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SEMINARIO NACIONAL
CRISTO SACERDOTE

TRATADO DE MORAL FUNDAMENTAL


De. Mns. JAVIER MUÑOZ M.

* Justificación
* Objetivo
* Bibliografia

I.- FUNDAMENTOS DE LA MORAL CRISTIANA.

1.1. Concepto de moral cristiana.


1.1.1. Moral y religión.
1.1.2. Moral y mundo.
1.1.3. Moral y sociedad.
1.2. Relación de la moral con la ética filosófica.
1.3. Relación de la moral con la Sagrada Escritura.
1.4. Relación de la moral con la Tradición.
1.5. Relación de la moral con el Magisterio de la Iglesia.
1.6. Breve historia de la teología moral.

II.- LA MORALIDAD Y SUS FUNDAMENTOS.

2.1. La persona humana, sujeto de la moralidad.


2.2. El fin último y los interrogantes del hombre.
2.3. Los actos humanos: respuesta a la llamada de Dios.
2.4. Condicionamientos del comportamiento humano.
2.5. La moralidad de los actos.

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2.5.1. Existencia de un orden moral objetivo.


2.5.2. Extensión de la moralidad.
2.5.3. Las fuentes de la moralidad.
2.5.4. Los actos buenos y los actos malos.
2.5.5. La moralidad de las pasiones.

III.- MORALIDAD Y LIBERTAD.

3.1. El ser humano en manos de su propia decisión.


3.1.1 Libertad y pecado.
3.1.2. Amenazas para la libertad.
3.1.3. Liberación y salvación.
3.l.4. Libertad y gracia.
3.2. La libertad, presupuesto del orden moral.
3.3. Impedimentos de la libertad.

IV.- LA LEY: NORMA OBJETIVA DE LA MORALIDAD.

4.1. Norma, ley y valor.


4.2. Concepto, autor, objeto y sujeto de la ley.
4.2.1. La ley moral
4.2.2. La ley moral natural.
4.2.3. La ley divina positiva.
4.3. Leyes humanas.
4.4. Interpretación de la ley.
4.5. Cese de la ley.

V.- LA CONCIENCIA: NORMA SUBJETIVA DE LA


MORALIDAD.

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5.1. El concepto de conciencia en la Biblia.


5.2. Concepto de conciencia moral.
5.3. El juicio de conciencia.
5.4. Rectitud de conciencia.
5.5. Conciencia, verdad, ley y libertad.
5.6. El juicio erróneo.
5.7. Formación de la conciencia.
5.8. Dinamismo de la conciencia moral.
5.9. Obediencia a la conciencia.
5.l0. Estados de la conciencia.
5.10.1. Consiguiente y consecuente.
5.10.2. Verdadera y errónea.
5.10.3. Recta y torcida.
5.10.4. Cierta, dudosa y perpleja.
5.10.5. Delicada y escrupulosa.
5.10.6. Laxa, farisaica y cauterizada.

VI.- EL PECADO: CONDUCTA MORAL NEGATIVA.

6.1. El pecado en la historia del ser humano.


6.2. Naturaleza del pecado.
6.3. La tentación al pecado.
6.4. Diversidad de pecados.
6.4.1. Distinción teológica.
6.4.2. Pecados de omisión.
6.4.3. Pecados internos.
6.4.4. Pecados que claman al cielo.
6.4.5. Pecados contra el Espíritu Santo.
6.4.6. Pecados capitales.
6.5. La gravedad del pecado.
6.6. La proliferación del pecado.

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VII.- CONDUCTA MORAL POSITIVA.

7.1. Conversión y penitencia.


7.2. La obra de la santificación.

JUSTIFICACION:

El mismo concepto de "fundamental" indica que se trata de


algo imprescindible para dar firmeza a una realización, a un
programa o contenido. Para todo el conjunto de la formación
moral del futuro sacerdote se requiere de unas bases sólidas
que ayuden a la comprensión de las exigencias de una vida
que sea respuesta a la llamada que Dios hace a toda persona a
una comunión de vida con El. En la moral fundamental hay
conceptos que,si no se tienen claros y presentes, no se podrán
comprender muchos planteamientos y exigencias del orden
moral. Particularmente para quienes se preparan para ser
maestros y guías del Pueblo de Dios, es imprescindible un claro
conocimiento de lo que constituye las bases de la formación y
de la responsabilidad cristiana. Además, sin estos
conocimientos básicos no se podrá tener un claro concepto del
pecado y de sus consecuencias.

OBJETIVOS:

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a).- OBJETIVO GENERAL: Favorecer una sólida y profunda


toma de conciencia de la vocación cristiana y de la respuesta a
la llamada de Dios a una relación vital con El, con los
hermanos y con la naturaleza, todo fundamentado en la
Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo
con las orientaciones de la Conferencia Episcopal de Colombia
para los Seminarios Mayores.

b).- OBJETIVOS ESPECIFICOS:

-Contribuir a la formación de la conciencia de quienes se


preparan para el sacerdocio, sobre las fuentes de las que
brotan sus responsabilidades morales.

-Poner las bases para el conjunto de la formación moral del


futuro sacerdote.

BIBLIOGRAFIA.

CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA.


CONFERENCIA EPISCOPAL DE COLOMBIA - Compromiso moral
del cristiano.
PUEBLA - III Conferencia General del Episcopado
Latinoamericano.
KARL HÖRMANN - Diccionario de Moral Cristiana.
ERMANNO ANCILLI - Diccionario de Espiritualidad.
RAMON GARCIA DE HARO - La vida cristiana.
B. HÄRING - La Ley de Cristo.
B. HÄRING - Libertad y Fidelidad en Cristo.
B. HÄRING - La Moral y la Persona.
MARCIANO VIDAL - Moral de actitudes.

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J. ENDRES Y OTROS - Estudios de Moral Bíblica.


P.X. MURPHY, L. VEREECKE - Estudios sobre Hitoria de la
Moral.
R. SCHNACKENBURG - El Testamento Moral del Nuevo
Testamento.
D. CAPONE - Introduzzione alla Teologia Morale.
JOSEPH FUCHS, S.J. - La Moral y la Teología Moral
postconciliar.
ANTONIO HORTELANO - Morale responsabile.
A. ROYO MARIN - Teología Moral para seglares.
ARREGUI-ZALBA - Compendio de Teología Moral.
J. LESCUN, O.S.A. - Hacia una nueva orientación de la Teología
Moral.
M.J. BALIRACH - Una renovación de la Teología Moral.
TH. HAECKER - ¿Qué es el hombre?
E. WALTER - Fuentes de Santificación.
A. HORTELANO Y OTROS - La Conciencia hoy.
A. LECLERCQ - Valores cristianos.
G. SOHNGER - La Ley y el Evangelio.
G. THILS - La santidad cristiana.

DOCUMENTOS CITADOS:
OT - Decreto "Optatam Totius" del Concilio Vatecano II.
GS - Constitución Pastoral "Gaudium et Spes" del Concilio V.
II.
DH - Declaración "Dignitatis Humanae" del Concilio V. II.
DV - Constitución Dogmática "Dei Verbum" del Concilio V. II.
LG - Constitución Dogmática "Lumen Gentium" del Concilio V.
II.
FC - Exhortación Apostólica "Familiaris Consortio" del Papa
Juan Pablo II.

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VS - Encíclica "Veritatis Splendor" del Papa Jaun Pablo II.


HG - Encíclica "Humani Generis" Del Papa Pío XII.
RP - Exhortación Apostólica "Reconciliatio et Paenitentia" del
Papa Juan Pablo II.
DeV - Encíclica "Dominum et Vivificantem" del Papa Juan Pablo
II.
Dz El Magisterio de la Iglesia - Enrique Denzinger.

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I. FUNDAMENTOS DE LA MORAL CRISTIANA.

1.1. Concepto de moral cristiana.

La teología estudia el misterio de Dios y de sus obras a la luz de


la fe, y contempla a Dios en sí mismo y a las criaturas en cuanto
relacionadas con Dios como su principio y su fin.

La parte de la teología que trata del comportamiento de la


persona humana como criatura predilecta de Dios, creada a
imagen y semejanza de Dios, caída en el pecado y redimida por
su Creador, es lo que corresponde a la TEOLOGÍA MORAL, que la
podemos considerar como la parte de la ciencia teológica que
estudia el comportamiento humano en orden a encaminar a la
persona a la bienaventuranza eterna, su fin sobrenatural, que
consiste en su encuentro definitivo con Dios y en participar de su
eterna gloria.

Tarea de la ciencia moral es trazar las grandes perspectivas de la


moralidad cristiana en vista del ser y del hacer cristiano y de la
misión que a cada uno corresponde en su condición de cristiano.

La moral cristiana actualmente busca un nuevo lenguaje más


comprensible para el hombre de hoy, de modo que entienda el
verdadero sentido de la fe y del amor, a fin de que comprenda
mejor cuál es su compromiso en relación con Dios, con sus
hermanos y con toda la creación. Se trata de encontrar una
síntesis que sea fidelidad al Dios viviente, Señor de la historia, y
respuesta a las inquietudes del hombre de hoy, en estrecha
correspondencia con el Misterio Pascual de Cristo y el amor por la
persona humana, y de percibir la Iglesia como una comunidad
reunida por el Espíritu Santo, que tiene como misión hacer visible
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el amor de Cristo y ser signo visible de reconciliación.

De acuerdo con estos planteamientos, la teología moral debe


estar atenta a estas exigencias:
a). Debe marcar más el acento en la llamada de Dios en Cristo y
en la respuesta de la persona con sus actos, que en los actos
humanos considerados como "cosas".
b). Debe ser una moral Cristo-céntrica y personalística.
c). Debe tener en cuenta que lo fundamental en la moral cristiana
es tomar en serio y a profundidad el misterio de Cristo.
d). Debe tener estos puntos de referencia: el misterio de Cristo,
la persona humana y el mundo en que vivimos.
e). Debe crear la conciencia de que el cristianismo y la vida
cristiana, como exigencia moral, en el fondo son una respuesta a
Dios en Cristo, y la conciencia de que se trata de una actitud
profunda que compromete a toda la persona, con toda su
realidad de persona.

En conclusión, y de acuerdo con lo que dice el Concilio Vaticano


segundo, OT l6, la teología moral se puede definir como LA
PARTE DE LA TEOLOGÍA QUE, A LA LUZ DEL MISTERIO DE
CRISTO, TRATA DE LA PERSONA HUMANA EN CUANTO,
LLAMADA POR DIOS EN CRISTO, EN COMUNIÓN CON
CRISTO RESUCITADO, BAJO LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU
SANTO, PRODUCE FRUTOS PARA LA VIDA DEL MUNDO, EN
LA TENSIÓN ESCATOLÓGICA DE LA HISTORIA DE LA
SALVACIÓN.

De esto se desprende que objeto de la teología moral es el


estudio de los actos humanos en cuanto ordenados a Dios como
respuesta a su llamada amorosa a una comunión de vida con El

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que llegará a su plenitud en la vida eterna, que es el fin último de


la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios; todo
ayudado por la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo,
y considerado a la luz de la razón iluminada por la fe.

La teología entiende por acto humano el acto que procede de la


libre voluntad de la persona con advertencia de lo que hace y de
la relación que su actuar tiene con el orden moral. De aquí que
para que un acto realizado por alguien sea verdaderamente
humano se requiere que estén en ejercicio las potencias que lo
caracterizan como ser humano, es decir, el entendimiento y la
voluntad. En síntesis, el objeto de la teología moral es el estudio
del comportamiento humano, de los principios operativos y los
actos que conducen a la persona a su fin último sobrenatural, que
es la unión con Dios, o la apartan de ese fin.

1.1.1. RELIGIÓN Y MORAL.

El culto expreso a Dios desempeña un papel importante en


relación con el deber moral que a lo largo de toda la vida apremia
a la persona. La religión nace de la fe y de la esperanza y es
realización del amor.

Dada la importancia de la religión dentro del deber esencial de


nuestra vida, la práctica de la virtud de religión no es cuestión de
simple consejo, sino que es un deber y una necesidad moral. La
religión inmediata se expresa por la conducta general inspirada
en la reverencia a Dios, como también por acciones personales de
devoción. Tal es la importancia de la religión en el
comportamiento de la persona, que parece no ser posible una
moral sin religión, aunque hay quienes afirman que es posible
una ética natural, humana, sin necesidad de un reconocimiento

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de Dios. Pero en la práctica esto parece que no es posible, ya que


para poder reconocer la existencia de un orden, se requiere
reconocer primero al Autor Supremo de ese orden.

Para el cristiano la religión es mucho más que un sentimiento,


una necesidad o una experiencia: es ante todo la comunión de la
persona con el Dios viviente. La religión comienza cuando la
palabra de la persona humana responde a la Palabra de Dios.
Donde no hay relación con lo santo, no hay propiamente vida
moral.

La moralidad, a la vez que se desprende de la religión, es parte


integrante de ella. En definitiva, la moral y la religión tienen un
mismo centro, que es la comunión amorosa con Dios en la
comunidad de salvación convocada por El, es decir, en la Iglesia.

La moral cristiana tiene la característica de ser una moral Teo-


céntrica y Cristo-céntrica. La vida moral cristiana, en su fuente y
en sus fines, es radicalmente Teocéntrica: nace de Dios, mira su
designio creador y nuestra participación en la comunidad divina
del amor (Puebla l82-l84). La persona está llamada a vivir el
amor personal que tiene su fuente en Dios. La fuente de todo
comportamiento está en último término en el amor de Dios, que
"ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que nos ha sido dado" (cf Rm 5,5). El cristiano ve en Dios, su
Padre, el ideal perfectísimo de su vida moral, de acuerdo con la
invitación de Jesús: "Sed perfectos como es perfecto vuestro
Padre celestial" (Mt 5,48).

La vida moral contempla a Cristo en cuanto Dios, que desde la


eternidad está en el Padre (cf Jn 1,1,). El centro de la vida moral
es Cristo, camino, verdad y vida (cf Jn l4,6; Gl 2,20). Persona

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realmente moral es la que realiza su encuentro personal con Dios


en Cristo, por la acción del Espíritu Santo.

En resumen, la moral cristiana, Teo-céntrica y Cristo-céntrica, es


dialógica, ya que su carácterística particular es el diálogo
amoroso con Dios y comunión de vida con El. Es seguimiento de
Cristo, en cuanto asume con responsabilidad la invitación que El
hace a seguirle negándose a sí mismo y tomando su cruz (cf Mc
8,34-38; Mt 16,24-28; Lc 9,23-27). Es fidelidad a la Nueva
Alianza sellada con la sangre de Cristo (cf Mt 26,27-28; Mc l4,23-
24; Lc 22,19-20; 1Co 11,23-25). Es una moral pascual, en
cuanto la vida moral del cristiano es un constante morir con
Cristo para resucitar con El (cf Rm 6,1-ll). Vida moral es sobre
todo participación viva en el misterio pascual de Cristo.

1.1.2. MORAL Y MUNDO.

La persona humana es sujeto de la moral a lo largo de su paso


por el mundo en el cual vive y actúa, y con el cual tiene una
relación tanto mediata como inmediata. A la vez que la persona
influye en el mundo para transformarlo y perfeccionarlo, de
acuerdo con la misión que el Señor le confió al crearla (cf Gn
1,28), recibe influencia de ese mismo mundo, con el que
continuamente está en contacto.

Pero la persona no solamente vive en el mundo como una


circunstancia extrínseca, sino que lo vive como un elemento
esencial de su existencia concreta. Por ello se debe tener en
cuenta que una dimensión muy importante de la moral es la
conciencia crítica del mundo en que se vive y del mundo que se
vive. Una moral encarnada quiere decir una moral con referencia
al mundo.
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El mundo que se vive puede ser mediato o inmediato. El mundo


mediato es el mundo universal, que conocemos y vivimos
especial- mente a través de los medios de comunicación, que
cada vez acortan más las distancias y ponen en contacto con las
realidades, inquietudes, aspiraciones y maneras de vivir de todos
los habitantes de ese mundo. El mundo inmediato es todo aquello
que rodea de cerca a la persona, el pequeño mundo en que se
desenvuelve la vida de cada uno. Está constituido por la ecología,
la alimentación, el tipo de trabajo, la vida familiar, el vecindario,
la configuración histórica, etc. La teología moral debe tener en
cuenta tanto el mundo mediato como el inmediato; de lo
contrario, sería una moral desencarnada.

1.1.3. MORAL Y SOCIEDAD.

La persona humana, por su misma naturaleza, es un ser social.


Sin la relación con otras personas no puede ni vivir ni desarrollar
sus potencias y cualidades (cf GS l2).

De la índole social de la persona humana se desprende la


interdependencia entre el desarrollo de la misma persona y el
incremento de la sociedad. La persona solamente podrá
responder a su vocación desarrollando sus facultades en el trato
con los otros, en la mutua ayuda y el diálogo (cf GS 25).

La persona humana es un ser moral, es decir, capaz de


configurar por sí misma su propia vida y de ser responsable de la
forma que da a su vida. Para realizarlo necesita de la comunidad,
de la unión, convivencia y cooperación con otras personas.
Solamente con la ayuda de los demás podrá lograr la totalidad de

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su ser y de los valores, a lo cual aspira.

La convivencia y colaboración con los demás, por las que le es


posible al individuo sobrepasar sus límites y lograr su plenitud,
son propias de la naturaleza humana. La persona por naturaleza
es un ser social y solamente así puede alcanzar su destino.

La más alta razón de la sociabilidad se encuentra en la


Revelación. En la unión entre las personas se refleja el misterio
de Dios Trinitario. La recta relación del cristiano con la comunidad
tiene su fuente en el amor de Dios.

El sentido y valor de la comunidad radica en el bien común, es


decir, en el desenvolvimiento del ser de cada persona y de todos
los que están unidos en la comunidad; en su mayor plenitud (cf
GS 26; DH 6). En ningún caso será lícito exigir a un miembro de
la comunidad que por ella sea violado el orden moral, puesto que
con esa exigencia la comunidad obraría contra su propia misión,
que es estar al servicio del desenvolvimiento total de la persona,
en lo cual es esencial el desenvolvimiento moral.

1.2. Relación de la moral con la ética filosófica.

Los principios y normas de la moral cristiana, aunque asumen


principios y normas de la ética humana, no se reducen a la ética
humana, ni simplemente proceden de una filosofía o ideología,
sino que explican el orden de la vida divina revelado por la
persona, la obra y el mensaje de Jesucristo, quien hace posible
su complimiento mediante el don de su Divino Espíritu.

La ética filosófica se encuentra en las raíces de la moralidad, pero


opera solamente con los conocimientos accesibles a la razón
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natural. Por eso solamente la teología, que obra desde la fe,


puede dar plena razón de las exigencias propias del ser humano
elevado a un orden sobrenatural, y de las condiciones de su
naturaleza caída y redimida.

La conducta moral cristiana asume las exigencias naturales


inherentes a la dignidad humana, que todo ser humano debe
respetar si quiere lograr su propia perfección y alcanzar su
salvación, que es lo que corresponde a lo que se ha llamado
"principios y exigencias de la ley moral natural", pero tiene
presente la elevación de la persona a un orden sobrenatural, la
ayuda de la gracia y la inserción en el misterio de Cristo muerto y
resucitado.

En resumen, hay que admitir que hay una diferencia entre ética y
moral y que esta diferencia radica en que la teología moral está
en el plano de la fe, en tanto que la ética filosófica o natural está
en el plano de la razón.

Para que la ética preste su contribución a la moral o esté al


servicio de ella, se requiere que sea verdadera ética. Los
sistemas éticos elaborados por la inteligencia o por el capricho
humano podrán prestar un servicio a la moral en la medida en
que se aproximen a la verdad, y serán contrarios a la moral en la
medida en que se alejen de la verdad.

1.3. Relación de la moral con la Sagrada Escritura.

La teología moral, como doctrina moral que es, debe atenerse a


la Sagrada Escritura en lo que en ella, como palabra revelada,
aparece sobre el comportamiento humano en relación con Dios ya

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que, como afirma el concilio Vaticano II, la Sagrada Escritura


debe ser "como el alma de toda teología" (cf DV 24).

La misma Sagrada Escritura constituye, por lo mismo, la principal


fuente de la teología moral. Las verdades contenidas en la
Revelación, recibidas por la fe como Palabra de Dios, constituyen
las bases de la moralidad cristiana. El apóstol San Pablo hace
referencia al valor de la Sagrada Escritura en relación con la vida
moral, cuando dice: "Toda Escritura es inspirada por Dios y útil
para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la
justicia; así el hombre de Dios se encuentra perfecto y preparado
para toda obra buena" (2Tm 3,l6-17).

La teología moral recibe ayuda de las ciencias bíblicas,


particularmente de la teología bíblica, para entender el fondo
moral de la Sagrada Escritura y para distinguir entre lo que tiene
validez temporal y lo que tiene una validez perenne.

Para alcanzar el fin real de su vida, no le basta a la persona una


moralidad meramente inspirada en las intuiciones naturales de la
conciencia, sino que le es necesario recibir por la fe, que
transforma su vida entera, el llamamiento que Dios le hace por la
Palabra revelada (cf DV 2). Pero, aunque la conciencia natural,
con sus intuiciones, no puede servir eficazmente a la persona
humana para la realización de su plenitud en Dios, sin embargo
constituye un importante punto de partida para el cumplimiento
de los designios divinos. La persona de buena conciencia está
dispuesta para escuchar todo llamamiento de Dios, sea que le
llegue por circunstancias naturales, o que le llegue por
revelación. En este campo la teología moral tiene como tarea
investigar y enseñar la moralidad que pide la Revelación divina.

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1.4. Relación de la moral con la Tradición de la Iglesia.

El depósito de la fe, que fue confiado a la Iglesia y que ha sido


transmitido a lo largo de los siglos, continúa obrando en la vida
de la Iglesia. Ese depósito, llamado "Tradición", constituye
también una de las grandes fuentes de la teología moral, ya que
la misma Tradición, junto con la Sagrada Escritura, son "como un
espejo en el que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a
Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido verlo
tal cual es" (cf DV 7).

Esta Tradición se ha manifestado particularmente en los escritos


de los Santos Padres de la Iglesia, en el trabajo de los teólogos y
en el sentir unánime del pueblo fiel, que constituyen un valioso
soporte para la teología moral.

1.5. Relación de la moral con el Magisterio de la Iglesia.

Es al Magisterio de la Iglesia al que corresponde la tarea de


proteger, custodiar y explicar el depósito de la revelación, de
acuerdo con las necesidades de cada época" (cf DV l0; LG 25). Es
deber de la teología moral atender a las enseñanzas de la
Iglesia, por las que se expone y se pone a plena disposición la
revelación contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Así
dice el Concilio vaticano II: "El oficio de interpretar
auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido enco-
mandado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo
ejercida a nombre de Jesucristo. Pero el Magisterio no está por
encima de la Palabra de Dios, sino a su servicio" (cf DV l).

Es igualmente función del Magisterio de la Iglesia fijar qué

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doctrinas estén en armonía y cuáles no lo estén con el depósito


de la revelación confiado a la Iglesia. La teología moral debe
tener presente que la doctrina de la Iglesia está bajo el influjo de
Cristo y del Espíritu Santo. Naturalmente, de acuerdo con esto,
las definiciones infalibles o definiciones dogmáticas obligan a la
teología moral, puesto que la infalibilidad de la Iglesia se extiende
también a las verdades reveladas en su significación moral.

La teología moral ha de seguir las enseñanzas del Magisterio de


la Iglesia como "regla de la fe", teniendo en cuenta que la
necesidad de aplicar las enseñanzas y los principios revelados a
los problemas concretos de cada época no puede convertirse en
una relativización de tales principios y enseñanzas. Sin fidelidad
al Magisterio de la Iglesia no puede haber verdadera teología, ni
la misma teología podría ser una guía válida para la vida
cristiana. La teología moral no puede edificarse ni progresar "sin
una convencida adhesión al Magisterio, que es la única guía
auténtica del Pueblo de Dios" (cf Familiares consorcio, 31).

1.6. BREVE HISTORIA DE LA TEOLOGÍA MORAL.

La historia de la teología moral es útil porque puede prever-va de


errores, interpretaciones erradas o anacronismos. Permite
precisar el sentido que un concepto, una expresión o una palabra
tuvieron en un momento determinado; por ejemplo: hacia el siglo
VI la expresión "ius gentium" significó "derecho internacional"; en
cambio en Santo Tomás de Aquino significa el derecho natural
que corresponde específicamente a la naturaleza humana, para
distinguirlo del derecho natural común a los hombres y a los ani-
males. También una historia de la teología moral permite distin-
guir en la misma teología moral los elementos esenciales, de
aquéllos que son secundarios por ser elementos humanos de

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desarrollo, que no corresponden a la esencia del cristianismo.


Esta historia puede ayudar a resolver algunos problemas hoy,
aunque es cierto que la historia no se repite, pero también es
cierto que las experiencias del pasado pueden enseñar mucho en
el presente.

Hay que tener en cuenta que la historia de la moral no es


solamente historia, sino que también es teología, Palabra de Dios
revelada y transmitida hasta nosotros en varias formas que se
expresan en la historia de las culturas. Por tanto, el moralista que
quiera enseñar con exactitud la teología moral, debe conocer la
historia, sin la cual no podrá captar bien la naturaleza de la
misma teología moral.

Ante todo, es necesario el estudio de los documentos de la


Revelación, ya que la Palabra divina es el fundamento de toda
teología, no solamente en su letra original, sino también como es
estudiada y entendida por los teólogos y escritores eclesiásti-cos.
Siempre se debe confrontar la teología moral con la Sagrada
Escritura.

Se deben tener en consideración las enseñanzas del Magisterio de


la Iglesia que a menudo hablan de la moral y del obrar cris-tiano,
las obras de los grandes teólogos, de filósofos y humanis-tas que
han tenido influjo en la doctrina de los moralistas o en la
conducta del pueblo cristiano.

Haciendo un recurrido por el desenvolvimiento de la historia del


cristianismo, se pueden destacar como datos más signi-ficativos
en el desarrollo de la teología moral los siguientes:

Al comienzo de la historia de la moral está la actividad docente


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de Jesús y de sus apóstoles, que viene a ser el punto de partida.


En los inicios del cristianismo no hay una preocupación por
escrutar de modo sistemático las verdades reveladas, pues la
principal preocupación es la de hacer a otros partícipes del
Evangelio.

En la época patrística, hasta muy entrada la escolástica medieval,


la moral no aparece como disciplina teológica propia, sino que
está unida a una teología general.

Durante los tres primeros siglos de la era cristiana la moralidad


no se expuso por interés científico, sino por el fin práctico de
enseñar a los fieles a ordenar su vida cristianamen-te y a
rechazar las concepciones erróneas y las influencias paganas.

Los llamados Padres Apostólicos, siguiendo la Palabra de Dios,


expusieron la Revelación cristiana sin un orden sistemático, y con
esa exposición entrelazaban exhortaciones de carácter moral. En
su catequesis y en su predicación ocupaba un lugar importante la
exposición de las verdades morales. Ellos comunicaban lo que
habían saboreado en la contemplación de las cosas divinas. Son
considerados como especialistas de la vida espiritual. Inculcaron
el deber de llevar una vida santa, digna de los hijos de Dios.

Hacia el siglo IV el desarrollo de la vida cristiana pasó por una


edad de oro. Tanto los padres de oriente como los de occidente
trataron de detener la corrupción moral venida del paganismo,
que amenazaba invadir el campo de la Iglesia. San Ambrosio
escribió un manual de doctrina moral propiamente para clérigos,
y luego lo hizo también para todos los cristianos. En sus obras
predomina el interés por la moralidad. San Agustín trató

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ampliamente de cuestiones de doctrina de la fe y de la moral.


