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EDICIONES GUADARRAMA, S. L .
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Considerando:
I.—Bases de la Reforma
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para que éste los decretase, dado que las facultades o atri
buciones que no se poseen, que no se tienen, y lo que es más,
cuyo ejercicio está prohibido (como en el caso que se estudia),
tampoco pueden ser objeto de delegación o autorización.
No parece admisible que le sea lícito al legislador autori
zar al gobierno para que él haga aquello que la Constitución
o ley fundamental le ha prohibido hacer a ese mismo legis
lador. Argumento especioso y sofístico sería el consistente
en sostener que al imponer la pena de destierro en uso de
facultades conferidas al gobierno por la ley 61 de 1888, no. era
el congreso ni ninguna de sus dos cámaras quienes decreta
ban este acto de proscripción, sino el gobierno ejecutivo, y
que como éste es un poder distinto del legislativo, no se ha
bría infringido por tal razón el precepto constitucional.
Verdad es que por entonces la citada ley 61 de 1888 esta
ba vigente y que cuando se trató de su expedición ella no
fué objetada en ningún sentido. Pero a Caro no podía ocul
társele que la facultad que aquella ley confería al gobierno
para decretar actos de proscripción, no se conformaba ni con
el espíritu ni con la letra de la Constitución, ya que ésta le
prohibía al legislador expedir directa o indirectamente provi
dencias de tal naturaleza. ¿Por qué el señor Caro, tan celoso
guardián de las instituciones, tan ceñido siempre a los textos
constitucionales y tan autorizado intérprete de su obra legis
lativa, no vió, o mejor dicho, no quiso ver esto? ‘
Contémplese una hipótesis. Supóngase que el partido li
beral hubiese triunfado en la guerra de 1895 y desplazado a
Caro del poder público; supóngase también que Caro no hu
biese desterrado a nadie durante su gobierno y que por tanto
estuviese en posibilidad de interpretar con toda imparcialidad
la legislación existente respecto a la pena de destierro; y su
póngase, por último, que a raíz del triunfo liberal se hallasen
todavía vigentes la Constitución de 86 y la ley de 61 de 1888
por no haber sido abrogadas inmediatamente, y que el gobier
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estar fraguando una guerra civil, y esa fué la razón que adujo
para suspenderlo; y Caro acusó a El Relator de ocuparse en
la preparación de una guerra, y con tal motivo lo suspendió.
Véase, pues, que ambos gobernantes procedieron con un mis
mo criterio respecto a aquellos periódicos, que alegaron idén
ticas razones contra éstos y que impusieron la misma pena.
Mas tratándose de las personas, la cuestión cambia de as
pecto. En efecto, es indudable que el presidente Parra fué
mucho más benigno con Caro, que éste con don Santiago Pé
rez. El señor Parra se limitó a suspender El Tradicionista,
y no desterró al señor Caro; éste, en cambio, no se contentó
con suspender El Relator 'sino que expulsó del país al señor
Pérez. Y hay algo más todavía: que las razones o temores de
guerra aducidos por el gobierno del señor Parra eran funda
dos, lo demuestra la revolución de 1876, que fué un hecho;
en tanto que el temido o previsto conflicto que Caro alegaba,
no apareció por parte alguna al menos en los años 1893 y
1894, pues sólo hasta 1895 fué cuando estalló una nueva con
tienda armada que no tenía ni podía tener conexión ninguna
con El Relator, suspendido desde hacía dos años, y menos aún
con don Santiago Pérez, quien hallábase reducido a la impo
tencia y ausente del país. No quiero decir con esto que El
Tradicionista fuese responsable de la guerra del 76; única- -
mente anoto la circunstancia de que al presidente Parra le
asistía razón para hablar de aprestos revolucionarios contra
el gobierno, pues lo cierto es que la mencionada guerra del
76, que duró ocho meses, se inició en agosto de aquel año y
concluyó con la capitulación de los conservadores, en Ma-
nizales, en abril de 1877.
Pero lo que más sorprende al estudiar los sucesos acaecidos
entre Caro y don Santiago Pérez, es la inflexibilidad de aquél.
El señor Pérez era un hombre respetable por muchos concep
tos. Prescindiendo de sus antecedentes como ciudadano, como
institutor y como publicista, creo que el solo hecho de ser un
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del régimen del papel moneda con todos los riesgos que este
entraña, eran factores decisivos para que a Colombia no aflu
yesen inmigrantes ni capitales extranjeros.
Carente, pues, aquel gobierno de toda posibilidad finan
ciera efectiva, no sería justo que la crítica contemporánea
hiciese al señor Caro el cargo de no haberse preocupado por
el desarrollo económico nacional. La posteridad no puede cen
surar a los hombres de Estado por las obras que éstos de
jaron de realizar en el gobierno, sino en vista del orden de
cosas en que ellos se movieron y de los problemas y dificul
tades de su tiempo.
La imposibilidad de arbitrar recursos suficientes para el
fomento de la economía nacional, imposibilidad proveniente
de las adversas circunstancias anotadas anteriormente, es lo
que explica que la administración del señor Caro no hubiera
tenido grandes iniciativas de carácter económico y que ella
resultara desde este punto de vista una modesta administra
ción, tan modesta como lo fueron en esa misma materia las
administraciones de sus predecesores liberales y conservado
res y también las de no pocos de sus sucesores. Dicha admi
nistración, al igual de las anteriores y posteriores hasta 1922,
vivió en permanente desequilibrio fiscal y dejó al gobierno
siguiente el forzoso déficit que es característico de esta clase
de situaciones.
Oportuno es advertir, de paso, que el déficit en los pre
supuestos nacionales fué una dolencia endémica de nuestras
finanzas desde el día de la fundación de la república hasta
la época en que se expidieron las leyes fiscales sugeridas por la
misión de expertos que dirigió el profesor Kemmerer. Durante-
el siglo xix, sólo en dos ocasiones se habló de la existencia
de un pequeño superávit: en tiempo de Santander y en tiem
po de Parra; y por lo que hace a la actual centuria, entre
1900 y 1922, o sea en los años anteriores a la reforma acón-
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