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Desde muy temprano he disfrutado el extraño placer de vagar por lo desconocido de las
ciudades, esas calles que llegan a la nada dentro de lo hiperactivo o digno de revista de viajes
nacionales, infaltables para mi Padre, un Ingeniero errante por antonomasia. Pero al llegar a
Viña del Mar, luego de una primera existencia que, en general, se desenvolvía entre Santiago y
la Ligua, experimente ante mis ojos un espectáculo inexplicable, fue mi primer encuentro
directo con la metástasis urbana.
En principio llegamos a vivir a la meseta. En un barrio de pobres camuflados de hombres de
clase media ‐la clase dominante en esta urbe‐, y contemplábamos esta ciudad que desde lo
alto se veía hermosa, ¡desde un avión todo se ve impecable!
Pero el ojo errante no miente y ante mi primera travesía en busca de perpetuar mis recorridos
en busca de lo alternativo, estos jamás llegaron a ser tan increíbles, podría decir que fui el
primero en ver las ciudades que vio el L.S.D. esta pseudo metrópoli que juega con los sentidos
con situaciones que llaman al montañismo y el parapente como transporte de preferencia para
quien busca hacer suya la ciudad en todas sus direcciones.
Trama tejida por polillas
A menudo las conurbaciones que he visto en América, como Santiago o Sao Paulo, o en Europa
como la inolvidable París se muestran como una unidad que llega incluso a desentenderse de
haber sido alguna vez una cantidad de pueblos distintos, esa interrelación de actividad que las
entretejió en esencia, incluso antes de expresarse en una manera urbana, es algo que en
profundidad no ha ocurrido aquí.
Esa unidad aparente, para quien mira sin observar, es en realidad un tejido urbano de enormes
barreras, uno que da respuesta a necesidades eventuales de acercamiento a grupos sociales
unidos en intereses raramente identificables, una red de conexiones que surge de la desestima
solapada y manteniendo ese aislamiento tan propio de las aberrantes ciudades satélites.
Entendiendo la urbanización como el arte de unir ¿Están entretejidos nuestros cerros tan
estrechamente, que forman una única totalidad indisoluble?
Croquis vs Tiempo
La trama urbana se compone de hilos que vienen del pasado, entretejidos con otros formados
en el presente. Desperdigados entre ellos, todavía invisibles para nosotros, están los del
futuro.
Pero qué pasa cuando estos símbolos de unión entre lugares se escriben unos sobre otros,
proyectando una somera apertura que se malentiende como conurbación.
Es aquí cuando me remonto a mis tiempos de iniciado en el estudio de la arquitectura, en esos
momentos en que se nos pedía cumplir con una enorme cantidad de dibujos que se van
convirtiendo como por arte de neurosis‐contrarreloj en croquis.
En la búsqueda de nuevos espacios se nos recomendaba, en el mejor de los casos, seguir las
vías principales de la ciudad de Valparaíso, que en realidad se reducían a la cota 100 para
rescatar la riqueza de espacios del casco antiguo en altura.
Después de innumerables dibujos, pseudo croquis y croquis nuevamente me encontré en la
necesidad de ir a nuevos lugares que escaparan de estos cerros que ya se me tornaban
demasiado familiares como para sentirme feliz realizando mi tarea.
Al alejarme hacia el este, recordaba como esos primeros cerros estaban hermosamente
ligados hasta el punto de encontrar extraño los cambios de nombre entre unos y otros. Una
vez que descubríamos que el croquis era más bien un rescate de esencias y no un dibujo
(propio de academias de bellas artes), se nos pedía un número mayor de laminas de entrega y
por ende la búsqueda de espacios se hacía frenética por las calles, y de pronto descubrí que la
ciudad y sus pendientes me llevaron a una epifanía.
Descubriendo un archipiélago
Qué había pasado, por qué registrar los espacios del almendral se había vuelto más difícil. El
encuentro constante con nuevas realidades, que se podía experimentar recorriendo la ciudad
en la altura y paulatinamente, se fue perdiendo por una trama urbana que en realidad
mostraba una tendencia a escapar de esa continuidad entre un cerro y otro y confluía a los
más primitivos núcleos viales del plan (planicies aledañas al mar) de la ciudad, para poder
ingresar a los cerros siguientes, algo que en términos prácticos era ridículo.
Lograba leer con sorpresa que esa ansia de vínculo entre los habitantes y gestores de la vida de
puerto no iba más allá de los primeros cerros que dieron origen a esa vida de porteños. El
hombre de puerto no se interesaba por el del nuevo Valparaíso más ligado a la industria y los
servicios y arrojaba sus calles de vínculo paralelo a la cota cero.
Podría decir que mis piernas se dieron cuenta primero que mis neuronas de que algo había
cambiado, la trama urbana mostraba algo del carácter del hombre que estaba impreso en
ellas, con la fuerza del trazo del hombre primitivo en las cavernas. El desligamiento entre los
cerros del puerto y los del Valparaíso nuevo era patente en la pendiente como símbolo urbano
de separación.