Expuso la moralidad cristiana en contraste con la de los
maniqueos, y consagró estudios especiales a cuestiones morales
particulares, tales como la virginidad, la continencia, la pa-
ciencia, la mentira. Otros Padres, tales como San Jerónimo, San
Basilio el Grande, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo,
etc., realizaron tareas importantes en el desenvolvi-miento de la
teología moral. Es de tener en cuenta que los Padres de la Iglesia
cultivaron la doctrina moral dentro de la doctrina general de la fe
y dedujeron la conducta moral del cristiano de su "ser en Cristo".

La primera Edad Media recogió, guardó y comentó lo que fue


elaborado por los Santos Padres. Reunió las antiguas leyes ecle-
siásticas sobre la penitencia y las prescripciones entonces vi-
gentes. Surgieron los libros penitenciales, que consignaban las
penas impuestas para determinadas faltas o pecados.

El fundador del primer sistema científico de la moral cristiana fue


Santo Tomás de Aquino, quien en forma admirable expuso dicha
moral en la segunda parte de su "Summa Theologiae". La obra de
Santo Tomás representa un importante paso para la
comprensión de la relación entre fe y razón. Recalca la primacía
de la verdad revelada y el valor de la razón para penetrar en el
conocimiento poseído por la fe. Según él la gracia no destruye la
naturaleza, ni la deforma, sino que la sana y perfecciona: la
supone y la prosigue.

En los siglos XIV y XV aparecieron "Sumas de confesión" como


obras de consulta para los confesores. Entre ellas sobresale la
"Summa Theologica" de Antonino de Florencia. Estos siglos son
llamados los "años difíciles" de Europa. Surge la descomposición
por todas partes, tanto en la Iglesia como en el campo civil.

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Aparecen guerras, pestes, carestía, regresiones económicas,


dificultades sociales, decadencia moral. Es éste un período de
transición que prepara el advenimiento del "mundo moderno".
Hacia el final del medievo aparece un nuevo concepto del hombre
y del mundo, en el que el hombre ocupa el primer lugar y es
consti- tituído en centro de todo.

En el siglo XVI el nominalismo, cuyo padre es Guillermo de


Occam, propuso un sistema completo acerca de Dios, del hombre
y del mundo, sistema que no solamente fue aceptado por sus
discípulos, sino que también influyó en el pensamiento de otros
estudiosos de filosofía y de teología.

El nominalismo no solamente fue una crítica de la doctrina


medieval del siglo XIII, que había intentado la síntesis entre fe y
razón, sino que también intentó establecer una nueva doctrina
completa, no a la luz de la metafísica, sino a la luz de la lógica.
Según los planteamientos de Guillermo de Occam, el bien y el
mal no serían realidades ontológicas, sino solamente conno-
taciones exteriores o significados secundarios que dependerían
totalmente de la voluntad de Dios, quien podría establecer que lo
que ha sido considerado bueno, sea malo, o viceversa. La ética
occamista es una ética que depende exclusivamente de la
"arbitra-ria" voluntad de Dios, sin que haya razón alguna de esa
voluntad, según Guillermo de Occam.

Para el nominalismo en ética se debe buscar, ante todo, la


existencia de la ley. La moral consistiría solamente en la
obediencia a la ley, y sería únicamente una moralidad de los
actos, sin que tenga que ver la totalidad de la vida virtuosa. La
moral nominalista es una moral legalista y no reconoce ninguna
otra obligación fuera de las obligaciones impuestas por la ley.

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El nominalismo influyó notoriamente en los planteamientos


morales de los siglos XVI y XVII, tanto que en España, en el siglo
XVI, se instituyeron cátedras nominalísticas. Tuvo especialmente
como consecuencias la disgregación de las ciencias teológicas y el
surgimiento de la moral casuística. En la teología moral se
estudiaba solamente el problema de la obligación, pero no se
preguntaba por las razones de esa obligación. El moralista era un
simple jurista que proclamaba, interpretaba e imponía las leyes
"dadas por Dios". La teología moral tuvo, entonces, un aspecto
jurídico y legalístico que abrió las puertas a la casuística.

Con el concilio de Trento -l545 a 1563 - la teología tuvo una


verdadera revolución que fue de provecho para la teología moral,
ya que ésta se convirtió en disciplina teológica independiente.

Durante toda la Edad Media las "Sentencias" de Pedro Lombardo


constituyeron la base de la enseñanza teológica. Desde
comienzos del siglo XVI estas "Sentencias" fueron cada vez más
desplazadas por la Suma de Santo Tomás. Luego surgió una serie
de comentarios a esta Suma y se fue colocando la materia moral
en orden sistemá-tico.

En la evolución posterior de los siglos XVII y XVIII se acentuó


una controversia sobre el probabilismo con el enfrenta-miento
entre dos extremos: el laxismo y el rigorismo. Al laxismo muchas
veces iba unida una exagerada casuística. Los casuistas corrieron
el peligro de enredarse en multitud de casos especiales y olvidar
así lo fundamental, peligro que iba creciendo por la separación de
la moral y la dogmática. Otro peligro fue el que la moral perdiera
su contenido positivo y se convirtiera en mera doctrina sobre el
pecado, hasta el punto de darse la separación entre la moral y la
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teología mística.

San Alfonso María de Ligorio - l696 a l784 - contrarrestó los


abusos de una enseñanza casuística unilateral, y buscó una línea
media entre laxismo y rigorismo. El especial valor de su doctrina
moral está en su significativa síntesis entre las intuiciones
morales naturales y la moral revelada. Se opuso al rigorismo
jansenista y trató de corregir los defectos del laxismo y de la
casuística exagerada, sentando los principios sobre el valor de la
conciencia.

A mediados del siglo XVIII la moral cayó en una nueva crisis:


teólogos católicos y protestantes se inclinaron por la "ilustración",
poco amiga de la fe y, bajo el influjo de la filosofía
contemporánea, buscaron los cimientos morales casi
exclusivamente en la razón práctica.

Hacia fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX personas


hostiles a la Iglesia dirigieron violentos ataques a la enseñan-za
de la teología moral, lo cual contribuyó para que los mora-
ralistas evitaran exageraciones injustificadas y reflexionaran
serenamente sobre lo que requería ser corregido.

A mediados del siglo XX surgió una serie de corrientes de


pensamiento que planteó el modo de hacer teología de los
últimos siglos, en particular, el modo de conducir la ciencia
moral. Aparecieron así aportes de gran interés, algunos de los
cuales sirvieron de base a la toma de posición del concilio
Vaticano II, tales como la renovación de la moral a la luz de la
Palabra de Dios y la atención que se prestó a la persona humana
y su dignidad. Con el retorno a la Palabra de Dios se subrayó

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también la unidad de la moral con la dogmática y la teología


espiritual, la necesidad de un mayor recurso a las enseñanzas de
los Santos Padres y del estudio de Santo Tomás de Aquino, de
una más sólida fundamentación moral en la metafísica, y la
necesidad de aprovechar para elaborar los juicios morales los
datos de las nuevas ciencias humanas.

Hay que tener en cuenta también que últimamente han aparecido


corrientes de pensamiento que por sus planteamientos
equivocados han provocado crisis en la teología moral, en ciertos
ambientes. Un caso concreto es lo que ha sucedido con la
pretensión de distinguir el ser humano en cuanto naturaleza y el
ser humano en cuanto persona, tratando de entender como
persona el ser humano en cuanto dispone de libertad sobre sí
mismo, en tanto que la naturaleza sería entendida como la
corporeidad vivificada junto a las relaciones del mundo
circundante. El ser humano como persona poseería una
autonomía radical. La principal consecuen-cia de esta distinción
es la negación de la existencia de normas concretas
trascendentales con validez perenne.

Otra corriente que ha creado conmoción en el campo de la


teología moral ha sido el llamado "Teleologismo", con sus dos
vertientes: el consecuencialismo y el proporcionalismo, teorías
éticas a las que se refiere el Papa Juan Pablo II en su encíclica
Veritatis Splendor, N. 74 a 75. El nombre de teleologismo les
viene de su propósito de fijar la moralidad de los actos
primeramente no en el objeto del obrar humano, como es la
verdad enseñada por la Iglesia, sino propiamente en el fin (telos)
que se preponga el ser al obrar.

El consecuencialismo parte de la afirmación de que ningún acto

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de la persona deja de tener efectos buenos y efectos malos y, si


no se dirige directamente contra Dios, será moralmente bueno
cuando el agente elige aquella acción que con mayor probabilidad
eleva al máximo los efectos buenos y disminuye al mínimo los
efectos malos. Esto significa que no se podrá decir a priori que tal
o cual acto sea intrínsecamente malo, es decir, por su misma
naturaleza, contrariamente a lo que enseña la moral cristiana
cuando afirma que hay actos que por su razón de ser en sí son
buenos a son malos: buenos, porque son concordes con el plan
de Dios; malos, porque son contrarios al plan de Dios. El conse-
cuencialismo cambia esta perspectiva al fijar la moralidad no en
la conformidad del acto con el querer de Dios, sino en sus
resultados práctico-temporales, según las previsiones del sujeto y
su escala de valores, viniendo así a reducir la finalidad moral a
una finalidad técnica.

El proporcionalismo fundamentalmente sostiene que el mal moral


debe entenderse en un sentido objetivo, como daño
injustamente causado, en contraste con el mal premoral.
Mientras no se conozca si ha sido causado en modo justificable o
no, se llamaría mal óntico, premoral o no moral. Lo que
determinaría la moralidad de la acción, en definitiva, sería la
presencia o no presencia de razones proporcionadas, presencia
que sería objetivamente medida. Por esta razón no podría decirse
que sean intrínsecamente un mal moral acciones individuales
independientemente de sus circuns-tancias moralmente
relevantes.

El proporcionalismo intenta sustituir el papel de la concien- cia y


de la prudencia por un sistema de normas justificado por un
razonamiento de tipo matemático sobre la proporción de los
bienes, pasando así de una norma que fundamenta la bondad

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moral de un acto en su conformidad con la naturaleza racional, a


otra norma que fundamenta esa bondad moral en la existencia de
una razón proporcionada o de un balance del bien respecto del
mal.

El concilio Vaticano II - l962 a l965 - encarece una renovación


universal con especial cuidado en perfeccionar la teología moral
"cuya exposición científica, más nutrida de la Sagrada Escritura,
explique la grandeza de la vocación de los fieles en Cristo, y la
obligación que tienen de producir fruto para la vida del
mundo" (cf OT 16). Son, entonces, dos los presupuestos
fundamentales que propone el concilio en torno a la renovación
de la teología moral: el retorno a sus fundamentos bíblicos y el
ser instrumento para producir frutos de santidad.

El mismo concilio promovió el restablecimiento de los lazos entre


la dogmática y la moral, el retorno a los Padres de la Iglesia
quienes, en sus comentarios a la Sagrada Escritura, entrelazan
enseñanzas morales con la espiritualidad y la pas-toral.

Otro aspecto importante de la contribución del concilio Vaticano II


a la renovación de la moral está en su doctrina sobre la dignidad
de la persona humana fundada en su dimensión trascen-dente (cf
GS 19); sobre la dimensión social y comunitaria de la conducta
humana (cf GS 23-32); sobre la vida cristiana en la Iglesia (GS 4-
8); sobre la importancia de los sacramentos en la vida cristiana y
el papel singular de la Virgen María en la santidad de vida (cf GS
52-69).

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I

II. LA MORALIDAD Y SUS FUNDAMENTOS.

2.1. La persona humana, sujeto de la moralidad.

La moralidad solamente es propia del ser humano, único ser de la


creación de quien se pueda afirmar que su conducta sea moral o
inmoral. Dentro del universo visible solamente la persona humana
tiene vida moral por estar dotada de inteligencia y voluntad, que
le hacen posible la apertura a Dios y el dominio sobre sus actos.
En cada concepción del bien y del mal moral hay siempre una
concepción de la persona humana. Para el cristiano el punto de
partida será siempre la antropología que encontramos en la
Palabra revelada: la verdad que Cristo nos ha enseñado sobre el
hombre y que la Iglesia custodia fielmente, la única concepción
que reconoce plenamente la dignidad de la persona y da
fundamento al sentido de su obrar.

El libro del Génesis describe el proyecto de Dios sobre el ser


humano, su designio originario y su proyecto salvador cuando el
hombre abusó de su libertad y pecó. Así, el plan de Dios aparece
como integrado por tres elementos que dan el fundamento de la
antropología revelada: el proyecto original, la situación del
hombre después de la caía, y la Historia de la Salvación (cf Gn
1,26-29; 2,5-25: 3,1-24).

Tal como lo enseña la Palabra de Dios, nuestros primeros padres,


creados a imagen y semejanza de Dios (cf Gn 1,26), fueron
elevados a un estado de familiaridad con el mismo Dios, estado
de inocencia y de gracia que perdieron por causa del pecado. La
perfección y armonía del ser humano creado por Dios a imagen

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suya, con una naturaleza espiritual y corpórea, y elevado a la


condición de hijo de Dios por la gracia, era tal que no podía pecar
por un desorden sensual, sino únicamente por soberbia. Así dice
el libro de la Sabiduría: "Porque Dios creó al hombre para la
incorruptibilidad, lo hizo imagen de su misma naturaleza; mas por
envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan
los que le pertenecen" (cf Sb 2,23-24). Como aparece en el
Génesis, el pecado de nuestros primeros padres fue un pecado de
desobediencia por la tentación de soberbia: "sereis como dioses,
conocedores del bien y del mal" (Gn 3,5).

Por el pecado, la naturaleza humana quedó herida, debilitada,


aunque no corrompida, ya que conserva su inclinación a Dios.
Debido a que los dones concedidos por Dios a los primeros
padres eran como un patrimonio de naturaleza para ser
transmitido a su descendencia, al perderlos por el pecado, no
solamente los perdieron para ellos mismos, sino también para
toda su descenden-cia; de ahí que todo ser humano, a excepción
de la Inmaculada Virgen María, nazca privado de la amistad con
Dios y con la inclinación al pecado, sin que pueda por sus solas
fuerzas recuperar los dones perdidos. Quedó, entonces, el ser
humano en fuerte contraste entre su aspiración al bien y a la
verdad, y su inclinación al mal. Pero Dios no abandonó a su
criatura, sino que le ofreció un camino de salvación. Después de
haber roto su primera Alianza con su Creador, el ser humano
recibe la promesa de Redención.

La condición de la persona humana de ser imagen de Dios no


solamente comunica espiritualidad a sus operaciones, sino que
también le otorga dominio sobre sus propios actos y le dispone a

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la relación con Dios. A partir de la perfección de su ser puede su


obrar alcanzar una bondad peculiar: la bondad moral, que
consiste propiamente en la unión con Dios que la persona alcanza
cuando reconoce a Dios como su fin, realiza sus actos y se realiza
a sí misma conforme al plan de Dios. Afirma el concilio Vaticano II
que la razón más alta de la dignidad humana consiste en la
vocación de la persona a la unión con Dios, y que solamente se
puede decir que el ser humano vive plenamente según la verdad
de su ser cuando reconoce libremente el amor de Dios y se confía
por entero a su Creador (cf GS 19).

La moral cristiana tiene de específico, precisamente, que


considera a la persona humana en su relación con Dios. Es la
Palabra de Dios la que revela la voluntad amorosa del mismo Dios
sobre el ser humano y sobre el mundo. El cristiano ha recibido
una vida nueva y un ser nuevo en el bautismo, lo que implica una
manera diferente de obrar.

El ser humano es capaz de conocerse a sí mismo como persona,


como ser espiritual, capaz de inclinarse hacia lo que ha percibido
y comprendido como bueno y convertirse en artífice de su propio
destino. Pero por vivir en un lugar determinado, puede estar
influenciado en su coportamiento por el ambiente sociocultural y
por la realidad cósmica.

Solamente la persona humnana es sujeto de la responsabilidad


moral. La comunidad es sujeto de valores y responsabilidades a
través de los valores y de las responsabilidades de las personas.

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La persona humana se reconoce a sí misma dotada de una


voluntad libre, capaz de disponer de sí misma en orden al bien o
al mal. Sus decisiones libres van acompañadas de la conciencia de
que hay distinción entre los actos buenos y los actos malos. Pero
para el cristiano existe la conciencia de que no se trata
solamente de hacer la distinción entre el bien y el mal, entre
actos buenos y actos malos, sino de configurar su ser y su vida
con Cristo, el Señor. Debe el cristiano saber que vida moral
cristiana no es el sometimiento a unas leyes o principios éticos,
sino, y ante todo, una vida, un seguimiento de Cristo hasta poder
decir con San Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en
mí" (Ga 2,20).

2.2. El fin último y los interrogantes del hombre.

A través de los tiempos el ser humano se ha planteado el


interrogante sobre el fin de la vida humana y ha querido
encontrar una respuesta a su natural anhelo de felicidad.
Inquietamente ha querido tener una respuesta sobre el sentido de
la vida, el por qué del dolor y de la muerte; incluso desea
encontrar la verdad sobre su propio ser, la razón de ser de su
permanencia en el mundo. Vive en una ansiosa búsqueda de la
verdad.

El conocimiento de sí mismo y de su destino será siempre decisivo


para la orientación que la persona dé a su vida. El cristiano sabe,
por la fe, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios para
conocer, amar y servir a Dios mientras esté de paso por este
mundo y así poder gozar de la presencia de Dios en la
bienaventuranza eterna. Debe tener siempre presente que el Bien

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Supremo, el último fin hacia el cual tiende el universo y, de


modo particular el ser humano, solamente puede ser aquel Bien
que es el origen y el fundamento de todos los demás bienes, es
decir, Dios.

Nuestra fe nos enseña que Dios creó el universo por su bondad y


omnipotencia, no para aumentar su bienaventuranza, sino para
manifestar su gloria y perfección. Al crear, Dios no puede tener
otra finalidad que la de hacer a las criaturas partícipes de su
bondad. El, al crear no puede proponerse tener más, puesto que
lo posee todo, sino que su propósito es dar. Al crear para su gloria
hace a otros gratuitamente partícipes de su bondad.

El verdadero bien de las criaturas es inseparable de la gloria de


Dios. La criatura solamente se perfecciona en la medida en que se
acerca a Dios y lo glorifica. La perfección propia de la persona
humana, su perfección moral, revela de modo particular la bondad
divina y glorifica a Dios de una manera distinta a como lo hacen
los demás seres de la creación visible, dado que la persona lo
hace de manera consciente y libre, y tiene una participación de la
bondad divina más elevada que las demás criaturas del universo
visible. Por eso le corresponde glorificar a Dios de modo más
perfecto: uniéndose a El por el conocimiento y el amor.

Dado que el dinamismo y perfección de la criatura tienen su


fundamento en el fin último, en la criatura humana se da un modo
superior de tender a su fin por su condición de imagen de Dios,
por el sentido de su libertad y por la responsabilidad que tiene
respecto a su plenitud y perfección.

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Las criaturas irracionales se dirigen a su fin sin conocerlo y sin


amar conscientemente a su Creador, ni a las demás criaturas. En
cambio el ser racional se dirige de una manera consciente y
libre hacia su fin último por la inclinación que Dios ha inscrito en
su naturaleza y por un anhelo de felicidad que no alcanza a
satisfacer ningún bien temporal.

Pero el mismo ser humano, así dotado de razón, puede rechazar a


Dios como su fin último y buscar equivocadamente en el mundo
de las cosas la meta de su existencia. De la misma manera que
está llamado a glorificar a Dios libremente, está en la posibilidad
de negar también libremente la gloria debida a Dios solamente, y
en esto está fundamentalmente la razón del pecado. El pecador,
al poner el fin último de sus acciones no en Dios sino en las
criaturas, empaña su dignidad personal y frustra su auténtica
felicidad.

El ser humano glorifica a Dios uniéndose a El por el entendimiento


y la voluntad, por el conocimiento y el amor, llegando hasta la
intimidad divina por la gracia, que es , aquí en la tierra,
pregustación de la bienaventuranza eterna, en la perticipación del
gozo inefable de Dios. Lo que enseña la Iglesia sobre el fin último
del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, es la
respuesta al deseo insaciable de felicidad que toda persona
experimenta.

La persona se dirige libremente a su fin último. Es el único ser de


la creación visible que tiene la capacidad de poder dirigirse por sí
mismo al fin que se propone, capacidad sin la cual la persona no
sería dueña de sus actos. La persona humana ordinariamente se

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mueve en razón del deseo de un determinado bien finito; no


obstante, sus deseos concretos de alguna manera están en
relación con el anhelo primordial de felicidad, o del Bien Absoluto,
es decir, con la tendencia al fin último.

Pero, aunque es cierto que toda persona obra siempre movida


por el deseo de felicidad, también es cierto que hay quiénes no
optan por Dios como su fin último, sino que, absolutizando los
bienes creados, los convierten en fin último, y así orientan toda su
vida de acuerdo con el bien que han absolutizado. En último
término, quien opta por las cosas terrenas en razón del agrado
que le proporcionan o del placer que le ofrecen, opta por sí mismo
egoistamente. De ahí resulta el sentido de la opción fundamental,
que solamente puede ser por Dios o contra Dios: "El que no está
conmigo, está contra mí" (Lc 11,23), dice el Señor.

Quien ha optado por Dios, descubre el deber de procurar la gloria


de Dios en todas sus acciones y comportamientos, lo cual se ha
llamado "rectitud de intención", que mueve a la persona a amar a
Dios sobre todas las cosas y a amar todo lo que no es Dios
solamente en la medida en que de alguna manera conduzca a
Dios, teniendo en cuenta que en Dios se encuentra comprendido
todo amor noble y auténtico.

2.3. Los actos humanos: respuesta a la llamada de Dios.

La teología moral ha dado el nombre de actos humanos


únicamente a aquellos actos que proceden de la voluntad
deliberada de la persona. Se les llama humanos por cuanto son
realizados por el ser humano en su condición de ser racional, es

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decir, con dominio de sus facultades deliberativas. Son también


llamados: actos libres, en cuanto realizados por la persona con
dominio de su libertad, es decir, realizados libremente; actos
voluntarios, en cuanto son queridos y aceptados por quien los
realiza; actos morales, en cuanto afectan la vida moral; actos
responsables, en cuanto quien los realiza se reconoce como autor
de ellos; actos imputables, en cuanto la persona que los realiza
merece por ellos premio o castigo.

El calificativo de "humanos" les viene por el hecho de que en ellos


la persona humana pone en ejercicio aquellas potencias y
facultades que la distinguen como ser humano, es decir, la
inteligencia y la voluntad, junto con el discernimiento y la
deliberación.

Por razón de su inteligencia espiritual el ser humano capta los


bienes que le rodean, los valora, tiende hacia ellos o los rechaza.
Su comportamiento no es una respuesta meramente instintiva a
la atracción o al rechazo que le provoca cuanto le rodea, sino que
obra con dominio y señorío. Por estas razones existe una estrecha
relación entre libertad y moralidad, teniendo en cuenta que
libertad significa el poder de dirigir los propios actos al bien propio
de la persona, bien que radica en el amor de Dios y del prójimo, y
teniendo en cuenta también que moralidad es la relación que esos
actos tienen con ese bien de la persona. De acuerdo con esto,
todo acto libre será necesariamente bueno o malo.

Considerados desde diversos puntos de vista, los actos humanos


reciben diversas denominaciones, que hay que tener en cuenta
dentro de la terminología utilizada por la teología moral, para una

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I

mejor comprensión, incluso para una mayor claridad en los juicios


morales. Las más importantes denominaciones de los actos
humanos en este sentido son las siguientes:

Acto interno: si se relaiza solamente en el interior de la persona,


con las facultades internas, de tal modo que no pueda ser
percibido por otros, tales como un pensamiento, un deseo, una
imaginación.

Acto externo: si se realiza con las facultades exteriores, de tal


manera que pueda ser percibido por otros.

Acto natural: el que la persona puede realizar con sus solas


posibilidades humanas, sin un auxilio especial de la gracia, como
caminar, hablar, trabajar.

Acto sobrenatural: el acto que para poder realizarlo se requiere


del auxilio de la la gracia, como ocurre con el acto de fe teologal.

Acto válido: es el acto que reune todas las condiciones requeridas


para producir determinados efectos.

Acto inválido: el que no reune las condiciones requeridas y, por


consiguiente, no puede producir los efectos intentados.

Acto bueno: es el acto que por su naturaleza está en la línea de la


tendencia hacia Dios. Corresponde al ordenamiento divino.

Acto malo: el acto que por su naturaleza es contrario al plan


divino y, por tanto, no está ordenado a Dios.

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Indiferente: es el acto que, en abstracto, no se puede afirmar que


sea bueno ni que sea malo, aunque en concreto todos los actos
responsables o son buenos, si conducen a Dios, o son malos, si
apartan de Dios.

Acto lícito: es el que, por estar de acuerdo con el ordenamiento


del plan divino, está autorizado por la ley natural o por una ley
positiva legítima.

Acto ilícito: el que por su naturaleza es contrario al plan de Dios o


es prohibido por una ley legítima.

Acto perfecto: es el acto que se realiza con plena advertencia y


pleno consentimiento, es decir, con pleno dominio de la libertad.

Acto imperfecto: el que se realiza sin plena advertencia o sin


pleno consentimiento, teniendo en cuenta que en el acto humano
intervienen estos elementos:

a) LA ADVERTENCIA, que es el acto por el cual el entendimiento


percibe lo que la persona va a realizar o está realizando, es decir,
se da cuenta de lo que va a hacer o está haciendo. Esta
advertencia es plena, si se advierte totalmente la acción con todos
sus elementos e implicaciones, incluso la relación de la acción con
el orden moral. La advertencia que reune estas condiciones es
también llamada advertencia "perfecta"; de lo contrario sería una
advertencia imperfecta. Se llama "distinta", si se advierte con
toda claridad la acción con sus elementos, con su bondad o
malicia. De lo contrario, se trataría de una advertencia confusa.
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I

La advertencia es antecedente, si el sujeto se da cuenta de la


acción, de sus elementos e implicaciones antes de realizarla. Es
consiguiente, si se da cuenta de ello solamente después de haber
realizado la acción.

Respecto a la advertencia hay que tener en cuenta estos


principios:
* Para que haya responsabilidad moral se requiere
indispensablemente que el sujeto advierta el acto
psicológicamente considerado, es decir, que se dé cuenta de lo
que está haciendo y que, además, advierta también la relación de
ese acto con el orden moral, es decir, si es moralmente bueno o
malo, lícito o ilícito.
* La responsabilidad del sujeto en relación con el acto será mayor
o menor, según el grado de advertencia que haya tenido al
realizarlo.
* La advertencia consiguiente no afecta para nada la
responsabilidad de una acción en el campo moral. Solamente la
afectan los elementos que se advierten al ejecutarla; no los que
inculpablemente no se alcanzaron a advertir.

b) LA VOLUNTAD. El ejercicio de la voluntad comunica al acto su


condición de voluntario. Santo Tomás de Aquino define así el acto
voluntario: "El que procede de un principio intrínseco con
conocimiento de fin" (1-2,6,1).
El acto voluntario puede ser:

Directo: si la voluntad se dirige a ese acto como tal.

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I

Indirecto: Si la voluntad se dirige no al acto como tal, sino al


efecto que ha de producir. Recibe también el nombre de
voluntario en su causa. En este sentido se entiende el llamado
"PRINCIPIO DEL DOBLE EFECTO" O VOLUNTARIO
INDIRECTO, que se enuncia así: Para que sea lícito realizar una
acción de la cual se siguen dos efectos, uno bueno y otro malo, se
requieren estas condiciones:

- Que la acción de suyo no sea mala.

