Sunteți pe pagina 1din 42

La Bruja Desordenada.

Había una vez una bruja llamada Lola que hacía unas pócimas y unos
hechizos increíbles.

Tenía recetas para conseguir cualquier cosa, y sabía hechizos que nadie
más en el mundo conocía. Era tan famosa que todas las brujas del mundo
querían robarle los libros que contenían todos sus secretos.

Lo cierto es que la bruja Lola era una bruja perfecta. Bueno, casi perfecta.
Porque lo cierto es que tenía un gran defecto: era muy desordenada. Pero a
ella le daba lo mismo, porque cuando necesitaba algo que no encontraba
lanzaba un hechizo y aparecía.

Pero un día el hechizo de la bruja Lola para localizar cosas falló. Ella no
entendía qué podía pasar, porque era el mismo hechizo de siempre. Un
ratoncito que vivía en su casa y que en tiempos había sido un niño, se
subió a una mesa y le dijo:
- Bruja Lola, no es el hechizo lo que falla, sino que no buscas el libro
correcto.
- ¿El libro correcto? ¿Y cuál es el libro correcto? Madre mía… ¡estoy
perdiendo la memoria!

La bruja Lola intentó hacer un hechizo para recuperar la memoria, pero


como no sabía en qué libro estaba y tampoco se acordaba, no pudo
hacerlo.

-Si me conviertes otra vez en niño y me dejas marchar te ayudaré a buscar


la pócima que necesitas para recuperar la memoria -dijo el ratoncito.
-Está bien, pero, ¿cómo sé que no me vas a engañar? -dijo la brujo Lola.
-Puedes hacer un hechizo para cerrar la puerta para que no me escape. En
ese libro de ahí tienes las instrucciones para hacerlo. Si me conviertes en
niño de nuevo te ayudaré a colocar todo esto y encontraremos todo lo que
no encuentras. Pero después me tienes que dejar marchar.

La bruja Lola accedió, hizo el hechizo para cerrar la puerta y convirtió al


ratón de nuevo en niño. Juntos ordenaron todo aquel desastre. Pero como
el niño no se fiaba mucho de la bruja Lola cogió uno de sus libros de
hechizos y pócimas y lo escondió por si acaso.

Cuando acabaron de ordenarlo todo, el niño le pidió a la bruja Lola que le


abriera la puerta, pero ésta le traicionó y le volvió a convertir en ratón.

En poco tiempo, la bruja Lola volvió a tener su laboratorio mágico tan


desordenado que era imposible encontrar nada. Y cuando la bruja Lola se
dio cuenta de que no encontraba lo que necesitaba intentó lanzar el hechizo
para encontrar cosas. Pero lo había olvidado. Y también había olvidado la
receta de pócima para acordarse de las cosas. Intentó buscar los libros,
pero aquello era un auténtico desastre.

Entonces la bruja se acordó del ratón, y le prometió que esta vez lo dejaría
marchar como un niño normal si le ayudaba a recoger aquello. Al ratoncito
le pareció bien y ayudó a la bruja Lola.

Cuando terminaron de ordenar todo la bruja Lola se dio cuenta de que el


libro que buscaba no estaba allí.

-¿Buscas esto? -le dijo el niño, sacando el libro de hechizos que había
escondido la vez anterior.
-¡El libro! ¡Dámelo!

E l libro contenía todos los


hechizos y pócimas que necesitaba la bruja Lola: el hechizo de encontrar
cosas, la pócima para recordar lo olvidado y, por supuesto, el conjuro para
convertir al niño en ratón. El niño lo sabía, y no estaba dispuesto a
devolver el libro.
-No te acerques. Abre la puerta y déjame marchar.

La bruja abrió la puerta con la intención de engañar al niño y quitarle el


libro, pero el muchacho fue más listo. En el libro había un conjuro para
desordenarlo todo que había estudiado muy bien. Así que, cuando la puerta
se abrió, el niño lo recitó mientras lanzaba el libro que tenía entre manos.

-Ahora tendrás que ordenarlo todo tú sola si quieres volver a encontrar


algún libro, bruja mentirosa.

Así fue como el niño logró escaparse de la bruja Lola, que tardó semanas
en ordenarlo todo de nuevo. Eso sí, tanto trabajo le costó colocar cada cosa
en su sitio, que no volvió a tener su laboratorio mágico desordenado nunca
más ni tampoco a convertir a ningún niño en ratón.
El Conejito Soñador.

Había una vez un conejito soñador que


vivía en una casita en medio del bosque,
rodeado de libros y fantasía, pero no
tenía amigos. Todos le habían dado de
lado porque se pasaba el día contando
historias imaginarias sobre hazañas
caballerescas, aventuras submarinas y
expediciones extraterrestres. Siempre
estaba inventando aventuras como si las
hubiera vivido de verdad, hasta que sus
amigos se cansaron de escucharle y
acabó quedándose solo.

Al principio el conejito se sintió muy


triste y empezó a pensar que sus
historias eran muy aburridas y por eso
nadie las quería escuchar. Pero pese a
eso continuó escribiendo.

Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de
aventuras. Se imaginaba vestido de caballero salvando a inocentes
princesas o sintiendo el frío del mar sobre su traje de buzo mientras
exploraba las profundidades del océano.

Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que


imaginaba. De vez en cuando, salía al bosque a leer en voz alta, por si
alguien estaba interesado en compartir sus relatos.

Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato,


apareció por allí una hermosa conejita que parecía perdida. Pero nuestro
amigo estaba tan entregado a la interpretación de sus propios cuentos que
ni se enteró de que alguien lo escuchaba. Cuando acabó, la conejita le
aplaudió con entusiasmo.

-Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién


llegada -. ¿Te ha gustado mi historia?
-Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
-¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
- ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿Tú crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son
aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mí me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber
escribir historias como la tuya, pero no se...
El conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente
muy triste así que se acercó y, pasándole la patita por encima del hombro,
le dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy
rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y
conocer a todos esos villanos y malandrines -dijo la conejita-

Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron


cientos de libros que leyeron a niños de todo el mundo.

Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el


conejito no volvió jamás a sentirse solo ni tampoco a dudar de sus
historias.
Polvos De Hadas.
Érase una vez, un lugar encantado en el
que vivían unas bellísimas hadas. Sus
alas eran preciosas, de muchos colores, y
brillaban tanto que cualquiera las podía
ver cuando volaban en el cielo.

De todas ellas, había dos que destacan


por encima del resto. Una de ellas se
llamaba Alina y la otra Gisela. Ambas
tenían las alas más grandes y brillantes
de todo el lugar. Tanto que el resto de
hadas las admiraban profundamente.

No muy lejos de aquellas hadas vivía Úrsula, la reina de los mundos


oscuros. Una hechicera muy fea, llena de verrugas y con la cara muy
arrugada.