Sin duda el carácter de una época o las formas omnipresentes de ver el mundo en una
sociedad dependen del grado en que unos u otros hilos del tejido urbano predominen. Esto
determina que esta sociedad sea urbanamente conservadora, estéril, equilibrada o sectaria.
El carácter fuertemente sectario que había definido la ciudad y la conurbación urbana desde
sus inicios explica el porqué de pronto esta ciudad hermosamente ligada, incluso salvando los
saltos más graves de una orografía complicada, rompe con este deseo y se retira en busca de
la separación solapada que existe en el retiro a un mono‐vínculo vial costero.
Huellas de un paradigma
En un país que gira en torno a su capital de una manera insana he de suponer que tal vez más
de alguna vez se experimenta el recorrer peatonal o rodado de sus calles. Esta conurbación se
presenta con una pluralidad de situaciones y espacialidades cívicas que dan un sabor especial
al traspaso de una realidad a otra.
Haciendo un catastro de nuestra ciudad, sin duda que está también presente muchas de las
formas arquitectónicas públicas, privadas y del paisaje, que han caracterizado a épocas
remotas y presentes a nivel nacional.
Pero las huellas de nuestro personal paradigma de la ciudad archipiélago, la no metrópoli de
cerros con vidas aisladas en clara desunión o enfrentamiento queda patente en este
mismísimo ejercicio de recorrer en todas sus formas la ciudad.
Caminando por nuestra capital, o si se quiere conduciendo, corriendo o pedaleando, de seguro
se podría ir de una plaza a otra, o de una iglesia a otra, o de un polo comercial a otro, a buscar
distención, consumo o elevar el espíritu. Pero qué pasaría si un día cualquiera el habitante de
un cerro como Placeres quisiese caminar hasta la plaza de Barón o uno de Esperanza a tomar
un café en la plaza de Recreo.
Vacíos Urbanos
Los grados de importancia relativa y la continuidad son las cuestiones que plantean el
verdadero reto urbanístico‐arquitectónico que no se ha asumido, de hecho aún se extiende el
carácter fraccionado de la ciudad en una situación de constancia a la generación de cambios
que no apuntan al libre flujo del hombre y sus transportes como masa arquitectónica cuyos
movimientos definen el carácter de conurbación.
Aparte de la erección de la vivienda en altura y la creación de autopistas ajenas a la vida inter
barrios, las situaciones de aproximación y reactivación de la vida en los cerros esencialmente
no presentan cambio alguno, más aún si consideramos que la nueva vivienda en altura no es
más que un objeto de consumo que permanece en gran parte desocupado la mayor parte del
año y que las nuevas autopistas de gran velocidad solo apuntan a cubrir grandes distancias y
no las necesidades de vínculo entre los cerros en sus distintas cotas.
En el fondo el desarrollo apunta a la generación de una ciudad de contornos, que desconoce la
necesidad de un vínculo integral de los cerros y la vida propia de cada uno de ellos, la que se va
anquilosando en un evidente deterioro propio del carácter estanco de micro centros urbanos
que no interactúan con fluidez. En esta situación es que se ha suprimido y rechazado el
desarrollo de los entornos arquitectónicos y urbanos que posibilitarían la realización de una
verdadera conurbación.
En la época presente el problema de la inconstancia en el libre flujo humano por la ciudad
reviste especial importancia, porque los hilos pasados del tejido urbano han sido desestimados
por una demanda incesante de cambio por el cambio que extiende la pseudo metrópolis del
Gran Valparaíso por un único hilo conductor de movimientos que no rescata la actividad que
realiza el hombre en los sectores remotos al borde costero. De hecho los planes de la llamada
Población de la Meseta, que buscaron extender la vida fuera del viejo Valparaíso hacia el norte
durante la segunda mitad del siglo XX lograron su objetivo enormemente, pero sin reparar en
el vínculo urbano con la misma profundidad en que se desarrolló el objeto arquitectónico de la
vivienda social. Sencillamente la Unión de la Meseta no dejaría de ser una falacia.
Para los ojos del turista, o los nuestros como locales en nuestro diario deambular por las
eternas rectas del borde costero, a las que rendimos un ridículo tributo ‐día a día‐ en nuestra
movilización rodada, la ciudad discurre como un programa de televisión: a cada programa le
sigue inexorablemente otro, pasando someramente sobre los lugares sus riquezas y
problemas, sin en ningún momento pretender asirlos orgánicamente.
Interacción de la meseta
No se entiende la palabra conurbación en el sentido de una mera continuidad ininterrumpida,
sino más bien en esa cualidad que tiene la obra urbana elaborada como un sistema orgánico,
entendido como un todo que hace posible que lo que había estado dormido durante largo
tiempo (en términos de vida metropolitana) despierte y cobre nueva vida.
