con otras. “Pic­
togram a” es el nombre más abstracto para el am arre de
la subjetividad al cuerpo, am arre sincrónico, ya que pone
tam bién nuestro ser-cuerpo. “Pictograma” es abreviatura
de una mínima unidad de enlace al cuerpo (pero sólo a
posteriori de él hay cuerpo, incluso para disociarlo, pre-
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cluida su carga anímica, como objeto anatomofisiológico).
Las patologías más leves, o bien la ru tin a usual en cuan­
to a cómo encararlas, no parecen ponerlo en cuestión.
Tampoco los momentos ordinarios de la vida, ajenos a
una intensidad sobrepasada.
Escena de escritura suplem entaria para el fin del ca­
pítulo: sus protagonistas, una madre y una hija aproxi­
madamente púber; ésta le demanda por m áscaras y ta­
tuajes de la femineidad: cómo pintarse los ojos, etcétera.
En su sencilla cotidianeidad, rastreem os las complejida-;
des de la escena: la madre puede (jugar a) dejarse matar,
imaginarse sustituida por la niña; puede jugar a que és­

10. P a ra el caso, esta form ulación es ubicable según lo que hemos


designado “la tercera p aradoja” de W innicott, inventar lo que ya se en-
cuentra allí; la en tera subjetivación de lo corporal se ordena dp acuer­
do a los lineam ientos de aquélla.
ta le arranca trozos de su juventud (todo un significante
fálico de nuestra época, por otra parte). Son trozos de su
cuerpo a diseminarse en la generación que adviene como
rasgos y como trazos (por ejemplo, el lápiz labial dibujan­
do nuevos labios). La hija extrae según las m aneras de la
identificación, distinta según el rasgo y según el trazo.
Pero también hay en ellos un retorno transformado de lo
que alguna vez fue la caricia m aterna sobre el rostro del
bebé, retorno transformado posible gracias a un silencio­
so, invisible y menudo trabajo de acarreo (gracias al cual
esta niña no tiene que comerse el lápiz labial; untándose­
lo hace una superficie nueva de su boca).

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Punto por punto, los motivos y las problemáticas que
hasta aquí hemos desplegado -e l hacer de la experiencia
de la vivencia de satisfacción una experiencia de apertu­
ra de la subjetivación, la detención en el acariciar conce­
bido como una autoescritura del cuerpo, la determ ina­
ción de ciertos espacios privilegiados en la constitución
del self como los que llamé “cuerpo m aterno” y “espejo”-
caben o se sitúan en cierta fluctuación entre el narrísimo
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originario y el narcisismo primario. Desglosan así lo que
estas grandes denominaciones tienen de excesivamente
genérico, lo cual debe traducirse én ventajas para el tra ­
bajo y la investigación clínica.
Es tanto como balizar un campo que se extiende entre
las primeras marcas de subjetivación que hacen del cuer­
po algo por siempre irreductible a un organismo y cierta
coronáción de una posición como es el yo, indecisa a su
vez entre el “júbilo” especular (Lacan) y los primeros ac­
tos de lengua en cuanto a nombrarse “yo”.
Si aceptamos provisionalmente el itinerario abierto,
exige afrontar otro trabajo, que es volver a pensar el es­
tatuto de la especularidad, particularm ente en la concep­
ción inaugurada por Lacan, y que hace del espejo algo así
como el lugar de origen, una fecha inicial, de la vida psí­
quica, no habiendo “antes” nada que decir que no fuera
pura retroactividad. Lo que hemos expuesto se aparta re­
sueltamente de esta concepción, devenida “lacaniana”.
La atemporalidad de su’reiteración la ha banalizado
tanto que parecería ocioso evocarla detalladamente. En
cambio es im portante destacar un par de cuestiones que
no han sido suficientemente discutidas:

1) La lógica del par fragmentación/unificación que


propone Lacan resulta, más de medio siglo después, de­
masiado racionalista, en el fondo demasiado cerca del
mito del todo y las partes; minimiza además, y de un mo­
do desconfirmado por las investigaciones posteriores
(tanto psicoanalíticas como psicológicas), el valor subjeti-
vante activo -y no sólo retroactivo- de los juegos de aca-
riciamiento anteriores y contemporáneos al estadio que
Lacan delimita: unificantes en sí mismos, por ende.1
2) La interpretación de Lacan en cuanto a la “prema-
turación” ligada a una “falta de ser” que hace del bebé al­
guien singularm ente mal dotado desde el punto de vista
biológico (como si la programación instintiva rígida pu­
diera ser asimilada así no más a una culminación por ex­
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celencia en el plano del organismo), idea que term ina por
lim itar lo que el psicoanálisis podía extraer de la etología
y que term ina por reprim ir observaciones del mismo La­
can potencialmente más fértiles en cuanto a evaluar el
verdadero peso y el verdadero lugar de los factores cons­
titucionales, tal así su subrayado de una facilitación ge­
nética para interesarse más detenidamente, entre tantos
objetos, en el rostro humano. Una facilitación genética
para la subjetivación no es la misma cosa que una defi­
ciencia biológica originaria, y abre el paso (podría haber­
lo abierto), a otra articulación entre los órdenes tan mí­

1. P a ra apreciar que esta m anera de pensar continúa vigente,


puede consultarse la versión del p rim er año de vida que propone
Alfredo Jeru salin sk y en su Psicoanálisis del autism o (Buenos Aires,
Nueva Visión, 1990); antes de lo especular, apenas un débil puñado
de reflejos. Curiosa inercia en u n psicoanalista con una experiencia
clínica ta n poco convencional.
ticamente llamados por Lacan “N aturaleza” y “C ultura”;
con las mayúsculas y todo, por si alguien no percibiera
allí el olor -o el hedor- de ciertos filosofemas.

Un tercer punto a añadir, y probablemente el de m a­


yor importancia, es que la conexión demasiado exclusiva
entre “Lacan” y “espejo”, hacer de Lacan un sinónimo y
un autor del espejo, reprimió, como siempre ocurre, un
trabajo grupal psicoanalítico concerniente al tema, y eso
no en una fecha puntual, a lo largo de varias décadas,
que son tam bién décadas de creciente compromiso del
psicoanálisis con patologías graves no contenidas en las
fronteras, más académicas que efectivamente históricas
del psicoanálisis.2 En el campo mismo del significante
Lacan, fue Ju an David Nasio quien inició una revisión
decisiva de aquella reducción de la problemática especu­
lar a la teoría del estadio del espejo, recuperando así la
de Franpoise Dolto, más receptiva a los matices de la clí­
nica y harto más acorde a los hechos a explicar del desa­
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rrollo.3 Por otra parte, en 1968 aparece un texto capital
de Piera Aulagnier,4 uno de los primeros en perm itir un

2. “...más académ icas que efectivam ente históricas”, sí, porque es


más que dudoso que, en la práctica histórica del psicoanálisis, haya
habido algo así como pacientes “clásicos”, regulares, adm itidos a prio-
ri. Desde los prim eros casos que Freud consigna, en cambio (y eso no
deja de repetirse en A braham , Stekel, Ferenczi...), los pacientes del
psicoanálisis m erodean en lo m arginal, en lo inclasificable,., y en lo
muy grave. La “am pliación” del psicoanálisis es constitutiva: el p si­
coanálisis nace ampliado. Los ensayos y las incursiones se m ultipli­
can de ta l modo que hacen de la entidad “psicoanálisis clásico” un
ente de ficción en el que probablem ente sólo creen psicoanalistas fic-
cionales. (Y h ay que recalcar que esto es válido p a ra las m ás diversas
tendencias del psicoanálisis, cuando se escribe sobre Dick y cuando se
escribe sobre Aimée.)
3. Véase Nasio, J. D. y Dolto, F.: El niño del espejo, Buenos Aires,
Paidós, 1992.
4. Observaciones sobre la estructura psicótica, Buenos Aires, L etra
Viva, 1980.
desarrollo nuevo, menos fijado a lo escópico, de la espe-J
cularidad no a la sola m anera de un estadio puro, más
bien en tinte de categoría, al proponer el concepto de¡
cuerpo imaginado. La entrada posterior de la ciencia en;
el ex claustro materno perm itirá enriquecer aún' más la
captación de las vicisitudes que este concepto intenta or­
denar. Yo mismo pude agarrarm e de él para plasmar una
imagen del mito familiar como un gigantesco espejo, de
naturaleza muy compleja, al que, arrimándose al borde
del abismo, el sujeto es incitado; mejor: el self en tanto
sujeto es incitado a m irarse y reconocerse, puesto que
aquel cuerpo imaginado es un ensamble del procesa­
miento de los más diversos m ateriales que se acumulan
en ciertas zonas diversificadas del mito en cuestión. Mi
hipótesis, lo que desde El niño y el significante procuro
insertar en este punto, es que la propiedad especular del
cuerpo imaginado y del mito familiar en el que aquél se
nutre resiste la tranquilizadora división que separa un
sentido metafórico de uno, más acá, literal. No es un mo-’
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do de decir que el cuerpo imaginado funcionará como es­
pejo para ir el niño a mirarse, encontrándose al des-en-
contrarse. Ni siquiera un modo de decir a la manera
“productora” que el decir tendría en la teoría del signifi­
cante.
Y apenas un año después, un psicoanalista cuyos mi­
tos de referencia se hunden en otros terrenos publica un
libro que abrirá un inmenso camino para sacar el espejo
del espejo y para considerar el rostro del Otro primor­
dial, en prim er término, un espejo que funda todos los ob­
jetos-espejo de este mundo.5
Un hilo de hallazgos clínicos singulares subtiende es­
tos movimientos, que no derivan entonces de la “lógica”

5. Véase Sami-AIi: Cuerpo real, cuerpo im aginario (en particular


el estudio titulado “Cuerpo y narcisimo: p a ra u n a teoría del rostro”),
Buenos Aires, Paidós, 1978.
de una combinatoria teórica librada a su suerte, derivan
de la fuerza de dificultades concretas en la práctica clíni­
ca: ejemplar por excelencia de ellas es el niño que, o bien
no - ni se localiza en el espejo, no lo tiene inscripto en
tanto tal, resbala o pasa por allí como si se tra ta ra de
una cosa más del montón, o bien, lejos del júbilo, se an­
gustia irremediablemente viéndose allí.
El texto en el que por la misma época culmina Winni­
cott6 ofrece un penúltimo capítulo cuyo solo título es elo­
cuente para lo que rastreamos: “El papel de espejo de la
madre y de la familia en el desarrollo del individuo”, des-
¡centración radical de la especularidad respecto al espejo
de Gesell... y Lacan.
Se trata, entonces, de dirigir la lectura hacia un des­
plazamiento transformador: el que va de una primera
etapa en la que el acento se pone sobre los efectos estruc­
turantes de por sí del espejo, y del espejo como estadio (la
psicología afuera del psicoanálisis aporta un Wallon en
esta perspectiva, junto a otros nombres acaso menos in­
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teresantes), a otra en la que los interrogantes se plan­
tean en torno a qué condiciones a la vez previas y míni­
mas deben darse y cumplirse, y qué trabajos psíquicos
llevarse de cabo a rabo para que un simple espejo de la
vida cotidiana pueda operar como tal e im plantar sus
propios efectos en la subjetividad.7
Este itinerario sigue abierto, sobre todo desde que Da­
niel Stern y Jessica Benjamin proporcionaron otros crite­
rios metapsicológícos para pensar los fenómenos agrupa-
bles en la especularidad, a lo cual entre nosotros se

6. R ealidad y juego, Barcelona, Gedisa, 1982.


7. El libro, in justam ente olvidado, de nuestro malogrado Américo
Vallejo, Topología del narcisismo (Buenos Aires, Helguero, 1979), h a ­
ce de bisagra en este desplazam iento' articulando de un modo eñcaz
el punto de vista estructura] con el plano de lo empírico en su faceta
más cotidiana, que por lo general incomoda al estru cturalism o psi-
coanalítico y lo lleva a procurar orillarlo.
añaden los nuevos enfoques sobre el narcisismo global-"
mente considerado desarrollados por Silvia Bleichmar y
David Maldavsky, junto a nuestros propios esfuerzos,8Al
trabajo teórico en el sentido de una creciente metaforiza-
ción del espejo inicial, se agrupa una mutación cualitati­
va en la concepción misma de lo dual. Por otra parte, des­
de el costado de la formación del analista, la lección que
se desprende es que la elaboración de una problemática
requiere de un trabajo de grupo, no hay un “autor” que al
estudiarlo nos brinde un panoram a suficiente en relación
a los innumerables matices con los que nos medimos en
la clínica. Tampoco basta con la idea de una progresión
lineal desde un punto determinado, ya que, como Nasio
lo dejó claram ente expuesto, la teoría del espejo en psi­
coanálisis nace bifurcada, y no en detalles de coloratura,
irreductiblemente. Esa división, ese nacimiento dividido;
lleva las huellas de un descubrimiento ya intuido cuan­
do el psicoanálisis conjura el mito de Narciso sin parecer
durante bastante tiempo saber qué hacer con él; el tiem­
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po de la conjuración mantiene un intervalo ancho con el
tiempo en que se puede empezar a usar verdaderamente
el n}ito, mal o bien. Pero esto recién se pone en marcha
cuando el psicoanalista, algún psicoanalista, se da cuen­
ta de que algo decisivo ocurre entre un sujeto o el self y
algún lugar en el que encuentra, y hasta se choca, con su
imagen, su imago, dicho mejor. Es mucho más eso que un
acontecimiento perceptual, más bien un acontecimiento
que altera de raíz todo lo pensado sobre la “percepción”
en la psicología y aun en la filosofía.8

8. S tern, Daniel: El mundo interpersonal del infante, Buenos Ai­


res, Paidós, 1991. Benjam ín, Jessica: Los lazos de amor, Buenos Aires,
Paidós, 1991. B leichm ar,'Silvia: Fundación del inconsciente, Buenos
Aires, Am orrortu,. 1995. Maldavsky, David: Teoría y clínica de los pro­
cesos tóxicos, Buenos Aires, A m orrortu, 1992.
9. U n reciente trabajo de E ck art Leiser pone el acento con un én­
fasis exacto sobre este punto. Véase en el n° 5 de Revista de EPSIBA
el texto “Sobre el yo cognitivo”.
Nasio tam bién se ha encargado de m ostrarnos cómo el
énfasis exclusivo en lo visual podía encandilar, obstru­
yendo el punto realm ente decisivo: que el humano para
estructurarse, para subjetivarse, se espeja en otro de
más de una manera y de más de un otro. En Lacan el jue­
go es entre mayúsculas y minúsculas cada vez que del
otro se trata, pero yo apuntaría ahora al singular y al
plural; el juego de su diferencia no puede ser retenido por
el pensamiento estructural psicoanalítico, cuya formali-
7,ación, cuyo formalismo, opera desconociendo los plura­
les y las pluralidades así como el juego de las diferencias
de género: el otro y el Otro, no los otros, no el otro(s) ni
la otra(s).
De entrada, entonces, polimorfismo del espejo que no
“es” de una sola m ateria. Punto de entronque con ciertas
complicaciones patógenas, por ejemplo cuando desde el
medio familiar se valora o se toma en consideración sólo
una dimensión de espejamiento ignorando las demás. Al
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niño entonces sólo puedo verlo, no puedo identificarme y
hacerme resonancia de otras experiencias de su cuerpo,
no lo puedo tocar ni ofrecerle mis visceras de espejo. Pe­
ro he aquí que el “perverso polimorfo” necesita de un es­
pejo polimorfo. El ingreso, tan musical, del bebé al len­
guaje es tan especular como cualquier experiencia (de)
mirada. Pero hay unilateralidades en las familias, como
hay unilateralidades en las teorías.
De entrada, entonces, el espejo de Dolto es tanto me­
tafórico como literal, no es que aquella reverberación su­
cedería “después”, al modo en que ordena las cosas la re­
tórica clásica: ya el espejo lo encontramos desde antes
más y otra cosa que su consistencia óptica.
De entrada, entonces, también lo especular: la tensión
angustiada de una madre primeriza se replica en el cóli­
co súbito de su bebé, he aquí un interjuego no menos es­
pecular que un intercambio de miradas.
Todas estas cosas nos han empujado a encuadrar esa
experiencia que no debemos perder de vista, el encuentro
con la imagen de sí en un espejo puro y simple, en térmi­
nos de una experiencia preparada, condicionada, deter­
minada, activada por un complejo tejido de procesos que
retroactúan, culminando algo de todo lo que venía estan­
do sobre la mesa y bajo la mesa. De ahí que no sólo el jú­
bilo venga a cuento (aunque tampoco debemos olvidarlo*
que más no sea por el escaso sitio que la teoría psicoana-
lítica ha hecho a la alegría),10 la inquietud, el rechazo, la
angustia también confluyen en la misma experiencia, se­
gún en qué condiciones el niño arribe allí. P ara un niño
autista que no quiere ver sus cambios, cuyo deseo de ser
grande se ha invertido totalm ente en deseo de inmovili­
dad, la confrontación con una imagen suya que siempre
lo apura provoca entre desazón y pánico. Adhiere enton­
ces su cara a él para ocultarse la perspectiva de su cuer­
po, rechazado porque no para de crecer, y ver únicamen­
te sus propios ojos.
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Todo el último tramo de la obra de Dolto, cuyo fruto
más notorio es la imagen inconsciente del cuerpo, afian­
za un desplazamiento donde en el horizonte de nuestras
investigaciones ya no está sólo el acontecimiento del en­
cuentro con la imagen de sí sino tam bién la formidable
cuestión de cómo se llega al espejo, en qué condiciones,
acarreando qué cosas.

Polimorfismo del espejo y reubicación de la experien­


cia “clásica” del estadio. Con estos elementos Dolto define
una función del espacio de la especularidad que denomi­
na personalización; éste es un término que proponemos
sustituir por el de individuación, que nos parece más
preciso en lo relativo al tipo de procesos de subjetivación

10. In ten té em pezar a re p a ra r esta gran omisión en “El juego del


hum or” Revista de E P SIB A , n° 2, 1995.
enjuego; tan cargado uno como el otro de una pesada his­
toria político-conceptual, el que elegimos al menos desig­
na con mayor ñlo algo que sí está enjuego cuando niños
y adolescentes se ponen a experim entar con los espejos.
Otros eran los problemas a resolver en tiempos de la
constitución de la zona objeto: implantación en el cuerpo
mediante una fusión, rica fusión, fusión creadora, al
cuerpo materno entendido no como objeto sino como es­
pacio, espacio del otro, espacio fundam entalmente tran-
sicional, ajeno a las contradicciones opositivas. Ahora se
tra ta de los primeros juegos de la oposición, provocada
para individuarse, provocadora de individuación, jugan­
do el yo/no yo y jugando el ser un yo,11.
La prim era tarea del sujeto no puede ser la diferencia­
ción, donde de entrada lo mete un esquema como el que
se propone en un léxico evolutivo (que incluso aflora en
Winnicott): de la dependencia a la independencia, por más
matices que se incorporen. Donde lo mete no menos, por
mucho que se multipliquen las denegaciones, el esquema
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alineación-separación de Lacan. Cualquier apaream ien­
to binario que haga hincapié en oposiciones, estructura-
lista o no, es demasiado tosco para ilum inar los sutiles
procesos de implantación que ocupan al bebé y luego,
más de una vez en la vida, se repiten con los más diver­
sos contenidos.

11. É ste es u n ángulo en el que habría que insistir: el del juego al


yo/no yo, que no es lo mismo que la presentación pelada, sin hacerla
pasar por el juego, dem asiado seria entonces, de esta operación. Poder
ju g a r al yo/no yo implica, por lo menos y por lo pronto, que el self no
se lo cree, que por consiguiente el nom bre de la operación debería
reform ularse “yo/no yo (no del todo)”. La no consideración de esta
dim ensión lúdica en la teoría psicoanalítica orienta los “m ism os” con­
ceptos hacia u n a rigidificación poco conveniente y a distorsiones en la
aprehensión clínica del niño. Tomando nota de que es propio de
derivaciones patológicas tem p ran as creer en la oposición en un m on­
tan te inversam ente proporcional a la capacidad p a ra jugarla) no sólo
dije ju g a r con ella, m ás básicam ente jugarla, esto es, hacerla al ju gar
(con) ella.
Suponiendo ahora un cuerpo más que organismo en la
medida misma en que se ha subjetivado por una implan­
tación o aposentamiento exitoso en la instancia cuerpo
materno, los trabajos psíquicos en la instancia espejo ya
no los centraremos en la unificación, para pensarlos de
aquí en adelante bajo el significante de la individuación.
Hay muchas razones para este relevo, situemos primero
las más evidentes desde lo clínico: ¿cuál es el precio de la
unificación en ciertas condiciones patológicas? ¿De qué le
sirve a un niño “lograr su unificación” -a s í solemos ex­
presarlo- cuando ésta requiere de la presencia constante
de un otro en posición de cuerpo acompañante o de ver-
tebrador de la actividad psíquica, tal cual sucede en fo-
bias tem pranas severas y en los transtornos narcisistas
no psicóticos, respectivamente?12 ¿Y de qué le sirve unifi­
carse con referencia a conjuntos maquínicos, conjuntos
con ruedas, por ejemplo (obviamente cito un m aterial de
análisis), como ocurre en las problemáticas autísticas, o
aun -e n el mismo caso- unificarse relativamente a se­
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cuencias espacio-temporales, siempre las mismas, sin
margen para la variación?
Otro problema de la unificación es más específico del
punto de vista estructural, en Lacan particularm ente.
Estriba en una inversión lisa y llana -m aniobra muy ca­
racterística en Lacan- de la temporalización evolutiva
más habitual, recortando de un modo unilateral la tem-
poralización aprés-coup. En ese caso, el niño se unifica
frente al espejo y, retroactivam ente, un período anterior
donde no se postulaba vida psíquica alguna (remanente
psicoanalítico de “los niños no entienden” al que Freud
asestó un prim er golpe -pero sólo un primer golpe-, re­
trocedido desde entonces a edades más tem pranas bajo el
mito de un bebé sin psiquismo antes del espejo, antes del

12. Sobre esto punto, rem ito nuevam ente a nuestro Trastornos
narcisistas no psicóticos, Buenos Aires, Paidós, 1995.
lenguaje, etcétera: siempre la misma dificultad y la mis­
ma arrogancia adultocéntrica) se significa como de frag­
mentación, incoordinación, etcétera. Pero Freud conjuga­
ba dos modos del tiempo: el que plasm a en el modelo del
ejército que avanza y se despliega ocupando posiciones y
el de un movimiento de la temporalidad hacia atrás. Por
muy lineal que pueda llegar a ser, el primero deja espa­
cio para pensar e im aginar un antes donde allí antes pa­
saron cosas, además de la remodelación por lo que acae­
ce después. ¿Cuál es en realidad la ventaja de quedarse
con una sola dirección temporal, autolimitándonos a in­
vertir la que el pensamiento evolucionista difundió y
hasta popularizó? Uno pensaría que ya estas dos juntas
resultan al fin de cuentas bastante pobres para las ar­
duas custiones de temporalidad que nos plantea todo
abordaje histórico no simplificador. La idealización del
aprés-coup no lleva demasiado lejos ni de un modo tan
distinto a la linealidad progrediente anterior. Como se
dijo en su momento de la proyección, no se retroacciona
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en el vacío, la fuerza del a posteriori recae sobre m ateria
lidades que ya tenían su propio grado y modo de organi­
zación, no hay razón para pensarla como si fuera una
creación ex nihilo. No hay ninguna necesidad para ju sti­
preciar la fuerza y la importancia del Nachtraglichkeit
freudiano, no le quita nada de su emergencia, hacerlo
chocar con vivencias, experiencias y procesos previamen­
te conformados, derivándose de allí una rica y conflictiva
interacción.
La tercera dificultad, siguiendo este recorrido, en
cuanto a la unificación puede formularse rebatiendo el
gesto teórico o la esperanza demasiado habitual de fijar,
con mayor o menor violencia y arbitrariedad, un punto
de partida absoluto para el “origen” del psiquismo; repe­
tidamente nuestras investigaciones nos llevan a recono­
cer procesos que ya habrán estado y que además segui­
rán estando: los hechos del aposentamiento, por ejemplo,
se vuelvan'a plantear en varios tiempos decisivos de la
existencia. H abrá que perseguir más adelante el inter-
juego entre sus trám ites y los de una individuación que
no se cumpliría, advirtámoslo, sin una adecuada anida­
ción en el espacio de la especularidad.

