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Filinich, María Isabel

Descripción. - 1ª. ed.- Buenos Aires : Eudeba, 2011.


EBook. - (Enciclopedia Semiológica/Elvira Arnoux)

ISBN 978-950-23-1805-9

1. Semiológía
CDD 412

Eudeba
Universidad de Buenos Aires

1ª edición: 2011

© 2011, Editorial Universitaria de Buenos Aires


Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel: 383-8025 Fax: 4383-2202

Diseño de interior: Diego Cabello


Diseño de tapa: Silvina Simondet
Corrección y composición general: Eudeba

Atribución-NoComercial-SinDerivadas
CC BY-NC-ND
Capítulo 2

El enunciado descriptivo
La forma que asume aquello que es objeto del discurso descriptivo ha sido caracterizada por Hamon (1991) como un
sistema que pone en relación una denominación, un nombre, con una expansión, un despliegue de rasgos. Revisemos la
definición que el autor propone para reconocer un sistema descriptivo: “Un sistema descriptivo es un juego de equivalencias
jerarquizadas: equivalencia entre una denominación (una palabra) y una expansión (un surtido de palabras yuxtapuestas en
lista, o coordinadas y subordinadas en un texto)” (1991: 141). La denominación tiene el carácter de un pantónimo, un nombre
que es denominador común del conjunto del sistema, y, a su vez, la expansión puede realizarse mediante un listado de
nombres, una nomenclatura, o bien una suma de cualidades o predicados. Hamon (ibidem) representa la organización de un
sistema descriptivo mediante el siguiente esquema:

Cada uno de estos elementos, el pantónimo, la nomenclatura, los predicados, pueden o no aparecer, de manera explícita, en
el texto. Así, es posible que sólo aparezca una lista de nombres o una lista de predicados, de los cuales se puede inferir el
pantónimo correspondiente, o bien un pantónimo acompañado sólo de una nomenclatura o sólo de una lista de atributos. En el
caso extremo, como veremos más adelante, el nombre solo puede funcionar como una descripción en potencia, dado que el
modo de nombrar es ya una asignación de rasgos predominantes o, al menos, una proyección de un punto de vista desde el cual
el objeto es observado.
Esta concepción de la descripción conduce a pensar que un sistema descriptivo puede hacerse presente en diversos tipos
de textos. Entre ellos habrá algunos que se caractericen por organizarse según una lista de nombres, por ejemplo, los
ingredientes de una receta de cocina, un catálogo (de las obras de una exposición, de las formas variadas de presentación de
un producto, de artículos para venta, etc.), una guía (de centros de interés turístico ubicados en un mapa, de información
diversa –de hospitales en una ciudad, de instituciones educativas, etc.–), un manual de instrucciones para utilizar un artículo,
las cuales aparecen precedidas de los componentes del mismo. Otros tipos de textos preferirán la forma de la equivalencia
entre una denominación y una serie de predicados, tales como los diccionarios o las enciclopedias, aunque tampoco está
ausente en ellos la recurrencia a la nomenclatura (sinónimos, parónimos).

2.1. Los rasgos característicos


El enunciado descriptivo tiene entonces una organización de tipo paradigmática, dado que se trata de un nombre que se
despliega en el sintagma mediante la enumeración de la serie de sus partes o atributos, los cuales están presupuestos,
comprendidos por el nombre, y pueden permanecer en ausencia. El proceso descriptivo podrá actualizar y articular en la
presencia del sintagma la serie paradigmática atribuida al nombre.
Observemos en el siguiente texto –un fragmento de una entrada de la Enciclopedia Hispánica– la disposición de los
elementos descriptivos:
Estuardo, María

La habilidad política, la belleza y el encanto personal se fundieron en la reina escocesa María Estuardo, cuyo trágico
destino envuelve en un halo romántico y sugestivo su figura histórica.
Aquí, el nombre propio desempeña la función de pantónimo pues, a medida que el texto avanza, pasa de ser un
asemantema, un lexema vacío, a condensar el conjunto de atributos que se van desplegando. La expansión se realiza
por dos vías: mediante una nomenclatura formada por términos que no designan partes de un todo sino que sustituyen al
pantónimo y funcionan como anafóricos de la denominación (reina escocesa, figura histórica) y mediante una serie de
predicados, de entre los cuales unos indican cualidades asignadas al nombre propio (la habilidad política, la belleza,
el encanto personal) y otros, cualidades que ocupan otra posición jerárquica, pues no se refieren directamente al
pantónimo sino a elementos que a él son asociados (destino → trágico, halo → romántico, sugestivo).
De estas rápidas observaciones ya podemos hacer algunas especificaciones acerca de los rasgos que caracterizan un
sistema descriptivo. Con respecto a la nomenclatura que puede estar presente en una descripción, hay que considerar
que no sólo aparece para designar las partes de un todo sino que también puede nombrar al todo, convirtiéndose, en
este último caso, un solo término de la nomenclatura en equivalente del pantónimo. Por otra parte, los predicados
pueden no solamente referirse al pantónimo sino a otros elementos, sean éstos partes del todo, términos equivalentes
del pantónimo o elementos asociados a él por contigüidad. En este último caso, los predicados tendrán otro rango,
pues aparecerán subordinados por la mediación del elemento al cual se refieren. Este hecho da lugar a una estructura
arborescente que permite un despliegue sin límite. Así, en nuestro ejemplo, los adjetivos trágico, romántico y
sugestivo se unen al pantónimo por la mediación de los términos destino y halo, quedando de este modo los
predicados a cierta distancia del pantónimo y en un segundo plano.
Atendiendo a este rasgo típico de la descripción, Hamon sostiene: “Toda descripción es entonces una inserción de
subsistemas descriptivos más o menos expandidos, jerarquía de descripciones, lo que permite al autor variar y
modular varias veces sus dominantes locales” (idem: 176). Pareciera entonces que un sistema descriptivo tiende a una
expansión sin límite, al punto que el etcétera sería la forma característica de clausurar (sin clausurar) una descripción.
Sin embargo, Hamon muestra que lo descriptivo guarda una relación estrecha con lo taxonómico, de manera tal que no
sólo el efecto de lista anuncia la presencia de lo descriptivo en un texto sino también el efecto de esquema. Así, el
texto puede presentarse como la saturación de un modelo preexistente (los puntos cardinales, los sentidos) el cual
organiza y jerarquiza los elementos que intervienen en una descripción. La presencia de un orden, de un modelo de
organización subyacente (o la subversión del modelo)[10] evidencia la operación de clasificación que el texto realiza.
Los modelos que ordenan los elementos en una descripción pueden ser más o menos evidentes, más o menos
canónicos. Leamos los siguientes fragmentos tomados de una guía turística para advertir la estrategia que permite
otorgar un orden a la descripción de la Catedral de Canterbury:

Al acercarse a la Catedral de Canterbury a través de la Puerta de la Iglesia de Cristo (“Christ Church Gate”) se
observa una primera y dramática vista de este espléndido edificio. La puerta en sí fue construida [...] Las dimensiones
de la catedral no resultan inmediatamente aparentes ya que el extremo este queda oculto a la vista al principio y los
ojos se fijan irresistiblemente en Bell Harry, la torre central. Su origen se remonta [...] Al entrar en la catedral por el
pórtico del extremo oeste de la nave, salta de inmediato a la vista el esplendor de los altísimos pilares que dirigen los
ojos hacia el cielo, hasta el abovedado del techo de intrincados nervios secundarios. Se trata de uno de los grandes
logros del cantero medieval [...] Para visitar la parte más antigua de la catedral, la cripta, se va por el centro de la
nave...