La intensidad de actividades en un micro centro urbano no se ve afectada por los nuevos
descubrimientos y adelantos en materias de construcción, si son aplicados en planes
urbanísticos que no responden al ideal de obra de arte completa en sí, sino que generan
entidades urbanas autónomas a las que se puede añadir o quitar partes sin afectar la vida en la
ciudad entera.
Es esta premisa la que se ve reflejada en el criminal camino costero de nuestra ciudad, una
búsqueda falaz de interacción que presenta física y experimentalmente la inoperancia de
buscar la consecución de una ciudad de ciudades mediante un único conducto de movimientos
que aún con todos los cambios a los que ha sido sometido sigue siendo paradójicamente hasta
hoy la principal piedra tope para el desarrollo integral de una urbe más activa. Pese a los
cambios y extensiones a lo largo de décadas, los barrios alejados se deterioran o ceden paso al
negocio inmobiliario destinado al usuario externo, ciego al espíritu de la ciudad.
Como es posible que hayamos llegado al límite de sacrificar el mar y la belleza de balnearios
que alguna vez fueron el marco de una actividad turística histórica como Miramar, Portales y
Recreo. La degenerada obsesión por la autopista, que no ha mejorado en décadas el enlace de
los sectores de la ciudad, llego al límite de sacrificar espacios que formaban parte de los más
preciados para la economía y el buen vivir de sus habitantes. Pensemos en las recientemente
recuperadas playas de la avenida Jorge Montt que se pensaba no serían mayormente
ocupadas y hoy son saturadas pese a la peligrosidad de sus aguas en comparación con las ya
perdidas, después de todo no son solo arena.
Quebradas, las autopistas del mañana
En el Valparaíso tradicional es la quebrada lugar de nexo y riqueza espacial sin igual. Hogar de
arquitecturas y ascensores que dieron un distintivo digno de patrimonio a la misma urbe, y que
permiten mantener un vínculo entre los distintos centros urbanos, ya sea turísticos, educativos
residenciales o comerciales del plan y el cerro.
Pero qué pasa cuando esta realidad geográfica, que tanta riqueza histórica a dejado para las
distintas generaciones en su contacto e inter desarrollo, es abandonada en la búsqueda del
crecimiento horizontal apresurado; la respuesta de la urbe, como organismo vivo, es la
metástasis metropolitana, la muerte progresiva de la vida de ciudad como suma de procesos
aislados que se degeneran por la pérdida de ese fin último que tiene la metropoli que es el
acercar. El desarrollo de actividades que van desde lo económico hasta lo artístico y religioso
existió antes de la ciudad, y esta se hizo para desarrollarlas en base al vínculo aprovechando la
rápida satisfacción recíproca de necesidades que se lograba en esta unión.
Pero podemos entender como ciudad a una concentración desintegrada de edificios
comunicados por calles pobremente posicionadas, parques y plazas entendidos como espacios
residuales de la maquina inmobiliaria mediocre y ciudadanos que se dedican a actividades
diversas en sus respectivos cerros pero que están totalmente desligado de lo que sucede en
sus espacios vecinos por una entorpecida vinculación urbana que convierte las quebradas en
valles abandonados que fracturan la ciudad o que hoy en pleno siglo XXI albergan actividades
cerradas y desde el origen ajenas a la urbe, como son la ganadería y la agricultura.
El urbanismo hace la arquitectura
La nueva gesta arquitectónica para nuestra ciudad está lejos de la tecnocracia o la épica
desvinculada de tradición popular de Amereída. Debemos redescubrir el territorio, del que
nacen las arquitecturas de fuerza.
Recorriendo los intersticios geográficos que hay entre cada cerro se observan actos comunes,
que ya se hacen práctica habitual de nuestra gente, pero que no se han explotado de manera
profunda y en un pensamiento de conjunto.
La nueva quebrada, que pudo haber sido entendida como un lugar de área verde,
esparcimiento deportivo, recogimiento religioso y vivienda social; en la práctica da lugar a
asociaciones deportivas espontáneas, sitios eriazos donde la flora crece desordenada en
convivencia con basurales y viviendas ilegales. Espacios donde la gente vive en la marginación
más pura –en una perspectiva de organización metropolitana‐ entregada a la mediocridad de
la pseudo realidad urbana, que existe sin vínculos con los cerros circundantes. Sus
acercamientos al resto de la ciudad difícilmente van más allá de las vías peatonales, que más
que veredas o escaleras son senderos y parches burdos de la última campaña política. La
quebrada es un sector abandonado a patologías como el micro tráfico y la violencia, y
pobremente contrastados con las más osadas sectas religiosas.
