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¿No está claro que ciencia y valores están entrelazados de una manera compleja y no siempre
transparente?
Paul Feyerabend,
Ambigüedad y armonía
Una auténtica reflexión ética sobre la ciencia exige una ampliación de la tarea valorativa vigente.
La misma suele regirse por la concepción heredada en filosofía de la ciencia y pretende acotar la
reflexión ética a los productos científicos, esto es, al ámbito de la tecnología. De este modo, el
debate acerca de la ética suele iniciarse recién en las instancias de aplicación científica. Es decir,
cuando los productos científicos ya están siendo utilizados (o circulan) en la sociedad. Instalar la
discusión ética en el comienzo mismo de la investigación científica implica entre otras cosas
desarrollar una capacidad crítica en un ámbito poco explorado hasta el momento: el de los
proyectos y diagramas de investigación. Implica así mismo insertar el debate ético en el inicio (o el
a priori histórico) de la actividad científica en lugar de en su casi inmodificable final.
Se intentará por lo tanto enfatizar la necesidad de relevar estos elementos axiológicos que están
presentes en todos los momentos del proceso de producción del conocimiento científico, desde la
investigación básica a la aplicación tecnológica. Como punto de partida se analizan los ámbitos
propios en los que se desarrolla la actividad científica a partir del reconocimiento de cuatro
contextos: de educación, de innovación, de evaluación y de aplicación; según la propuesta del
filósofo español Javier Echeverría[i]. Propuesta que asumimos con entusiasmo y cautela al mismo
tiempo, rescatando la fecundidad analítico-axiológica de su reflexión, pero esbozando asimismo
algunos interrogantes críticos respecto de sus supuestos teóricos.
Sin embargo, mucho antes del siglo XX, la idea de los dos contextos (aunque con otros nombres)
había cautivado a los teóricos del conocimiento. Ya en el pensamiento griego ilustrado se
diferenciaba el saber como simulacro (doxa, opinión) del saber verdadero (episteme, ciencia o
conocimiento propiamente dicho). Los modernos contextos de descubrimiento y de justificación
son herederos de esta tradición. La doxa (contexto de descubrimiento) no puede ser objeto de
validación racional, sino que su justificación debe buscarse en el ámbito de la praxis. Se trata de un
saber suficiente para el manejo de situaciones propias de la vida cotidiana, sin pretensiones de
necesidad y universalidad. Por el contrario, la episteme, (contexto de justificación) puede
fundamentarse racionalmente[iii]. Pero es importante tener en cuenta que esta bipartición de los
contextos adolece de más de un reduccionismo. Supone, en primer lugar, que la actividad
científica es prioritariamente conocimiento científico. En este caso, se trataría de una reducción de
la empresa científica a mero saber consolidado. Tal reducción ignora o niega las prácticas
económicas, políticas, sociales y tecnológicas con las que interactúa el conocimiento científico[iv].
En segundo lugar, se supone que ese conocimiento, para su justificación, no recibe interferencias
de ningún ámbito que no sea el puramente metodológico formal. Aquí se reduciría la importancia
de la ciencia a su validación lógica, omitiendo la pluralidad de intereses que inciden en la
aceptación o el rechazo de las teorías [v].
Y por último, desde esa misma posición reduccionista, se supone que el desarrollo del
conocimiento científico está guiado por un único interés: la búsqueda de la verdad. Esta
simplificación de la complejidad científica desestima (no inocentemente) la multiplicidad de
estrategias sociales o luchas de poder que se juegan en la implementación de las investigaciones
científicas y sus respectivos desarrollos tecnológicos. Niegan, por ejemplo, las decisiones políticas
y las expectativas económicas que se juegan tanto en la obtención de un simple cargo de asistente
de investigación como en los desarrollos tecnocientíficos de los megapoderosos organismos
multinacionales[vi].
