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¿A dónde vas?

A la casa del padre

Esta es la abstracción más grande porque seguir a Jesús en su vida y en sus actitudes,
encontrarlo en la oración, buscarlo en el templo, recibirlo en la liturgia, son todas posibilidades
de encuentro, todas bien concretas. Pero, pensar en seguirlo a la casa del Padre resulta casi
inexplicable. Y en realidad el destino de nuestro camino es esé, la casa del Padre. Que, si bien
tiene un sentido escatológico, también tiene un “ya” y un “ahora”. Tiene que ver con ese
estado del hombre de permanente insatisfacción, con esa condición innata de permanente
búsqueda. Cualquier otra creatura satisface su hambre, su seguridad, fácilmente, pero el
hombre es un permanente insatisfecho porque sabe, inconscientemente al menos, que está
llamado a más. Desgraciadamente el camino que por lo general elegimos se refiere a las
necesidades más básicas, materiales, poco menos que animales a la que nos llevan “las cosas”,
siempre estamos necesitando “algo” y Jesús es ese “Alguien” a quien necesitamos. Es ese que
nos muestra lo que no se ve sino con los ojos de la fe, lo que descubrimos cuando nos
asomamos el misterio de su vida y sabemos que lo que llama no tiene nuestra misma altura,
sino que es a la vez alta y profundamente inabarcable. Descubrir, intuir ese camino de Jesús a
la casa del Padre lejos de provocar satisfacción, provoca “sed” y es esa sed el motor de nuestra
peregrinación, pues somos peregrinos en esta historia. No lo entendemos, no podemos
comprenderlo, no llegamos a abarcar lo que es, solo sabemos de Jesús que, como dijo San
Atanacio “Dios se hizo hombre para que el hombre llegue a Dios”. Y es el fin de nuestro camino
y hacia dónde vamos cuando seguimos a Jesús.

(Evangelio del domingo 10 de septiembre - Mt. 18, 15-20)


La cruz no es fin en sí mismo, sino consecuencia de amor. Compartía esta idea a partir del
Evangelio del domingo anterior. No es algo que diga a la ligera o solo como una frase bonita. Lo
creo profundamente y quisiera desarrollarla un poco más desde el seguimiento al que llama el
Evangelio de este domingo.
Lo primero, me cuesta creer que la voluntad de un padre sea que su hijo sufra colgado de una
cruz y mucho menos que sea la voluntad de Dios Padre de quien aprendí que es todo amor.
Pues, si Dios es todo amor su voluntad no puede ser otra más que su Hijo ame. Amar siempre,
aunque ese amor lo lleve a la cruz. Jesús asume la cruz desde una libertad amorosa y eso eleva
a la cruz a instrumento de salvación.
Segundo, para nosotros puede ser gloriosa la imagen de la cruz pero para Jesús, en la época en
que vivió, significaba, como reza el cántico de los filipenses, abajarse a lo más profundo de la
miseria humana. "Maldito el que cuelga de un madero" sin embargo hasta esa miseria que
nadie quiere y todos rechazan es redimida por el amor. Lo que era escándalo y locura Dios, su
hijo, lo transforma en amor.
Y tercero, llamamos cruz a todo aquello que nos hace sufrir, que nos provoca dolor. Pero la
cruz es otra cosa. Jesús invita a sus discípulos a que lo acompañen y se pongan al servicio de un
mundo más humano, al servicio del Reino de Dios. La cruz es el dolor que produce el
seguimiento y no debe confundirse con masoquismo, de dolor por dolor. Entonces cargar la
cruz olvidándose de si mismo significa seguir a Jesús dispuestos a asumir la inseguridad, el
rechazo, la persecución, pero con la certeza de que la cruz no tiene ninguna posibilidad frente
al amor.
“El que quiera seguirme que tome su cruz y venga tras de mi

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