Es en estas arquitecturas espontaneas, que no dejan de ser válidas, donde se ve como el
sueño pasado de la arquitectura adaptada a la actividad humana se invierte a la realidad del
hombre actual que se adapta a la arquitectura. Pero más fuertemente se reconoce la
arquitectura que se adapta al urbanismo. Sin duda que estas “tomas”, canchas y senderos
tendrían otra solución material si existiese un vínculo real con la ciudad a la que con dificultad
pertenecen. La llegada del nuevo mejor amigo del hombre que es el automóvil, no sería visto
como un problema para estas gentes, como lo es para los plani9ficadores mediocres que se lo
han negado.
Vínculo y economía/ Quimioterapia al subdesarrollo local
No tenemos que llegar al extremo de Santiago de Chile, donde el automóvil tiene una
arquitectura urbana ajena al hombre, que secciona la ciudad con puentes y autopistas que
segregan los barrios con uniones residuales; mugrosos pasos bajo nivel, hogar de indigentes o
grafitis. Podemos convertir la vida de la quebrada en la arquitectura del vínculo que realmente
genera la conurbación y todos los bienes que conlleva.
Por qué no convertir el nicho ecológico de las quebradas ricas en cursos de agua (todas) de
nuestra ciudad en el parque deportivo autosustentable de nuestro presente. O mejor aún en la
vivienda puente, el túnel parque, la iglesia mirador y la escalera industria de reciclar. Por qué
no explorar este mar de posibilidades de este espacio que se nos regala con nuestros futuros
arquitectos y dejar la Patagonia, el chaco y las amazonas para quienes lo tienen. Esta
quebradas sin duda serán el lecho donde se gestará la Conurbación que desconocemos.
Si los propios arquitectos han desechado las sagradas ideas de escuela de arquitectura como la
fachada continua y las creaciones que dialogan con los viejos entornos, porque no dejar parte
de nuestro tiempo y energía a enseñarles a reutilizar el lenguaje que ha nacido, en el ámbito
cotidiano, del diálogo con políticos, ingenieros y especuladores inmobiliarios con una mirada
metropolitana que aproveche con hermosas osadías la mezcla entre arquitectura y urbanismo
necesaria para unir nuestros barrios y dar vida a sus cerros desde las tierras sin límites (más
que el abandono) de las quebradas.
La idea impulsora prístina de la ciudad, que ha sido buscar la satisfacción mutua de
necesidades en la proximidad, es desconocida en realidades dislocadas, que condicionan la
intensidad y los resultados de la actividad humana en nuestra urbe. En este sentido se explica
el porqué los grandes mercados e instituciones se encuentran en los lugares con menor
densidad de habitantes aledaños a las autopistas de la cota cero, y que el ciudadano promedio
realice el éxodo constante desde su realidad urbano arquitectónica próxima al plan como
única realidad integrada. Mientras que en las planicies costeras existen grandes tiendas,
teatros, centros de educación salud y gobierno, espacios públicos de línea arquitectónica
digna, catedrales, transportes continuos y viviendas privilegiadas de vivir en ese cerca de todo
de los corredores de propiedades. En los cerros, sin vínculos urbanos fuertes con otros grupos
humanos, existe la panadería, el mini mercado y el kiosco como única casta económica de
peso; la vivienda social con entornos en abandono, sin arquitecturas del paisaje más que la
plaza de tierra, la cancha de futbol improvisada y el mirador también de tierra u otro material
que simbolice el poco desarrollo, y profundizan las ganas de no estar allí.
No hay error en buscar potenciar un vínculo entre las ciudades, pero si la mayor cantidad de
los ciudadanos que la hacemos estamos ya lejos de la costa, por qué las vías estructurantes de
nuestra pseudo metrópoli no se acerca a nuestras vidas sino que se replican inútilmente en los
bordes, sin lograr nada más que extender nuestro éxodo matutino del cerro al plan.
Descendemos a ellas para ascender nuevamente a la realidad de cerros vecinos cuyas vidas
están cercanas a nuestra mirada pero desvinculadas totalmente. Es momento de dejar de
hacer por hacer y comenzar a entender las realidades de los cascos de la meseta y la planicie
no como realidades fragmentadas sino como un conjunto que sin relaciones entre ellos y sus
similares consumirá sus actividades en la mediocridad y el abandono.
Estética de reanimación
El abandono del estructuralismo en el corazón de nuestros pensadores de arquitectura nos ha
llevado a límites tan miopes como quebradas sin acceso. Accidentes geográficos como el de
barón‐placeres en el nuevo Valparaíso o las numerosas realidades fragmentadas del alto Viña
del Mar, dan cuenta de como las masas humanas que viven en el abandono de la ciudad
residual pobre en espacios públicos y comercio interesante, son víctimas de políticas
urbanísticas y arquitectónicas degenerativas que surgen de esa mentalidad del hacer por hacer
que va contaminando incluso nuestras escuelas de arquitectura, que poco a poco van dejando
de reflejar nuestra realidad local en este perderse ante afirmaciones foráneas. Y nuestra
realidad está determinada por las relaciones de trabajo y actividad en la altura, ser chileno es
habitar la montaña, pero habitarla como un todo. El arquitecto debe servir a los intereses
colectivos conscientemente ya sea explicita como implícitamente según los dictámenes de la
valla político‐económica se lo indiquen.