APÉNDICE

Los procesos que designamos como de individuación


pueden ser mejor esclarecidos apelando al motivo de la
singularidad tal como se delimita en diversos textos de
Derrida. No para un reemplazo liso y llano, porque po­
dríase objetar que la singularidad en cuanto singulariza-
ción también está en juego en los procesos involucrados
en esos espacios del cuerpo materno y de la hoja, pero sí
para corregir, en el término individuación su referencia
al mito de lo indiviso, acercándolo en cambio al matiz de
lo único en tanto no sustituible precisamente a causa de
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esa dimensión de singular.
Otro problema lo constituye el que cuando de indivi­
duación se trata, ese recorte, pronto comparece en el psi­
coanálisis la invocación al corte. Ahora bien: hace ya mu­
chísimo tiempo, o demasiado, que toda cita del corte
viene pegoteada a toda una concepción de niño y a toda
una concepción de género, viene así, en ese bloque, acrí-
ticamente. En ese estado de cosas el corte se concibe co­
mo una fuerza de intervención externa al niño, impuesta
desde su afuera, y especificada como operación masculi­
na, paterna. No es éste el lugar para despejar los mite-
mas de género occidentales, largam ente penetrados en el
cuerpo teórico del psicoanálisis.13 Sólo dejamos planteado

13. El reciente Los Lazos de am or (ob. cit.) de Jessica Benjamín


ap orta muchos elem entos p a ra u n replanteo profundo de toda la
relación en tre el niño/a y el corte, particularm ente en sus capítulos I
yv.
y tomamos nota de su convencionalidad e insuficiencia.
Pero queremos avanzar un poco más en la cuestión del
niño imaginado por toda esta concepción. Ni la clínica
psicoanalítica per se ni la investigación psicológica con­
temporánea avalan la idea de un niño estructuralm ente
reacio a todo movimiento de separación. Al contrario, de­
jan pensar y descubrir cómo aquél se fabrica, se procura
sus propios instrum entos y mitos individuales de corte, y
no es ésta la menos im portante de las funciones del ju ­
gar. Por lo tanto hay ya espacio para esbozar otras, nue­
vas, articulaciones entre los procesos de individuación
que toman al espejo como espacio privilegiado y el moti­
vo del corte, incluso en su conceptualización específica
como castración y como complejo de castración. En lo que
sigue, habremos de volver sobre este punto.

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N uestra investigación sobre algunos problemas de es­
critura -incluso de los caminos que conducen a la lectoes-
critura en sentido propio- nos llevó a desplegar una se­
rie no m eram ente sucesiva de espacios correlativa a un
manojo de operaciones esenciales para la subjetivación
temprana. Recapitulándolo con otra figura:

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Trazo

F o r m a s de
ligazón-desligazón
(B in dung)

Caricia
Rasgo

Relaciones de acarreo, investimento, ocupación


(Besetzung)

Por lo menos la figura no plantea fronteras tajantes,


al modo binario tradicional, entre los tres espacios; nada
entonces de un uso clasificatorio de este pequeño borra­
dor clínico. El agregado de “desligazón” tiene que ver con
tener en cuenta lo que implica de complejo trabajo “psí-
quico” el paso de un espacio a otro, el paso de transferen­
cia o transposición, que no se podría hacer sin desligazo­
nes -relativas, no m asivas- para pasar y volverse a ligar
por retroacción, trayéndose de vuelta, pero ya como una
subjetividad diferente, a un espacio anterior.1 Cuando,
puesto él caso, un niño “se copa” disparando rayas en
una hoja de papel, “se olvida” del espejo en el que jugaba
a aparecer y desaparecer, ese espejo al que retornará con
aquel “yo” triunfante que delata la subterránea injeren­
cia de elementos especulares en la hoja (véase capítulo 1).
La niña de la tiza, que nos enseñó este recorrido, ilu­
minaba la posibilidad de su plenitud con su propio circui­
to, más vicioso y restringido, con sus interm inables remi­
siones del pizarrón al espejo que indican algo de una
comunicación interrum pida o nunca abierta (más proba­
blemente) que debía ligar pizarrón a cuerpo y cuerpo a
pizarrón (son dos trayectos diferentes; un solo segmento
no puede representarlos).

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Las líneas punteadas reproducen su circuito y su do­


loroso fracaso, que culmina en esa ingesta desolada. Co­
mo si la niña se comiera sus manos.

1. Sobre esta articulación entre ligar y desligar, véase de Jacques


D errida, Resistencias del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1997;
en particu lar el prim er estudio, “R esistencias”.
Cascando nueces de a dos, según la recomendación
freudiana, volveremos a contrapuntear este m aterial con
el de otro paciente, también entrevisto en una supervi­
sión y, coincidencia a pensar, tam bién de otro país lati­
noamericano, aunque el análisis esta vez se realiza aquí.
Es un niño de edad similar, unos 7 años. La madre con­
sulta por la impasse de un relacionamiento entre ellos a
la vez abusivo y agresivo. Desde los 2 años del hijo los pa­
dres están separados, y el hombre há seguido residiendo
en Perú. En realidad, ya el embarazo se desarrolla bajo
los signos de franca ruptura, como que él tenga otra m u­
jer y la embarace casi en simultaneidad. El es además un
“jugador empedernido” y hay otro hijo adolescente de un
antiguo matrimonio que es adicto a las drogas. (El curso
del m aterial justificará el subrayado de estos ingredien­
tes adictivos en la prehistoria del niño.)
También nos será vital saber que, cuando embaVaza-
da, atorm entaba a la mamá la idea fija de que le faltara
comida a ella y, por consiguiente, a su bebé. Si bien la si­
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tuación económica era precaria a causa de la creciente
disyunción de la pareja y por el carácter de “jugador em­
pedernido” (imposible no evocar este giro de viejas nove­
las) de él, se estaba siempre lejos del nivel en que verda­
deramente puede faltar la comida; era evidente la
naturaleza fantasm ática del temor. Finalmente, andan­
do el niño ya por los 2 años de edad la pareja se separa
de m anera irreversible.
Consideremos ahora esta descripción que hace, la m a­
dre: “El tiene una fuerza destructiva en contra mío; le
gusta, disfruta de verme mal”. A poco añade cómo pare­
cen ambos “una pareja a punto de separarse” y, algo más
reflexivamente, “la verdad, parecemos dos chicos”, “nos
amamos pero nos sacamos la cabeza” (se verá cómo h a ­
bremos de volver sobre esta representación de una vio­
lencia corporal).
Por otra parte, en el transcurso de la entrevista no de­
ja de ocurrir ese típico desplazamiento del motivo de con­
sulta al que la práctica psicoanalítica nos tiene tan acos­
tumbrados. Ocurre al manifestar la mujer que no es la
gordura de su hijo la razón principal para venir, eso no la
inquieta tanto como la manera voraz que él tiene de co­
mer (por ejemplo tomando hasta tres desayunos). Allí re­
cae el acento. “Casi casi me come a mí”, acota. Retroacti­
vamente, esta asociación echa luz de modo diferente
sobre el temor, cuando embarazada, de que faltara la co­
mida, haciendo pensar en una proyección del sentirse ella
devorada por el hijo, tubo vaciado por su avidez (en algu­
nos embarazos, se encuentra en esta vivencia inconscien­
te la raíz de un aumento de peso excesivo de la madre).
Estas son las cosas en las que ella se detiene. Por otra
parte, la situación comporta presiones adicionales, en la
medida en que este niño, con sus 7 años y su gordura a
cuestas, está haciendo agua en la escuela: no obedece,
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aprende poco, pelea mucho con sus compañeros, y no se
hace de amigos, lo que a su vez lo lleva a pasar demasia­
do tiempo con la madre a solas, por lo general en conti­
nuos encontronazos.
En su propia prim era entrevista el chico realiza espon­
táneam ente el dibujo que reproducimos a continuación:
una casa muy pobre en su composición y un m arcada­
mente largo camino hasta la calle (en proporción, más
largo aún en el original) y un cartel con esa extraña pa­
labra que no parece decir nada concreto, según él escrita
así para que nadie entienda. Añade un comentario sum a­
mente interesante, señalando la parte signada por noso­
tros con la (a): “Este lugar siempre me queda vacío, este
lugar, este sitio, siempre me queda vacío”. Y a continua­
ción -como efecto de su propio señalam iento-, agrega lo
siguiente:

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una parrilla con un pedazo de carne roja encima; el pe­


dazo de carne es el único detalle marcado de color, el res­
to del dibujo está hecho con lápiz común. Prim er hecho
significativo en lo más ruidosamente visible, que no debe
hacernos dejar pasar otro, no menos visible pero bajo
otro régimen: ¿en el lugar de qué elemento típico del di­
bujo infantil está la parrilla, m anifiestamente, en un
principio, asentada sobre un vacío? Cualquier observa­
dor medio de dibujos de niños podrá responder: “de un
árbol”.
Efectivamente, el lugar que siempre le quedaba vacío,
donde una transferencia naciente permitió al fin hacer
una parrilla con su trozo de carne roja, es el lugar tradi­
cionalmente reservado en innumerables dibujos infanti­
les al árbol, ese árbol que se yergue o se erige al lado de
la no menos prototípica casa, y que él nunca consigue ha­
cer (aspecto que lo aproxima a la niña de la tiza), aunque
sí consigue consignar un pensamiento sensación que nos
entrega un término, “vacío” (que no es lo mismo que el
agujero en el caso y la situación de aquella niña); es un
término valioso para nosotros, que ya tenemos cómo en­
lazarlo a problemáticas de entubamiento.2
El esfuerzo por llenar ese vacío acaba por generar una
producción atípica. La casa, en cambio, nada tiene que se
salga de lo más trillado. Es banal (otro término no ino­
cente en este contexto clínico). En cambio, el simple cote­
jo paradigmático no con otros dibujos de él sino con dibu­
jos de otros chicos haría enseguida resaltar la colocación
de la parrilla como algo extremadamente singular.
Entrando ahora en otro género de asociaciones pode­
mos evocar lo dicho por autores como Dolto en cuanto a
interpretar el árbol contiguo a la casa como un elemento
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masculino -bien pronto un símbolo fálico- y de terceri-
dad. Este tipo de conexiones -vuelto una muletilla ruti­
naria en tantos protocolos de tests proyectivos-, de vieja
raigambre psicoanalítica, aquí vuelve a cobrar de golpe
todo su interés. El paso del tiempo, claro está, hace que
éste se desplace para nosotros de una ecuación incons­
ciente árbol s padre (lo que hubiera retenido la atención
de Freud y su banda) a -análisis estructural mediante-
determ inar qué funciones cumple el árbol (que no está) y
la parrilla que asoma en su lugar. Un nuevo rodeo nos
conducirá al punto.
M arisa Rodulfo destaca, en su estudio sobre el dibujo

2. Véase el trayecto que va desde ]as referencias al tubo en El ni­


ño y el significante h a sta los estudios consagrados a “ju g a r en el va­
cío” y al aburrim iento en Trastornos narcisitas no psicóticos, pasando
por “La fabricación de un elem ento duro” (capítulo 7 de Estudios clí­
nicos).
infantil, la realización de una niña pequeña cuyo árbol-
al-lado-de-una-casa se condensa con una señal de tránsi­
to que prescribe no estacionar.3 Se reconoce allí una bien
determinada función del árbol-cartel: desbloquear el mo­
vimiento de cualquier inhibición que dejara un potencial
de investidura detenido a la vera de la casa, cuya entra­
ñable dimensión de cuerpo materno, en los términos de
nuestro pequeño modelo, es legítimamente evocable aquí.
Es en esta perspectiva también que se debe valorizar la
introducción después de la casa (en proporción estadísti­
camente aplastante) del árbol y de otros elementos de
paisaje en el dibujo infantil, así como su ausencia en si­
tuaciones desoladas de exterioridad. No se tra ta del pai­
saje como decoración (significativamente, la crítica que
Eisenstein hacía a los dibujos de Walt Disney); se trata
en cambio de un nuevo despliegue de escrituras que el
chico urde para pasar, para abrir el paso. Pongámoslo
así: nadie puede salir (y tengamos presente la compleja
modificación narcisista que se abrevia en ese verbo) de
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su casa a un desierto. Es necesario poblar ese mundo ex­
terior potencial, animarlo -según los criterios que empu­
jan a Winnicott a preocuparse por esta cuestión; también
se impone la conceptualización de Sami-Ali en cuanto a
la proyección sensorial prim aria-, poner en él referen­
cias que sirvan para orientarse. En estos trabajos la apa­
rición del árbol toma un inmenso valor simbólico, (La
aventura posterior en el tiempo de la casita en el árbol,
esa casa de niños fuera de la casa de los padres, vale co­
mo prueba de esta hipótesis, así como las hazañas del
“barón ram pante” en la bella historia de Italo Calvino.)1

3. Rodulfo, M arisa, El niño del dibujo, Buenos Aires, Paidós, 1992,


cap. 5.
4. Siendo seguram ente m ás fam iliar a la mem oria S ta n d by me
que la novela El barón róm pante, no está de más rep asar algunos
puntos de la h isto ria significativos p a ra lo que estam os considerando.
En la prim era página de aquélla el protagonista, un niño de 8 o 9
De hecho, considerado expresamente en el funciona­
miento más característico de los dibujos infantiles, la
emergencia del árbol pone fin a un período en que la casa
--transformación a su vez de la primera gran bola-masa-
magma esférica u ovoide donde se asienta la imagen de
base- era la única referencia en el espacio de la hoja. De
ahora en más ésta se desdobla, im portarán las distancias
y las posiciones relativas a aquél como asimismo las re­
laciones que se tejan entre casa y árbol, etcétera. La ca­
sa deja de ser lo único en el blanco de la hoja. Esto nos
lleva a pensar a aquél como un resultado y una pieza cla­
ve en la actividad transicional del niño.
¿Cómo es un mundo donde sólo hay casa? ¿Y cuál pue­
de ser la experiencia subjetiva de él? Nos ayudará el sue­
ño de una mujer de 30 años, marcadamente obesa y que,
sin poder remediarlo, vive adherida a sus padres adopti­
vos: su perrita sale de la casa por un larguísimo pasillo
similar en todo al camino dibujado en nuestro material

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años, enfurecido contra la pretensión del padre que le impone comer
caracoles, deja la casa y se aloja en uno de los árboles que la circun­
dan (en rigor, un vasto bosque se extiende en torno a ella y en toda la
región: este poblamiento, esta dimensión de la “ecología” del medio en
que la historia tran scu rre, es la condición -d e posibilidad- del relato).
En la medida en que el conflicto se prolonga y se complica la rebelión
del pequeño, deja de ser tran sito ria, y el árbol, y a continuación el
grupo de árboles, deviene m orada, nuevo lugar de aposentam iento, y
red vial por la que el niño circula sin tocar nunca tierra. (E sta disyun­
ción de un joven héroe hacia lo alto ha sido extensam ente tra ta d a por
Lévi-Strauss todo a lo largo de sus M itológicas.) Sólo que el texto de
Calvino se ap a rta en un punto esencialísim o de la simbología psicoa-
nalítica m ás común: la casa no es aquí un equivalente de lo m aterno
o del cuerpo m aterno sino el ámbito dominado por “la ley” fálica del
padre; consecuentem ente, el árbol no es un “sustituto paterno” sino
un contra-espacio alternativo a su hegem onía cultural. Tampoco
-profundidad del escrito r- su movimiento es el de un retorno a la N a­
turaleza (“m adre”): el protagonista inventa u n a zona periférica por la
cual moverse, en cuyo rasgo distintivo de “e n tre ” reconocemos u n a de­
term inada y singular inflexión de lo transicional.
punto de partida; llega finalmente al extremo, a lo que ten­
dría que ser el um bral de la vereda, pero resulta que allí
no hay nada y cae al abismo, al puro blanco de la hoja del
sueño. La paciente experimenta ella vividamente el m a­
lestar de la caída, lo cual delata que se tra ta de ella en la
perrita y ubica el sueño como una bella variante de los
sueños típicos de caída y angustia sin fin. Más allá de es­
to, nos proporciona una especie de ecografía del mundo
en que vive la paciente: de una casa en estas condiciones
no se puede salir, entonces ella come. Come todo lo que
no sale,
El sueño comenta de una m anera más dram ática lo
que en el niño peruano aparecía bajo el signo de una cier­
ta reflexión verbal: “Este lugar siempre me queda vacío”
(con lo que el camino dibujado no lleva a ninguna otra
parte que a este vacío); la ausencia del árbol no es un he­
cho anecdótico, se deja pensar como índice de una serie
de funciones de salida del espacio del cuerpo materno
malogradas, mal-logradas, de-constituidas (positividad
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de lo negativo toda vez que el chico ha puesto en marcha
una sintómatología de angustia oral extrema). Doble­
mente interesante, entonces, es que él por prim era vez
ponga algo, haga algo, en ese lugar vacío que nos conec­
ta directamente con su resolución patológica del conflic­
to; la parrilla con la carne asándose, el comer voraz como
una tentativa de curación de naturaleza bien rudim enta­
ria. (Lo alentador, transferencialm ente hablando, de es­
ta prim era vez no debe inducirnos a error festejando la
“simbolización” de su problemática; esto sería olvidar la
fuerza con que el niño actúa perm anentem ente -después
del dibujo tam bién- la impulsión a atiborrarse de comida.)
Volvámonos con todo esto ahora a interrogar más de
cerca el cartel: “Pruve”. Para esclarecerlo lo pusimos en
relación paradigmática con ese árbol transformándose
en señal del código de tránsito, donde a un primer nivel
de escritura plástica propiamente dicha se le superponía
{overlapf otro ya perteneciente a la lectoescritura. En
contraste con ese paso de realización, el cartel de nuestro
pequeño está hecho para que nadie entienda, es una an-
ti-señal (no es que no hay ninguna señal, hay una pero
cuya función es des-orientar). Según como se lo quiera
mirar, no tiene sentido, no sirve para nada o Sirve para
des-orientarse y toma en esa función su sentido parali­
zante.
Ahora bien, desde el punto de vista de los chicos, los
carteles son cosas hechas y puestas ahí por los grandes.
Un cartel hecho para que nadie lo entienda es, sobre to­
do, un cartel para que no lo entiendan los chicos (por tí­
pica inversión pasivo-activo, el niño hace sufrir a la ana­
lista esta ignorancia) y son ellos quienes llevan las de
perder si un cartel no transm ite algo inteligible (no sería
el mismo caso si lo que transm ite es un imperativo exce­
sivamente severo, por ejemplo, o un mandato que susci­
ta un conflicto con un deseo o con otro mandato del orden
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de los ideales). Como el viajero que llega a un país extra­
ño, el chico va a ser el más perjudicado por una indica­
ción que no indica nada que se pueda metabolizar psíqui­
camente.
Cuando la analista hurga en el potencial asociativo y
le invita a interrogarse, el niño admite que podría signi­
ficar (error de ortografía mediante) “pruev(b)e”. ¿Remi­
sión, otra vez, a la comida, en términos engañosos, con
una incitación supuestam ente compuesta por significan­
tes del sujeto pero en realidad em anada de los del super-
yó? Por otra parte, “pruev(b)e” es ya una interpretación
del chico legible como un llamado a la acción motriz au-

5. E sta referencia como señalam iento de un trabajo adeudado:


pensar con algún cuidado el valor conceptual del superponer (ouerlap)
en Winnicott. Véase en R ealidad y juego (Barcelona, Gedísa, 1982) el
papel de este térm ino en la cuestión de cómo se intrincan, cuando
Winnicott in ten ta p ensar cómo se articulan dos o m ás zonas de juego,
por ejemplo las de paciente y analista.
tónoraa, “específica” de acuerdo a Freud. Pero hay que
notar la lejanía del cartel respecto de la casa, el demasia­
do largo y despoblado sendero que los vincula, un espa­
do, se diría, demasiado extenso para que un niño lo reco­
rra solo, demasiado desnudo sobre todo, hasta llegar al
ámbito más socializado de la calle, Este es el punto don­
de, si mejora, en este chico puede despuntar una fobia to­
da vez que trate de salir, h asta que logre en su espacio
imaginario acortar el camino o mojonarlo, poblarlo, lo
cual disminuye la posibilidad y también la intensidad de
crisis agorafóbicas.
Esta es la casa del país del cual él proviene, la casa
donde él vivía antes. Un segundo dibujo nos cuenta dón­
de vive ahora, un edificio de departam entos y al lado una
heladería. Se repite el mismo esquema, nuevamente en
él lugar de la comida recae la única nota de color que po­
ne en la hoja. Y añade un comentario muy interesante:
los chicos tienen prohibido ir a la terraza en ese edificio,
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debido a su altura. Ahora bien, “ir a la térraza” es una in­
flexión concreta, en los niños, del deseo de ser grande o
de crecer: invariablemente ellos catectizan lo más eleva­
do o lo de mayor tam año como lo mejor y lo más desea­
ble. Sólo a un niño muy inhibido (o con algo aún peor) no
le interesará visitar la terraza si lo invitamos a ella. La
ascensión de la planta baja a la terraza reproduce un mo­
vimiento no sólo “madurativo”, primero que nada subje­
tivo cual es el acceso a la bipedestación.
Pero no podemos olvidar, además, que ellos “se sacan
la cabeza”, y si a un niño un vínculo le saca la cabeza,
¿con qué desear ese fabuloso deseo de ser grande? (Tam­
poco, lo sabemos, ha hecho un árbol al cual pudiera jugar
a treparse.)
(Asociaciones suplementarias: en Buenos Aires se di­
ce que alguien “está mal de la azotea” si se lo encuentra
un poco loco; en muchos edificios dibujados es transpa­
rente el igomorfismo profundo con el cuerpo humano.)
A continuación -y siempre de m anera espontánea, sin
intervenciones “psicológicas” de la analista que mellen la
asociación libre- dibuja de nuevo una casa más algunos
elementos adosados. Extraeré sólo tres:

K O
A

Una mesa, una madre, la casa con una cuna en su in­


terior, donde se sitúa él mismo. Puntualizaciones a des­
tacar: la madre no excede el tam año de la mesa, no im­
presiona visualmente como la representación de un
grande (“somos dos chicos”); él se identifica con un bebé,:¡
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no en la edad que tiene, y su posición en la cuna y la cu­
na misma se superponen a la de la parrilla con el peda­
zo de carne encima; a su vez, la mesa tiene una forma;
idéntica a la de la parrilla, pero además, al verla, me di
cuenta de algo que no había aún percibido en aquélla,
siempre y cuando nos olvidemos de los nombres oficiales
de esas cosas que él dibuja, atravesando esos contenido?
manifiestos a menudo demasiado pregnantes, allí puede
leerse con toda claridad un cuerpo sin cabeza (escondido
en ese contenido manifiesto a la m anera de la carta roba­
da de Poe). (Es notable que los psicoanalistas solemos ol­
vidar que el doble sentido no es sólo asunto de las pala­
bras y que entonces nos cueste m ás reconocer lá
polisemia en lo visual; también el tratam iento habitual
que sufren -literalm en te- las producciones gráficas en el
marco de los test [su prototipo es el HTP] influencia m ü|
cho para esta dificultad en hacer con las figuraciones del
dibujo lo que Freud hace con las del sueño.) Al sacarse la
cabeza, como efecto del amor, perder la cabeza, queda
una m esa-parrilla con un trozo de carne igual al de un
bebé en una cuna tam bién asimilable a una fantasía fe­
tal (la cuna vientre en otra lectura estrictamente plásti­
ca). El vacío de ese cuerpo descabezado se puede conec­
tar con la zona h asta entonces repetidam ente vacía en el
primer dibujo y con ese aire de desierto general en él.
Siempre esto es reemplazado por comida o elementos en
relación metonímica con ella. (La referencia a lo fetal no
es impresionista, remite al concepto de castración umbi­
lical -m al tram itada en este caso- de Frangoise Dolto).
Comida canibalística además, según manifestaciones
maternas. Y a dos puntas; en el espacio de inclusiones re­
cíprocas toda devoración es mutua.
En contraste con ese vacío descolorido, la única nota
de color intensa -definitivam ente descubierta por Freud
como el punto máximo de condensación- pertenece al
campo de lo comestible: la heladería, el pedazo de carne.
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Designa muy bien lo que los psicoanalistas de la prime­
ra generación tem atizaron como punto de fijación. No se
puede crecer, no se puede salir, no se puede subir, no se
puede pensar: se puede comer.
Recordemos que tampoco, claro está, se puede apren­
der. Para cualquier chico el aprendizaje es un “crecimien­
to”, una “ascensión” a la terraza en sentido figurado. Tbdo
el material, por otra parte, es inapreciable para esclare­
cer cómo la adicción a la comida surge en respuesta a un
fracaso radical en la deambulación que tan vigorosa y
violentamente irrumpe en el segundo año de vida. P ara­
dójicamente, la quietud del árbol bulle secretamente con
la animación del movimiento de ese niño que todo toca y
a todas partes que sean “afuera” quiere ir. La regresión
masiva de la deambulación hace su caricatura en una
oralidad exasperada que se pasa el día comiendo allí
donde otro chico se pasaría el día yendo y viniendo, yen-
doy viniendo,
Volvamos ahora al diálogo con la niña de la tiza, nues­
tro punto de partida. En ambas situaciones, el comer
aparece colocado en una posición singular e irregular;;
sea por el consumo de lo no comestible, sea por la inges­
tión desaforada y sin freno. En cambio, a primera vista
es grande la diferencia entre una nena que no puede ni
trazar una rayita sobre el pizarrón y un chico que llega
incluso a dibujar el vacío y lo que lo recubre, la comida.
Pero no hay que embarcarse en el entusiasmo de esa di­
ferenciación sin reparos: más allá de los dibujos, come
“en lo real”, y se le nota, y su producción no parece tener,
fuerza para detener ese pasaje al acto. Esto no nos inte­
resa por un ideal “estético” o de “salud” médicamente
fundamentado, sino en la medida en que el material nos
deja fuertes motivos para suponer que esa hipertrofia de
lo oral es a expensas de otros procesos subjetivos del ni­
ño. No es la gordura “en sí”. Si el pequeño apuntase co­
mo un Orson Welles en ciernes nos interesaría bien poco
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o de muy otra m anera desde el punto de vista terapéuti­
co. Es éste un ángulo de interrogación decisivo para acer­
carse a cualquier manifestación comportamental con una
inquietud “psicopatológica”: el rasgo considerado, ¿daña
significativamente otros procesos subjetivos acaso más
valiosos? Sin esta precaución la psicopatología queda li­
sa y llanam ente entregada a prejuicios sin freno prove­
nientes de lo que se da en llam ar “la realidad” (¡y hasta,
invocando el principio de realidad!), “la realidad compar­
tida”, la “normalidad”, etcétera.
Correlativamente, tampoco puede el clínico confiarse
en que el niño dibuje o diga cosas que apuntan directa­
mente al corazón de sus dificultades, sobrevaloración de
la producción “simbólica” en que no es raro se incurra.
Un examen más atento y menos fascinado (“pero habló”;
“lo dice”, “pudo dibujarlo”) debe esclarecernos el estatuto
digamos económico de esas producciones: ¿tienen fuerza
de reemplazo respecto a síntomas basados en la actua-i
ción más compulsiva? ¿Se dem uestran capaces de modi­
ficar algo en relación a crudas manifestaciones impulsi»
vas o estereotipadas? Porque muchas son las ocasiones
en que se tra ta de relámpagos sin lluvia en el desierto, o
los procesos de disociación perm iten la coexistencia de
un dibujo revelador, aparentem ente cargado de insight,
con la opacidad de conductas insolubles en los juegos de
la simbolización.
Entonces no nos basta una distinción tranquilizadora
que oponga al silencio gráfico.de la niña de la tiza el que
el otro chico pueda -e n ciertas condiciones- dibujar. Los
métodos del análisis estructural sobreviven a “refutacio­
nes” meram ente especulativas del “estructuralism o”; es
insustituible su recurso toda vez que queramos estable­
cer diferenciaciones sin caer en comparaciones superfi­
ciales y analogías conductistas (a veces con contenido y
vocabulario psicoanalítico).
Antes necesitamos de un nuevo rodeo para no simpli­
ficar de un modo aplastante en la transm isión del psi­
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coanálisis ciertos pliegues esenciales al pensar en este
terreno. La escena de escritura implícita en el desenvol­
vimiento de un libro y dirigida en este caso a circunscri­
bir los contornos de otra escena de escritura como “m ate­
rial” punto de partida, lleva en sí un elemento de ficción,
a componer una escena dándole bordes de ficción. Está
muy lejos de la reproducción “fiel” de una realidad empí­
rica. Por otro costado, más insuficientemente, se puede
apelar a la puesta en proceso secundario cuando uno ar­
ma una escena como la de la niña de la tiza. Otro plano
de esa ficción de que estoy ofreciendo un vivido “ejemplo”
pescado en la realidad objetiva; la escena está inevitable­
mente compuesta -como en toda narración- por cosas
que se han ido pensando no sólo al escuchar un relato so­
bre esta niña la prim era vez (por otra parte, esa “prime­
ra vez”, que una colega asistente a un seminario que yo
dictaba en Porto Alegre contase eso no era tampoco un
“ejemplo” a secas, era uná interpretación, su interpreta­
ción -interpretación que en posición de docente-paciente
recibí de lleno, y todo este libro se escribe para elaborar­
la y como su elaboración a la vez- de mi planteo sobre có­
mo el jugar arrancando en la infancia desborda indócil
los preceptos logocéntricos del psicoanálisis lacaniano y
funciona entonces como un suplemento a la teoría del
significante, en aditamentos posteriores, en un de vuelta
volver a pensar, como esas escenas cuya configuración se
ha ido dando a lo largo de un tratam iento o de una serie
de entrevistas. La escena viene a luz no tanto como un
“contenido” sino más en su tram a como una forma de
pensar. Por muy “descriptivo” y “fiel a los hechos” que
quisiera ser, un psiquiatra imbuido de geneticismo la
desmenuzaría hasta tornarla irreconocible.
La comparación estructuralm ente inspirada (es decir,
más allá del analogismo, psicoanalítico o no), el cotejo de
un material con m ateriales de otra procedencia, su pues­
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ta en paradigma con textos del mismo paciente sí, pero
muy fundam entalmente con el de otros, no es una supe­
restructura asomada sólo a la hora de una teorización de
segundo grado. Tanto inconscientemente como de modo
deliberado -u n a de las razones de ser de la supervisión
yace aquí- se practica todo el tiempo en el tratam iento
de cualquier paciente y es un recurso indispensable para
poder analizar, precisamente, lo más singular de al­
guien. Es de nuevo indispensable que el trabajo de pen­
samiento del analista flote sin detenerse en supuestas
fronteras que harían de un m aterial propiedad privada.
,Y tal actividad no se limita al grupo de pacientes que
atiende ese analista: recoge migajas de fragmentos escu­
chados de otros colegas, de pacientes leídos, provisional­
mente recurriendo a la ficción de emparejarlos a todos en
un pie de igualdad, pasando por alto diferencias de reco­
lección.
La prim era niña come lo incomestible: incurre en lo
que psiquiátricam ente se llama pica, lo cual se da como
un elemento regular en niños psicóticos, que pueden tra ­
tar un trocito de plastilina como un chicle. Come de lo in­
comestible tanto cultural como biológicamente, engloba-
miento a precisar. El niño de la parrilla, en la parrilla,
come en exceso de lo comestible, a la m anera del “ataque
de comer” bulímico, y bordea de otro modo no lo incomes­
tible sino lo no comestible por prohibición cultural: el ca­
nibalismo, dol que su madre lo “acusa” metafóricamente.
Ambos se entrecruzan en el apuntar, designar, un espa­
cio donde algo se encuentra muy alterado: el vacío en la
hoja localizado por el niño, el agujero en las manos de la
niña, el agujero en que se abisma el pizarrón a la hora de
hacerle alguna marca. Es decir, desde el punto de vista
de ella no hay superficie alguna de escritura allí, el piza­
rrón sólo existe desde el punto de vista del observador.
La mudez de la niña contrasta con el comentario del ni­
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ño en transferencia, pero la calidad del comentario, su
peso específico, según hemos dicho, está en cuestión, por
ejemplo comparándolo con niños que juegan a que un
monstruo todo lo devora sin pasar para nada al plano del
comer real.
Afinando el análisis podríamos decir que la niña
transforma lo incomestible en comestible al ingerirlo, en
tanto el segundo niño, atiborrándose como lo hace, de­
grada la comida (que deja de serlo y de funcionar como
tal) al plano de lo incomestible y la connota con la condi­
ción de no comestible prohibido. En todo caso él traga co­
sas, no saborea comida en el enmarcamiento del placer
libidinal.
No incluimos todavía el hecho de que, si la niña no
puede acceder al pizarrón, el niño no puede acceder al
padre y hay en su vida cotidiana una m arcada carencia
de personajes masculinos (quizá por eso estoy escribien­
do yo y no su analista sobre él). Todo esto parece asomar
en el árbol no dibujado, cuya ausencia se percibe al fin
como vacío. Si aceptamos provisionalmente el simbolis­
mo psicoanalítico que hace del árbol un elemento mascu­
lino y hasta paterno, consecuentemente aceptamos que
en el inconsciente existan algunos refranes aunque no
siempre nos gusten y vale entonces decir que en su vida
tal cual se organizó falta el “cabeza de familia”. ¡“Pruve”
a vivir sin eso! (Suplemento de asociación: la madre con­
sulta a una mujer, allí donde muchas en su situación ex­
plícitamente buscan un analista varón, con una fantasía
de curación respecto al hijo y a ellas mismas, cuya pre­
sencia efectiva es un hecho de transferencia no poco im-'
portante en el pronóstico que hagamos de la situación.)
En ambos casos esta imposibilidad de acceso efectivo
se “soluciona” comiendo. La imposibilidad no es del mis­
mo tipo, sin embargo, ya que el pizarrón le falta a la ni­
ña como espacio potencial de escrituras, espacio simbóli­
co por excelencia, en tanto que para el niño la falta de
padre y de hombres que pesan en su vida es una realidad
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innegable; de hecho, él conserva perfectamente la “cate­
goría”, la “representación”-padre: dice a veces extrañar­
lo, por ejemplo, y no m uestra perturbación alguna en ha­
cer diferencias de género. Conviene apresurarse en este
punto a añadir el sentido a nuestro juicio más importan­
te de esta constatación: falta de acceso al padre. Es que
determina una falta de acceso a sí mismo en tanto varón.
En efecto, el padre no es un fin, el acceso a él, la llegada,
tampoco lo es: constituye un medio, un puente para el ni­
ño, a través de un recorrido identificatorio sumamente
complejo y matizado, etcétera. Pero el punto esencial a
destacar y a m antener -porque se pierde en las fascina­
ciones paternalistas del psicoanálisis- es su condición
no-de-fin ni de desenlace con un “happy end” en lo sim­
bólico, sino de medio que a la par suscita una exigencia
de trabajo y proporciona m ateriales para hacerlo. Si lo
hay, el fin es que el niño advenga a sí, no al padre.
La identidad de la niña parece afectada de otra m ane­
ra en su no acceso al pizarrón como a algo más que un es­
pejo al tiempo que sitio nuevo para espejarse, hacerse,
reconocerse: es su humanización la comprometida, su
identificación a la especie como especie que escribe y que
goza de la escritura. Comerse la tiza la arrincona én un
lugar muy marginal en el seno de todos los que dibujan,
y escriben y trazan con ella en el suelo los caminos m á­
gicos de la rayuela. Posibilidad identificatoria rota en es­
ta pequeña. Por otra parte, insistiremos en rem itir su no
acceso a un instrum ento cultural y privilegiado y decisi­
vo a perturbaciones a establecer en el acceso al cuerpo
materno, ya que es en el seno de los juegos con ese cuer­
po que un niño “aprende” qué cosas son para comer y
cuáles son para otra cosá.
Esta segregación está acotada de m anera diferente en
el niño: en tanto gordo, apegado a la madre, corre peligro
de quedar fuera de la especie de los varones, o en un po-
sicionamiento muy periférico y débilmente valorizado
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allí, con un bajo gradiente de falización. Ni siquiera ha
hecho transformaciones en esa modalidad de incorpora­
ción que en todo caso lo hagan relacionarse conflictiva­
mente con otros varones pero desde una posición poten­
cialmente virilizante para él también (definirse como
“tragalibros”, por ejemplo). Es suficiente esto, adjuntado
al hecho de la fijación en lo más concreto de su corporei­
dad y al estancamiento en los modos de vincularse con la
madre, para pensar en un transtorno narcisista, quizá
de naturaleza depresiva, se verá, pero plano del tra n s­
torno y no de la neurosis. Este transtorno compromete
su posición en el interior de lo humano, particularm ente
en lo que sea su desarrollo fálico-genital.
La niña se encuentra más radicalmente amenazada
en cuanto a quedar sin acceso a lo humano. La degrada­
ción que sufre la tiza de instrum ento de escritura a obje­
to comestible, a una cosa que también podría comerse un
avestruz (ni siquiera un elemento de juego para hacer ro­
dar, como lo haría un gatito), rebota sobre ella dejándola
en una soledad incontenible: la de quien carece de ins­
trum entos para escribir, no en lo empírico, al carecer de
la “idea” misma de ellos.

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L ugares de apostam iento (apuntalam iento)

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Dejamos el capítulo anterior en ese contraste cuya


unidad se da en diversos grados de detenciones en la es­
critura considerada ya no sólo como un acto “expresivo”
o una técnica supletoria del lenguaje, prolongación de lo
verbal, considerada en cambio como un proceso coexten-
sivo a todo lo que pueda abarcar un término como el de
“subjetivación”, término que hemos ido eligiendo en el
curso de nuestro recorrido: agujero paradójicamente im­
penetrable donde se esperaría encontrar una superficie
apta para el trazo, vacío en sitios habitualm ente pobla­
dos, faltas de sentido. Nuestro cotejo diferenció una difi-
cuitad radical para el acceso a un tipo de espacio como Ja
hoja de papel o el pizarrón globalmente considerado y un
vacío en el interior de ese espacio, que ligamos en prime­
ra instancia a una disyunción efectiva del niño con su pa­
dre y en una segunda instancia a un no acceso a sí mis­
mo en tanto varoncito, hombre en potencia, instancia
psicoanalíticamente más sustancial. En ambos casos
asistimos a la aparición del comer como respuesta del ni­
ño/a a la falla, nos interesamos particularm ente en lo
que podría considerarse un prístino ejemplo de pictogra­
ma de rechazo: el comerse la tiza en el momento (y en el
lugar) de valerse de ella como medio de escritura. (Sobre
todo, el acto es muy esclarecedor en cuanto a la positivi­
dad fenoménica de ese rechazo, que no se ciñe a una me­
ra omisión o carencia.) Desde que Freud caracterizara la
pulsión de m uerte por la mudez, resultó difícil en gene­
ral a los analistas pensar un comportamiento antilibidi-
nal bajo modos tan “visibles” y estruendosos como los de
un movimiento libidinal corriente, y cuando esto no se ha
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podido negar por ser demasiado el estrépito, se ha apela­
do a la coartada de la “mezcla” pulsional para seguir de­
jando en manos de “la vida” toda la responsabilidad del
ruido; pareciera un reducto de resistencia para reconocer
el peso de lo destructivo en la vida hum ana.1En el otro ca­
so, comer no se produce en relación con una imposibilidad
de entrar en trazo, sino con otra de trazar determinados
trazos que servirían para salir de una posición de pura in­
fancia y a la vez para que esos trazos y otros tengan la
fuerza suficiente para impulsar metamorfosis subjetivas.
Es tiempo de volver sobre un punto susceptible de pa­
recer el más enigmático de todos: aquel en que la niña de

1. U n libro reciente de A na Berezin (La oscuridad en los ojos,


Rosario, Homo Sapiens, 1998) tra ta de renovar el pensam iento y la
investigación psicoanalítica sobre el tem a, sin taponarlo con gestos
“teóricos” o “metapsicológicos” apresurados. E sa oscuridad no es
silenciosa.
la tiza retrocede h asta el espejo donde sí -e n el plano de
los rasgos- puede hacer algo con aquella herram ienta.
Nos interrogábamos sobre cómo justificar la necesidad
subjetiva de ese refuerzo, reforzamiento (la cuestión eco­
nómica aquí vuelve a plantearse), por qué no le basta con
lo que su m irada ve (de sí misma), y en todo caso por qué
el dibujo que allí esboza es intrasladable al pizarrón. Si
prosiguiendo nuestro análisis diferencial pasamos a la
situación especular del niño de la parrilla, la cosa es bas­
tante distinta: si falta algo es del orden de una m irada
masculina donde verse, porque en relación con la madre
la situación invita más bien a pensar en el exceso: exce­
so de confrontación retaliativa, de ecos, de guerra circu­
lar. De por sí, todo esto ya viene reforzado por demás.
La introducción de un nuevo m aterial nos ayudará a
seguir pensando aquéllos. Se tra ta de lo que Sami-Ali lla­
ma una estructura alérgica, una mujer de unos treinta
años en análisis (la riqueza de la vida im aginativa y'del
potencial de insight en ella no se ajustan al “tipo” que di­
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buja Sami-Ali). Tras unas vacaciones, cuenta la siguien­
te situación, que no carece de matices oníricos: está de
excursión por una serranía, junto a sus hijas y su actual
pareja. En uq momento dado el grupo se propone subir a
un cerro más empinado y por un sendero bastante largo,
las chicas deciden no hacerlo tras el primer trecho, si­
guen ellos solos. Cada tanto, la madre vuelve la cabeza y
las ve paulatinam ente más lejos, h asta que las vueltas y
revueltas sin verlas suscita una oleada de angustia que
rápidamente se propaga incontenible y total. En verdad,
algunas preocupaciones en cuanto a que se quedaran so­
las eran previas, alguna tensión; pero m ientras las veía
eso permanecía como ligado a “razones” razonables de ti­
po preconsciente, de esas en las que cualquier madre sa­
be abundar. Lo que ahora se desata es mucho más im­
pensable: vuelve sobre sus pasos “a ver cómo están” (a
ver si están). Le ha pedido al hombre que la espere unos
momentos. Pero el mismo estilo sinuoso del sendero ha­
ce que bien pronto tampoco lo vea a él (pues tam bién se
volvía para certificar su presencia). Ahora no ve ni a
unas ni al otro. Este momento m arca el pasaje fulminan­
te de la angustia al pánico, a un verdadero ataque angus­
tioso o, si se quiere, un ataque agorafóbico agudo. Perdi­
do el control, se desata bajando a la carrera, se cae, se
lastima, llama a gritos, su pensar destituido.
El análisis enfoca ese punto en particular, allí donde
ella, al no ver a nadie de los de su compañía, se pierde y
ya no reconoce el camino que había hecho (el ataque tie­
ne, pues, el matiz preciso de la agorafobia). En sesión re­
cuerda y toma conciencia a la vez de h asta qué punto, en
qué forma absoluta, se sentía totalm ente perdida: la po­
sibilidad de sosiego -len tam en te - sólo llega cuando de­
semboca en sus hijas, sobre todo, digamos, cuando las
vuelve a ver.
Probablemente sea éste el punto más interesante e
instructivo, cómo al dejar de ver a lo que Lacan designa­
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ría como sus semejantes, ella pierde toda referencia para
orientarse en una situación y para m antenerse alejada
de cualquier desarrollo de angustia económicamente sig­
nificativo. Pongámoslo así: se enceguece sin un rostro o
silueta hum ana en su campo escópico. Nos enteramos
entonces -los dos- de que sin otras presencias humanas
concretas, efectivas, ella no ha adquirido la capacidad de
reconocer trazos en un espacio determinado. Téngase en
cuenta el lugar de que se trataba: no era naturaleza vir­
gen, era un lugar de naturaleza trabajado por escrituras
viales hum anas, con sus senderos así fueran rudim enta­
rios, con señales de cría de ganado, algún cartel, algún
cruce de caminos deliberadamente articulado, algún res­
to de turistas anteriores. Toda esta red de trazos se ano­
nada cuando deja de percibir rasgos.
Esto último convoca, claro está, el espejo ¿orno espacio
de anidamiento. En relación a él vale tam bién tom ar no­
ta de la violenta inversión que durante la escena se pro­
duce; ya que ella la empezaba como madre protectora,
con inquietudes aprensivas en relación con sus hijas, pa­
ra term inar desm antelada por un pánico que la sume en
regresión al desamparo que nos acostumbramos a pensar
como más propio de la tem pranísim a infancia.
Unos meses más tarde se agrega el siguiente m ate­
rial: por razones de trabajo debe viajar al interior sola
(en general, su trabajo se hace siempre en equipo). La
primera cosa a señalar es que en esta ocasión se antici­
pa: trae el tem a a sesión antes y no después de los he­
chos. Así puede asociar el que en la situación que debe
afrontar van a faltarle “caras amigas”, las que habitual­
mente la acompañan en sus tareas cotidianas. Esto le re­
cuerda el texto de una poesía donde se dice que en el ca­
mino de la vida, nosotros, los seres humanos, dejamos
huellas, rastros del paso. Es decir, retomando la vieja
metáfora de la vida como camino, el poema habla de ras­
gos vueltos trazos, pues se juega algo ya distinto de pre­
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sencias corporales concretas. De éstas queda un saldo
utilizable, esas marcas por el camino (más exactamente,
el camino se compone de ellas, en un cierto montaje de
ellas) que en la escena prim era están completamente bo­
rradas, desaparecidas. Para ir al fondo, entonces, el ca­
mino como tal desaparece al no verse la presencia de los
otros (por más que no dejara de saberla en algún rincón
de su mente).
¿Cuál es la principal enseñanza a extraer del- m ate­
rial? El trazo en su dimensión más propia es algo que
ella pierde por no estar acompañada -situándose entre
la fobia universal y el transtorno narcisista no psicótico
(antecedentes retroactivos del episodio: comentarios de
la paciente sobre no saber si tenía que tom ar a la dere­
cha o a la izquierda al salir de un lugar determinado)-.
En la medida misma entonces en que la introyección del
trazo no ha terminado de estabilizarse, debe aferrarse a
las “caras amigas”, como ella dice, a lo que pertenece ori­
ginariamente al campo definido como rasgo en nuestra
terminología, aferramiento indudablemente regresivo y
defensivo:. Por ejemplo, contará cómo la visión de estas
caras amigas m ientras habla en público le va proporcio­
nando pautas para evaluar la m archa de su trabajo. No
habría náda que decir si se tratase de un índice entre
otros, pero era el único. Sin ese recurso también se per­
día en el interior de lo que estaba haciendo y no se sen­
tía disponer de otros indicios para decir “más o menos
bien”, “más o menos m al”. Es justam ente el trazo quien
nos sostiene solos en una situación así. (Incluso las refe­
rencias hum anas, las “caras amigas” transm utadas en él
como lo que Freud llam aba “identidad de pensamiento”.)
El análisis minucioso de todo esto lleva a la paciente
a otra conclusión: en la escena primera, cuando pierde
toda referencia a caminos orientados, pierde simultánea­
mente el anclaje en su cuerpo, literalm ente “no tiene
dónde m eterse”, lo cual explica mejor la magnitud del
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ataque sobrevenido.
En relación con esto, la situación metapsicológica de
la niña de la tiza parece más afligente; pues no se trata
de una capacidad de trazar no estabilizada, frágil, de­
pendiente del orden del rasgo especular, sino de no poder
de ninguna m anera llevar su cuerpo al trazo, resultando
insuficiente e inexitoso su pedir ayuda al espejo para sa­
car de él la capacidad ausente. Este esfuerzo infructuoso
se ilumina si lo pensamos como una tentativa de tomar
posesión de su cuerpo en el espejo, haciendo trazos sobre
rasgos, como si su imago no estuviera firmemente conso­
lidada en .él, no contando entonces, al no poseerla, con
ella para otros emprendimientos. Cual si la niña nos di­
jera: “si term inara de arraigarla aquí (espejo), acaso po­
dría llevarla hasta allí (pizarrón)”, apertura imposible.
Al mismo tiempo su situación parece harto más expues­
ta a la desolación en lo especular que en nuestra pacien­
te adulta, quien recurre excesivamente a otros como es-
pejos auxiliadores -bien que al modo de un emparche
más calmante que genuinamente curativo-, en tanto la
niña sólo atina a recurrir a su propia imagen; al no lla­
mar, su posición es más devastada.
Suplemento de información: en ese consultorio, que es
el de un hospital, hay dos altoparlantes arrumbados que
no funcionan. De eso ella ha tomado nota, pese o por lo
cual en algunos momentos varía su circuito dirigiéndose
a ellos en actitud de ir a escuchar algo que precisamente
los aparatos descompuestos (a la m anera “collágica” de
símbolo de la atención estatal a la salud psíquica en His­
panoamérica) no pueden darle. Ningún sonido humano
emana de ellos, como ningún trazo es factible en ese pi­
zarrón. ¿Pero no es eso lo que espera a fin de cuentas de
un Otro primordial: el silencio activo de un pictograma
de rechazo? (Su dirigirse allí a ellos en lugar de ai otros
“aparatos” humanos mucho más sonoros que hay en el
consultorio es toda una viva m uestra de lo que Fiera Au-
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lagnier resume en ese concepto, con la ventaja de ser uno
micro, más útil en la clínica que la tosquedad de decir,
por ejemplo, “pulsión de m uerte” globalmente y a secas.)
Sin dejar de subsistir cierta pequeña franja en común:
si ella ve su rostro, algo de trazo asoma en sus manos; de­
saparecido el rostro, desaparecido el trazo. Ausencia de
un paso antropológicamente decisivo en la filogenia cuya
aparición emocionaba a Lacan: cuando en la pared de
una caverna alguien empieza a trazar cosas ya desgaja­
das de la necesidad de la presencia como tal.2
Todo ocurre, pero a otra escala, como cuando un niño
ya domina la figura hum ana en la hoja y puede entonces

