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DEL PAPEL
De la caricia a la lectoescritura en el niño
Ricardo Rodulfo
Paidós Psicología Profunda
www.fullengineeringbook.net
C u b ie r ta de G u s ta v o M a c ri
Ia edición 1999
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© 1999 de to d as la s ediciones
E d ito rial P aid ó s SA ICF
D efen sa 599. B uenos A ires
e-m ail: p aid o lit@ in ternet.siscotel.com
E diciones P aid ó s Ib érica SA
M a rian o C ubí. 92, B arcelo n a
E d ito rial P aid ó s M ex ican a SA
R ubén D arío 118. México DF
ISBN' 950-12-4220-x
ÍNDICE
Prólogo........................................................................ 9
sem inadas aquí y allá, que puede entenderse que haya sido inadver
tido (un excelente lugar p ara encontrarlo un poco m ás explicitado
puede localizarse en un trabajo tardío: en Exploraciones psicoanalíti-
cas, 1.1, Buenos Aires, Paidós, 1991). Por lo menos, caben dos indica
ciones: 1) que W innicott establece la posibilidad de la construcción de
una secuencia como un logro psíquico fundam ental, pleno de im pli
cancias patológicas en sus fallos y fracasos, y 2) que el prim er lugar,
el lugar por excelencia, p a ra dicha constitución es el campo del jugar.
Allí es donde el niño tiene la posibilidad de construirla.
3. É ste es un hecho m uy asociable a los dibujos donde el contorno
(por ejemplo, del cuerpo hum ano) es discontinuo, “en flecos”, lo que ha
espejo y pizarrón tenderá a reproducirse indefinidamen
te, en una circularidad sin aberturas. (En cada ocasión se
repite el,comer la tiza.)
Empezaremos a comentar esta notable observación
con algunas preguntas.
La primera: ¿qué pasa aquí? (para situarnos en un
plano clínico aún elemental pero insoslayable). Aparen
temente, el comienzo no estaba mal para un niño: ella
había arrancado a p artir del cuerpo m aterno para diri
girse hacia otro sitio. ¿A p artir de qué momento las cosas
empiezan a andar mal, a complicarse como en una im
passe? Dar un principio de respuesta a esto ya obliga a la
complejidad. Por de pronto, porque hay más de un enig
ma en la extraña secuencia: ¿por qué no consigue hacer
en el pizarrón siquiera una rayita, teniendo una edad en
la que ya encontramos al sujeto encaminado a escribir su
nombre, o al menos ensayando letras?, ¿por qué se come
la tiza como inesperado desenlace de ese fracaso que pa
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rece sum irla en la angustia?, ¿por qué retorna al espejo?
y, en especial, ¿por qué sobre él sí puede dibujar?, y ¿por
qué este sobreañadido de rasgos superpuestos a los ya
allí reflejados, claram ente ofrecidos a la percepción, com
portamiento éste nada habitual en un niño? Y, suplemen
to de interrogación: ¿a p artir de qué factores los elemen
tos de esta secuencia se desencajan?
Antes de seguir adelante con el peso de estas pregun
tas quizá sea más adecuado inventariar lo que ya tene
mos, a fin de determ inar con qué contamos para nuestra
inquisición. En principio, tres lugares que la secuencia
planteada delimita, tres lugares cuyo recorrido no culmi
na en un acto de escritura. El primero es el cuerpo de la
10. E n el capítulo IV de esa obra, poco antes del sueño del “tío Jo
sé”, F reu d caracteriza este procedim iento como el de agregar a una
dificultad otra nueva, esperando cierto efecto de retroacción. Más
adelante, en las páginas del capítulo VI consagradas al simbolismo
onírico, F reud extrem a esa acum ulación exasperando las yuxtaposi
ciones. La confianza en el efecto de ilum inación así producido -s in
Es un niño de 5 años a lá sazón, en análisis por una
neurosis fóbica de envergadura. Según él, lo hecho se lla
ma “pasto montañoso”. Es de hacer notar la direccionali-
dad de un movimiento por el cual lo que empezó siendo
un garabato -o un mamarracho, según se lo conoce entre
nosotros- va virando hacia la forma de letras definidas.
En este sentido, el niño se va adentrando en la hoja, se
establece con creciente firmeza en ella, al pasar de las
curvaturas indeterm inadas del trazo de garabato a la
precisión que requiere la confección de una letra por to
dos reconocible.
Consideremos ahora lo siguiente:
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15. Véase mi E studios clínicos (ob. cit.), donde este enfoque, soste
nido a lo largo de diversos capítulos, titu la finalm ente el libro.
en torno a un “ejemplo”; he evitado incluso, deliberada
mente, escribir “por ejemplo”, “un ejemplo de esta...”, no
he convertido a la niña de la tiza, para añadir a sus des
gracias, en un ejemplo de la entidad nosológica “psicosis
infantil”. Si se quiere, he seguido cierto sendero que po
dría -si el psicoanálisis no se hubiera entregado tan irre
flexivamente a una política de la disociación teoría/prác
tica que no sólo no inventó sino que ha desarrollado
elementos para cuestionar- constituirse en tradición, si
recordamos ciertas observaciones críticas de Freud sobre
el caso “ejemplar”, a la entrada del análisis fragmentario
de una histeria. (Y de hecho, pese a contumaces dogma
tismos y cerrazones, los historiales freudianos, en su es
critura, tienen todo que ver con esta idea de estudio y
muy poco con la rutina del ejemplo).
Una tradición más difundida pero a nuestro entender
difícilmente recomendable en psicoanálisis parece confir
mar este punto de vista: en ella, el hueco que se deja en
tre teoría y práctica se sutura, falsamente, con un ejem
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plo. Y he aquí la tradición de siempre, los mismos
ejemplos que en otro lugar me llevaron a evocar la im a
gen de un museo y que mereciera de Luis Hornstein la
comparación con una clínica pervertida en anatom ía pa
tológica, perennemente disecando a “Juanito”, “Dora”,
etcétera.
