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NO ESPERAR NADA MÁS DE LAS ESTRELLAS

Pablo Baca (Jujuy 1958)

Ya estaba casi oscuro cuando dejé la ruta y comencé a recorre los últimos
kilómetros por caminos de tierra. Era uno de esos atardeceres ostentosos en la
llanura de nubes y luces sobre el horizonte. Iba con mucho cuidado porque había
bastante barro. Crucé la calle que lleva a la casa de mis abuelos y tomé, ya con toda
calma, las últimas cuadras antes del campo Las Estrellas, donde pasaría la noche.
En la tranquera creí reconocer unas plantas a un costado, unas viejas pitas con
flores muy altas, de casi la altura de los postes de luz. Una reminiscencia dudosa me
dejó la sensación de atravesar la frontera a un tiempo perdido. Había pasado ahí los
interminables veranos de la infancia y a esa última hora de la tarde, parecía que a
pesar de los años el pasado estaba sin embargo intacto en los mismos olores, los
sosegados ruidos del campo, el interminable color del cielo. Dejé el auto bajo los
árboles y después de saludos y abrazos estuve en la galería del sur con dos primas
que hacía mucho que no veía, tomando cerveza y conversando lleno de la apacible
confusión entre lo propio y lo extraño que deja el pasado en común.
Muchos años atrás había estado en ese lugar pero ya no encontraba nada
conocido. No sabía qué decir. Por suerte la charla con las primas no duró
demasiado. Preguntaron por mi madre y hermanos y enseguida una se disculpó
porque tenía que completar los preparativos para la fiesta y se fue. La otra se quedó
algo más y luego me indicó el cuarto que me habían reservado y dijo que podía subir
a cambiarme. Subí por una escalera estrecha que me parecía recordar, dejé el bolso
detrás de la puerta y al no encontrar la perilla de la luz, abrí la ventana a la
profundidad de la noche. Brillaban las hojas de los árboles y soplaba la brisa de
después de la lluvia. Sí: recordaba haber estado en ese cuarto, pero eso había
ocurrido en un mundo que ya no existía. ¿Qué hacía de nuevo ahí? Me recosté en la
cama con la ventana abierta. Hacía calor pero por la ventana entraba el aire de
después de la lluvia. La brisa sacudía apenas los bordes de una cortinita y afuera se
recortaban los oscuros eucaliptos contra el brillo del cielo.
Sentí ya más intensamente que volvía el pasado. Venía del norte, donde de
noche hace frío incluso en pleno verano y todos dormimos con las ventanas
cerradas, y estaba ahí tirado con la ventana abierta esperando un poco de aire
fresco y sin embargo era algo que conocía, que me resultaba muy propio. Recordé
así que en aquellos campos durante mi infancia, el verano se instalaba sobre la
llanura y los cuartos se volvían sofocantes y entonces los mayores permanecían en
las galerías hasta muy tarde tomando cerveza y después se acostaban desnudos con
todas las ventanas abiertas; y los chicos también nos acostábamos con ventanas
abiertas y veíamos afuera el cielo y la sombra de los árboles y escuchábamos los
infinitos murmullos del campo. Yo estaba de nuevo como entonces y ya el pasado

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estaba en mi piel porque las plantas esa noche liberaban un aroma profundo y
misterioso y la ventana estaba llena de las mismas sombras y los mismos ruidos.
Me sentía cansado del viaje y lleno de nostalgia y confundido; me dejé estar
sobre la cama de resortes y enseguida quedé dormido.
Tía Emita cumplía setenta y cinco años y eso había provocado la reunión. Yo
había caído más por casualidad que por designio; había tenido que viajar por
negocios a Rosario y como coincidían las fechas y estaba cerca, decidí llegar.
Después de dormir un instante desperté con la sensación de un inconcebible
deslizamiento: era algo más fuerte que la memoria, era como si hubiera vuelto el
pasado. No pude encontrar de nuevo la perilla para prender la luz así que me vestí a
oscuras y bajé a la fiesta.