Cuando la vieja bruja observaba a las hadas pensaba:


- ¡Algún día os robaré vuestros polvos de hada para convertirme en la
hechicera más bella del lugar!

Úrsula era tan envidiosa que era capaz de todo. Y así lo demostró el día
que las hadas organizaron una fiesta.

Ese día, todas las hadas se pusieron muy guapas y volaron en el cielo
mostrando todos sus encantos. Alina y Gisela eran las más brillantes de
todas y ese día estaban especialmente bellas.

Cuando Úrsula las vio, no dudó en ordenar a sus cuervos malvados que
fuesen a secuestrarlas. Y, mientras Alina y Gisela revoloteaban en el cielo
los pájaros se lanzaron a por ellas.
- ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Mirad esos pájaros tan feos! – gritaban el resto de
las hadas desde el suelo.

Las hadas volaron y volaron para intentar escapar, pero los cuervos
pudieron raptar a Gisela.
- ¡¡¡Noooooo!!! ¡¡¡Soltarla!!! – gritaban las hadas

Pero los cuervos se la llevaron a los mundos oscuros donde la bruja Úrsula
le robó sus polvos de hada y la encerró en una jaula.

- ¡Ja, ja, ja! ¡Por fin tengo mis polvos de hada! ¡Ahora me convertiré en la
más bella hechicera! – gritaba Úrsula triunfal.
La pobre hada se quedó apagada y triste sin sus polvos mágicos. Además,
la pobre ya no podía volar.

El resto de hadas no podían permitir lo que estaban pasando y entre todas


pensaron un plan para salvar a Gisela.

Entonces, decidieron enfrentarse a la malvada bruja. Y así fue. Todas las


hadas volaron hacia los mundos oscuros. Fue un viaje muy duro y, aunque
las hadas estaban agotadas, sabían que era necesario para ayudar a su
compañera. Se esforzaron mucho, sobreviviendo a las peores tormentas,
pero por fin encontraron a Úrsula.
- Venimos a rescatar a Gisela y no nos moveremos de aquí hasta que le
devuelvas sus polvos de hada – dijeron

Úrsula no podía parar de reír. Ahora que tenía sus polvos de hada no daría
un paso atrás. Pero las hadas, no se movieron de allí y fue entonces cuando
Alina dijo:
- ¡Espera! ¡Yo te daré mis polvos si la liberas!

Úrsula sabía que los


polvos de Gisela eran más poderosos que los de esa hada, así que se rió
aún más.

El resto de hadas se dieron cuenta del gesto que había tenido su


compañera y tuvieron una idea:
- Espera. Todas te daremos algo de nuestros polvos si liberas a Gisela.
Somos más de cien hadas. Así conseguirás los polvos que necesitas.

Úrsula se dio cuenta de que así conseguiría mucho más polvo del que tenía
y acabó aceptando el trato.
Las hadas le hicieron prometer que nunca más las molestaría y entre todas
consiguieron salvar a Gisela. Todas sabían que si perdían parte de sus
polvos de hada ya no serían tan brillantes, ni volarían tan alto, ni serían tan
espectacularmente bellas, pero también sabían que era la única manera de
ayudar a su amiga y entre todas hicieron el esfuerzo y devolvieron a Gisela
la magia de sus alas.
La Reina de las Abejas.

Érase una vez un rey que tenía tres


hijos. Los mayores eran muy
aventureros, tanto que un día
decidieron abandonar el palacio
donde vivían para ir en busca de
aventuras. Fueron de acá para allá,
disfrutando de una vida sin
responsabilidades ni obligaciones.
Tanto les gustó su nueva vida que
decidieron no volver jamás a casa.

Un día el hermano pequeño, al que


todos llamaban “El bobo”, decidió ir
a buscar a sus hermanos mayores
para unirse a ellos. Cuando por fin
el hermano pequeño encontró a los
mayores, estos se burlaron de él,
pero finalmente se fueron todos
juntos.

Al rato llegaron a un hormiguero. Los dos mayores quisieron revolverlo


para ver cómo las hormigas correteaban asustadas de un lado a otro, pero
el bobo les pidió que las dejaran en paz. Los mayores accedieron y
siguieron el camino.

Al rato llegaron a un lago donde había muchos patos. Los mayores


quisieron cazar algunos, pero el bobo les pidió que los dejaran en paz. Una
vez más, los mayores accedieron y siguieron el camino.

Finalmente, los tres hermanos llegaron a una colmena cargada de miel. Los
mayores querían acabar con las abejas prendiendo fuego bajo el árbol y así
poder coger la miel. El bobo, una vez más, les pidió que dejaran en paz a
las abejas. Los mayores accedieron y continuaron caminando.

Al rato, los tres hermanos llegaron a un palacio en el que solo había un


montón de caballos petrificados. Juntos recorrieron el edificio hasta
encontrar una puerta que tenía tres cerrojos. En mitad de la puerta, había
una mirilla y por ella se podía ver lo que había dentro.

Los hermanos miraron y vieron a un hombrecillo gris sentado a una mesa.


Lo llamaron a voces una vez, pero no los oyó. Lo llamaron una segunda
vez, pero tampoco contestó. Cuando llamaron por tercera vez, el
hombrecillo se levantó y salió. Sin decir ni una palabra, los agarró y los
condujo a una mesa llena de exquisitos manjares.

Después de comer, el hombrecillo llevó a cada uno de ellos a un dormitorio,


donde durmieron plácidamente. Por la mañana, el hombrecillo entró en el
dormitorio donde dormía el mayor, le hizo señas con la mano y lo llevó a
una mesa de piedra, sobre la que estaban escritas las tres pruebas que
había que superar para desencantar el palacio.

La primera prueba consistía en buscar las mil perlas de la princesa que


estaban en el bosque, debajo del musgo, y llevarlas al palacio antes de que
se hiciera de noche. El hermano mayor fue a buscarlas. Cuando anocheció
solo había encontrado cien perlas, así que quedó convertido en piedra.

Al día siguiente, el hombrecillo fue a buscar al segundo hermano y le


encomendó la misma tarea. Pero como al anochecer solo había conseguido
encontrar doscientas perlas quedó convertido en piedra también.

Entonces llegó el turno del hermano pequeño, del bobo. Este, al ver lo
difícil que era la tarea, se sentó en una piedra a llorar. El rey de las
hormigas, que lo había seguido para darle las gracias, lo vio llorar. En
agradecimiento por haber salvado su colonia fue a buscar a sus hermanas
hormigas y, entre todas, encontraron las perlas y las llevaron al lugar
acordado.