Los planes de modificación urbana de Paris durante el siglo XIX permitieron darle a la ciudad
una nueva vida, fuertes inter relaciones entre los sectores de esta enorme ciudad, permitieron
continuar la construcción de la Ciudad Luz –esta declarada capital del mundo‐ no solo como la
metrópoli del diseño y las ideas sino que, en ese momento y hasta nuestros días, como una
ciudad cuyas actividades comerciales de escala se proyectan a todos sus rincones, como
puntapié inicial al intercambio con el mundo. Todas las megalópolis de la economía mundial
del presente han pasado por un enriquecimiento urbanístico que ha nacido de sus arquitectos
y entidades políticas: Barcelona, Tokio, Shanghái, Nueva York entre otras, inician su intensa
actividad económico cultural desde nuevas políticas urbanas.
Más allá de la replicación de las avenidas, es necesario descubrir los proto‐vínculos que
permiten acercar a las masas locales para comenzar relaciones comerciales y culturales
enérgicas, rápidas y de magnitud. Los moros llenaron de recovecos las ciudades para
defenderlas y lo lograron, pero si Europa siguiera replicando las trazas del Medievo en
hormigón armado, tal vez ampliándolas con nuevos carriles, peaje electr5ónico y pasos bajo y
sobre nivel, de seguro seguirían teniendo una economía marcadamente nacional.
La replicación y ampliación de las calles del pasado es más costosa que la generación de las
nuevas necesarias para destruir ese carácter de ciudad satélite mediocre que es la vergüenza
de nuestros cerros. Las actividades siempre están allí, pero un plan de conjunto les da una
escala digna de participar en ámbitos externos. La millonaria inversión de los bordes costeros
de Chile no toca los barrios nuevos, de tal manera que las zonas marginadas y pobres muchas
veces se acercan al siglo de antigüedad aún cuando sus arquitecturas provisorias son frutos de
años recientes. Las industrias, escuelas e inmobiliarias no tocan los lugares sin vínculos ni
mercados. No hay culpa en el arquitecto que genera torres en la costa, ya que él y sus patrones
saben que no hay arquitectura de escala factible, sin vínculos territoriales de importancia que
le den mercado.
Políticas Suburbanas y Segregación Cultural
Es una aburrida constante en nuestro rubro –la arquitectura‐ escuchar mil versiones de porque
los grandes edificios prácticamente no deberían existir, acompañado del ocasional descrédito a
nuestros hermanos arquitectos que cometieron el “error” de proyectar y construir mano a
mano con ingenieros y comerciantes una “torre”, objeto urbano que se encuentra en el limbo
entre arte y estructura.
¿Quién está siendo miope? El arquitecto que se declara en contra de estas maravillas de la
ingeniería con la vieja arenga del “soy un artista”; el pseudo traidor que participa del negocio
inmobiliario de escala, que por lo demás no se ha detenido desde las primeras revoluciones
industriales; el profesor de taller que intenta llevar los volúmenes y relaciones históricas de la
arquitectura tradicional a la posteridad, con un nuevo lenguaje estético, programático y
material; o quien les habla por traer a la luz estas dudas.
La cuestión es que no queremos saber cuál es el lugar de las mega‐construcciones. Está claro
que podemos proyectar un edificio de departamentos y mantener nuestra integridad
profesional, pero si la trama urbana no me permite llevar esta ambición inmobiliaria al lugar
que le corresponde no hay culpa en el arquitecto que trate de darle dignidad a la disciplina que
profesa en las forzadas torres que ponen el pan en la mesa de decenas incluyéndole.
El hecho de no existir una intención de hacer ciudad en nuestras autopistas, carreteras y
nuevas calles (siendo honestos, parches asfálticos y renovación de carpetas de tráfico en los
cerros) a dado como resultado que no exista factibilidad de renovación y recuperación del
patrimonio arquitectónico en el viejo Valparaíso ni en ninguna otra parte no patrimonial que
se encuentre cerca de las vías estructurantes de la costa y los barrios activos, ya sea
comerciales o institucionales.