2. Véase esta referencia en su sem inario sobre la identificación


(Buenos Aires, Escuela F reu d ian a de Buenos Aires, 1980). Lacan des­
plaza el acento a la realización de trazos de m ayor abstracción, un p a­
so m ás allá del dibujo propiam ente dicho.
desprender de ella pequeños trozos con los que componer
letras, números, etcétera, lo que falla si aquélla no se es­
tabiliza como nueva imago especular al nivel del trazo.
Sólo que en el caso de la niña de la tiza es insuficiente
hablar de fallo, se tra ta de un fracaso rotundo en el aca­
rreo de su cuerpo de la madre al pizarrón, no sin conno­
ta r tropiezos de importancia en la estación interm edia
del espejo, m ientras que en el niño de la parrilla y del
“Pruve” sí parece lícito referirse a una falla localizable en
el trazo, dejando un lugar vacío, intrazable, que se llena
con impulsos bulímicos.
De donde para la prim era ese desvío tan considerable
respecto a la media: algo de calcado de su propia cara so­
bre el espejo, en lugar de hacer una nena en el pizarrón
como es lo usual, nombrándose en ella. La pacientita no
ve nada con lo que identificarse en la hoja de papel (un
eco morfológicamente muy distinto de esto lo reencontra­
mos en el acceso de pánico en medio de la sierra).
La riqueza y complejidad de los m ateriales contrasta­
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dos ofrece además -especialm ente a los colegas en su pri­
mera etapa de formación- la oportunidad de comprender
que no basta en absoluto para la fineza del trabajo clíni­
co el recurrir a categorías globales de un modo, para
peor, esquemáticamente binario, hablando entonces, por
ejemplo, de “especularidad” grosso modo y en término de
“hay/no hay”. Apreciaciones de ese estilo nos precisan
poco y nada en qué niveles y con qué recortes ocurren las
cosas que tratam os de descifrar y modificar. Pomposas
generalizaciones hechas de frases hechas sobre aquélla
no nos ayudan mucho sin el esclarecimiento de ¿qué es­
pecularidad, qué puntos de ella, ordenada en qué dispo­
sitivos? En el caso de la mujer cuya ayuda requerimos
para proseguir nuestra investigación, el lugar al qi¿e ella
acude desesperadamente por espejo ordenador-orienta­
dor es el cuerpo del semejante, m ientras que nuestra ni­
ña busca algo equivalente en su propia corporeidad espe­
jada. La sola remisión a “especularidad” no deslinda es­
tos matices a la postre decisivos. Sin contar con que lo
desencadenante de las extrañas reacciones de la niña es
la confrontación con un espacio -el del pizarrón, el del
trazo en su emergencia singular- perdido perm anente­
mente y de antemano, en contrapunto con la mujer cuya
angustia se desata cuando pierde el espejo después. La
consecuencia de esta pérdida es el desmantelamiento
transitorio de toda posibilidad de registro y de hechura
de trazos, cuando para la niña es el ponerse de relieve el
espejo en un retorno que lo m uestra con algún trabajo
pendiente, pero no arrasado.
Del fracaso al fallo, podríamos agregar en relación al
itinerario que ella cursa, ya que el esfuerzo de sobreim-
posición al que se entrega no deja de indicarnos cierto ni­
vel no alcanzado en la ocupación del propio cuerpo, cons­
picuo ya a nivel especular; pensamos sobre todo en ese
reconocimiento certero, fulminante, de inmediato, en que
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un sujeto encuentra allí la subjetividad de su propio
cuerpo y no hay nada más que agregar, sólo hay que go­
zar (esta fulminancia ha sido bien descripta por Lacan).
Es tiempo de añadir una conceptualización suplem enta­
ria y recordar, con Dolto, el logro de la individuación co­
mo punto culminante de los trabajos de todo niño en el
espejo, perspectiva desde la cual concluimos que en esta
niña dicho paso de individuación no se ha verificado - p a ­
ra seguir usando conceptos de Dolto, quien dio uno teóri­
camente privilegiado-; hacerlo implica una integración
aceitada de la imagen de base y la imagen dinámica que
es justam ente la condición necesaria requerida para mo­
ver la imagen inconsciente del cuerpo de un sitio a otro y
realizar diversas operaciones de escritura con ella. Preci­
samente todo lo que la niña, detenida y vuelta a detener
en el espejo, tratando de asegurar algo de su base de
aprovisionamiento allí, no consigue hacer.
El niño del lugar vacío, en cambio, lo que no consiguió
es integrar un elemento de virilidad a su imago de sí pa­
ra seguir creciendo, lo cual lo m antiene en una posición
bebé-que-eome-a-su-mamá que.no debería confundirse
sin más con una genuina pretensión “edípica”. A diferen­
cia de la niña, descolocada en su identificación a la espe­
cie, él se come lo humano, pasa demasiado de comer de
lo humano a comérselo. Es una conjunción violenta, se­
ñalada varias veces en el relato de la madre, incestuosa
si se quiere en el sentido lévi-straussiano de excesivi-
dad,3 pero que se mantiene siempre en un plano a la vez
metafórico y regresivo.4 M ientras que para la niña brasi­
leña los seres humanos son altoparlantes mudos y piza­
rrones agujereados de los cuales no se puede esperar (co­
mer) nada -y he aquí lo desolado de su ingesta solitaria-,
para él los seres humanos son demasiados comestibles,
al menos en su vertiente femenina.
Otro ángulo de la cuestión que cercamos, señalaría
otra convergencia de fondo entre tantos matices de dife­
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rencia: en ambos niños, algo de su subjetivación queda
enredado en el plano del signo en vez de advenir al pla­
no del significante propiamente dicho, esa leve inflexión.
Comerse el instrum ento de escritura testim onia de esto.
¿Qué es lo que surge ante cualquier chapurreo de dibujos
de un niño? Por muy poco que los atendamos o los enten­
damos no dejará la m irada de descubrir elementos inva­
riantes que pasan de un dibujo a otro, peculiaridades de
estilo que son como “la firm a” del que los hace aun mu-

3. P ara la concepción de lo incestuoso en el análisis estructural de


Lévi-Strauss, en una perspectiva antropológica y no patogénica, véase
G irard, René, La violencia y el sacrificio, Barcelona, A nagram a, 1996.
4. E ste doble carácter sólo podría sorprender a quien se haga una
versión y u n a visión idealizada, norm alizadora y norm ativizante de
los procesos metafóricos, visión m uy dirigida por cierta lectura de La-
can. Pero el estancam iento puede cam pear presidido por una firme
metaforización.
cho antes de que el niño se interese en la problemática de
la firma, aspectos todos independientes de la tem ática y
del significado de cada dibujo en particular (a estas sin­
gularidades irreductibles dedicó Marisa Rodulfo una aten­
ción particular, introduciendo así una perspectiva nueva
en el psicoanálisis sobre esta cuestión). Si esto es impor­
tante, no lo es porque se tra te de despreciar lo que siem­
pre fue el “contenido” sino porque m uestra lo tem prana­
mente que en estas producciones (tan pronto el niño se
interna en sus mamarrachos) es reconocible una autén­
tica dimensión intertextual que es precisamente la condi­
ción sine qua non para poder hablar de significante, así
como una auténtica dimensión de engendramiento gra­
cias a la cual un mismo trazo se abre a una multiplicidad
de significaciones potenciales.
Es para volver a insistir, entonces, sobre la profunda
metamorfosis negativa que sufre la tiza al ser comida,
devaluada de su potencia como instrum ento significante
para devenir signo de un objeto comestible y signo tam ­
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bién de un m alestar radicalm ente corporal. Ya no signifi­
ca la posibilidad de rayar o de escribir. Apoyada en los
rasgos de la niña en el espejo, procura la ilusión de poder
funcionar en ese sentido, pero ese amago se desvanece
apenas se deshace de la imagen. La dimensión propia­
mente significante no atina a rem ontar vuelo.
En lo que hace al otro niño, el interrogante principal
es qué ocurre allí donde él “se ataca” comiendo: comer de
esa m anera se acordará signo de un vacío generador de
un m alestar del que se intenta salir oralmente, pero ese
signo no deja (como lo señalara Tustin a propósito de las
prácticas autistas)6vías abiertas para esa vuelta de tu er­
ca de la actividad simbólica que hace el significante. Afo­
rísticam ente enunciado, allí donde eso en él come, la di­

5. Véase su posición categórica al respecto en Estados autistas en


los niños, Buenos Aires, Paidós, 1987.
mensión significante no puede advenir, por más que sí lo
haga en otras zonas y aspectos de su vida psíquica. Más
aún, allí donde él come no recurre ya a los rasgos del
otro, sean los implícitos en el trazo, sean los especulares,
para dem andar remedio a su “lugar vacío”, agarrándose
en cambio de las sensaciones ligadas al devorar. En este
punto que sólo se puede dibujar en negativo se choca con
una dificultad severa en la escritura de su propio cuerpo
que genera una (de)formación particular de autoacaricia-
miento (el comer sin fondo).
Volvamos ahora a la circularidad sin rumbo progre-
diente en que se ensambla con la función m aterna, sobre
la cual su progenitora se explaya. En ningún momento
parece la madre introducir alguna otra cosa, algún otro
elemento que desplace un enfrentamiento siempre el
mismo. El modelo desplegado por Rosine y Robert Lefort
nos ayudará a profundizar en la situación:6 en la situa­
ción abierta, no patógena, el niño emite un signo y la ma­
dre devuelve un significante que lo metamorfosea. En la
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situación cerrada que estamos examinando, la madre, a
la par, devuelve signo por signo, no solo sin cambiar el
juego sino sin introducir el juego que transm utaría el cir­
cuito', sin interposición de palabras, fantasías, pensa­
mientos, acciones lúdicas específicas que interrúm pan el
ping-pong por el sesgo de un rodeo salvador. A cambio de
eso, el chico se precipita sobre la comida de la madre
cuando term ina la suya y ella no lo detiene con el ofreci­
miento de otra cosa; signo de m alestar (hambre impulsi­
vo), signo de su taponamiento (comida y más comida) (el
mismo circuito para las interm inables peleas entre am­
bos, un signo de angustia y enojo por otro reduplicado).
En nuestro concepto, esta relación de signo a signo inter­
viene de modo principalísimo en la constitución de confi­
guraciones adictivas y/o psícosomáticas.

6. Lefort, Rosine (con la colaboración de Robert), E l nacim iento del


otro, Buenos Aires, Paidós, 1980.
Pero entonces hay que “retroceder” -que no es regre­
sar como regresión- al plano de la caricia, de su naci­
miento, pues es allí que debe darse la prim era y decisiva
transgresión del signo al significante: no es lo mismo to­
car al niño como un objeto que la supuestam ente igual
caricia hecha a un bebé pletórico de subjetividad según
quien lo está acariciando (la firme distinción no opositi-
va que Jessica Benjamin hace entre estas dos, la del ob­
jeto y la del otro, es la más operativa aquí).7
Sólo de algo plenamente escrito como caricia se pue­
den extraer y llevar al espejo m ateriales para la emer­
gencia de rasgos. Y así no sucesivamente.
Si lo queremos, el sistem a de transcripciones o traduc­
ciones que estoy proponiendo tiene un lejano anteceden­
te y puede ser leído como un dilatado comentario -desde
otro horizonte clínico- de la célebre C arta 52 de Freud. Y
después de haber tomado -D errida mediante, análisis
estructural tam bién m ediante- todas las precauciones
del caso para mantenernos lejos de la linealidad y su me­
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canicismo congénito, es bueno ahora no reprim ir cierto,
un poco de, nivel en que se m archa de un espacio a otro,
y si no hubo cierta producción de excedente de escritura
en el anterior, es imposible el pasaje, o sufre alteraciones
locales de considerable significación.

7. Queda por tra z a r el cuadro de las aproxim aciones y diferencias


con el par objeto/otro en Lacan, en quien la cuestión de la alteridad
propiam ente dicha, de la subjetividad como alteridad, no deja de
aparecer en su teorización sobre el significante. Pero en Lacan la
atención tiende a desplazarse hacia la m ayúscula del otro, dicho de
otra m anera, a su fascinación por u n a m áquina de lenguaje que fun­
ciona sola, sujetando al sujeto a sus efectos, con lo cual se practica en
cierta mainstream del texto u n a reducción de la alteridad a sujeto.
Pero aun en sem inarios ta n dominados por “lo simbólico” como el con­
sagrado a L a carta robada pueden leerse pasajes donde la articu­
lación entre significante y alteridad se enuncia de u n a m anera muy
fuerte. Véase por ejemplo en los Escritos, México, Siglo XXI, 1972, t.
II, pág. 20.
Ese programa para el desarrollo de vina metapsicolo-
gía como para su psicopatología sigue sonando atractivo.
El párrafo fue muy celebrado en las últim as décadas, pe­
ro después de tantas reverencias no mucho se hizo. Es
que el programa era incompatible con el logocentrismo
de Lacan y tam bién con el endeble marco “preverbal” que
campeó en otras corrientes psicoanalíticas. Abrigamos la
esperanza y el deseo de que nuestro pequeño modelo clí­
nico despegue un poco esa carta de su archivo histórico y
de su condenación a ser citada sin despliegue consecuti­
vo alguno. La neutralidad del programa con respecto a
cualquier énfasis unilateral en un tipo de escritura -d i­
bujo, lenguaje, la que fuere- es uno de sus rasgos más
abiertos e interesantes.
El otro es la extensión de la categoría de simbolización
y de procesos simbólicos, en una dirección retomada mu­
cho tiempo después por Nicolás Abraham y M aría Torok.8
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Desarrollar el programa potencialmente contenido en
esa C arta 52 implica transtornar drásticamente la idea
de la caricia como algo material, signo de un proceso que
también lo es. El curso de nuestro estudio clínico apunta
a demostrar, por lo menos en una de sus facetas, que el
acariciamiento temprano -y de ahí en m ás- no es la “ex­
presión” directa de una relación tam bién directa madre/
niño cualificada como del orden de la Naturaleza, “antes”
-o ra cronológicamente en un esquema evolutivo, ora ló­
gicamente en un esquema estructural- qué legalidades
culturales asociadas a lo paterno hagan intervenir el sig­
nificante como medio de lo específicamente humano, ver­
bal por supuesto. La caricia es ya y desde antes, y desde
el principio, una escritura para la que el signo en su tra-

8. Véase de ambos autores L ’écorce et le noyau, P arís, Plamma-


rion, 1986.
tam iento lacaniano no alcanza a dar cuenta (pues todo el
tiempo debemos tener presente que en ese ámbito teóri­
co el signo queda, si no del lado de lo natural, al menos
no del lado de lo plenamente simbólico, partición que
reintroduce la especificidad metafísica del hombre res­
pecto del resto de las especies animales. En esta concep­
ción, el estatuto del signo es resbaladizo porque así lo re­
quiere la promoción de lo que se llam ará significante).
Escritura con tanto derecho a ese nombre como la que el
discurso pedagógico ha sancionado como lectoescritura.

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Lo hasta aquí recorrido no deja de rem itir a una pre­
gunta que, formulada hace ya varios años, balbuceada en
nuestros primeros escritos,1no soltamos nunca el hilo de
sus hilos. Nuestro pequeño y h asta trivial modelo clínico
no es sino otro de sus desarrollos: sin entender, por ejem­
plo, hasta qué punto un niño vive en sus trazos, poco es
lo que podremos verdaderamente profundizar sobre la
naturaleza de éstos. Hemos ya tam bién jugado con m ati­
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ces de la pregunta, con modos de su dicción menos gené­
ricos, como al decir: ¿en qué espacio o lugar se encuentra
predominantemente un niño? (pensando ahora en uno
determinado por quien nos consultan). Desde un punto
de vista diagnóstico (pero psicoanalítica, no psiquiátrica­
mente hablando) es -y concibiéndolo como una instancia
de orientación de nuestra tarea y de ñj ación de sus prio­
ridades- difícil encontrar pregunta más fundam ental en
nuestra clínica.
Aun cuando en lo fenoménico la prim era pregunta pa­
rezca ser, cuando alguien viene a vernos o lo traen, ¿qué

1. Paradigm áticam ente, se la encuentra con todo su despliegue en


el capítulo segundo de E l niño y el significante, dando justam ente su
nombre a ese capítulo (“¿Dónde viven los niños?”)- Pero se la encuentra
ya operando en nuestro prim er texto en común con M arisa Rodulfo, ya
mencionado, y vuelve transform ada en diversas variaciones, como por
ejemplo cuando esta auto ra escribe E l niño del dibujo; su estudio se
apoya en que los chicos viven en esos dibujos, no se lim itan a hacerlos.
le pasa? -y no hay por qué despreciarla burlándose de su
sencillez: es nada más y nada menos que la pregunta por
el sufrimiento hum ano-, la experiencia clínica nos ense­
ña a desplazarla injertándole la otra, lo cual genera un
efecto de coinplejización perceptible: ¿dónde le pasa lo
que le pasa?, pregunta a la que nuestro modelo intenta
ayudar a desplegarse y a precisar. Adelantémonos a su­
brayar que esta pregunta queda bloqueada cuando se le
pone por delante una nominación psicopatológica forma­
lista y apresurada en la que nada o muy poco subsiste de
ella. En cambio es posible trabajarla remitiendo a ella la
aparición de síntomas, inhibiciones, transtornos, forma­
ciones del vacío y del agujero, que no se localizan en un
topos uniforme e indistinto.
Para proseguir por este camino es necesario ahora
despejar un malentendido tan previsible como pertinaz:
cada uno de los lugares que hemos designado, respecti­
vamente, cuerpo materno, espejo, hoja o pizarrón, es un
lugar de manifestación y producción de fenómenos sim­
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bólicos, vale decir que los tres son espacialidades de acti­
vidad simbólica, y en ese sentido se presentan en paridad
de condiciones, no tratándose, -como fácilmente podría
creerse de acuerdo a una larga tradición de la metafísica
occidental- de que el espacio originariamente vinculado
al trazo es el propio de lo simbólico, negando esa perte­
nencia a los otros dos. Una concepción semejante cuyo
fundamento se reduce al de un puñado de prejuicios, así
sean venerables, induce a grandes errores en la aprecia­
ción clínica y pierde la riqueza de los intercambios entre
estos tres espacios, plena de articulaciones, pasajes,
transmutaciones, retroacciones, en el seno de una dispo­
sición siempre conflictual (la armonía preestablecida es
un régimen ajeno al inconsciente y a los procesos de sub-
jetivación de él derivados, a él ligados).
Una puntualización de Freud acerca del superyó es
pertinente de ser evocada, allí donde se distinguen gra­
dos muy diversos en su interiorización, pudiendo ser el
caso -y en porcentajes nada escasos- que funcione esen­
cialmente de un modo “externo”: es el superyó si me mi­
ran, en tanto me estén mirando, no avanzándose más en
su introyección. La percepción de esta particularidad
-nos gustaría no hablar inm ediatam ente de “déficit”-
suele dar lugar a una multiplicación de instancias exte-1
riores para cubrir lo que el sujeto continúa sin aportar
por sí solo. Por otra parte, Freud no se refiere expresa­
mente a un fenómeno patológico, no hace de esto un “cua­
dro” entre otros, antes bien lo m antiene en el plano de la
“psicopatología de la vida cotidiana” hablando como de
un fenómeno común y corriente (de últim as, es más
probable que Freud refiriese el punto a su creciente con­
vicción ética de que el ser humano en general es “despre­
ciable” y no a una clasificación psiquiátrica), numérica­
mente encontrable con mayor frecuencia que el de quienes
han reemplazado una fuente de sanción externa por otra
interiorizada que no requiera de presencias efectivas (el
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comportamiento de nuestros ciudadanos porteños frente
a las señales de tránsito es un ejemplo contundente a fa­
vor de la observación de Freud. Y no se tra ta de niños.
Nada, pues, de un hecho explicable por lo “evolutivo”).
Esto no significa que para Freud en estos casos sim­
plemente “no exista” el desarrollo simbólico del superyó;
especifica las condiciones -y lugares- en que existe. En
realidad, el estatuto en que un determinado agente ex­
terno determinado o indeterminado (“me ven”) funciona
en calidad de superyó es toda una adquisición simbólica
en el niño y en absoluto un fenómeno “natural”, no se
puede dar sin una metamorfosis compleja del “objeto na­
tu ral”. Llegados a este punto tenemos dos posibilidades:
la clásica propone una escala de desarrollo que es tam ­
bién una escala valorativa, donde este superyó será -in e ­
vitablem ente- un “estadio primitivo”; la segunda fue
abierta por Lévi-Strauss al disponer las diversas cultu­
ras hum anas no en línea sino’en un abanico divergente,
lo que da lugar a desarrollos cualitativam ente diferen­
ciados. Claro que considerar así las cosas requiere el
sacrificio del pensamiento binario que campea en el psi­
coanálisis y que repetidam ente nos estrella contra diag­
nósticos del tipo “hay/no hay”. (Así pudo hablarse cómo­
damente en el pasado de seres “sin” superyó.)
Volviendo ahora a la pregunta que recordamos y cuya
importancia seguimos sosteniendo, es ella la que otorga
algún sentido a nuestro pequeño dispositivo de lugares.
A sus variaciones ya ensayadas, tendremos que añadir
una tercera: ¿por qué medios, mediante qué operaciones
y de qué funciones ayudado vive ese niño donde vive?
¿Cómo se m antiene allí? ¿Y qué particularidades de ese
cómo le obstruyen vivir además tam bién en otro lado?
Así considerándolo, caricia, rasgo y trazo los identificare­
mos como los medios por excelencia para im plantarse en
aquellos espacios.
Esto da todo su valor a una proposición aforística, her­
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mética, de Dolto a la que siempre volvemos porque siem­
pre nos pareció notable: cuando un niño dibuja, “se dibu­
ja ”. Un extenso seminario podría desarrollarse con sólo
comentar esta proposición, este motivo, así como en el
Allegro con brio de la 5- Sinfonía de Beethoven todo con­
siste en el ceñido despliegue del silencio y las cuatro no­
tas iniciales. De hecho, el niño dibujará una multiplicidad
de “cosas”, empezando por sus mamarrachos inaugurales
sin jam ás dejar de “retratarse” él en esa multiplicidad.
Una preconcepción demasiado arraigada podría hacer­
nos equivocar interpretando esto como “encierro” o “clau­
sura” narcisista, cuando en verdad se tra ta de la apertu­
ra -n arcisista-, de la puesta en escena del cuerpo
subjetivado, subjetivamente cargado, como apertura al
“mundo”. (El prejuicio de una antinomia entre “narcisis­
mo” y “mundo” deriva de una típica manifestación de la
lógica binaria que los contrapone como lo cerrado a lo
abierto. Jessica Benjamin recientemente ha sacado a luz
los presupuestos metafísicos de esta oposición, sobre la
que se apoyan toda suerte de concepciones deficitarias,
psicopatologizantes y moralistas del narcisismo.)2,
Pero tampoco bastaría con decir -am én de que haría
escasa justicia a la penetrante observación de la clínica
Dolto- que todos esos diversos objetos que el niño dibuja
“simbolizan” o “significan” su cuerpo, en una estereotipa­
da estratificación contenido manifiesto-contenido laten­
te. Parece más riguroso con los hechos señalar que el ni­
ño va montando (en sentido cinematográfico) su cuerpo
en tanto conjunto de trazos a partir de todas las cosas
que dibuja, tam bién niños.
N uestra propia paráfrasis, e hipérbole, de la sentencia
de Dolto nos ha hecho concluir que al acariciar, al jugar
a hacer espejos con los más diversos m ateriales, este ni­
ño también se escribe o se dibuja, no sólo en lo que al tra ­
zo atañe. “Entre el cielo y la tierra” hay muchas más co­
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sas que son del orden de la escritura que las que han
soñado (si cabe el término a disciplinas con antecedentes
tan crasamente positivistas) la psicología y el psicoanáli­
sis con sus concepciones habitualm ente tan limitativas
de “lo simbólico”.3
No habría cómo subrayar lo suficiente, además, el he­
cho de que estas escenas de escritura se repiten, se
transform an a lo largo de toda la vida, en diferentes
tiempos de, estructuración subjetiva, ante la emergencia
de diferentes problemáticas y de diferentes crisis. La vi­

2. Véase el segundo libro de la autora ya citado, en particular los ca­


pítulos 2 y 3. Las impasses teóricas y clínicas de enfrentar narcisismo
a objetabilidad son m agistralm ente analizadas por Benjamin.
3. E n este sentido hay que rescatar el intento de Pichón Riviére por
desm entalizar la subjetividad con su modelo de las áreas, que ap u n ta ­
ba al mismo tiempo a desreificar el inconsciente. Cierta ingenuidad del
esquema, producto del injerto conductista que practica, no quita nada
de valor a su valor de p lan tear una postura así de radical.
rulenta recrudescencia de los debates con todo tipo de es­
pejos en la adolescencia es una m uestra a la cual se re­
curre muy fácilmente por lo “ejemplar” pero en absoluto
aislada de esta recurrencia. El erotismo en su plenitud
“genital” redibuja con un acariciar inédito -esto es, des­
bordando el cliché freudiano de la sexuación- los cuerpos
amantes. Curiosamente en este punto, silencio del psi­
coanálisis (el silencio que Lacan achacaba sólo a las pa­
cientes y a las analistas). Pero el acontecimiento del or­
gasmo y todo lo que haga de lo genital algo distinto a una
referencia ideológica normalizadora debe reconceptuali-
zarse en términos de nueva escritura de lo corporal si ha
de tener algún sentido suplementario.
Entre la pubertad y la adolescencia esa mutación in­
troducida por la genitalidad busca curso en rodeos de
estridencia paradigm ática para pensar el cuerpo en es­
crituras: el filo del trazo acuña los tatuajes, la m asturba­
ción intensificada hace de acariciamiento que vuelve a
plantear los del bebé, el diálogo con los rasgos de un ex­
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traño que se busca y se reduce en el espejo y en el espe­
jo de los pares se multiplica. Compárese -p a ra medir la
incidencia de una no realización del paso de la genitali­
dad por el conjunto de las zonas erógenas con los medios
de escritura que genera-4 con la situación de un pacien­
te autista cuya pubertad en lo físico ya ha advenido. Al
no control de esfínteres que desde siempre traía, añade
ahora el embadurnamiento con su caca como maquillaje
bizarro que lo m uestra fijado a la caricia de la mano des­
nuda, hecho tanto o más im portante que la analidad no­
toria de su singular escena de escritura. La pintura de
guerra de adolescentes menos perturbados, en su colo­
rinche tan estruendoso para las m iradas convencionales,
injerta el trazo en la mano en un plano muy diferente.