Fácilmente podemos reconocer, en esta disposición de los distintos aspectos de la catedral, una forma de organización
determinada por la instalación en el enunciado de un supuesto visitante que realiza el recorrido y se detiene a observar algunas
partes, aquellas hacia las cuales el texto va orientando la mirada: la puerta, la torre central, el techo, la cripta (hemos omitido
cada una de estas descripciones para realzar sus encuadres en la figura del recorrido realizado por cualquier visitante). Es
claro que aquí la función descriptiva está subordinada a otra predominante, la función de instrucción, y por tal motivo el texto,
mediante la referencia al recorrido realizado, tiende a orientar la ejecución de una secuencia de actividades que facilite el
desplazamiento y provea el conocimiento de un monumento histórico. Pero es interesante observar cómo se disimula la
instrucción, de manera tal que el texto también puede leerse con el fin de atender prioritariamente a los segmentos
descriptivos. Refiriéndose a este hecho, Silvestri (1995: 34) señala: “La elección de un tipo de discurso no instruccional para
cumplir funciones de instrucción responde, entre otros factores, a la índole de la actividad que se instruye. Por ejemplo, un
recorrido turístico no constituye un procedimiento clásico, ya que no es una secuencia unívoca de acciones obligatorias. Por lo
tanto, una forma nítidamente prescriptiva no resultaría adecuada: no pueden adoptarse actos de habla de orden frente a una
actividad que por naturaleza es –en última instancia– facultativa”. Estamos aquí frente a una estrategia que persigue un doble
propósito: dirigir una posible serie de acciones (función instruccional) y ordenar los aspectos a describir (función taxonómica
de la descripción), además, claro está, del papel que ambos discursos cumplen en la dimensión cognoscitiva. Los segmentos
descriptivos quedan así enmarcados en el esquema del recorrido realizado, figura clásica de este género de textos, la guía
turística. Es interesante destacar también que el esquema basado en el recorrido de la mirada está en la base de muchos
modelos descriptivos (el retrato, que se organiza siguiendo un desplazamiento de la mirada de arriba hacia abajo; el paisaje,
sometido a la mirada de un observador más o menos explícito en el texto descriptivo). Recordemos que en la tradición
retórica la definición de la descripción está íntimamente asociada a la mirada. Fontanier, en su célebre manual sobre las
figuras del discurso, afirmaba: “Todo lo que voy a decir acerca de la descripción es que consiste en presentar un objeto frente
a los ojos, para hacerlo conocer en sus detalles y en sus hipóstasis más interesantes” (1977: 381). Volveremos más adelante
sobre este aspecto central de la descripción.
La taxonomía, el esquema que organiza los elementos en una descripción, asegura, entonces, no sólo el establecimiento de
un orden posible sino también una clausura. De esta manera se administra y controla una posible proliferación excesiva del
texto.
La proyección de una forma de disposición de los elementos de una descripción no es directa, no se deposita sobre una
supuesta “realidad”, sino que es más bien meta-clasificación. La descripción –afirma Hamon– “clasifica y organiza una
materia ya recortada por otros discursos [...] paisajes ya recortados por las leyes de la herencia y por el catastro en ‘fincas’,
en ‘parcelas’, en ‘campos’, o por los guías en ‘sitios’, en ‘perspectivas’ o en ‘puntos panorámicos’; cuerpos recortados en
‘miembros’ y ‘articulaciones’ por el discurso médico-anatómico; objetos manufacturados que llenan de ‘artículos etiquetados’
los depósitos de venta al ‘detalle’; paisajes urbanos recortados en ‘barrios’ o en ‘monumentos clasificados’; máquinas,
recortadas por la tecnología en ‘piezas’; casas, recortadas por el ritual cotidiano en piezas diferenciadas” (idem: 65). Este
afán clasificatorio hace de la organización descriptiva de la materia verbal la forma privilegiada del discurso científico y de
todo tipo de explicación. En este sentido, Hamon recuerda que toda explicación (ex-plicare, desdoblar, desplegar) recurre al
procedimiento del despliegue de un paradigma, procedimiento propio de lo descriptivo.
En nuestro ejemplo puede apreciarse que el lenguaje empleado para describir las partes de la catedral (pórtico, nave,
pilares, techo abovedado, cantero medieval , en el fragmento citado) proviene de la historia del arte y remite al léxico
arquitectónico. Los aspectos que se destacan de la catedral no son cualesquiera sino aquellos para los cuales hay un léxico
específico, incluso estilos conocidos y codificados.
Esta vinculación con lo taxonómico muestra que todo lugar del texto con predominio de lo descriptivo remite a otros
discursos clasificatorios, enlaza el texto con otros textos evidenciando así el carácter intertextual de la descripción.
La configuración del enunciado descriptivo implica además un constante movimiento intratextual, una actividad
metalingüística: el hecho de poner en equivalencia una denominación con una expansión no es otra cosa que desarrollar la
potencialidad metalingüística del lenguaje. De aquí la estrecha relación entre lo descriptivo y los textos metalingüísticos tales
como la adivinanza, el diccionario, los crucigramas, la paráfrasis, la perífrasis, la nota al pie, etcétera.
La presencia de la descripción está generalmente marcada por señales que la anuncian. Entre estos indicios de lo
descriptivo, Hamon consigna: la preterición (“era una escena indescriptible” , figura típica desencadenante de lo descriptivo),
el tono y el ritmo, marcas morfológicas (verbos en presente, en pretérito imperfecto), un léxico particular (términos técnicos,
adjetivos numerales, nombres propios, adjetivos calificativos), figuras retóricas, términos en posición de ruptura con un
horizonte de expectativas (detalles insignificantes) escenas o personajes-tipo (la acción de gracias, la alabanza, el espectador
entusiasta). La aparición de estas señales es anuncio de un posible despliegue descriptivo.
Sintetizando el pensamiento de Hamon acerca de este tópico, diríamos que en el nivel del enunciado es posible reconocer
el predominio de la descripción por la presencia de algunos de los rasgos mencionados: relaciones de equivalencia, de
jerarquía, del texto con otros textos, del texto consigo mismo; o bien por ciertas marcas prosódicas, morfológicas, semánticas
y retóricas cuya aparición puede dar lugar a la emergencia de una descripción.

2.2. La estructura jerárquica: componentes y operaciones


El enunciado descriptivo, concebido, de manera general, como equivalencia entre denominación y expansión, conduce a
pensar que ambos términos de la relación pueden especificarse para lograr integrar en un modelo más preciso la forma de un
sistema descriptivo. A esta tarea se dieron Adam y Petitjean (1989) en el estudio que dedicaron al texto descriptivo. Según los
autores, la denominación cumple siempre el papel de ser el tema e incluso el título de un texto, de allí que prefieran sustituir el
término denominación por el de tema-título, en función del cual se articulan una serie de términos o enunciados que
desempeñan el papel de una definición-expansión. Estos elementos no sólo se presentan en serie sino que además adoptan
algún esquema que les provee un cierto orden jerárquico.
Con respecto a la esquematización del discurso descriptivo, Adam y Petitjean proponen considerar la estructura
arborescente como rasgo permanente y, a partir de ella, reconocen ciertas operaciones básicas que atañen tanto a la
producción como a la comprensión de textos descriptivos. Nos detendremos en estas operaciones pues nos permitirán
comprender luego el modelo de análisis de la descripción por ellos propuesto que enriquece el modelo general de Hamon que
hemos presentado.
Dos de estas operaciones son de índole más general pues se refieren a la relación entre el tema y la expansión (anclaje y
afectación), y las otras son de carácter más específico puesto que afectan la organización entre los componentes del sistema
descriptivo (aspectualización, tematización y puesta en relación).
El anclaje designa el procedimiento de poner el tema-título en lo alto de la estructura arborescente. Por esta operación, el
tema-título, apela al saber del destinatario, ya sea para confirmarlo o modificarlo, y actualiza una presencia del objeto de
discurso caracterizado como objeto mereológico (esto es, el tema admite como parte suya todo lo que comprende el modo
particular de nombrarlo) y abierto (es decir, se estructura a medida que el discurso lo produce). De aquí que, en una
descripción, el objeto sólo está completo al fin de la misma, y la clausura del discurso es la marca de la completud del objeto,
el cual queda realizado por las partes que el discurso le ha asignado. Puede decirse entonces que, en el texto, el objeto se
confunde con la clase.
La afectación es la operación inversa a la anterior: si el anclaje produce la espera de un haz de aspectos del objeto de
discurso y asegura la legibilidad de la descripción, la afectación genera efectos de sentido de extrañeza e incertidumbre. Ésta
es la operación que pone en juego el texto que carece de un tema-título (o lo introduce al final de la descripción) y se presenta
a la manera de un enigma que debe resolverse. Puede afirmarse entonces que el anclaje desencadena una referencia virtual (la
espera de un haz de aspectos del objeto) mientras que la afectación produce una referencia actual, dada por el despliegue
anticipado de los aspectos del objeto. El discurso publicitario hace un uso muy frecuente de esta operación al presentar un
producto comenzando no por su nombre y la marca sino por una serie de enunciados que actualizan una referencia
suficientemente general y ambigua como para que varios itinerarios de lectura sean posibles, uno de los cuales conducirá a la
introducción del tema objeto del anuncio. Este procedimiento, además, convoca de manera más sugestiva al destinatario,
puesto que la distancia significativa que media entre la serie de enunciados que conforman la expansión y el tema presentado
a posteriori obliga a buscar los vínculos entre ambos dominios, cuando no aparecen de manera explícita, o bien a
interpretarlos cuando subvierten las expectativas o contradicen saberes aceptados.
Si el tema-título, por vía del anclaje (o a posteriori, por vía de la afectación), encabeza la estructura arborescente de la
descripción, la primera ramificación del tema se obtiene por la operación de aspectualización. Adam y Petitjean restringen la
significación de este concepto y designan mediante él los aspectos (dimensión, forma, color, etc.) bajo los cuales se puede
presentar un objeto de discurso. Tales aspectos comprenderán las propiedades (que pueden estar expresadas mediante
predicados calificativos, tales como bello, grande, etc., o bien mediante predicados funcionales, como en “hablar lentamente”,
etc.) y las partes que componen el todo. Así, el despliegue de propiedades y partes constituye la operación de
aspectualización por la cual el tema-título podrá especificarse, anclarse en sus propios componentes. Con respecto a la noción
de partes, habría que considerar también como resultado de este proceso de la aspectualización de dividir un todo en partes
que la descripción puede avanzar en ambas direcciones y, por lo tanto, la referencia a un todo en el cual se incorpora el objeto
que se describe (procedimiento frecuente en la definición y en las entradas de diccionario o enciclopedia, por ejemplo, “erina:
pinzas que usan los cirujanos...”) es también una forma de aspectualizar el objeto. De aquí que consideramos necesario incluir
en la noción de partes ambos movimientos: del todo a la parte y de la parte al todo.
Una vez descompuesto un tema en partes y/o propiedades, cada una de ellas puede ser objeto de especificación en nuevas
partes y/o propiedades: ésta es la operación de tematización. Mediante la tematización, una parte o propiedad puede ser
concebida como un todo y dar lugar a la apertura de un nuevo proceso de aspectualización. La tematización es fuente de la
expansión descriptiva, pues todo aspecto de un tema puede transformarse en un nuevo tema (en este caso será considerado un
subtema) y dar origen a sucesivas expansiones. Esta operación de tematización da cuenta de los subsistemas descriptivos
capaces de insertarse en toda descripción, de los cuales hablaba Hamon y que hemos mencionado más arriba. Veamos un
ejemplo sencillo, tomado de un texto de divulgación científica acerca de la historia de la navegación, en el cual se describe un
tipo de embarcación llamado cafa, propio de la Mesopotamia:

Se trata de embarcaciones constituidas por una estructura de madera forrada con piel cocida y calafateada, las cuales
se impulsan con remos cortos de paleta ancha.
Como puede apreciarse en este ejemplo, la operación de anclaje se refiere al tema mientras que la tematización
corresponde a un segundo nivel de la organización descriptiva, a los subtemas, los cuales reproducen la estructura previa,
pudiendo expandirse, a su vez, en partes y propiedades (en nuestro caso, sólo en propiedades).
La tercera operación a la cual aluden Adam y Petitjean es la puesta en relación, la cual permite articular el tema con otros
dominios. Esta operación da lugar a la asimilación y a la puesta en situación (local y temporal). Mediante el concepto de
asimilación se hace referencia al proceso de acercar aspectos de dos objetos en principio extraños uno al otro. Esta
asimilación de un objeto a otro puede efectuarse por comparación, por metáfora, por negación (describir algo por lo que no
es, por sus carencias), por reformulaciones del tema o de subtemas (por ejemplo, a partir de las propiedades negadas concluir
con propiedades afirmadas). La otra operación aquí comprendida, la puesta en situación, es la ubicación del objeto descrito
en relación con un espacio o con un tiempo específicos. También incluye la articulación del objeto con otros, de carácter
secundario, con los cuales mantiene una relación de contigüidad.
En síntesis, el modelo de análisis propuesto por Adam y Petitjean concibe la organización del enunciado descriptivo como
una estructura arborescente encabezada por el tema-título, el cual puede expandirse por la ejecución de operaciones diversas:
por aspectualización, el tema se desdobla en partes y/o propiedades (calificativas y/o funcionales) y por la puesta en
relación, el tema-título se vincula con otros dominios, sea por asimilación (esto es, por comparación, metáfora, negación,
reformulación) o bien mediante la puesta en relación (con el espacio, el tiempo u otros objetos secundarios). A su vez, cada
uno de los nuevos aspectos así desplegados (partes, propiedades, objetos asimilados o relacionados con el tema-título) puede,
por tematización, ser tratado como un todo y convertirse entonces en subtema, el cual da origen a una nueva expansión o
subsistema descriptivo.
Presentamos a continuación un esquema de este modelo, basado en el que presentan Adam y Petitjean (idem: 135), en el
que se muestra la disposición de todos sus componentes (evitamos las abreviaturas del original y algunas designaciones que
dificultarían la comprensión del esquema general):

En el esquema puede apreciarse el carácter abierto de la estructura, puesto que la tematización de cualquiera de los
componentes despliega nuevamente el sistema descriptivo entero.
El análisis de un ejemplo nos permitirá ilustrar la presencia de estas operaciones en el enunciado descriptivo.
Retomaremos la primera parte del fragmento de Yo, el Supremo citado en la introducción, para reconocer allí el
funcionamiento del sistema descriptivo.
El texto comienza con la mención del nombre del actor que constituirá el tema de la descripción que sigue: Antonio
Manoel Correia da Cámara, nombre propio que, de entrada, conlleva las marcas de la procedencia del personaje. El nombre
funciona entonces como anclaje del despliegue descriptivo que a partir de él se desencadena. Luego de la referencia a la
acción en curso de realización (se apea) se recurre a la puesta en relación con otro objeto (el blancor de la tapia) que sirve
de marco espacial al objeto que se describe. A continuación, comienza a asimilarse la figura del personaje con el universo
animal: el típico macaco brasileiro, animal desconocido. Esta última denominación, por tematización, es objeto de un nuevo
despliegue que procede segmentando en partes al animal desconocido y luego, nuevamente por asimilación, reformulando la
denominación primera para asimilar la figura del personaje a una monstruosa fusión de rasgos humanos y animales. El proceso
descriptivo se completa por aspectualización deteniéndose en el rostro del personaje, del cual se detallan sus componentes:
sonrisa, diente, peluca, ojos, los cuales, a su vez, reciben calificaciones específicas. Podría esquematizarse este fragmento
descriptivo de la siguiente manera:

En los ejemplos considerados hasta ahora, hemos privilegiado el análisis de enunciados descriptivos referidos a objetos y
personajes; sin embargo, esto no significa que, como ya lo aclaramos con anterioridad, cualquier objeto de discurso sea
susceptible de ser descrito. Así, el comportamiento de un actor puede manifestarse mediante una enumeración de acciones (las
cuales constituirán otras tantas propiedades del mismo) o bien las cualidades de un utensilio ser presentadas por las funciones
que desempeña, o un conjunto de acciones ser parte de una situación (típico inicio de un relato), así como también una acción
única ser calificada, o segmentada en partes que señalan los momentos de una acción global (como, por ejemplo, la
descripción de las fases de una acción o de procesos de fabricación –la clásica descripción, en la Ilíada, del escudo de
Aquiles a través del proceso de su fabricación, que ha dado pie a hablar de la “descripción homérica” para designar este tipo
de procedimiento descriptivo).
La descripción de acciones pone en evidencia la misma estructura jerárquica propia de un sistema descriptivo y no se
confunde con la narración de acciones. En este sentido, Adam y Petitjean observan que, en el relato, como lo había mostrado
Bremond (1982) en “La lógica de los posibles narrativos”, la organización de la secuencia de acciones responde a una lógica
narrativa según la cual cada acción principal constituye un momento de riesgo del relato, pues varias alternativas son posibles.
En cambio, en la descripción de acciones, si hay una lógica, se trata de una simple lógica de la acción basada en ciertos
conjuntos de actos estereotipados que configuran una acción global (la acción de tomar el tren puede desplegarse en otras
tales como: comprar el pasaje, esperar en el andén, subirse a un vagón, etc.). En este último caso, no están en juego posibles
elecciones que alteren el curso de los acontecimientos: las acciones, o bien son objeto de descripción en sí mismas, o bien
constituyen una estrategia para ordenar aquello que es objeto de descripción. En el ejemplo citado más arriba, la acción global
de la “visita a una catedral” es descompuesta en partes (atravesar el pórtico, acercarse, observar el conjunto, ingresar al
recinto, etc.), lo cual permite, a su vez, ordenar las partes de la catedral que se describirán. El hecho de introducir este
conjunto de acciones no le resta carácter descriptivo al texto, aunque, como hemos observado, dado que el fragmento citado
corresponde a una guía turística, evidentemente la descripción se conjuga con el carácter instruccional del texto.
Veamos en el siguiente ejemplo, tomado de una crónica periodística, la presencia de acciones en un pasaje descriptivo:
Nurio, Mich., 4 de marzo. “A tres pesos, a tres, los acuerdos de San Andrés, más baratos que en Internet”, pregonan
militantes del FZLN de Morelia. “A cincuenta pesitos el pasamontañas de doble fondo, señor, señorita, sólo le vale
cincuenta pesitos”, gritan jóvenes chilangos que empuñan sus mercancías como negros títeres inanimados. Hay un poco
de todo en el tianguis que florece dentro del tercer Congreso Nacional Indígena. Por sólo cien pesos usted puede
ordenar que le hagan doscientas trencitas como en las playas de Puerto Vallarta. O llevarse, por menos, camisetas con
la efigie de Marcos, Zapata o el Che [...] A este frenesí de la oferta y la demanda, un camarógrafo del cineasta francés
Patrick Grandperret lo llama, sin rubor, el “marcotráfico”.
Jaime Avilés, La Jornada, lunes 5 de marzo de 2001 (Política, p. 5).

