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Día “D”: Golpe de Estado
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presiones y tensiones que no sabría cómo
describir. Sabía que así como nosotros
estábamos procurando una salida institucional al
conflicto, la cúpula del sector empresarial (grupo
Pirámide) y la cúpula militar (grupo golpista)
estaban urgidos de encontrar una salida legal
que permitiera sacarme de la Presidencia y
entrar ellos al abordaje.
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Los amigos insistían en que descansara un rato.
Pero yo sentía que acostarme era casi una
rendición. Sin embargo, el cansancio y la tensión
fueron haciendo mella y por fin accedí a
retirarme. Entré en un cuarto de visitas
habilitado en la Casa Presidencial, me quité los
zapatos y me tiré en una cama con la ropa
puesta. Era tan grande el cansancio que al
principio no pude conciliar el sueño. Tenía la
cabeza repleta de pensamientos, se reproducía
una y otra vez el alud de acontecimientos que,
de hecho, habrían de cambiar mi vida y la
historia de Guatemala. Súbitamente, y acaso sin
quererlo, quedé profundamente dormido.
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era necesario tomar medidas rápidas, pues
aparentemente yo estaba a punto de lograr una
mayoría de diputados, constituir quórum y así
restablecer una Asamblea depurada, para lograr
la salida institucional al conflicto surgido por la
disolución de los organismos antes citados. Les
hizo notar también que, la tarde anterior, el
Presidente había sostenido reuniones –sin los
resultados esperados– con Jorge Carpio Nicolle,
del Partido Unión del Centro Nacional (UCN) y
con Alfonso Cabrera Hidalgo, de la Democracia
Cristiana Guatemalteca (DCG).
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3o. Había que depurar el Congreso.
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René Enríquez, Subjefe del Estado Mayor del
Ejército.
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Después de eso decidieron comunicarse con
líderes de los partidos políticos, sindicatos,
Iglesia Católica y con la Embajada de los Estados
Unidos. Enríquez y Pérez Molina, acompañados
de una veintena de oficiales (todos vistiendo
traje de fatiga y fuertemente armados) van y le
presentan su posición al Jefe del Estado Mayor
del Ejército, general Perusina. Este, de
inmediato, se comunicó con el ministro García
Samayoa, quien aceptó recibirlos. Pérez Molina
explicó al ministro su posición, en el sentido de
que Espina y yo teníamos que renunciar y, en
consecuencia, que la Corte de
Constitucionalidad tenía que encontrar una
forma legal de designar un Jefe de Estado
interino.
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mientras Serrano fuera Presidente y que saldría
con él”. Por otro lado argumentaban que dejar a
Espina era dar la cara del continuismo y que, en
ese momento no importaba lo que la ley
estableciera.
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sillón de una de las salas de la Casa Presidencial,
entra a la habitación en la que yo estaba
descansando y me dice:
—Presidente, el Ejército te está pidiendo la
renuncia.
¿Qué ejército pide mi renuncia? Vos dirás que
algunos comandantes del ejército…
—Así es –me responde– algunos comandantes
del ejército.
—Bueno –le dije. Gracias, en cinco minutos
estoy afuera.
Apenas salió mi amigo, me fui al cuarto en el que
estaba durmiendo mi esposa Magda.
—Levántate, Magda, y pónganse a orar, porque
se está cumpliendo lo que el Señor nos había
anunciado: el ejército me está pidiendo la
renuncia.
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Al entrar, el general Ortega Menaldo, que estaba
en su escritorio, de inmediato se puso de pie y lo
saludé.
—¿Qué está pasando, General?
—Señor Presidente, un grupo de oficiales,
reunidos en el despacho del Ministro de la
Defensa, le está pidiendo la renuncia.
—¿Hay algo que podamos hacer?
—No, señor –me contestó– Nos han cortado las
comunicaciones, incluyendo los teléfonos de dos
cifras y nos tienen prácticamente aislados. He
ordenado emplazar artillería en las esquinas. La
Guardia Presidencial nos es fiel y está lista para
garantizar su seguridad y la de su familia. Les he
advertido que ante cualquier movimiento contra
nosotros, abriremos fuego.
—Muy bien, General –le respondí– Ahora, por
favor, llame usted al Ministro de la Defensa y
dígale que venga a mi despacho con los oficiales
que lo acompañan para que dialoguemos.
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—Creo que los debía haber sacado de aquí a
todos y haber enfrentado esto yo solo.