Debían esperar a mucha gente. Habían puesto mesas en la galería y hasta en el
pasto de la entrada. Las iluminaban unas pequeñas velas dentro de copas de vidrio.
Ya habían llegado algunos invitados aunque era todavía temprano. Anduve por
entre las mesas y enseguida encontré a mi abuela. Estaba de espaldas y dudé en
acercarme porque no le había escrito en años. Pero cuando di la vuelta, ella me
abrazó con una naturalidad un poco irreal y afectuosamente me preguntó cómo
estaban todos en Jujuy. Me quedé al lado de su silla de ruedas, contento por el
modo que me había recibido y también por verla tan bien: incluso parecía más joven
que la última vez. Se lo dije y le prometí volver enseguida, después de saludar a los
demás. Y caminé entre desconocidos que de pronto parecían reconocerme y me
invitaban a brindar y se alegraban de que hubiera llegado.
Cuando ya me decía que eso sería todo y que estaba bien, descubrí al fondo de
la galería a una chica que reconocí enseguida a pesar de la luz escasa y la distancia:
era Ingrid. Estaba casi en un rincón, detrás de un grupo de hombres y mujeres y no
parecía haberme reconocido. Me quedé mirándola. No recordaba su rostro: ni sé
cómo hice para reconocerla, pero era ella. Me conmovió verla porque había creído
hasta ese instante que ella estaría muerta: cuando la conocí tenía cáncer y parecía
que no viviría demasiado. Sin embargo estaba ahí, muchos años después, en un
grupo en el que -supuse- alguno podía ser su esposo o su novio.
Y ya fue como si finalmente estuviera en el pasado porque comencé a recordar y
a ver inclusive los cielos del atardecer en el cementerio frente a la casa de aquella
chica y a recordar sus piernas flacas y musculosas y el modo en que saltaba descalza
sobre los charcos; y también el pasillo a oscuras de la casa de mis abuelos y a mi
mismo, el adolescente que fui aquellos años, intentando llamarla por un enorme
teléfono de madera. Y sentí algo muy profundo. No era alegría; ni tampoco
asombro. Era más bien alivio. Como si hubiera vivido con el peso de su presunta
muerte porque ella había sido mi amiga y después yo -por lo que fuera- no la había
vuelto a llamar. Como estaba enferma terminé creyendo que había muerto, sin ser
capaz de preguntar siquiera.

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Pero enseguida eso que llamé alivio dejó paso a otra cosa. Supongo que lo que
pasó fue que yo estaba solo esa noche, tan lejos de mi mujer y de todo lo que
tuviera que ver con ella, y era por lo tanto libre para estar con Ingrid después de
tantos años. Era absurdo, pero tuve la ilusión de que algo pasaría esa misma noche.
Caminé por el costado de la galería y cuando las mesas me impidieron continuar,
bajé al patio y logré acercarme. Pero no me animé a llamarla. Estuve parado como
mirando hacia la noche y pasé caminando lo más cerca que pude, para verla y que
me viera. Mientras iba pasando no me miraba, seguía pendiente de lo que decía
alguien frente a ella, pero antes de que llegara a perderme, me miró. Fue apenas un
instante, algo más breve que una mirada: hizo un movimiento, un saludo estirando
apenas los dedos de su mano izquierda.
Me quedé mirando la noche abandonado a la memoria. Y comencé a recordar
más despacio. En primer lugar, la tarde en que la conocí. Yo volvía caminando del
pueblo. A unos tres kilómetros antes de la casa de mis abuelos el camino hacía un
codo. De un lado quedaba cementerio, aunque no se lo podía notar desde el
camino: lo único que lo distinguía de una entrada cualquiera era una cruz a un
costado, demasiado pequeña para que pudiera vérsela desde el camino. Y del otro
lado estaba la casa de Ingrid, atrás de un alambrado y tapada por una hilera de
árboles. La vi dando vueltas en bicicleta y me detuve y después de estar un instante
mirándola, ella vino hacia donde yo estaba. Recuerdo una ligera decepción: de lejos
me había parecido más linda. Había algo irregular en su rostro: la forma de su boca,
el modo que tenía de mirar. Le conté que era nieto de los Aldarrechea y ella
contestó: "Ya sabía. Yo me llamo Ingrid". Se llamaba Ingrid Barboza, lo que me
pareció un poco cómico: suponía que solamente a los norteños se nos podía ocurrir
poner esos nombres de actores norteamericanos que se llevaban a las patadas con
nuestros apellidos españoles o indios. Le dije que tenía un nombre raro y me
contestó que era por su abuela. Por lo menos eso, pensé: no era por alguna actriz
de teleteatro. Dijo enseguida que ya tenía que entrar. Le pregunté si tenía teléfono
y ella me dijo el número.