Pero todavía quedaban dos pruebas más. La segunda prueba consistía en


sacar del mar la llave de la alcoba de la princesa. El bobo, asustado, se
puso a llorar. Entonces se acercaron nadando los patos a los que él una vez
había salvado, que le habían seguido para darle las gracias. Los patos se
sumergieron en el mar y sacaron la llave del fondo.
Solo faltaba una prueba para
deshacer la maldición. La prueba consistía en escoger a la más joven de las
tres durmientes hijas del rey. Pero las tres eran exactamente iguales. Lo
único que se diferenciaban era que la mayor había tomado un terrón de
azúcar, la segunda sirope y la menor una cucharada de miel. Para
encontrar a la pequeña solo había una manera: identificar el olor de la miel
en el aliento de las niñas.

Pero como el bobo no diferenciaba entre los tres olores dulces de la miel, el
sirope y el azúcar se puso a llorar. Entonces llegó la reina de las abejas,
que lo había seguido para darle las gracias y se posó en la boca que había
tomado miel. De este modo, el bobo reconoció a la más pequeña de las
princesas.

En ese momento se deshizo el encantamiento y todo volvió a la


normalidad. El bobo se casó con la más joven de las princesas, que era
también la preferida del rey, que los nombró herederos de la corona.

Los otros dos hermanos se casaron con las otras dos princesas y ayudaron
a su hermano a reinar, olvidándose de su antigua vida de holgazanería.
Pulgarcito.

Había una vez unos leñadores muy


pobres que tenían siete hijos, todos ellos
varones. El más joven de todos, que era
también el más astuto, nació muy
pequeño, del tamaño de un pulgar, y por
eso todos le llamaban Pulgarcito.

Una noche Pulgarcito oyó hablar a sus


padres de la difícil situación en la que se
encontraban ya que apenas ganaban lo
suficiente para alimentar a sus siete
hijos. Pulgarcito se entristeció mucho al
oír a sus padres, pero rápidamente se
puso a darle vueltas a la cabeza para
encontrar una solución.

A la mañana siguiente, reunió a sus hermanos en el pajar y les contó lo que


había oído.

- No os preocupéis, yo os diré lo que haremos.


- ¿Ah sí? ¿El qué? - dijo el mayor, que era un poco incrédulo
- El próximo día que vayamos al bosque a recoger leña con madre y padre
nos esconderemos y cuando se harten de buscarnos y vuelvan a casa
saldremos y emprenderemos un viaje en busca de riquezas y oro.
- Pero, ¿y si nos perdemos en el bosque? De noche está muy oscuro… - dijo
el más miedoso
- No te preocupes. Iré dejando caer miguitas de pan a lo largo del camino
así, cuando queramos volver a casa sólo tendremos que seguirlas.

La idea convenció a los siete y prometieron guardar el secreto.

Esa misma tarde los padres les dijeron que necesitaban que les ayudaran a
recoger ramas en el bosque. De modo que siguieron el plan establecido y
cuando sus padres se cansaron de buscarlos y se fueron a casa, creyendo
que habían vuelto allí, salieron de sus escondrijos.

Pero la noche cayó antes de lo esperado y se levantó una tormenta


tremenda. Algunos empezaron a impacientarse y decidieron que lo mejor
era volver a casa. Pero… ¡qué sorpresa tan desagradable cuando Pulgarcito
miró al suelo! Las migas no estaban. Sólo había un par por detrás de él y
del resto nada. Se las habían tenido que comer los pájaros, no había otra
explicación.

Rápidamente Pulgarcito se subió a un árbol para tratar de divisar algún


lugar al que dirigirse y logró distinguir una luz.

- ¡Veo una casa! ¡Iremos por allí!

Así que los niños continuaron andando durante horas hasta que lograron
llegar a aquella casa. Estaban empapados y muertos de hambre. Una mujer
les abrió la puerta.

- Buena mujer, somos siete niños que se han perdido y no tenemos adónde
ir. ¿Podría dejarnos pasar?
- Pero, ¿no sabéis quién vive aquí?

Los niños negaron con la cabeza y la mujer les explicó que esa era la casa
del ogro, su marido, y si los veía no se lo pensaría dos veces y los echaría a
la cazuela. Pero los niños estaban tan exhaustos que no les importó y
pidieron a la mujer que por favor les dejara pasar. Al final accedió, les dio
de cenar y los escondió bajo la cama.

En cuanto llegó el ogro a casa comenzó a gritar.

- ¡¡Huelo a carne fresca!!

Los niños estaban temblando bajo la cama rezando porque no mirase allí,
pero el malvado ogro los encontró. Quiso comérselos en ese mismo
instante, pero su mujer logró convencerle de que lo dejara para el día
siguiente ya que no había ninguna prisa y tenían comida de sobra.

Se acostaron a dormir en la misma habitación en la que dormían las siete


hijas de los ogros y Pulgarcito observó que cada una de las niñas llevaba
una corona de oro en la cabeza.
Cuando todo el mundo dormía Pulgarcito tuvo una de sus ideas. No se fiaba
de que el ogro cambiara de opinión y se los quisiera comer en mitad de la
noche, así que por si acaso, les quitó a las niñas las coronas y las puso en
las cabezas de sus hermanos y en la suya.

Efectivamente Pulgarcito tuvo razón, y en mitad de la noche el ogro entró


en la habitación.

- A ver a quien tenemos por aquí… ¡Uy no, estas no! ¡Estas son mis hijas!
Así que gracias a la corona el ogro se comió a sus hijas creyendo que eran
Pulgarcito y sus hermanos.

En cuanto salió de la habitación y lo oyó roncar, Pulgarcito despertó a sus


hermanos y se marcharon de allí corriendo.

A la mañana siguiente el ogro se dio cuenta del engaño y se puso sus botas
de siete leguas para encontrarlos. Estuvo a punto de cogerlos, pero los
niños lo oyeron llegar y se escondieron bajo una piedra. El ogro, acabó
agotado de tanto correr en su búsqueda así que se sentó en el suelo y se
quedó dormido. Salieron de su escondite y Pulgarcito ordenó a sus
hermanos que volvieran a casa.

- No os preocupéis por
mí. Me las apañaré para volver.

Con mucho cuidado Pulgarcito le quitó las botas de siete leguas al ogro, se
las calzó, y como eran unas botas mágicas que se adaptaban al pie de
quien las llevara puestas, le quedaron perfectas. Con ellas se fue directo a
casa del ogro.

- Señora, vengo de parte del ogro. Me ha dejado las botas de siete leguas
para que viniese lo antes posible y os pidiese auxilio. Unos ladrones lo han
atrapado y dicen que lo matarán inmediatamente si no les dais todo el oro
y plata que tengáis.

La mujer se lo creyó todo y entregó a Pulgarcito todo el oro y plata que


tenían. Cargado de riquezas volvió a casa y sus padres y hermanos lo
recibieron con los brazos abiertos. Desde entonces ya nunca más volvieron
a pasar necesidad.