Parecería más atinado que una disciplina empeñada
en continuar viviendo se aboque a considerar más las
producciones de gente que está tratando de vivir. Y que se
vuelva más atenta a sus producciones genuinas: en este
caso, el término “m aterial” sí es bien específico del psi
coanálisis, y tiende a conjurar la escisión teoría/práctica
que el ejemplo ejemplifica. El material no ilustra: plantea
problemas, da a pensar, sobre todo es capaz de dar a pen
sar lo no pensado por la teoría y sobre todo si lo respeta
mos verdaderamente como tal, resiste la “aplicación” de
la teoría que de inmediato lo volvería cristalino y manso.
Estas mismas consideraciones explican que no haya
mos atiborrado precipitadamente estos fragmentos clíni
cos con la terminología propia de alguna burocracia psi-
coanalítica. En cambio, invitarán al recorrido que
empezamos a emprender, vocablos no de tipo técnico que
han sido sujetos a enumeración, cuyo peso iremos entre
viendo de a poco, de a paso. Muy señaladam ente, lá “me
táfora” del camino, eje de la secuencia extraída para usar
de modelo en nuestro estudio. También, por supuesto, los
que designan diversos lugares cuyas condiciones de pro
ducción, funcionamiento y estatuto están aún lejos de
una suficiente elucidación. Y aun las cosas que en esos
espacios acontecen: el niño que esboza la más simple de
las rayas nos lleva a preguntar, cuando no nos ahogan
las “líneas”, “por ejemplo”: ¿qué decisivas operaciones es
tán enjuego cuando se trata, nada menos, que de esto: de
hacer una raya? Serán elementos éstos que nos "reten
drán por mucho tiempo.
No podríamos concluir adecuadamente este capítulo
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sin recordar la conexión de todo lo en él expuesto con una
“vieja” pregunta escrita en el libro que coescribimos con
M arisa Rodulfo:16 ¿dónde viven los niños?, ¿y merced a
qué trabajos? (Se evidencia ya cómo la niña de la tiza no
logra vivir en un pizarrón o en una hoja de papel, en
aquel espacio ligado al trabajo del trazo.) El “yo” con que
su congénere sabe llevar a su apoteosis el garabato que
ha emprendido vale como elemento de dilucidación de su
posibilidad como de su potencia para existir allí (mucho
más que para “aprender” a escribir).
De estas preguntas derivan consecuentemente otras:
¿qué conflictos afronta un niño en el lugar donde se alo
ja, en cada uno de los sitios donde su subjetividad se em
plaza? Pero no queremos apresurarnos a olvidar aquellas
primeras.
16. Rodulfo, M arisa y Rodulfo, Ricardo: Clínica psicoanalítica con
niños: una introducción, Buenos Aires, Lugar Editorial, 1986.
Cuerpo materno--------- ► espejo —----»*- pizarrón
(hoja)
4U
conciencia que -h a sta la entrada del psicoanálisis- la
medicación no lograba controlar del todo. A él no se le h a
bía dicho una palabra sobre lo que le pasaba, sobre esos
intervalos en que su subjetividad se hundía, sobre la ra
zón de tan tas visitas al médico. Lo primero que en el tra
tamiento pudo hacer -tra s meses áridos a causa de mi
falta de recursos para pensarlo h asta el afortunado azar
de unas páginas de Eduardo Pavlovsky sobre terapia de
grupo con niños epilépticos- fue una escenificación bien
de cuerpo, una suerte de psicodrama espontáneo, (ade
más era un niño de muy escasos recursos verbales y lú-
dictrs en general), donde por prim era vez escribió, le dio
álguna figura a sus ataques, en la forma de un violento
asesino que venía de noche a estrangularlo.9 Si lo pensa
mos detenidamente, ésta es otra variación del acariciar.
h
1.' Por supuesto, son innum erables los lugares donde buscar esta
escena en D errida (dejando en suspenso que todos sus escritos están
puestos en juego según ella); no sólo F reud y la escena de la escritu
ra/m ás fam iliar a los psicoanalistas por razones obvias, tam bién “La
doble sesión” (en L a diseipinación, Barcelona, E spiral, 1980) y De la
gramatología (México, Siglo XXI, 1976).
Por otra parte, y según lo habitual en Derrida, hayf
una toma de distancia respecto al orden del concepto con
su cortejo burocrático de definiciones, oposiciones, etcéte
ra. Más bien a la escena de escritura se llega poniéndola
en escena, por tanto voy a escribir poniéndola en juego
de alguna m anera que, además* 110 es cualquier manera.
Por de pronto, conviene llam ar nuestra atención hacia el
punto de que esta implicación compleja entre ambos tér
minos hace de todo escribir un acto más complejo que si
lo limitamos a una técnica, a la cuestión de ciertos ins
trumentos (como la tiza) y cosas así. No se constituye una
escena sin fantasmas intersubjetivos, sin el fantasma de
la subjetividad incluso, y sin ciertos ritmos e intervalos
que Derrida designa espaciamientos.
Aquí no está de más tampoco convocar cierta tradición
psicoanalítica: la escena forma parte de algo más funda
m ental que la rutina del sistem a de los conceptos, forma
parte del modo de pensar de algunos textos psicoanalíti-
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cos, desde la escena originaria, la escena del niño a quien
le pegan (Freud), a la escena del júbilo especular (Lacan)
o a la escena del niño agarrando el bajalenguas (Winm-
cótt), sólo por hacer un itinerario corto. Al decir “tradi
ción” tam bién insinuamos un orden de cosas de mayor
peso que el académico conceptual del discurso universi
tario. El establecimiento de escenas en psicoanálisis guía
la interpretación, análogamente a como las escenas en el
interior de la clínica psicoanalítica suponen una configu
ración particular de ciertos elementos que han de gravi
tar drásticam ente -h a s ta cruelm ente- en todo lo que
sean puntos de inflexión de la estructuración subjetiva.
Esto no deja de involucrar enseguida otro término de
funcionamiento más bien silencioso, el de secuencia. La
escena (se) dispone (como) una cierta, secuencia; la se- -:
cuencia despliega en lo sintagmático una escena que 710$
siempre sabemos cuál es.