Así da inicio la crónica acerca del tercer Congreso Nacional Indígena llevado a cabo en esos días en México. Es claro
que el texto, mediante la acumulación de acciones diversas (pregonan, gritan, empuñan, florece, puede ordenar, llevarse,
llama) no narra acontecimientos puntuales sino antes bien describe, con tono burlón y lúdico, un ambiente de euforia mercantil
que contrasta con la solemnidad del acontecimiento que reporta: un congreso indígena de alcance nacional. Aquí, las acciones
no necesitan siquiera atenerse a una lógica de la acción, pues se dan de manera simultánea y el discurso las dispone según sus
propias necesidades. La lista de acciones se cierra con un pantónimo que realiza la condensación, movimiento inverso a la
expansión, según lo define Greimas (1990: 76, 136-137) propio de la elasticidad del discurso y manifiesto en el proceso de
denominación. El pantónimo, “marcotráfico” resume y refuerza el tono paródico, pues, por una parte, remite por analogía
fónica a otro término también compuesto, el narcotráfico, que designa una actividad ilícita, y por otra, fusiona los dos
dominios aparentemente extraños uno a otro: el comercio de mercancías y el nombre del líder de un movimiento rebelde. El
proceso designativo, que asume particular importancia en el discurso descriptivo, será objeto de reflexión en el apartado
siguiente.

2.3. La actividad denominativa


Decíamos al comienzo de este capítulo que, en el caso extremo, el nombre puede ser considerado como una descripción en
potencia. Puede pensarse que describir es ante todo nombrar, dar nombre, lo cual equivale a decir, hacer existir en el ámbito
del discurso. Lo nombrado se vuelve objeto del discurso y asume un estatuto de existencia que lo distancia del universo que
fue punto de partida para su constitución, y al distanciarse e independizarse cobra nuevas relaciones, tanto con ese universo de
referencia como con los otros objetos con los cuales comparte el espacio del discurso.
Con respecto a esta ruptura, presente en toda actividad discursiva y que la denominación no hace sino poner de relieve, es
interesante recordar las reflexiones de Jitrik (1983) realizadas a propósito de la escritura de Colón. Dicha escritura,
caracterizada por operar en una situación inaugural, el descubrimiento de un nuevo mundo, conduce al autor a considerar la
“inscripción económica” del despliegue denominativo y descriptivo del Almirante –y, a partir de allí, a proponerla como
rasgo de la descripción–. Esta concepción de la descripción como una actividad de carácter “económico” intenta dar cuenta
del proceso de “dar nombre”, el cual no sólo pone en juego operaciones de recolección, de traducción (asimilable al
intermediarismo), de aprovechamiento, sino que también da lugar a un procedimiento de “evaluación”. En este sentido, agrega
Jitrik: “Si la evaluación, en términos de discurso, es una suerte de método para lograr equilibrio en la expresión, podríamos
decir que tal método se funda en el ‘cálculo’ y la ‘verificación’ que aparecerían, de este modo, como las condiciones
inmediatas para fundar el gesto descriptivo y permitirle su expansión así como para dar al texto una orientación de sus
objetivos” (1983: 122).
Nombrar es, entonces, producir un décalage, una ruptura, por obra de la cual el objeto adviene al universo discursivo.
Esta inserción no es simple y mucho menos natural o espontánea. La vida en el ámbito del discurso obedece a reglas, más o
menos fijadas por el uso, a formas específicas de funcionamiento, que hacen que lo nombrado adquiera una consistencia que
“las cosas” no tienen y por lo tanto produzca efectos de sentido y transforme la vinculación del hombre consigo mismo, con el
mundo y con los demás. En este sentido, la actividad denominativa es el germen del movimiento descriptivo, puesto que el
nombre contiene, de manera condensa-da y en potencia, los rasgos que el discurso podrá desplegar.
En la lengua, la actividad denominativa se deposita fundamentalmente (aunque no de manera exclusiva) en los nombres y
adjetivos, a los cuales se les atribuye un valor icónico especial, de allí su presencia predominante en los textos descriptivos.
Basándose en esta idea, Pimentel (1992) se detiene en el análisis de tales elementos lingüísticos para explicar su
funcionamiento como operadores de iconización. Las variantes a las cuales atiende la autora son el nombre propio, con
referente extratextual, intratextual e intertextual, el nombre común y el adjetivo.
Con respecto al nombre propio con referente extratextual, en contraste con la concepción de ciertos teóricos del lenguaje
para quienes el nombre propio sólo poseería referencia pero no sentido, Pimentel sostiene que “el nombre de una ciudad,
como el de un personaje, es un centro de imantación semántica en el que converge toda clase de significaciones
arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos, y de otros objetos e imágenes visuales
metonímicamente asociados. De este modo, la noción ‘ciudad de Londres’, en tanto que objeto visual y visualizable, ha sido
instaurada por otros discursos: desde el cartográfico y fotográfico, hasta el literario que ha producido una infinidad de
descripciones detalladas de la ciudad. Es a este complejo discursivo al que remite el nombre de una ciudad” (idem: 113). De
aquí que la autora afirme que el solo hecho de nombrar una ciudad, aun sin describirla, es proyectar una imagen cargada de las
significaciones que el texto de la cultura ha impreso sobre el nombre y a la cual el lector es conducido a remitirse. La relación
se establece entonces no entre un nombre y una supuesta “entidad real”, sino entre el nombre propio y el texto cultural, se trata
de una relación intertextual (relación convocada por el nombre que el texto puede confirmar o alterar).
El nombre propio con referente intratextual exclusivamente ofrece otra forma de semantización posible. Si el nombre con
referente extratextual se presenta de entrada como una entidad llena que el texto descriptivo despliega, aquel que carece de tal
referente aparece primeramente como una entidad vacía que se irá llenando a medida que la descripción avanza. De esta
manera, la redundancia o iteratividad se convierte en el procedimiento que hace de la primera descripción el lugar de
referencia de las sucesivas descripciones, las cuales otorgan materialidad y consistencia a lo nombrado a través de la
individualización progresiva de lo descrito.
En los casos en los cuales el nombre propio carece de ambos referentes, extratextual e intratextual, el trabajo del texto
toma como punto de partida o bien la subjetividad del narrador (por ejemplo, atribuir ciertos rasgos a una ciudad basándose
en las evocaciones que la sonoridad de su propio nombre provoca, como en Proust las descripciones de Parma y Florencia) o
bien la referencia a otros discursos (en cuyo caso, el texto genera su propio intertexto, por ejemplo, una descripción de un
lugar basada en discursos de otros personajes).
Con respecto al nombre común y el adjetivo, Pimentel argumenta que aquello que permite explicar el alto valor icónico de
unos y otros es la posibilidad de compensar su referencia genérica con la presencia de semas particularizantes, los cuales, al
restringir tanto la extensión como la comprensión del significado, proveen al nombre de la capacidad de generar ilusión
referencial.
Refiriéndose a este rasgo, la singularización, propio del proceso de designación, Reuter (1998) se detiene a considerar
que, al lado de este movimiento singularizante, es necesario reconocer otro movimiento, también típico de la descripción: la
tipificación. Según el autor, la designación, en tanto forma de categorización, apunta también a la construcción de tipos. Dos
serían entonces las tendencias de la designación a tomar en cuenta: la singularización y la tipificación. Así, habría que
considerar, incluso, las tensiones entre ambas tendencias puestas en juego en ciertos textos.
Este conjunto de observaciones sobre la denominación atañe a la configuración de superficie del enunciado descriptivo,
esto es, dan cuenta de la composición lingüística del enunciado y, en esta medida, complementan el análisis de la estructura
jerárquica de la descripción (centrada en la organización de sus componentes y en el funcionamiento de las operaciones)
mediante la atención a la función que desempeñan ciertos morfemas cuya presencia se privilegia en los textos descriptivos.
Ahora bien, la actividad denominativa implica otros aspectos de fundamental importancia en el funcionamiento del
discurso descriptivo: nos referimos a la proyección de una mirada sobre el objeto que ilumina algunos de sus aspectos, deja
otros en sombra, y mediante ese recorte hace cobrar existencia a lo nombrado en el ámbito del discurso. Pero esta operación
ya nos instala en otro nivel de análisis, en el nivel de la enunciación, del cual daremos cuenta en las secciones siguientes.
Capítulo 3