- Que la finalidad que se proponga el agente sea honesta, es decir,


que intente únicamente el efecto bueno y se limite a permitir el
malo, como inevitable.

- Que el efecto bueno no sea consecuencia del malo, es decir, que


no proceda de él.

- Que haya una causa proporcionada a la gravedad del daño que


el efecto malo ha de producir.

Positivo: si se trata de un acto voluntariamente realizado o


aceptado.

Negativo: si se trata de un acto voluntariamente omitido o


rechazado.

Explícito: si se manifiesta concreta y determinadamente.

Implícito: si no se manifiesta, sino que está incluído en otro acto.

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I

Expreso: si se da a conocer externamente por medio de palabras


o de otros signos; en el fondo coincide con el explícito.

Tácito: si no se manifiesta directamente sino que se desprende de


otro acto o se puede deducir de él; en el fondo coincide con el
implícito.

Actual: si la voluntad está obrando en el momento mismo en que


se realiza el acto.

Virtual: si la voluntad se tuvo antes de realizar el acto y de alguna


manera sigue todavía influyendo en él.

Habitual: Si la voluntad se tuvo antes de realizar el acto, pero ya


no influye en él. Se trata de aquellos actos que se realizan por
fuerza de la costumbre, sin conciencia de lo que se está haciendo.

Acerca del acto voluntario se deben tener en cuenta estos


principios:
- Los actos voluntarios imperfectos, es decir, los realizados sin
pleno consentimiento, no constituyen pecado grave.

- Para la validez de un acto que requiera el consentimiento de


otra persona se necesita que ese consentimiento sea expreso.
Nunca será válido el consentimiento presunto. Para la licitud basta
con el consentimiento razonablemente presunto.

2.4. Condicionamientos del comportamiento humano.

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I

Hay circunstancias que fácilmente pueden condicionar el obrar de


una persona, afectando el campo de la libertad, tales como el
ambiente de familia, la escuela, las condiciones sociales, políticas
y económicas. Estas situaciones pueden ejercer influjos sobre el
entendimiento o sobre la voluntad, que crean condiciones
positivas o negativas, mejores o peores, para la libertad de
decisión. Uno de los influjos que más frecuentemente afectan el
obrar de la persona es el de la manipulación, que propiamente
consiste en todo tratamiento o intervención que cambie la
personalidad, especialmente en el campo de las decisiones, y que
lleve a la persona a obrar no conforme a sus propios criterios,
sino de acuerdo con el querer de otro. Cierto influjo sobre el
desenvolvimiento de la personalidad lo ejerce ya la configuración
del espacio vital en el que la persona actúa y se desenvuelve.
Pero la persona es más fuertemente afectada por el tratamiento
que se le aplica de inmediato, sea en el campo psíquico o en el
organismo corporal.

La sugestión y demás medios empleados para alienar a la persona


y hacer de ella lo que se quiera, disminuyéndole o quitándole su
libertad o capacidad de decisión, constituye un deplorable
atropello a la dignidad de la persona humana y una violación del
derecho que tiene a su libertad.

Uno de los grandes peligros para la libertad personal lo constituye


la sugestión de las masas , que puede apoderarse, como una
epidemia, de una colectividad cualquiera, y que, des-
afortunadamente, es un campo muy vulnerable para
determinados tipos de manipulación. Corresponde a cada persona

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I

la tarea de configurar responsablemente su propia personalidad,


con tal dominio de sus actos, que esté a salvo de la manipulación
nociva. Quien más eficazmente se libra de la esclavitud de la
fuerza anónima es la persona fuerte en la fe, que sabe emprender
un camino de recta moralidad.

La elección de motivos en muchos casos se hace difícil a la


persona cuando en ella se dan inclinaciones o repulsiones en
determinada dirección, las cuales pueden predominar con tanta
mayor facilidad cuanto más esté la energía de la voluntad
expuesta a influencias debilitantes.

Uno de los efectos del pecado original son los apetitos e


inclinaciones que surgen espontáneamente y que no se ajustan de
antemano al orden moral que muestran la razón o el orden divino,
contra lo cual la persona tiene que luchar para poder ajustarse a
ese orden, como tarea de su voluntad. La realización de esa tarea
moral a menudo solamente se logra a base de mucho esfuerzo.
Dice el apóstol San Pablo: "Descubro, pues, esta ley: aun
queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues
me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero
advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi
razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis
miembros" (Rm 7,2l-24).

2.5. La moralidad de los actos.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica: l749).- La libertad hace del


ser humano un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada,
el ser humano es, por así decirlo, el padre de sus actos. Los actos

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I

humanos, es decir, libremente realizados tras un juicio de


conciencia, son calificables moralmente: son buenos o malos.

2.5.1. Existencia de un orden moral objetivo.

Existe un orden moral objetivo, es decir, hay acciones que por su


misma naturaleza son buenas o malas, independientemente de
todo acto de voluntad humana o divina que quisiera darles ese
carácter de buenas o malas. Esta afirmación, apoyada en el
ordenamiento del plan divino, se establece contra errores
especialmente del positivismo, que afirma que la distinción entre
el bien y el mal se desprende de la libre disposición de los seres
humanos, no de la naturaleza misma de las cosas, o también, que
esa distinción se desprende de la libre disposición de Dios, quien
habría decretado que ciertas acciones fueran buenas, y otras
fueran malas, pero que bien hubiera podido disponer de otra
manera. Tal es la posición de los nominalistas, quienes consideran
que es bueno lo que Dios ha dispuesto que sea bueno, y es malo
lo que Dios ha querido que sea malo, o simplemente ha querido
prohibir.

Contra estas posiciones erradas hay que tener en cuenta que el


bien siempre implica una razón de conveniencia con la naturaleza
de una cosa, y que el mal, en cambio, implica una razón de no
conveniencia. A cada ser le es conveniente todo aquello que lo
lleva a su propio fin natural. Como el ser humano se ordena
naturalmente a Dios como su propio fin, todo lo que lo lleva al
conocimiento y amor de Dios, será naturalmente bueno; y todo lo
que lo aparta del conocimiento y amor de Dios, será naturalmente
malo.

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I

Además, la persona humana es sociable por naturaleza. Por


consiguiente, todo lo que de suyo favorece la convivencia humana
es naturalmente bueno, y todo lo que perturbe esa convivencia es
naturalmente malo.

Hay que tener en cuenta, también, que es propio de la razón


humana el uso de las cosas exteriores o bienes de la creación
visible. Pero este uso tiene naturalmente un límite y una medida,
que es la conservación de la vida, sea la propia o la de los demás.
Todo lo que esté dentro de ese límite, será naturalmente bueno, y
todo lo que exceda ese límite, será malo.

2.5.2. Extensión de la moralidad.

La moralidad se extiende a todos los actos realizados por la


persona consciente y deliberadamente. La bondad o malicia de los
actos deliberados afecta, en primer lugar, al acto interno, pues es
en el interior de la persona donde se dan los procesos de
entendimiento, deliberación y decisión. Pero de ordinario la
realización externa del acto aumenta la bondad o la malicia del
acto interno correspondiente, especialmente por estas razones:
a). Por la mayor intensidad de la voluntad en la realización del
acto externo.
b). Por la mayor duración del acto interno al prolongarse en el
externo.
c). Por la repetición y multiplicación del acto interno en la
realización del externo.
d). Por las consecuencias del acto externo, tales como la
ejemplaridad o el escándalo, los beneficios o daños causados, sea

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I

a la misma persona que lo realiza, sea a otras personas.

2.5.3. Las fuentes de la moralidad.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica Ns. 1750 a l754).


l750.- La moralidad de los actos depende:
-del objeto elegido;
-del fin que se busca o la intención;
-de las circunstancias.
El objeto, la intención y las circunstancias forman las "fuentes" o
elementos constitutivos de la moralidad de los actos humanos.

l751.- El objeto elegido es un bien hacia el cual tiende


deliberadamente la voluntad. Es la materia de un acto humano. El
objeto elegido especifica moralmente el acto del querer, según
que la razón lo reconozca y lo juzgue conforme o no conforme al
bien verdadero. Las reglas objetivas de la moralidad enuncian el
orden racional del bien y del mal, atestiguado por la conciencia.

1752.- Frente al objeto, la intención se sitúa del lado del sujeto


que actúa. La intención por estar ligada a la fuente voluntaria de
la acción y por determinarla en razón del fin, es un elemento
esencial en la calificación moral de la acción. El fin es el término
de la intención y designa el objeto buscado en la acción. La
intención es un movimiento de la voluntad hacia el fin; mira al
término del obrar. Apunta al bien esperado de la acción
emprendida. No se limita a la dirección de cada una de nuestras
acciones tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar
varias acciones hacia un mismo objetivo; puede orientar toda la
vida hacia el fin último. Por ejemplo, un servicio que se hace a

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I

alguien tiene por fin ayudar al prójimo, pero puede estar inspirado
al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último de todas
nuestras acciones. Una misma acción puede, pues, estar inspirada
por varias intenciones como hacer un servicio para obtener un
favor o para satisfacer la vanidad.

1753.- Una intención buena (por ejemplo: ayudar al prójimo) no


hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo
desordenado (como la mentira y la maledicencia). El fin no
justifica los medios. Así, no se puede justificar la condena de un
inocente como un medio legítimo para salvar al pueblo. Por el
contrario, una intención mala sobreañadida (como la vanagloria)
convierte en malo un acto que, de suyo puede ser bueno (como la
limosna; cf Mt 6,2-4).

l754.- Las circunstancias, comprendidas en ellas las


consecuencias, son los elementos secundarios de un acto moral.
Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral
de los actos humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero
robado). Pueden también atenuar o aumentar la responsabilidad
del que obra (como actuar por miedo a la muerte). Las
circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de
los actos; no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de
suyo es mala.- (Hasta aquí el Catecismo).

De acuerdo con las enseñanzas del Papa Juan Pablo II en su


Encíclica "Veritatis Splendor", la relación entre la libertad de la
persona humana y la ley de Dios se manifiesta y realiza en los
actos humanos, mediante los cuales la persona se perfecciona en
cuanto persona. Los actos humanos son actos morales porque

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I

expresan y deciden la bondad o malicia de la persona misma que


los realiza (cf VS 71).

La moralidad de los actos está definida por la relación de la


libertad del ser humano con el bien auténtico. El obrar es
moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están
conformes con el verdadero bien de la persona y expresan así la
ordenación voluntaria de la misma persona hacia su fin último.
Solamente el acto conforme al bien puede ser camino que
conduce a la vida (cf VS 72).

La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su


verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la
razón, constituyen la moralidad. El obrar humano no puede ser
valorado moralmente bueno solamente porque sea funcional para
alcanzar un fin determinado que se persigue, o simplemente
porque la intención del sujeto sea buena. El obrar es moralmente
bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la
persona al fin último y la conformidad de la acción con el bien
humano tal como es reconocido en su verdad por la razón (cf VS
72).

La vida moral tiene un carácter "teleológico" esencial porque


consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios,
sumo bien y fin (telos) último del ser humano. Pero esta
ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que
dependa solamente de la intención, ya que esa ordenación al fin
último presupone que tales actos sean en sí mismos, por su
propia razón de ser, ordenables a este fin, en cuanto son
conformes al auténtico bien moral de la persona, tutelado por los

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mandamientos: "Si quieres entrar en la vida, guarda los


mandamientos" (Mt l9,l7).- (cf VS 73).

La moralidad de un acto humano depende, sobre todo y


fundamentalmente, del objeto elegido racionalmente por la
voluntad deliberada, no de la intención. Una buena intención no
autoriza a hacer ninguna obra mala: "Y ¿por qué no hacer el mal
para que venga el bien, como algunos calumniosamente nos
acusan que decimos? Estos tales tienen merecida su
condena" (Rm 3,8). La razón por la que no basta la buena
intención, sino que es necesaria también la recta elección de las
obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su
objeto, o sea si éste es o no es "ordenable" a Dios, a Aquél que
"sólo El es bueno" y así realiza la perfección de la persona (cf VS
78).

El acto humano bueno según su objeto es "ordenable" también al


fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y
decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios
mediante la caridad: "No basta realizar obras buenas, sino que es
preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y
perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a
Dios" (S. Alfonso María de Ligorio).- (cf V 78).

El elemento primario y decisivo para le juicio moral es el objeto


del acto humano, el cual decide su "ordenabilidad" al bien y al fin
último, que es Dios. Tal "ordenabilidad" es percibida por la razón
en el mismo ser de la persona (cf VS 79).

La razón testimonia que existen objetos del acto humano que se

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I

configuran como "no ordenables" a Dios, porque contradicen


radicalmente el bien de la persona, creada a imagen de Dios. Son
los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido
denominados "intrínsecamente malos": lo son siempre y por sí
mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las
ulteriores intenciones de quien actúa, como también, de las
circunstancias. Por eso, sin negar el influjo que las circunstancias
y, sobre todo, las intenciones, tienen sobre la moralidad, la Iglesia
enseña que existen actos que, por sí mismos,
independientemente de las circunstancias, son siempre
gravemente ilícitos por razón de su objeto (Cf VS 80).

La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente


malos, acoge la doctrina de la Sagrada Escritura. El apóstol San
Pablo afirma: "¡No os engañeis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni
los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los
ladrones, ni los avaros, ni los borrachos,ni los ultrajadores, ni los
rapaces heredarán el Reino de Dios" (1Co 6,9-l). Las
circunstancias y las intenciones nunca podrán transformar un acto
intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto "subjetiva-
mente" honesto o justificable como elección (cf V 81).

De acuerdo con estos planteamientos, son moralmente


inadmisibles las teorías éticas llamadas teleológicas:
consecuencialismo y proporcionalismo, que hacen depender la
moralidad de los actos humanos no de su objeto, sino de la
intención del sujeto o de los efectos o consecuencias previsibles.

Aunque es cierto que la intención del sujeto o finalidad que se


propone al realizar una acción puede modificar su moralidad, sin

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I

embargo, no puede cambiarla, es decir, que si la acción es buena


por razón de su objeto, seguirá siendo buena, y si es mala,
seguirá siendo mala. La finalidad del sujeto puede hacer que una
acción de suyo buena, sea mejor, y que una acción de suyo mala,
sea peor. Pero no puede convertir en buena una acción de suyo
mala.

Las circunstancias que de ordinario se tienen en cuenta respecto a


una acción son estás:
a). La cualidad o condición de la persona que realiza la acción.
Responde a la pregunta: QUIEN.
b). La cualidad o la cantidad del objeto. Responde a la pregunta:
QUE COSA. CUÁNTO.
c). El lugar donde se realiza la acción: DÓNDE.
d). El modo como se realiza la acción: CÓMO.
e). El tiempo en que se realiza la acción: CUÁNDO.
f). Los medios empleados: CON QUÉ.
g). Los efectos producidos en otros: TESTIMONIO o ESCÁNDALO.

2.5.4. Los actos buenos y los actos malos.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica Ns. l755 a l756)


l755.- El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del
objeto, del fin y de las circunstancias. Una finalidad mala
corrompe la acción, aunque su objeto de suyo sea bueno (como
orar y ayunar "para ser visto por los hombres").

El objeto de la acción puede por sí solo viciar el conjunto de todo


el acto. Hay comportamientos concretos - como la fornicación -
que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un
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desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.

l756.- Es, por tanto, erróneo juzgar de la moralidad de los actos


humanos considerando sólo la intención que los inspira o las
circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de
obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí
mismos, independientemente de las circunstancias y de las
intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su
objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el
adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener el bien.

2.5.5. La moralidad de las pasiones.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica Ns. l762 a l770)


1762.- La persona humana se ordena a la bienaventuranza por
medio de sus actos deliberados: las pasiones o sentimientos que
experimenta pueden disponerla y contribuir a ello.

l763.- El término "pasiones" pertenece al patrimonio del


pensamiento cristiano. Los sentimientos o pasiones designan las
emociones o impulsos de la sensibilidad que inclinan a obrar o a
no obrar en razón de lo que es sentido o imaginado como bueno o
como malo.

1764.- Las pasiones son componentes naturales del psiquismo


humano, constituyen el lugar de paso y aseguran el vínculo entre
la vida sensible y la vida del espíritu . Nuestro Señor señala el
corazón del hombre como la fuente de donde brota el
movimiento de las pasiones (cf Mc 7,2l).

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I

1765.- Las pasiones son numerosas. La más fundamental es el


amor que la atracción del bien despierta. El amor causa el deseo
del bien ausente y la esperanza de obtenerlo. Este movimiento
culmina
en el placer y el gozo del bien poseído. La aprehensión del mal
causa el odio, la aversión y el temor ante el mal que puede
sobrevenir. Este movimiento culmina en la tristeza a causa del
mal presente o en la ira que se opone a él.

1766.- "Amar es desear el bien a alguien" (S. Tomás de A., s.th.


1-2,26,4). Las demás afecciones tienen su fuerza en este
movimiento original del corazón del ser humano hacia el bien.
Sólo el bien es amado (cf S: Agustín, Trin. 8,3,4). "Las pasiones
son malas si el amor es malo, buenas si el amor es bueno" (S.
Agustín, civ.l4,7).

1767.- En sí mismas, las pasiones no son buenas ni malas. Sólo


reciben calificación moral en la medida en que dependen de la
razón y de la voluntad. Las pasiones se llaman voluntarias "o
porque están ordenadas por la voluntad, o porque la voluntad no
se opone a ellas" (S. Tomás de A., s.Th. l-2,24,l). Pertenece a la
perfección del bien moral o humano el que las pasiones estén
reguladas por la razón (cf s.th. 1-2,24,3).

1768.- Los sentimientos más profundos no deciden ni la


moralidad, ni la santidad de las personas; son el depósito
inagotable de las imágenes y de las afecciones en que se expresa
la vida moral. Las pasiones son moralmente buenas cuando
contribuyen a una acción buena, y malas en el caso contrario. La
voluntad recta ordena al bien y a la bienaventuranza los
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movimientos sensibles que asume; la voluntad mala sucumbe a


las pasiones desordenadas y las exacerba. Las emociones y los
sentimientos pueden ser asumidos en las virtudes, o pervertidos
en los vicios.

1769.- En la vida cristiana, el Espíritu Santo realiza su obra


movilizando todo el ser incluídos sus dolores, temores y tristezas,
como aparece en la agonía y la pasión del Señor. Cuando se vive
en Cristo, los sentimientos humanos pueden alcanzar su
consumación en la caridad y la bienaventuranza divina.

1770.- La perfección moral consiste en que la persona humana no


sea movida al bien sólo por su voluntad, sino también por su
apetito sensible según estas palabras del salmo: "Mi corazón y mi
carne gritan de alegría hacia el Dios vivo" (Sal 84,3).

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I

III. MORALIDAD Y LIBERTAD.

3.1. El ser humano en manos de su propia decisión.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. 1730 a 1735 y l738 a


1742).
1730.- Dios ha creado a la persona humana racional confiriéndole
la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio
de sus actos. "Quiso Dios *dejar al hombre en manos de su
propia decisión* (Si l5,l4), de modo que busque a su Creador sin
coacciones y, adhiriéndose a El, llegue libremente a la plena y
feliz perfección" (GS 17).

1731.- La libertad es el poder, radicado en la razón y en la


voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquéllo, de
ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre
arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en la
persona una fuerza de crecimiento y maduración en la verdad y
la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está
ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.

1732.- Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su


bien último, que es Dios, la libertad implica la posibilidad de
elegir entre el bien y el mal y, por tanto, de crecer en perfección
o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos
propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de
reproche, de mérito o de demérito.

1733.- En la medida en que la persona hace más el bien, se va


haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el
servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y
del mal es un abuso de la libertad y conduce a "la esclavitud del

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I

pecado" (cf Rm 6,l7).

1734.- La libertad hace a la persona responsable de sus actos en


la medida en que éstos son voluntarios. El progreso en la virtud,
el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la
voluntad sobre los propios actos.

1735.- La imputabilidad y la responsabilidad de una acción


pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la
ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos,
las afecciones desordenadas y otros factores psíquicos y sociales.

1738.- La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres


humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene
el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y
responsable. Toda persona debe prestar a cada cual el respeto al
que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es
una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana,
especialmente en materia moral y religiosa (cf DH 2). Este
derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los
límites del bien común y del orden público (cf DH 7).

3.1.1. Libertad y pecado.

1739.- La libertad del ser humano es finita y falible. De hecho el


hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el precepto del amor
de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. Esta
primera alienación engendró una multitud de alienaciones. La
historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua
desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a
consecuencia de un mal uso de la libertad.

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3.1.2. Amenazas para la libertad.

1740.- El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y


hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre "sujeto de esa
libertad como un individuo autosuficiente que busca la
satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes
terrenales" (CDF instr. "Libertatis conscientia" 13). Por otra
parte, las condiciones de orden económico y social, político y
cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con
demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones
de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a
los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la
caridad. Al apartarse de la ley moral, el ser humano atenta
contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la
fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad
divina.

3.1.3. Liberación y salvación

1741.- Por su cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos


los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a
esclavitud. "Para ser libres nos libertó Cristo" (Ga 5,1). En El
participamos de "la verdad que nos hace libres" (Jn 8,32). El
Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol,
"donde está el Espíritu, allí está la libertad" (2Co 3,17). Ya desde
ahora nos gloriamos de la "libertad de los hijos de Dios" (Rm
8,21).

3.1.4. Libertad y gracia

1742.- La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a


nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad

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y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al


contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana,
especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a
los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y
nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las
pasiones y coacciones del mundo exterior. Por el trabajo de la
gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para
hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y
en el mundo (Hasta aquí el Catecismo.

El ser humano es ciertamente libre, desde el momento en que


puede comprender y acoger los mandamientos de Dios, que sabe
perfectamente qué es bueno para la persona, y en virtud de su
mismo amor le propone en los mandamientos lo que es bueno.
La ley de Dios no atenúa ni elimina la libertad humana sino que,
al contrario, la garantiza y promueve (cf VS 35).

No solamente el mundo ha sido confiado al cuidado y


responsabilidad de la persona, sino también la persona misma.
Dios ha dejado al ser humano "en manos de su propio
albedrío" (Si l5,l4), para que busque a su Creador y libremente
alcance su perfección. Y alcanzar significa edificar personalmente
en sí mismo esta perfección (cf VS 39).

Solamente la libertad que se somete a la verdad conduce a la


persona a su verdadero bien, que consiste en estar en la Verdad
y realizar la verdad (cf VS 84).

Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo


vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a
tomar parte en su misma libertad (cf VS 85).

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La libertad se fundamenta en la verdad del hombre y tiende a la


comunión. Necesita ser liberada. Cristo es su libertador (cf Ga
5,1). Se realiza en el amor, en el don de uno mismo, en el
servicio a Dios y a los hermanos (cf VS 86-87).

3.2. La libertad, presupuesto del orden moral.

(cf "El Compromiso Moral del Cristiano": l93 a 2l5)


Solamente se puede hablar de acción moral cuando la persona es
libre para obrar. El ámbito de lo moral coincide con el ámbito de
la voluntad libre. Fuera del ámbito de la libre voluntad no hay
moralidad. Pretender negar a la persona humana la libertad
equivale a pretender quitarle su carácter de ser moral. Reconocer
la libertad de la persona es afirmar que, dadas todas las
condiciones requeridas para obrar, no está forzada a obrar, ni a
obrar de una manera determinada, sino que puede decidirse por
sí misma.

Elemento muy importante que entra en el concepto de libertad es


el que no haya coacción interna alguna, es decir, que la voluntad
no esté movida u obligada por una fuerza interior. En este
sentido es preciso tener en cuenta que la coacción o violencia
externa puede, en cierta forma, obligar a realizar el acto externo
o impedirlo, pero no puede forzar el querer interno del sujeto.

La afirmación sobre la existencia de la libertad humana, negada


por algunos, se apoya en el conocimiento de la misma persona
humana y en la Revelación. La persona, por su propia conciencia
experimenta que en muchas de sus acciones no está impulsada u
obligada por una necesidad o presión interna, sino que por sí
misma se determina a obrar de una o de otra manera. Si no
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tuviera libertad no tendría sentido alguno el reflexionar, el


decidirse, el cambiar una decisión o aplazarla.

En virtud de la universal convicción que existe sobre la realidad


de la libertad, se alaban las buenas acciones y se reprueban las
malas; se recompensan los méritos y se castigan los crímenes.

En la Revelación divina aparece un constante reconocimiento de


la existencia de la libertad en la persona humana: "Para ser libres
nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejeis oprimir
nuevamente bajo el yugo de la esclavitud" (Ga 5,1; cf Dt 30,19-
20; Si 15,15-17; Rm 5,l2-21; Ga 2,15-2l).

Coherente con las afirmaciones de la Sagrada Escritura, la


tradición cristiana ha sostenido siempre la existencia de la
libertad en la persona humana. San Agustín tiene varios tratados
en los que habla de la libertad, tales como: "El libre albedrío",
"Gracia y libre albedrío". Santo Tomás de Aquino afirma que el
hombre se distingue de las criaturas carentes de razón porque es
dueño de sus actos (cf 1-2,1,1).

Los reformadores protestantes, bajo el influjo de su doctrina


pesimista sobre el pecado original y su concepción de la "gracia
sola", niegan la libertad en lo tocante a la salvación. Esta
corriente fue seguida por los jansenistas.

Frente a los intentos de negación de la libertad, la Iglesia afirma


que la persona normal goza de libertad en tal grado que puede
decidirse por Dios o contra Dios, y de un modo tan serio y
efectivo, que la sentencia que por ello sea dictada será valedera

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para la eternidad (cf Conc. de Trento, Dz 815).

En la cuestión fundamental sobre la esencia de la libertad y sobre


el grado de libertad que se requiere para la responsabilidad
moral, es a la Iglesia a la que le corresponde la última palabra,
no al psicólogo.

Solamente por la Revelación divina podemos conocer el misterio


de la libertad humana, que alcanza su mayor nobleza en el orden
sobrenatural, por el acercamiento de la persona a Dios, de lo cual
se deriva su libertad de hijo de Dios. Esta libertad, perdida por el
pecado, pero reconquistada por la obediencia de Cristo, es en
nosotros manifestación del poder de Cristo Resucitado.

La libertad divina es el absoluto dominio de Dios sobre sí


mismo. De modo semejante, la persona humana obra libremente
cuando toma una determinación que viene de sí misma.

Gracias a la libertad, la persona puede responder al llamamiento


que Dios le hace. Cuando lo rechaza culpablemente, esto
representa una no participación de la libertad divina por
alejamiento de Dios. La más alta participación en la libertad
divina se da cuando la persona obra completamente bajo el
influjo de la gracia, es decir, según el plan de Dios.

La libertad ha sido dada a la persona como un germen que debe


hacer crecer. El alcance real de esa libertad puede tener variada
intensidad y profundidad. Puede ser reducida por la herencia
biológica y psíquica, por el ambiente y por la propia historia.
Crece cuando la persona emplea toda su potencialidad en hacer
el bien. Los verdaderos santos son las personas más libres.
Cuando la libertad no se ejercita, se atrofia. El que se entrega a
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las pasiones y al pecado se va reduciendo a la impotencia para el


bien y para la libertad.

La libertad libre puede dominar las pasiones, pero también las


pasiones pueden dominar la libertad. Sin embargo, Dios no
abandona al pecador sino que le ofrece luz a su entendimiento y
fuerza a su voluntad para la conversión.