Si la escena (y la secuencia que le es inherente) espa-
|:|ia a su m anera un conjunto de términos, destaquemos
que espaciar es tam bién hacer existir, dar lugar a existir.
No es que haya “sujetos” que gobiernen la escena de es
critura bordeándola por su afuera: recién en el campo de
fuerza de una escena de escritura se hace distinguible lo
¿(fue podamos llam ar un “sujeto” o más. La escena no es
/ entonces expresiva, en ella se fabrican y suceden cosas,
sin excluir la prim era vez de las cosas.
Las historias del psicoanálisis entre nosotros en las
Si^itimas tres décadas y las rutinas de vocabulario deriva
das hacen que tam bién merezca puntuarse la m anera en
|fque la escena de escritura se desmarca de una “lógica” de
la escritura. Allí donde abrimos la puerta fascinadamen-
te a esa lógica, allí nos va a regir sin ningún reparo el sis-
■tema de la metafísica occidental, y con él, todas sus obli
gadas impasses. Sólo recordemos que el psicoanálisis
¿ debiera m ostrarse aquí especialmente cuidadoso, toda
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vez que se emplaza en una de estas impasses (soportan-
!;’do así no pocas paradojas): la’ que opone “ciencia” a “no
ciencia” como términos de una división firme. (De man-
fí'tenerse sin fisuras ni incertidumbres, el psicoanálisis no
tiene medio para respirar, se queda sin espacio.)
Que nada se escriba fuera de una escena de escritura
¿cuyas condiciones en cada caso habrá que establecer, es
Ero principio claro de inm ensa ayuda para el trabajo clí
nico. Para empezar, permite un mejor estudio de situa-
Hciunes cotidianas que, sin la consideración analítica, que
dan sumidas en la trivialidad al no percibirse sus
alcances. Tomemos por ejemplo esa decisión del adoles
cente de m utar su entorno, barriendo con los significan
tes de la niñez que pueblan su espacio y reemplazándo?
| los con diversos pósters y graffiti con citas de Charly
García y del Che Guevara. No es lo mismo pensar esto
g'como una m uestra de “conducta” evolutivamente signifi
cada que reparar en que las paredes de ese cuarto son
hojas, pizarrones, superficies de inscripción, y la escena,í
una aparentemente solitaria donde él se está reescribien-
do en tanto subjetividad deseante, “reterritorializando%
(Deleuze-Guattari) su espacio habitual de reconociraien-^
to, el espejo de su cuarto. En este poner y sacar se juegan
operaciones de escritura, de borrado y vuelta a escribir
tanto o más im portantes como tales que las que las defi-
nicionés convencionales de escritura connotan bajo este
nombre. Se libera, si procedemos así, una fuerza teórica
incalculable.
Lo mismo reexaminando otra situación harto cotidia
na: el acto'de la comida montado entre madre e hijo, tam
bién concebido en los mismos términos desbana lizad ores.
Bien pensado, es una situación muy predispuesta a un
denso entrecruzamiento de motivos míticos: de lo oral en
esa familia, de los fantasm as en torno de lo lleno/vacío,
de lo limpio y de lo sucio, del lugar concedido al empuje
lúdico (que tiende a una relegación benéfica del comer
stricto sensu, “por añadidura” (Lacan), si se le deja mar
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gen para ello sin excesivas “llamadas al orden” de la “lí
nea” del cuerpo que impone como ideal según el hijo sea
varón ó nena, etcétera. Nuevamente, allí donde el obserjs
vador conductista sólo puede ver pautas de condiciona
miento, la perspectiva psicoanalítica que propongo abre
la m irada a una multiplicidad de escrituras en juego en
una escena que aportará tantos motivos constituyentes
de lo que molarmente designamos “sexualidad”, “narci
sismo”, “imagen inconsciente del cuerpo”, etcétera, así
como a sus diversas inflexiones de perturbación. El tra
bajo teórico de llevar distintas situaciones típicas de la
cotidianidad al rango de escenas de escritura e interro
gar qué se escribe allí se ve largam ente recompensado, j
Dejamos a nuestro adolescente en ese punto donde la
falta de mujer - a la que localizamos' con un matiz dife
rencial como no lo mismo que la falta en la m ujer- deri
vaba en sorprendentes efectos, tal la falta de bajo para
.'íjV¡,
escribir una composición, que no consigne su despliegue
sin columnas armónicas,2 cúyo cimiento tendrá durante
muchos siglos un nombre sumamente instructivo para
Ijiósotros: bajt) continuo. Hemos esbozado al respecto las
lideas bien de desubjetivaciones más o menos parciales,
bien de fallas o déficit en lo que podríamos llam ar la es-
fcrituración del cuerpo y/o en los procesos de subjetiva
ción Hemos tam bién al respecto evitado deliberadamen
te entrar o caer en el vocabulario psicopatológico al uso,
particularmente en la alternancia neurosis/psicosis que
’lo gobierna (de un modo que nos resulta excesivamente
unilateral).3 En principio como una precaución de méto-
do para no sofocar nuestra investigación con el recurso
demasiado rápido a esquematismos. Antes de determ i
n a r si lo que le pasa a nuestro paciente es “neurótico” o
' “psicótico” nos interesa mucho más que la dirección de lo
que trabajamos interrogue h asta el borde de la puesta'en
tela de juicio la competencia de aquellas categorías, que
?