La llamé al día siguiente aprovechando que todos dormían la siesta y unas horas
más tarde viajábamos juntos por los polvorientos caminos hacia Venado Tuerto.
Había un baile en un club, me había dicho. Si yo quería podíamos ir juntos. La esperé
frente a la puerta del cementerio. Salió de su casa muy despacio en una camioneta y
se detuvo al lado mío. Y ni bien subí me dijo que era hermoso y después, como si se
hubiera arrepentido o quisiera aclarar por qué lo había dicho, agregó: "Lo que pasa
es que estoy enferma".
-¿Qué tenés? le pregunté.
-Leucemia.
El club quedaba al final de un patio. Estacionamos la camioneta, atravesamos la
multitud y entramos a un enorme salón saturado de humo. A poco de andar la perdí
en la confusión. Me entretuve entonces dando vueltas y mirando otras chicas. En la

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barra tomé un whisky y pensé en acercarme a alguna pero no pude o no supe cómo.
Y al rato, cuando me sentí solo, la busqué de un lado a otro y la encontré en un sillón
en el patio. Estaba tan borracha que no me reconoció. Me quedé con ella. Estuve un
rato tratando de hablarle. Pero como no me contestaba, volví adentro. Y anduve de
nuevo sin animarme a hablar con otras chicas. Cuando llegaba el final y la gente
empezó a irse, volví a buscarla. En el patio había dos o tres parejas y una cantidad de
vasos y botellas tirados en la oscuridad, pero ella no estaba. La busqué en todos los
rincones, hasta en el baño de damas; y después salí a las calles. Faltaba poco para el
amanecer. Comencé a caminar sin rumbo. Estaba agitado y también un poco
despechado. Intentaba encontrar -contra toda posibilidad- a alguien que quisiera
llevarme en la dirección de mis abuelos. Crucé la ciudad lleno de incertidumbre y al
llegar al borde de los campos vi su camioneta a un costado de la ruta. Dormía en el
asiento. Temí que pudiera haberle pasado algo y la desperté. Estaba borracha.
Manejé mientras empezaba la mañana con ella dormida sobre mis piernas y la
sacudí un poco antes de llegar a su casa. Se despertó como nueva. Dijo que podía
manejar y me pidió perdón y me besó en la boca.
La estuve llamando varios días sin dar con ella hasta que un atardecer me
atendió en voz muy baja, como si temiera que alguien pudiera oírla, y quedamos en
encontrarnos esa misma noche frente al cementerio. Yo dormía en un altillo bajo el
tanque de agua, al final de una pequeña escalera. Toda la noche escuchaba el
murmullo de las palomas y el ruido de las cañerías. Esa noche me descolgué del otro
lado de la ventana y atravesé los campos en la claridad de la luna tratando de no
alarmar a los perros. Estuve parado a un costado de la entrada del cementerio hasta
que ella apareció.
La luna parecía encender el silencio de las cosas y llenarlo todo de misterio.
Supongo que no supimos al principio qué decir, pero recuerdo que estuvimos
después tomados de la mano. Ella me habló un poco de su enfermedad. Yo la
escuchaba lleno de compasión. Y después recuerdo haberla besado y haber
buscado después el final de su espalda. Ella se puso tensa y me apartó, diciendo que
no era así como tenía que ser y pidiendo enseguida disculpas por ser tan tonta.