Magda, mi esposa, me interrumpió
enfáticamente:
—No, Jorge, estamos como debemos estar:
todos juntos, porque Dios así lo ha querido. Mi
hijo Arturo, como es habitual, saltó y dijo:
—No papá, esto ya lo sabíamos. Aquí estamos y
Dios sabe por qué. Quizá sea para su propia
protección. Siempre hemos estado juntos, ¿por
qué ahora habríamos de separarnos?
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Cuando entré en el despacho privado, el general
Ortega Menaldo me estaba esperando.
—¿Qué nuevas me tiene, General?
—Dice el señor Ministro que ellos no vienen
aquí.
—Entonces –respondí– prepárese porque
nosotros sí vamos allá.
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En efecto, con una comitiva formada por varios
oficiales del Estado Mayor Presidencial, con el
general Ortega Menaldo y elementos de
seguridad a la cabeza, nos encaminamos por el
llamado Callejón Manchén, para entrar al Palacio
por las puertas traseras, que dan sobre la 5ª
Calle.
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quienes enseguida corrieron y nos rodearon. Es
lamentable, pero ese era un mal momento para
acercarse con cierta impertinencia a un hombre
que va camino a enfrentar el problema más
grande de su vida, lleno de incertidumbres,
tensiones y por qué no decirlo: también
temores.
En el Palacio de Gobierno
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—¡Atención! ¡El Presidente de la República! Se
produjo un silencio, hasta que todos se pusieron
de pie. Los saludé y rápidamente recorrí con la
vista la cara de los presentes. El ministro, general
García Samayoa, me señaló la silla que me
reservaban.
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produjo entonces un incómodo silencio, roto por
mí:
—Entiendo, señores, que han tomado ustedes
una decisión que ahora deben explicarme.
Repuesto de la sorpresa, el general García
Samayoa pretendió hacer un preámbulo, pero
yo lo interrumpí:
—General, ahórreme la fórmula y vayamos al
grano.
—Como usted guste, señor –respondió,
mirándome por primera vez– El Ejército ha
decidido pedirle la renuncia.
—Estoy aquí para que dialoguemos –respondí.
—No hay nada que dialogar –sentenció el
general Mario Enríquez– El Ejército ya tomó una
decisión.
—El Ejército, General, no me puede pedir la
renuncia. Yo fui elegido por el pueblo. Este es un
asunto civil en el que ustedes no tienen nada que
ver. Les sugiero que no se metan.
—No, señor. El ejército ya tomó una decisión y la
va a mantener –intervino otra vez el general
Enríquez.
—Y yo les digo a ustedes que se van a arrepentir
de haberse metido en esto, porque no tienen
derecho constitucional para hacerlo y les
advierto que con esta actitud le están causando
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un grave daño al propio ejército. Yo soy un
presidente democráticamente electo; no fui
puesto por ustedes, y se los dejo perfectamente
claro: no voy a renunciar, por lo que si quieren
quitarme tendrán que deponerme, darme un
golpe de Estado y cargar con las consecuencias
de ello.
—La decisión del ejército está tomada –repitió, a
falta de argumentos el general Enríquez.
Entonces, me puse de pie y les manifesté:
—Parece que no tenemos nada más de que
hablar.
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que un oficial de la comitiva presidencial dijo, en
un tono que Fernández lo pudiera escuchar:
—Otra traición más, vos, hijo de puta.
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preparados para una eventual propuesta de
resolución. Desde temprano de esa mañana, el
Ministro de la Defensa había pedido por radio a
los magistrados de la Corte de
Constitucionalidad que se presentaran a su
despacho en el Palacio Nacional. Solo se
presentaron los magistrados Jorge Mario García
la Guardia y Gabriel Larios Ochaita. Los otros dos
magistrados que estaban activos, incluido el
Presidente de la Corte, doctor Epaminondas
González Dubón, se negaron a asistir al despacho
del Ministerio de la Defensa. Por otra parte, la
quinta magistrada, licenciada Josefina Chacón
de Machado, ya había renunciado.
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una labor para verdaderos titanes del engaño y
la triquiñuela. Otto Pérez Molina y el grupo de
oficiales a su servicio, presionaban ahora al
general Enríquez y al Ministro García Samayoa
para que no f laquearan en la decisión de
sacarme de la Presidencia, pues ya todos
estaban muy comprometidos. Por otra parte, y
desde tempranas horas del 1º de junio, se
habían dado a la tarea de llamar y traer al Palacio
a los personajes y dirigentes que en una u otra
forma deberían servir de fachada al golpe de
Estado que se hallaba en proceso. Sin embargo,
debido a mi negativa a renunciar, iba a ser difícil
hacerlo en forma rápida y dar con la fórmula
jurídica que tuviera algún grado de credibilidad.