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2. U na de las grandes diferencias entre m úsica (la occidental muy
en particular) y narración lite ra ria o poética es el modo de articular
Jas dimensiones de sintagm a y paradigm a. La escritu ra polifónica,
-que se libera con u n prodigioso desarrollo d u ran te la Edad Media, im
plica un trabajo en la sincronía incom parablem ente m ás intensivo y
complejo que el de todos los géneros dependientes de la escritura fo
nética. Es imposible ejecutar la composición m ás sencilla sin tener
que leer a u n tiem po sobre dos ejes, horizontal y vertical. La ñgura,
específica de n u e stra m úsica, del director de orquesta, la necesidad de
su comparecencia viene a en carn ar este tipo ta n p articu lar de texto,
ausente o sólo laten te en otras culturas. De ahí el gran interés que,
en mi opinión, tiene la m úsica como modelo de representación para el
psicoanálisis: cualquier p a rtitu ra , orquestal o solista, es mucho más
Aparecida a los encadenam ientos inconscientes que un cuento o un
poema. Claro que h ab ría que considerar aparte, tam bién, el caso de
las ártes plásticas;
3. Y no nos parece n ad a casual que los textos m ás ricos en la in
vestigación y el inventario de distintas y aún “nuevass" formaciones
clínicas respondan a idéntica reserva: por ejemplo, y entre nosotros,
los de David M aldavsky y J u a n David Nasio.
desde hace mucho se ños vienen antojando demasiado'
gruesas, desmedidas y, en últim a instancia, de limitada!
eficacia clínica. ' ij
El “de” de la desubjetivación, las fallas, los déficit, los
fracasos, constituyen un régimen de nominación aparen
temente un poco vago, pero menos comprometido con el
orden psiquiátrico,4 tanto más abierto entonces a posi
bles hallazgos e incluso a una renovación en profundidad!
de nuestros esquemas de clasificación. v¡
La sensibilidad del muchacho a los efectos de su larga
exposición a la depresión crónica m aterna que permitió;
descubrir el análisis nos llevó a levantar síntomas y fe
nómenos de vivencia, hasta aquel momento desapercibía
dos: también intensificó su percepción, antes tan borrosa,
Estos síntomas o vivencias podían parecer de pequeña
dimensión, o de baja intensidad, pero uno concluía en
que contribuían pródigamente al sufrimiento generaliza
do y al notorio estado de infelicidad en que transcurría la
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vida del paciente. Consideremos primero uno de los más
interesantes para nuestra investigación: sabíamos ya
que él, sobre todo en reuniones con cierta cantidad de
gente, padecía del no poder hablar de nada (sensación
que no disminuía en absoluto porque hablara), así como
no poder escuchar sostenidamente lo que le dijeran. Pe
ro acercar la lente analítica a estas manifestaciones lé‘
hizo dar algunos pasos más. Primero a encontrar la pa
labra más adecuada en su sentir para tales estados: él
pasaba a ser “inexistente” (y esto no era mera “represen
tación palabra” sino bien “representación cosa” para,
nuestro héroe). Los mil hilos que Freud evocó de Goethe
salían y concurrían de aquel término. A continuación, un
descubrimiento que no parece congeniar con la idea de
16. Dolto, F. y Nasio, J. D.: E l niño del espejo, Buenos Aires, Gedi-
sa, 1989.
17. Aquí nos parece ú til el juego de la distinción qué tra z a Nasio
entre prim ordial y principal. Véase Los gritos del cuerpo, Buenos Ai
res, Paidós, 1996.
repercusiones metapsicológicas que ocasiona la introduc
ción de la escena de escritura. Sobre la repetición -e n su
vertiente no compulsiva, de apertura libidinal- que pue
de pasar a ser entendida como un trabajo (y no un meca
nismo) o como el trabajo por excelencia de escribir la li
gazón; sobre el autoerotismo, que ya no adm itiría ser
concebido como emanación de un cuerpo que ya-estaría-
ahí y que ya-estando-siendo-ahí lo practicaría, ahora lo
pensaríamos en la perspectiva de un o través en cuyas vi
cisitudes se irá dibujando el saldo de un cuerpo (a su vez
esto forzará una interrogación acerca de la función del
placer en la subjetivación, apartándonos de situarlo co
mo un fin de los procesos psíquicos). Sobre el narcisismo,
en fin, categoría tan global, si no demasiado, para las ne
cesidades de nuestra práctica clínica contemporánea, pe
ro que en ningún caso podríamos alejar demasiado de la
problemática de la ligazón con lo corporal. Y siendo en
exceso tan “molar”, el poner la lupa sobre una m iríada de
operaciones de escritura ha de contribuir a su especifica
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ción interna, al deslinde de sus componentes.
¿Anidaremos justificadam ente la esperanza de que el
movimiento de escrituración emprendido haga algo por
nosotros, en relación al dualismo metafísico de la mente
y el cuerpo, tan rebatido como duradero y de efectos per
m anentes en el trabajo clínico de todos los días?
5. LIGAZONES Y MAMARRACHOS
10. Freud, S.: M ás allá del principio del placer, capítulo 2, ed. cit.
11. Véanse Bennintgon, G. y D errida, J.: Jacques Derrida, Barce
lona, Cátedra, 1995. Sección “La diferencia”.
12. El envío a la categoría de N ietzsche es decisivo p a ra destacar
¿el carácter no resentido, no reactivo, en la búsqueda y en la producción
de la diferencia. Véase en p articular La genealogía de la moral (Bue
nos Aires, Aguilar, 1960, t. I.), entre otros textos posibles y p ertinen
tes.
13. Según el reparo de L évi-Strauss a Lacan. Véase el Finóle en
El hombre desnudo (volumen cuarto de las Mitológicas), México, Fon
do de C ultura Económica, 1972.
to -en ausencia de patologías que lo comprometan- inde
pendientemente y sin perjuicio del cumplimiento de uji
deseo con la satisfacción que acarree. Pero este seguir
abierto poco tiene que ver con la insatisfacción neurótica
que a menudo lo recubre. Confundir estos dos órdenes
lleva a yerro en el trabajo del analista, manda a vía
m uerta el poder de la interpretación; lo peor: idealiza o
fetichiza las neurosis, elevándolas -bajo su ente 1equita
ción “estructuralista” en “la” neurosis- al rango de un ob*
jetivo a alcanzar, desvío no poco irónico en la trayectoria
histórica del psicoanálisis.14 Malversa la “dirección de la
cura” que en la orientación que estamos planteando de
bería tender a llevar la insatisfacción a su transforma
ción en no satisfacción. Este movimiento capital no pue;1
de ni siquiera intentarse si el analista no advierte que la
insatisfacción es tan cerrada, tan clausurante, como
cualquier circuito corto de satisfacción concreta,15 por
ejemplo el del consumo vulgar.