La enunciación descriptiva
El nivel de la enunciación, como sabemos, comprende un conjunto de fenómenos por los cuales el discurso da cuenta de la
presencia del sujeto de la enunciación. La puesta en discurso no es posible sino por el hecho de que un yo asume el lenguaje
para dirigirse a otro. Partimos entonces de esta noción elemental y abstracta, la de sujeto de enunciación, para designar a ese
fundamento dialógico que es el soporte de todo discurso: la apelación al tú, al sujeto destinatario, por parte del yo, el sujeto
destinador. La constitución misma del yo, en tanto sujeto discursivo, no es posible sin pasar por la mediación de la imagen del
otro, del tú, a quien el discurso busca afectar en algún sentido. El concepto de sujeto de enunciación reúne necesariamente los
dos polos del acto de discurso, lugares ocupados por la primera y la segunda persona gramaticales. De ahí que se prefiera
hablar, a veces, de instancia de enunciación para evitar la posible ambigüedad del término sujeto, que parece hacer
referencia exclusiva al yo.
Sobre este fundamento se levanta el edificio discursivo, el cual presupone ese primer acto inaugural, especie de escisión,
de separación, en dos sentidos: del yo frente al tú y del yo frente al él, al objeto del discurso (dentro del cual cabe, es claro, el
propio yo, como probable objeto de la enunciación). Este nivel implícitamente configurado y que acompaña de manera
recurrente a lo enunciado, a lo dicho, puede también volverse objeto del decir e instalarse en el enunciado (el “yo digo que...”,
hecho explícito en el discurso), produciendo una suerte de ilusión por la cual el enunciado podría capturar la enunciación. Es
el caso de la enunciación enunciada, simulacro del acto enunciativo exhibido en el enunciado que no hace sino multiplicar los
niveles en el texto, pues el yo del decir explícito será siempre otro (y dirá otra cosa distinta) diverso del yo que sostiene
implícitamente, ahora, un acto discursivo enunciado.
Pero no es éste el único modo mediante el cual el sujeto parece hacerse presente en su discurso: es necesario considerar
formas intermedias, graduales, de manifestación del acto enunciativo en lo enunciado. Como si entre enunciado y enunciación
hubiera un espesor, una suerte de capa intermedia, que podría ser ocupada por distintas “versiones” del sujeto de enunciación:
nos referimos al lugar ocupado por los sujetos enunciativos, a los cuales ya hemos hecho alusión cuando consideramos las
diversas dimensiones del discurso.[11] Es éste el momento de detenernos en este punto.
Si efectuamos una segmentación del proceso enunciativo para poder considerar separadamente las dimensiones diversas
en las cuales actúa el sujeto de enunciación, es posible concebir, para cada dimensión (pragmática, cognoscitiva y pasional)
un tipo de sujeto diverso. De aquí que el sujeto de enunciación visto en el desempeño de su hacer pragmático se denominará
narrador o descriptor (performador, propone Fontanille (1989) como término que engloba los diversos géneros posibles); el
mismo sujeto de enunciación considerado en su hacer cognoscitivo, en el despliegue de los puntos de vista, recibirá el nombre
de observador, mientras que el sujeto de enunciación analizado en su hacer pasional (o en otros términos, en su padecer) se lo
podrá llamar sujeto pasional. Éstos son los llamados sujetos enunciativos a los que nos hemos referido y que ocuparían un
lugar intermedio entre el nivel enunciativo implícito (el más profundo y abstracto, lugar del sujeto de enunciación) y el nivel
del enunciado, el más superficial y concreto: los sujetos enunciativos tendrán entonces grados de manifestación diversa en el
interior del discurso. Volveremos más adelante sobre las diferentes formas de presencia de los sujetos enunciativos en el
discurso.
Hemos sostenido que el movimiento descriptivo en el discurso obedece a un giro enunciativo por el cual el descriptor
hace emerger a un primer plano la figura de un observador, o bien la de un sujeto pasional. Ahora bien, antes de considerar
cada una de las dimensiones en que está implicado cada tipo de sujeto, es necesario hacer referencia al proceso que está en la
base de la constitución de la significación y que adquiere relevancia precisamente en los momentos descriptivos: se trata del
proceso de percepción.

3.1. La actividad perceptiva


Si nos instalamos en el proceso de generación de la significación es posible afirmar, como lo hacía ya Greimas (1973) en
l a Semántica estructural, que la percepción es la base sobre la cual se asienta la aprehensión de la significación. Este
fundamento perceptivo de la constitución de los significados otorga a la reflexión semiótica una base fenomenológica para la
explicación de los procesos significantes.
Sin pretender abordar ahora las implicaciones teóricas de tal filiación, es claro que la concepción fenomenológica permite
asignar a la actividad perceptiva un papel central en la conformación de la significación. En buena medida, la semiótica
contemporánea de tradición greimasiana dedica hoy sus esfuerzos a dar cuenta de ese suelo sensible sobre el cual se forja el
proceso de categorización.
La percepción, en tanto constituye una primera forma de mediación entre el sujeto y el mundo, puede ser concebida como
una interacción entre una fuente de donde surge la orientación y una meta hacia la cual tal orientación apunta. En este sentido,
puede afirmarse que todo acto perceptivo instaura una separación, un hiato entre la fuente y la meta, entre el sujeto y el objeto,
hiato por el cual se instala la imperfección de toda captación perceptiva. El objeto queda así constituido como
irreductiblemente incompleto –pues sus partes serán inabarcables en su totalidad en el acto perceptivo– mientras que el sujeto
queda sometido a una búsqueda de la totalidad siempre inalcanzable. La así llamada por Greimas (1990) “imperfección” de la
captación fenoménica moviliza al sujeto, en el cual engendra la tensión hacia el todo y fragmenta al objeto, el cual pierde su
completud. Así concebida, la percepción implica una interacción conflictiva, dificultosa, que obliga al sujeto a desplegar
estrategias de aprehensión del objeto, estrategias que pueden, a grandes rasgos, ser comprendidas en dos operaciones básicas:
o bien el sujeto realiza su recorrido alrededor del objeto para acumular diversos puntos de vista, o bien elige un aspecto
prototípico y organiza a su alrededor las partes del objeto. De cualquier manera, ambas estrategias intentan una recomposición
de la totalidad a partir de las partes del objeto (Fontanille, 1994: 39 y ss.). El discurso da cuenta de este proceso bajo la
forma de la descripción, de ahí que es posible afirmar que el dominio de lo descriptivo es el lugar donde la percepción tiene
una presencia privilegiada.

3.2. Descripción y percepción


La descripción representa, sobre el escenario del discurso, el despliegue de la actividad perceptiva del sujeto. Los
momentos descriptivos de un texto se nos presentan como una puesta en escena del acto perceptivo, acto por el cual el mundo
circundante y el universo interior, mediados por el propio cuerpo de quien percibe, se articulan y hacen que el mundo (y el
sujeto) cobren existencia, advengan al universo del discurso.
Este acto inaugural de la significación es llamado por Fontanille (2001: 84) toma de posición: “Enunciando, la instancia
de discurso enuncia su propia posición; está dotada, entonces, de una presencia (entre otras cosas, de un presente), que servirá
de hito al conjunto de las demás operaciones”. El acto de percibir implica, en primer lugar, hacer presente algo ante alguien.
La noción de presencia (y su necesario correlato, la ausencia) se vuelve así central para comprender el funcionamiento
del acto perceptivo: la toma de posición es realizada por un cuerpo percibiente que se constituye en centro de referencia
sensible, el cual reacciona o es afectado por esa presencia/ausencia. La afectación del cuerpo por parte de una presencia
implica que esta escena tiene lugar en un ámbito que puede ser definido como una profundidad (sea ésta espacial, temporal,
afectiva o imaginaria). La profundidad es concebida como la distancia percibida entre el centro y los horizontes, distancia
siempre variable, razón por la cual “la profundidad –sostiene Fontanille (idem: 88)– es aquí una categoría dinámica que el
actante posicional sólo puede aprehender en el movimiento, sólo si alguna cosa se acerca o si alguna cosa se aleja. Por
consiguiente la profundidad no es una posición sino un movimiento entre el centro y los horizontes”. La percepción más o
menos fuerte, más o menos nítida, de una presencia, obedece al grado de intensidad (la fuerza) y de extensión (posición,
distancia, cantidad) con que dicha presencia afecta el cuerpo percibiente. Las dos operaciones propias del acto perceptivo
serán, entonces, la mira, mediante la cual el cuerpo siente una intensidad que atribuye a una presencia, y la captación,
mediante la cual el cuerpo como centro de referencia efectúa las apreciaciones de posición, de distancia, de cantidad. La
percepción de una presencia opera entonces mediante la articulación de grados diversos de intensidad con grados diversos de
extensión.
Veamos en un pasaje descriptivo de un relato cómo se manifiesta la actividad perceptiva:

Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado,
percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el
declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se
bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén
del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros
momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes.
Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí,
de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china.
Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si
llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
Jorge Luis Borges, “El jardín de senderos que se bifurcan”, Obras completas, tomo I, p. 475.