Una de las ideas que alentaba a los empiristas lógicos, los racionalistas críticos y otras corrientes
neopositivistas de principio del siglo XX era expulsar la filosofía del campo intelectual,
reduciéndola a su mínima expresión. Tan mínima que dejaba de ser filosofía o reflexión sobre la
realidad para ser una mera asistente de la ciencia. Pues la filosofía, en esa tarea, tendría que
prescindir de los procesos científicos reales y dedicarse sólo a la reconstrucción lógica de las
teorías científicas. Dicho en otras palabras, sólo debía analizar el contexto de justificación, no el de
descubrimiento, el cual a lo sumo podría ser tratado por la psicología o la sociología. Tampoco la
aplicación del conocimiento científico podía ser tema de reflexión filosófica, pues como la
tecnología no se puede formalizar tampoco puede validarse lógicamente[vii].
Resulta paradójico que Ludwig Wittgenstein, quien había inspirado (a pesar suyo) ciertas ideales
de formalización radical del lenguaje científico, haya sido quien estableció las condiciones de
posibilidad teóricas para pensar la ciencia como actividad y no como mero conocimiento
expresado en un lenguaje formalizable. Es decir, aporta importantes instrumentos conceptuales
para revisar la idea de dos contextos científicos sin interrelación efectiva entre ellos.
A pesar de que Wittgenstein deploró la interpretación que los positivistas lógicos hacían de
su Tractatus Logico-Philosophicus, este librorepresentó uno de los bastiones teóricos de las
posturas reduccionistas. No obstante, si el Tractatus podía dar lugar a ciertas ilusiones lingüístico-
formales de los epistemólogos anglosajones, la publicación de las Investigaciones Filosóficas puso
en total evidencia que Wittgenstein no adhería a los sueños reduccionistas de esos epistemólogos.
En las Investigaciones Filosóficas, Wittgenstein analiza el lenguaje a partir de sus
distintos usos entre los que se encuentra el uso que la ciencia hace del lenguaje. Porque el
lenguaje científico es un juego lingüístico y como tal está necesariamente relacionado con la
forma de vida con la que interactúa, al igual que cualquier otro juego[viii].
La ampliación de contextos propuesta por Javier Echeverría no describe los juegos de poder
específicos de las distintas prácticas sociales (o formas de vida) que interactúan con los diferentes
juegos de lenguaje propios de la actividad científico-tecnológica. Pero al considerar a la praxis
científica como transformadora del mundo, Echeverría amplía los límites tradicionales de la
reflexión epistemológica. No obstante, no pone el acento en la materialidad de las prácticas, pero
sí en los valores éticos que rigen los diferentes contextos en los que se desarrolla la actividad
tecnocientífica.
3.1. Contexto de educación. El proceso científico, según Echeverría, se inicia en el contexto de
educación. Esta instancia no se limita a ser una simple transmisión de conocimiento e información.
Es una práctica constitutiva de sujetos, pero de sujetos sujetados a una determinada “verdad”
sostenida por estrategias de poder (aunque el autor no lo dice en estos términos). La educación en
general y la formación de tecnocientíficos en particular implica personal, instrumentos e
instituciones regidos por criterios de excelencia. La educación es siempre una acción
“normalizadora” que modela la subjetividad del científico de acuerdo a un patrón establecido.
Pero se supone que potencia también la independencia, la comunicabilidad y la crítica. Y esto es
así porque en nuestras comunidades esos conceptos se evalúan de manera positiva. Pertenecen a
la esfera de la ética porque surgen de la definición de un conjunto de valores rectores y de
objetivos a ser alcanzados según aquello que se considera “mejor”. No existe intelección científica
sin aprendizaje previo y ese aprendizaje responde al imaginario moral vigente en cada
sociedad.[x]
Pero, si bien con fines de análisis se puede diferenciar entre descubrimiento e invención,
consideramos que en definitiva todo desarrollo científico es una invención en tanto representa
una innovación. Porque aun el presunto descubrimiento, cuando no está avalado por la voluntad
de verdad de su época y por los intereses que constituyen los dispositivos de poder vigente, no
tiene posibilidad de imponerse. Aristarco, en el siglo III a. C. defendía el sistema heliocéntrico. Sin
embargo, para su época, sus proposiciones no representaron innovación alguna. Por otra parte y
bajo otras condiciones históricas, Freud inventó el inconsciente, se puede incluso discutir si lo
descubrió o lo inventó. Pero es indiscutible que como innovación científica lo inventó, instaurando
así un punto de inflexión irreversible respecto del desarrollo de las ciencias sociales.