Aunque hay quien dice que la historia no acabó en realidad así, y afirman
que Pulgarcito una vez tuvo las botas del ogro fue a hablar con el Rey.
Pulgarcito había oído que el Rey estaba preocupado por su ejército, ya que
se encontraba a muchas leguas de palacio y no había recibido ninguna
noticia suya. Así que le propuso convertirse en su mensajero y llevarle
tantos mensajes como necesitara. El Rey aceptó y Pulgarcito estuvo
desempeñando durante un tiempo este oficio, tiempo en el que amasó una
buena fortuna. Cuando hubo reunido suficiente volvió a casa de sus padres
y todos juntos fueron muy felices.
Ricitos de Oro y los 3 Osos.

Había una vez una casita en el bosque en


la que vivían papá oso, que era grande y
fuerte; mamá osa, que era dulce y
redonda; y el pequeño bebé oso.

Todas las mañanas mamá osa preparaba


con cariño el desayuno de los tres. Un
gran bol de avena para papá oso, otro
mediano para ella y un bol pequeñito
para el bebé oso. Antes de desayunar
salían los tres juntos a dar un paseo por
el bosque.

Un día, durante ese paseo llegó una niña hasta la casa de los tres osos.
Estaba recogiendo juncos en el bosque, pero se había adentrado un poco
más de la cuenta.

- ¡Pero qué casa tan bonita! ¿Quién vivirá en ella? Voy a echar un vistazo

Era una niña rubia con el pelo rizado como el oro y a la que todos llamaban
por eso Ricitos de Oro. Como no vio nadie en la casa y la puerta estaba
abierta Ricitos decidió entrar.

Lo primero que vio es que había tres sillones en el salón. Se sentó en el


más grande de todos, el de papá oso, pero lo encontró muy duro y no le
gustó. Se sentó en el mediano, el de mamá osa, pero le pareció demasiado
mullido; y después se sentó después en la mecedora del bebé oso. Pero,
aunque era de su tamaño, no tuvo cuidado y la rompió.

Rápidamente salió de ahí y fue entonces cuando entró en la cocina y se


encontró con los tres boles de avena.

- ¡Mmmm que bien huele!

Decidió probar un poquito del más grande, el de papá oso. Pero estaba
demasiado caliente y se quemó. Probó del mediano, el de mamá osa, pero
lo encontró demasiado salado y tampoco le gustó. De modo que decidió
probar el más pequeño de todos.

- ¡Qué rico! Está muy dulce, como a mí me gusta.


Así que Ricitos de oro se lo comió todo entero. Cuando acabó le entró
sueño y decidió dormir la siesta. En el piso de arriba encontró una
habitación con tres camas. Trató de subirse a la más grande, pero no
llegaba porque era la cama de papá oso. Probó entonces la cama de mamá
osa, pero la encontró demasiado mullida así que acabó por acostarse en la
cama de bebé oso, que era de su tamaño y allí se quedó plácidamente
dormida.

Entonces llegaron los tres osos de su paseo y rápidamente se dieron cuenta


de que alguien había entrado en su casa.

- ¡Alguien se ha sentado en mi sillón! - gritó papá oso enfadado

- En el mío también - dijo mamá osa con voz dulce

- Y alguien ha roto mi mecedora - dijo bebé oso muy triste

Entraron en la cocina y vieron lo que había pasado con su desayuno.

- ¡Alguien ha probado mi desayuno! - gritó papá oso enfadado

- Parece que el mío también - dijo mamá osa dijo mamá osa con voz dulce

- Y alguien se ha comido el mío - dijo bebé oso llorando

De repente el bebé oso miró hacia la habitación y descubrió a su invitada.

- ¡Mirad! ¡Hay una niña en mi cama!


Justo en ese instante Ricitos de oro se despertó y al ver a los tres osos
delante de ella saltó de la cama y echó a correr lo más rápido que pudieron
sus pies hasta llegar a su casa, dejando atrás incluso sus zapatos.
Mieduh, el fantasma cobardica.

En un castillo encantado vivían unos


fantasmas muy malos que asustaban a
todas las personas que vivían en él. Por
las noches, los fantasmas se paseaban
alegremente por el castillo, aterrorizando
a cualquiera que se encontraran.

Pero había uno que no se atrevía a salir a


dar sustos, porque tenía mucho miedo.
Este fantasma era cobarde porque no
siempre había sido un fantasma, sino que
en realidad era un niño que había sido castigado por una señora a la que
había asustado disfrazado con una sábana. Resultó que la señora era una
bruja y le lanzó un hechizo que lo convirtió en un fantasma de verdad.

El niño fantasma tuvo que huir de su pueblo y refugiarse en un lugar donde


hubiera más fantasmas como él y así llegó hasta aquel castillo encantado.

Cuando llegó a su nuevo hogar y sus compañeros descubrieron que era un


cobarde al que le daban miedo los sustos, el niño fantasma pasó a ser la
diversión de los demás. Para reírse de él, los demás fantasmas le daban
unos sustos tremendos, y le decían:
- ¡Uuuuh! ¡Uuuuuh! ¡Tengo mieduuuuuuuh!

Y así fue como le pusieron de nombre Mieduh.

Un día llegó al castillo una nueva familia. Los muy incautos habían
comprado aquella propiedad a los antiguos dueños que, hartos de
fantasmas, la habían vendido a buen precio sin contarle a nadie lo terrible
que era vivir en aquél lugar lleno de fantasmas.

Entre los recién llegados había una niña muy guapa y muy amable de la
misma edad que Mieduh llamada Alma. Él quiso ir a visitarla para contarle
lo que pasaba en aquel castillo y decirle que no tenía que tener miedo de
él. En realidad, él solo quería que fueran amigos. Pero en cuanto lo vio,
Alma empezó a chillar aterrorizada y salió huyendo de allí.

Mieduh, asustado por aquellos gritos histéricos, corrió a esconderse. Los


demás fantasmas se rieron de Mieduh sin descanso durante horas.
- ¡Ja ja ja! Para un susto que vas a dar y huyes muerto de miedo
- No fui a darle un susto -dijo Mieduh -. Sólo quería que fuera mi amiga.
- ¿Tu amiga? Eres un fantasma. ¡No puedes tener amigos!
- ¿Quién te va a querer a ti como amigo con lo aburrido que eres? Si
supieras asustar tendŕias amigos fantasmas.

Pero Mieduh no quería tener esa clase de amigos. Él quería amigos de


verdad, de carne y hueso, aunque no sabía muy bien cómo conseguir que
Alma le hiciera caso.

Esa misma noche, todos los fantasmas se reunieron para darles una
bienvenida especial a los nuevos inquilinos.
- Nos separaremos -dijo el fantasma más experimentado -. En grupos,
asustaremos a cada uno por separado y, cuando se reúnan, entre todos
lanzaremos el Gran Susto.