Este pasaje nos coloca, de entrada, y de manera explícita, en el proceso de percepción de un sujeto: el paulatino
advenimiento de los objetos a la conciencia (al discurso) del sujeto nos permite apreciar el proceso de toma de posición ante
una presencia.
El fragmento se inicia mediante una suerte de despojo, de abandono de una carga semántica que inviste al sujeto de un rol
en un programa de carácter narrativo en el cual se encuentra involucrado: su “destino de perseguido”. Este abandono de su
papel lo instala provisionalmente en otra dimensión temporal y espacial que el personaje resume diciendo: “Me sentí, por un
tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo”. A partir de aquí, se despliega en el texto la escenificación de la toma
de posición que hace de un cuerpo un centro de referencia sensible ante el cual algo adquiere una presencia. Para que esto sea
posible, un primer acto ha tenido lugar: el despojo de sí ha dejado emerger el cuerpo como un envoltorio sensible, dispuesto a
reaccionar ante un estímulo que comienza a ingresar en su campo de presencia. Dice el texto: “El vago y vivo campo, la luna
[...] obraron en mí”: ¿qué obran estos elementos naturales en el sujeto? No otra cosa que una transformación: ya no se trata de
un “perseguido”, él mismo se vuelve otro, un “percibidor”, un receptor capaz de ser alcanzado, primeramente, por la
intimidad y la infinitud de la tarde. Se esbozan así dos extremos de una puesta en contacto: un percibidor, un cuerpo
sensiblemente predispuesto y un entorno (vagamente escandido en campo, luna, tarde, declive, camino) que propicia el
despliegue de la actividad perceptiva. Esta toma de posición es observable en el discurso gracias a la deictización, proceso
éste íntimamente relacionado con una experiencia perceptiva y afectiva. Si atendemos, por ejemplo, a la deixis espacial en
este pasaje, fácilmente podremos advertir que los verbos, tales como “bajaba”, “se aproximaba”, “se alejaba”, “se acercaba”,
instauran un centro de percepción anclado en el propio cuerpo del personaje que se desplaza por el camino (no en el
descriptor, que evoca, en otro tiempo y en otro espacio, esta escena).
La toma de posición, hemos dicho, delimita un centro y también los horizontes: evidentemente, como el centro es móvil
también los horizontes se desplazan. Primero, la escena comprende un espacio extendido hasta donde la visión del caminante
se torna difusa: “entre las ya confusas praderas”. Es claro que la “confusión” atribuida a las praderas es aquella que proviene
de la visión de las mismas, típica traslación por hipálage, mediante la cual una propiedad se transfiere de un objeto (o
persona) a otro, en algún sentido, contiguo. Esta apertura del horizonte le otorga una gran profundidad al campo de presencia:
la infinitud de la tarde se hace eco en la intimidad del personaje, zona que se presenta como prolongada mucho más allá de lo
que se pudiera captar. Se trata entonces de una profundidad abierta, que puede, por lo tanto, dejar entrar otras presencias. Y es
esto efectivamente lo que sucede: una presencia comienza a perfilarse, primero, con leve intensidad (una música aguda) y
cierta extensión (como silábica) pero en grado suficiente para tocar un centro particularmente sensible a esos rasgos del
objeto.
Aquí, dos observaciones rápidas: lo dificultoso de la percepción, la imposibilidad de reconocer de entrada lo que se
sabrá más adelante, el obstáculo que se interpone entre la fuente y la meta, entre el cuerpo y la música, es efecto de lo que
Fontanille (idem) llama actantes de control, función ejercida aquí por el viento, las hojas y la distancia. El actante de control,
en general, administra la relación entre la fuente y la meta de la percepción: en nuestro caso, funciona como obstáculo, papel
bastante frecuente de este tipo de actante. Y una segunda observación, sobre la cual tampoco nos detendremos ahora: estas
primeras y vagas sensaciones afectan, a través del cuerpo, el estado de ánimo del personaje (“Pensé que un hombre puede ser
enemigo de otros hombres [...] no de un país: no de luciérnagas...”): la percepción de aquello que le llega del mundo exterior,
el paisaje y la música, coloca al sujeto de inmediato en una relación empática con el entorno, lo cual lo mueve a proyectar tal
empatía con esos elementos naturales al universo comprendido en toda su extensión. A esta homogeneización entre el mundo
exterior y el mundo interior provocada en el acto perceptivo por el cuerpo propio, nos referiremos más adelante, en el último
capítulo.
La primera operación que tiene lugar aquí es la mira: una presencia dotada de cierta intensidad, por leve que ésta sea,
afecta al centro de referencia (la música, aunque informe y no reconocida todavía, despierta alguna zona de la vida interior del
sujeto); la segunda es la captación: el centro de referencia puede apreciar, evaluar, medir esa presencia (la música, primero
incierta, se torna familiar: los verbos “descifré” y “comprendí” manifiestan un tránsito de lo vago y desconocido a lo preciso
y conocido).
Centro de referencia, horizontes, profundidad, grados de intensidad y de extensión, tales son los componentes básicos del
campo de presencia, los elementos que entran en juego en el proceso perceptivo.
Concebir la descripción como la puesta en escena discursiva del acto perceptivo es anclar el procedimiento descriptivo en
la fase inicial del proceso de constitución de la significación. Lejos de pensar que la descripción se genera en la superficie del
discurso y que obedece a la presencia de ciertos rasgos lingüísticos y retóricos, entendemos los momentos descriptivos como
representaciones de la escena primitiva de la significación (para retomar la expresión freudiana, cara a Fontanille).