No podemos llevar las torres a los puntos más altos donde la vista asegurada a la bahía es la
mejor y el impacto de las sombras proyectadas no es tan crítico porque “allá viven los rotos”, y
no podemos llevarlas a las quebradas donde la sombra es constante y la altura permitiría
obtener mayor iluminación natural a los pisos superiores porque “allí no vive nadie”. Mientras
tanto nuestros estudiantes no proyectarán jamás una torre en los talleres salvo que se estén
titulando, y durante su formación intervendrán generalmente entre las cotas 0 y 100 pensando
que esa miserable área es la ciudad y jamás se preguntaran porque existe la realidad que
existe en los sectores más marginales y las quebradas negadas al urbanismo y la arquitectura
no espontánea del nuevo Gran Valparaíso. De hecho podría asegurar con algo de certeza que
ni siquiera van a pisar, oler, mirar, croquear, fotografiar, ni maquetear en su vida universitaria
estas áreas con las que estamos en deuda ‐y en las que pienso que esta el germen de una
nueva vida de ciudad‐. Pero de seguro no faltará tiempo extra para salir a proyectar en el
desierto, Chiloé, Europa o la tierra de nadie de los arquitectos poetas de la América no
explorada. Mas con toda certeza puedo decir que los mismos que alguna vez trabajaron detrás
de las fachadas patrimoniales o entre los cerros del Valparaíso Clásico con pequeños y
respetuosos proyectos de escuela de arquitectura, verán que no existe lugar más vivo que los
antes protegidos para obras de magnitud y serán parte de la maquinaria que destruye lo que
lamentablemente era ridículo proteger con simples criterios plásticos o visiones de conjunto
que difícilmente eran intermedias. O peor aún serán parte de la pequeña minoría que mira la
ciudad con resentimiento detrás de un café una barba y una pipa –u otra reminiscencia de su
adolescencia congelada‐ preguntándose porque no hay más artistas en este mundo
demasiado miope para ellos.
Vida de Barrio
Si la ciudad, como arquitectura, sólo se completa con las vivencias del ser humano, cabe
preguntarnos si acaso el cerro como ente aislado, responde de manera práctica a las
necesidades de experiencias cotidianas del hombre porteño‐viñamarino del presente.
En una realidad en la que, frente a un mundo invadido por la electrónica, la tecnología y la
información, el hombre de la aldea virtual saturado de ideas y ofertas, busca vertiginosamente
nuevas experiencias y novedades, el espacio reducido ‐de tranquilidad contemplativa y refugio
espiritual silencioso‐ de los aislados cerros y sus accidentes es un desastre arquitectónico
condenado al fracaso.
Ese sentimiento de pertenencia que se asocia al lugar que alberga los espacios en los que nos
desenvolvemos como personas ya no se transmite a las nuevas generaciones sedientas de
expandir los horizontes de vivencias, las que escapan a la típica vida de barrio aislada, con una
capilla, plaza con pérgola de ‐dimensiones equivalentes a una manzana tradicional‐, pileta
columpio y escuela pública. El hombre inquieto del presente en busca del movimiento y la
novedad nos obliga a entender el cerro y las planicies costeras como parte de una extensión.
Esto no quiere decir que nos volquemos a alimentar el crecimiento urbano desmesurado, sino
a planificar y coordinar un plan estratégico de unión de estas áreas, que ya se encuentran
ocupadas, de manera tal que podamos responder a la necesidad de dar mayores opciones de
habitación en realidades recreativas, industriales, educacionales, verdes y de vivienda
entrecruzadas y extensas.
Bandas de desarrollo continúo
Siendo realistas, el desarrollo que ha tomado la ciudad se engloba en torno al eje viario
longitudinal costero, y es entorno a éste que se han ido desarrollando las nuevas arquitecturas
del último tiempo. El automóvil ha sido el hito detonante de serios problemas urbanos en las
grandes ciudades y el motivo de hermosas soluciones desde el siglo XIX hasta el presente.
Pero, en esencia, es la revolución en la mentalidad del hombre, la que le inclina a desear una
mayor libertad de desplazamientos y cubrir mayores distancias y experiencias en la ciudad ¡y
no me refiero mientras esta dentro de un auto!
Este principio de entender la ciudad como una extensión es un deseo del ciudadano actual,
que encuentra sus primeras respuestas en dos grandes obras, tanto de ingeniería (porque de
intención arquitectónica tuvieron muy poco) como de arquitectura, y que fueron
respectivamente las avenidas del borde costero y la renovación de soluciones peatonales del
mismo.
La perfecta integración entre los barrios del borde costero ha significado una tendencia
generalizada a vivir en sus inmediaciones, con expresiones tan extravagantes, al presente,
como una torre en la caleta el membrillo. Si es rentable invertir en lugares que jamás tuvieron
un entorno residencial por el solo hecho de pertenecer al eje costero, los barrios en altura
necesitan la aplicación de esta misma política de desarrollo, la ciudad axial en altura. La
conurbación metropolitana será la de una ciudad de ciudades, que relacione en su extensión
los distintos niveles de los cerros y sus actos característicos, permitiendo actividades sociales
atractivas (tanto para inversionistas, como para ciudadanos).
Aprovechando las suaves pendientes en la base de las quebradas del macizo costero, el
desarrollo de vías que corran perpendiculares al eje vial aledaño a la costa y comuniquen con
las avenidas de acceso superior a las ciudades (tales como agua santa, las palmas, camino
internacional y ositos), permitirá realizar en estas hendiduras una construcción progresiva de
micro centros urbanos de comunicación.