3.3. Contexto de evaluación. Echeverría acepta una instancia de justificación científica, pero
amplía el contexto de justificación agregándole la noción de evaluación. Pues ciertamente es tan
importante valorar el descubrimiento de un nuevo hecho como el invento de una nueva
simbolización. Y agrega, “en el caso de los ingenieros y de los inventores, sus diseños y sus planos
han de ser valorados en función de su viabilidad, de su aplicabilidad, de su competitividad frente
a propuestas alternativas, y en general en función de su utilidad. El progreso de la ciencia no sólo
está vinculado al avance del conocimiento humano: la mejora de la actividad científica es otra de
las componentes fundamentales del progreso de la tecnociencia”[xii]. Como puede constatarse
con esta afirmación, a pesar de ampliar las clasificaciones tradicionales de la ciencia, Echeverría
cree en el progreso científico. Su postura axiológica le otorga nuevos aires a la epistemología
tradicional, pero sigue adhiriendo a ella.
Aunque, paradójicamente, también adhiere al primer Kuhn, aunque en todo momento trata de
tomar distancia de un relativismo al que de ningún modo está dispuesto a plegarse. Sin embargo,
admite que los valores que determinan el éxito o el fracaso de una teoría no son solamente los
tradicionales, tales como la base empírica, la capacidad predictiva, la formalización, la “elegancia”
en la exposición, la potencialidad heurística, la resolución de problemas y la simplicidad; sino
también la eficacia y la rentabilidad de los proyectos. En función de ello, destaca que la actividad
científica está atravesada por sanciones o juicios morales, que van mucho más allá de las
decisiones de la comunidad científica.
3.5. Interrelación entre los cuatro contextos. Aunque Echeverría presenta los cuatro contextos
separados con fines analíticos, destaca asimismo la profunda interacción que se realiza entre ellos.
No hay educación para la ciencia sin innovaciones, ni innovaciones sin aplicación, ni educación,
innovación o aplicación sin valoraciones en todos y cada uno de los contextos. Pero estos
contextos, tal como los elabora Echeverría, aun cuando tienen en cuenta elementos que van
mucho más allá de la simple validación formal exigida por la epistemología tradicional, siguen
perteneciendo - en un sentido amplio - a la historia interna de la ciencia. Una historia interna
cargada de axiología, por cierto, pero vista desde una perspectiva que no duda que la ciencia es el
modo por excelencia de conocimiento y que, además, cuenta con elementos idóneos para
confrontar su validez universal.
El aporte axiológico-científico de Echeverría invita a seguir pensando. Sobre todo por provenir de
un pensador que toma distancia, aunque con respeto y simpatía, de los relativismos en general. A
partir de los análisis de Echeverría se develan aspectos axiológicos de una actividad científica que,
durante mucho tiempo, se consideró neutral desde el punto de vista ético. Pero que, cada vez
más, se revela preñada de deber ser. Un deber ser cuya acción normalizadora, tradicionalmente,
se ha travestido con los más sofisticados conceptos teóricos, para lucir meramente cognitiva.
Señalar que la normatividad científica está atravesada por lo axiológico marca una fuerte
responsabilidad ética, no sólo a la comunidad científica, sino también a la sociedad en general.
Pues la lógica del progreso científico-técnico, al imponerse como eficaz por sí misma, ha
enarbolado el indiscutido principio de que avanzar en el conocimiento siempre es mejor que no
hacerlo. De manera tal que se ha convertido en legitimadora de decisiones que van mucho más
allá del conocimiento por el conocimiento mismo y que no sólo le compete a los expertos. Pues
como lo ha destacado Jürgen Habermas, en la modernidad tardía, la ciencia y la tecnología se han
convertido en ideología, imposibilitando así la actividad contradogmática que la había
caracterizado en sus comienzos históricos[xiv].