La libertad puede crecer hasta el grado que la persona se deje


conducir totalmente por el Espíritu de Dios: "Porque el Señor es
el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la
libertad" (2Co 3,17). Esta es la libertad de los hijos de Dios, que
incluye la liberación de la esclavitud del pecado y del demonio, y
el libre y amoroso sometimiento a la "Ley de Cristo".

La libertad de los hijos de Dios consiste en la espontaneidad y la


fuerza con que el cristiano elige y realiza con todo el corazón lo
que corresponde a la voluntad del Padre. Es aquella fuerza del
Espíritu Santo que guía al cristiano para que esté firme y
totalmente unido al amor de Dios.

El cristiano es realmente libre cuando es capaz de superar los


obstáculos que le separan de Dios y le impiden una relación filial
con El. Para esta libertad nos liberó Cristo, no para el libertinaje,
sino para el servicio de Dios y de los hermanos por amor. De
modo que la única ley a la que está sometido el cristiano es la ley
del amor. La libertad de los hijos de Dios nos permite una
entrega al servicio de los demás que tiene como medida y límite
la medida y el límite del amor, es decir, que no tiene medida ni
límites.

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Un prerrequisito para la libertad moral es el conocimiento del


bien. Donde no hay conocimiento, no hay libertad; por tanto,
tampoco hay responsabilidad. Cuanto mayor y más profundo es
el conocimiento, tanto mayor es la responsabilidad. Quien
conoce el bien debe conformar su conducta con el bien conocido.
Cualquier conocimiento de Dios, el Bien supremo, es un
llamamiento a decidirse por Dios y por su plan divino. No hay
conocimiento de Dios que no lleve en sí, en alguna forma, el
dinamismo que impulsa al amor de Dios, como tampoco puede
darse persona normal que, habiendo conocido el bien, no sienta
la fuerza que lo impulse a realizarlo, fuerza que emana de su más
íntima semejanza con Dios.

El conocimiento del bien impulsará hacia el bien y hacia una


mayor perfección, siempre que esté sostenido por la bondad
moral de la persona. El verdadero y profundo conocimiento de
Dios y del bien moral solamente es posible para quien ama. La
obediencia de los mandamientos es señal de que se conoce y
ama a Dios: "En esto sabemos que le conocemos: en que
guardamos sus mandamientos" (1Jn 2,3).

La libertad necesita ser educada, es decir, el ser humano debe


ser educado para la libertad. En la educación de la libertad entra
la educación de la conciencia y en ella se debe motivar para amar
y buscar el bien. Se debe hacer de tal manera que la persona,
mientras educa su libertad, esté libre de toda coacción. Se debe
tener siempre como objetivo el que la persona se ejercite en una
capacidad de espontánea decisión por el bien.

Jesucristo es el hombre libre por excelencia porque


voluntariamente se hizo obediente hasta la muerte por amor(cf
Flp 2,9). Porque nos ha hecho hijos de Dios, por eso nos ha

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liberado y nos llama a ser libres en la obediencia por amor.

Para la vida moral es necesaria una opción por un bien total que
centre y finalice toda la persona: se trata de una opción
fundamental, que supone asumir un bien-valor absoluto como fin
por el cual toda la persona se empeña con responsabilidad. El
bien absoluto que finaliza y centra la persona debe ser percibido
y aceptado, al menos por intuición, como persona, ya que la
persona a sí misma no se empeña sino por otra persona percibida
como SUPERPERSONA.

La opción fundamental por el "TODO" se realiza descubriéndose a


sí mismo como abierto al amor por los otros. Como esta opción
es la que indica el verdadero orden moral, supone el desarrollo
de la persona en el orden categorial o temporal. La toma de
conciencia, siempre más profunda de esta verdad, hasta el
descubrimiento del orden trascendental-moral-religioso, supone
el desarrollo de las potencias y virtudes en la persona.

En el orden sobrenatural la opción fundamental es ya acto de fe-


caridad-esperanza, virtudes que expresan la tensión, entendida
como participación viva en nuestro ser de la vida de Cristo y de
su Espíritu. Estas virtudes no solamente determinan la opción
fundamental, sino que también dirigen todas las opciones
particulares que representan la deliberación y la actividad
cotidiana, en las múltiples situaciones en que se encuentra la
persona.

3.3. Impedimentos de la libertad.

Hay causas que, de alguna manera, pueden modificar la libertad


en la decisión o en la ejecución de una acción, disminuyendo esa
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libertad respecto de la acción, y aun suprimiéndola. Las


principales de esas causas son:

a). La ignorancia.
La libre determinación supone el conocimiento. La persona
solamente puede decidirse por lo que conoce. Solamente son
libres los seres capaces de conocer la razón y el alcance de sus
decisiones. Cuando esto se ignora no hay auténtica libertad
respecto de la decisión. Pero, debido a que la persona tiene la
capacidad de salir de su ignorancia, se hace responsable de lo
que culpablemente ignora.
- La ignorancia vencible, es decir, aquélla de la cual puede la
persona salir en las condiciones concretas en que se encuentra,
es culpable, en mayor o menor grado, según el grado de
negligencia en buscar la verdad.
- La ignorancia invencible, o sea, aquél1a de la cual la persona
no puede salir en sus condiciones concretas, quita la libertad de
decisión en aquello que se ignora. A la ignorancia se equiparan la
inadvertencia, el error, el olvido. Hay una ignorancia que se llama
"afectada", y es aquélla de la cual el sujeto no quiere salir para
no comprometerse. Es efecto de una deliberación y de una
decisión libres y por eso, en lugar de disminuir la
responsabilidad, la aumenta y, por consiguiente, aumenta
también la culpabilidad. Revela de un modo especial la magnitud
de la irresponsabilidad del sujeto.

b). La violencia.
La violencia física, exterior, puede suprimir la libertad para la
realización del acto exterior, pero no para la decisión interior. Por
consiguiente, el sujeto es responsable de las decisiones internas
que acompañen el acto externo, pero no del acto externo que

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realice por razón de la violencia.

c). El miedo.
El miedo que procede de una causa externa puede disminuir la
libertad solamente en la medida en que perturbe el equilibrio
interior. Ni siquiera el temor de la muerte o de una tortura
autoriza a realizar algo malo en sí mismo, como la blasfemia o la
apostasía.

d). La concupiscencia.
La concupiscencia que precede a la decisión puede disminuir la
libertad. Cuando perturba de tal modo que suprima el uso de la
razón, por el mismo hecho quita también la libertad. La
concupiscencia voluntariamente provocada corresponde a una
decisión libre y, por consiguiente, es responsable. Como el grado
de libertad en el momento de la decisión es el que determina
particularmente la gravedad de la falta, revisten menor gravedad
los pecados cometidos por debilidad que los cometidos por
malicia o aberración, a los que fríamente consiente la libre
voluntad. Los movimientos de las pasiones que se adelantan a la
decisión libre y la perturban totalmente, están exentos de culpa
moral.

e). Los hábitos.


Los hábitos disminuyen la libertad en la medida de la fuerza del
mismo hábito. Un buen hábito aumenta el vigor de la libertad; un
mal hábito lo disminuye. Cuando el hábito es el resultado de
repetidas decisiones libres, entraña responsabilidad y, por tanto,
culpabilidad, mientras no se retracte radicalmente, al menos por
una franca y sincera reprobación. Los actos procedentes de
hábitos eficazmente retractados no revisten culpabilidad cuando
se realizan inconscientemente por fuerza de la constumbre.
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f). El hipnotismo y los narcóticos.


Tanto el hipnotismo como los narcóticos disminuyen la libertad y
pueden llegar a suprimirla totalmente. Pero quien libremente se
somete a la hipnosis o a los narcóticos, a sabiendas renuncia a
su libertad por el tiempo que duren los efectos de aquéllos; por
tanto, las acciones realizadas en esas condiciones entrañan
responsabilidad, al menos en cuanto el sujeto alcanzó a
preverlas.

g). Las enfermedades mentales.


En la enajenación mental o idiotez completa no hay libertad y,
por tanto, no hay responsabilidad alguna. Otras deficiencias
mentales disminuyen más o menos la libertad según las
condiciones y el grado de perturbación mental.

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IV. LA LEY: NORMA OBJETIVA DE LA MORALIDAD.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, N. l049).- El hombre,


llamado a la bienaventuranza, pero herido por el pecado,
necesita la salvación de Dios. La ayuda divina le viene en Cristo
por la ley que lo dirige y en la gracia que lo sostiene (cf Flp 2,l2-
23). (Hasta aquí el Catecismo).

La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están


llamadas a complementarse entre sí en el sentido de la libre
obediencia de la persona a Dios y de la gratuita benevolencia de
Dios al hombre (cf VS 4l).

Realizando actos moralmente buenos, la persona confirma,


desarrolla y consolida en sí misma la semajanza con Dios (cf VS
39). La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley
eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina (cf VS
40), y que San Agustín define como "la razón o la voluntad de
Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe
perturbarlo", y que Santo Tomás de Aquino identifica con "la
razón de la sabiduría divina que todo lo mueve hacia su debido
fin" (cf VS 43).

4.1. Norma, ley y valor.

La acción de la gracia divina, que obra en nuestro interior,da


impulso a la norma para una vida auténticamente cristiana. La
norma es una regla que se debe seguir o a la que se debe ajustar
un comportamiento humano de acuerdo con un fin determinado.
Una norma de moralidad o comportamiento se puede presentar
en forma positiva: "dirás siempre la verdad", o en forma
negativa: "no mentirás". Hace relación a un valor que está a la

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base de la norma, en cierta forma le da origen, y es el que


constituye el verdadero objeto del acto moral.

Lo mismo que la ley, la norma moral no es una restricción


arbitraria de la libertad humana, sino un llamamiento que el
objeto portador del valor dirige a la libertad para moverla a
salvaguardar y cultivar el valor y preservar la misma libertad.
Una norma que no estuviera fundada sobre un valor y que no
estableciera un deber valioso, estaría privada de la fuerza de una
obligatoriedad moral.

La norma moral no llega a ser ley estrictamente obligatoria sino


en virtud de un legislador que se proponga obligar totalmente.
Para el cristiano la norma moral próxima e inmediata es la
voluntad de Dios revelada en Cristo, en la forma como la propone
la Iglesia y la da a conocer la iluminación interior del Espíritu
Santo y la razón iluminada por la fe.

El concepto de ley incluye el de norma, añadiendo al de ley el


concepto de voluntad competente que la promulga o da a
conocer y le da el carácter de obligatoria. La ley tiene un alcance
genral, para todos los que hacen parte de la comunidad para la
cual se da la ley. En esto se diferencia del precepto, que se da
para una persona en particular.

Dado que la persona humana ha recibido el ser como una


participación del ser de Dios, que crea con su palabra de amor,
es llamada a descubrir la verdad que se manifiesta en su interior
en principios fundamentales de valor y al mismo tiempo se da
como inclinación a obrar de acuerdo con esos principios.

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Los valores más centrales son los que están más íntimamente
ligados al ser como persona y los que más directamente ponen
en relación con Dios. De ahí que el valor religioso sea el más
decisivo para la persona y, luego, el valor moral, que se
desprende inmediatamente del religioso.

Los valores de la persona no se deben considerar aisladamente,


sino que deben ser considerados en su fundamento ontológico,
en la realidad del ser total. Van interiormente conexos, con una
vinculación al valor orientador de los demás valores. En la
conciencia de la persona que cree en Dios el valor total
vinculante de los demás valores es la relación con Dios.

La norma de la moralidad es la norma de las justas preferencias:


en cada caso se ha de preferir el valor superior, no el inferior. El
mal está en establecer por cuenta propia una falsa ley de
preferencias. La justa preferencia, además de la altura de los
valores, ha de tener en cuenta su urgencia respectiva. Puesto
que los valores inferiores también tienen su lugar en el orden de
valores y en la relaidad, en la práctica es preciso prestarles en
cada momento la atención que les corresponde, teniendo en
cuenta que, aunque a veces, en una situación determinada, la
realización o cuidado de un valor inferior sea más urgente que la
de otro superior, se debe estar siempre dispuesto a sacrificar el
valor inferior cuando de otro modo el valor superior correría
peligro.

4.2. Concepto, autor, objeto y sujeto de la ley.

Es clásica la definición que Santo Tomás de Aquino hace de la ley


como "ordenación de la razón dirigida al bien común y
promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad". Un acto

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que no contenga todos estos elementos no puede ser auténtica


ley.

Son condiciones básicas de toda ley: que su cumplimiento sea


posible por parte del común de los súbditos del legislador; que
sea honesta, es decir, que no se oponga a un orden superior; que
sea útil para el bien común; que sea estable como la misma
comunidad a la cual se dirige; que sea suficientemente
promulgada, de modo que pueda ser conocida por todos aquéllos
a quienes se dirige. La ley que reune estas condiciones es una ley
justa.

Puede ser autor de una ley solamente quien tenga derecho de


imponerla a sus súbditos en orden al bien común. Este derecho lo
tienen:
a). Dios, legislador supremo y universal, de quien procede toda
uatoridad legítima (cf Pv 8,15-l6; Jn 19,11; Rm 13,1).
b). La Iglesia, respecto a las leyes ordenadas a su fin propio,
como continuadora de la obra de Crsito: "A tí te daré las llaves
del Reino de los cielos; y lo que atares en la tierra quedará atado
en los cielos, y lo que desatares en la tierra quedará desatado en
los cielos" (Mt l6,19).
c). Los jefes supremos de los Estados, en orden al bien común de
sus súbditos (cf 1Pd 2,13-14).

Puede ser objeto de una ley todo cuanto tenga relación con el
bien común. Como sujetos de la ley están sumetidos a ella todos
y solamente los súbditos del legislador para quienes se promulgó
la ley.

4.2.1. La ley moral.

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(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. 1950 a l953)


1950.- La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Se la puede
definir, en el sentido bíblico, como una instrucción paternal, una
pedagogía de Dios. Prescribe al hombre los caminos, las reglas
de conducta que llevan a la bienaventuranza prometida;
proscribe los caminos del mal que apartan de Dios y de su amor.
Es a la vez firme en sus preceptos y amable en sus promesas.

1951.- La ley es una regla de conducta proclamada por la


autoridad competente para el bien común. La ley moral supone el
orden racional establecido entre las criaturas, para su bien y con
miras a su fin, por el poder, la sabiduría y la bondad del Creador.
Toda ley tiene en la ley eterna su verdad primera y última. La ley
es declarada y establecida por la razón como una participación en
la providencia del Dios vivo, Creador y Redentor de todos. "Esta
ordenación de la razón es lo que se llama ley" (León XIII, enc.
"Libertas praestantissimum" citando a Santo Tomás de Aquino, s.
th.l-2,90,1).

1952.- Las expresiones de la ley moral son diversas, y todas


están coordinadas entre sí: La ley eterna, fuente en Dios de
todas las leyes; la ley natural; la ley revelada, que comprende la
Ley antigua y la Ley nueva evangélica; finalmente, las leyes
civiles y eclesiásticas.

1953.- La ley moral tiene en Cristo su plenitud y su unidad.


Jesucristo es en persona el camino de la perfección. Es el fin de
la Ley, porque sólo El enseña y da la justicia de Dios: "Porque el
fin de la ley es Cristo para justificación de todo creyente" (Rm
l0,4). (Hsta aquí el Catecismo).

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I

La autonomía de la razón no puede significar la creación de los


valores y de las normas morales por parte de la misma razón. La
verdadera autonomía moral de la perosna no significa en
absoluto el rechazo de la ley moral, sino la aceptación de la
misma ley moral, que proviene de Dios y en El tiene siempre su
origen: es la ley propia del ser humano (cf VS 40).

4.2.2. La ley moral natural.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns 1954 a 1960)


1954.- El hombre participa de la sabiduría y la bondad del
Creador que le confiere el dominio de sus actos y la capacidad de
gobernarse con miras a la verdad y al bien. La ley natural
expresa el sentido original que permite al hombre discernir
mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la
mentira (cf León XIII, enc. "Libertas praestantissimum").

1955.- La ley "divina natural" (GS 89,1), muestra al hombre el


camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar su fin.
La ley natural contiene los preceptos primeros y esenciales que
rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración y la sumisión a
Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo
como igual a sí mismo. Está expuesta, en sus principales
preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por
referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la
razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza
humana (cf S. Agustín, Trin. l4,l5,2l; S. Tomás de A., dec.
praec,1).

1956.- La ley natural, presente en el corazón de todo hombre y


establecida por la razón, es universal en sus preceptos, y su

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I

autoridad se extiende a todo ser humano. Expresa la dignidad de


la persona y determina la base de sus derechos y sus deberes
fundamentales (cf Cicerón, rep. 3,22,33).

1957.- La aplicación de la ley natural varía mucho; puede exigir


una reflexión adaptada a la multiplicidad de las condiciones de
vida según los lugares, las épocas y las circunstancias. Sin
embargo, en la diversidad de culturas, la ley natural permanece
como una norma que une entre sí a los hombres y les impone,
por encima de las diferencias inevitables, principios comunes.

1958.- La ley natural es inmutable (cf GS 10) y permanente a


través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el influjo de
ideas y costumbres y sostiene su progreso. Las normas que la
expresan permanecen substancialmente valederas. Incluso
cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede
destruír ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en
la vida de individuos y sociedades (cf S. Agustín, conf. 2,4,9).

1959.- La ley natural, obra maravillosa del Creador, proporciona


los fundamentos sólidos sobre los que el hombre puede construír
el edificio de las normas morales que guían sus decisiones.
Establece también la base moral indispensable para la edificación
de la comunidad de los hombres. Finalmente, proporciona la base
necesaria a la ley civil que se adhiere, bien mediante una
reflexión que extrae las conclusiones de sus principios, bien
mediante adiciones de naturaleza positiva y jurídica.

1960.- Los preceptos de la ley natural no son percibidos por


todos de una manera clara e inmediata. En la situación actual, la
gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que
las verdades religiosas y morales puedan ser conocidas "de todos

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y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error" (Pio
XII, enc. "Humani generis" DS 3876). La ley natural proporciona
a la Ley revelada y a la gracia un cimiento preparado por Dios y
armonizado con la obra del Espíritu. (Hasta aquí el Catecismo).

Se designa como ley moral natural el orden moral al que el ser


humano está ligado por el solo hecho de ser persona humana,
independientemente de toda legislación positiva. Se llama natural
porque la persona puede comprenderla por su facultad natural de
conocimiento, partiendo de los datos de su naturaleza.

Los preceptos de la ley natural tienen su fundamento en Dios.


Como ley que se deriva del ser mismo de la persona, la ley
natural obliga a todos, en todo tiempo y en todo lugar. Esta
obligatoriedad brota de la misma naturaleza, común a toda
persona humana, en sus rasgos fundamentales. Ninguna
autoridad humana está facultada para cambiar nada de la ley
natural, ni para abolirla, ni para dispensar de su cumplimiento.

La Iglesia es guardiana y maestra de la ley moral natural en


cuanto ésta se encuentra contenida en la Revelación, que ha sido
confiada a la misma Iglesia. En este campo le corresponde
custodiar, predicar, interpretar y esclarecer la ley natural. En
caso de que se den varias posibilidades para el cumplimiento de
un precepto de ley natural, puede la Iglesia, dentro de su
competencia, señalar una de esas posibilidades y prescribirla
como obligatoria: lo que ocurre, por ejemplo, con la forma de
contraer matrimonio.

La persona puede llegar al conocimiento de la ley moral natural


con ayuda de sus facultades naturales, partiendo de los datos
naturales de su existencia, conocimiento que se puede lograr por
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la razón. Pero la razón humana no saca este conocimiento de sí


misma, sino que lo deduce de su mismo ser de persona humana.

Santo Tomás de Aquino (s.th. 1,2,94,4) distingue en la ley moral


natural los principios comunes: principia communia, de los
principios propios: principia propria. Los primeros son supremos,
universalísimos, y constituyen el "derecho de naturaleza",
inviolable, que ninguno puede ignorar, a no ser que se trate de
un niño o de un alienado mental. Los segundos se deducen de
estos principios supremos y admiten excepciones.

La importancia de esta diferencia está en que la violación de los


principios supremos lleva consigo la violación del ser en su
tensión hacia Dios, violación que constituye el "mal intrínseco",
que es negación de Dios. El verdadero personalismo exige que se
dé todo el valor a los principios supremos, los cuales no son otra
cosa que expresión de la tensión del ser humano hacia Dios, que
hace de la conciencia una voz de la persona en diálogo ontológico-
moral con el mismo Dios. Esta tensión exige que se haga del
existir y del obrar una manifestación y profundización del amor
hacia Dios, que se proyecta en el amor hacia el prójimo, y en el
hacer del cosmos un verdadero Reino de Dios.

Al ámbito de la ley moral natural pertenecen no solamente los


principios morales más universales, sino también sus
alplicaciones rectas a circunstancias concretas (cf S:Tomas de A.
s. th. 1-2,96,6). Según el testimonio de San Pablo, el ser
humano por el vicio puede oscurecer las intuiciones de la ley
natural (cf Rm 1,20-32).

La ley natural implica la universalidad en cuanto inscrita en la

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naturaleza racional de la persona humana; se impone a todo ser


dotado de razón y que vive en la historia. Esta universalidad no
prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a
la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario,
abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben
demostrar la universalidad del verdadero bien. Cuando nuestros
actos desconocen o ignoran la ley, culpablemente o no,
perjudican la comunión de las personas, causando daño (cf VS
5l).

Las leyes universales y permanentes corresponden a


conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos
particulares mediante el juicio de la conciencia (cf VS 52).

4.2.3. La ley divina positiva.

El ser humano conoce por la Revelación divina, que tiene su


plenitud en el Nuevo Testamento, su destino esencial y el orden
mnoral que de él se deriva. Esta ley divina positiva se encuentra
en la Sagrada Escritura y en la Tradición, en dos estados: la Ley
Antigua o Antiguo Testamento, y la Ley Nueva o Ley Evangélica.
- La Ley Antigua.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns 1961 a 1964).


1961.- Dios, nuestro Creador y Redentor, elegió a Israel como su
pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La
Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles
a la razón. Éstas están declaradas y autentificadas en el marco
de la Alianza de salvación.

1962.- La Ley antigua es el primer estado de la Ley revelada. Sus


prescripciones morales están asumidas en los Diez
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mandamientos. Los preceptos del Decálogo establecen los


fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de
Dios. Prohiben lo que es contrario al amor de Dios y del prójimo,
y prescriben lo que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida
a la conciencia de todo hombre para manifestarle la llamada y los
caminos de Dios, y para protegerle contra el mal: "Dios escribió
en las tablas de la Ley lo que los hombres no leían en sus
corazones" (S:Agustín, sal. 57,l).

1963.- Según la tradición cristiana, la Ley Santa (cf Rm 7,12),


espiritual (cf Rm 7,14) y buena (cf Rm 7,16) es todavía
imperfecta. Como un pedagogo (cf Ga 3,24) muestra lo que es
preciso hacer, pero no da de suyo la fuerza, la gracia del Espíritu
para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no
deja de ser una ley de servidumbre. Sagún S. Pablo tiene por
función principal denunciar y manifestar el pecado, que forma
una "ley de concupiscencia" (cf Rm 7) en el corazón del hombre.
No obstante, la Ley constituye la primera etapa en el camino del
Reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano a la
conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una
enseñanza que subsiste para siempre, como la Palabra de Dios.

1964.- La Ley antigua es una preparación para el Evangelio. "La


ley es profecía y pedagogía de las realidades venideras" (S:
Ireneo, haer.4,15,1). Profetiza y presagia la obra de liberación
del pecado que se realizará con Cristo; suministra al Nuevo
Testamento las imágenes, los "tipos", los símbolos para expresar
la vida según el Espíritu. La Ley se completa mediante la
enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la
orientan hacia la Nueva Alianza y el Reino de los cielos (cf S.
Tomás de A. s. th. 1-2,l07, 1 ad 2).

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El núcleo de los escritos del Antiguo Testamento está constituído


por la Ley mosaica. El salmo ll8 (ll9), que hace un admirable
elogio de la Ley, es como un catálogo de los vocablos con los
cuales se expresa el conjunto de los deberes, como manifestación
de la voluntad de Dios.

En los tiempos de Jesús dominaba entre los judíos la conciencia


de que su unidad ética y religiosa se debía a la Ley. El Evangelio
es presentado como el perfeccionamiento de la Ley en relación
con su valor religioso, pero también como ruptura con el carácter
nacionalista que el judaismo le había imprimido.

La exagerada importancia que los fariseos dieron a algunos


elementos de la Ley mosaica, al tiempo que relegaban otros
elementos a un plano inferior, dio ocasión a la enérgica posición
de San Pablo respecto a la caducidad de la misma Ley frente a la
Ley Nueva Evangélica: "Porque el fin de la ley es Cristo, para
justificación de todo creyente" (Rm l0,4; cr Rm 7,7-13).

Por su contenido, los preceptos del Antiguo Testamento su


pueden clasificar en tres grupos: morales, rituales y jurídicos. Las
prescripciones morales, en general, no son otra cosa que
exigencias de la ley moral natural que el ser humano puede
conocer por la sola razón, pero que por la Revelación no
solamente fueron conocidas más fácil y seguramente, sino que
también entraron en el orden de la salvación como exigencias de
la Alianza; dentro de ellas tiene especial importancia el Decálogo
(cf Ex 20,2-17). Las prescripciones rituales regulaban el culto que
el pueblo debía tributar a Dios. Las prescripciones jurídicas
regulaban las relaciones sociales en la teocracia para realizar la
justicia.

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Dado que la Antigua Alianza no era definitiva, sino preparación


para la Nueva, con el advenimiento de Cristo aquélla dio paso a
ésta, y las prescripciones de la primera dejaron de obligar. No
obstante, las prescripciones morales propiamente dichas
continúan vigentes en su contenido esencial, pues como
preceptos de la ley moral natural obligan al ser humano por
razón de ser persona humana. Por eso el concilio de Trento
condenó la tesis que afirma que el Decálogo nada tiene que ver
con el cristiano (cf Dz 829).

- La Ley Nueva o Ley Evangélica.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns l965 a 1974)


1965.- La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo
de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y se
expresa particularmente en el Sermón de la Montaña. Es también
obra del Espíritu Santo, y por él viene a ser la ley interior de la
caridad: "Concertaré con la casa de Israel una alianza nueva...
pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré; y
yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Hb 8,8-10; cf Jr 31,3l-
34).

1966.- La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los


fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el
Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los
sacramentos para comunicarnos la gracia de realizarlo (cf S.
Agustín, serm. Dom. 1,1,).

1967.- La Ley evangélica "da cumplimiento" (cf Mt 5,17-19),


purifica, supera y lleva a su perfección a la Ley antigua. En las
"Bienaventuranzas" da cumplimiento a las promesas divinas
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elevándolas y ordenándolas al "Reino de los cielos". Se dirige a


los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva:
los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los
perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos
sorprendentes del Reino.

1968.- La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la


Ley. El Sermón del monte, lejos de abolir o devaluar las
prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella sus
virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias:
revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos
exteriores nuevos, pero llega a reformar la raiz de los actos, el
corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf Mt
l5,l8-19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con
ellas las otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su
plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial
(cf Mt 5,48), mediante el perdón de los enemigos y la oración por
los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina (cf
Mt 5,44).

1969.- La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna,


la oración y el ayuno, ordenándolos al "Padre que ve en lo
secreto" por oposición al "deseo" de ser visto por los
hombres" (cf Mt 6,1-6. l6-18). Su oración es el Padre Nuestro (Mt
6,9-13).