2. Pero los dos polos del eje, satisfacción e insatisfac
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ción, se apoyan en un requisito de subjetivación tramita
do: la ligazón de lo corporal cuyo saldo es un “mi cuerpo’1
capaz de pendular de un extremo al otro y capaz tam
bién, en algún momento, de esa inflexión que transforma
la insatisfacción común o “miseria común” en insatisfac
ción neurótica, cualitativam ente diferente. Si esta liga*
zón se encuentra alterada, parcial o globalmente, fallada
de un modo u otro, aquellas categorías ya no nos respon
14. Que tanto procedim iento e stru c tu ra lista tenga por ívsuJtadu
la producción de entelequias un poco “sustan ciales” es una de las pa
radojas del texto de Lacan: se suponía que el estructuralism o venía a
term in ar con ellas.
15. Se abre ventajosam ente la reflexión aquí acudiendo al brev^
comentario de Gilíes Deleuze “Deseo y placer: mi pensam iento y el de
Foucault”, aparecido en Zona Erógena, n° 32. Especialm ente aconse-
jable p ara aquellos colegas que dan por supuesto que “todo” lo del de
seo ya está “establecido” por Lacan.
den. Tengamos en cuenta que, en el desarrollo de las hi
pótesis que proponemos, la ligazón es lo psíquico, el tra
bajo de la ligazón es lo psíquico y al mismo tiempo, peró
W) es lo mismo, hemos de llam ar “cuerpo” a los recorridos
de esa ligazón, a lo que ella subjetiva, a lo que ella ani
met, en términos de Winnicott.16 Por ejemplo la experien
cia de una erección insatisfactoria -com parada en un
materia! donde otro paciente comenta, abriendo su pri
mera sesión, que todos sus amigos le dicen “pito de oro”
por las mujeres que consigue, pero que desde siempre él
lo siente “corto” y ninguna proeza alcanza para disipar
esa castración- no equivale a la de esa no sensación que
en nuestro adolescente funciona como una verdadera
erección negativa o antierección pues lo saca de la mujer
en lugar de hacerle penetrar en ella. Hay por lo tanto un
quantum de subjetivación negativa o desubjetivación en
la manera en que el joven no experimenta el abrazo *se-
ajual, aquel matiz que obliga a introducir la palabra eró
tico en una situación dada, m anera no alcanzable tampo
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co por la referencia al par satisfacción/insatisfacción,
mucho más no alcanzable por la fórmula “deseo de otra
cosa” siendo no deseo de otra cosa, sino activa retracción
contra, cernible de una m era indiferencia pasiva (se pue
de abundar aquí en la frecuencia de vivencias de asco, re
pulsa y diversos grados del desagrado en mi paciente lle
gado al lugar donde el encuentro supuesto revelaba su
naturaleza de esencial contraencuentro).
3. Si hacer la ligazón es lo psíquico, será indispensa^
ble separar con cuidado (lo positivo de) la ligazón insatis-
lacloria - ta n fácil de encontrar en vínculos crónicamen
25. C ualquier analogía con la situación epistém ica del sueño que
desgaja F reud es “p u ra coincidencia”.
hace m aterialm ente la espacialidad de ese espacio; la
idea de “ocupación” debe aclararse, pues no es la ocupa
ción de algo que preexistía sino la ocupación como hacer-
emerger una dimensión novísima en los procesos de sub
jetivación. Este punto de vista valoriza la “compulsiva”,
necesidad del niño que garabatea de enchastrar con su
trazado hasta el último rincón de la hoja o su propia ma
no, irregularidad del contorno que desgeometriza el es-y
pació y que por eso mismo ha sido retomada en algunos
exponentes de la pintura contemporánea, donde la pared
y el suelo pasan a formar parte de un marco ya no encua
drado.
N uestra hipótesis, entonces, es que, lejos de la “com
paración” pintoresca, analógica, o levemente erudita, el
garabato del niño cumple -e n lo que hace a la constitu
ción de una espacialidad inédita como la de la pizarra o
la hoja de papel o aun la mesa o el rincón donde con ju
guetes se monta una escena “total”- exactamente la mis
ma función que el basso continuo, en lo atinente al espa
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cio donde la música podrá desplegarse, y que la capa de
óleo como la verdadera tela o la verdad de la tela, la re
velación de la verdad de la tela aparentem ente “en blan
co”, para el pintor. Demolición de la tabla rasa y en general
de las categorías aristotélicas, particularm ente la mate
ria/forma, ya que el principio lúdico am asa tanto la pri
mera como la segunda (pero, por otra parte, no a la ma
nera de un principio espiritual autoconsciente). Merced
al garabato, con más justeza, merced al garabatear, al
garabateando, se ocupa un espacio de escritura determi
nado, de largos y complejos efectos sobre el psiquismo
-por ejemplo, todos los que Lacan destacará como efectos
28. Las lim itaciones teóricas de estos últim os h an sido tam bié
profundam ente estudiadas por Sami-Ali en De la proyección (Barcelo
na, Petrel, 1985), no por casualidad uno de los poquísimos autores
que pudo proporcionar al texto de El niño del dibujo referencias y
puntos de apoyo consistentes en el plano específico de lo que hemos
llam ado trazo.
Lugares de aposentam iento
Caricia ® Modos
de la
Rasgo ® ligazón
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Trazo ®
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Designa la subjetivación prim aria
f Designa la individuación
Designa la escrituración
Relaciones de acarreo
-4 --------- ^ -------
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¡ay mami mami mami mami!
7. Véase el “qué fea que es” como elem ento de caricia negativa en
la constitución de u n a experiencia de vivencia de satisfacción depri
m ida en el capítulo “Crónica de u n a depresión tem p ran a” correspon
diente á C ristina Fernández Coronado -R . Rodulfo (comp.): Pagar de
más, Buenos Aires, N ueva Visión, 1986-. Puede cotejarse el punto a
la luz de mi em plazar lo decisivo de que el niño sea vivencia de satis
facción de la m adre; véase “Sin espejo”, capítulo final de Estudios clí
nicos, ob. cit.
que en ningún lado funciona de modo tan contunden
te como en la m anera en que se acaricia o se deja de
acariciar, se acoge en plenitud o con un abrazo tenso
o desencontrado, a un bebé: todas esas maneras y
cualesquiera otras “dicen” qué es esa pequeña criatu
ra para el mito. Piera Aulagnier lo subrayó inmejora
blemente: ¿es congruo en ese mito particular el naci
miento de un hijo con algo del orden de “hay placer”,
“el placer existe”?