Mientras más discutían los dos magistrados
presentes con los asesores del Ministro, más
difícil resultaba encontrar una salida civil y
jurídica al golpe militar.
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la ausencia de dos magistrados de la Corte de
Constitucionalidad, la falta del apoyo
incondicional que ellos hubieran querido de
parte de Álvaro Arzú Irigoyen y de Efraín Ríos
Montt, a más del incidente que provocaron
Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz y el
Dr. Alfonso Fuentes Soria, Rector de la
Universidad de San Carlos, en la plaza central.
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daban al ejército el rol de salvaguarda del orden
constitucional. Todo, con el fin de salvar la cara
de la institución armada.
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también presentaba su renuncia, argumentando
que esta se encontraba en el escritorio del
Ministro de la Defensa. De vuelta a la Casa
Presidencial
Al regresar, me vi rodeado de familiares,
compañeros, amigos, secretarios, diputados,
ministros, e incluso miembros del cuerpo
diplomático que deseaban saber el resultado de
la reunión sostenida con los militares.
Nos acercamos al llamado “Salón de los Espejos”
y les conté los pormenores: que los militares me
habían pedido la renuncia y que enfáticamente
yo les contesté que no renunciaría y que el único
camino que tenían era darme un golpe de
Estado.
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Nobel de la Paz comenzó a protestar a voz en
cuello:
—¡Esto es un golpe militar, es un golpe militar!
Unas doscientas personas reunidas frente al
Palacio Nacional, la rodearon y empezaron a
corear:
—¡Gobierno civil, sí; militares no! A renglón
seguido empezaron a llamar traidores a todos
los personajes y dirigentes civiles que estaban
entrando al Palacio. Incluso quisieron agredir a
Jorge Carpio Nicolle, quien para protegerse tuvo
que correr hacia una residencia cercana. Lo
mismo sucedió con Alfonso Cabrera, Secretario
General de la DC, a quien también lo
abuchearon, insultaron y hasta intentaron
agredir, debiendo ser protegido por los mismos
guardias del Palacio.
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Como antes dije, yo estaba en la Casa
Presidencial, sentado en la silla presidencial,
escuchando con indignación las comunicaciones
que se daban a los medios: “El Presidente ha
renunciado”, decían; y yo, aislado, con una
comunicación muy restringida, con todos los
teléfonos internos cortados. Solo entraban las
llamadas que ellos permitían. Estaba claro:
tenían que seguir anunciando que el Presidente
abandonó el puesto para ganar tiempo y seguir
dándole todas las vueltas posibles a la
Constitución Política que ellos proclamaban
defender pero que estaban violando en la forma
más descarada, esperando sin éxito, encontrar
un artículo en el cual respaldarse para lograr sus
propósitos.
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trató dos veces de salir, pero fue forzado a
permanecer en el lugar por miembros de la
inteligencia militar.
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En poco tiempo cambiaron de estrategia y es así
como decidieron, de manera precipitada,
fortalecer la organización de fachada que
sirviera a sus fines, como era la Instancia
Nacional de Consenso: enfocada
fundamentalmente en sacar al Presidente y al
Vicepresidente de la República y a depurar el
Congreso. Esto lo concretaron con éxito el
mismo 30 de mayo, cuando tomaron conciencia
de la debilidad popular de su planificado
movimiento.
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Resultaba paradójico y tristemente ridículo que
un militar, el propio ministro de la Defensa (que
se supone por ley y constitucionalmente un
funcionario obediente y no deliberante)
apareciera dando la cara “civil” del golpe de
Estado y actuando como portavoz de la llamada
Instancia Nacional de Consenso. Me asombró la
habilidad de los magnates que burdamente
utilizaron a los militares para dar un nuevo golpe
de Estado. Siendo honesto, sentí pena al ver a
otras buenas personas que estaban de pie,
respaldando la conferencia, con una cara
solemne de circunstancias y que no tenían la
más mínima sospecha de la forma en que los
estaban utilizando. Algunos de ellos tampoco
tenían la más remota idea de cómo les pagarían
este favor.
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Honduras que estaban reunidos en San Salvador
por los sucesos de Guatemala. Después de haber
realizado múltiples gestiones, me manifestaron
que no había nada que hacer, indicándome que
todos habían suscrito una carta en la que exigían
respeto a mi integridad física y la de mi familia.