1970.- La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre "los


dos caminos" (cf Mt 7,13-14) y la práctica de las palabras del
Señor (Mt 7,21-27); está resumida en la regla de oro: "Todo
cuanto querais que os hagan los hombres, hacedlo también
vosotros; porque esta es la Ley y los profetas" (Mt 7,l2: cf Lc
6,31).
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Toda la Ley evangélica está contenida en el "mandamiento


nuevo" de Jesús (Jn 13,34): amaos los unos a los otros como El
nos ha amado (cf Jn 15,l2).

l971.- Al Sermón del monte conviene añadir la catequesis moral


de las enseñanzas apostólicas, como Rm l2,15; 1Co l2,l3; Ef 4,5,
etc. Esta doctrina transmite la enseñanza del Señor con la
autoridad de los apóstoles, especialmente exponiendo las
virtudes que se derivan de la fe en Cristo y que anima la caridad,
el principal don del Espíritu Santo. "Vuestra caridad sea sin
fingimiento... amándoos cordialmente unos a otros... con la
alegría de la esperanza; constantes en la oración; compartiendo
las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad" (Rm
12,9-13). Esta catequesis nos enseña también a tratar los casos
de conciencia a la luz de nuestra relación con Cristo y con la
Iglesia (cf Rm 14; 1Co 5,10).

1972.- La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar


por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor;
ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar
mediante la fe y los sacramentos ; ley de libertad (cf St 1,25;
2,12), porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas
de la ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el
impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo
"que ignora lo que hace su señor", a la de amigo de Cristo,
"porque todo lo que he oido a mi Padre os lo he dado a
conocer" (Jn 15,15), o también a la condición de hijo heredero (cf
Ga 4,1-7.21-31; Rm 8,15).

1973.- Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los


consejos evangélicos. La distinción tradicional entre

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I

mandamientos de Dios y consejos evangélicos se establece por


relación a la caridad, perfección de la vida cristiana. Los
preceptos están destinados a apartar lo que es incompatible con
la caridad. Los consejos tienen por fin apartar lo que, incluso sin
serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de
la caridad (cf S. Tomás de Aquino, s.th. 2-2,184,3).

1974.- Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de


una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan
nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva
consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del
prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más
apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno
(cf S. Francisco de Sales, amor 8,6). (Hasta aquí el Catecismo).

La Revelación divina tiene su punto culminante y su plenitud en


Jesucristo. En resumen, objeto de la teología moral es la "vida
moral cristiana", tal como la conocemos por el Nuevo Testamento
y la tradición cristiana. A la totalidad de los preceptos morales
que contine el Nuevo Testamento se le ha dado los nombres de
Ley nueva, Ley neotestamentaria, Ley de gracia. Por medio de su
revelación el Señor quiere no solamente enriquecer el saber
humano, sino también enseñar a la persona a configurar su vida
entera en orden a su salvación eterna.

Por Ley nueva se debe entender el despliegue de la caridad que


solamente puede nacer de la vida de la gracia, de la vida del
Espíritu en Cristo. Con razón el cristianismo ha sido llamado
"camino" en los escritos del Nuevo Testamento (cf Mt 7,13-14;
Hch 9,2; 19,9.23; 22,4; 24,14-22).

Afirma Santo Tomás de Aquino que la Ley del Nuevo Testamento

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consiste, en primer lugar, en la vida de la gracia y, luego, en las


exigencias que de esa vida se derivan (cf s. th. 1,2,106,1).

Todos estamos invitados a recibir la redención por Cristo y a


configurar nuestra vida de acuerdo con la oferta de redención
que el Señor nos hace. Por eso el Evangelio, juntamente con sus
exigencias morales, debe ser predicado a todos los pueblos,
según la voluntad del Señor (cf Mc 16,15-16; Mt 28,19-20; Rm
1,16). La Revelación divina es ya un llamamiento dirigido a cada
persona, llamamiento que, por su misma naturaleza, pide ser
escuchado y aceptado. La exigencia fundamental de la fe está a
la cabeza en el contenido de la Ley nueva, pues por la fe la
persona acepta la oferta que Dios le hace en su Hijo Jesucristo (cf
Hb 11,6; Jn 5,24).

La esencia de la Ley nueva se manifiesta a la luz de las siguientes


expresiones con las cuales es designada en el Nuevo
Testamento:

a). Ley de Cristo (cf Ga 6,2). Esta ley no es impuesta por el


Señor desde fuera como una ley humana escrita, sino que viene
desde dentro por la incorporación del discípulo al misterio de
Cristo (cf 1Co 9,20-21; Rm 6,14). Seguir a Cristo e imitarle es un
movimiento que tiene su origen en la íntima comunión con El por
la vida en gracia.

b). Ley nueva. Es la "ley escrita en la mente y en el corazón" (cf


Hb 8,10; Jr 31,31-34). La esencia de la Ley nueva es la
renovación que el Espíritu Santo obra en el interior de la persona
al infundir en ella la caridad, que es el cumplimiento perfecto de
la ley (cf Rm 5,5; l3,10; Ga 5,14). Dice Santo Tomás de Aquino
que lo principal de la ley del Nuevo Testamento, y en lo que está

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toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe


en Cristo (cf s. th. 1,2,106,1).

c). "La ley del Espíritu en Jesucristo" (cf Rm 8,2).

d). "La ley perfecta de la libertad" (cf St 1,25; 2,12). Esta ley es
perfecta por ser ley de la gracia del Espítiu Santo, ley de Cristo;
porque está dirigida hacia la meta más alta, que es la caridad;
porque fue promulgada exteriormente por la palabra y por las
obras de Cristo, e interiormente por la gracia del Espíritu Santo.
Es ley de libertad porque es ley de amor.

4.3. Leyes humanas.

Las leyes humanas, si son verdaderas leyes, son un apoyo de la


debilidad humana, una guía hacia la justicia y una realización del
orden de la sabiduría divina. La necesidad de someterse a las
leyes humanas surge de la misma naturaleza del ser humano.

Por razón de sus objetivos y fines las leyes humanas pueden ser
eclesiásticas o pueden ser civiles. Las leyes eclesiásticas
provienen de la legítima autoridad de la Iglesia en orden a la
realización de su fin propio, que es la santificación y salvación de
los fieles. Las leyes civiles se ordenan al bien común temporal y
son promulgadas por las autoridades supremas de los Estados.

La fuerza de obligatoriedad de las leyes humanas no radica en el


poder humano, ni en la sola fuerza coactiva, sino en su
participación de la ley eterna, que es sabiduría de Dios. Por eso
cuanto más se apartan del orden divino, más pierden su fuerza
de obligatoriedad y aun llega a ser un deber oponerse a ellas
cuando ellas se oponen al mismo orden divino. Son justas y

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legítimas en la medida en que sean coherentes con la ley eterna.


Para que una ley sea justa, se requiere que reuna estas
condiciones: que provenga de la legítima autoridad, dentro del
ámbito de sus atribuciones, y que se ordene al bien común en su
dependencia del bien divino.

Es injusta toda ley y toda norma que se oponga a la ley natural o


a la ley divina positiva. Las leyes injustas jamás tienen fuerza de
ley y no obligan en conciencia. Si la ley injusta ordena algo que
sea directamente contrario a la ley divina, no solamente no
obliga en conciencia, sino que en conciencia hay obligación de
desobedecerla.

4.4. Interpretación de la ley.

No siempre es fácil lograr expresar y coordinar las leyes, normas


y preceptos con tal claridad y precisión que no surjan dificultades
en su aplicación, sobre todo cuando cambian determinadas
circunstancias, por eso la necesidad de saber interpretarlos. Se
llama interpretación de una ley o precepto su explicación
genuina, según la mente del legislador. Si esa interpretación es
hecha por el mismo legislador o por un delegado suyo, se llama
interpretación auténtica; si es hecha por un juez, se llama
interpretación judicial; si es fruto de la costumbre, se llama
interpretación usual; si es hecha por expertos en la materia, se
llama interpretación doctrinal.

LA EPIQUEYA.- La epiqueya es un caso especial de hermenéutica


de la ley, que consiste en la justa interpretación de la mente del
legislador en casos especiales no previstos en la ley. Es una
interpretación hecha no a tenor de la letra de la ley, sino
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I

conforme al espíritu de la misma ley. Según Santo Tomás de


Aquino, la epiqueya es una virtud hija de la prudencia y la
equidad que debe moderar el cumplimiento de la ley (cf s. th. 2-
2,120,1).

Esta interpretación se funda en el supuesto de que el legislador,


dentro del sentido del bien común, intenta la recta conducta de
los miembros de la comunidad, en cada situación, y busca el
mayor bien de ellos, teniendo en cuenta que el mismo legislador
no puede prever todas las circunstancias que puedan ocurrir a las
personas para plantearlas en el texto de una ley general.

Será lícito acudir a la epiqueya cuando el sujeto pueda decirse:


"si el legislador al ejercer responsablemente su poder hubiera
podido tener presente este caso concreto frente al cual me
encuentro, el texto de su luy hubiera sido otro, adecuado a esta
circunstancia".

Acudir a la epiqueya no puede significar en modo alguno


favorecer la ligereza, sino únicamente proteger a la persona ante
la imperfección de una ley. No se puede acudir a ella cuando está
en juego la validez de un sacramento y, en general, cuando se
trata de las condiciones legales para la validez de un acto.
Tampoco se puede acudir a la epiqueya cuando hay la posibilidad
de presentar el caso ante el legislador. Menos todavía si se trata
de postulados de la ley divina.

Teniendo en cuenta que la ley moral natural significa la recta


conducta de acuerdo con el ser de la persona humana, nadie
puede estar autorizado para acudir a la epiqueya cuando se trate
de la mmisma ley natural. Hay que tener en cuenta, además, que

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I

la epiqueya como virtud que busca el recto obrar no tiende a


eludir la ley, sino a cumplirla más perfectamente de lo que
aparece en la letra.

La epiqueya, como hija de la prudencia, supone un juicio claro en


el sentido de que, dadas las circunstancias, se obra más
rectamente no ateniéndose a la letra de la ley, o aplicándola de
otra manera. Si el asunto resulta dudoso, se debe observar la ley
o buscar suficiente instrucción sobre el caso. Es claro que no será
lícito valerse de la epiqueya cuando por descuido no se tiene el
suficiente conocimiento de la ley.

MORAL DE SITUACION.- Existe actualmente una fuerte tendencia


a una llamada "moral de situación", que se abandona a la
inspiración del momento, sin preocuparse de normas objetivas,
moral ésta que teológicamente no puede ser aceptada como
norma de vida y, menos todavía, como moral cristiana, como
tampoco puede ser aceptada la idea de que los hechos de cada
situación son tan peculiares, que la decisión de la conciencia
estaría ligada solamente a leyes universales válidas, y que ante
Dios solamente importaría la recta intención.

Es cierto que la recta intención es de alto valor, pero es también


cierto que hay que mirar si lo que hacemos "con recta intención"
está o no de acuerdo con el ser de la persona tal como Dios lo
quiere, y con las relaciones esenciales de la misma persona, que
debe conocer la tarea fundamental de su vida, pero que no se da
a sí misma esa tarea, sino que debe reconocerla como recibida
de Dios, y obrar de acuerdo con ella en las situaciones
concretas.

Se entiende por situación la realidad concreta que vive una

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I

persona determinada, realidad que no es estable, sino que va


cambiando. Si los imperativos morales emanaran de la situación
de la persona, con el cambio de situaciones cambiarían las reglas
morales, hasta el punto de que ninguna de ellas tendría
vigencia en todas las situaciones, y no habría, por consiguiente,
razón para hablar de leyes morales universales valederas en todo
tiempo. De esta manera las leyes morales universales no serían
estables, sino reglas provisionales que deberían desaparecer ante
los imperativos de la situación. La única exigencia moral válida
en este caso sería la exigida por la situación, que no podría
preverse, sino que debería ser buscada por la conciencia
individual y deducida de la situación en el momento dado.

Según la moral cristiana, una situación solamente se puede


afrontar en el marco de una ética normativa por esencia, en
tanto que la ética de la situación se funda en falsos presupuestos
filosóficos y teológicos. De la misma manera que la singularidad
de la persona nada quita a lo que es de universal en el ser
humano, sino que permance al interno de lo que es
universalmente humano, así también una moral de la situación
individual nada puede quitar a la ética normativa universal, sino
que la debe llevar a cumplimiento.

En conclusión, ni para el cristiano, ni para ninguna persona de


bien, existe una moral de situación, sino una moral "en
situación", según la cual la persona, consciente de su ser
cristiano, de acuerdo con su opción fundamental por Dios, busca
en cada situación cuál sea la voluntad de Dios, como acto de
prudencia.

Respecto a la OPCION FUNDAMENTAL, dice el Papa Juan Pablo II


que la doctrina moral cristiana en sus mismas raíces bíblicas

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I

reconoce la específica importancia de una elección fundamental


que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel
radical ante Dios. Que se trata de la fe, de la obediencia de la fe
(cf Rm 16,26), por la que la persona se entrega entera y
libremente a Dios y le ofrece "el homenaje total de su
entendimiento y voluntad" (cf VS 66).

Refiriéndose a la llamada de Jesús "ven y sígueme", dice el Papa


que ésta marca la máxima exaltación posible de la libertad de la
persona y que atestigua al mismo tiempo la verdad y la
obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden
calificar de opción fundamental (cf VS 66).
Afirma también el Papa que la opción fundamental es revocada
cuando la persona compromete su libertad en elecciones
conscientes de sentido contrario, en materia moral grave (cf VS
67).

4.5. Cese de la ley.

Las leyes humanas pueden cesar por revocación del legítimo


superior, por cesación del fin total de la ley, es decir, por
desaparición de la causa que la motivó, o por legítima costumbre
contraria. La obligación de cumplirla puede cesar por
imposibilidad del súbdito, por un privilegio concedido por el
superior legítimo, o por dispensa de la obligación por quien tenga
autoridad para ello.

Se llama dispensa el acto de la autoridad competente que exime


de la obligación de observar una ley en un caso particular. Es una
manera de remediar las insuficiencias de la ley en razón del bien
común o del bien de la persona en particular. Solamente es
posible la dispensa respecto de las leyes humanas. Jamás una
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autoridad humana puede dispensar de la ley divina, pues por


razón de su perfección alcanza a todos y cada uno de los casos
singulares.

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V.- LA CONCIENCIA: NORMA SUBJETIVA DE LA


MORALIDAD.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. 1776 a 1777).


1776.- "En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre
una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y
cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su
corazón, llamándole siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el
mal...El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón...La
cinciecia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el
que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de
ella" (GS 16).

l777.- Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral


(cf Rm 2,14-16) le ordena, en el momento oportuno, practicar el
bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas
aprobando las que son buenas y denunciando las que son malas
(cf Rm 1,32). Atestigua la autoridad de la verdad con referencia al
Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y
cuyos mandamientos acoge. El hombre prudente, cuando escucha
la concienia moral, puede oir a Dios que le habla (Hasta quí el
Catecismo).

5.1. El concepto de conciencia en la Biblia.

Ciertamente en el Antiguo Testamneto no se encuentra un término


expreso que equivalga a la conciencia moral, pero sí se
encuentran expresiones en las cuales fácilmente se descubre que
hace referencia a ella. La exigencia moral surge esencialmente del
encuentro con la Palabra de Dios y la actitud de escucha obediente
por parte de la persona humana, y todo juicio moral aparece como
fruto de la vital percepción de valores que brota de ese
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encuentro. La realidad de la conciecnia aparece expresada


particularmente con las palabras corazón y riñones.

El corazón aparece como la interioridad constitutiva de la persona.


Es en el corazón donde la persona, el fiel, reconoce que Yahveh es
el único Dios "allá arriba en el cielo y aquí abajo en la tierra" (cf Dt
4,39). Es Dios mismo quien "circuncida" el corazón para que se le
ame a El con todo el "corazón y con toda el alma" (cf Dt 30,6). El
corazón es el que entiende para juzgar y para discernir entre el
bien y el mal (cf 1Re 3,9); y es en el corazón donde se
experimenta el remordimiento (cf 1Re 8,38). Quien se obstina en
no escuchar la voz del Señor tiene un "corazón empedernido" (cf
Ez 2,4); hace su "corazón de diamante" para no oir la Ley y las
palabras que Yahveh dirige por su Espíritu (cf Za 7,12). En el
salmo 95 se habla de "un corazón torcido" refiriéndose al pueblo
de Israel, que no conoce los caminos del Señor (Sal 95,l0).

Se emplea también el término "corazón" para expresar el


remordimiento de conciencia, arrepentimiento o conversión. Al rey
David le "remordió" el corazón por haber hecho el censo del
pueblo, lo cual él reconoció como un gran pecado (cf 2Sm 24,10).
Ezequiel habla de un "corazón nuevo" cuando anuncia la
conversión del Pueblo y la Nueva Alianza (cf Ez 11,18-21; 36,26-
27). El salmista pide una conciencia limpia bajo el símbolo de un
"corazón puro" (cf Sal 50,12), y manifiesta el arrepentimiento con
la figura de "un corazón contrito y humillado" (cf Sal 50,19).

Aparte de estas imágenes o figuras, se encuentran narraciones


que manifiestan estados de conciencia moral. Así, en Gn 3,7-11
se vislumbra la conciencia de nuestros primeros padres después
del pecado: "Se les abrieron a entrambos los ojos y se dieron
cuenta que estaban desnudos". Cuando el profeta Natán hizo caer
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en cuenta a David sobre el pecado que había cometido, éste dijo al


profeta: "He pecado contra Yahveh" (cf 2Sm 12,13).

Los evangelios reflejan, en general, una concepción de conciencia


semejante a la que se encuentra en los escritos del Antiguo
Testamento. Jesús llama "bienaventurados" a los "limpios de
corazón" (cf Mt 5,8). Del "corazón" salen las malas intenciones y
éstas son las que contaminan al hombre (cf Mc 7,20-23). El
hombre bueno, del buen tesoro "del corazón" saca lo bueno, y el
malo, del mal "corazón" saca lo malo: "porque de lo que rebosa el
corazón habla la boca" (cf Lc 6,45).

El apóstol San Pablo emplea la palabra griega sineidesis en el


sentido de conciencia moral, aunque no siempre:
-Apela al testimonio de su propia conciencia: "Hermanos, yo me
he portado con entera buena conciencia ante Dios, hasta este
día" (Hch 23,1; cf Hch 24,16; Rm 9,1; 2Co 1,12).
-Recomienda a su discípulo Timoteo combatir el buen combate
conservando la fe y la "conciencia recta" (cf 1Tm 1,19).

-Afirma que los diáconos deben ser dignos, sin doblez, y guardar
el Misterio de la fe con una "conciencia pura" (1Tm 3,9), y da
gracias a Dios a quien rinde culto con una "conciencia pura" (2Tm
1,3).

-A la conciencia limpia contrapone la conciencia manchada: "Para


los limpios todo es limpio; mas para los contaminados e incrédulos
nada hay limpio, pues su mente y conciencia están
contaminadas" (Tito 1,15).
Los gentiles, dice el Apóstol, dan prueba de que la realidad de la
ley está grabada en su corazón, lo cual lo testifica su propia
conciencia: "como quienes muestran tener la realidad de esa ley

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encrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia" (Rm 2,15).

San Pedro amonesta a tener una buena conciencia: "para que


aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes
critiquen vuestra buena conducta en Cristo" (1Pd 3,16). Según el
mismo San Pedro el bautismo significa petición a Dios de "una
buena conciencia" (cf 1Pd 3,21).

Hay otras expresiones y enseñanzas en el Nuevo Testamento que,


aunque no emplean un término que corresponda directamente a la
conciencia, sí se ve claramente que hacen referencia a ella. Así,
dice el Señor: "La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo
está sano también todo tu cuerpo está luminoso; pero cuando está
malo, también tu cuerpo está a oscuras. Mira, pues, que la luz que
hay en tí no sea oscuridad" (Lc 11,34-35). Ante la discusión
surgida entre los judíos por razón de haber curado Jesús en
sábado a un ciego de nacimiento, y la pregunta que algunos
fariseos le hicieron: "¿Es que también nosotros somos ciegos?",
Jesús les respondió: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero,
como decís: *vemos*, vuestro pecado permanece" (Jn 9,40-41).

5.2. Concepto de conciencia moral.

La persona humana puede y debe configurar su vida


responsablemente. Esto supone el conocimiento y reconocimiento
de su deber, que es lo que propiamente corresponde a la
conciencia moral, considerada como un juicio sobre la moralidad
del actuar de la persona, con referencia al criterio del bien y del
mal, referncia que requiere estar centrada en Dios.

Según Santo Tomás de Aquino, la conciencia es una acto de

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sindéresis y consiste en la aplicación de valores al acto singular


que se ha de realizar (cf s.th. 1,70,13).

Afirma al Concilio Vaticano II que la conciencia es el núcleo más


secreto y el sagrario del hombre, en el que éste está solo con
Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de la misma conciencia.
Allí la persona, dice el Concilio, descubre una ley que debe
obedecer y cuya voz resuena con claridad "en los oídos del
corazón" invitándole a amar y hacer el bien y a evitar el mal, ley
que es escrita por Dios en el corazón y que la misma dignidad de
la persona la obliga a obedecerla (cf GS 16).

La conciencia, dice el Papa Juan Pablo II, da testimonio de la


rectitud o de la maldad de la persona y al mismno tiempo es
testimonio, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad de la
persona invitándola "fuerte y suavemente" a la obediencia. "es
como un heraldo y un consejero de Dios. Y agrega que el misterio
y la dignidad de la conciencia moral está en ser el lugar, el
"espacio santo" donde Dios habla al hombre; y que ella, la
conciencia moral, no encierra a la persona en una soledad
infranqueable, sino que la abre a la llamada de Dios (cf VS 58).

5.3. El juicio de conciencia.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. l778 a l781).


l778.- La conciencia moral es un juicio de razón por el cual la
persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto
que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y
hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que
es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre
percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina (cf Newman,
carta al duque de Norfolk 5).
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1779.- Es preciso que cada uno preste mucha atención a sí mismo


para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta exigencia de
interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa
con frecuencia a prescindir de toda reflexión, examen o
interiorización (cf S. Agustín,ep. Jo. 8,9).

1780.- La dignidad de la persona humana implica y exige la


rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la
percepción de los pricipios de la moralidad ("sindéresis"), su
aplicación a las circunstancias concretas mediante un
discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en
definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a
realizar o se han realizado. La verdad sobre el bien moral,
declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y
concretamente por el dictamen prudente de la conciencia. Se
llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o
juicio.

1781.- La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los


actos realizados. Si el hombre comete el mal, el justo juicio de la
conciencia puede ser en él el testigo de la verdad universal del
bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta. El
veredicto del dictamen de conciencia constituye una garantía de
esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida
recuerda el perdón que se ha de pedir, el bien que se ha de
practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la
gracia de Dios (cf 1Jn 3,l9-20).- (Hasta aquí el Catecismo).

El juicio de la conciencia es un juicio práctico que ordena lo que la


persona debe hacer o no hacer, o que valora un acto ya realizado

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por la persona. "En última instancia", muestra la conformidad de
un determinado comportamiento respecto de la ley. Formula la
norma próxima de la moralidad de un acto voluntario (cf VS 59).
Tiene un carácter imperativo, como lo tiene la ley natural y todo
conocimiento práctico, y la persona debe actuar en conformidad
con ese juicio de la conciencia. Si la persona actúa contra este
juicio o realiza un acto sin estar seguro de si es correcto o bueno,
es condenado por su misma conciencia, que es norma próxima de
la moralidad personal. Pero el juicio de conciencia no establece la
ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón
práctica con relación al Bien Supremo, de quien la persona acepta
el atractivo y acoge sus mandamientos (cf VS 60).

El juicio de la conciencia reconoce práctica y concretamente la


verdad sobre el bien, manifestada en la ley de la razón, y ese
juicio lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado o del mal
cometido. Si la persona hace el mal, el justo juicio de su
conciencia es en ella testigo de la verdad universal del bien y de la
malicia de su decisión particular (cf VS 61).

El vínculo de la libertad con la verdad se manifiesta en el juicio


práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de
realizar un determinado acto. Por esto la conciencia se expresa en
actos de "juicio" que reflejan la verdad sobre el bien y no como
"decisiones" arbitrarias. La madurez y responsabilidad de la
persona, sujeto de estos juicios, se demuestra con una apremiante
búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar, y
no con la liberación de la conciencia respecto de la verdad
objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias
decisiones (cf VS 61).

No está libre de culpa quien voluntariamente pretende apartar a

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Dios de su corazón y pasar por alto o hacer a un lado las


cuestiones religiosas, desoyendo el dictamen de su conciencia (cf
GS 19).

5.4. Rectitud de conciencia.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. l786 a 1789).


1786.- Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia
puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley
divina, o al contrario, un juicio erróneo que se aleja de ellas.

1787.- El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que


hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe
buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de
Dios expresada en la ley divina.

1788.- Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos


de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de
la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda
del Espíritu Santo y de sus dones.

1789.- En todos los casos son aplicables algunas reglas:


-Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.

-La "regla de oro": "Todo cuanto querais que os hagan los


hombres, hacedlo también vosotros" (Mt 7,12; cf Lc 6,31; Tb
4,15).

-La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y


hacia su conciencia: "Pecando así contra vuestros hermanos,
hiriendo su conciencia..., pecais contra Cristo" (1Co 8,12). "Lo
bueno es...no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de
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caída, tropiezo o debilidad" (Rm l4,21).- (Hasta aquí el


Catecismo).

Junto al deber que cada uno tiene de obrar con rectitud de


conciencia, está también el respeto que los demás están llamados
a tener por la conciencia de los otros, ya que el Evangelio, que
anuncia y proclama la libertad de los hijos de Dios, rechaza toda
clase de esclavitudes, que en último término derivan del pecado, y
respeta la dignidad de la conciencia y su libre decisión (cf GS 41).
Y por razón de la dignidad humana se requiere que la persona
actúe según su conciencia, movida por una convicción personal
interna y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la
mera coacción externa (cf GS 17).

Es necesario tener siempre presente que la conciencia no es una


fuente autónoma y exclusiva de la que se pueda deducir lo que es
bueno o malo, sino que, por el contrario, en la misma conciencia
está profundamente grabado "un principio de obediencia a la
norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de
sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se
basa el comportamiento humano" (cf VS 60).

5.5. Conciencia, verdad, ley y libertad.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, N. 1782).- El hombre tiene


el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar
personalmente las decisiones morales. "No debe ser obligado a
actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según
su conciencia, sobre todo en materia religiosa" (DH 3).- (Hasta
aquí el Catecismo).

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Toda persona tiene el deber y el derecho de buscar la verdad en


materia religiosa para formarse rectos y verdaderos juicios de
conciencia, empleando para ello los medios adecuados. Por la
conciencia percibe y reconoce los dictámenes de la ley divina y
tiene la obligación de seguir en toda su actividad esa conciencia
para poder llegar a Dios, que es su fin (DH 3). Cuanto mayor es el
predominio de la recta conciencia, tanto mayor seguridad tienen
las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y
para someterse a las normas objetivas de la moralidad (cf GS 16).

La relación entre libertad humana y la ley de Dios se manifiesta y


realiza en los actos humanos, mediante los cuales la persona se
perfecciona en cuanto persona humana. Esa relación encuentra su
ámbito vital y profundo en la conciencia moral (cf VS 71), y tiene
su base en el "corazón" de la persona, es decir, en su conciencia
moral (cf VS 54).

La dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad, sea que


se trate de la verdad objetiva acogida por la persona, en el caso
de la conciencia verdadera, o bien que se trate de lo que la
persona considera equivocada y subjetivamente verdadero, en el
caso de la conciencia errónea (cf VS 63).