4. Bien caracterizado por Gutton. Véase Lo puberal, Buenos Aires,


Paidós, 1993.
El comportamiento de un niño autista más pequeño
puede servir para cerrar provisionalmente este desplie­
gue comparativo-estructural, uno de cuyos ejes es el
acontecimiento del trazo y sus diversas impasses, m asi­
vas o localizadas. Teniendo 4 años, en situaciones donde
es universal el llamado a la mamá de vientre o de fun­
ción, él se muerde la mano hasta dejarse una marca du­
radera como su silencio: se agarra de un autoacaricia-
miento desfigurado y que suprime totalmente la apelación
al otro allí donde la mujer en el camino de la sierra todo
lo que puede es buscar la imagen del semejante desorga­
nizándose su cuerpo en un acceso angustioso sin un en­
clave pictogramático que lo compagine a través de una
sensación.

P ara avanzar en lo del trazo introducimos otro peque­


ño dispositivo que, en su tosquedad, no deja de llevar sti
marca:
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Plano del signo----------------- caricia, rasgo
i Plano del significante — ►- trazo

planos concebidos ambos como formas de lo simbólico a


distinguir (pero no haciendo de uno algo “más” simbólico
que el otro; menos aún arrogándose una coextensividad
monopólica con “lo” simbólico). El punteado y la doble fle­
cha acentúan que la delimitación separa sin oponer cuer­
po materno y espejo del espacio que se encarna en la ho­
ja de papel, pictograma y rasgo especular de significante,
lo cual excluye doblemente una línea o “barra” ininte­
rrum pida demasiado familiar al psicoanálisis, aunque
Freud mismo se encargara expresamente de desvanecer­
la.5Esto para pensar mejor los envíos, las complicidades,
los pasajes, las retroacciones, los anudamientos indecidi-
bles entre ambos niveles. Al mismo tiempo esta diferen­
ciación se propone refrenar la tendencia, entre nosotros
desmesurada, de o bien desconocer la dimensión signifi­
cante o darle una extensión tan abusiva que pierde toda
propiedad conceptual, llevándose por delante simboliza­
ciones que corresponden a lo pictogramático o a los jue­
gos de desdoblamiento especular.
Es una característica de la mayoría de los materiales
discutidos el exhibir algo roto en cuanto al trazo o algo de
trazo roto, dando lugar a una violenta emergencia de lo
roto en la boca y, mejor aún, en el seno objeto al que de­
bería jalonar un circuito aquí interrumpido o bacheado;
también en el pictograma de fusión boca seno. De este
modo, obligándonos a ir y venir constantemente, estos
m ateriales se abren a dos puntas, ya que las roturas de
trazo nos llevan como de rebote a roturas de boca, en la
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entraña de los acariciamientos primordiales. También se
visibilizan mejor las tentativas de curación: la niña de la
tiza compensa su fracaso con su incremento de lo picto-
gramático como el niño de la parrilla cierto vacío de tra ­
zo localizado con agresiones en espejo y accesos caniba-
lísticos, más “personalizados” en su alusión a una m utua
devoración de la madre por el hijo y del hijo por la madre
que la oralidad de la niña, cuya selectividad se lim ita a
la destrucción del instrum ento mismo de hacer trazo. La
mujer, por su parte, pone de relieve la porosidad del pun­
teado, en algunos casos demasiada: su capacidad de tra ­
zo se pierde apenas no la sustenta estrecham ente la tra ­
m a de rasgos en su cotidianidad narcisista. P ara ella, si

5. Véase por ejemplo en E l yo y el ello, donde nunca falta, cuando se


plantea la cuestión de las relaciones entre las tres “provincias” psíqui­
cas, el comentario sobre la ausencia de fronteras “claras y distintas” en
ausencia de patología.
desaparece el rostro, desaparece el trazo. (Para la niña,
si aparece el espacio propio del trazo, desaparece el ros­
tro, que entonces intenta recomponer en su lugar de
emergencia.)
Por otra parte nuestro modelo, con todos sus agrega­
dos, deliberadamente introduce un caso muy extremo en
la textura de la psicopatología de la vida cotidiana, don­
de alguien entra en pánico porque no ve a sus hijas, o co­
me por demás, siendo la idea precisamente despsiquia-
trizar el psicoanálisis tejiendo modelos que lo alejen de
las diversas dicotomías al uso.
En esta búsqueda de matices, parece válido por el mo­
mento sostener que si fracasa o falla algo que concierne
al plano significante, hay que esperar una reactivación
compensatoria en el campo del signo. Si todo fracasara,
el sujeto quedaría expuesto a la vivencia de aniquilación
más radical, que dadas ciertas condiciones no es sólo un
estado “psíquico” ni un “afecto”: el colapso prolongado y
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sin restituciones tiene que llevar a la muerte; cuando un
duelo es imposible, el estallido de esa imposibilidad de­
sata una experiencia anonadante que culmina, por ejem­
plo, en un cáncer, en un infarto, o en un proceso infeccioso
incontenible. Y puede enseguida notarse que no habla­
mos de nada insólito.
Por el contrario, la entrada en trazo de la subjetividad
propicia un trabajo de introyección en el espacio de la ho­
ja de lo ya adquirido en los otros dos; y es interesante re­
descubrir allí aquella ley de recapitulación tan usada por
el psicoanálisis en otros contextos: entonces vemos un ni­
ño ya muy adelantado en el espacio del cuerpo materno
sumergirse en mamarrachos “primitivos” con el lápiz,
mamarrachos que en el espejo y en su lazo con la madre
ya dejó atrás. Coexisten así en el mismo sujeto distintos
niveles, y esto durante toda la vida. (Una mujer puede
destrazarse durante su embarazo m ientras ingresa en
una nueva dimensión pictogramática, sobre todo en lo
que hace a la categoría de lo entubable en su corporei­
dad.) La “regresión” para ocupar un nuevo espacio como
el del trazo prepara su retroacción que tan hondamente
modificará en lo sucesivo la experiencia misma de acari­
ciar y espejarse. Toda descripción es esquemática por
fuerza teniendo en cuenta que estos procesos ocurren a
cada paso y en complejas simultaneidades superpuestas,
disfrazadas de sucesiones.
Otro desprendimiento de la escritura elegida para
nuestro modelo clínico es, acentuando como acentuamos
el trazo y el trazar, un reposicionamiento distinto del tér­
mino significante, subsidiario ahora de complejos y lar­
gos procesos de escritura que incluyen lo verbal, sin colo­
carlo en el centro de una subjetividad que pretendemos
descentrada. No es sólo una propiedad genética: sin “ar­
chiescritura” (Derrida) del cuerpo no hay que esperar la
emergencia de la palabra hablada. Con archiescritura se
designa la pura posibilidad de trazar, “antes” que ese tra ­
zo figure algo o traduzca el sonido de una l o una o. En el
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terreno de la clínica psicoanalítica tenemos abundantes
m ateriales y motivos para asociar esta archiescritura a
la variada tram a de los juegos de abrazo y de acaricia-
miento que escanden la relación madre niño. Y más allá,
más aún,, pensamos que una concepción psicoanalítica de
escritura (es algo que el psicoanálisis brinda a la psico-
pedagogía, camino que ésta ha seguido en sus represen­
tantes no convencionales)6tiene su punto más singular y
específico en esta estrecha articulación que hace de la ca­
ricia una protoescritura fundamental. Este rodeo de la
escritura por la caricia excluye hacer de aquélla un me­
ro apéndice logocéntrico. No excluye, en cambio, el teñi­

6. B aste citar en nuestro medio la obra de Alicia Fernández que ha


fertilizado, sobre todo, ta n ta s iniciativas en Brasil. Consúltese, por
ejemplo, La sexualidad atrapada de la señorita maestra, Buenos Aires,
Nueva Visión, 1992.
do de la caricia por la palabra ni la palabra como caricia
en un juego recíproco interminable. Reposa aquí la p ara­
doja a partir de la cual hemos preguntado por la escritu­
ra a quien no sabía escribir.
Es lo que ya había hecho Lévi-Strauss cuando su tr a ­
bajo en Brasil (se recuerda su relato en Lo crudo y lo co­
cido),'1 dejándose sorprender por la sorpresa del jefe de
una banda nómade ágrafa, para los criterios occidenta­
les, ante el lápiz y el papel del antropólogo. Con todos los
temores y precauciones con que se aproxima, el jefe de­
m uestra una captación fulgurante de lo que está en jue­
go. Tres cosas lo demuestran: no permite que ningún otro
miembro de su grupo se acerque a esos instrum entos,
usa de los trazos que ha garabateado para disolver una
rebelión contra su persona haciéndolos valer como un ac­
to de poder mágico; en fin, lo que ha ensayado hacer so­
bre el papel -reproducido en el libro por Lévi-Strauss-*- se
asemeja enteram ente a esos trazados continuos de gara­
bato que hacen los chicos cuando juegan a escribir, sea
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que aún no hayan accedido a la lectoescritura, sea que
este acceso es precario y dificultoso por una limitación
del tipo del retraso, lo cual los propulsa a retroceder al
trazo pre-fonemático. En los tres casos, los tres han per­
cibido bien algo: que se tra ta , para escribir, de ocupar
una superficie trazando, que este trazar debe guardar
cierto ritmo.8Aun sin un contenido melódico determina-
ble, ritmo es lo que no le falta al garabato infantil, ritmo
cuya existencia en la hoja se vuelve a confirmar cuando,
por nuestro trabajo o nuestra relación con un niño, lo ve­

7. Ibm o I de sus Mitológicas, México, FCE, 1972.


8. U n estudio b astan te porm enorizado sobre el ritm o, en Abra-
ham , Nicolás y Torok, M aría, (L ’écorce et le noyau, P arís, Plam m arion,
1986) capítulo (firmado sólo por A braham ) “Le temps,. le rythm e et
l’inconscient”, en la prim era p a rte del libro. M ás recientem ente, de
G reim as y Jacques Fonteuille, Sem iótica de las pasiones, México, Si­
glo XXI, 1995.
mos nacer, ritmo que define el modo de ocupación de ese
nuevo lugar para las escrituras subjetivantes. Y todavía
hablar de modo de ocupación es insuficiente o superficial
psicoanalíticamente hablando, ya que no se tra ta de un
espacio asegurado preexistente: siguiendo el hilo de las
paradojas de Winnicott sabemos más adecuado pensar
en términos de una invención o fabricación de ese espa­
cio a la vez ya-ahí. En esa caverna de la que Lacan se ad­
mira, lo primero que hacen los trazos antes de toda “re­
presentación” es la metamorfosis que la convierte en un
mural, una superficie de inscripción que luego dem ostra­
rá sus constricciones y sobre todo el hecho de sus bordes,
su efecto de marco, tanto más actuante cuanto más invi­
sible. (A veces algún niño, en la misma superficie de la
hoja, dibuja primero que nada el contorno de su enmar-
camiento que ingenuamente se creería una reduplicación
ociosa del que “ya estaba” por el hecho del cuadrilátero
de la hoja. Pero siempre este enmarcamiento es trazado
sin sabérselo, apenas el niño empieza sus ejercicios de
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rayar no a tontas y locas sino un espacio que se determ i­
nará como resistente a un atravesam iento sin más por
ese,mismo trazar.)
Esta precedencia del trazo se puede seguir en su cur­
so en dos direcciones, una literal, otra figurada. Una pe­
queña cuyo retraso condicionaba mucho su ingreso a lo
que a su edad se esperaba ya de lectoescritura testim o­
nia de la primera, inflexión. Ella había entrevisto las car­
petas, a veces muy abultadas, de otros pacientes, y de­
seaba . equipararse: entonces optó por una solución
rápida, conforme al “principio del placer”, amontonando
pilas de hojas vacías o apenas m arcadas en su propia
carpeta. Pero con vacío y todo -y sobre todo inscribiéndo­
lo en su misma maniobra para superarlo—no hay duda
de que se apoderaba de ese espacio que no le estaba tan
al alcance al nivel en que más podía. Y no se comía la ti­
za, lo que ya indicaría un agujereamiento y no sólo un
vacío. (Me viene tam bién a la memoria en este punto el
hall de entrada de la Facultad de Psicología, tan invadi­
do por carteles y afiches que literalm ente hay que aga­
charse para pasar o abrirse camino como en una, selva.,
por eso mismo depreciado el carácter simbólico con que
esos elementos se postulan a la mirada. No nos extrañe
que tam aña ocupación demasiado literal de un espacio
desencadene por parte de quienes ingresan un reflejo de­
fensivo por el cual no se lee nada, se atraviesa ese des­
pliegue como entre cosas opacas al signo.)

Este trazo definido en una relación de precedencia, es


-nuevo punto crucial- una transformación de la mano (y
no sólo su extensión metonímica), un nuevo modo de ser
de la mano que excede la posesión pictogramática (véase
la mano como objeto succionado por el bebé). La mano se
hace trazo; para el psicoanalista es postulable una “repre­
sentación cosa” de mano en el fondo de cada trazo. El trazo
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sale del cuerpo no sólo “metafóricamente”, sale en el sen­
tido más crudamente literal que lo queramos plantear.
Si esto es así, es la mano dañada, m utilada en esta re­
conversión al trazo, lo que nos va a detener al cabo en la
niña de la tiza: el mal que la aqueja se ciñe a su mano y
no a un exterior “funcional” de ésta ligado a la habilidad
para trazar. Y la parte m utilada de esta mano, como ti­
za, desaparece en el interior de una boca a la vez reduci­
da a su plano más arcaico -filogenéticamente hablando-,
ya que no es la boca de la demanda, del grito que inau­
gura al otro.
Pero hemos llegado a pensar, siguiendo a Fiera Aulag-
nier, la boca como un pecho alucinado a propósito del ca­
rácter no opositiuo del pictograma de fusión9y de cómo a

9. Desarrollé esta idea en el seminario “La espontaneidad la repeti­


ción”, dictado en el prim er cuatrimestre- de 1988 en la Facultad de Psi-
partir de éste -y su pareja, el de rechazo- se alcanza una
comprensión totalm ente nueva y clínicamente utilizable
de la vieja noción de sensación. Digamos que la sensación
a la que Freud cerca imaginando la alucinación del pe­
cho, la sensación pecho alucinado -que no habría que re­
presentarse enseguida en términos “m entales”- hace, es
inherente a una boca tem prana que se desenvuelve como
es de esperar en el sentido de una subjetivación emergen­
te10 in crescendo.
La boca es entonces un pecho alucinado como el rostro
-e n el plano del espejo-, el resto de un haz de miradas
que han dejado su sedimento de incorporación activa (es­
to es, a través de un metabolismo singular y no de “im­
presiones” recibidas). En esta misma secuencia es que
“definimos” el trazo como la mutación de una mano, su
alteración como m áquina significante en una acentua­
ción distinta a la de Lacan. ¿Cuáles son, se plantea aho­
ra, los equivalentes corporales y especulares inconscien­
tem ente puestos en juego cada vez que hay trazo? Por
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ejemplo, una niña dibuja arco iris, puentes, túneles; ¿a
qué corresponden en los otros dos espacios que hemos de­
limitado? Supongamos que empezamos a leerlas como
modos de aparición del andar (como en una cierta niña
asaz inhibida, que siempre parecía anticipar abismos),
de la escritura de sus piernas y de la posibilidad de ale­
jarse sin angustia. Si la realización de esos dibujos y el
trabajo con ellos en sesión tiene valor terapéutico, algo
de ellos ha de pasar a sus piernas como entidades picto-
gramáticas, generando un cambio al nivel mismo de la
motricidad más concreta.

cologia de la UBA, Buenos Aires, Centro de E studiantes de Psicología


y Ed. Tekné, 1988.
10. P ara la im portancia de este térm ino véase Daniel Stern, E l
m undo interpersonal del infante, Buenos Aires, Paidós, 1991.
No todas las aventuras del trazo conciernen al dibujo,
más fácil de retener. La mesa o el suelo del juego, con los
mismos bordes generalmente invisibles pero delineados
firmemente, es un espacio para el trazo igualmente váli­
do. Las experiencias con el carretel que se arroja y (a ve­
ces) se reacerca, valga el caso, ocurren allí, lo mismo que
tantas pistas de carrera o escenarios de guerra que un
paciente monta en el espacio convencionalmente llam a­
do “consultorio”.
Por otra parte en cada uno de estos tres lugares debe­
mos atender al registro de un doble movimiento de fu­
sión y de diferenciación. Nos hemos supuesto decir: el
trazo es la mano, donde la cópula funde los términos.
Tustin al respecto señalaba lo engañoso de leer como di­
bujo (en su acepción corriente) producciones de niños au­
tistas donde para ellos es su cuerpo lo que está allí dibu­
jado, y eso sin matiz “metafórico” alguno. Con semejante
convicción, lo sabemos, alguien puede morir sí se destruye
el muñeco o la imagen que, creíamos, sólo lo representa­
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ba. En este caso no se ha desplegado el segundo momen­
to, no necesariamente oposicional, en que un niño m an­
tiene con su dibujo una relación de suplemento, una
m utua restancia transicional entre uno y otro.
Con el tiempo, mano y trazo pueden llegar a separarse
mucho más, se producen fenómenos de corte o de “castra­
ción simbólica” entre ambos como ya había ocurrido, por
ejemplo, en el plano del pictograma a lo largo del proce­
so conocido como destete, caída del seno objeto a de esa
boca que era y no puede dejar del todo de ser. Y otro ta n ­
to signa los avatares de la especularidad: la mirada, tác­
til al principio -según convergencias de Lacan, Lefort,
Sami-Ali, Winnicott y otros-, la m irada que se va con el
objeto, llega también a articularse en una distancia que
sin embargo no “supera” -dialéctica opositiva m ediante-
sin resto el ritmo de fase fusional anterior.
Dicho de otra manera: cada uno de los espacios en ju e­
go sólo pueden ocuparse por una operación fusionál, por
un acto en que la fusión consiste (tendremos que volver
más adelante a la explicación de este término). No hay
otra m anera y eso debería bastar para alejar de “fusión”
todas las connotaciones patológicas en que de inmediato
y sin reserva se la envuelve en lo que podríamos llam ar
el nivel standard de la práctica psicoterapéutica y su pe­
culiar uso de la conceptualización (que no es exactamen­
te el de los libros donde esos conceptos se dan a leer).
Enseguida, a esto hay que agregar que el corte nunca
corta del todo, que si se insiste en denotar con “castra­
ción” algo que no constituye una amputación o m utila­
ción, conviene tener presente que aquélla ha de ser pen­
sada (la que Dolto quería “simbolígena” y no “patógena.”)
como corte no del todo, que es tam bién como decir un cor­
te no comprometido en el esquematismo de los pares opo-
sitivos. Si por ejemplo se escribe boca/pecho, queriendo
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definir un corte del todo en el pictograma de fusión boca
pecho se malentiende peligrosamente el tipo de texturas
y procesos sobre los cuales trabajamos. Si el que escribe
seccipnase íntegram ente el paso de ligadura que conjun­
ta trazo y mano, cesaría el flujo de escritura. El corte, pa­
ra realizarse como operación simbólica y subjetivante,
tiene que fracasar en cortar (del) todo. Y consecuente­
mente un corte absoluto con la fusión originaria al cuer­
po materno discapacitaría al sujeto para cualquier expe­
riencia erótica digna de ese nombre. El orgasmo, como
algo suplementario de la m era eyaculación (en el caso del
hombre), no se conviene con ninguna perfecta “discrimi­
nación” yo/no yo.
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Una niña de 6 años dibuja un paisaje, uno de esos pai­
sajes más o menos típicos en alguien de su edad, donde
no faltan la casa, el árbol, etcétera, pero además la luna.
El caso es que esta luna, en una transición que ocupa va­
rios trabajos de ese período, se va convirtiendo, en sus
posiciones de menguante y de creciente, en la letra C,
que es la inicial del nombre de la niña.
Es interesante cómo en un espacio muy de la mirada,
y por eso mismo propio de lo especular, ella introduce un
elemento de mayor abstracción á través de lo que mere­
cidamente designaríamos una condensación, pues la lu ­
na como tal no desaparece, que integra de m anera muy
particular el rasgo y el trazo, y el trazo de su nombre na­
da menos. E sta últim a es una referencia fundamental,
para nada alejada de la caracterización de corte no del
todo que hicimos para la castración no patógena. En efec­
to, que sea su inicial implica que esa letra tan abstracta
no sólo funciona como significante: en el plano puramen­
te sonoro forma parte de los pictogramas más “primiti­
vos” puestos en juego en la constitución del cuerpo de la
niña; lo más concreto en lo más abstracto.1
Ahora bien, hasta aquí no sabemos nada en cuanto a
si hay intencionalidad consciente en los dibujos de la ni­
ña. Podría muy bien ser que no, que ese deslizamiento de
la luna a la C tuviese un valor como de acto fallido. Eso
no menos indicaría un éxito en los procesos de escritura­
ción subjetiva de ella, puesto que es parte indesanudable
del buen funcionamiento del “aparato” que la represión
falle, si el corte ha de ser no del todo. La capacidad de fa­
llar es entonces un elemento positivo, no deficitario. De
ella resultan singulares procesos de escritura, al contra­
rio del silencio de la inhibición, donde falta ese tercer
tiempo que es el retorno de lo reprimido. (Un criterio que
de esto se deriva es considerar de mayor severidad o gra­
vedad una situación con franco predominio de inhibicio­
nes respecto de otra donde prevalezca la formación de
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síntomas.)
P ara precisar entonces que una cosa es un fracaso fla­
grante en la ocupación de un espacio determinado, otra
cosa un transtorno que produce fallos en esa ocupación
(el caso de la paciente “perdida” en la sierra), y una ter­
cera cosa muy distinta un conflicto dando lugar a fenó­
menos singulares de escritura como el acto fallido: el ac­