3.3. Percepción y dimensiones enunciativas


Al afirmar que el proceso enunciativo posee un componente perceptivo de base queremos decir que percibir es parte del
proceso de enunciación. Ahora bien, lo que hace la descripción es traer a la superficie del discurso, poner en el primer plano
de la escena discursiva, ese componente perceptivo.
Hemos señalado también la presencia de diversas dimensiones en el proceso de enunciación: el acto de enunciar es un
acto complejo que conlleva distintos tipos de hacer, de ahí la necesidad teórica de deslindar entre el decir (verbalizar), el
saber y el sentir (o padecer). Si bien la instancia enunciante se despliega en todas las dimensiones, el discurso enfatizará
alguna de ellas y hará prevalecer una dimensión sobre otras.
No es nuestro propósito aquí explicar la composición y el modo de funcionamiento de cada una de las dimensiones del
discurso y sus posibles relaciones, sino señalar esos dominios para ubicar la organización descriptiva de la materia verbal en
el nivel de un giro enunciativo por medio del cual el sujeto de la enunciación, considerado en su hacer pragmático, en tanto
encargado de verbalizar el discurso (en nuestro caso, el descriptor) se centra en el despliegue de un tipo de hacer, el cual, en
términos generales, podemos designar como perceptivo, y de manera específica, según los casos, podremos atribuir a un
sujeto observador, que detenta los puntos de vista, organiza y administra los saberes, o a un sujeto pasional, cuando se trata
de la orientación y distribución de la carga afectiva.
Evidentemente las dimensiones cognoscitiva y pasional ponen en juego otros aspectos del discurso, pero aquí sólo nos
interesa uno de ellos: el componente perceptivo implicado tanto en la actividad cognoscitiva (más ligada a la experiencia
racional, inteligible) como en la pasional o afectiva (más cercana a la experiencia sensible y al cuerpo propio).
Este componente perceptivo no se despliega de la misma manera en una y en otra dimensión, de allí nuestro interés en
tratarlos, en principio, separadamente, para después dar cuenta de su interrelación. Consideramos que el despliegue de la
actividad perceptiva por la cual el mundo se transforma en mundo significante está en la base de toda experiencia del sujeto,
tanto la inteligible como la sensible. Es decir, tanto el saber como el sentir se levantan sobre la base de ese contacto
primigenio entre el sujeto y el mundo constitutivo de la aprehensión intelectiva y de la captación sensible.
Podríamos no obstante deslindar, para comprenderlas mejor, dos manifestaciones de la percepción, una en la experiencia
inteligible, racional, del sujeto observador, y otra en la experiencia sensible, corporal, del sujeto pasional.
En la presentación de un conjunto de trabajos dedicados a los nuevos problemas de la enunciación, Coquet vuelve a
referirse al sujeto enunciante del discurso y centra su atención sobre dos instancias diversas que pueden generar un universo
de significación. Afirma Coquet (1996: 8): “La actividad de percepción en efecto pone en movimiento procesos de
sensoriomotricidad totalmente diferentes de los que reclama la actividad cognoscitiva. Es claro que el análisis del discurso no
debe descuidar ninguna de estas dos fuentes de información; debe tener en cuenta su heterogeneidad y no detenerse por el
hecho de que la primera no es accesible más que por mediación de la segunda. Esta mediación, ineluctable al menos en el
plano del lenguaje, explica sin duda que el investigador ha conferido un lugar privilegiado, casi exclusivo, al dominio de las
representaciones ligadas al actante sujeto (dotado de juicio por definición) en detrimento del dominio de la percepción ligado
a un actante que yo he propuesto llamar ‘no-sujeto’ (desprovisto de toda actividad judicativa) [De ahí que] en el
establecimiento de un universo de significación [interviene] esto que yo llamaría un ac-tante primero integrado por dos
instancias enunciantes, una, sujeto, el ser racional, la otra, no-sujeto, el ser corporal”.
Asistimos aquí, nuevamente, al reconocimiento de un doble origen de la significación: una fuente racional, inteligible,
basada en principios de argumentación y coherencia, para la cual Coquet reserva el concepto de sujeto (en tanto dotado de
juicio), y otra fuente sensible, fundada en principios de percepción sensorial, que toma el cuerpo como centro de orientación,
para la cual el autor escoge el concepto de no-sujeto (en tanto no sometido a las reglas del juicio racional; aunque cabría
preguntarse hasta qué grado este no-sujeto está sometido, si no al orden del raciocinio, al orden que le impone la centralidad
de su propio cuerpo).
Si bien en la reflexión de Coquet la percepción se desplaza totalmente del lado de la experiencia sensible –como si la
actividad del sujeto racional no proviniera también de la actividad perceptiva–, de todas maneras, la dicotomía planteada
entre sujeto y no-sujeto[12] permite reconocer dos tipos de actividad, la inteligible y la sensible, que instauran un doble origen
de la enunciación, uno fundado en el sujeto observador, responsable de la instalación de los puntos de vista en el discurso, y
otro, en el sujeto pasional, regido por el cuerpo, la memoria sensorial y las pulsiones.
En este mismo sentido, Darrault-Harris (1996), apoyándose en la dicotomía jakobsoniana de los tropos y en la distinción
que Coquet realiza entre sujeto y no-sujeto, ha mostrado que la experiencia sensible, dependiente del cuerpo y de la memoria,
determinada por la necesaria fragmentación de lo percibido, se expresa preferentemente mediante la metonimia; mientras que
el sujeto inteligible, guiado por la actividad reflexiva y por la voluntad integradora, se inclina por las expresiones
metafóricas. Estas preferencias retóricas constituirían un argumento más para anclar la significación en una doble fuente,
sensible e inteligible.
Una primera precisión es quizá necesaria para despejar la ambigüedad a que puede dar lugar el hablar alternativamente de
percepción y experiencia sensible, como si ambas fueran equivalentes y correspondieran a la presencia de un no-sujeto. La
percepción es una actividad que acompaña tanto la experiencia sensible como la inteligible. Así, es posible hallar en los
textos descripciones de una percepción confusa del entorno proveniente de un estado de semi-conciencia del personaje que
construye la significación con la memoria alojada en su propio cuerpo (en cuyo caso podría hablarse de la presencia de un no-
sujeto que tiene una experiencia puramente sensible del mundo), así como también descripciones de percepciones detalladas y
fundadas en un saber sólidamente constituido, atribuibles a un sujeto observador plenamente racional y sistemático que
despliega una actividad cognoscitiva. Queremos decir entonces que cuando aquí nos referimos a la actividad perceptiva
queremos aludir a la percepción en su sentido más general y abstracto, como suelo común de toda práctica significante.
El despliegue del saber y del sentir son entonces dos actividades que se desarrollan en el seno de dos dimensiones, una,
cognoscitiva, y la otra, afectiva o pasional, ambas surgidas del mismo acto, la percepción. Cabe entonces señalar que la
percepción es una actividad cuyo desarrollo implica a su vez estrategias de diverso orden. Si bien no es éste el lugar para
realizar un estudio minucioso sobre este complejo proceso (del cual Merleau-Ponty[13] ha ofrecido una reflexión de
extraordinario valor para esta perspectiva de análisis de los textos descriptivos), quisiéramos al menos mencionar un deslinde
importante en el proceso perceptivo que subyace en nuestra concepción del mismo. Nos referimos a la distinción entre sentir y
percibir, tal como es presentada por Dorra (1999) para dar cuenta de dos modos básicos de la percepción: una, la que se
relaciona con el cuerpo como un todo, el llamado cuerpo sintiente, el cual recibe la experiencia del mundo como continuo, y
otra, la que se vincula con los sentidos y con su actividad discriminatoria, discretizante, alojada en el cuerpo percibiente.
Pero para que tanto el sentir como el percibir tengan lugar es necesario pensar en una primera escisión fundante entre sujeto y
mundo, tal es la operación de la enunciación: “es mediante la enunciación que el sujeto, desembragado, puede volverse sobre
el mundo o volverse sobre sí mismo convirtiéndose, en este último caso, en sujeto apasionado [...] Una vez que aparece el
sujeto es que aparece el cuerpo sintiente y, por eso mismo, también el cuerpo sentido. El cuerpo sintiente, como tal, realiza
ciertas discriminaciones en la corriente incesante del sentir, distingue en primer lugar las sensaciones euforizantes de las
disforizantes [...y más allá de ello] despliega toda la variedad de lo estésico” (idem, 1999: 257-258).[14] Quiere decir
entonces que el cuerpo sintiente sólo es concebible, sólo adquiere existencia en el ámbito del discurso, en la medida en que es
cuerpo sentido. Este desdoblamiento e interiorización del cuerpo, este movimiento de lo propioceptivo a lo interoceptivo, es
el dominio propio del sentir, mientras que el movimiento inverso, de lo propioceptivo a lo exteroceptivo, caracteriza la
actividad de los sentidos y delimita el dominio del percibir.
Como vemos, según Dorra, no se podría hablar de un no-sujeto para referirse a la experiencia sensible, puesto que es
precisamente la intervención inaugural de la enunciación (y por ende, el surgimiento del sujeto o de un proto-sujeto) lo que
permite el desdoblamiento y la experiencia del cuerpo sentido. Este modo de razonar nos permite pensar en la continuidad
que va del sentir al percibir o, en otros términos, de la experiencia sensible a la inteligible.
La pertinencia de considerar la vinculación e interdependencia de lo sensible y lo inteligible ha sido señalada también por
Landowski, quien, sin desconocer la necesidad teórica de diferenciar ambos niveles, llama la atención sobre la importancia
crucial de pensar en su articulación, la cual, en última instancia, será la que permita reconocer el valor y el sentido de toda
experiencia. En este orden de ideas, se pregunta el autor: “¿Cómo saber, por ejemplo, si el placer (llamado ‘estético’) que
experimento ante cierto cuadro o al escuchar cierta canción es ‘puramente’ del orden del sentir, o si presupone –o hasta
produce– determinada forma de conocimiento?” (1999: 11). Atendiendo a este tipo de interrogantes, el autor añade: “En
consecuencia, una vez establecidas las debidas distinciones, convendría que la semiótica más ambiciosamente intentase
ayudarnos a entender mejor cómo el orden de lo sensible y el de lo inteligible se entretejen y, probablemente, se sustentan
mutuamente [...] Así, diríamos, lo mismo que lo sensible no sólo –por definición– ‘se siente’ sino que además tiene sentido,
también el propio sentido, en sí mismo incorpora lo sensible” (ibidem) .
Estas observaciones nos conducen a tomar en consideración, en un segundo momento, las posibles relaciones entre ambos
dominios.
Volviendo al tema que aquí nos ocupa, diremos que la descripción se nos presenta como una suerte de imagen del proceso
perceptivo, en la medida en que el texto descriptivo representa, en el escenario del lenguaje, el despliegue de la experiencia
cognoscitiva y sensible del sujeto. En las páginas que siguen, abordaremos entonces, primeramente, la dimensión cognoscitiva
y, luego, la dimensión afectiva o pasional de la enunciación descriptiva, atendiendo particularmente a la puesta en escena de la
percepción en los dos ámbitos.
Referencias bibliográficas

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— “La dimensión icónica de los elementos constitutivos de una descripción”, en Morphé 6, 1992.
Reuter, Y.: “La description en questions”, en Y. Reuter (ed.), La description: théories, recherches, formation, enseignement ,
París, Presses Universitaires du Septentrion, 1998.
Silvestri, A.: Discurso instruccional, Buenos Aires, Eudeba, 1995.
Uspensky, B.: A Poetics of Composition, Berkeley-Los Ángeles-Londres, University of California Press, 1973.
Zilberberg, C. y J. Fontanille: Tension et signification, Lieja, Mardaga, 1998.