Mieduh no quería que asustaran a Alma. Ya había visto el Gran Susto en


otras ocasiones, y a más de uno se le había parado el corazón con él. Así
que se llenó de valor y se preparó para hacer algo. Se escondió en la
habitación de Alma y, sin salir para que no la viera, le dijo:
- ¡Ps, ps! ¡Hola! -dijo Mieduh desde debajo de la cama.
- ¿Quién anda ahí? -preguntó la niña.
- Un habitante del castillo, pero no tengas miedo, no te voy a hacer nada.
- ¿Eres el fantasma de antes? -dijo la pequeña, un poco asustada.
- Bueno, no siempre he sido un fantasma, y mi intención nunca fue
asustarte -.

Mieduh le contó que el castillo estaba lleno de fantasmas malos y le explicó


lo que planeaban.

- Mis padres no se van a creer esto -dijo Alma-. Además, ni siquiera te veo.
¿Cómo voy a saber que eres de verdad un fantasma y no un chiquillo del
pueblo que viene a asustarme y a reírse de mí?
Mieduh salió de debajo de la cama con mucho cuidado y, temblando de
miedo, le dijo:
- No chilles, por favor, que me asusto.
- ¡Vaya, pues es verdad! Eres un fantasma. ¿Por qué me ayudas?
- Porque estoy muy triste y necesito una amiga. Estos fantasmas son muy
malos y me están haciendo la vida imposible.
- Tranquilo, ya sé cómo los echaremos. Tengo una idea, pero tienes que
ayudarme a darles a ellos un susto todavía mayor.
La niña habló con sus
padres, y les dijo que quería organizar una noche de miedo en el castillo
para divertirse un rato.
- Yo me encargo de todo. Invitaré a unos amigos y nos divertiremos.

Cuando los fantasmas salieron a dar sustos todo el mundo se rió mucho de
lo divertidos que eran los disfraces, pensando que eran amigos de la
muchacha invitados a la fiesta. Y mientras los fantasmas estaban confusos,
Alma y Mieduh salieron metidos dentro de una gran sábana articulada que
soltaba humo y chispas, dando unos gritos y unos alaridos terribles.

Los fantasmas, que no se lo esperaban, salieron corriendo asustados ante


aquella situación.

Mieduh y Alma se rieron mucho y, de la emoción, la muchacha besó al


fantasma. Y, como suele pasar con estas cosas de hechizos y besos, el
encantamiento se desvaneció y Mieduh volvió a ser el niño de siempre.

Desde aquel día, el niño vive en el castillo con su nueva familia, y nunca
más volvió a tener miedo. Y, aunque a veces se asustaba, se enfrentaba a
sus miedos con valentía y coraje.
El invento de Bárbara.

A Bárbara le encanta pasar los


veranos en el pueblo, en casa de
sus abuelos. Además de estar
mucho tiempo con sus amigos al
aire libre, los abuelos de
Bárbara le dejan un viejo
cobertizo donde puede hacer
todos tipo de experimentos.
Bárbara quiere ser inventora
cuando sea mayor y en el
pueblo puede dar rienda suelta a
su imaginación.

Un verano, mientras
desayunaba, Bárbara se dio
cuenta de que sus abuelos eran
ya muy mayores y que cada vez
tenían más dificultades para
hacer las cosas, incluso para
desplazarse.

Dándole vueltas a la leche


chocolatada Bárbara tuvo una
idea. Dejó el desayuno a medias y se fue corriendo a su cobertizo
laboratorio.

Mientras Bárbara hacía lo que parecían dibujos y garabatos sin sentido un


sonido fuera llamó su atención. La niña se asomó y vio una ambulancia a la
puerta de la casa.

Bárbara salió corriendo muy preocupada. Sin darse cuenta habían pasado
varias horas, pero el tiempo se le había pasado volando.

-Abuela, ¿qué ha pasado?

-Tu abuelo se ha caído. Hay que llevarlo al hospital.

Pasados unos días el abuelo regresó a casa, pero no por su propio pie.

-Abuelo, ¿por qué vienes en silla de ruedas?


-Ya no puedo caminar, Bárbara. Necesitaré la silla y mucha ayuda a partir
de ahora.

La niña, que no había parado de trabajar en el cobertizo desde que se


llevaron al abuelo al hospital, se fue diciendo:

-Tengo algo para ti, abuelito. Espera aquí.

La niña volvió después de un rato con algo muy especial.

-Mira abuelo, este es Robotico, vuestro nuevo ayudante.

- ¿Qué es esto? -preguntó el abuelo.

-Es un robot, abuelo -dijo Bárbara-. Lo he diseñado para que os ayude y


acompañe. Pero como no contaba con la silla de ruedas tendré que hacer
algunos ajustes y programarlo de nuevo.

-Esto que has hecho es fantástico -dijo el abuelo.

- Robotico os hará compañía cuando yo no esté, podrá


empujar tu silla para que puedas disfrutar de tus paseos al aire libre, te
ayudará cuando te vayas a la cama o cuando tengas que asearte y podrá
hacer muchas tareas de la casa-dijo la niña-. Además, avisará a quien sea
necesario si os pasa algo.

-Parece que no has necesitado hacerte mayor para convertirte en inventora


-dijo la abuela.

-No tenía tiempo para esperar -rió la niña-. ¿Qué os parece si nos vamos
los cuatro a dar un paseo y le enseñamos a Robotico el pueblo? Tenemos
muchas cosas que enseñarle.
-Algún día todos los abuelos tendrán un robot que les ayude gracias a ti,
Bárbara -dijo el abuelo.

-Entonces ningún abuelito ni ninguna abuelita se quedarán solos -dijo la


niña, dándoles a sus abuelos un fuerte abrazo.
Solos en el cole.

Había una vez un grupo de niños de tercero de primaria a los que


no les gustaban mucho las matemáticas. Decían que las mates
no valían para nada, que eran un rollo y que preferían estar
castigados que perder el tiempo con esa asignatura.

A este grupo de niños tampoco les gustaba nada la clase de lengua, ni la de


inglés, ni la de ciencias. Con el resto hacían una excepción, siempre y
cuando no tuvieran que trabajar mucho.

Un día, cuando los niños llegaron a clase, descubrieron que no había nadie
para dar clase. Tocaba clase de matemáticas, como todas las mañanas a
primera hora.

Los niños estaban tan contentos. Pero pasaban las horas y por allí no iba
nadie. No fue el profesor de lengua, ni el ciencias, ni tampoco el de
educación física.

Cansados de esperar, a Kilian, el más mayor de la clase, se le ocurrió ir a


preguntar qué pasaba.

Kilian salió de la clase y puso rumbo al despacho del director. Pero allí
tampoco había nadie. Buscó por todo el colegio. Pero en ninguna clase
había nadie. ¡El colegio estaba vacío!

Kilian volvió al aula y contó a sus compañeros lo que había descubierto.

-¿Estamos solos en el colegio? -preguntó una niña.

-Sí. Y no podemos irnos, porque las puertas están cerradas -dijo Kilian.