1. E s D aniel S tern quien m ás h a hecho por rom per la ecuación que


liga todo lo sensorial a lo “concreto” (El mundo interpersonal del in­
fante, Buenos Aires, Paidós, 1991). De u n a m an era definitiva, diría
yo, con su concepto de percepción amodal (véase capítulo 3, en p a rti­
cular). L a problem ática de la inscripción fonem ática del nom bre h a si­
do muy estudiada por Serge Leclaire a p a rtir de 1960. Véase en espe­
cial su ya clásico texto en colaboración con Laplanche en el coloquio
de Bonneval, en la compilación de H enri E y (México, Siglo XXI, 1970),
así como su Psicoanalizar (de la m ism a editorial, 1972). Tam bién M a­
risa Rodulfo {El niño del dibujo, Buenos Aires, Paidós, 1992) se ha
ocupado de la m ism a cuestión.
to fallido no falla en escribir que hay un conflicto, aunque
más no sea el topológico que supone el paso de un espa­
cio a otro, del trazar un rasgo a rasgar el trazo, etcétera.
El conflicto no es un fallo, sí su falta; es desde el punto
de vista psicoanalítico el modo subjetivo y subjetivante
por excelencia de ocupar un espacio, la marca de fábrica
de que hay actividad subjetiva y no sólo actividad sujeta­
da. Por eso mismo, debemos revisar la tendencia siempre
latente a psicopatologizarlo y a estrechar demasiado la
distancia entre metapsicología -en la cual la dimensión
del conflicto es nodal- y psicopatología. Esto lleva a pre­
servar o reinstituir la diferencia entre conflicto y sínto­
ma, a menudo apresuradam ente sinonimizados. Pero si
se tra ta de “formaciones del inconsciente”, creemos que
no debería dejar de considerarse la im portante línea di­
visoria entre fenómenos fugaces, creaciones de una sola
vez, como el sueño o el lapsus, y la propensión a la fijeza
y a la cronicidad que vuelve tan temible al síntoma. (Las
corrientes lacanianas en particular -desde que el estruc-
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turalism o a ultranza no tiene lugar para el concepto de
conflicto- se han caracterizado por reim plantar el de sín­
toma en ese sitio y así mezclar insensiblemente ambos
conceptos, que en Freud son bien distintos.) Por otra par­
te, la clínica constata una disim etría veriñcable: todo
síntoma desemboca, una vez analizado, en un conflicto,
pero de ningún modo la afirmación recíproca es sostenible.
Esta superposición ha traído otra consecuencia de du­
doso valor: cierta idealización del síntoma, cierta exalta­
ción de su valor de denuncia, genuino por cierto, siempre
y cuando tengamos muy en cuenta que no se tra ta de una
denuncia creativa; cierto olvido de la experiencia clínica,
en fin, donde el síntoma no parece ser ninguna m aravi­
lla: duele y limita, ambas cosas, a menudo de m anera fe­
roz. Procediendo con tal formalismo metafórico puede ol­
vidarse también lo más obvio, que el psicoanálisis es
puesto en movimiento por alguien que desea liberarse de
su síntoma, sacárselo de encima. Siempre se asoció a es­
to cierto entusiasmo por afirmaciones vagas, del tipo de
“todos somos neuróticos”, que han acabado por embotar
la fuerza que, en la calle incluso, tuvo el término.2 Como
dicen los chicos, además están las neurosis, y los sínto­
mas, “en serio”.
El grupo formado en torno de la noción de formaciones
del inconsciente como eje necesita a nuestro juicio la in ­
tersección de otro eje de partición, el que podemos llam ar
de los destinos no sintomáticos del conflicto. Metapsico-
lógicamente, ésta es la posición clave de la sublimación
en el discurso clásico del psicoanálisis. Pero si queremos
evitar ahora las discusiones a las que ese término nos lle­
varía, podemos apelar a exponentes francamente clíni­
cos: el jugar, en prim er término, esa práctica que tantas
veces impide fragüe un conflicto en. síntoma; el humor,
cuya denotación de una actitud subjetiva tiene alcances
más vastos que el fenómeno del chiste stricto sensu; el
sueño, por supuesto, y esas patologías sin psicopatología
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ni psiquiatría de base que son las de la vida cotidiana.:i
En todos estos casos el fracaso de la represión es más que
el retorno sintomático de lo reprimido, y en los dos pri­
meros se tra ta de un fracaso permanente de aquélla. Y el
punto a destacar no es la división del sujeto según Lacan,
sino el carácter permeable, poroso, oscilante, de esa divi­
sión, cuestión que no queda incluida en el formalismo
con que se establece en aquel autor aquella Spaltung.
En contraste, hablamos de inhibición cuando hay au­
sencia de ese tercer tiempo de la represión o cuando ésta

2. He tra ta d o esto desde otro ángulo en ei capítulo 2 del libro co­


lectivo La problem ática del síntom a, compilado por M arisa Rodulfo y
Nora González (Buenos Aires, Paidós, 1997)
3. E n cambio, es in teresan te cuán a m enudo los m enos perennes
(e incluso ciertos sueños típicos), que no cum plen ese requisito gene­
ra 1 de por única vez y exhiben insistencia estru ctu ral, son m anifesta­
ciones oníricas sintom áticas de procesos abiertam ente neuróticos.
no fracasa: su escritura es entonces en negativo, hecha
de espacios en blanco y silencios, de espacios de silencio,
de tropismos francamente invertidos. Y es ésta su expan­
sión silenciosa, la cifra de su gravedad potencial, de su
cualidad tanática cuando logra culminar en rasgos o tra ­
zos de carácter estabilizados.
Psicoanalíticamente concluimos que los modos de]
conflicto son los modos de ocupar subjetivamente un es­
pacio y no fallos o fracasos de esa ocupación, consideran­
do aquél como el modo por excelencia de la vida psíquica
humana.
El culto al síntoma aplastó tam bién otra categoría
freudiana que nos conviene restablecer según veremos:
la de la acción específica, que resuelve el conflicto por
obra y gracia de una modificación eficaz (en rigor, perte­
nece a los primeros principios de la metapsicología freu­
diana) que se sitúa en el extremo opuesto al síntoma
(aunque de Freud mismo se desprende que no porque és­
te deje de tener incidencia en el campo de la realidad, se­
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gún lo dem uestra el concepto de beneficio secundario).
Después de todo, Freud aspira a que el psicoanálisis mis­
mo sea una de esas “acciones específicas” de circuito lar­
go. Y en la perspectiva que estamos siguiendo es perfec­
tam ente válido situar las escrituraciones del cuerpo a
través del juego como todo un paradigm a de acción espe­
cífica, lo1mismo que la actitud subjetiva del humor.
A grandes trazos distinguimos entonces:

- el conflicto y sus destinos no patológicos;


- dos destinos patológicos particularizados: síntoma e
inhibición;
- transtornos que implican un fallo en el estableci­
miento de planos de conflicto;
- fracasos de la escritura subjetivante que imposibili­
tan al conflicto como régimen de funcionamiento.'1
4. Por supuesto, esta seriación no es taxonómica y en el mismo pa­
ciente bien pueden coincidir dos o m ás de estos diversos destinos.
Nuestro concepto de escritura, entonces, debe leerse
siempre como escritura en conflicto, realizándose en una
multiplicidad de procesos conflictivos; no es lo mismo
cuando circunstancias más desfavorables nos llevan a
encarar la cuestión de la escritura en conflicto. Y es un
concepto del que no debemos además olvidar su costado
ético, toda vez que el psicoanálisis toma partido por el
conflicto, lo valoriza, consiste en desplegarlo sin acudir a
lo que Winnicott llam aba “soluciones fáciles”.

Iniciamos este capítulo con una escritura identificada


como mala, desechable, y otra aceptada, la buena escri­
tu ra del asunto. El asunto es la relación o qué relación se
puede pensar entre los términos cuerpo (materno)-espejo-
hoja, que hemos introducido en un uso particular, y los
tres de Lacan, imaginario-simbólico-real (priorizando su
orden de presentación teórica). La asociación espontánea
que -desde que propusimos este pequeño modelo clínico
en la enseñanza universitaria- se produce regularmente
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entre ambos sistemas de nominación impone él examen
de su correlación eventual.
Es lo que hago en el prim er intento de escritura luego
rechazado, que vi más de una vez surgir en labios de al­
gunos colegas como “interpretación” de mi esquema. Des­
de el principio la descarté por reduccionista y largamen­
te errónea, pero hay que reconocer que responde a una
manera plausible de leer Lacan no poco autorizada en
Lacan mismo. Pero una lectura tal es más arcaizante que
eso, nos devuelve a la escisión cuerpo/mente (o alma), de­
saloja al cuerpo de lo subjetivo y reduce lo simbólico pre-
juiciosamente a algunas de sus producciones (caracterís­
ticamente, la palabra y la escritura fonética). Ahora bien,
todo el esfuerzo de nuestro pequeño dispositivo está
orientado a poder pensar lo subjetivo en la entraña más
íntima, más “física”, de lo corporal -lo que es lo mismo, a
liberarse lo más posible de aquella siempre sobrevivien-
te bipartición- y a cerrarle el paso a esas manifestaciones,
que tan fácilmente acuden a la boca en el medio psi(co-
analítico) donde “lo simbólico” es algo fundam entalm en­
te extracorpóreo, opuesto a la “concretitud” pertinazm en­
te asociada a la m aterialidad del cuerpo. (Derrida pudo
dem ostrar inequívocamente cómo la “m aterialidad” del
significante en Lacan era en realidad una idealidad tra s­
cendental.)5
La escritura que propongo en segundo lugar, en cam­
bio, toma en consideración lo apretado de los nudos que
Lacan sugiere y los hace entrar en juego a cada paso de
mi esquema, en cada uno de los lugares designados, con
la incomparable ventaja de complejízar y des-homogeneizar
lo que de otro modo podría concebirse como “unidad sim­
ple” en ellos.
D esbaratada toda jerarquía que colocara “arriba” lo
simbólico en congruencia con hoja y trazo, se hace nece­
sario especificar un poco más qué riquezas, qué adquisi­
ciones caracterizan cada uno de estos tres espacios, pun­
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tuación tanto más indispensable cuanto el predominio de
consideraciones deficitarias y psicopatologizantes ha es­
trechado en exceso la perspectiva del psicoanalista (véa­
se por ejemplo la “m ala prensa” que ha tenido la especu­
laridad).
Por el espejo empecemos pues; ¿qué fenómenos agru­
pa como espacio simbólico, vale decir, como uno de los es­
pacios en que se escriben procesos que sea legítimo de­
signar así?
En prim er término localizamos en él todo lo que el psi­
coanálisis acostumbra a llam ar demanda. Antes de acce­
der al lenguaje ésta se efectúa sobre todo a través de la

5. D errida, Jacques: “El cartero de la verdad”, en L a tarjeta postal,


México, Siglo XXI, 1986. Más recientem ente, “Por el am or de Lacan”,
en Resistencias del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1997. Véase su
enum eración de ocho puntos como motivos metafóricos en aquél.
mirada, muy a menudo acompañada por el extender los
brazos hacia ese otro primordial al que aquélla solicita.
Ninguna descripción psicoanalítica de una escena de es­
critura en que la m irada toma sobre sí todo el peso y la
fuerza de una demanda más punzante que la de Rosine
Lefort relatando su primer encuentro con Nadia, muda
por entonces debido a una severa depresión analítica. To­
do lo que hace Nadia en ese encuentro es esa sola m ira­
da que convierte a la entonces médica en analista. Corre­
lativamente, la afección que conocemos más radical en
cuanto a ausencia de demanda y aun demanda negativa,
apartam iento de su circuito, el autismo, exhibe entre sus
fenómenos clínicos esa abolición de la m irada tan patog-
nomónica de ana subjetivación detenida.
Una segunda nota es el espejo como lugar de los sen­
timientos; para ayudarnos sigamos el hilo de la defini­
ción lacaniana que los describe siempre recíprocos, emer­
giendo de un campo de juego intersubjetivo -y no como
fenómenos “psicológicos” aislados, unilaterales--; esta
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condición de reciprocidad es impensable sin una densa
tram a de espejamientos, y las observaciones contempo­
ráneas de las más tem pranas interacciones no dejan
nunca de registrarlos.
Por otra parte el espejo es el lugar privilegiado de las
identificaciones, sobre todo de aquellas más decisivas pa­
ra la constitución narcisista. Sin embargo, antes de ex­
traviarnos en su demasiada hojarasca atrapemos el nú­
cleo crucial sin el cual no existiría algo como ellas. Me
refiero a esa disposición hum ana básica a que la presen­
cia del otro provoque algo, tenga efecto sobre la subjetivi­
dad, que tenga el potencial de causar algunam odifica­
ción. Nuevamente la experiencia con pacientes autistas
es una piedra de toque para medirnos con la inmensa di­
ficultad de que esto o bien no suceda en absoluto o sólo
suceda de una m anera negativa (como cuando el niño se
aleja de la fuente hum ana estimuladora, según lo evoca­
mos antes en Bettelheim). Todo lo que podamos decir,
enunciar, conjeturar, especular, de lo imaginario como di­
mensión, encuentra su último apoyo en esa sencilla pro­
posición: la capacidad subjetiva para que el contacto con
otra u otras altere, cambie algo, genere reacciones, en
la primera. De esto deriva todo el formidable poder de la
capacidad imaginitiva y de la imagen en su acepción más
concreta.
En otra dirección, pero en estrecha relación con las ca­
racterísticas ya apuntadas, el espejo es también el lugar
de asentam iento de las fantasías más arcaicas en lo que
hace a un estatuto donde escribir “fantasía” o “fantasm a”
no sea un abuso adultocéntrico.
Así como el espejo es el espacio de la demanda, el cuer­
po materno se distingue como el de la sensación (en una
vertiente psicoanalítica que le debe todo y tanto a Piera
Aulagnier y Francés Tustin, es a partir de ellos que nos es
posible pensar psicoanalíticamente la sensación, insisti­
mos). Como pictograma, entonces; un conglomerado de
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impresiones que devienen inscripciones y posibilitan que
una subjetividad habite el cuerpo, lo cual no es una “psy-
ché”, es una torsión de ese mismo cuerpo que se habita a
sí subjetivándose. El cotidiano tocamiento de la mano
m aterna al bebé ofrece ya todo un problema de interpre­
tación: un observador ilustrado y decidido a no hacer con-
ductismo hablaría de una marca en el cuerpo así produci­
da desde la intervención del otro primordial. Insistimos
en que esto es parcialmente erróneo o erróneamente par­
cial al presuponer un “ya cuerpo” de ese bebé: nosotros
preferimos dar un nuevo paso acorde con la clínica y ha­
blar de marca de cuerpo en un caso semejante. Por lo me­
nos existe una prioridad: hace falta un tejido -u n a super­
ficie- de marcas de cuerpo para que nos sea lícito pensar
en marcas en el cuerpo (la prioridad es tan “lógica” o “cro­
nológica” como se quiera). Claro que este paso requiere un
resistir a la evidencia y desuponer el cuerpo “ya ahí”.
El cuerpo materno es además el sitio de lo que llama­
mos éxtasis o goce y aun lo que en “joy” el vocablo caste­
llano m arra en recoger como alegría, lo cual, a nuestro
entender ya urge incluir. Extasis-goce-alegría: mucho
más que “estados”, la m atriz de todo proceso de lo que
Winnicott deslinda como creación y de todo lo que se
quiere alcanzar con un término como el de erotismo. For­
mulado esto de una m anera abarcativa, ha de incorporar
las dimensiones más estériles o destructivas del goce,
igualmente asentadas en el cuerpo materno como instan­
cia simbólica.
Avanzando más, lo que Winnicott destaca como dimen­
sión de lo informe remite también como a su “origen” a
ese cuerpo. Era lo que supra “ilustrábamos” con el mama­
rracho en la hoja, como ecografía de una experiencia de
fusión inseparable de esa continuidad dinámico-energética
sin forma que conceptualizamos como informe. De ese po­
tencial de rica fusionalidad se extraerán por largos traba­
jos psíquicos variaciones de estructuración cuyo fondo de
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informe no significa la amenaza de un retorno tanático si­
no una umbilicación nutricia con lo más viviente.
De lo que de este informe -que en realidad no “es” una
entidad o estado definible- pase a registros posteriores
depende una serie de efectos de máxima importancia:
que no haya una causación lineal en la vida psíquica, que
tenga lugar esa indeterminación en cuña en la sobrede-
terminación, que tome su sentido la espontaneidad, “pro­
piedad” de la m ateria subjetiva. La textualidad que lla­
mamos cuerpo (materno) se compone de esta urdimbre.
Detengámonos para seguir precisándolo -y no correr el
riesgo de reiteración de términos sin contenido clínico ex-
plicitado- en ese otro gran mamarracheo que es el afinar
sonoro de un bebé: sin “m etáfora” es la estrictura (Derri-
da) de un mamarracho, cuyo rigor estriba en siempre di­
ferir -ningún trazo es reproducido como idéntico a otro
trazo-, m antenerse entre el dibujo y la letra y sin cono­
cer solución de continuidad (función superficie que ya
nos detuvo en capítulos anteriores). De esta matriz, im­
pensable sin movilizar nociones como la de espontanei­
dad, goce fusional, etcétera, decantan con el tiempo y “el
trabajo histórico de la diferencia” (Derrida) todas las len­
guas que conocemos, cada una con su propio recorte, con
su singular perfil sonoro, reprimiendo músicas que otra
lengua impulsará. Se advierte que un sencillo “ejemplo”
como éste requiere de las distintas notas sémicas que
conjuramos para explicar este territorio del cuerpo m a­
terno en nuestra perspectiva de investigación.
Cuerpo materno es tam bién el lugar de las relaciones
metonímicas: la posición tan im portante de la dimensión
táctil en su seno se valoriza de otro modo asociándola a
aquella localización. El mismo cuerpo del niño se va ar­
mando en contigüidad y por contigüidad, en ese equívoco
“ser parte de”. A nuestro entender se funda aquí el carác­
ter más “primitivo” de la metonimia y su subsistencia
cuando la potencialidad metafórica se halla dañada. Co­
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mo lo señala agudamente M aría Torok, si el niño fuera
metáfora del pene faltante a la madre no tendría ningu­
na salida como sujeto autónomo; en cambio, la ambigüe­
dad metonímica que hace a la madre y al niño “partes”
contiguas perm anentem ente desdoblándose en una rela­
ción narcisista es el rasgo decisivo de una situación por
excelencia informe.6
La metonimia ordena por contacto, está en el centro
de situaciones adhesivas donde las relaciones metafóri­
cas poniendo enjuego discontinuidad y distancia no han
logrado establecerse. A uno de nuestros pacientes -u n
pequeño al que le cabe un diagnóstico de psicosis- los
compañeros de jardín le dicen “queso”: amorfo -no es lo
mismo que informe, además lo informe conceptualmente

6. Torok, M aría: “La ‘envie du penis’ chez la femme”, en IJ écorce


et le noyau, P arís, Flam m arion, 1986.
no es el adjetivo para una persona, es más bien el adver­
bio de su actividad lúdica--, de poco sirve a los demás en
los juegos, y además toma lo que fuere literalm ente, sin
connotación de un sentido figurado. Ahora bien, es de lo
más sugestivo el modo en que los padres se adosan a ese
funcionamiento dando su propia explicación metonímica:
le dirían “queso” por lo pálido y lechoso de su tez... Se re­
produce la literalización.
¿Qué decir, por último, del espacio donde situamos la
emergencia de fenómenos de trazo: hoja, pizarrón, mesa
o suelo para la escena de los juguetes, tela donde se pin­
ta, voz desplegando relatos? En principio, ya lo hemos
adelantado, decir de la letra, planteada como un giro
transform ador que hemos sorprendido cuando el niño ju ­
gaba a escribir, pero no es sólo esto; el niño la vuelve a
descubrir garabateando y así traza dibujos propiamente
dichos, donde es posible detectar ciertas unidades sémi-
cas; tam bién en el paso de musicar a hablar que requie­
re de una nueva m arca del cuerpo en el plano mismo de
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su voz (lo mismo cuando entrevé la posibilidad de dispo­
ner los juguetes como elementos de una narrativa). La
voz se vuelve entonces una hoja donde escribir palabras,
paso que sólo se realiza en este espacio así categorizado.
Como tal, es el espacio propio de la metáfora y de la abs­
tracción, nos lo enseñaba unas páginas atrás la niña que
articulaba a la luna “su” letra C. Por eso mismo es el es­
pacio donde el signo cobra dimensión significante. Va a
ser aquí donde se desarrolla tanto lo que llamamos pen­
samiento como todo un plano estratificado de actividad
de la fantasía, “m estiza” (Freud) ahora, en tanto uno de
sus apoyos es el régimen de la letra (y no sólo los juegos
visuales de la especularidad).
El espacio de la hoja es el espacio donde se vuelve pen-
sable el “Donde Ello era, Yo he de advenir” (he de adve­
nir a este espacio, precisamente, el único para un “yo” así
considerado, capaz de enunciarse). El acontecimiento del
trazo - ta n imposible para nuestra desdichada heroína-
es un advenir, nuevo, dicho de otra manera, la proposi­
ción de Freud debe complicarse porque lo que se escribe
“yo” no sabría emerger y tom ar su lugar en la misma es-
pacialidad donde encuentro lo que se escribe “ello”. Es no
un primero -diríam os ahora- pero un nuevo adveni­
miento de la subjetividad -resignificador y reordenador-
del que la niña de la tiza se encuentra excluida. P ara ter­
m inar de entenderlo es necesario reconocer una ambi­
güedad freudiana (de las más ricas) en cuanto al “yo” en
este párrafo célebre, pues el contexto -n atu raleza anóni­
ma en sus fuerzas —>trabajo de la cultura en su efecto de
firma, asunción de un nombre subjetivante- despeja es­
te “yo” no como el “subsistem a” de la “segunda tópica” (la
cuarta, por lo menos, si se hace preceder la del “Proyecto
de psicología” y se intercala la del narcisismo), sede de
las defensas y de la angustia, antes bien el “yo” usado co­
mo referencia de que hay en ese lugar algo que responde
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como siendo alguien, al modo en que, interrogado por un
“¿qué fue ese ruido?” en la oscuridad, se escuchara la
contestación “soy yo” —>ese ruido viene de una subjetivi­
dad moviéndose, punto éste del mayor acercamiento po­
sible del término “yo” al más amplio e indeterminado (en
relación con una tópica sistematizada) de self. (Pero “el
mayor acercamiento posible” no es una sinonimia, no au­
toriza reemplazos.) Extendida sobre estos carriles, la afo­
rística sentencia freudiana señala una dirección esencial
del trabajo de lo psíquico como trabajo de subjetivación.
Es tam bién la dirección en la que discurre otro “slo­
gan” psicoanalítico más contemporáneo, el que dice del
atravesam iento del fantasm a, toda vez que la gram ática
del fantasm a a la que se refiere tiene el sello “se” de la
fuerza impersonal que en tanto tal a rrastra al sujeto
mientras éste no encuentra el modo de flexionar el “se”
hacia la prim era persona del singular,7que no necesaria­
mente hay que asim ilar al ego trascendental de la filoso­
fía idealista o al “yo” del repertorio de la psicología tradi­
cional. “Yo” aquí -como self más generosamente y en
otros contextos- funciona como “made in”, marca de fá­
brica de la subjetividad subjetivante, la subjetividad que
no consiste en una substancia sino en operaciones de
subjetivación desanonimizadoras. (Además, desde la teo­
ría del significante o como su legado, sabemos que la eti­
queta no es exterior al producto, y de hecho en ella lee­
mos una serie de cosas relativas al quien del producto).
Es todo lo que se juega cuando un chico nos propone “da­
le que yo era...”, momento de advenir, momento del trazo
actuante en ese “dale...”.
Hemos expuesto ya algunas reflexiones sobre otro
tiempo capital en la lucha por el trazo, por advenir a su
través, en el interés del niño latente por la firma, en sus
juegos para arm arse de una (característicamente, es al­
go que él se debe inventar, que nadie puede darle) que
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por lo general lo lleva a prim eram ente im itar la de los
padres h asta diversos tanteos y m udanzas para procu­
rarse la definitiva. Todo este trabajo ha sido muy poco
considerado por el psicoanálisis pese a su obvio interés
clínico (¿qué diagnóstico nos invitaría a ensayar un ado­
lescente tardío que aún no la tuviera?). Por esa desaten­
ción, ¿qué es la firma?, sigue pendiente.