En la década de 1960, Thomas Kuhn produjo, casi a pesar suyo, una ruptura epistemológica
respecto de la visión racional-progresista de la ciencia. Afirmó que si bien la ciencia progresa
dentro de los parámetros de la “ciencia normal”, no registra un progreso global y universal. Por un
lado, porque en realidad no triunfan las teorías que más se acercan a la verdad (como, entre otros,
pretendía Popper), sino las que tienen “más fuerza”. Y, por otro, porque los paradigmas rectores
de cada período de ciencia normal son inconmensurables entre sí.
La conmoción teórica producida por la innovadora tesis del libro de Kuhn, hizo que este
epistemólogo pasara el resto de su vida tratando de atemperar las afirmaciones fuertes de su
texto capital (La estructura de las revoluciones científicas). Kuhn se desdijo un tanto de la
inconmensurabilidad de los diferentes paradigmas, que lo catapultaron a un relativismo
vergonzante, y defendió la concepción de intraducibilidad, que tampoco lo puso a salvo del tan
temido relativismo. Su corrección afirma que no existe un lenguaje común y neutro al que puedan
ser reducidas dos teorías rivales, sin resto o pérdida. Pero aclara que inconmensurabilidad no
implica, necesariamente, incomunicabilidad. No obstante, “lenguajes diferentes imponen al
mundo estructuras diferentes”[xv].
Para Echeverría, la clave del relativismo kuhniano estaría en la formulación de las leyes científicas.
De ellas depende el significado de los términos científicos y la referencia de esos términos se
dilucidan con ayuda de las leyes. Por lo tanto, su relativismo sería “nómico”. La preocupación de
Echeverría es dejar en claro que la incomensurabilidad entre distintas teorías implica
incompatibilidad entre leyes científicas y no en concepciones culturales diferentes del mundo.
Aunque esto no se corresponde con lo expresado por el propio Kuhn, para quien los discursos
predeterminan la realidad [xvi] Se percibe en Echeverría un esfuerzo por relativizar el relativismo
(en este caso, el de Kuhn). Y, desde una postura racionalista, tal esfuerzo es totalmente
comprensible. Porque si se considera el tema desde los supuestos racionalistas, el relativista
comete la falacia que Karl-Otto Apel denomina “autocontradicción performativa”.
La propuesta de una epistemología histórica como la que inicia Kuhn se ha vivido como un “ataque
a la razón”. El racionalista alega que, en primer término, si no existiera un criterio universal para
juzgar con el mismo parámetro cualquier teoría, no existiría la verdad, ya que no habría con qué
confrontarla. Y, en segundo término, el racionalista argumenta que el relativista rechaza lo
universal, pero pretende que su criterio valga universalmente. He ahí la autocontradicción del
relativista. Es necesario reconocer que, desde ese punto de vista, los racionalistas tienen razón.
Pero tienen razón porque parten del supuesto de una autopostulada razón universal regida por
criterios ahistóricos.
Sin embargo, otra racionalidad es posible. Simplemente se trata de pensar desde otro lugar. No
irracional, por cierto, sino racional pero histórico, encarnado, constituido desde las prácticas y los
discursos, y no desde idealizaciones cuasi platónicas. Se trata así mismo de rescatar el concepto de
verdad, pero no de una verdad intemporal sino consensuada según criterios sociales, culturales,
epocales y – fundamentalmente - surgida desde los dispositivos de poder, que también son
dispositivos de verdad. Hasta la objetividad es posible, pero no es absoluta ni intemporal. Existen
criterios surgidos de las distintas formas de vida, que garantizan la validez de los discursos a partir
del plexo de sentidos vigentes en cada comunidad histórica.