La conciencia formula la obligación moral a la luz de la ley natural,


llegando así a ser la aplicación de la ley a cada caso particular, lo
cual se convierte para la persona en una llmada a realizar el bien
en una situación concreta (cf VS 59).

Respecto a la libertad de conciencia, es necesario tener presente


que cuando la autoridad de la Iglesia se pronuncia sobre
cuestiones morales, de ningún modo menoscaba la libertad de
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conciencia de los cristianos, en primer lugar, porque libertad de


conciencia nunca significa libertad "con respecto" a la verdad, sino
siempre y solamente "en" la verdad; en segundo lugar, porque el
Magisterio de la Iglesia no presenta verdades ajenas a la
conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya se
deben poseer a partir de la fe (cf VS 64).

5.6. El juicio erróneo.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. 1790 a 1793).


1790.- La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto
de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se
condenaría a sí misma. Pero sucede que la conciencia moral puede
estar afectada por la ignorancia y formar juicios erróneos sobre
actos proyectados o ya cometidos.

1791.- Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la


responsabilidad personal. Así sucede "cuando el hombre no se
preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el
hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega" (GS 16). En
estos casos, la persona es culpable del mal que comete.

1792.- El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos


ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la
pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el
rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de
conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio
en la conducta moral.

1793.- Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio


erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por

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la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal,


una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por
corregir la conciencia moral de sus errores (Hasta aquí el
Catecismo).

No se puede confundir un error "subjetivo" sobre el bien moral,


con la verdad "objetiva" propuesta racionalmente al ser humano
en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral de un acto realizado
con una conciencia verdadera y recta, con el valor moral de un
acto que se realiza siguiendo el juicio de una conciencia errónea,
pues el mal cometido a causa de una ignorancia invencible o de un
error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona
que lo hace, pero el mal que se hace en este caso no deja de ser
mal; no deja de ser un desorden en relación a la verdad sobre el
bien (cf VS 63).

Cuando la conciencia es culpablemente errónea, compromete su


dignidad. Esto ocurre "cuando el hombre no trata de buscar la
verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace
casi ciega como consecuencia del hábito de pecado" (VS 63; cf GS
16; Mt 6,22-23; Rm 12,2).

5.7. Formación de la conciencia.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. 1783 a 1785).


1783.- Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral.
Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios
según la razón, conforme al bien verdadero querido por la
sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es
indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas
y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las
enseñanzas autorizadas.
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1784.- La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida.


Desde los primeros años despierta el niño al conocimiento y a la
práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una
educación prundente enseña la virtud; preserva o sana del miedo,
del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de
culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la
debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia
garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.

1785.- En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la


luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la
oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que
examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor.
Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por
el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza
autorizada de la Iglesia (cf DH 14).- (Hasta aquí el Catecismo).

Al formar su conciencia, los cristianos deben estar diligentemente


atentos a la doctrina cierta de la Iglesia, ya que por voluntad de
Cristo la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es
anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y
declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral
que surgen de la misma naturaleza humana (cf VS 64).

La educación de la conciencia moral hace a todo ser humano capaz


de juzgar y de discernir los modos adecuados para realizarse
según su verdad original (cf FC 8). Intimamente relacionada con la
formación para la libertad responsable está también la educación
de la conciencia moral (FC 44).

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La conciencia es ingénita, pero no aparece plenamente


desarrollada en la persona; es una potencia o disposición que se
debe formar paulatina y progresivamente. La educación en general
tiene una importante tarea que cumplir en relación con la
formación de la conciencia moral.

Entre los fines primordiales de la educación está el de formar una


conciencia que lleve a la persona al conocimiento de sus deberes
morales y a la fiel realización de esos deberes. Debe tener por
meta no solamente el logro de una conciencia delicada y recta,
sino también un exacto conocimiento de su contenido. Solamente
así podrá la persona llegar a una realización de su vida de acuerdo
con su auténtico deber moral.

Requisito fundamental para la formación de la buena conciencia es


el amor y celo por la verdad, la preocupación por profundizar en el
misterio cristiano, en el ordenamiento al plan divino por el cual
todas las cosas se dirigen a un mismo fin, que es Dios. Se debe
llegar a un conocimiento sólido de los valores morales. El estudio,
la reflexión, la sinceridad de corazón y la disposición para pedir
consejo oportuno, constituyen medios valiosos y necesarios para
la formación de una buena conciencia. Pero estos medios, que
podemos llamar naturales, de poco o nada servirán si no van
unidos a los medios sobrenaturales, especialmente la oración, la
vida sacramental, particularmente la Eucaristía y el sacramento de
la reconciliación, la práctica de las virtudes.

La formación de la conciencia cristiana debe capacitar a la persona


para descubrir la acción del Espíritu Santo en la misma conciencia
y para poder actuar adecuadamente conforme a su ser cristiano.
Esto implica la necesidad de la oración, de la instrucción, de la
guía espiritual y del discernimiento de las mociones atribuídas al

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Espíritu Santo, según criterios claros, tales como el sentir con la


comunidad eclesial jerárquica, la caridad, vínculo de la perfección,
la humildad, la sincera sumisión a la autoridad de la Iglesia.

5.8. Dinamismo de la conciencia moral.

Objeto de la conciencia moral es ciertamente el acto moral,


considerado en su interioridad. Pero como la persona no es
espíritu desencarnado, su acto interior debe tender a realizarse
en toda su dimensión especio-temporal: así se hace la voluntad de
Dios, que se realiza en Cristo, misterio de caridad que fundamenta
y recapitula en sí la realidad espacio-temporal para hacer de lla
Reino de Dios.

El ser humano está llamado a ser transparencia de la presencia de


Cristo y del dinamismo del Espíritu Santo. La conciencia de la
verdad de la ley muestra la verdad que hay que realizar, lo que
hay que hacer, pero no da la feurza para hacerlo. En el cristiano la
verdad es revelada por la Ley Nueva. La fe da al espíritu del
cristiano y, por consigueinte, a su conciencia, el conocimiento de
la verdad cristiana. Esta Ley Nueva ilumina la conciencia cristiana,
que se transforma en testimonio de que se obra en sinceridad y
santidad de Dios: "El motivo de nuestro orgullo es el testimonio de
nuestra conciencia, de que nos hemos conducido en el mundo, y
sobre todo respecto de vosotros, con la santidad y la sinceridad
que vienen de Dios" (2Co 1,12).

La deliberación moral se entiende como la vida interior por la cual,


conocido un bien particular, como bien conforme a la opción
fundamental de la persona moral, en virtud de tal opción y con
conciencia de la norma universal objetiva, se asume dicho bien
particular como principio de tendencia, es decir, como bien
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particular que se ha de alcanzar.

Asumido el bien particular como principio de tendencia, viene la


búsqueda de los medios para alcanzar el fin, como profundización
de la opción fundamental, en la tensión del ser en diálogo con Dios
o en monólogo egocéntrico. La búsqueda se concluye con la
decisión moral, a la cual sigue la ejecución.

La deliberación moral tiene, entonces, estos momentos, que se


pueden distinguir teóricamente, aunque en la práctica constituyen
una sola y, a veces, instantánea realidad:
a). Opción fundamental.
b). Opción existencial por un bien particular.
c). Búsqueda y elección de medios.
d). Ejecución de la actividad elegida.

La parábola de "el buen samaritano" (Lc 10,29-37) se presta muy


bien para una descripción fenomenológica de la deliberación
moral. Esta parábola pone en evidencia la egocéntrica opción de
aquel sacerdote y de aquel levita, y la buena opción del
samaritano. Por razón de su opción tanto el sacerdote como el
levita vieron en el herido que necesitaba auxilio una perturbación
a su egoísmo y por eso asumieron como fin inmediato no
comprometerse, sino seguir de largo. Lo contrario se dio en el
buen samaritano: su bondad le hizo intuír y entender el socorro al
herido como fin a realizar; buscó, entonces, los medios y se dio a
la ejecución, que tuvo la intensidad que nació de su opción
fundamental. Cuando hubo llegado hasta lo último para asegurar
la curación del herido, se aquietó su tensión moral y reanudó sus
deberes ordinarios.

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El Espíritu Santo ejerce una acción directa y transformante en el


cristiano, quien por esta acción adquiere una perfección específica
de sí mismo, de la humanidad, del mundo y de la historia (cf GS
15). Esta actuación del Espíritu Santo en la persona justificada es
lo que hace de la conciencia humana una conciencia
específicamente cristiana. Por medio de sus mociones el Espíritu
Santo conduce al cristiano a que perciba cuáles son las actitudes
fundamentales que ha de tener y las acciones que ha de realizar
para que su existencia esté en consonancia con su ser de hijo de
Dios.

Es el mismo Espíritu Santo quien actúa en la conciencia del


cristiano para que pueda ver con claridad cuál es la voluntad de
Dios, cuáles son las exigencias del amor divino en cada situación,
y le da la disposición y la fuerza para seguir una línea de
comportamiento adecuado a su ser cristiano: "Os exhorto, pues,
hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcais vuestros
cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será
vuestro culto espiritual. Y no es acomodeis al mundo presente,
antes bien transformaos mediante la renovación de vustra mente,
de forma que podais distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo
bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rm l2,1-2).

Con su conciencia iluminada y movida por el Espíritu Santo puede


el cristiano conocer el bien que debe hacer y el mal que debe
evitar; puede deliberar y decidirse.

5.9. Obediencia a la conciencia.

Por la conciencia moral la persona se hace "consciente" de la tarea


esencial de su vida, y en este aspecto tiene especial importancia la
ley, que no solamente le muestra el deber que ha de realizar, sino

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que también constituye un apoyo y una ayuda para la misma


conciencia.

Obedecer a la conciencia quiere decir que se escucha su voz y se


sigue o hace lo que ella manda. Obligación de cada persona es
"dar entrada" al deber en su vida consciente, es decir, aceptar la
moción particular de su conciencia. Este deber no se refiere
solamente a la moción particular de la conciencia, sino que la
persona está también en la obligación de hacerse lo más apta
posible para percibir los movimientos de su conciencia y
mantenerse en la capacidad de escucha.

Obediencia a la conciencia significa, además, que se sigue su


imperativo o dictamen. La persona debe atenerse al juicio de su
conciencia como norma inmediata. Si obra contrariamente a ese
juicio, falla moralmente.

5.10. Estados de la conciencia o "clases de conciencia"

Según sus manifestaciones o los puntos de vista desde los cuales


se considere, la conciencia moral puede ser:

Antecedente, si se tiene antes del acto, es decir, si se juzga de


la licitud o ilicitud del acto antes de realizarlo. Recae sobre un acto
que se va a realizar para juzgar acerca de su licitud o ilicitud, de
acuerdo con las normas de la moralidad. Sobre ella recae la
responsabilidad del sujeto en relación con el acto del cual ya ha
juzgado que es lícito o que es ilícito.

Consiguiente, si se tiene después de que el acto se ha realizado.


La conciencia consiguiente es posterior a un acto realizado y no
cambia la responsabilidad respecto de ese acto. Se es responsable
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de un acto en la medida en que el sujeto se haya dado cuenta de


su licitud o ilicitud antes de realizarlo o al mismo tiempo de
realizarlo, pero no después de que ya se ha realizado.

Verdadera, si el juicio de conciencia coincide objetivamente con


la norma moral. La verdad es adecuación del entendimiento a la
realidad objetiva. Si no hay esa adecuación, se está en el error. La
conciencia verdadera dictamina de acuerdo con los principios de la
moralidad y su juicio coincide totalmente con esos principios. Es
de suyo la única regla próxima de los actos responsables. Por eso,
quien esté empeñado en una vida auténticamente cristiana, debe
esforzarse por adquirir una conciencia verdadera.

Errónea, si el jucio no coincide con la norma moral. Hay


coinciencia errónea cuando el dictamen no coincide con los
principios objetivos de la moralidad. El error puede ser vencible o
invencible, según que el salir de él dependa o no de la voluntad de
la persona.
La conciencia errónea no puede ser regla de los actos
responsables, sino que se debe disipar el error antes de obrar.
Pero si el juicio erróneo no depende de la voluntad y, por
consiguiente, no se tiene conciencia de él, puede ser regla
subjetiva transitoria de los actos responsables.
Cuando se tiene la integridad de corazón, no obstante el error, la
persona puede entrar en diálogo con Dios, que acoge el corazón
íntegro, lo purifica aun del error material, si tal purificación es
necesaria para salvar la integridad del corazón (cf Gn 20,5-6). "No
pocas veces sucede que la conciencia yerra por ignorancia
invencible, sin que por ello pierda su dignidad, lo cual no se puede
decir cuando no se preocupa gran cosa por conocer la verdad y el
bien, y la conciencia se pone así al borde de la ceguera por

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costumbre del pecado" (GS 16).

Recta , si se ajusta al dictamen de la recta razón, aunque no


coincida con la realidad objetiva de las cosas. No se identifica con
la conciencia verdadera, ya que una conciencia puede ser recta sin
ser verdadera. Para que una conciencia sea verdadera se requiere
la adecuación o conformidad del dictamen con la realidad objetiva;
en cambio para la rectitud basta la conformidad con la recta razón
del sujeto, aunque esté equivocado, lo cual supone siempre la
buena fe. La conciencia recta debe ser siempre obedecida.

Torcida, si no se ajusta al dictamen de la recta razón. Obra


contra la "propia conciencia", lo cual nuca es lícito: "Todo lo que
no es según conciencia es pecado" (Rm 14,23; cf 1Co 8,4).
Corresponde a una conciencia no recta.

Cierta, si el dictamen se realiza con seguridad, sin temor de


equivocarse. La conciencia cierta emite el dictamen con firmeza.
Solamente esta conciencia es la norma legítima del bien obrar.
Pero basta la certeza moral, es decir, la que se funda en lo que
suele acontecer de ordinario.
Hay que tener en cuenta que los principios morales universales o
"primeros principios" son inmediatamente evidentes. Pero los
pricipios derivados no tienen la misa evidencia: ésta va
disminuyendo a medida que los principios derivados se van
distanciando de los primeros principios, y así el cristiano se
encuentra muchas veces ante la incertidumbre.

Dudosa, si hay vacilación sobre la licitud o no licitud de una


acción, sin determinarse a emitir el dictamen. En sentido propio no
es verdadera conciencia, puesto que no emite un juicio, que es el
acto propio de la conciencia. La causa más freuente de las dudas,
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inseguridades y errores en cuestiones de conciencia está en la


ignorancia, más o menos culpable, acerca de la religión o de la
moral. Los pecados de los que la persona no haya sido liberada
por la penitencia, lo mismo que las desviaciones de la voluntad,
oscurecen el juicio y le quitan capacidad de penetración para la
decisión moral: son fuentes de dudas.
En torno a la conciencia dudosa es necesario tener en cuenta los
siguientes principios:

a). No es lícito obrar con duda práctica sobre la licitud o no licitud


del acto, pues se expondría la persona a un acto ilícito, es decir, al
peligro de pecar. Antes de obrar debe esforzarse por lograr
claridad en su conciencia.

b). Si no se puede disipar la duda sobre la moralidad de una


acción por medio de principios intrínsecos, es lícito obrar con
"certeza moral práctica", a la cual se puede llegar a base de
aplicar principios reflejos o indirectos, que son ciertas normas
generales de moralidad que no recaen directamente sobre el
asunto que se trata de aclarar, pero que reflejan sobre él su luz
que conduce a una certeza moral de orden práctico. Los
principales de estos principios son:

EN CASO DE DUDA:
-Hay que seguir la parte más segura.
-Se ha de estar por aquél a quien favorece la presunción.
-Hay que juzgar por lo que ordinariamente acontece.
-Se ha de suponer la validez de un acto.
-El delito no se presume sino que hay que probarlo.
-Es mejor la condición del actual poseedor.
-La duda se resuelve a favor del reo.
La aplicación de los principios reflejos a problemas concretos no
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siempre es fácil. Es necesario apoyarse en la prudencia y, cuando


sea necesario, acudir al consejo de personas sensatas y
preparadas.
Más difícil todavía es llegar a la seguridad cuando concurren
deberes aparentemente contrarios o inconciliables. Cuando se
ofrecen diferentes maneras de obrar, corresponde a la prudencia
examinar cuál sea la más conveniente, de acuerdo con la situación
concreta y con las posibilidades del momento. La persona de
conciencia bien formada no opta simplemente por lo que le sea
más cómodo, sino por lo que considere de más trascendencia
respecto del Reino de Dios, aunque parezca lo más arriesgado, con
tal que esté impulsado por la gracia de Dios e invitado por la
situación de las condiciones externas.
Cuando la prudencia muestra en una situación concreta que
determinado camino es el más adecuado y seguro, no se debe, sin
ir contra la conciencia, seguir otro, pues sería proceder consciente
y voluntariamente con imprudencia.
Especialmente cuando se trata de la validez de los sacramentos,
de algo relacionado con la salvación eterna o que entrañe peligro
de un daño injustificado al prójimo, es preciso determinarse por la
parte más segura.

Perpleja, si el dictamen está en tales condiciones que se piense


que hay pecado en cualquier forma que se obre. La conciencia
perpleja constituye un caso especial de conciencia errónea. Las
dificultades de la persona en averiguar su deber moral en una
situación determinada pueden ir tan lejos que tenga la impresión
de que se le piden al mismo tiempo dos cosas incompatibles, y
que peca por cualquier parte que se decida, pues al escoger un
deber tiene que dejar el otro. Ante un estado de perplejidad se
debe acudir a las siguientes normas:

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-Si el caso no es urgente y se puede aplazar su ejecución, se debe


esperar hasta consultar con personas competentes, o estudiarlo
por su propia cuenta.

-Si se trata de algo que no admita espera, se debe optar por lo


que parezca menos malo.

-Si en medio de la perplejidad no se acierta a determinar lo que


sea menos malo, se puede decidir por cualquiera de las
alternativas, sin reato de culpa, ya que nadie está obligado a lo
imposible.
Pero si la perplejidad se debe a negligencia o descuido en la
adquisición de la ciencia debida, de acuerdo con el propio estado o
condición, hay una culpabilidad "en causa", como ocurriría al
confesor que está en la perplejidad por no haber estudiado
respnsablemente la moral.

Delicada, si juzga rectamente hasta de los menores detalles. La


conciencia delicada, mantenida dentro de los justos límites, ayuda
mucho a la vida de perfección, sobre todo si se ha formado y
sostenido a base de un verdadero espíritu de fe: "el que traspase
uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los
hombres, será el más pequeño en el Reino de los cielos; en
cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el
Reino de los cielos" (Mt 5,19; cf Mt l2,36).

Escrupulosa, si juzga por insuficientes motivos que hay pecado


donde realmente no lo hay, o que es grave lo que apenas es leve.
La conciencia escrupulosa se manifiesta por diversos signos, de los
cuales los más comunes son estos:

-Miedo constante y perturbador de incurrir en pecado por acciones

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I

realizadas con tranquilidad de espíritu por personas prudentes y


de buena conciencia.

-Ansiedades acerca de la validez o suficiencia de buenas acciones,


especialmente acerca de confesiones pasadas o de actos internos.

-Largas y minuciosas acusaciones de circunstancias que no vienen


al caso y en las que la persona cree ver complementos
indispensables, y a veces la esencia misma del presunto pecado.
-
Pertinacia en no tranquilizarse con las orientaciones y
recomendaciones del confesor, por temor de no haberse explicado
bien o de no haber sido comprendido, lo que lleva a cambiar con
frecuencia de confesor y a querer renovar repetidas veces sus
confesiones generales o a repetir multitud de veces la acusación
de los mismos pecados.
Las formas más comunes en que se presenta el escrúpulo
morboso son la angustia y la obsesión. El escrupuloso neurótico no
ha perdido el sentido de la responsabilidad; lo que pasa es que
está equivocado respecto al modo como debe tomar esa
responsabilidad, lo cual puede ser causado por deficencias
psíquicas, por una dirección equivocada o por continuas faltas
morales en asuntos importantes.
La angustia neurótica general se debe muchas veces a que se
toma la ley de Dios como una amenaza, o a que se están mirando
sobre todo los riesgos que corre la propia salvación en la
respuesta a Dios y en la forma como se asume la obligación moral.
Hay otro tipo de angustia neurótica, y es la que se fija en un
campo determinado, por ejemplo, en la castidad. Con esto el
sujeto tiende a liberarse de algún modo a sí mismo, pues el miedo
impreciso es más siniestro que el miedo concreto.
Los esfuerzos del director espiritual y del confesor para ayudar al

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escrupuloso han de estar orientados sobre todo a que halle su


verdadera responsabilidad. Hay que llevarlo a la convicción de que
ser responsable significa ante todo estar en el diálogo de amor con
Dios y con el prójimo. Debe haber un esfuerzo por librarlo de la
angustia y de la concentración excesiva en el propio yo. Luchar
por liberarlo de su falsa conciencia de culpabilidad y su falso
criterio de responsabilidad. Obligarlo, en lo posible, a no
abandonarse a cavilaciones sobre faltas pasadas.
Debido a que los escrúpulos muchas veces van unidos a una falsa
imagen de Dios, es necesario bablar al escrupuloso del amor
misericordioso de Dios, de su Providencia Paternal, de su bondad
infinita. Pero como muchas veces le falta la disposición psicológica
necesaria para sentir el amor de Dios, habrá que empezar por
hacerle sentir el amor del prójimo manifestado en una paciencia
inagotable expresada en la bondad con que se le atiende. Además,
moverle a que se abra a los demás esforzándose por
proporcionarles alegrías, aunque por el momento tengan que ser
pequeñas.
El escrupuloso necesita de una nueva educación religiosa y moral,
sobre todo en el caso del neurótico, para lo cual es indispensable
de parte suya la obediencia. Pero no se trata de una obediencia
ciega o arrancada a la fuerza, sino de una obediencia que nazca de
la confianza. Se debe procurar que metódicamente se vaya
alejando de los sentimientos de angustia y de ideas obsesivas.

Laxa, si por razones del todo insuficientes considera lícito lo que


es ilícito, o leve lo que en realidad es grave. La conciencia laxa
ordinariamente resulta de una falta de fe y, por tanto, de una falta
de compromiso cristiano. Al laxismo se llega fácilmente cuando se
ha buscado una vida muelle y sensual; cuando no hay vida de
oración ni preocupación por la reflexión; cuando hay excesiva
preocupación por darse a las cosas mundanas; cuando se vive en

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un ambiente frívolo y superficial, y cuando la persona se entrega


con facilidad al pecado, sin inquietarse por ello.
La persona de conciencia laxa constituye el extremo opuesto del
escrupuloso; requiere, como éste, de una adecuada reeducación,
especialmente a base de penetración en el sentido y valor de la
vida cristiana.

Farisaica, si trastorna la realidad de las cosas haciendo aparecer


como grave lo que es leve y como leve lo que es grave. La
conciencia farisaica recibe este nombre porque se desprende de
una actitud semejante a la de los fariseos, preocupados por
minuciosidades de la Ley en lo exterior, pero desprovistos de una
fuerza interna, por lo que no le concedían importancia a aspectos
fundamentales de la vida religioso-moral, actitud ésta
enérgicamente rechazada por el Señor (cf Mt 23,23-24).

Esta conciencia viene a ser una extraña mezcla de la conciencia


escrupulosa y de la laxa: al tiempo que se preocupa por
minuciosidades, no se inquieta por grandes pecados.

Cauterizada, si no se inquieta ni siquera por los más grandes


crímenes. Es propiamente pérdida de la conciencia moral. La
conciencia cauterizada es la situación de quienes no le conceden
importancia alguna al pecado y se entregan sin el menor
remordimiento a los más grandes pecados y crímens. "por la
hipocresía de embaucadores que tienen marcada a fuego su propia
concienca" (1Tm 4,2; cf Jb 15,16; Rm 2,5).

Varios son los peligros que pueden contribuir a deformar la


conciencia hasta "cauterizarla", entre los cuales se pueden
destacar éstos:
-Una errada idea o imagen de Dios o de las relaciones de la

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persona con El.

-Un falso concepto del deber, del bien o del mal, de la misión de la
persona o de su propia realización.

-El influjo dañino de ideologías materialistas, de corrientes


adversas a la vida cristiana, de errados conceptos acerca de Dios,
de la persona humana o del mundo.

-La aberración al pecado y la impenitencia.

-El trato indiscriminado con personas de una moral relajada o de


una conciencia laxa o cauterizada.

-En general, toda mala o equivocada formación de la conciencia


constituye un peligro para la misma conciencia moral.

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VI.- EL PECADO: CONDUCTA MORAL NEGATIVA.

6.1. El pecado está presente en la historia del hombre:

(Del Catecismo de la Iglesia Católica. Ns 386 a 387)


3 86.- Sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad
otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es
preciso en primer lugar reconocer el vínculo profundo del
hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del
pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de
rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la
vida del hombre y sobre la historia.

387.- La realidad del pecado, y más particularmente del pecado


de los orígenes, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina.
Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede
reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de
explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una
debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una
estructura social inadacuada, etc. Sólo en el conocimiento del
designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es
un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para
que puedan amarle y amarse muetuamente (Hasta aquí el
Catecismo).

Existe en esta época una tendencia muy marcada a negar la


realidad del pecado, o por lo menos a no concederle importancia.
Esto ordinariamente se debe al ateismo reinante, al ambiente
secularístico o al deseo de entregarse tranquilamente a las
apetencias mundanas, sin límites ni preocupaciones.

La inversión de la escala de valores o el desprecio por ellos, con

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falso concepto de realización de sí mismo (Nietzsche); el


considerar a Dios como un rival del hombre, que le oprime con
leyes y prohibiciones (Marx); el considerar la conciencia de
pecado como una neurosis (Freud), y otras posiciones similares
ha ido conduciendo poco a poco a esto de no concederle
importancia al pecado o a considerarlo como una idea ya
superarada.

Pretender negar la realidad del pecado significa no solamente ir


contra las enseñanzas de la Revelación divina, sino también
contra una experiencia inmediata de todos los pueblos y en todas
las épocas de la historia (cf GS 13).
Hace notar el apóstol San Juan que con la negación del pecado se
rechaza la Redención como innecesaria (cf 1Jn 1,7-l0; Jn 3,19;
16,18).

El tema del pecado ocupa un lugar de primer orden en toda la


historia de la Revelación. La idea de pecado aparece en el
Antiguo Testamento con estos matices:

a).- Como "errar el blanco" o "fallar el fin" (hata'), en un sentido


moral o religioso; es la falta personal contra Dios: "contra tí,
contra tí solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí" (Sal 51,6),
que por su misma naturaleza recae sobre el pecador, en cuanto
que le impide conseguir su propio destino. Pecar es perderse a sí
mismo: "Cuando David vio al ángel que hería al pueblo, dijo a
Yahveh: *Yo fui quien pequé, yo cometí el mal, pero estas ovejas
¿qué han hecho? Caiga, te suplico, tu mano sobre mí y sobre la
casa de mi padre*" (2Sm 24,17, cf Ex 9,27; l0,16-17; 1Sm 2,25;
2 Sm l2,l3).

b).- Como "estar torcido" o "estar encorvado" (awon), que

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I

encierra la idea de una desviación del recto camino, lo cual


expresa muy bien todo lo que entraña de error y desorden el
pecado. Más que un acto, indica el estado de culpabilidad del
transgresor de la ley: "¡Ay, gente pecadora, pueblo tarado de
culpa, semilla de malvados, hijos de perdición! Han dejado a
Yahveh, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto de
espaldas" (Is 1,4). A menudo se ha traducido por iniquidad.

c).- Quizá el término más fuerte y expresivo de todos es


"rebelión" (pesa'), y expresa la violación de los preceptos divinos,
la rebelión contra Dios: "Oid, cielos, escucha, tierra, que habla
Yahveh: *Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra
mí" (Is 1,2; cf Is 43,27; Jr 2,29; Os 7,13).