La intensidad de movimientos y la enorme presencia humana que traería consigo la apertura
de la costa –por barrios comerciales que corran por las quebradas– a las poblaciones
físicamente marginadas de la meseta y los automovilistas (que descienden actualmente por
una pobre cantidad de caminos que bordean el casco antiguo tanto de Valparaíso como de
Viña y Con‐Con), se podría desarrollar una riquísima actividad económica en estos espacios.
Esto motivaría al gobierno a invertir nuevamente en vías transversales a la base de las
quebradas, que permitirán en definitiva el enlace de los barrios de importancia histórica que
actualmente se encuentran deprimidos por la falta de vida de ciudad que se acusa en ellos.
Que mejor lugar para inyectar el encanto embriagante de las atmosferas artificiales y
realidades ficticias del centro comercial moderno y la torre de departamentos, que las oscuras
y desiertas quebradas que separan los barrios de la meseta. Esos barrios incomunicados,
tristes y plagados de soledad, muros imponentes, rejas eléctricas y sistemas de seguridad que
expresan el recelo y la apatía de “lugares” demasiado cerrados para la psique del inquieto
hombre del presente.
Por ejemplo imaginemos que distinto sería el nivel económico de las poblaciones de
Achupallas y Gómez Carreño si estas se extendiesen con ricos espacios de esparcimiento,
barrios y avenidas hasta llegar con elegancia arquitectónica a las costas del Pacífico ‐pasando
por el plan de Viña, del que formarían parte integrante‐ en comparación con la situación actual
en la que sus mesetas y quebradas de enorme riqueza potencial, se encuentran criminalmente
interrumpidas por una minoría que ridículamente se dedica al golf y los ejercicios de guerra en
las enormes extensiones de la marina y el club de dicho deporte. Estas instituciones no
merecen un descrédito en su esencia pero si lo consiguen al ser responsables –indirectos o no‐
de la marginación física de zonas tan grandes como una ciudad, que no conciliarán jamás con
la recta Alessandri –camino solitario e infranqueable al peatón‐ que es una burla a los
ciudadanos despojados del mar como parte de sus vidas.
Recapitulando
La historia ha dado por sentado, como un principio natural, que la ciudad es una comunidad. Y
si ella es una comunidad, aquellos que la conforman deben tener algo en común. Si hay un
mínimo de cosas en común ese es el lugar en el que la comunidad habita, el “lugar”, que los
ciudadanos comparten.
Lo contrario a la ciudad es una realidad dispersa. La vida separada y pobre en los caseríos de
los barrios aislados de quebradas y márgenes del Gran Valparaíso, demuestra que estas
personas carecen de ciudad, no hay nada en común entre ellos y nosotros los que vivimos en
los barrios integrados del eje costero.
Si lo que caracterizaba a las aldeas, en tiempos pretéritos, era específicamente una carencia de
ciudad, en la que no era posible la politicidad. Justamente hoy, en el sentido de aplicación de
políticas urbanas, lo que caracteriza a los caseríos, como origen del cáncer metropolitano de
nuestros días, es la conformación de un bloque de barrios deprimidos y desconectados donde
ninguna política es aplicable. Para sus masas humanas resentidas por la exclusión y el
deterioro cultural incontenido son casi risibles. Desde el plan cuadrante de carabineros al
sistema metropolitano de transportes, que no es más que una copia falaz del sistema
santiaguino, en esencia un mero cambio de diseño gráfico en las carrocerías de los buses.
Este argumento es observable en nuestra vida cotidiana –refiriéndome a las clases medias
educadas que se refugian en las cercanías a la costa‐ donde las gentes que viven privadas –
indirectamente‐ de leyes, instituciones e hiperactividad cultural reciben nombres
morbosamente graciosos y variables. Marginados en caseríos y tomas, los pobres constituyen
un tipo de comunidad pre‐urbana, pues carece del atributo principal de la ciudad, que es su
suficiencia para satisfacer los fines del bien vivir o la felicidad de sus miembros.
Al meditar el título de esta obra, imaginando lo que es probablemente una excelente analogía
de la problemática de ciudad, como un cuerpo humano –la arquitectura es una extensión del
cuerpo‐ que desarrolla un cáncer generalizado; el tema al que apuntan las observaciones es el
como estos vacíos de unidad ciudadana ‐en proceso de consolidación‐ y sus carencias de
alguna forma se han contagiado en la ciudad entera. El fracaso de la vida de barrio, de las
juntas vecinales –como antesala a la participación en la política urbana‐ el crimen, el miedo y
la práctica ausencia de empresa y actividad comercial de peso en los cerros dormitorios de la
Conurbación son una característica que pasó de las “callampas” a los sectores “high”.