6) Por vías de consideración distintas, más de una co
rriente psicoanalítica ha señalado la importancia de
la huella del padre en la madre -con todas las varian
tes empíricas que podamos im aginar- y antes de ser
ésta una consideración conceptual fue un hecho con
que la práctica se tropezó y tuvo que reconocer, típi
camente en la figura de esa madre cuyo acariciar -lie-
vado hasta el colecho- comunica su represión^o su
insatisfacción genital, lo desvaído que deriva anagra-
máticamente en desviado de su vida erótica. O bien,
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con no poca frecuencia, se tropezó con una abuela en
esa posición, ensombrecida por más de un duelo im-
plant(e)ado.
El cuerpo que viene del orgasmo, que lo frecuenta,
abraza distinto.
7) Lo que a su vez deja espacio mejor para el elemento
de la caricia paterna, masculina, o para el elemento
masculino de la caricia, tan poco puesto en juego en
nuestros textos en la medida misma en que encerra
mos al padre en la triangulación edípica, la ley y re
ferencias sobreabundantemente similares. Es raro
encontrar unas líneas en la literatura psicoanalítica
dedicadas al tocar de un hombre sobre el niño, a sus
especificidades lúdicas potenciales, al elemento viril
del cuerpo a cuerpo en juegos físicos que raram ente
emergerían en una mujer (a menos que dispusiera de
un archivo de escenas con su padre o sustituto al res
pecto, lo cual es raro).^Carestía tanto más curiosa por
la relativamente abundante nostalgia de un contacto
directo siempre frustrado que campea incluso en el
m aterial de pacientes adultos como algo que les faltó
en su historia y en su cuerpo.
8) En el acariciar, en su emergencia y trazado a medida
que se despliega, intervienen también formando par
te regulaciones concernientes a la problemática del
poder entre los chicos y los grandes, vale decir, regu
laciones políticas y de lo político en la familia, y que
el psicoanálisis acostumbra reducir, sin pensarlo mu
cho, a la prohibición del incesto. Clínicamente consi
deradas, estas regulaciones lim itan (dejando subsis
tir partículas que no parecen poderse impedir, ni
siquiera estamos seguros de si sería deseable impe
dir):" disponer del niño/a como un paquete o accesorio
del cuerpo del Otro; disponer y explotar elementos de
la sensorialidad sensualidad del niño como si fuese
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8. Teóricamente, el punto es abordado m inuciosam ente por Jessi-
ca Bqnjam in (véase el capítulo III de Los lazos del am or, Buenos Ai
res, Paidós, 1996); la prim era, en nuestro conocimiento, en encarar
una vinculación de padre con hija e hijo no m ediado por la m adre ni
en el interior de una e stru c tu ra que lo deja siem pre en tercero (jes
verdaderam ente in teresan te que esta consideración independiente
haya sido iniciada por Freud! -v é a se la por ejemplo en El yo y el ello-,
dando así pruebas suplem entarias de una sagacidad clínica infre
cuente, así como es sugestivo que esas indicaciones leves, dispersas,
pero repetidas, quedasen in articu lad as y luego reprim idas a posterio-
ri a medida que el carácter “nuclear” del complejo de Edipo hegemo-
niz,ara im perativa e im perialm ente el pensam iento freudiano).
M ás allá de esto, excepcionalm ente, P au lette Godard consigna el
punto de los juegos corporales padre-hijo en su “¿Existe el padre del
bebé?”, Revista de A M E R P I, n° 3, México, 1996.
9. Las advertencias de Benjam ín (ob. cit.) sobre una sexualidad
“desinfectada”, “sá n itarizad a”, tom an su valor aquí. Podría seguirse
al respecto todo el complejo trayecto del motivo de la contaminación
en Derrida.
una entidad sólo corpórea, sin alteridad subjetiva en
esa carne; disponer del potencial erótico erotizable
del niño en su conjunto -no sólo físico, físico subjetua-
d£- para compensar y equilibrar frustraciones y pri
vaciones en la vida sexual de los adultos (probable
mente, lo que el psicoanálisis tendió a pensar como
“seducción”). La sola enumeración es útil para solici
tar la pregunta por en qué medida estas distintas co
sas caben sin violencia en la prohibición del incesto
globalmente considerada y en la terminología a que
diera lugar, incluida la más moderna: castración sim
bólica, simbolígena, Nombre del Padre, etcétera.1" So
bre todo, y además, dada la particular mitopolítica se
xual que sustenta todas estas enunciaciones, donde el
término “ley” es siempre altam ente congruente con el
de “padre” así como el de “incesto” con el de “madre”.11
No nos puede sorprender que el tufo paternalista re
sultante ahogue la percepción de lo político, término
sin el cual nos perdemos en estas cuestiones.
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Pero está claro de todas maneras que, aun constriñén-
dose a la noción de “prohibición”, ésta no podría ser enten
dida como prohibición “de” la caricia, del acariciar, sino
al modo de una cualificación ingrediente en su composi
ción interna, por eso mismo la enumeración que estamos
intentando. Por ejemplo: “No acariciarás a tu hija como
si fuera un apéndice tuyo, un objeto de tu propiedad”. Al
go ganaríamos, probablemente, liberándonos de la tenaz
inercia que identifica prohibición con borde -siendo el
borde cosa de la caricia-, imaginando ésta en la entraña:
10. Respecto a la segunda regulación, cuya violación define un es
tilo verdaderam ente perverso (hay muchos abusos analógicos y m eta
fóricos de este concepto) consúltese K han M asud: Alineación en las
perversiones, Buenos Aires, N ueva Visión, 1991.