Por último, no debería perderse de vista que la ciencia se desarrolla más rápidamente que la
política social, lo cual provoca graves desajustes entre la oferta científico-tecnológica y los valores
vigentes en el imaginario social, la legislación positiva y las condiciones concretas de vida de las
personas. En lugar de pensar que la ciencia está regida por objetivos y finalidades cognitivas
incuestionables que hay que tratar de satisfacer (aunque sea de paso y sin llegar nunca a la meta),
nosotros afirmamos que los objetivos de la ciencia surgen a partir de valores previos. Y éstos, a su
vez, se gestan en las prácticas sociales o formas de vida de las que surgen (o con las que
interactúan) los saberes que, como la ciencia, son considerados verdaderos.
De manera tal que la axiología de la ciencia se convierte en la clave para reflexionar sobre los
diversos tipos de praxis científica, incluida aquella que busca aumentar el conocimiento y
desarrollar las potencialidades materiales y sociales implícitas en el mismo. Pretendemos una
epistemología y una metodología no sólo teórica e instrumental, sino también práctica (en sentido
kantiano) y social. Entendemos incluso que este tipo de reflexión no debería realizarse
exclusivamente entre expertos. Tal vez sea hora de instalar la discusión ética desde el origen
mismo de las investigaciones científicas. Hora de discutir entre expertos, posibles usuarios y
comunidad en general la pertinencia ética de llevar adelante proyectos que tocan (en general)
puntos inquietantes de nuestro ser, tales como el milagro de la vida, la incertidumbre de la
existencia y el misterio de la muerte. Si esto es así, la reflexión ética, entonces, no debería
comenzar a posteriori de la investigación científica, sino en su a priori histórico y continuar
durante el desarrollo metodológico y su consumación técnica.
[i] Dicha propuesta está desarrollada en Echeverría, J., Filosofía de la ciencia, Madrid, Akal, 1995.
[ii] Reichenbach, H., Experience and Prediction, Chicago, Univ. Of ChicagoPress, q938, pp.6-7.
[iii] En esta reflexión no tenemos en cuenta las teorizaciones actuales sobre las lógicas de
descubrimiento, porque aunque se ocupan de ese contexto, en un tiempo desprestigiado por los
neopositivistas, lo hacen desde supuestos que siguen siendo metodológico-formales y sin incluir
análisis sobre los dispositivos históricos que están a la base de cualquier “descubrimiento”
científico. En realidad, esas posturas refuerzan al positivismo, llevándolo a regiones hasta hace
poco inexploradas por la compulsión lógica.
[v] Esto ha sido impugnado desde la epistemología misma por Thomas Kuhn en La Estructuras de
las revoluciones científicas, que se publicó por primera vez en 1962, y por sus múltiples
seguidores;.
[vi] Ya en el siglo XIX, Nietzsche analizó las relaciones de poder que se esconden detrás de los
conocimiento que, como la ciencia, logran imponerse socialmente. Actualmente siguen esta línea
crítica varios autores provenientes, fundamentalmente, del pensamiento europeo, y que tienen
como antecedente crítico las corrientes hermenéuticas, a partir de Max Weber y Whilen Dilthey,
por un lado , y de la Escuela de Frankfurt, por otro.
[ix] Como consecuencia de esta crítica, Wittgenstein nos orienta en dirección a la dimensión
pragmática del lenguaje presente en su concepto central de juegos de lenguaje, que define como
un entramado entre palabra y acción.
[x] El propio Kuhn se ha referido al contexto de pedagogía como diferenciado del de justificación y
del de descubrimiento, cfr. Kuhn, T., La tensión esencial, Madrid, FCE, 1983, p. 352 (citado por
Echeverría, J., o.c., p.59).
[xiv] Cfr. Habermas, J., Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1984, pp.87-88.
[xvi] O, dicho con palabras de otro pensador tildado de relativista, “el significado fluye desde las
teorías hacia las observaciones”, Feyerabend, P., Ambigüedad y armonía, Barcelo, Paidós, 1998,
p.147.