-¡El colegio es nuestro! -gritaron los más gamberros de la clase, con malas
intenciones.

-Deberíamos investigar a ver qué ha pasado y resolver este misterio -


propuso Kilian.

A todos les pareció bien.

-Nos dividiremos en grupos y exploraremos el colegio -dijo Kilian-. Nos


vemos aquí en media hora.
Al cabo de media hora todos volvieron a clase. Solamente un grupo había
encontrado una pista.

-Hemos encontrado este papel en la mesa del profesor de la clase de quinto


-dijo uno de los niños-. Aquí dice que hay una excursión para ir a la
inauguración del museo de ciencias del universo. Parece que hay una casilla
por cada curso, para seleccionar al que pertenece cada uno y firmar la
autorización.

-Y eso, ¿cuándo es? -preguntó Kilian.

En ese momento el director entró por la puerta.

-Hoy mismo. Os habéis


perdido un evento extraordinario. Pero, ¿qué hacéis aquí?

-Vinimos a clase, como todos los días -dijo Kilian-. Nadie nos informó sobre
la excursión.

-Tal vez si estuviérais más atentos os enteraríais de las cosas. La profesora


os dio las hojas.

-Debió de ser el día que hicimos aviones de papel y los tiramos por la
ventana -dijo Kilian.

Desde ese día los niños empezaron a poner un poco más de interés. Para
su sorpresa descubrieron que lo que aprendían en el cole servía para
muchas cosas y que, poniendo interés y portándose bien, las clases incluso
pueden ser divertidas.
Caperucita Roja.

Había una vez una dulce niña que quería


mucho a su madre y a su abuela. Les
ayudaba en todo lo que podía y como era
tan buena el día de su cumpleaños su
abuela le regaló una caperuza roja.
Como le gustaba tanto e iba con ella a
todas partes, pronto todos empezaron a
llamarla Caperucita roja.

Un día la abuela de Caperucita, que vivía


en el bosque, enfermó y la madre de
Caperucita le pidió que le llevara una cesta con una torta y un tarro de
mantequilla. Caperucita aceptó encantada.

- Ten mucho cuidado Caperucita, y no te entretengas en el bosque.


- ¡Sí mamá!

La niña caminaba tranquilamente por el bosque cuando el lobo la vio y se


acercó a ella.

- ¿Dónde vas Caperucita?


- A casa de mi abuelita a llevarle esta cesta con una torta y mantequilla.
- Yo también quería ir a verla…. así que, ¿por qué no hacemos una carrera?
Tú ve por ese camino de aquí que yo iré por este otro.
- ¡Vale!

El lobo mandó a Caperucita por el camino más largo y llegó antes que ella a
casa de la abuelita. De modo que se hizo pasar por la pequeña y llamó a la
puerta. Aunque lo que no sabía es que un cazador lo había visto llegar.

- ¿Quién es?, contestó la abuelita


- Soy yo, Caperucita - dijo el lobo
- Que bien hija mía. Pasa, pasa

El lobo entró, se abalanzó sobre la abuelita y se la comió de un bocado. Se


puso su camisón y se metió en la cama a esperar a que llegara Caperucita.

La pequeña se entretuvo en el bosque cogiendo avellanas y flores y por eso


tardó en llegar un poco más. Al llegar llamó a la puerta.
- ¿Quién es?, contestó el lobo tratando de afinar su voz
- Soy yo, Caperucita. Te traigo una torta y un tarrito de mantequilla.
- Qué bien hija mía. Pasa, pasa

Cuando Caperucita entró encontró diferente a la abuelita, aunque no supo


bien porqué.

- ¡Abuelita, qué ojos más grandes tienes!


- Sí, son para verte mejor hija mía
- ¡Abuelita, qué orejas tan grandes tienes!
- Claro, son para oírte mejor…
- Pero abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- ¡¡Son para comerte mejor!!

En cuanto dijo esto el lobo se lanzó sobre Caperucita y se la comió


también. Su estómago estaba tan lleno que el lobo se quedó dormido.

En ese momento el cazador que lo había visto entrar en la casa de la


abuelita comenzó a preocuparse. Había pasado mucho rato y tratándose de
un lobo… ¡Dios sabía que podía haber pasado! De modo que entró dentro
de la casa. Cuando llegó allí y vio al lobo con la panza hinchada se imaginó
lo ocurrido, así que cogió su cuchillo y abrió la tripa del animal para sacar a
Caperucita y su abuelita.

- Hay que darle un buen castigo a este lobo, pensó el cazador.


De modo que le llenó la tripa de piedras y se la volvió a coser. Cuando el
lobo despertó de su siesta tenía mucha sed y al acercarse al río, ¡zas! se
cayó dentro y se ahogó.

Caperucita volvió a ver a su madre y su abuelita y desde entonces prometió


hacer siempre caso a lo que le dijera su madre.
A la Caza del Monstruo Rebelde.

Perico estaba muy aburrido. Esa


mañana de verano era
especialmente calurosa. Se
había tirado en el sofá y de ahí
no se movía. Eso sí, no paraba
de protestar y de decir cada
cinco minutos “mamá, me
aburro”. Su madre le había
propuesta muchas ideas para
entretenerse, pero ninguna
convencía a Perico.

En una de esas en las que Perico


reclamó a su mamá con su
retahíla aburridiza, mamá llegó
hasta él y le dijo:

- ¿Sabes, Perico? A lo mejor puedes hacer algo por mí. Tengo un libro en el
desván, un libro de cuando era pequeña.

- ¿Y qué quieres que haga? ¿Qué te lo lea para recordarte los viejos
tiempos? -dijo Perico.

- ¡Ay, hijo! ¡¡No!! Yo jamás fui capaz de leerlo. Es un libro con monstruos -
dijo mamá.

-Mamá, no me digas que te daban miedo las historias de monstruos -dijo


Perico.

-No, al contrario, siguen siendo mis preferidos -dijo mamá-. Pero este es
un libro de piratas. El problema es que, cuando me lo regalaron, estaba
lleno de monstruos. Conseguí espantarlos a todos menos a uno. Así que
nunca conseguí leer el libro. Si lo consigues espantar tú…

-Por fin podrás leer el libro -interrumpió Perico a su mamá.

- ¡Exacto! -dijo mamá-. Te advierto que no será una hazaña fácil.

-Vamos a por ello -dijo Perico-. Se va a enterar ese monstruo de quién es


Perico el Atrapa monstruos.
-Está bien, sube conmigo al desván y lo buscaremos -dijo mamá.

Perico se fue con su madre al desván, todo emocionado. Eso de cazar


monstruos sí que tenía que ser una cosa entretenida.

-Mira, aquí está -dijo mamá.

-Dame, dame -dijo Perico, arrancando el libro de las manos de su madre.

- ¡No corras por las escaleras! -gritó su madre-. ¡Y ten cuidado con el
monstruo, que lleva mucho tiempo solo y seguro que tiene ganas de
juerga!