11. Véase Benjam in, J., ob. cit. Al respecto puede consultarse todo
lo desarrollado en nuestro medio sobre este tem a por Ana Fernández
y Eva Giberti.
que figura al borde no es lo mismo que creer que figura,
el borde.
Y además, aun haciendo constar dos disposiciones es
pontáneas del niño al respecto:
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Hemos insistido en otros lugares sobre la tendencia a
hacer del a posteriori un movimiento tan lineal como
aquel que en su momento de forjación venía a compleji
zar y sobre la no menos conspicua tendencia a concebir
la vivencia de satisfacción como una experiencia ya con
cluida en un pasado remoto, inalcanzable por las pericias
históricas,14 algo que ya pasó. Clínicamente hablando, es
ta m anera de considerar las cosas vuelve impracticable
,el concepto; le deja el dudoso estatuto de una finta “teó
rica”, de erudición “metapsicológica” supernum eraria.
El lugar de la experiencia del orgasmo es probable
mente uno de los mejores m ateriales para historizarla y
para su desmarcación de la oralidad que desde un prin
CODETTA
Caricia Subjetivación
primaria
\
F o rm a s
Rásgo indivi d e 'la
duación lig az ó n
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Trazoidentificación
metafórica
realización
/
-------- ► -------- ►
,-------
R e la c io n e s de a c a rre o
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Punto por punto, los motivos y las problemáticas que
hasta aquí hemos desplegado -e l hacer de la experiencia
de la vivencia de satisfacción una experiencia de apertu
ra de la subjetivación, la detención en el acariciar conce
bido como una autoescritura del cuerpo, la determ ina
ción de ciertos espacios privilegiados en la constitución
del self como los que llamé “cuerpo m aterno” y “espejo”-
caben o se sitúan en cierta fluctuación entre el narrísimo
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originario y el narcisismo primario. Desglosan así lo que
estas grandes denominaciones tienen de excesivamente
genérico, lo cual debe traducirse én ventajas para el tra
bajo y la investigación clínica.
Es tanto como balizar un campo que se extiende entre
las primeras marcas de subjetivación que hacen del cuer
po algo por siempre irreductible a un organismo y cierta
coronáción de una posición como es el yo, indecisa a su
vez entre el “júbilo” especular (Lacan) y los primeros ac
tos de lengua en cuanto a nombrarse “yo”.
Si aceptamos provisionalmente el itinerario abierto,
exige afrontar otro trabajo, que es volver a pensar el es
tatuto de la especularidad, particularm ente en la concep
ción inaugurada por Lacan, y que hace del espejo algo así
como el lugar de origen, una fecha inicial, de la vida psí
quica, no habiendo “antes” nada que decir que no fuera
pura retroactividad. Lo que hemos expuesto se aparta re
sueltamente de esta concepción, devenida “lacaniana”.
La atemporalidad de su’reiteración la ha banalizado
tanto que parecería ocioso evocarla detalladamente. En
cambio es im portante destacar un par de cuestiones que
no han sido suficientemente discutidas:
12. Sobre esto punto, rem ito nuevam ente a nuestro Trastornos
narcisistas no psicóticos, Buenos Aires, Paidós, 1995.
lenguaje, etcétera: siempre la misma dificultad y la mis
ma arrogancia adultocéntrica) se significa como de frag
mentación, incoordinación, etcétera. Pero Freud conjuga
ba dos modos del tiempo: el que plasm a en el modelo del
ejército que avanza y se despliega ocupando posiciones y
el de un movimiento de la temporalidad hacia atrás. Por
muy lineal que pueda llegar a ser, el primero deja espa
cio para pensar e im aginar un antes donde allí antes pa
saron cosas, además de la remodelación por lo que acae
ce después. ¿Cuál es en realidad la ventaja de quedarse
con una sola dirección temporal, autolimitándonos a in
vertir la que el pensamiento evolucionista difundió y
hasta popularizó? Uno pensaría que ya estas dos juntas
resultan al fin de cuentas bastante pobres para las ar
duas custiones de temporalidad que nos plantea todo
abordaje histórico no simplificador. La idealización del
aprés-coup no lleva demasiado lejos ni de un modo tan
distinto a la linealidad progrediente anterior. Como se
dijo en su momento de la proyección, no se retroacciona
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en el vacío, la fuerza del a posteriori recae sobre m ateria
lidades que ya tenían su propio grado y modo de organi
zación, no hay razón para pensarla como si fuera una
creación ex nihilo. No hay ninguna necesidad para ju sti
preciar la fuerza y la importancia del Nachtraglichkeit
freudiano, no le quita nada de su emergencia, hacerlo
chocar con vivencias, experiencias y procesos previamen
te conformados, derivándose de allí una rica y conflictiva
interacción.
La tercera dificultad, siguiendo este recorrido, en
cuanto a la unificación puede formularse rebatiendo el
gesto teórico o la esperanza demasiado habitual de fijar,
con mayor o menor violencia y arbitrariedad, un punto
de partida absoluto para el “origen” del psiquismo; repe
tidamente nuestras investigaciones nos llevan a recono
cer procesos que ya habrán estado y que además segui
rán estando: los hechos del aposentamiento, por ejemplo,
se vuelvan'a plantear en varios tiempos decisivos de la
existencia. H abrá que perseguir más adelante el inter-
juego entre sus trám ites y los de una individuación que
no se cumpliría, advirtámoslo, sin una adecuada anida
ción en el espacio de la especularidad.
APÉNDICE
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N uestra investigación sobre algunos problemas de es
critura -incluso de los caminos que conducen a la lectoes-
critura en sentido propio- nos llevó a desplegar una se
rie no m eram ente sucesiva de espacios correlativa a un
manojo de operaciones esenciales para la subjetivación
temprana. Recapitulándolo con otra figura:
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Trazo
F o r m a s de
ligazón-desligazón
(B in dung)
Caricia
Rasgo
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años, enfurecido contra la pretensión del padre que le impone comer
caracoles, deja la casa y se aloja en uno de los árboles que la circun
dan (en rigor, un vasto bosque se extiende en torno a ella y en toda la
región: este poblamiento, esta dimensión de la “ecología” del medio en
que la historia tran scu rre, es la condición -d e posibilidad- del relato).
