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Esta es la abstracción más grande porque seguir a Jesús en su vida y en sus actitudes,
encontrarlo en la oración, buscarlo en el templo, recibirlo en la liturgia, son todas posibilidades
de encuentro, todas bien concretas. Pero, pensar en seguirlo a la casa del Padre resulta casi
inexplicable. Y en realidad el destino de nuestro camino es esé, la casa del Padre. Que, si bien
tiene un sentido escatológico, también tiene un “ya” y un “ahora”. Tiene que ver con ese
estado del hombre de permanente insatisfacción, con esa condición innata de permanente
búsqueda. Cualquier otra creatura satisface su hambre, su seguridad, fácilmente, pero el
hombre es un permanente insatisfecho porque sabe, inconscientemente al menos, que está
llamado a más. Desgraciadamente el camino que por lo general elegimos se refiere a las
necesidades más básicas, materiales, poco menos que animales a la que nos llevan “las cosas”,
siempre estamos necesitando “algo” y Jesús es ese “Alguien” a quien necesitamos. Es ese que
nos muestra lo que no se ve sino con los ojos de la fe, lo que descubrimos cuando nos
asomamos el misterio de su vida y sabemos que lo que llama no tiene nuestra misma altura,
sino que es a la vez alta y profundamente inabarcable. Descubrir, intuir ese camino de Jesús a
la casa del Padre lejos de provocar satisfacción, provoca “sed” y es esa sed el motor de nuestra
peregrinación, pues somos peregrinos en esta historia. No lo entendemos, no podemos
comprenderlo, no llegamos a abarcar lo que es, solo sabemos de Jesús que, como dijo San
Atanacio “Dios se hizo hombre para que el hombre llegue a Dios”. Y es el fin de nuestro camino
y hacia dónde vamos cuando seguimos a Jesús.