Obras literarias citadas


Becerra, J. C.: El otoño recorre las islas, 5ª reimpr., México, ERA, 2000.
Borges, J. L.: “El cautivo”, El hacedor, Obras completas, Tomo II, Barcelona, Emecé, 1989.
— “El jardín de senderos que se bifurcan”, Ficciones. Obras completas, Tomo I, Barcelona, Emecé, 1989.
Roa Bastos, A.: Yo, el Supremo, 10ª ed., México, Siglo XXI, 1981.
Saer, J. J.: “Sombras sobre vidrio esmerilado”, Unidad de lugar, Buenos Aires, Espasa Calpe/Seix Barral, 1996.
Saramago, J.: Todos los nombres, México, Alfaguara, 1998.
Sobre la autora
María Isabel Filinich es licenciada en Literatura y Castellano por el Instituto del Profesorado Juan XXIII, Argentina, 1971
(equivalencia Universidad Nacional Autónoma de México –UNAM–, 1987).
Es doctora en Letras por la UNAM, 1995, y ha realizado la maestría en Semiótica y Teoría Literaria en la Universidad de
Bucarest, Rumania, 1979.
Es traductora de rumano, Consejo de Cultura y Educación de Rumania, Bucarest, 1978.
Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (CONACYT) Nivel II, Argentina, y de la Academia Mexicana de
Ciencias; profesora de la Universidad Nacional de Luján (Argentina) y de las universidades de Guerrero, Sinaloa y Nacional
Autónoma (México).
Es miembro fundador del Seminario de Estudios de la Significación, incorporado a la Red Internacional de Seminarios de
Semiótica del CNRS, Francia.
Actualmente se desempeña como profesor-investigador en el Programa de Semiótica y Estudios de la Significación de la
Universidad Autónoma de Puebla, México.
Notas
[1]En mi libro Enunciación (1998: 29 y ss.), de esta misma colección, me he referido a las distintas orientaciones teóricas
implicadas por las diferentes definiciones del término y a su relación con otros conceptos (texto y contexto). Aquí me limitaré
a resumir la concepción que asumo, la cual se inscribe en una perspectiva semiótica.
[2]Véase particularmente el capítulo “De la subjetividad en el lenguaje”, en Problemas de Lingüística General (1978).
[3]Consideramos al narrador y al narratario como la representación, en el discurso narrativo, de los papeles de
enunciador y enunciatario, esto es, el sujeto de la verbalización y destinación del relato –el narrador– y el sujeto de la escucha
y destinatario de la narración –el narratario–. Ambas instancias componen el nivel de la enunciación narrativa, el yo que apela
a un tú al cual le destina una historia. (Para un análisis detallado de estos componentes del discurso literario, véase mi libro
La voz y la mirada. Teoría y análisis de la enunciación literaria, de 1997).
[4]P. Hamon denomina así a las “posturas de destinador y destinatario” implicadas por el sistema descriptivo (ver P.
Hamon, 1991: 45 y ss.). Entendemos que tales instancias ocupan una posición equivalente a la de la pareja narrador/narratario
en la narración.
[5]La naturaleza de la temporalidad que anima al narratario es descrita de manera muy esclarecedora por R. Dorra en su
artículo “El tiempo en el texto” (1998). Cito un fragmento referido al aspecto que aquí me interesa destacar: “Así, pues, para
el narratario hay un tiempo realizado pero ignorado, un tiempo cuya forma es la de la totalidad vacía. La voz del narrador, el
decurso de la narración, irá sucesivamente colmando ese vacío. Así, el narratario no es transformado por la historia sino por
el discurso; su temporalidad es lineal y siempre prospectiva. Esa linealidad permanece inalterable aunque el narrador no siga,
en su narración, un orden lineal, aunque empiece, por ejemplo, narrando el desenlace; el narratario sigue su ruta: de la
ignorancia al conocimiento, de la totalidad vacía a la totalidad colmada; por eso, mientras hable el narrador, su avance no
puede ser sino lineal e ininterrumpido” (1998: 41).
[6]Desde otro punto de vista, si atendemos a los orígenes de la descripción, ésta aparece vinculada a un ejercicio que
comenzó a tener importancia con el surgimiento de la llamada neo-retórica, en el mundo grecorromano entre los siglos II y IV
de nuestra era: se trata de la declamatio. Según lo explica R. Barthes (1993: 101) la declamatio “es una improvisación
regulada sobre un tema”, la cual provoca la atomización del discurso que se vuelve un conjunto de pasajes brillantes con una
finalidad ostentativa. Entre tales pasajes, el principal era la ekfrasis o descriptio, fragmentos transferibles de un discurso a
otro que describían un paisaje o realizaban un retrato. De aquí surgirán luego los diversos tipos de descripción que P.
Fontanier (1977: 381) clasifica en siete especies, según los objetos descritos: topografía (lugar), cronografía (tiempo),
prosopografía (cualidades físicas de un personaje), etopeya (caracteres morales de un personaje), retrato (descripción moral y
física), paralelo (dos descripciones confrontadas) y cuadro (pasiones, acciones, fenómenos físicos o morales).
[7]En Les espaces subjectifs. Introduction à la sémiotique de l’observateur (1989: 16) Fontanille define a estos tres tipos
de sujetos enunciativos como “los simulacros discursivos por los cuales la enunciación da la ilusión de su presencia en el
discurso enunciado” y les otorga un lugar intermedio entre la enunciación propiamente dicha (lugar del sujeto de la
enunciación, en sentido genérico) y el enunciado, considerándolos las instancias “que preparan las identificaciones del
enunciatario” (la traducción es nuestra).
[8]En un estudio dedicado a una reflexión semiótica sobre el saber, Fontanille (1987) define al sujeto y al objeto de saber
como observador e informador respectivamente: el sujeto cognoscitivo es un observador en tanto se coloca en el lugar de un
receptor (sabe que hay algo que saber) y el objeto de saber es un informador en tanto queda colocado en el lugar del emisor
(sabe que hay algo que hacer saber), razón por la cual el objeto colabora o se resiste a la actividad cognoscitiva del
observador. En nuestro ejemplo, el mundo muestra elocuentemente sus cualidades sonoras, colabora con la actividad
perceptiva del observador, y este último capta los estímulos sensibles que lo proyectan hacia otra dimensión.
[9]R. Martin (1971), en el trabajo que consagra precisamente al tiempo y al aspecto, recuerda la distinción –importante
para ubicar el lugar del aspecto en la representación de la temporalidad– que ya reconocía G. Guillaume entre un tiempo
explicado y un tiempo implicado: el primero da cuenta del hecho por el cual un proceso puede situarse en el discurso en
relación con otro proceso o con algún punto de referencia en el eje del tiempo y ser dividido en momentos tales como pasado,
presente o futuro (esta segmentación permite la construcción de cronologías); el segundo, en cambio, el tiempo implicado, es
aquel que es inherente al verbo, al proceso en tanto tal y que atiende a la duración. Por lo tanto, el reconocimiento de un
tiempo implicado, el tratamiento del proceso en su interioridad como una extensión con un principio tensivo, una duración y un
desenlace distensivo, permite dar cuenta de las distinciones aspectuales: puntual/durativo (y dentro del aspecto durativo se
distinguirá entre aspectos continuos –lineal/progresivo– y aspectos discontinuos –
iterativo/frecuentativo/multiplicativo/distributivo); aspecto de lo realizado y de lo irrealizado; incoativo y terminativo. El
aspecto así concebido, como tiempo implicado y observado en su devenir, como perspectiva desde la cual la acción es
observada, da cuenta de la posibilidad de que la acción sea no sólo puesta en relación con otra en el eje del tiempo sino
descrita en su interioridad, para lo cual necesita ser desplegada ante el espíritu, esto es, espacializada.
[10]En este sentido, Pimentel (1986) muestra, mediante el análisis de un segmento descriptivo de la novela Palinuro de
México, de Fernando del Paso, de qué manera la subversión de los modelos topográficos canónicos no implica la
desaparición del orden sino más bien la emergencia de un nuevo orden cuyo significado se aprecia precisamente gracias a la
parodia de un modelo canónico subyacente.
[11]Véase el § 1.3. del primer capítulo y la nota 7 de pie de página.
[12]Es necesario señalar que Coquet, para sus fines de constitución de una teoría general del sujeto, complementa esta
dicotomía reconocida en el actante primero con otra que funciona como proyección externa de la primera, el actante tercero,
donde cabrían enunciadores portadores de figuras institucionalizadas como la razón, la ciencia, la divinidad, etc. Ver Coquet
(1996).
[13]Nos referimos a su conocido estudio Fenomenología de la percepción (1985).
[14]El término “estésico”, derivado del griego aisthesis, hace emerger a un primer plano la significación etimológica de
“facultad de sentir”, un tanto opacada por el término “estético” que, en el uso, y a pesar de provenir de la misma raíz, ha
enfatizado el sentido de lo bello más que el de lo sensible, sin desconocer, claro está, que la belleza depende de una relación
sensible entre sujeto y objeto. La noción de estesis, en este sentido, tiene una acepción más amplia que la de estética, puesto
que comprende la experiencia sensible en su totalidad, incluyendo la experiencia estética. Es en este sentido que ha sido
utilizada por Paul Valéry.
[15]El tema de la aspectualidad es central en la descripción, y no sólo concebida como dimensión del tiempo, sino también,
al modo de Greimas, como dimensión del espacio y del desempeño actorial. A este tema he dedicado un artículo:
“Aspectualidad y descripción” (2000), en el cual se aborda el lugar de este procedimiento en el discurso descriptivo.
[16]Decimos experiencia inaugural en un sentido que es necesario aclarar: se trata de un comienzo que sólo puede ser visto
como recomienzo, al menos, por dos razones elementales: por una parte, no nos es posible alcanzar aquella experiencia que
fuera la primera vez de algo que no se apoyara en una experiencia previa; y, por otra parte, la reedición permanente del
contacto sensible del sujeto con su entorno está necesariamente tamizada por las experiencias que le anteceden, por las formas
de la sensibilidad aprendidas: la percepción sensible tiene lugar no sólo porque una presencia afecta a un cuerpo sino porque
también este último está dotado de una disponibilidad que lo orienta hacia aquello que lo afecta, esto es, se percibe aquello
que de algún modo es anticipado por las formas plasmadas en la sensibilidad.
[17]Este rasgo de la experiencia sensible (de la enunciación perceptiva, se podría decir) ha obligado a pensar no ya en los
términos de una oposición sino a centrarse en los grados de presencia de uno y otro término de una relación. La tensión se
vuelve entonces una noción central para dar cuenta de esta relación de fuerzas entre dos variables, de allí la denominación de
semiótica tensiva aplicada a la semiótica que hoy se ocupa de analizar la puesta en discurso de la actividad perceptiva.

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