En la medida en que el conflicto se prolonga y se complica la rebelión
del pequeño, deja de ser tran sito ria, y el árbol, y a continuación el
grupo de árboles, deviene m orada, nuevo lugar de aposentam iento, y
red vial por la que el niño circula sin tocar nunca tierra. (E sta disyun
ción de un joven héroe hacia lo alto ha sido extensam ente tra ta d a por
Lévi-Strauss todo a lo largo de sus M itológicas.) Sólo que el texto de
Calvino se ap a rta en un punto esencialísim o de la simbología psicoa-
nalítica m ás común: la casa no es aquí un equivalente de lo m aterno
o del cuerpo m aterno sino el ámbito dominado por “la ley” fálica del
padre; consecuentem ente, el árbol no es un “sustituto paterno” sino
un contra-espacio alternativo a su hegem onía cultural. Tampoco
-profundidad del escrito r- su movimiento es el de un retorno a la N a
turaleza (“m adre”): el protagonista inventa u n a zona periférica por la
cual moverse, en cuyo rasgo distintivo de “e n tre ” reconocemos u n a de
term inada y singular inflexión de lo transicional.
punto de partida; llega finalmente al extremo, a lo que ten
dría que ser el um bral de la vereda, pero resulta que allí
no hay nada y cae al abismo, al puro blanco de la hoja del
sueño. La paciente experimenta ella vividamente el m a
lestar de la caída, lo cual delata que se tra ta de ella en la
perrita y ubica el sueño como una bella variante de los
sueños típicos de caída y angustia sin fin. Más allá de es
to, nos proporciona una especie de ecografía del mundo
en que vive la paciente: de una casa en estas condiciones
no se puede salir, entonces ella come. Come todo lo que
no sale,
El sueño comenta de una m anera más dram ática lo
que en el niño peruano aparecía bajo el signo de una cier
ta reflexión verbal: “Este lugar siempre me queda vacío”
(con lo que el camino dibujado no lleva a ninguna otra
parte que a este vacío); la ausencia del árbol no es un he
cho anecdótico, se deja pensar como índice de una serie
de funciones de salida del espacio del cuerpo materno
malogradas, mal-logradas, de-constituidas (positividad
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de lo negativo toda vez que el chico ha puesto en marcha
una sintómatología de angustia oral extrema). Doble
mente interesante, entonces, es que él por prim era vez
ponga algo, haga algo, en ese lugar vacío que nos conec
ta directamente con su resolución patológica del conflic
to; la parrilla con la carne asándose, el comer voraz como
una tentativa de curación de naturaleza bien rudim enta
ria. (Lo alentador, transferencialm ente hablando, de es
ta prim era vez no debe inducirnos a error festejando la
“simbolización” de su problemática; esto sería olvidar la
fuerza con que el niño actúa perm anentem ente -después
del dibujo tam bién- la impulsión a atiborrarse de comida.)
Volvámonos con todo esto ahora a interrogar más de
cerca el cartel: “Pruve”. Para esclarecerlo lo pusimos en
relación paradigmática con ese árbol transformándose
en señal del código de tránsito, donde a un primer nivel
de escritura plástica propiamente dicha se le superponía
{overlapf otro ya perteneciente a la lectoescritura. En
contraste con ese paso de realización, el cartel de nuestro
pequeño está hecho para que nadie entienda, es una an-
ti-señal (no es que no hay ninguna señal, hay una pero
cuya función es des-orientar). Según como se lo quiera
mirar, no tiene sentido, no sirve para nada o Sirve para
des-orientarse y toma en esa función su sentido parali
zante.
Ahora bien, desde el punto de vista de los chicos, los
carteles son cosas hechas y puestas ahí por los grandes.
Un cartel hecho para que nadie lo entienda es, sobre to
do, un cartel para que no lo entiendan los chicos (por tí
pica inversión pasivo-activo, el niño hace sufrir a la ana
lista esta ignorancia) y son ellos quienes llevan las de
perder si un cartel no transm ite algo inteligible (no sería
el mismo caso si lo que transm ite es un imperativo exce
sivamente severo, por ejemplo, o un mandato que susci
ta un conflicto con un deseo o con otro mandato del orden
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de los ideales). Como el viajero que llega a un país extra
ño, el chico va a ser el más perjudicado por una indica
ción que no indica nada que se pueda metabolizar psíqui
camente.
Cuando la analista hurga en el potencial asociativo y
le invita a interrogarse, el niño admite que podría signi
ficar (error de ortografía mediante) “pruev(b)e”. ¿Remi
sión, otra vez, a la comida, en términos engañosos, con
una incitación supuestam ente compuesta por significan
tes del sujeto pero en realidad em anada de los del super-
yó? Por otra parte, “pruev(b)e” es ya una interpretación
del chico legible como un llamado a la acción motriz au-
K O
A
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L ugares de apostam iento (apuntalam iento)
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Lo hasta aquí recorrido no deja de rem itir a una pre
gunta que, formulada hace ya varios años, balbuceada en
nuestros primeros escritos,1no soltamos nunca el hilo de
sus hilos. Nuestro pequeño y h asta trivial modelo clínico
no es sino otro de sus desarrollos: sin entender, por ejem
plo, hasta qué punto un niño vive en sus trazos, poco es
lo que podremos verdaderamente profundizar sobre la
naturaleza de éstos. Hemos ya tam bién jugado con m ati
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ces de la pregunta, con modos de su dicción menos gené
ricos, como al decir: ¿en qué espacio o lugar se encuentra
predominantemente un niño? (pensando ahora en uno
determinado por quien nos consultan). Desde un punto
de vista diagnóstico (pero psicoanalítica, no psiquiátrica
mente hablando) es -y concibiéndolo como una instancia
de orientación de nuestra tarea y de ñj ación de sus prio
ridades- difícil encontrar pregunta más fundam ental en
nuestra clínica.
Aun cuando en lo fenoménico la prim era pregunta pa
rezca ser, cuando alguien viene a vernos o lo traen, ¿qué
PREPARATIVOS DE RESPUESTA
C) E)
B)
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