De manera personal, los mandatarios me
sugirieron que abandonara el país. Agradecí las
muestras de solidaridad de mis colegas
centroamericanos, pero pensaba que tal cosa no
entraba en mis planes, porque es muy duro
tener que abandonar, empujado por las
bayonetas, el puesto que se ganó con tanto
esfuerzo y con tantos votos.
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la Presidencia, eso le daría continuidad a lo que
iniciaste y sería un freno para tus enemigos.
—Yo entiendo sus razones –le respondí. Si
Gustavo cree que puede lograr algo, yo no seré
quien me oponga; pero les digo que yo, de
ninguna manera voy a renunciar, pues no voy a
dar legitimidad a este golpe. Pero tampoco me
opondré a que Gustavo asuma la Presidencia,
aunque, sinceramente les digo, esta es una
opción a la que no le veo la menor posibilidad,
pues esta gente no ha llegado hasta aquí para
devolvernos después el poder. Ya se la jugaron y
se quedan con él; sin embargo, adelante
Gustavo.
—Has pensado bien –dijo mi suegro– Te sugiero
que hablés con los diputados que aún están aquí
y que les pidás el apoyo para Gustavo. Solo dame
tiempo para llamarlos.
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Esta vez la despedida era definitiva y por eso se
dio con grandes muestras de cariño y respetos
mutuos. Gustavo salió a reunirse con los
militares. Cuando regresó a la Casa Presidencial,
nos encontramos en uno de los pasillos y nos
detuvimos a platicar. En eso, a un teniente que
venía corriendo por el pasillo en el que
conversábamos, se le cayó una de las granadas
que llevaba en el chaleco, y el artefacto rodó,
pasando al lado mío y de Gustavo. Cuando la
granada se detuvo sin explotar, nos dijimos que
no era “nuestra hora”, pero ¡qué susto!
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que hay sobre vos y tu familia... Yo pensé: seguro
que Rafa Calderón tiene información que yo
desconozco; seguro le han hablado los militares
o quién sabe qué cosa esté pasando. Sin
embargo, repensé mi posición y le reafirmé que
mi respuesta seguía siendo la misma: que no
renunciaría.
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todos estuviéramos listos, que nos llamásemos y
nos pusiéramos de acuerdo. Al despedirse, dijo:
—Me llamás a la hora en que te decidás. Al
regresar al salón privado de la Presidencia,
recibo otra llamada del Presidente de El
Salvador, Alfredo Cristiani. Me percibe un tanto
indeciso e insiste:
—Jorge, por favor salí. Te estoy enviando un
avión y te venís para acá, aquí estás seguro.
—Gracias, Fredy, pero hay cosas que todavía
tengo que hacer...
—No hombre –respondió – estás jugando con tu
vida y la de tu familia. No hay más que hablar, te
mando un avión de inmediato. ¡Por favor, Jorge,
salí, el avión va para allá!
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—Creo que es imprudente seguir aquí, no sé qué
piensan ustedes. Todos asintieron con la cabeza,
y Jorgito dijo:
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Presidente Cristiani. Acto seguido pedí que me
comunicaran con el Vicepresidente Espina, y le
dije:
—Mirá, Gustavo, me llamó Cristiani e insiste en
que salgamos hoy; incluso, me está enviando su
propio avión para que no haya problemas.
Después de oírlo, creo que eso es lo prudente. Ya
ordené que lo preparen todo.
—Mirá, mi hermano –me responde Espina– yo
estoy en la cama ya, lo hablé con Thelma y los
patojos y nosotros nos vamos a quedar; es más,
han venido varios hermanos, hemos orado, y nos
sentimos tranquilos con la decisión.
—Gustavo, a mí me parece imprudente.
Acordate que siempre, vos mismo decías:
“Juntos entramos, juntos salimos”, pero yo
entiendo que esa es tu decisión y la respeto.
—Así es, gracias –me responde Gustavo– Como
te dije, ya estoy en la cama y nos quedamos.
—Bueno, mi hermano, yo cumplí con avisarte.
Que el Señor te bendiga a vos y a todo tu familia
y espero que te vaya bien
—Igualmente, Jorge, que el Señor los bendiga.
Por favor despedime de los patojos y de Magda.
Espero que pronto volvamos a estar juntos. Al
terminar de cenar, fuimos a arreglar el poco
equipaje que llevaríamos. Magda se recuerda del
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salmo 27:3 “Aunque un ejército acampe contra
mí, no temerá mi corazón; aunque contra mí se
levante guerra, yo estaré confiado”.