Re‐sectorizar
La rapidez y magnitud de las obras inmobiliarias, frente a la lentitud y el deterioro de las obras
urbanas estancas, será una situación degenerativa solucionada asumiendo las tácticas de
desarrollo de lazos comunicantes, estratégicos, de tramas urbanas pretéritas. Esto permitirá
mejores resultados, con avances progresivos en un campo que requiere de demasiado dinero
como para crecer con la velocidad de una torre de departamentos. Una mentalidad
estructuralista que haga trabajar en conjunto las calles (antes propias y enfocadas a un solo
cerro) como partes de mega avenidas que enlazan con variados cerros vecinos, dará a la
ciudad un carácter multi axial, que permitirá mayor contacto entre sectores y motivos para
inversión económica de importancia frente al incentivo de comunidades integradas.
El camino Con‐Con, Reñaca la última zona de desarrollo explosivo de mega viviendas
verticales, en menos de diez años pasó de ser un lugar de solitarios roqueríos y tranquilos
barrios axiales a un lugar de constante tráfico y enormes edificaciones. Casi como en un corto
de ciencia ficción, adonde no había nada –ni luminarias, ni plazas, ni avenida, ni parroquia, ni
escuela, ni universidad, ni supermercado, ni ascensores públicos en las laderas, ni tenencia, ni
bomberos, ni nada adecuado para generar un mega barrio residencial‐ más que un camino de
dos carriles que se remonta a la presidencia de Sanfuentes, las inmobiliarias con la eficacia de
los antiguos romanos en tiempos de la arquitectura de arcos, fundó velozmente un nuevo
barrio costero en altura y vendió como pan caliente, aún cuando no existía un entorno urbano
(¡que aún no es desarrollado!). La caleta Cochoa sigue siendo exactamente igual, salvo cinco
sillas y un ensanche del último tramo de vereda oeste. Pero todavía tiene tramos de vereda
inexistentes ¡y cientos de departamentos enfrentando el borde! El retiro voluntario de los
pescadores es la única reacción al respecto y si bien el desarrollo es inminente los nuevos
propietarios no se molestaron por esto y las ventas fueron un éxito.
El arte viene del pueblo y vuelve al pueblo. Los arquitectos de estos mega‐barrios no son
imbéciles, ni traidores a su profesión. El hecho es que nadie posee la confianza en la ciudad de
los cerros (prácticamente toda en términos de magnitud) llena de subculturas y rigidez de
experiencias, frente al borde costero donde todo pasa ‐desde las actividades comerciales hasta
las navales y educativas‐ en una situación de integración peatonal vehicular débil pero
existente. La respuesta de mega arquitecturas del presente en estas calles “vacías” de Con‐Con
y el santuario de los lobos marinos , que prometen un sentimiento de pertenencia a un todo
metropolitano excitante y variable, es un fruto inevitable del deseo popular de las personas
hambrientas de actividad.
Si se afirma la quebrada como barrio comercial de vínculo cerro‐mar y se atrae la inversión
municipal y económica de escala, los ramales de comunicación vial entre cerros en variedad de
cotas con respecto al mar (referidos a los polos urbanos desarrollados en las hendiduras que
les dividen) iniciará una nueva respuesta arquitectural y popular, debido al desarrollo de
cordones de actividad alternativos al costero (tal ves con nuevos casinos, plazas, resto bares,
casonas, clubes, universidades, teatros, museos, mercados, malles, industrias y todas esas
cosas que existen exclusivamente en el plan, al menos en términos de importancia).
Allá arriba por sobre la cota 100: cordones universitarios, una banda de miradores inter cerros
para observar los pirotécnicos sin detener la avenida España, un cinturón gastronómico, el
cordón escolar militar que no superó Playa Ancha extendido por los cerros, barrios axiales
vinculados por edificios puentes, plazas colgantes, barrios adaptados al manto de las
quebradas o al intersticio espacial entre las laderas en las formas más extrañas imaginables
para nuestros anticuados métodos.
A los ojos de quienes se acostumbraron a trabajar en los solares históricos del viejo Valparaíso,
en escuelas de arquitectura que cambiaron para que las cosas permanecieran igual, se
regalarán enormes retos y maravillas artísticas a profesores cansados de ver proyectos que
agotan las posibilidades del patio interior, la fachada continua o ambas juntas que jamás verán
la luz o la versatilidad de formas de la nueva arquitectura de las quebradas y los cerros multi
vinculados que duerme en las mentes de jóvenes que aún no imaginan creaciones propias
influidas por su tierra no descubierta, su “Valparaíso regalado”. En vez de buscar en las revistas
de vivienda y decoración o del colegio de arquitectos o las millares de páginas de la web y las
típicas casas del plan (que no son más que una arquitectura santiaguina) una idea de respuesta
arquitectónica a su gente y a su geografía, buscarán en la experiencia de los viejos arquitectos
que comenzarán a educarles adaptando programas y sistemas a las sicotrópicas formas del
inconsciente enfrentado a las zigzagueantes hendiduras del gran macizo costero la
Conurbación del neo vínculo arquitectónico‐geográfico‐urbano de las quebradas que jamás
han sido intervenidas.