PREPARATIVOS DE RESPUESTA

Empezando por su posición inconsciente de espejo; el


niño firmante se m ira y se ve en ella, como “antes” en
aquél; por su posición no menos inconsciente de pictogra-
7. P a ra el planteo de este movimiento sígase el sem inario de Jac-
ques Lacan,1La lógica del fantasm a, Buenos Aires, Escuela Freudia-
na de Buenos Aires, 1987.
ma como estructura corporal de reconocimiento, y nótese
en este punto la importancia del movimiento de la escri­
tu ra en el acto de firmar, sin él no se constituiría la cere­
monia y él guarda la memoria de la firma, inaccesible a
un razonamiento lógico. Hacia los 8 o 9 años ya puede
aparecer una prim era estabilización de ella y por lo mis­
mo un nuevo paso de reconocimiento del niño de su sin­
gularidad en un trazo cuya única obligación es la singu­
laridad irreductible. Pero es además espejarse en una
abstracción trazada sin correspondencia icónica con el
“yo corporal”, y que -paradoja de una abstracción sólo al-
canzable psicoanaliticam.en.te~ en su seno lleva esos ca­
racteres de espejo y de cuerpo materno que explican por
qué es tan impensable que alguien no reconozca su firma
y por qué la exigencia de constancia para que un trazo
merezca ese estatuto, la misma constancia exigible a la
imago especular y a las repeticiones pictogramáticas.
Hay aún otra particularidad de la estructuración subje­
tiva para destacar: la irrupción del deseo de firma coin­
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cide con el desplazamiento que por prim era vez centra la
gravedad del niño en su apellido donde antes sólo se to­
maba en consideración el nombre de pila, lo cual es tam ­
bién una intervención de la escuela difiriendo del jardín.
(Para la niña de la luna-C, en cambio, ese tiempo aún no
ha llegado). Y he aquí esta abstracción introduciendo
otra - la apellidación-; al par que se afirma como m am a­
rracho al margen del portarse-bien de la escritura foné­
tica. (Todo esto es una razón suplem entaria para tradu­
cir “Apellido del Padre” el concepto de Lacan, según lo
proponíamos hace ya mucho tiempo).8 El círculo se cierra
si volvemos a evocar la dimensión metafórica de los pro­
cesos de subjetivación, tan palpable en el apellidarse. (El

8. Véase el capítulo tercero de nuestro libro en común con M arisa


Rodulfo (Clínica psicoanalítica con niños y adolescentes: una intro­
ducción, Buenos Aires, L ugar Editorial, 1986).
uso habitual que vemos hacer del “Nombre del Padre” in­
dis tingue las vicisitudes y promociones del niño en. rela­
ción con su nombre y las que se producen en torno de su
apellido, bastante tiempo después, indistinción que por
supuesto sólo acarrea desventajas en el trabajo clínico, al
empaquetarse fenómenos y problemas diversos bajo un
único rótulo pasando de largo por su diferencialidad. No
es lo mismo, para nada, una pequeña que no puede nom­
brarse más que en el rodeo de la tercera persona que un
niño con un. conflicto insoluble en la apeilidación a la
cual remitirse por la incidencia de fantasm as transgene-
racionales y el ejercicio distorsionado de ciertas funcio­
nes que lo llevan a rechazar y a no reconocerse en su ape­
llido legal. En el interior de lo que el psicoanálisis
conceptualizó “complejo de Edipo”, la apeilidación se lo­
caliza como incidente de inscripción decisiva, m ientras
que los hechos y ios entuertos de la nominación de pila
remiten al narcisismo primario. Distintos tropismos po­
sitivos y negativos hacia la madre y el padre o hacia las
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familias de las cuales aquéllos provienen se juegan en es­
ta cuestión.
La intrincación en el mismo trazo abstracto de la fir­
ma (imposible, recordemos, sin un dominio acabado de
los códigos de la escritura fonética, de elementos que la
hacen funcionar en calidad de espejo..el niño cuyo “yo”
emergía de un garabato al comienzo de nuestro recorrido
nos enseñaba ya que toda firma es una paráfrasis de es­
te “yo” que en la hoja quedaba a la altura en que se ve el
rostro en. un. espejo-) y de caracteres formales que cons­
picuamente nos conectan, con una actividad garabateado-
ra en. pleno funcionamiento, nos permite reforzar una ad­
vertencia en la que ya habíamos insistido: nuestro
modelo de cuerpo materno-espejo-hoja no se erige al mo­
do de una pirámide jerárquica, con pisos inferiores y su­
periores; no es ésa la relación entre los tres espacios. La
tendencia “natu ral” metafísica a leerlo así llevó a Lacan
al diseño del nudo borromeo precisamente para evitar
esas estratificaciones jerárquicas (que por otra parte se
propiciaban en su propia teorización). Hemos mostrado
en este mismo empeño los ingredientes y dimensiones es­
pecíficas que cada uno de ellos aporta a la formación de
la subjetividad. De ahí que ninguno de estos espacios
pueda sustituir a otro, su existencia es irreductible y no
coyuntural, lo cual va junto con permanentes transfusio­
nes entre ellos (en ese sentido la del cuerpo en la firma
es ejemplar). Si lo queremos, en el marco de estas tra n s­
fusiones se puede situar con más fisonomía clínica el con­
cepto de represión originaria, sobre el cual tanto ha vuel­
to a insistir Silvia Bleichmar. Así, la “atracción” de la
firma por lo informe del garabato es legible y leíble en es­
ta dirección.
La aparición de trazos del nombre precluido en dibu­
jos de firma de niños adoptados renominados (y sin infor­
mación explícita sobre esta situación) descubierta por
M arisa Rodulfo10 parecen confirmar nuestro punto de
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vista en cuanto a lo no literal de las castraciones y al cor­
te no del todo como aspecto fundamental de las relacio­
nes entre los tres espacios. Lo pictogramático dispone de
modos y de medios para imponer su propia memoria. De
allí la posibilidad de transfusiones múltiples e imprede-
cibles. En el extremo opuesto nos encontramos con la im­
potencia de la interpretación cuando funciona sólo como
un ejercicio intelectual sin acceso a los espacios del espe­
jo y del cuerpo materno.
“...Words without thoughts never to heaven go”, de
nuevo. Para Shakespeare, el pensamiento estaba tejido
de carne.

9. Bleichmar, Silvia: Los orígenes del sujeto psíquico, Buenos Ai­


res, A m orrortu, 1989, y Fundación de lo inconsciente, Buenos Aires,
A m orrortu, 1995.
10. M arisa Rodulfo. Comunicación personal. Sem inario sobre el
dibujo infantil dictado en la Fundación Estudios Clínicos en Psicoa­
nálisis, 1996.
Un niño de 9 años cuyos ensayos en torno a la firma
nos acicatearon a reflexionar, inventó una vez un juego
singular: firm ar con los ojos cerrados, verificando des­
pués qué tal le había salido. ¿Qué era lo que así practica­
ba? De acuerdo a lo que venimos desarrollando, sin duda
un paso de desprendimiento del espacio especular nece­
sario para una verdadera consolidación del trazo.'Ya no
se tra ta de los largos juegos de ver ser visto, ahora lo que
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le importa es la subsistencia del trazo más allá de la pro­
blemática de lo visible. Situación muy distinta es la de
nuestra prim era niña: para ella los pocos trazos que es
capaz de hacer dependen de que se uea: a) su rostro en el
espejo; b) que los trazos se superpongan a los rasgos.
Como siempre, este proceso de implantación sigue la
alternancia rítmica ya señalada, donde a un tiempo de
fusión en el que para el caso de esta niña la mano es el
trazo -tiem po en que se operan todas las transfusiones
señaladas- le sigue un tiempo de diferenciación y de cier­
to desprendimiento no del todo: el espacio de inclusiones
recíprocas ya no gobierna él solo. Pero si nada de la fu­
sión al cuerpo materno subsistiera en la firma no sólo no
estaría ésta libidinizada, además sería imposible plan­
tear (y hasta resolver) un conflicto haciendo un dibujo,
no siendo ésta una operación m eramente “intelectual”.
Si lo queremos por razones “didácticas”, un poco arti­
ficiosamente, aun podríamos hablar de un tercer tiempo
de volver a significar o de suplemento de significación,
donde el trazo, al que concebimos como mano transfor­
mada, transform a a su vez la mano de la que salió. Si lo
queremos, éste podría acercarse a un esquema como el
de sustitución metafórica de Lacan, donde el numerador
es ocupado por una nueva instancia y lo de antes cae al
denominador como reprimido, pero sólo a condición de
discutir el estatuto de la raya que separa y articula am­
bas posiciones: la única que sirve es la porosa; en reali­
dad no tiene que ser una raya, se representa mejor en on­
dulación discontinua permanente, más próxima a lo
informe.
Para aclarar un poco más estas relaciones es menes­
ter tener en cuenta que en el psicoanálisis la distinción
entre las dimensiones literal y metafórica no debe redu­
cirse a la convencionalidad de su oposición. Psicoanalíti-
camente considerado, lo literal es lo metafórico, éste se
encuentra como incrustado en aquél, lo literal es ya uno
de los modos de lo metafórico, a lo cual hay que estar
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muy atento para un estatuto matizado de lo corporal y de
lo especular en el niño así como para justipreciar cabal­
mente “metáforas” del tipo de “el trazo es la mano”. H a­
ce al problema general de cómo entender las equivalen­
cias en psicoanálisis, que no es al modo común de
considerarlas “simbólicas” y punto. Esto es insuficiente.
El psicoanálisis comienza allí donde termina o fracasa o
no alcanza la sola, consideración “simbólica” del símbolo,
allí donde a éste le cuelga un pedazo de carne. Si por
ejemplo tomamos la ecuación comer = amar, de cuyo al­
cance universa] testimonia Lévi-Strauss, esto es tanto
como decir que no hay coito posible (de intensidad eróti­
ca cierta) sin comerse un poco al otro. Y todo'esto el psi­
coanálisis lo tiene que plantear forcejeando con términos
y categorías inadecuadas, neutralizadoras a cada instan­
te de la punta que asoma de un pensar otro.
Si volvemos sobre esto en la perspectiva del pictogra-
ma, al que tanto hemos apelado desde nuestra teoriza­
ción de la caricia, resulta un punto im portante a desta­
car que aquél no se hace sólo con pictogramas; en su
formación, como marca de cuerpo intervienen rasgos y
trazos del campo del otro, intervienen -p a ra decirlo tos­
cam ente- pedazos del mito familiar: lo que para el obser­
vador supuesto conductista es una simple caricia de la
madre lleva -como envasados en el pictogram a- toda esa
serie de elementos (que por lo demás modulan una cari­
cia, haciéndola culpable, angustiada o dichosa). Los m a­
teriales pictogramáticos que el niño extrae vienen con es­
quirlas de todas esas cosas, incluso con dibujos del
cuerpo imaginado. Por eso mismo si un pacientito me di­
ce jugando “te comía”, no es la mejor formulación la con­
sagrada de que lo dice en lugar de hacerlo, afirmamos en
cambio que me come “en serio” según gustan decir los
chicos, sólo que en el plano del trazo. Y ahí reside el efec­
to propiamente metafórico. Es preciso que algo literal del
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comer, de la succión, de la devoración y de la voracidad
pase al decir; no tanto “muerte de la cosa”, siguiendo la
fórmula idealista, como transfiguración, nueva figurabi-
lidad, metamorfosis. Sin todo esto, la palabra no tendría
ningún peso libidinal.
(En sus propios términos, Freud trabajó metapsicoló-
gicamente con estos problemas; sus propios términos son
representación-palabra y representación-cosa, Freud
discute la posibilidad de que el sujeto haya perdido las
am arras con esta últim a y la prim era procure infructuo­
samente sustituirla reificándose.)
Sobre esta base de no oposición o de diferencias no
oposicionales, lo que algunos autores nombran castra­
ción o castraciones simbólicas o simbolígenas, separa
luego más firmemente cierta literalidad de cierta meta-
foricidad, pero separa lo de la condición de muy unido y
bien unido.
Fuente de malentendido también, como en sueños o
fantasías de m uerte de un otro demasiado imponedor en
el psiquismo de un adolescente, por ejemplo, equívoco de
lo literal por lo metafórico que causa angustia y que co­
rresponde al analista lentam ente disipar, lo cual no se
hace desculpabilizando superficialmente sino guiando a
reconocer la muerte en el trazo. Tampoco aquí es cosa de
pensar en el malentendido como en una especie de
“error” que el sujeto cometería, pues “no se trataba de” (y
ciertas m aneras de m anejar el concepto “m uerte simbóli­
ca” hacen acordar más a un deseo de tranquilizar que a
un esclarecimiento): no, se trata de, se tra ta de la m uer­
te, el malentendido reposa en lo que hemos postulado es­
cribiendo “lo literal es lo metafórico”.1
Así planteadas las cosas, la castración cumple una
función eminente en cuanto a instituir una separación
algo más espaciosa entre los dos regímenes de funciona­
miento, el literal y el metafórico o figurado, entre el pla­
no del signo y el plano del significante tal como hemos
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propuesto distinguirlos. Pero nada sería de ella sin el he­
cho de cortes bien “físicos” por muy “simbólica” que se la
proponga. Su pre-condición es un trabajo de extracción
exitoso tanto en la niñez como en la adolescencia. Este
trabajo de extracción culmina en que algo quede bien
arrancado del otro, la zonaobjeto culmina a su vez en una
zona que se apropia del objeto, y es sobre este terreno de
consecuciones que tendrá sentido la referencia a la cas­
tración. A su turno, la fusión toma su propio sentido de
ser la condición adecuada indispensable para que operen
los procesos de extracción, sobre cuyo fondo y cuya tram a
son pensables cortes (no del todo). Dicho desde otro án­
gulo, en las abundantes referencias psicoanalíticas a la
castración ha faltado considerar el delicado punto de sus

1. Véase la escena del “M ira cómo te olvido” en el filme de Alain


Resnais: H iroshim a mon amour.
condiciones, de las condiciones para designar con ella
una apertura. La primera entre todas: ese proceso de ex­
tracción, lo bien arrancado del cuerpo materno, la boca
henchida de pecho. (El uso desbordado y sin precaucio­
nes del término castración a menudo se ha salteado dar
todo su tiempo y su envergadura a que el niño “logre la
fusión”).2
A su m anera el niño de la parrilla comenta de esto con
sus conductas de atiborramiento: su boca es de la comi­
da, se llena de materiales que no le sirven para pasar a
otro espacio; su boca queda del lado de la comida. Y a la
niña de la tiza es como si la mano se le cayera por un pi­
zarrón boqueteado. Insuficiente trabajo de fusión —> cas­
tración “simbólica” imposible —» dimensiones de aguje-
reamiento, no necesariamente globales.
Internado en estos territorios, el psicoanalista que no
se ha autolimitado en relación a la edad de sus pacientes
tiene repetidam ente la experiencia de cómo el trabajo
con niños fecunda el llevado a cabo con adultos, ilumi­
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nando sectores del m aterial que de otro modo se volve­
rían difíciles de apreciar en su característica de reflotar
vivencias de instancia. Un hombre de 40 años que lleva
una existencia desolada, sumida en una retracción no
exenta de algún componente autista, llega a la siguiente
evocación, trabajosam ente recobrada: se tra ta de la cale-
sita y, en particular, del juego de sacar la sortija, arran ­
cándola al pasar; recuerda una sensación penosa, de im­
posibilidad total, como si no tuviera brazos para hacerlo,
a lo que se añade un segundo elemento, el de los demás
chicos apiñados y tomando posiciones adecuadas para lo­
grarlo, en medio de un bochinche excitado que él recuer­

2. W innicott, D.; E l proceso de maduración en el niño y el am bien­


te facilitador, Buenos Aires, Paidós, 1992, cap. XVII; texto fechado en
1963, uno de los prim eros lugares en la lite ra tu ra analítica.donde la
fusión es p lan tead a como un trabajo y no como un estado, norm al o
patológico.
da causarle miedo, miedó &un fermento de cuerpos agru­
pados que pudiera lastimarlo, miedo entonces a la vio­
lencia del entusiasmo, lo cual lo llevaba a buscar en la
calesita sitios incompatibles con agarrar la sortija en
cuestión. A partir de esto, fue posible concluir que para él
el punto estribaba en que la sortija se llevara la mano en
lugar de ésta posesionarse de aquélla (escena de escritu­
ra de la extracción del cuerpo del otro, inmejorable en su
vivacidad). De esa castración se guarecía.
El análisis de esta situación dio paso a un sueño
transferencial. El estaba en la sala de espera y en lugar
de hacerlo pasar yo me sentaba a su lado allí mismo; ha­
bía, además, chicos revoloteando alrededor junto con la
idea de que yo me proponía incorporarlo a un grupo for­
mado por ellos. Esto le causaba gran enojo. La última
imagen se detenía en uno de estos chicos, con un pie am ­
putado (las restricciones en el movimiento eran de tre­
menda magnitud en la vida diaria del paciente). El sue­
ño nos ayudó a entender más profundamente -es decir,
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más corporalmente- una especie de recuerdo encubridor
que justificaba la desconfianza extrema de este hombre
-desconfianza de matices a u tistas- en los beneficios de
cualquier relación intersubjetiva. El recuerdo volvía a
llevarnos a los días de la niñez, yendo él al potrero con su
pelota de fútbol en busca de con quienes jugar. Y he aquí
que los chicos que encontraba se hacían de la pelota -u n a
pelota de cuero “de verdad”- y lo dejaban de lado. Lo que
por fin entendimos es que junto con ella se quedaba tam ­
bién sin el pie, a su vez así se volvía más inteligible su
sometimiento pasivo en la escena, su no poder pelear por
un lugar.
La interpretación de este recuerdo paradigmático pro­
duce otro como retorno de lo reprimido (esta vez era una
escena largo tiempo olvidada): jugando a la pelota con
otro chico, ésta se les escurre por una tapa de la calle
parcialmente mal puesta. Entre los dos, intentando recu­
perarla, es el paciente quien introduce la mano mientras
su amigo sostiene la tapa demasiado pesada para él, y
que term ina por caérsele sobre el brazo de aquél. En los
hechos tan sólo fue un golpe, pero que se asocia reforzan­
do la arraigada creencia y la teoría de que nada benéfico
podría esperar de la interacción con otro. Por otra parte,
lo transferencial queda convocado y se comprende la pro­
pensión del paciente a interpretar pequeñas modulacio­
nes de nuestros encuentros -que yo no lo atendiera con
puntualidad inalterable, que el consultorio estuviese “in­
vadido” por unas cuantas sillas de m ás- como acciones
motivadas en el no tenerlo en cuenta o hacerlo sentir in­
cómodo. Por más lejos -es lo más instructivo del caso- de
la niñez que el sujeto se encuentre, los efectos de una ex­
tracción insuficiente y nunca consolidada se mantienen
en una fragilidad crónica de sus tejidos de fusión. Y eso
es lo que ni siquiera la más “simbólica” de las castracio­
nes puede modificar operando sobre esta base: todo cor­
te, por mínimo que sea, propenderá a la mutilación, y el
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potencial -e n principio no olvidable- de volver a signifi­
car ha de tropezar aquí con dificultades que tienden a ser
insalvables.
Ahora bien, entre las muchas cosas que siguen opa­
cas, el relato de la niña de la tiza, paradigma de aquéllas,
destaca una, la más frontal acaso: ¿por qué la “solución”
arbitrada es comerse la tiza y no, por ejemplo, dejarla
caer o sencillamente no registrar su existencia? ¿Por qué
el comer? (Otro niño, también con un diagnóstico de psi­
cosis, avistado en supervisión, extrema este recurso co­
rroborando de paso los argumentos que hemos desplega­
do: se come las uñas pero con un grado tal de violencia e
insistencia que destroza sus falanges.) En principio pare­
ce indicarnos una “interpretación” que la niña hace de su
fracaso, pues donde todos dirían que es en la mano, ella
afirma que es en la boca. Le está faltando algo de boca en
la boca con boca para poder escribir. Abriendo una inte­
rrogación más amplia, ¿qué es comer? ¿Qué se hace al co­
mer? ¿Qué tipo de escritura del cuerpo pone en juego pa­
ra que tenga incidencia en otra tan distinta como lo es el
escribir “propiamente dicho”?3¿Y es que las más diversas
destrucciones.'vienen a desembocar, como en su desagüe,
en la “zona oral” o es que una tem prana e insidiosa res­
quebrajadura en esa zona viene a extenderse sobre las
demás?
La tentativa de orientar una respuesta tiene que vol­
ver a pasar, creemos, por la escritura del cuerpo localiza­
da por mí como “segunda” función del jugar, vale decir la
del cuerpo como un laberinto -no un sistem a- (laberinto
que transform a -según lo pautan secuencias de dibujo
regulares en los niños- el garabato como superficie ini­
cial) de tubos, de pliegues en la superficie entubados, tu ­
bos cuyo primer acceso psicoanalítico fue toda la dialéc­
tica de lo lleno y lo vacío, la dialéctica, también la
mecánica y la dinámica. Lo vacío y lo lleno son categorías
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nuevas, inexistentes en el plano de la función superficie
cuya única propiedad es la continuidad informe, es im­
portante que volvamos a sorprendernos de ellas; son
afectos que dan lugar a un extenso repertorio de emocio­
nes filtradas por el trabajo del yo.
Resaltado esto proponemos la siguiente construcción:
es el pasaje de la comida, su recorrido “de cabo a rabo”,
el que va escribiendo lo del tubo como su huella sujeta
luego a múltiples transformaciones que dibujan otros tu ­
bos por transposición (por ejemplo el caso de la vagina

3. Por supuesto estas consideraciones, de sostenerse, ten drían que


involucrar el hoy ta n sonado campo de la anorexia y los transtornos
alim entarios anexos. Sobre este punto rem itim os a los desarrollos de
David M aldavsky (Teoría y clínica de los procesos tóxicos, Buenos Ai­
res, Amorrortú,' 1992) y a mi trabajo “El territorio de las fobias ali­
m en tarias”, A ctualidad Psicológica, n“ 216, 1994. Por supuesto, n in ­
guna de estas cuestiones se aclara repartiendo a m ansalva el adjetivo
de “psicótico”.
erecta con préstamos de la boca y del ano, etcétera). Se
trata de nuevo, claro, de una perfecta figura pictogramá-
tica. (La reversibilidad en sus principios de este entuba-
miento se comprueba en las situaciones de vómitos bulí-
micos, entre otras.)
La experiencia oral, entonces, es la que aporta los m a­
teriales para la conátitución de las categorías de lo lleno
y de lo vacío, los m ateriales y los instrumentos, como una
pala puede cavar un túnel en la tierra. Bisagra de este
modo el paso de un cuerpo superficie continua informe a
un cuerpo tejido por una red de tubos. Con el tiempo, es­
tos entubamientos deben ordenarse según una sola di­
rección, problemática también inexistente en la fase del
cuerpo superficie. El niño que jugaba a firm ar con los
ojos cerrados se planteó esto en el espacio de la hoja al
añadir una nueva condición para su juego: no levantar
nunca el lápiz o la tiza ni volver atrás, renunciando para
el caso al recurso de la reversibilidad.
En el plano de la hoja, juegue o dibuje, esto dará lugar
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a multiplicidad de caminos, puentes, escaleras: el tubo es
el prototipo de la comunicación.'1

4. A esto hay que agregar las categorías de lo duro y de lo blando


cuya formación empecé a estu d iar en el ya citado Estudios clínicos
(capítulo: “La fabricación de un elem ento duro”).
Lleno vacío lleno ¡vacío

C) E)