En el Nuevo Testamento aparece el pecado más como una deuda


que el hombre contrae con Dios, la cual debe ser remitida o
pordonada por el mismo Dios: "perdónanos nuestras deudas, así
como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores" (Mt 6,12;
cf Mt 18,21-25).También aparece como una mancha que afea a la
persona en su interior: "Así también vosotros por fuera apareceis
justos ante los hombres, pero por dentro estais llenos de
iniquidad" (Mt 23,28).
Jesús ve en el pecado una transgresión de la voluntad divina
expresada en los mandamientos. Su origen radica en el corazón,
facultad espiritual de la persona humana, fuente de sus acciones
conscientes: "Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón" (Mt
5,28; cf Mt 15,l0-20; Mc 7,14-23).
La esclavitud de la persona al pecado va acompañada del
alejamiento de Dios. Esencialmente el pecado va contra Dios. El
estado de pecado se describe como una servidumbre: "Entonces,
fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le

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envió a sus fincas a apacentar puercos" (Lc l5,15); como una


muerte: "porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la
vida" (Lc l5,24); como una perdición: "estaba perdido, y ha sido
hallado" (Lc 15,32).

San Pablo designa el pecado con diversos nombres: violación de


la ley, impureza, impiedad, iniquidad, error, desobediencia,
transgresión. Aparece también en San Pablo el pecado como
deuda que se debe saldar: "Canceló la nota de cargo que había
contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas
desfavorables, y la suprimió clavándola en la cruz" (Col 2,14; cf
Ef 1,7; Rm 3,25). Comparando el estado de la persona vendida al
pecado (cf Rm 7,14) con el estado de la persona liberada en
Cristo, aparece la naturaleza del pecado en su realidad. La
diferencia esencial radica en la ausencia o prsencia del Espíritu
Santo (cf Rm cap. 7 y 8).

6.2. Naturaleza del pecado.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns. 1849 a 1851)


1849.- El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la
conciencia recta: es faltar al amor verdadero para con Dios y
para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos
bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la
solidaridad humana. Ha sido definido como "una palabra, un acto
o un deseo contrarios a la ley eterna" (S.Agustín, Faust. 22,27;
S. Tomás de A., s. th. 1-2,71,6).

1850.- El pecado es una ofensa a Dios: "Contra tí, contra tí sólo


he pecado, lo malo a tus ojos cometí" (Sal 51,6). El pecado se
levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de El nuestros
corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una
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I

rebelión contra Dios por el deseo de hacerse "como dioses",


pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3,5). El
pecado es así "amor de sí hasta el desprecio de Dios" (S. Agustín,
civ. 1,14,28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es
diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la
salvación (cf Fil 2,6-9).

1851.- En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En


ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su
multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes
del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición
de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de
los discípulos. Sin ambargo, en la hora misma de las tinieblas y
del príncipe de este mundo (cf Jn 14,30), el sacrificio de Cristo se
convierte en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de
nuestros pecados. (Hasta aquí el Catecismo).

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento encontramos


expresiones que ayudan a comprender la naturaleza del pecado.
Aparece, por ejemplo:

a).- Como pérdida de Dios y, por consiguiente, como pérdida de


la salvación (hamartia). El pecador niega a Dios el honor y la
gloria que solamente a El son debidos: "porque, habiendo
conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron
gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su
insensato corazón se entenebreció" (Rm 1,21). Niega a Dios el
culto que le es debido, por entregarse a un culto falso. Es un libre
rechazo de Dios: el pecador se aleja de El, que es la única
salvación.

b).- Como oposición a la voluntad de Dios, manifestada en su ley

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I

(anomía). Moisés y los profetas hicieron ver que el pecado es


oposición no solamente a una norma, sino al mismo Dios, en
cuanto es oposición a la ley establecida por El. La alianza de amor
de Dios con su pueblo Israel hace que todo pecado sea una
oposición a la misma alianza, un quebrantamiento de la fidelidad
al amor de Dios: "Pues bien, como engaña una mujer a su
compañero, así me ha engañado la casa de Israel" (Jr. 3,20; cf Is
1,2-4).
A la luz de la Ley de gracia, que es Ley de Libertad (cf St 1,25),
todo pecado es una anarquía o inserrección contra la ley, y no
solamente en cuanto quebrantamiento exterior de una
prescripción legal, sino también en cuanto es desatención
voluntaria al llamamiento de Dios.

c).- Como injusticia y como culpa (adikía). La injusticia es


consecuencia de la negativa de glorificar a Dios, pues El tiene el
derecho a que todo esté ordenado a su gloria: "En efecto, la
cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e
injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la
injusticia" (Rm 1,18). La injusticia del pecado se pone de
manifiesto sobre todo en la ingratitud que ello representa hacia el
inmenso amor de Dios, y esta injusticia aparece no solamente en
el acto pecaminoso aislado, sino que también se revela en el
estado de culpa: consecuencia de la injusticia es el estado de
culpabilidad.

d).- Como mentira y tinieblas (pseudos, skotos). El pecado es


una negativa al llamamiento de Dios, una negación al ser que,
creado por Dios en Cristo con tensión dialógica hacia Dios,
troncha esa tensión para entrar en monólogo egoísta. Por eso el
pecado, en su más profunda esencia, es una nentira.

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e).- Como iniquidad: "Todo el que comete pecado comete


también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad" (1Jn 3,4).

f).- Como una hostilidad contra Dios. El estado de pecado es una


hostilidad contra Dios, pues la persona toma ocasión de la
amorosa voluntad de Dios, manifestada en una ley de gracia,
para multiplicar sus transgresiones y para endurecerse más en el
pecado: "ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios:
no se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden" (Rm 8,7).
Mirado a la luz de la ley revelada el pecado es, pues, una actitud
orgullosa, hostil, frente a la soberanía de Dios.

El Nuevo Testamento concreta la gracia en el amor de Dios, en el


Espíritu Santo, como esencia de la Nueva Ley. Por eso el pecado
conta el Espíritu Santo es el peor: "Por eso os digo: todo pecado
y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia
contra el Espíritu Santo no será perdonada" (Mt l2,31; cf Hb 6,4-
6). Toda resistencia interior a la Nueva Ley de gracia, a las
mociones del Espíritu Santo, es ya un rechazo de la misma Ley
de gracia, lo cual pone en peligro de caer en el pecado "sin
esperanza", o sea, contra el Espíritu Santo.

Cristo es la verdad y el testigo de la verdad (cf Jn 1,14; 8,40), en


oposición al "padre de la mentira" que, al hablar mentirosamente,
habla conforme a su naturaleza (cf Jn 8,44). Al paso que Cristo
otorgó a sus discípulos el "Espíritu de Verdad" para que dieran
testimonio de la verdad (cf Jn 15,26-27), el "espíritu de la
mentira" busca cómo engañar a los hombres y enredarlos en la
trama de sus mentiras. En su realidad más profunda el pecador
procede mentirosamente, pues por su pecado está en
contradicción con su ser más íntimo, creado a imagen y
semejanza de Dios.

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El pecado es expresión de la oscuridad interior; ciega a quien lo


comete y lo hace solidario del reino de las tinieblas. Por él el
pecador se sitúa en oposición a Dios, que es luz, en quien no hay
tiniebla alguna (cf 1Jn 1,5; Jn 8,12; 9,5; 1,5.9; Ef 5,8).

Según San Agustín, el pecado es la "acción, palabra o deseo


contra la ley" (cf contra Faustum 22,27). No es simplemente
infracción de una ley, sino oposición al Autor de la ley, que
ordena nuestro ser, orienta y estimula su desarrollo de acuerdo
con su plan amoroso. Violar esta ley es desorientarse del sentido
de la propia misión y vocación.
Para Santo Tomás de Aquino el pecado consiste en apartarse de
Dios para volverse a las creaturas. Es una ruptura con Dios, o por
lo menos una desviación de la tensión hacia Dios para pensar y
obrar egoistamente. Es suspensión del diálogo amoroso con Dios
para entrar en monólogo egoísta. Solamente a la luz de la
santidad de Dios y de la historia de la salvación se puede
comprender lo que es el pecado.

El pecado no se explica solamente como un acontecimiento de


orden ético o psicológico limitado al ámbito de la existencia
humana, sino que es propiamente una decisión personal contra
Dios, una negativa voluntaria a entrar en comunión con El, una
desobediencia a su amorosa voluntad. La persona, al pecar, en
lugar de reconocer la soberanía de Dios declara su propia
autonomía y divinización. Aunque los primeros afectados por el
pecado sean las criaturas, especialmente las personas y sus
comunidades, en sus más hondas raíces el pecado se dirige
siempre contra Dios.

Para que haya pecado propiamente dicho, es decir, "pecado

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formal", es necesario y decisivo el querer de la persona. Hay ya


pecado cuando se toma la resolución de asumir una conducta
opuesta a la ley moral, aunque de hecho no se siga una acción
exterior: son los llamados pecados internos.

6.3. La tentación al pecado.

Propiamente se ha llamado tentación el estímulo o incitación al


pecado. Por sí misma la tentación no es pecado. Jesús mismo fue
tentado varias veces para mostrarnos con ello cómo se debe
vencer la tentación (cf Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13). Las
tentaciones vencidas fortalecen a la persona en su decisión de
llevar una vida de unión con Dios (cf St 1,2-4.12; 1Pd 1,6-7; Ap
3,10). Las tentaciones pueden provenir del demonbio o del
mundo vanificado.

En la Palabra divina encontramos muchas alusiones al hecho de


la tentación por parte del demonio (cf 2Co 11,l4; 1Pd 5,8). El
demonio es llamado "el tentador" (cf Mt 4,3; 1Ts 3,5). Tentando
a los hombres el domonio continúa su lucha contra Dios (cf Gn
3,1-5; Ef 6,12, 1Co 7,5; Mt 4,7; Mc 1,13; Lc 4,2). Por eso
necesitamos orar para librarnos de las tentaciones, pues
abandonados a nuestras fuerzas no podremos resistir al demonio
(cf Mc 14,38; Mt 6,13; 26,41; Lc 22,46).
Solamente quien se deja guiar por el Espíritu de Dios alcanza a
desenmascarar el espíritu falaz del mundo vanificado mediante el
cual el demonio tienta de ordinario. La persona carnal no
discierne claramente lo que procede del Espíritu de Dios y lo que
viene del espíritu de la mentira (cf 1Co 2,l2-16).

La tentación también puede provenir de la intervención humana,

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especialmente de los escándalos, los malos consejos, los
espectáculos, la pornografía, las ideologías anticristianas, la
invitación directa al pecado, todo lo cual se ha entendido como
"mundo vanificado".

El mundo en el sentido de "creación" debe su origen a Dios y está


bajo su providencia (cf GS 37). Como creación de Dios, el mundo
no puede ser malo por naturaleza (cf Gn 1,31): todo lo que ha
creado Dios es bueno (cf 1Tm 4,4; Rm 1,20). Sin embargo, este
mundo creado por Dios está sometido a potencias malas (cf Ga
4,3.8-9), y aparece como contrario a Dios (cf 1Co 2,6; 3,19; Rm
8,7-9; Jn 3,18-20; Ga 1,4; 1Jn 5,19; 2,18; 4,1-3; 2Pd 1,4).

Para el cristiano existe el peligro de que se deje seducir por este


mundo vanificado y arrastrar por su pecado; por eso la
exhortación a no amarlo, ni las cosas que hay en él (cf 1Jn 2,15-
17; Rm 12,2; GS 37).

La Palabra divina califica de "mundo" principalmente a los impíos,


a los "hijos de este mundo", que son más astutos para sus cosas
que los hijos de la luz (cf Lc 16,8). El mundo es malo en cuanto
son malos los hombres para quienes el mundo vale más que
Dios, dice San Agustín (cf Serm. 95,5). Prevenirse contra ellos
es prevenirse contra su influjo pernicioso.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que ni el demonio ni el


mundo vanificado y mentiroso pueden forzar al pecado, de lo
contrario faltaría el ejercicio de la libertad y, por consiguiente, no
habría razón de verdadero pecado.

Hay situaciones que con facilidad llevan al pecado, lo cual se ha


llamado "peligro de pecado". Ese peligro puede ser interno, si

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proviene de malas disposiciones del sujeto; externo, si proviene


de una causa exterior que invita al pecado; grave, si impulsa
fuertemente al pecado y es difícil librarse de él; leve, si es fácil
oponerle resistencia; próximo, si afecta muy de cerca; remoto, si
la posibilidad de caer en el pecado es apenas lejana.
De hecho, no es lícito exponerse a un peligro próximo de pecar:
"quien ama el peligro, en él perece". Con justa y proporcionada
causa sería lícito exponerse a un peligro próximo de pecar,
tomando las cautelas necesarias para evitar caer en el pecado.
Causa justa sería una grave necesidad o la conveniencia de evitar
males mayores. Cuando no se puede evitar una situación exterior
que sirve de tentación o constituye peligro de pecar, es
necesario, para no sucumbir en ella, acudir a la oración y a la
vigilancia (cf Lc 22,40.46; Ga 6,1).

Cuando la Palabra divina habla de una "tentación que viene de


Dios", no se refiere a la incitación al pecado, lo cual es imposible,
sino a las "pruebas" por las que se debe pasar mientras estemos
de paso por este mundo, pruebas que invitan a la confianza en el
Señor. En tanto que el demonio y el mundo vanificado tienden las
redes de la tentación al mal, Dios ofrece su gracia al alcance del
libre albedrío para mover al bien en el momento de la prueba (cf
St 1,2-4.12; 1Pd 4,12; Eclo 27,6; Tb 12,13; Dt 13,2-4; 1Co
10,13; Ap 3,5).

6.4. Diversidad de pecados.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns 1852 a 1853)


1852.- La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene
varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al
fruto del Espíritu: "Las obras de la carne son conocidas:
fornicación, impureza libertinaje, idolatría, hechicería, odios,

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discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, discensiones, envidias,


embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os
prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no
heredarán el Reino de Dios" (5,19-21; cf Rm 1,28-32; 1Co 6,9-
10; Ef 5,3-5 Col 3,5-8; 1Tm 1,9-10; 2Tm 3,2-5).

1853.- Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como


en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen,
por exceso o por defecto, o según los mandamientos que
quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran
a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados
espirituales o carnales, o también en pecados de pensamiento,
palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón
del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor:
"De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos,
adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto
es lo que hace impuro al hombre" (Mt 15,19-20). En el corazón
reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras,
a la que hiere el pecado (Hasta aquí el Catecismo).

Todos los pecados tienen de común que contradicen el orden


moral y a Dios, autor de ese orden moral, pero esto se puede dar
con distinta intensidad y en aspectos diferentes. No todas las
obras contrarias a Dios son igualmente perturbadoras de la
tensión de la persona hacia El; no todos los pecados apartan
igualmente de Dios. Hay, indudablemente, pecados que
precipitan en el abismo de la perdición, tales como los pecados
contra el Espíritu Santo; otros que entrañan una especial malicia.
Pero hay otros en los que no se da propiamente la "aversión a
Dios", sino que ponen en peligro de llegar a la separación de
Dios.

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Tampoco es igual la actitud de una misma persona o de distintas


personas en relación con un acto pecaminoso: tanto el grado de
advertencia como el de consentimiento pueden cambiar de una
persona a otra, y aun en la misma persona en ocasiones
diversas. Por eso la necesidad de distinguir entre pecado y
pecado.

6.4.1. Distinción Teológica

a distinción más importante es la llamada "teológica", que tiene


en cuenta la situación de la persona en su relación con Dios; esto
se refiere concretamente a la distinción entre pecado grave o
mortal, por el que el pecador se aparta enteramente de Dios, y
pecado leve o venial, por el que no se da la sepración de Dios.

El pecado mortal ha recibido este nombre porque "mata" o


destruye la vida de la gracia, o sería capaz de destruirla si
existiera actualmente en la persona. Supone siempre la
conciencia de una ruptura con Dios. Es la libre determinación por
algo que se sabe que separa de Dios porque es contrario a El. Es
un verdadero "suicidio" espiritual; por eso le cabe bien el
calificativo de mortal: "Después la concupiscencia, cuando ha
concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una vez consumado,
engendra la muerte" (St 1,15; cf Col 2,13; 1Jn 3,14).

Para que un pecado sea grave se requiere que reuna estas


condiciones: materia grave, plena advertencia y consentimiento
pleno.

Se entiende por materia grave una acción o una omisión que


perturbe gravemente el orden o tensión hacia Dios, lo cual se
deduce de la magnitud del orden perturbado. Los criterios

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objetivos para discernir sobre la gravedad de la materia son:

a). La Sagrada Escritura, en la que se habla de pecados que


excluyen del amor de Dios, del Reino de Dios, de la
bienaventuranza eterna, o que se castigan eternamente (cf Ga
5,19-21; 1Co 6,9-10). San Pablo dice a los colosenses que ellos,
antes de su conversión, estaban muertos a causa de sus delitos
(cf Col 2,13). San Juan habla de un pecado que "es de
muerte" (cf 1Jn 5,16).

b). El Magisterio de la Iglesia, que ha señalado siempre ciertos


pecados como graves.

c).- El criterio de los santos Padres y de los grandes teólogos.

d).- El sentir unánime del pueblo de Dios, especialmente de los


santos.

En general, se han tenido siempre como graves: los pecados que


van directamente contra Dios o alguno de sus atributos divinos:
el odio, la idolatría, la blasfemia; los pecados que perjudican
gravemente al prójimo en su vida, en su honra o en sus bienes:
el homicidio, la calumnia, el robo; los pecados que representan
un desorden contra el plan de Dios en relación con la transmisión
de la vida, llamados pecados sexuales: el adulterio, la
fornicación, etc.; y los pecados que causan grandes males al bien
común.

Por parte del entendimiento se requiere, para que haya pecado


grave, la plena advertencia, es decir, que el sujeto se de
cuenta o advierta que está realizando o se propone realizar una
acción pecaminosa, y que advierta también la grave malicia que

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entraña esa acción, es decir, que se de plena cuenta de la


relación que tiene su acción con la moralidad. Pero no se requiere
que la advertencia acompañe todo el proceso de la acción
pecaminosa; basta la advertencia virtual, es decir, la que se tuvo
al principio de la acción y continúa de alguna manera influyendo
en ella. Tampoco se requiere advertencia clara y distinta de todos
los aspectos pecaminosos de la acción o de la omisión, o de toda
su malicia objetiva; basta con que se advierta plenamente en
conjunto que se trata de algo gravemente pecaminoso.

Hay algumos signos que pueden dar a entender que no hubo


plena advertencia al realizar una acción determinada, por
ejemplo: si se realizó estando semidormido o bajo la acción de
algo que alteró la conciencia psicológica; si el sujeto apenas
recuerda lo que hizo o estima que jamás lo hubiera hecho si
antes lo hubiera advertido seriamente; si se trata de algo que no
dio tiempo suficiente para reflexionarlo antes de realizarlo.

El pleno consentimiento por parte de la voluntad requerido


para que haya pecado grave se refiere a la aceptación del acto
pecaminoso por parte del sujeto. Hay también algunos signos
indicativos de que no ha habido pleno consentimiento en la
realización de un acto, como es el caso de una persona de
conciencia delicada que se opone con energía al pecado y no
suele caer en él fácilmente, o cuando se luchó fuertemente contra
una tentación y solamente se cayó en ella después de una larga
lucha.

En resumen, se puede afirmar que pecado mortal es toda


decisión libre contra el plan de Dios manifestado en los
mandamientos, cuando la persona intuye de alguna manera que
se trata de determinaciones de la mayor importancia y, sin

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embargo, consiente libremente. Cuano se quiere juzgar de la


gravedad de una falta después de haberla cometido, se ha de
atender a la importancia y significado del acto, de su objeto y del
sentimiento que movió a realizarlo.

El pecado venial no supone aversión a Dios ni ruptura con El. No


se opone esencialmente a los preceptos divinos, ni es contrario a
la tensión hacia Dios como fin último y, por lo mismo no extingue
la caridad habitual. Es más bien una desviación del camino que
conduce a Dios. En cierto modo es contrario a la vida de gracia,
pero no la destruye (cf Dz 804. 899).
Propiamente el concepto de pecado no se puede aplicar de la
misma manera al mortal y al venial, pues solamente el pecado
mortal es plena desobediencia, elección de un bien creado como
fin último, contradicción, destrucción de la vida divina en la
persona, pérdida de la amistad divina. Las faltas veniales, en
cambio, son propiamente deficiencias en la obediencia, heridas a
la vida sobrenatural sin matarla; la amistad divina se enfría,
pero se mantiene, como también se mantiene la orientación hacia
Dios. De modo que el concepto de pecado se aplica al venial
solamente por analogía. Pero esto no quiere decir que el pecado
venial carezca de importancia, pues lo cierto es que los pecados
veniales van debilitando la caridad e impiden el crecimiento
espiritaul de la persona y el avance en orden a su fin
sobrenatural.

Además de la distinción teológica de los pecados, existe también


una distinción específica, que es importante sobre todo por el
precepto de confesar los pecados graves en su especie ínfima (cf
Dz 917), y por lo que ayuda a formar un criterio sobre las
condiciones del pecador, a fin de poder prestarle una ayuda eficaz
en su lucha contra el mal.

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La distinción espicífica de los pecados se apoya en los distintos


objetos formales a que se refieren: según las virtudes a que se
opongan; por ejemplo, un pecado sexual puede oponerse a la vez
a la virtud de la castidad y a la virtud de la justicia, como ocurre
en el caso del adulterio, por lo que hay que considerar en este
caso dos pecados específicamente distintos. Hay también
distinción específica por oposición a preceptos formalmente
distintos, como sería el caso de quien debe participar en la
celebración eucarística por razón del precepto dominical y por
razón de una promesa que ha hecho.

Hay otras denominaciones de los pecados que es necesario


tenerlas en cuenta porque ayudan a un discernimiento sobre su
gravedad o la incidencia que tienen en la vida de la persona que
los comete o en la comunidad. Las principales de estas
denomincaiones son: pecados de omisión, pecados internos,
pecados que claman al cielo, pecados contra el Espíritu Santo,
pecados capitales.

6.4.2. PECADOS DE OMISION.

Consisten en la no realización de un bien obligatorio por razón


de un deber. Hay que tener en cuenta que muchos males en el
mundo se deben a pecados de omisión, por lo que estos pecados
en ocasiones resultan siendo tan funestos como los de comisión,
y a veces más que éstos. Por eso es necesario formar la
conciencia del cristiano no solamente en cuanto a lo que debe
evitar, sino también en cuanto a lo que debe hacer, de acuerdo
con su estado o condición.
Concretamente los pecados de omisión son también un acto,
pues sujetivamente solamente son pecado en cuanto el bien
obligatorio se omite por un acto libre de la voluntad.

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6.4.3. PECADOS INTERNOS.

Son los que se realizan con las solas potencias y facultades


interiores. Comúnmente son llamados "malos pensamientos",
"malos deseos", "malas intenciones", "malos popósitos".

6.4.4. PECADOS QUE CLAMAN AL CIELO.

Se da este nombre a ciertos males que entrañan una especial


malicia contra el orden social. Los más destacados en la Sagrada
Escritura son: el homicidio voluntario (cf Gn 4,10); la sodomía o
pecado de inversión sexual (cf Gn 18,20-21; 19,24-25); la
opresión de los pobres, de los huérfanos y de las viudas (cf Ex
22,20-23); la defraudación del salario del trabajador (cf Dt 24,l4-
15; St 5,4). Se llaman "pecados que claman al cielo" porque al
referirse a ellos la Palabra divina emplea esa expresión "clama",
"claman", u otra equivalente: "Se oye la sangre de tu hermano
clamar a mí desde el suelo"

6.4.5. PECADOS CONTRA EL ESPIRITU SANTO.

Son aquéllos que se cometen con refinada malicia y desprecio


formal de los dones sobrenaturales. Los teólogos suelen enunciar
los siguientes: la desesperación, la presunción, la impugnación de
la verdad conocida con la finalidad de presentar la religión
cristiana como falsa o dudosa, el dolerse de la virtud y santidad
de los justos, la obstinación en el pecado con rechazo de la
gracia, la impenitencia deliberada, por la que se toma la
determinación de jamás arrepentirse de los pecados y de
rechazar cualquier inspiración de la gracia.

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La imposibilidad de perdón de estos pecados contra el Espíritu


Santo (cf Mt 12,31-32) está en el sujeto, puesto que no quiere
arrepentirse, y el arrepentimiento es condición totalmente
indispensable para el perdón. Por parte de la misericordia de Dios
no hay imposibilidad, pues esta misericordia es infinita y alcanza
a todos los pecados de quienes se arrepientan sinceramente, por
innumerables y grandes que sean esos pecados.

6.4.6. PECADOS CAPITALES.

Se designa con este nombre de pecados capitales ciertos afectos


desordenados que son como las fuentes de donde dimanan los
demás pecados. San Juan los reduce a tres: la concupiscencia de
la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las
riquezas (cf 1Jn 2,16). Sin embargo, los teólogos desde tiempos
remotos han señalado siete: soberbia, avaricia, lujuria, envidia,
gula, ira, pereza.

Soberbia o vanagloria es el apetito desordenado de la propia


alabanza. Cuando la persona ambiciona o reclama una dignidad
sin referencia a Dios, sin fundamento en los dones recibidos de
Dios, sino con el solo deseo de aparecer grande ante los
hombres, está dominada por la soberbia, por la ambición y el
afán de gloria vana.

Remedio contra la soberbia es la consideración de la gloria de


Dios, la humildad de Cristo y el reconocimiento de las deficiencias
y limitaciones humanas. Hay que tener en cuenta que el solo
reconocimiento de los dones recibidos de Dios no es soberbia,
sobre todo si despierta el sentimiento de gratitud y conduce a
una actitud de alabanza a la prodigalidad amorosa de Dios.

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Avaricia es el apetido desordenado de los bienes exteriores.


Cuando llega a extremos se convierte en idolatría, pues los
bienes materiales se toman como "fin último" (cf Mt 6,21-24; Ef
5,5). La ambición de las riquezas es fuente de pecado (cf 1Tm
6,9-10), sobre todo cuando se buscan como medio para
satisfacción de la sensualidad (cf Eclo 10,19). Ordinariamente la
avaricia conduce a la dureza con el prójimo, a la ambición del
poder, a la injusticia, al soborno, al embotamiento del espíritu.

Remedio contra la avaricia es la consideración de la precariedad


de los bienes terrenos, de la sublimidad de los bienes eternos y
del ejemplo de Cristo, que se hizo pobre. Quien siempre se
considera como administrador de los bienes de Dios, evita
apegarse a las riquezas: las considera como medios y no como
fines.

Lujuria es el apetito desordenado de los placeres sexuales. El


atractivo sexual fue puesto por el Creador en la naturaleza
humana en orden a la misma vida humana. Todas las relaciones
naturales entre el varón y la mujer quedan santificadas por el
matrimonio. Pero cuando el placer sexual se busca por sí mismo,
egoistamente, fuera del matrimonio, se convierte en fuente de
corrupción y de grandes pecados, conduce a la falta de respeto
por el misterio de la vida y del amor verdadero.

El remedio contra la lujuria está en el espíritu de mortificación, en


el gozo por los valores espirituales y en una sana valoración de
los poderes sexuales a la luz del plan de Dios respecto de la
transmisión de la vida humana.