Perico limpió el libro de todo el polvo que había acumulado durante años y
empezó a pasar hojas.

-Mamá, aquí no hay ningún monstruo -dijo el niño al cabo de un rato.

-Tienes que leer el cuento en voz alta -dijo mamá-. Hay una frase que
activa al monstruo. Hasta que no la lees no sale.

El niño empezó a leer el cuento. Al cabo de un rato su madre lo llamó para


comer. Pero Perico estaba tan enfrascado en su cuento que no se había
enterado, así que a su mamá no le quedó más remedio que quitarle el libro
para que le escuchara.

-Espera, mamá, que todavía no he acabado y está muy interesante -dijo


Perico.

- ¿El qué? ¿El monstruo? ¿Ahora os habéis hecho amigos? -dijo mamá.

- ¿Qué monstruo? -preguntó Perico-. ¡Ah, el monstruo! El caso es que…

-Vamos a comer, anda -dijo mamá.

-Es que todavía no he encontrado al monstruo, mami. ¿No querrás que se


escape y la líe mientras comemos?, ¿verdad? -dijo Perico.
-Menudo cuento tienes tú -dijo
mamá-. Trae el libro. Podrás vigilarlo mientras comes.

- ¡Buena idea!

En cuanto terminó de comer Perico se fue a seguir leyendo el libro. No se


separó de él en ningún momento, para tener vigilado al monstruo.

Varios días después mamá le preguntó:

-Perico, ¿has asustado ya al monstruo?

-El caso es que no lo he encontrado todavía, y ya me he leído el libro


entero -dijo Perico-. Pero lo voy a leer otra vez, no siendo que lo haya
pillado despistado.

Perico leyó el libro tres veces ese verano. Pero no encontró al monstruo, así
que le pidió a su mamá todos los libros de cuando era pequeña, por si
acaso el monstruo se había cambiado de cuento. Y aunque todavía no lo ha
encontrado, al menos no ha vuelto a aburrirse. Qué divertido es esto de
buscar monstruos escondidos en los libros, ¿no te parece?
Lorena y las Abejas.

A Lorena, los bichos ni le


gustaban ni le disgustaban.
Simplemente los veía caminar,
volar o trepar sin inmutarse.

Sí que es verdad que había unos


que le agradaban más que
otros. Por ejemplo, las libélulas.
Su vuelo le parecía muy
elegante y sus colores brillantes
y cautivadores. No le llamaban
tanto la atención los saltamontes. La verdad es que sus ojos saltones y sus
largas patas brincadoras le daban algo de miedo.

El ruido cantarín de los grillos le molestaba mucho y el zumbar de las


abejas le ponía nerviosa. Lo cierto es que, aunque pueda parecer que no,
esto era un problema para Lorena. Cuando iba al campo con sus padres,
nunca quería salir a pasear por no encontrarse con los bichos. Lo único que
le apetecía hacer era quedarse en casa con un libro y mirar de vez en
cuando a través de la ventana por si veía a alguna libélula pasar, que eran
de los pocos bichos que le gustaban a Lorena.

Una tarde, mientras sus padres paseaban en busca de moras para hacer
mermelada, Lorena se encontraba leyendo una de sus historias favoritas: El
Principito. Lo había leído ya unas tres veces, pero nunca se cansaba de
volver a las páginas de una historia tan maravillosa.

Cuando se disponía a cerrar el libro para merendar, oyó unos pequeños


golpecitos en el cristal. Cuando dirigió la mirada hacia allí, vio unas
diminutas patas golpeándolo. También, una pequeña boca tratando de decir
algo que Lorena no llegaba a entender.

Era una libélula, una de tantas que volaban por los alrededores del pueblo.
Lorena abrió la ventana y se acercó para tratar de escuchar lo que decía. Al
principio se sintió algo desconcertada, pero pronto empezó a entenderlo
todo. La libélula le lanzó una primera pregunta:

- ¿Por qué no te gustan mis amigas las abejas?

-No me gusta su zumbido al volar y me dan miedo -respondió la niña.


-No tienes por qué sentirte así, querida Lorena, es importante que las
abejas estén entre nosotros por muchas razones. ¿No lo sabías?

Como Lorena no sabía a qué se refería la libélula, el insecto empezó a


explicárselo todo con detalle. Le dijo que las abejas son muy importantes
para que el polen de las flores se mueva de un sitio a otro.

Le explicó que muchas de esas flores son las que luego se transforman en
los tomates, los calabacines o los pimientos que nos comemos.

- ¿No te gusta la ensalada? -le preguntó la libélula a Lorena.

- Sí, muchísimo, sobre todo en verano cuando hace mucho calor -respondió
intrigada la niña.

La libélula siguió contándole a Lorena que las abejas, aunque a veces nos
den miedo, son imprescindibles para la vida. Además de lo importantes que
son por llevar el polen en sus pequeñas patas y trasladarlo de flor en flor,
las abejas nos dan otras cosas importantes como la miel y la jalea real, que
tanto nos ayudan cuando tenemos catarro.

Lorena entendió entonces que, sin el polen, las plantas no podrían nacer ni
tampoco crecer los vegetales que comemos. Por eso mismo, desde esa
interesante conversación con la libélula, la niña empezó a ver a las abejas
con otros ojos y a no huir de ellas.
La Historia de Pajarito

Había una vez un pajarito que vivía feliz en su nido con su


papá y mamá. Allí comía, dormía y jugaba. Sus papás se
ocupaban de todo, así que Pajarito solo tenía que disfrutar
con ellos.

Un día, el papá de Pajarito le dijo que era hora de aprender a volar, como
hacían los mayores. Con su ayuda y con la de su mamá, Pajarito comenzó
el aprendizaje. Al principio no fue fácil y se llevó algún que otro coscorrón.
Pero poco a poco Pajarito logró abrir las alas y volar.

La mamá de Pajarito le enseñó a su hijo a encontrar comida y a prepararla


para comer. A Pajarito le divertía muchos buscar semillas y cazar
lombrices.

Los papás de Pajarito también le enseñaron a construir nidos y a repararlos


tras las tormentas. Lo de las construcciones era muy divertido para
Pajarito. Ahora que sabía volar, iría buscar ramitas y otros elementos que
le permitieran entrenar sus nuevas habilidades.

Los papás de Pajarito también le enseñaron a esconderse de los animales


grandes que podían hacerle daño, buscar el mejor sitio en los árboles para
posarse y hacer nidos.

Un día hubo una gran tormenta que pilló solo a Pajarito en el nido.

-Tengo que esconderme -pensó Pajarito-. La tormenta arrancará el nido de


aquí y me llevará con él.

Pajarito buscó un lugar seguro en el hueco de un árbol, tal y como sus


papás le habían explicado.