B)
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La investigación clínica nos induce a diferenciar dos


modos de relación en ese ciframiento oral de lo lleno y de
lo vacío, siendo el primero aprehensible como una oscila­
ción ambigua entre ambos términos, sin separación de­
masiado definida. Un segundo paso establece la oposi­
ción que escribí a su turno, la oposición ya signada por la
égida de la lógica fálica, donde -si no se tra ta de una ano-
rexia o algo vecino- el término valorizado será el “lleno”.
Por otra parte la frecuencia con que encontramos a un
paciente lleno de vacío o vacío porque lleno nos incita a
no magnificar imprudentemente los alcances de aquella
oposición, cuyo predominio es siempre relativo, sobre to­
do en los estratos en que a los psicoanalistas nos intere­
sa trabajar.
En el pequeño esquema (E) apuntamos una propiedad
directamente desprendida de los procesos de entuba-
miento, la que da lugar al confuso -pero ineludible-
nombre de “interioridad”, y si aquí se la representa por
pares es en razón de la tem pranísim a incidencia de lo es­
pecular, que todo lo redobla.
A su vez, todo tubo se apuntala en una superficie (que
no conviene pensar como lo más arcaico sino como lo más
potente, el dispositivo corporal más violento que existe).
Se apuntala en una superficie, no en la sustitución de
una superficie. Y actúa sobre ella modificándola: como si
dijéramos que la invariabilidad de una continuidad sin
forma fija permite modificarla una y otra vez. Toda perio-
dización (y no tenemos por qué temerle a la periodiza-
ción, se tra ta del modo y de los criterios para plantearla,
no de atraparse inocentemente en la alternativa si/no a
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su implementación) debe tener en cuenta estas difíciles
intrincaciones para proponer una serie que no fracase
demasiado en el terreno de los hechos clínicos. Winnicott
abrió un claro al señalar que las fechas no tienen dema­
siada importancia, pero no es lo mismo el caso de la se­
cuencia. Los dibujos y los modelados en plastilina que
hacen los niños nos permiten destacar que la “continui­
dad sin forma” o “informe” propia de la superficie como
primer modo de la subjetivación se escribe mejor acla­
rando “sin forma fija”. Es éste el punto que justifica des­
marcar el concepto de informe en Winnicott de una no­
ción cualquiera de amorfía. Lo informe no se signa como
privado de forma sino con el potencial multiplicador que
no se cierra sobre ninguna forma fia, sobre ninguna Ges-
talt. Con el tiempo, lo atestiguan bien las producciones
de niños y niñas, esa continua segregación de m am arra­
cho se aquieta un tanto en formaciones que tienden a lo
redondeado o a lo ovoide (puntos A y B del esquema).
“N aturalm ente” esta m asa se desdobla, a la m anera de
ciertas reproducciones celulares. Y si se quiere decir que
“no se distinguen” gran cosa una de otra, se podría repli­
car que nada distingue tanto como el hecho de que sean
dos. Este hecho es “simbólico” y no sólo “imaginario”, y
además es una partición bien real.
Dos en espejo implica un paso decisivo en el entuba-
miento, consistente en que lo oral se articula a lo visual,
acoplamiento decisivo para, que en otra instancia se pue­
dan dibujar tubos en espejo o desplegar juguetes en dis­
posiciones simétricas. Si este acoplamiento no se instau­
ra firmemente, esto sólo se deja escribir en términos de
una dimensión de agujereamiento, no necesariamente
masivo pero como decía Mercucio “es suficiente”, no hace
falta que una gran bestia pueda pasar por él. Sin boca, la
mirada se queda vacía, la boca sin ella gira en circuló sin
producir avances de valor subjetivo: el niño de la parrilla
“no ve” qué poner donde sólo solo come. Desligadura que
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desagrega la boca en su carácter de zona, también la po­
ne de relieve un niño autista que no acepta el paso a los
alimentos duros (precariedad de su entubanñento hecho
únicamente del correr de lo líquido) o el enfrentamiento
antagónico entre la m irada y lo pulsivo oral que se juega
en la anoerxia.
(C): estiramiento vertical de la m asa o bola cuya uni­
versalidad destacará Dolto, replicando el movimiento de
la bipedestación (identificación con el adulto por los ca­
minos de la mirada), conquista en sí misma tan “simbó­
lica” como la del lenguaje o la prohibición del incesto y
cargada con una dimensión de ideal no menos intensa.1

1. Aspecto certeram ente m arcado por P ierre Legendre (L'arnour de


la danse, P arís, Seuil, 1980). Su enfoque perm ite una fácil articu­
lación con el deseo de ser grande tal como hemos procurado ponerlo
de relieve.
Aquí tam b ién ciertos niños a ü tis ta s ofrecen el fracaso ex­
trem o de su m ira d a com portándose como si fu eran in v e r­
tebrados, es decir, a b s o lu tam en te desentubados.
Y (D): en algún m om ento la m ano se acopla fo rm ida­
blem ente a la m á q u in a oral visual su p lem en tán d o la con
su propia violencia extractiva, que no t a r d a m ucho en
duplicarse con las piernas. El tubo dispone a h o ra de ele­
mentos centrífugos: son ju s ta m e n te los dañados en la n i­
ñ a de la tiza; en lu g a r de, por consiguiente, llen ar con
trazos de sus m anos un nuevo espacio, se llena de comer
el a rru in a m ie n to de sus m anos (que busque d e s a ta sc a r
algo en el espejo parece indicar que allí se desacom oda la
m á q u in a ojos m ano boca, “la lleva al ta lle r ” de donde a l­
go no salió bien arreglado, como si dijera “no me veo con
m anos ahí, todo lo que veo es u n a boca sola”). M ás allá
de ella y de su destino, todo el futuro del futuro arro ja r y
(a veces) tr a e r de vuelta depende de la consistencia de es­
te nuevo tubo con m anos (y después piernas).
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(Significativa de un d esplazam iento inconsciente en el
que no participam os, las sucesivas po rtad a s de E l niño y
el significante a ce n tú an la em ergencia de la m ano y del
consiguiente a g a r r a r de una m a n e ra no tan. en prim er
plano en el texto.)
C uando otras circunstancias, como la parálisis cere­
bral o la debilidad m e n tal por razones genéticas, r e s ie n ­
ten ia ádquisición del tubo erecto en el mismo cuerpo del
niño, el a n a lis ta es tá acostum brado a en co n trarse con
identificaciones anim ales - e l niño posicionado m ás bien
como el “m o n stru o ” o el an im a l doméstico de sus p a d re s —
que se in stalan y persisten incólumes si el trab ajo a n a lí­
tico no las desactiva. Con frecuencia, en estos casos el n i­
ño repite ju g a r a ser el an im al en cuatro p atas, cuando
no lo actú a directam ente. (C u rad a en cambio de esta
identificación, u n a p equ eñ a de 5 años con p arálisis cere­
bral montaba escenas de escritura lúdica donde disfruta­
ba del estar erguida.)2
Tener en cuenta la tremenda trascendencia de la for­
mación de este dispositivo en lo pictogramático, en los
engranajes más “concretos” del cuerpo, para el ulterior
juego del arrojar al que el psicoanálisis ha prestado ta n ­
ta atención, subraya la insuficiencia y el portentoso re-
duccionismo de vertebrar este juego en un hecho de len­
guaje a secas y a solas, en la “pura” oposición fonemática
“fo rt/d a ”. En particular esto se asienta en un descuido
radical de las funciones subjetivantes y deseantes de la
mano, cuyo deseo de agarrar, como su “esencia”, emerge
independientemente de las vicisitudes del bebé con el
lenguaje. Cómo se conjugan, es otra cuestión, en realidad
una nueva suplementación del tubo que incorpora una
oralidad de segundo grado no ligada al comer sino al so­
nar y bastante más tarde al hablar (bastante más tarde
si consideramos la densidad de los meses que separan
una cosa de la otra). Un examen menos verbalista de lo
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verbal que el realizado por Lacan llama nuestra atención
sobre el papel que los juegos sonoros tienen en el entuba-
miento progresivo del niño, incluso en la construcción
misma de las categorías de lo lleno y de lo vacío. Piénse­
se, por ejemplo, en los vacíos del silencio depresivo como
pictograma en el interior del cuerpo, lo mismo que en su
contrapartida el atiborramiento de palabras o sonoriza­
ciones en los funcionamientos maníacos. Pero retenga­
mos sobre todo que la voz no es sólo objeto ci que se des­
prende: paralelam ente a la comida, es un instrum ento
fundamental para dibujar tubos en lo corporal para vol­
ver lo corporal anudamiento de tubos. El reaseguro que
en situaciones fóbicas produce cantar, como el entibia-
miento de la atmósfera anímica en situaciones deprimi­

2. Véase mi texto “La e scritu ra deshojada”, D esbordar, n° 2,


Buenos Aires, 1991.
das, tiene mucho que ver con ese lleno pictogramáticü
que procura y que alternativam ente acompaña o colorea
la autoestima en sus agrisamientos. Lacan “amenazó”
meterse con este tipo de cosas cuando declaró la “mate­
rialidad” del significante; pero siguiendo los hilos de la
lingüística estructural, esa “m aterialidad” -que tendría,
que habría podido conducir a la dimensión pictogramáti-
ca de la palab ra- no podía no disolverse en una idealidad
formalista subrepticiamente dependiente del significa­
do.1 En el caso del trabajo con niños, y con dificultades
serias por añadidura, esta unilateralidad es particular­
mente obstructora para el clínico. La constitución del
lenguaje y sus múltiples funciones y efectos debe ser es­
tudiada desde estos dos niveles simultáneamente y ade­
más sin escindir el juego del significante del jugar del niño.
(A esta altura puede resultar instructivo releer las de­
claraciones de Schreber -o las equivalentes de otro pa­
ciente hipocondríaco o esquizofrénico- sobre el lam enta­
ble estado, que llega hasta la necrosis, de sus tuberías.)
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En resumidas cuentas parecería que algo podemos
contestar: la aparición tan frecuente de lo destruido en la
boca, que comanda -recordém oslo- nuestra investiga­
ción, se explica por el hecho de que a ella le está enco­
mendada en lo esencial la fabricación del tubo. Aun te ­
niendo muy en cuenta lo intrincado de esa tríada ojos
manos boca, en lo que al tubo concierne la boca tiene la
iniciativa y la principal responsabilidad, en los dos pla­
nos de su bifurcación incluso, sea como boca de comida
sea como boca de palabra. U na joven bulímica nos cuen­
ta que su boca, cuando se abre, se abre h asta el estóma-

3. E ste no es el lugar p ara desarrollar esta cuestión, decisiva­


m ente analizada por D errida en su desconstrucción de la teoría del
significante. U na vez más, consúltese La tarjeta postal, México, Siglo
XXI, 1984.
go. Ijío es sólo “fantasía”: literalm ente traga todos los
días litros y litros de gelatina que en tanto sustancia in­
forme calza justo en lo de que se trata, restituir con una
superficie suplem entaria un tubo dañado donde el vacío
m ana por sus indebidos agujeros. La actuación del vómi­
to somete repetidamente a volver a experienciar, tra u ­
máticamente, el mismo daño. Media una enorme distan­
cia con una verdadera fantasía, fenómeno de trazo, como
la de una pacientita que, seductoramente, nos juega a
“¡te como!”, mimando la masticación, etcétera, escenifica­
ción que bien puede m anifestar un deseo edípico transfe­
rencia! en la niña.
Un tercer paciente, un adulto extremadamente obeso
aporta otro m aterial esclarecedor, después de mucho
tiempo en que es infructuosa cualquier aproximación a
sus opacos ataques de comer que lo llevaban a “depre­
dar” kioscos. Lo primero que el análisis logra empujar a
un registro algo más comunicable es una especie de aura
como la que precede a los accesos epilépticos; en su caso,
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ésta consiste solamente en una sensación en la boca, co­
mo si dijéramos, prestándole palabras, una suerte de an­
siedad en la boca, ansiedad de órgano como Freud ha di­
cho “placer de órgano”, que él consigue registrar como
señal de la inminencia. Testimonia la rotura de tubería
que se subsanaría con un taponamiento de sustancias
dulces. Cuando, por el contrario, aquellas funcionan sin
hemorragias se irá poniendo de relieve una eminente
función de los procesos de entubamiento que es poblar el
espacio. Así, una niña que proporciona muchos m ateria­
les a la investigación emprendida por M arisa Rodulfo, en
cuyo libro la encontramos, se dibuja con su cabeza emi­
tiendo cubos y otras figuras geométricas, emisión que irá
a parar a la implantación de una casa en la hoja, por
ejemplo. Así, los procesos de entubar no se constriñen a
acumulaciones “interiores”, tal como el psicoanálisis lo
difundió en los retratos de una oralidad voraz y de una
analidad retentiva. Las formas del cuerpo entubado “van
saliendo” de la mano del niño que juega y que dibuja.
Creemos que esta dimensión de poblamiento acompaña y
despliega un poco más la proyección sensorial primaria
con la que Sami-Ali hizo dar una vuelta de tuerca a la
m anera tradicional de tra ta r lo proyectivo, que por regla
solía detenerse exclusivamente en los usos defensivos de
la proyección (y aunque la misma Klein y hasta José Ble-
ger formalmente encuadran la proyección, en pareja con
la introyección, como proceso de base metapsicológica-
mente hablando, en su m anera clínica de tratarla no es
posible distinguir otra cosa que una defensa).
Otra pequeña paciente nos lo confirma así: en dibujos
bastante típicos -casas con árboles, soles arriba, etcéte­
ra - ella añade y multiplica, sobre todo en el amplio espa­
cio intermedio entre tierra y cielo, m ultitud de corazo­
nes, característicam ente un elemento de su cuerpo
afectivo (una buena m uestra de esa coalescencia de re­
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presentación y afecto en el pictograma según Aulagnier)
correspondiente al entubamiento (los tubos desembocan
o se transform an en órganos, en “órganos afectos” que a
su túrno dan los diversos “equivalentes” [Freud] de an­
gustia y de alegría). Desparramo de esos corazones colo­
ridos que merece un matiz: el usual “lleno” “llenar” del
vocabulario nuestro, ¿no es o se presta demasiado a con­
cepciones muy toscas del cuerpo imaginado por la teoría?
Estimamos más adecuado el término de poblar y de po­
blamiento, dejando lo lleno para una inflexión, o más
adherida a experiencias orales o más descriptiva de pa­
tologías del poblamiento (véase el obeso aburrido y ansio­
so que “se llena” limitando su mano a ser mano de boca
no disponible para otras actividades). La distinción nos
parece muy útil para afinar el lápiz tanto en el diagnós­
tico como en el trabajo clínico en general. (En este punto
se nos asocia la caja de Pandora...)
O tra niña extrae los colores de la pollera de una figu­
ra que ha dibujado y con ellos arm a un arco iris y pilas
de nubes entrelazadas.
Claro que sin perder de vista el régimen de inclusio­
nes recíprocas que fija su estatuto a la actividad incons­
ciente espontánea, por lo que los términos de “exteriori­
dad” e “interioridad” los pinzamos para poner de relieve
su alcance muy relativo. El poblamiento es narcisista, no
una “donación” altruista a objetos en contraposición.
(Remarquemos el contraste, tan esclarecedor, con esas
hojas tremendam ente vacías donde apenas se vislumbra
alguna silueta hum ana hecha con débiles trazos, carente
del “soplo de la vida”, tan coincidente con las vivencias
desoladas que en transferencia percibimos de pacientes
depresivos. No es lo mismo, nos adelantamos a señalar
-pues campea un alarm ante esquematismo en el psi­
coanálisis cada vez que se encaran los fenómenos del va­
cío-, cuando los intervalos en blanco del espaciamiento,
el silencio de la hoja, está consagrado a un trabajo acti­
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vo que no sólo puebla con “objetos”; después de Mallar-
mé, después del “nada en el centro” de Winnicott, inclu­
so, ésta es una concepción demasiado rudim entaria, es
como suscribir las creencias corporales de un adicto en lo
que hace a vaciar y llenar.)
Ocurre que la m era inferencia escribiendo o diciendo
“vacío” es por lo menos confusa sin discutir a través de
materiales cuán diferentes estatutos de vacío es posible
diferenciar. Una adolescente en tratam iento se muda con
sus padres a una casa más grande, donde además ya no
comparte su habitación. La cuestión es que pasan las se­
manas y no consigue ni fijar un póster, tropieza con un
vacío “lleno” de algo que no deja poner(se) (en) cosas. Es
una chica que en sesión sólo puede hablar con muchos es­
tímulos por parte del analista. Diversamente, otra ado­
lescente de la misma edad (y con “el mismo” diagnóstico
en los más bien inútiles cánones psicopatológicos comu-
nes), transcurrido un tiempo despeja su cuarto de casi to­
do lo que había puesto. Dijérase que hay que hacerle lu­
gar a cierto silencio, a cierto blanco en su propio ser, aquí
lo que necesita poner es el vacío (totalmente ajeno a “depre­
sión” o a “futilidad” esquizoide), siguiendo la inflexión de
lo que en ella se busca sin búsqueda deliberada. Por el
momento, prima todo de lo que hay que des-identificarse.
A la primera, en cambio, le lleva un tiempo usar las
sesiones para poner cosas, jugar imaginativamente a qué
se podría introducir en ese cuarto por ahora suyo sólo en
apariencia. Verbalmente la escena es análoga a como si
nos dedicáramos a dibujar y borrar en el pizarrón, propo­
niendo y descartando. Con más tiempo, inferimos ciertas
dificultades en sus trabajos de entubamiento corporal
que se fotografían, por así decirlo, en el estado de su ha­
bitación; “está vacío pero no hay lugar”, dice la paciente
llegando a una lucidez auspiciosa (no había lugar corre­
lativamente, puntualicemos, para cuerpo de mujer y ge­
nitales de mujer en ella, cuya m enarca se había hecho es­
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perar por demás).
A su vez, discriminar en torno al vacío obliga a intro­
ducir la cuestión del agujero, no pensamos ahora en el
“orificio” (Tustin), pensamos en el agujereamiento que
enferma o es expresión de enfermedad. No son sinóni­
mos. De hecho un proceso de agujereamiento impide po­
líticas de vacío subjetivante como la que hemos referido;
sobre todo, el agujero no es “falta”, vale más retratarlo
como un tumor en expansión, una formación maligna
que se opone por igual al poblar y al despoblar como fe­
nómenos propios de la vida psíquica corriente e incluso
sana.
Este relevamiento no puede dejar de lado un compor­
tamiento bastante frecuente en el análisis de niños, p a ­
recido y a la vez hondamente diferente al de la niña de la
tiza: evocamos esos casos en que niñas o niños disponen
caramelos o galletitas que traen a la sesión. Con mucha
frecuencia esto funciona como un apuntalam iento meto-
nímico en lo oral que parece ayudar a los trabajos de la
metáfora en que el paciente está empeñado, jugando o di­
bujando. Lo que puebla “recuerda” su umbilicación al
“llenado” de la boca.
Es la conexión de apoyatura en que fracasa nuestra
niña.4

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4. Sin llegar a ese extremo, otros niños -como un adulto en el que


irrum pe u n fum ar compulsivo en sesión- tra e n esas golosinas y sólo
pueden dedicarse a comerlas, si el an alista no regula la situación de
otra m anera. Se aproxim an m ás a ella, por los caminos de una
propensión adictiva incipiente.
Una nena de 6 años dibuja en el pizarrón del consul­
torio un helado, un típico helado, de aspecto bastante su­
culento, emergiendo redondeado, voluptuosamente, de
un cucurucho. El detalle es que a continuación le otorga
rostro, pintándole ojos, boca, etcétera. Es un chiste gráfi­
co, lo hace con ese tono. Sólo que interesa a nuestro asun­
to cuál es la apoyatura en el espacio “cuerpo m aterno”
que hace posible el chiste en el espacio “hoja”: recorde­
mos nuestra “definición” metapsicológica de la boca como
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un pecho alucinado. Aquí, por otra parte, se pasa de que
el helado esté en la boca a que el helado dibujado tenga
boca: ha salido así de su experiencia de boca este helado
singular y divertido. La pequeñez casual del “ejemplo”
deja entrever de nuevo la complejidad insondable de pro­
cesos de poblamiento silencioso, de fusiones que transfu-
sionan una dimensión viviente de un espacio a otro, de
“pequeñas” experiencias que hacen al bullicio “interior”
de la vida imaginativa. No siempre nos representamos
con el asombro indispensable la fuerza de todo esto cuan­
do asistimos a un niño que puebla el cuerpo tubo que
acaba de dibujar con botones y otros pequeños detalles, y
luego colorea esas formas minuciosamente, hasta la últi­
ma gota de blanco. (El desborde frecuente de ese color
más allá de los contornos de la silueta no es índice sólo
de inmadurez, sino también de la apertura de ese pobla­
miento expansivo que ya nos detuvo.)
Si esto es así, habremos aportado algo para que, de
aquí en más, no sea tan impresionista hablar de sensa­
ción, de sentir, de sentimiento y de afectividad, términos
que heredamos, que no podemos eliminar así como así y
que no podemos tampoco introducir en la metapsicología
de cualquier manera. Así como tampoco nos sirve repro­
ducir rutinariam ente la distinción freudiana, su arm a­
zón más bien, entre afecto y representación, que funcio­
nó un trecho para procesar cuestiones relativas a las
neurosis en adultos pero que más allá de eso resulta to­
talmente insuficiente, sin contar con la pesada carga me­
tafísica que trae a la rastra. Todo este libro que ya toca a
su fin puede leerse como una paráfrasis de la proposición
de Piera Aulagnier haciendo del afecto la representación,
paradoja que si no es leída con cuidado oculta lo esencial:
la no pertinencia de esos dos vocablos y de su oposición
tradicional.
Jonathan Miller ha propuesto la idea de considerar to­
da imagen sentida como ficción, al modo de un molde pa­
ra la gelatina. Claro, ese “molde” está construido con ele­
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mentos tan varios como nada menos que trozos del mito
familiar así inmiscuido en la entraña de las más “concre­
tas” y “elementales” sensaciones “físicas” o tem pranas y
no tem pranas. Asimismo, la metáfora del molde estruc­
turando lo informe de la gelatina se ajusta muy bien al
proceso descripto de entubamiento de superficies.
¿Qué come la niña de la tiza en fin, de cuya desventu­
ra partimos y que tan largo camino nos hizo recorrer?
Come por lo pronto de una m anera no metafórica peda­
zos intransformables del cuerpo materno que en otro
sentido no se revelan utílizables para crecer. Guarda así
una estricta relación de transformación con el sueño de
la monografía botánica de Freud, el insaciable Buch-
wurm, este come-trazos. La posesión metafórica del cuer­
po materno que es la acción específica del niño vienés se
contrapone a la des-posesión metafórica que padece la
niña brasileña.
Es aventurable entonces la hipótesis de que en todo
fragmento hipertrofiado, en cada “pedazo de tiza” de las
figuras autistas (giros, aleteos, balanceos, ecolalias) hay
un pedazo de madre no metabolizado, signo opacado del
fracaso de un encuentro irradiador de subjetivación. Pe­
dazos de “goce” (Lacan) o de “éxtasis” (Tustin) dando
vueltas incesantes porque no hay otra cosa.
¿Retornan como real? Si lo queremos formular así,
propondría una enmienda personal: no considerar el tér­
mino “real” real en bruto, en su acepción corriente, antes
bien pensar cada término de la trilogía que Lacan propo­
ne: a) antedatado por el término “simbólico” (entonces un
[simbólico]real vuelve como -diferidor clave- real; el có­
mo en general no ha sido leído, pasado por alto), cada
uno de los registros es interior a un campo simbólico -yo
diría aquí subjetivo- que los abarca; b) haciéndolos pasar
a los tres, procesarlos, por la categoría de espacio de in­
clusiones recíprocas, abismando, volviendo vertiginosa la
distinción y arruinándola manteniéndola arruinada (en
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lugar de eso la escolástica de línea no sabe sino concebir­
las siempre como un sistema de oposiciones de fondo bi­
nario; para la “prim era” época de Lacan escribirán I/S,
para el “último” Lacan, IS/R).
(Lo que dijimos de lo real vale de la misma forma pa­
ra el espejo: el espejo es un acontecimiento simbólico, in­
cluso desde el punto de vista antropológico, sus reverbe­
raciones im aginarias se inscriben allí.)
Llevando la cuestión al extremo, pero sin forzamiento
alguno, la misma “serie” de lo constitucional planteada
por Freud lleva incrustada la dimensión simbólica, la
propensión simbólica, escrita en los genes. Ya sin ningún
anacrónico lamarckismo, no hay por qué oponer en este
punto lo innato a lo adquirido.
En nuestra propia conceptualización o manera, que
subsume las diferenciaciones escritas por Lacan que a su
vez refundían las de la “segunda tópica” freudiana, da­
mos en pensar lo singular como un exiliado de tipo muy
particular, puesto que va y viene entre cuerpo espejo ho­
ja sin descanso y sin remedio, pues sólo existe y accede a
experienciar en la inestabilidad definitiva de su diferen­
cia.
Desde todo y cualquier punto de vista, éste es un tra ­
bajo inconcluso. “Por estructura”, “por historia”. No es la
idea de lo interminable ni la -b an alizad a- de la imposi­
bilidad, es un inconclusivo esencial.'

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1, El silencio de las notas silencia las “conclusiones”.

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