Envidia es tristeza por el bien ajeno en cuanto opaca la propia


gloria o se opone al afán de santisfacciones egoístas. El envidioso

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ve con malos ojos el bien del prójimo porque lo considera como


un estorbo o limitación a su propia gloria y engrandecimiento. La
envidia ordinariamente conduce al odio, a la murmuración, la
difamación, la crítica destructiva, el gozo por las adversidedes del
prójimo.

La envidia se combate a base de consideración de los dones


recibidos de Dios, especialmente en el orden espiritual; por el
ejercicio de la caridad fraterna y por la aceptación del plan de
Dios respecto de cada uno.

Gula es el apetido dosordenado de los placeres del gusto. Hay


desorden cuando aparece más preocupación por comer y beber
que por las cosas más elevadas. La intemperancia en el comer y
beber lleva a anhelar desordenadamente la satisfacción del
sentido del gusto hasta hacer del vientre "un dios" ( cf Filp
3,19).

Debido a que las bebidas alcohólicas ordinariamente no son


necesarias para la vida y, por el contrario, son nocivas, su abuso
constituye un pecado más grave que el exceso en la comida y en
las bebidas no embriagantes. Cuando el exceso en la bebida
llega a hacer perder el libre uso de la razón, como ocurre en la
embriaguez completa, el pecado es grave (cf 1Co 6,10; Is 5,11).
Esta gravedad se desprende no tanto del exceso en la bebida
cuanto del envilecimiento de la dignidad humana y de los peligros
y daños que causa.

La gula se vence a base de mortificación y de penitencia, sobre


todo cuando éstas se miran a la luz del valor redentor de la cruz.

Ira es un impulso a rechazar lo que nos es contrario. Si es

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desordenada engendra la venganza, el rencor, el insulto, las


riñas, las maledicencias. Como pecado capital la ira se manifiesta
en el deseo de venganza, de perjudicar a otros, de aniquilarlos.
Cuando es injusta y desmesurada constituye pecado grave.

La ira se vence por la consideración de la paciencia de Cristo, por


el cuidado de no dejarse llevar por el primer impulso, por el
dominio de sí mismo y por el ejercicio de la caridad para con el
prójimo, lo cual engendra paciencia.

Pereza es falta de ánimo por las cosas espirituales y por el


cumplimiento del deber por razón del trabajo que exigen y la
molestia que ocasionan. De ella se derivan la pusilanimidad, la
despreocupación, el ocio, la divagación de la mente en cosas
ilícitas, el desaliento, la ligereza, la tibieza, la mediocridad.

La pereza se combate a base de esfuerzo, de entusiasmo y


empeño por el Reino de Dios y el bien del prójimo, de aprecio por
los valores espirituales y a base de hacerse consciente de lo que
representa el llamamiento del Señor a participar en su obra de
salvación.

6.5. La gravedad del pecado.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns 1854 a 1864)


1854.- Conviene valorar los pecados según su gravedad. La
distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la
Escritura (cf 1Jn 5,16-17) se ha impuesto en la tradición de la
Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran.

1855.- El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del

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hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al


hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza,
prefiriendo un bien inferior.

El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la


hiere.

1856.- El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital


que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia
de Dios y una conversión del corazón que se realiza
ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación
(cf S. Tomás de A., s. th. 1-2,88,2).

1857.- Para que un pecado sea mortal se requieren tres


condiciones: "Es pecado mortal lo que tiene como objeto una
materia grave y que, además, es cometido con pleno
conocimiento y deliberado consentimiento" (RP 17).

1858.- La materia grave es precisada por los Diez mandamientos


según la respuesta de Jesús al joven rico: "No mates, no cometas
adulterio, no robes, no levantes testimonio falso, no seas injusto,
honra a tu padre y a tu madre" (Mc 10,19). La gravedad de los
pecados es mayor o menor: un asesinato es más grave que un
robo. La cualidad de las personas lesionadas cuenta también: la
violencia ejercida contra los padres es más grave que la ejercida
contra un extraño.

1859.- El pecado mortal requiere plena conciencia y entero


consentimiento. Presupone el conocimiento del carácter
pecaminoso del acto, de su oposición a la Ley de Dios. Implica
también un consentimiento suficientemente deliberado para ser
una elección personal. La ignorancia afectada y el endurecimiento

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del corazón (cf Mc 3,5-6; Lc 16,19-31) no disminuyen, sino


aumentan, el carácter voluntario del pecado.

1860.- La ignorancia involuntaria puede dismunuir, si no excusar,


la imputabilidad de una falta grave, pero se supone que nadie
ignora los principios de la ley moral que están inscritos en la
conciencia de todo hombre. Los impulsos de la sensibilidad, las
pasiones pueden igualmente reducir el carácter voluntario y libre
de la falta, lo mismo que las presiones exteriores o los trastornos
patológicos. El pcado más grave es el que se comete por malicia,
por elección deliberada del mal.

1861.- El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad


humana como lo es también el amor. Entraña la pérdida de la
caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del
estado de gracia. Si no es rescatado por el arrepentimiento y el
perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la
muerte eterna del infierno; de modo que nuestra libertad tiene
poder de hacer elecciones para siempre, sin retorno. Sin
embargo, aunque podamos juzgar que un acto es en sí una falta
grave, el juicio sobre las personas debemos confiarlo a la justicia
y a la misericordia de Dios.

1862.- Se comete un pecado venial cuando no se observa en una


materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se
desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno
conocimiento o sin pleno consentimiento.

1863.- El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto


desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el
ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece
penas temporales. El pecado venial deliberado y que permanece
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sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el


pecado mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace
contrarios a la voluntad y la amistad divinas; no rompe la Alianza
con Dios. Es humanamente reparable con la gracia de Dios. "No
priva de la gracia santificante, de la amistad de Dios, de la
caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna" (RP 17; cf
S. Agustín, ep. Jo. 1,6).

1864.- "El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá


perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno" (Mc 3,29;cf
Mt 12,32; Lc 12,10). No hay límites a la misericordia de Dios,
pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de
Dios mediante el arrepentimiento rechaza el perdón de sus
pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo (cf DeV 46).
Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final
y a la perdición eterna.

6.6. La proliferación del pecado.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns 1865 a 1869)


1865.- El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el
vicio por la repetición de los actos. De ahí resultan inclinaciones
desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración
concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y
a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su
raíz.

1866.- Los vicios pueden ser catalogados según las virtudes a


que se oponen, o también pueden ser referidos a los pecados
capitales que la experiencia cristiana ha distinguido siguiendo a
S. Juan Casiano y a S. Gregorio Magno (mor. 31,45). Son

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llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios.


Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira,la lujuria, la gula, la
pereza.

1867.- La tradición catequética recuerda también que existen


"pecados que claman al cielo". Claman al cielo: la sangre de Abel
(cf Gn 4,10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18,20; 19,13); el
clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3,7-10); el lamento
del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22,20-22); la
injusticia para con el asalariado (cf Dt 24,14-15; Jc 5,4).

1868.- El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una


responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando
cooperamos a ellos:
-participando directa y voluntariamente;
-ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos;
-no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación
de hacerlo;
-protegiendo a los que hacen el mal.

1869.- Así el pecado convierte a los hombres en cómplices unos


de otros, hace reinar entre ellos la concupiscencia, la violencia y
la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e
instituciones contrarias a la bondad divina. Las "estructuras de
pecado" son expresión y efecto de los pecados personales.
Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal. En un sentido
analógico constituyen un "pecado social" (cf RP 16).

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VII.- CONDUCTA MORAL POSITIVA.

7.1. Conversión y penitencia.

(Del Catecismo de la Iglesia Católica, Ns 1427 a 1433)


1427.- Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte
esencial del anuncio del Reino. "El tiempo se ha cumplido y el
Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena
Nueva" (Mc 1,15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se
dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su
Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión
primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el
Bautismo (cf Hch 2,38) se renuncia al mal y se alcanza la
salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de
la vida nueva.

1428.- Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue


resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión
es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en su
propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo
tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar
la penitencia y la renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión
no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón
contrito" (Sal 51,l9), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6,44;
12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha
amado primero (cf 1Jn 4,l0).
1429.- De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la
triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia
de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22,61) y,
tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor
hacia él (cf Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también
una dimesnión comunitaira. Esto aparece en la llamada del Señor
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a toda la Iglesia: "!Arrepiéntete!" (Ap 2,5.16).


S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la
Iglesia, "existen el agua y las lágrimas: el agua del
Bautismo y las lágrimas de la Penitencia" (ep.41,12).

1430.- Como ya en los profetas, la llamada de Jesús a la


conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras
exteriores "el saco y la ceniza", los ayunos y las mortificaciones,
sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Sin ella,
las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas: por el
contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta
actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia
(cf Jl 2,12-13; Is 1,16-17: Mt 6,1-6.16-18).

1431.- La penitencia interior es una reorientación radical de toda


la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro
corazón, una ruptura con el pecado, una aversión al mal, con
repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al
mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de
vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en
la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va
acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres
llamaron "animi cruciatus" (aflicción del espíritu),
"compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de
Trento: DS 1676-1678; 1705; Catech. R. 2,5,4).

1432.- El corazón del hombre es rudo y endurecido. Es preciso


que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf Ez 36,26-27). La
conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que
hace volver a El nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos
convertiremos" (Lc 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para
comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios,
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nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado


y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse
separado de El. El corazón humano se convierte mirando al que
nuestros pecados traspasaron (cf Jn 19,37; Za 12,l0)(cf S. Clem.
Rom. Cor 7,4).

1433.- Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo


referente al pecado" (Jn 16,8-9), a saber, que el mundo no ha
creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu,
que desvela el pecado, es el Consolador (cf Jn 15,26) que da al
corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la
conversión (cf Hch 2,36-38; Juan Pablo II, DeV 27-48). (Hasta
aquí el Catecismo).

Dios invita a la persona a entrar en íntima comunión con El.


Como esta invitación se dirige al pecador, la respuesta exige,
como punto de partida, la conversión. Si el pecado es "aversión"
a Dios, ruptura con El, la conversión es un retorno. La idea
central de la conversión es el cambio de conducta, la nueva
orientación de todo el comportamiento; en ella lo más importante
es la transformación del corazón.

El llamamiento a la conversión es central en el mensaje de los


profetas. Entre ellos se destaca Jeremías por la manera como
desarrolla este tema. En su predicación encontramos una
insistente llamada al retorno que exige, en primer lugar,
reconocer la falta. Pero este reconocimiento no puede limitarse
simplemente a lamentar lo sucedido, sino que debe ir seguido de
un cambio de conducta (cf Jr 4,1-4; 36,3).

En el umbral del Nuevo Testamento el mensaje de los profetas

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reaparece en la predicación de Juan Bautista, que se resume en


su llamada a la conversión: "Convertios, pues el Reino de los
cielos está cerca" (Mt 3,2). Cristo inició su misión evangélica con
el mismo llamamiento (cf Mat 4,17; Mc 1,15). Este llamamiento
es una verdadera "buena nueva" para el pecador: es la
posibilidad de retorno a la Casa del Padre que Dios ofrece en su
Hijo.
Conversión significa rechazo del estado de pecado. No es
solamente renuncia a determinada acción pecaminosa o a una
mala costumbre, sino actitud profunda de toda la persona que
dice de nuevo "SI" a Dios y obra consecuentemente con ese "SI".
Al centro de la conversión está la metanoia, el cambio de
mentalidad. Elemento principal de la conversión es el dolor por el
pecado, o arrepentimiento, y la sincera detestación del pecado
por amor a Dios (cf Sal 51,19; Lc 7,38; 15,18-19.21; 18,13-14;
Hch 8,22).

El arrepentimiento solamente es posible si el pecador está


dispuesto a mirarse tal como es, con sus faltas, con actitud
humilde, y a confesarlas ante sí mismo, ante sus hermanos y
ante Dios (cf Sal 51,5; 1Jn 1,8-10; Ap 3,17-19). El auténtico
dolor de los pecados lleva a la persona al deseo de permanecer
en Dios y de no separarse de El por el pecado. Es el propósito de
no pecar en adelante, que se refiere también a la recta conducta
respecto de la ocasión de pecar, es decir, a la decisión de evitar
las ocasiones de pecado y asumir la acción purificadora de la
sangre de Cristo.

La conversión sincera lleva a la reconciliación o reencuentro con


Dios, consigo mismo y con los hermanos. Esta reconciliación
solamente puede fundarse en un dolor eficaz que efectivamente
aparte a la persona del pecado y la vuelva a Dios. Es insuficiente

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un dolor que nazca solamente de un simple temor ante el castigo,


aunque puede ser punto de partida para llegar al dolor verdadero
y eficaz. Tampoco basta con rechazar ciertas especies de pecados
por motivos puramente humanos, sin una relación con Dios,
como sería por el daño que causan a la salud o por la
repugnancia natural que se siente por ellos. Esto puede en
algunas circunstancias llevar a la persona a dejar de pecar, pero
no a la vida de Dios. Sin embargo, este dolor o arrepentimiento
natural, llamado por algunos "atrición", puede ser importante
como punto de partida o preparación para el dolor sobrenatural,
que está bajo el influjo de motivos sobrenaturales y a impulsos
de la gracia.

La conversión es obra de Dios. Solamente El puede salvar la


distancia en que se coloca el pecador respecto de Dios. Pero el
pecador también debe aportar algo, y el primer aporte que debe
hacer a su conversión es confesar no solamente que ha obrado
mal, sino también que necesita transformarse para ser redimido.
Jesús, al exigir la conversión, hizo notar la diferencia entre los
que se reconocen pecadores y los que se jactan de justos por su
sumisón externa a la ley (cf Mt 23,27).

Convertirse es retornar a la sumisión a la ley de Dios, y ese


retorno solamente es posible mediante la completa renovación
del corazón. Es también rechazar toda injusticia, que es negación
del honor debido a Dios, del amor filial que la persona debe
tributar a Dios, su Padre, mediante una sincera obediencia. La
conversión es rechazo de toda mentira y falsedad. Impone un
cambio en la manera de pensar. Exige un espíritu cumpletamente
nuevo: "el espíritu de verdad" (cf Rm 12,2). La verdad divina, al
convencer al pecador de su culpabilidad, le hace ver que se ha
dejado seducir por el "espíritu de la mentira", y que la única

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I

manera de recuperar su libertad es volviendo al camino de la


verdad.

La conversión es una acción personal y personalizante por la cual


se reanudan las relaciones con Dios y se recuperan los derechos
filiales: "Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé
contra el cielo y ante tí" (Lc 15,18). Es, además, un compromiso
con el Reino de los cielos: "Convertíos, porque ha llegado el Reino
de los Cielos" (Mt 3,2).

La verdadera conversión consiste en buscar primero el Reino de


Dios y su justicia (cf Mt 6,33), en recibir el Reino de Dios con la
simplicidad de un niño (cf Mt 18,3; Mc 10,15), e implica un
constante combate contra el "reino de este mundo" ( cf Mt,10,35;
11,12; Lc 16,16). Por consiguiente, la conversión debe incluir el
afán apostólico, y será tanto más firme cuanto mayor sea la
conciencia de que el convertido se transforma en miembro vivo y
activo del Reino de Dios (cf 1Pd 2,5). Precisamente por estar
vinculada al advenimiento del Reino de Dios la conversión reviste
el carácter escatológico del mismo Reino. El tiempo que media
entre el primer advenimiento de Cristo y su segunda venida, es el
tiempo de gracia y de la paciente espera de Dios, que quiere dar
a cada uno la oportunidad para su conversión.

El llamamiento a la conversión no solamente es general, dirigido


a todos en conjunto por medio del Evangelio, sino que es también
particular, dirigido a cada persona en concreto, llamamiento al
que cada uno debe dar su respuesta perosnal, como decisión libre
de su voluntad (cf Hch 3,26; 5,31; 11,18; Ap 2,2l). Este
llamamiento es obra de la gracia: tanto el comienzo como el
progreso en el camino de la conversión están precedidos y
acompañados de la gracia (cf Dz 103ss. 176ss. 193ss).

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Dios llama a la conversión a cada uno por su nombre, no


solamente por el Evangelio, sino también por una solicitación
interior de la gracia; pero lo llama de tal manera que una
auténtica conversión no se realiza sin la libre colaboración de la
persona. El carácter gratuito de la conversión entraña para cada
uno una grandísima responsabilidad . Diferir la conversión
respresentaría un desprecio y un gran peligro. Hay momentos de
gracia especialmente valiosos; si la persona los rechaza, se sitúa
ante la posibilidad de que no retornen más. La gracia ofrece a la
libertad de la persona una oportunidad para convertirse; el
rechazarla representa un desprecio, una no estimación de la
gracia.

La conversión consiste no solamente en la voluntad de volver a


Dios, sino que es algo todavía más profundo, pues es una
transformación interior que representa la santificación de la
persona, un renacimiento, un ser nuevo (cf Jn 1,11-13; 3,5); es
el don de una vida nueva (cf 1Jn 2,29; 3,9; 4,7; 5,1.4.18).
Convertirse es mucho más que renunciar al pecado, mucho más
que obtener el perdón de los pecados. El convertido es una nueva
creatura que ha nacido de Dios, y por eso no peca (cf 1Jn 4,8),
vence al mundo (cf 1Jn 5,4; 2Co 5,17; Ef 4,22-24; Ga 6,8).

Por esta nueva acción creadora de Dios el convertido recibe la


libertad de hijo de Dios (cf Rm 8,15; 2Co 3,16-18; Ef 5,8; Ga 4,4-
7). Por eso la ley ya no lo coacciona y amenaza como a un
esclavo: lo que vale es la ley de gracia, que es ley de libertad que
le enseña a descubrir interiormente en el precepto exterior la voz
de Dios, el llamamiento al amor. Por obra del Espíritu Santo el
convertido pasa de las tinieblas a la luz (cf Ef 5,8-11) y debe
producir los frutos de la luz (Ef 5,9-11).

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La acción de la gracia divina que obra en el interior del


convertido, da el impulso y la norma para una vida
auténticamente cristiana. Lo que le guía ya no es la ley externa,
sino la ley de gracia, interna, es decir, el Espíritu de Cristo. Así la
ley externa no solamente no pierde para él su valor, sino que se
convierte en aspiración interna.

La conversión tiene un carácter sacramental por su íntima


relación con los sacramentos, especialmente con el Bautismo, la
Reconciliación y la Eucaristía. No hay justificación posible para el
pagano, si no es por el Bautismo, al menos el de deseo o el de
sangre, cuando no es posible el de agua. De igual manera, no es
posible la justificación del cristiano que ha caído en pecado
mortal, si no es por el sacramento de la Reconciliación, o al
menos por el deseo implícito de recibirlo. Dice Santo Tomás de
Aquino que los actos de conversión propios de la virtud de
penitencia solamente reconducen a la gracia en tanto cuanto
hacen referencia al "poder de las llaves" confiado a la Iglesia; por
lo que es evidente que la remisión de la culpa, que es efecto de la
penitencia en cuanto virtud, lo es más todavía de la Penitencia en
cuanto sacramento (cf S. Tomás de A. s.th. 3-86,6).

La estructura de los sacramentos de reconciliación señala a la


conversión su sentido propio y su finalidad, que es el encuentro
personal con Cristo. El primer paso en el camino de la salvación
es movido por la fe (cf Hb 6,1; 11,6; Hch 20,21; 26,18). Por ella
Cristo ilumina al pecador, le hace reconocer la gravedad de su
estado y le señala el camino de la esperanza.

Por la conversión sacramental se realiza la incorporación a Cristo,


por la que la persona forma un solo cuerpo con los demás
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miembros de Cristo. Cuanto más profunda y sincera sea la


conversión, más grande será el compromiso del convertido como
miembro activo del Reino de Dios, de la Iglesia, de la comunidad
de los fieles.

La perturbación que el pecado produce en la Iglesia y la


restauración que implica la conversión, se expresan en los ritos
penitenciales eclesiales, en especial en los del sacramento de la
Reconciliación, pues el pecador se reconcilia no solamente con
Dios, sino también con la Iglesia, "comunidad de las santos".

La conversión establece una nueva relación cultual: cada etapa


de ella adquiere un significado cultual; la misma confesión
humilde y sincera es una alabanza a la misericordia de Dios.

Por la auténtica conversión el pecador deja de considerarse como


el centro, medida y fin de sus pensamientos y acciones, y
empieza o ordenarlo todo a Dios. A medida que profundiza en su
conversión y se desarrolla en él le vida cristiana, orienta más y
más su vida al culto, a la glorificación de Dios.

Un efecto importante de la conversión es la virtud de la


penitencia, que es la disposición habitual para superar el pecado
y expiarlo cada vez más perfectamente y para participar en la
pasión expiatoria de Cristo Redentor. Por eso el espíritu de
penitencia, como participación del misterio de la cruz, tiene un
sentido y un valor centrales en la vida del cristiano, y forma parte
del proceso de conversión.

Cristo, el Señor, no solamente proclama la necesidad de la


penitencia, sino que la vivió y la sigue viviendo en su Iglesia

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hasta las últimas consecuencias: padeció por la salvación de la


humanidad; derramó su sangre para la remisión de los pecados.
Por eso el cristiano, si quiere ser coherente con su fe, no puede
eximirse de la penitencia (cf Mc 8,34-35; Mt 16,24-28; Lc 9,23-
27). No puede vivir para sí mismo, sino para Aquel que lo amó y
se entregó por él (cf Ga 2,20).

La penitencia y la mortificación no implican una visión negativa


de la corporeidad, sino que afirman la libertad de la persona
sobre los imperativos de una sociedad que tiene como norma
suprema la búsqueda del placer y el bienestar terrenos. Unida a
la cruz de Cristo, la mortificación adquiere un valor incomparable.

La penitencia ocupa un lugar destacado en el anuncio del


Evangelio y en el ejemplo de Cristo, como también en la
predicación de los apóstoles. La principal forma de vivirla hoy es
mediante la aceptación de las dificultades y renuncias que
presenta la vida de cada uno. Esta aceptación significa el alegre y
responsable cumplimiento de los deberes del propio estado y
condición, la paciencia ante las incomodidades que surgen de la
convivencia humana, y ante las realidades duras que no es
posible cambiar.

Ante las injusticias sociales y ante el sufrimiento humano que


éstas ocasionan, la austeridad y el compartir se presentan como
una forma muy actual de vivir el espíritu de penitencia cristiana.
Es ésta una expresión de solidaridad con los más necesitados y
una afirmación de libertad ante las esclavitudes de la sociedad de
consumo.

7.2. La obra de la santificación.

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La obra de la santificación es una exigencia y una respuesta al


llamamiento dirigido a todos (cf LG 39). El apóstol San Pablo
afirma que es voluntad de Dios nuestra santificación (cf 1Ts 4,3),
y que hemos sido elegidos en Cristo antes de la creación del
mundo "para ser santos" en la presencia de Dios (cf Ef 1,4). Se
trata de una exigencia fundamental, no simplemente de una
sugerencia o consejo: es condición para poder participar en el
Reino de Dios.

El Señor Jesús predicó la santidad de vida, de la que El es


Maestro y Modelo, a todos y cada uno de sus discípulos de
cualquier condición que sean: "Sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial" (Mt 5,48) y envió el Espiritu Santo, quien
realiza la obra de la santificación en quienes se dejan conducir
por El (cf LG 40). La santidad cristiana es el término hacia el cual
se dirige progresivamente toda la vida moral.

Objeto de la Revelación cristiana es no solamente recordarnos


que Dios es santo, sino también proclamar que estamos llamados
a participar de la santidad de Dios, a la intimidad de vida con El.
En Cristo, la naturaleza divina se une a la naturaleza humana y la
santifica, penetrándola de la vida de Dios. El es el Santo de Dios
(cf Hch 3,14). Su humanidad es enteramente santa por la
pertenencia a la persona del Hijo de Dios, por la total adhesión a
la voluntad divina en la obediencia y en el amor. Cristo es santo
porque es Dios (cf Lc 1,35) y porque posee en plenitud el Espíritu
Santo: El es el "Santo de Dios" (cf Mc 1,24; Lc 4,34; Jn 6,69).

Cristo, el Santo de Dios, comunica la santidad a sus hermanos: El


es nuestra santificación (cf 1Co 1,30). En virtud de Cristo, o en
su nombre que actúa en el Bautismo, y por la efusión del Espíritu
Santo, el cristiano es santificado (cf 1Co 6,11). Hemos sido
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santificados en virtud de la voluntad sacrificial de Jesús,


expresada en su inmolación en la cruz (cf Hb 10,10).

En el Bautismo la Santísima Trinidad se da a sí misma al


cristiano; viene a habitar en él (cf Jn 14,23) y, al mismo tiempo,
mediante Cristo y su Iglesia, le infunde una nueva realidad, que
es participación creada, pero verdadera, de la misma vida divina:
la gracia santificante acompañada del comjunto de las realidades
sobrenaturales que constituyen el organismo sobrenatural. La
"acción santificadora del Espíritu" (cf 2Ts 2,13) convierte al
cristiano en una "creatura nueva" (cf Ga 6,15), en hijo de Dios (cf
1Jn 3,1). Mediante la gracia santificante el cristiano se hace
realmente participante de la naturaleza y de la santidad divinas
(cf 2Pd 1,4).

La santidad ontológica del cristiano se debe expresar en buenas


obras y traducirse en santidad moral (cf Ef 4,17.20-24; Col 3,7-
17). El fiel de Cristo, justificado por El, tiene que crecer en la
santidad hasta la perfección. La perfección cristiana, o sea la
santidad perfecta, es la completa realización de la vida cristiana,
que será definitiva solamente cuando se haya terminado el paso
por este mundo y se haya llegado a la plena unión con Dios en la
bienaventuranza eterna.

La santidad, como encuentro que se da entre Dios y la persona


que responde generosamente, es resultado de una llamada y una
respuesta. Esta llamada que Dios hace se dirige a todos: es
universal, como es universal la salvación realizada por Cristo y
continuada en el tiempo a través de la Iglesia, Cuerpo Místico de
Cristo. Hay que entrar en la Iglesia para hacerse santos porque
solamente en ella está presente y operante la santidad. Entramos

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a formar parte de la Iglesia mediante el Bautismo, que nos une


con Cristo, por lo cual el bautizado queda objetivamente
constituído santo. La santidad tiene, por tanto, una dimensión
eclesial que se manifiesta por la incorporación a Cristo en la
Iglesia, que viene a ser el sacramneto visible (cf LG 9).

Pero no basta con recibir el Bautismo para quedar y ser


automáticamente santos. El bautizado debe ser consciente de la
respuesta que está dando al llamamiento a la santidad, si
realmente esa respuesta es adecuada a su consagración
sacramental. La gracia que se recibe en el bautismo constituye
un germen de santidad, pero ese germen hay que desarrollarlo
mediante el constante esfuerzo por hacer el bien y evitar el mal;
por desplegar el orden sobrenatural especialmente mediante la
oración y la vida sacramental. Además, hay que tener presente
que llevamos el tesoro de la gracia del bautismo en vasos frágiles
(cf 2Co 4,7), que fácilmente se pueden romper debido a las
solicitaciones de la carne, las tentaciones del demonio y las
seducciones del mundo, por lo cual necesitamos de un constante
cuidado, de acudir sin interrupción a la vigilancia y a la oración
(cf Mc 14,38; Mt 26,41; Lc 22,46).

La santidad es una exigencia intrínseca de la vida cristiana y de


todo cristiano. Todos estamos llamados a la plenitud y a la
perfección de la santidad cualquiera sea el estado o condición de
cada uno, y cada uno debe esforzarse por lograrla según los
dones recibidos y la misión que le corresponda realizar (cf LG
41). En esto se compendia la tarea moral cristiana.

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