Cuando cesó la tormenta, Pajarito salió de su escondite para volver a su


nido. Pero el nido ya no estaba.

-Esperaré a mis papás -pensó Pajarito-. Ellos harán un nido nuevo.

Pero los papás de Pajarito no regresaban.

- ¿Se habrán perdido con la tormenta? -pensó Pajarito, al que ya le


sonaban las tripas de hambre-. Esperaré aquí, que tengo mucho miedo de
ir solo.

Se hacía de noche y Pajarito seguía esperando.

-Voy a comer algo -pensó Pajarito-. Mi mamá me enseñó cómo hacerlo.


Seguro que podré hacerlo solo.

Después de darse un buen festín, Pajarito volvió al hueco del árbol donde
se había escondido para la tormenta. Pero ya no era un lugar seguro.
Menos mal que se dio cuenta a tiempo y huyó en busca de una rama alta y
escondida en la que dormir.

A la mañana siguiente, Pajarito decidió construir su propio nido en el lugar


donde estaba el otro. Así sus papás podrían encontrarlo cuando volvieran.

Con mucho trabajo, Pajarito logró construir su propio nido. No era tan
acogedor como el que habían hecho sus papás, pero no estaba mal para
ser el primero.

Semanas después los papás de Pajarito volvieron.

- ¡Vaya, hijo, parece que has sabido


valerte por ti mismo! -dijo su papá.

-Me enseñasteis bien -dijo Pajarito.

-Tu nuevo nido es muy bonito -dijo su mamá-. Nosotros nos construiremos
uno aquí cerca.

- ¿No os quedáis conmigo? -preguntó Pajarito, un poco triste.

-Has demostrado que puedes valerte por ti mismo -dijo su papá-. Es hora
de que empieces a pensar en vivir tu vida y en formar una familia.

-Pero ya tengo una familia. Os tengo a vosotros -replicó Pajarito.


-Estaremos cerca para apoyarte, pero ya eres mayor y tienes que empezar
a comportarte como tal -dijo su mamá.

Y así fue como Pajarito empezó a vivir la vida por su cuenta. Y como sus
papás le habían enseñado bien, fue muy feliz junto con una pajarita de la
que se enamoró, con la que tuvo muchos pajaritos.
El Jarabe Mágico

La princesa Lucy tiene un perrito


muy juguetón que disfruta
mucho en el palacio real. Al
perrito de Lucy, que se llamaba
Pelusón, le gusta mucho estar
con la mamá de la princesa
Lucy.

La mamá de la princesa Lucy era


muy buena y siempre estaba
con su hijita y su perrito. Pero
de vez en cuando, la mamá de
Lucy se tenía que marchar para
cumplir con sus obligaciones de
reina.

-Mami, no te vayas -le dijo un


día Lucy a su mamá el primer día que le dijo que estaría fuera unos días.

-Cariño, aquí estarás bien cuidada -decía la reina-. La abuela acaba de


llegar para quedarse contigo. Y hay mucha gente en el palacio que se
queda pendiente de ti.

-Es que a Pelusón le va a dar miedo que te vayas -decía la niña-. Seguro
que se pondrá muy triste, se esconderá debajo de la cama y no dejará de
llorar.

- ¡Pobre Pelusón! -dijo la mamá de Lucy-. Tendremos que hacer algo para
que no se ponga triste. Llamaré a mi amiga Estrella, que es una maga
famosa en el mundo entero. Su especialidad son los perritos asustados.

La mamá de Lucy fue a buscar a la maga Estrella. Al cabo de un rato


regresó con ella y se la presentó a la niña.

-Lucy, esta es la maga Estrella -dijo.

-Me han dicho que tu perrito Pelusón no está muy contento con la idea de
que tu mamá pase unos días fuera -dijo la maga.

-Sí, eso parece -dijo la niña.


-Te voy a dar un jarabe mágico para quitar los miedos -dijo la maga.

-A Pelusón no le gustan los jarabes -dijo Lucy.

-No es para él, pequeña, es para ti. Este brebaje solo lo pueden tomar las
personas -dijo la maga.

-A mí tampoco me gustan los jarabes -dijo Lucy.

Tendrás que hacer un esfuerzo por Pelusón -dijo la maga-. Cuando tu


perrito se ponga triste tú te tomas el jarabe. Después, acaricias a Pelusón y
le cantas sus canciones favoritas. Si todavía no funciona, lo abrazas y lo
achuchas hasta que se le pase. Ya verás qué bien funciona.

Desde ese día, Lucy tiene siempre a mano el jarabe de la maga Estrella,
por si acaso Pelusón se pone triste cuando mamá no está. Aunque cada vez
le hace menos falta, porque Pelusón ha aprendido que no pasa nada si
mamá no está siempre ahí y que con su amiga y la abuela cerca no hay
nada que temer.
El Osito Panda

Entre los animalitos de un


zoológico en una gran ciudad
vivía una familia de osos panda
traídos de un país lejano.

Un domingo un grupo de niños


fue a visitar el lugar dando
saltos de alegría. Acompañados
de sus padres y abuelos, los
niños observaron tras las rejas
al elefante, que les saludaba con
su gran trompa. El elefante, que
parecía tan solitario, enseguida
se animó al ver a los niños, que
le ponían nombres divertidos y
le ofrecían sus golosinas.

La familia de osos panda había


llegado hacía poco tiempo. Los
osos se sentían un poco
atemorizados ante los niños,
que los miraban asombrados y querían sacarse fotos con ellos.

La pareja de osos panda tenía un solo hijo, al que el cuidador del zoológica
quería muchísimo. El osito panda, que era muy juguetón y tierno, había
aprendido a querer a su cuidador a los pocos días de haberlo conocido.

Pasó el tiempo y una tarde de mucho sol el cuidador sacó al osito panda a
pasear con él, que le había llamado Pupi. El cuidador llevó a Pupi a pasear
por los alrededores para que estuviera contento y conociera a los demás
animalitos.

A Pupi le encantó un mono muy grande que tenía una cara muy graciosa y
que, al verlo, le había ofrecido una banana. Pupi la comió y se pusieron a
jugar, junto con el cuidador, durante toda la tarde.

Después de un buen rato jugando, a Pupi le entraron ganas de ir con su


mamá, a la que estaba extrañando mucho. Entonces, el cuidador lo llevó
con su familia para que descansara y para que su mamá le diera de comer.
Pupi era tan pequeño que todavía necesitaba la leche de su madre.
Pupi durmió feliz. Al día siguiente comenzaron
a llegar niños, incluido un grupo de una guardería con su maestra. Los
niños se divirtieron mucho al ver a Pupi, al que ofrecían sus galletitas y
meriendas para alimentarlo.

Poco a poco, el osito panda se fue acostumbrando al zoológico y a recibir


las visitas de los niños, aunque nunca se separaba de su papá y su mamá.

S-ar putea să vă placă și