—Sin embargo –le dije– estoy confiando en el
Señor, pero creo que ya no es prudente provocar
aún más a estos, que ya están lo suficientemente
nerviosos. Y de una vez me vino a la memoria lo
que dice la Palabra: “No se cae la hoja de un
árbol fuera de la voluntad de Dios”. Y
nuevamente con Magda y mis hijos, dimos
gracias al Señor que nos sacaba con vida de esta
conspiración.
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Pato (Juan Pablo), Magdita y Amelie, y después
vi cómo un hacha caía sobre el mapa de
Guatemala y al golpearlo lo hacía añicos, volaban
las astillas por todos lados.
—Impresionante, hermano –le respondí– Así es
la misericordia de Dios cuando decide
protegernos.
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—Hoy nos vamos tristes, pero el Señor permitirá
que un día regresemos alegres. Acto seguido
salimos de la Casa Presidencial. Nuestra
caravana iba acompañada de carros de
familiares y amigos que quisieron llegar hasta el
aeropuerto militar La Aurora. Solo permitieron
pasar a los carros de la caravana presidencial y
los carros de mis hijos. Al llegar a la base, el
general Pozuelos, comandante de la Fuerza
Aérea Guatemalteca, nos recibió y me dijo:
—¿Cómo está, señor ingeniero? Antes de que yo
contestara, un mayor de la Fuerza Aérea que
estaba en segunda fila se adelantó y
cuadrándose, dijo en voz muy alta:
—¡Parte sin novedad, señor Presidente!
Entonces, el comandante reaccionó, diciendo:
—Señor Presidente, aquí tenemos su avión listo,
a sus órdenes.
—Gracias, general, pero me iré en el avión que
me envió el presidente de El Salvador. Allí
estaban el capitán y su copiloto salvadoreños.
Los oficiales del Estado Mayor Presidencial y la
Guardia Presidencial, con los oficiales de la base
aérea presentes, formaron una línea frente a la
escalinata de entrada del DC–3 de la Fuerza
Aérea de El Salvador. Nos despedimos de cada
uno de los oficiales con abrazos; recibimos
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palabras de aliento e innumerables muestras de
cariño. En solo treinta y cinco minutos el avión
aterrizó en San Salvador. Al bajar de la aeronave
tomé plena conciencia de mi calidad de ex
Presidente de la República de Guatemala. Que
estaba allí para iniciar un forzado exilio, pero
siempre con esta convicción: no hay
despropósito en lo que Dios dispone y la
bendición está en aceptarlo y bendecirlo por
eso.
EL GRAND FINALE
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(léase Otto Pérez Molina y Compañía) alrededor
de él, pues ellos eran quienes le garantizarían su
“seguridad”. Como el mismo Dionisio lo
reconoció en su carta del 5 de junio de 1993, él
podía irse tranquilo, pues dejaba al país en
buenas manos.
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colgó un pañuelo al cuello, lo uniformó, le dio un
fusil, lo subió en una tanqueta y lo hizo desfilar
en el fuerte Mariscal Zabala, en un desfile ante
la prensa, el cuerpo diplomático, personalidades
de Gobierno, e invitados especiales. El mensaje
fue clarito: “A este ya lo tenemos”. Lo triste es
que “a este ya lo tenemos” no solo lo
aplaudieron las cúpulas militares y
empresariales, sino que el crimen organizado
dijo: “Ahora es cuándo”, y se desató una de las
olas de mayor criminalidad en el país. Los
secuestros eran por docena y los
ajusticiamientos extrajudiciales por miles, entre
ellos pérdidas irreparables como la de Jorge
Carpio Nicole y Epaminondas González Dubón.
Resulta que el “Procurador había resultado mil
veces peor que el aprendiz de Dictador”, como
se dijo en un tímido artículo de prensa de la
época.
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El contrabando
El lavado y la evasión fiscal
El narcotráfico.
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toda la gama posible de mezclas, participando en
ellas “honorables” miembros de todos los
sectores de la sociedad, unos con gran
reputación y prestigio, otros desprestigiados y
burdos, pero todos socios, y colaboradores, sin
conciencia alguna de lo que hacen y han hecho
al país, Eso sí, todos con la esperanza de que los
despenalicen y así ese molesto mote de
delincuentes les sea quitado de encima.
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Guatemala “el país de la eterna primavera
delincuencial”.
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