Debo haber supuesto que como estaba con cáncer, estaría dispuesta a aprovechar
sus últimos días. Un cálculo algo miserable, es cierto, que ahora tiendo a justificar
invocando la característica estupidez de la edad.
La ví dos o tres veces más y después cuando ya me iba, me saludó de lejos. No
volví a llamarla ni a pensar en ella. Me extraña, ahora que lo pienso, no haber
sentido siquiera curiosidad por saber qué había sido de ella. La verdad es que
después de la muerte de mi abuelo ya no tuve mayor comunicación con mis
parientes y además no podía preguntar por ella sin hacer sospechar una historia que
por algún motivo ocultamos. Como fuera, no me sentía ni en deuda ni de ningún
modo mal con ella. Ella era la que había impedido que hubiera algo más entre
nosotros. Mencionó una de esas veces un tal Pájaro azul de la felicidad que no sé de

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dónde habría sacado. Supongo que de alguna revista. No era un príncipe azul como
en los cuentos, sino un pájaro azul. Yo quería solamente seducirla, tocar sus piernas,
sus pechos. Es decir, no me interesaba ningún tipo de pájaro, ni siquiera uno azul, y
entonces burlándome cariñosamente le dije que yo pensaba que no se podía
esperar nada de esos pajaritos. Ella me apretó las manos y volvió a decir: disculpáme
por ser tan tonta.
Volví donde estaba mi abuela. Me sorprendía verla tan bien. Cuando era niño,
ella cada noche se iba a dormir diciendo Hasta mañana si Dios quiere, como si
pudiese morir cualquiera de esas noches; y después cuando nos íbamos al final del
verano lloraba mientras nos despedía desde su silla de ruedas, pensando que acaso
nunca más nos volveríamos a ver; y también cuando de nuevo regresábamos al
verano siguiente lloraba porque podía ser el último verano juntos. A su lado mi
abuelo parecía un roble. Entraba, salía, arreglaba lo que se rompía, escribía
larguísimas cartas, hablaba con todo el mundo y consumía litros de cerveza. Pero
fue él el que murió y ya muchos años después, aquella noche mi abuela parecía
mejor que nunca. Como estaba sola en una esquina me senté a su lado creyendo
que querría conversar conmigo, pero ella ni se dio cuenta. Debía estar pensando en
otra cosa. Intenté hablar, preguntándole cómo estaba y demás. Me comentó de
varias personas cuyos nombres yo no creía recordar. No supe si era yo el que no
conocía a quienes debía conocer o si ella estaba hablando de gente con la que yo no
tenía nada que ver. Para colmo no decía los nombres ni los apellidos sino apodos o
diminutivos, como el Gordo o el Nene.
Dejé de hacerle preguntas, pero me quedé a su lado. La mesa quedaba en un
lugar de paso y yo en medio de la multitud estaba bastante desorientado porque
salvo a mi abuela y a dos o tres más, no creía conocer a nadie, pero todos parecían
tener ciertos vínculos conmigo porque me trataban con mucho afecto. Mi abuela
hablaba con todos ellos y después se distrajo mirando la gente de la fiesta. Me
tranquilizó comprobar que no estaba interesada en hablar conmigo. Yo no
encontraba tampoco nada que decirle.
Estuve comiendo y tomando cerveza y enseguida me levanté y fui a recorrer la
casa. Anduve dando vueltas por pasillos llenos de gente, ya decidido a hablar con
Ingrid. No tenía claro como hacerlo. Podía acercarme y directamente decirle que
estaba feliz de que ella estuviera ahí. No podía decirle que estaba feliz de que no
hubiera muerto. Porque yo en verdad estaba feliz de que no hubiese muerto, pero
tenía que decir otra cosa.
La verdad es que a pesar de que no la había visto bien, me había parecido que
estaba saludable. Aquel verano que nos conocimos tenía el cabello escaso y a punto
de quebrarse como paja seca. Y la piel de su rostro, amarilla o verdosa, parecía de
papel. Pero del cuello para abajo su cuerpo parecía conservar todas las fuerzas. La
recuerdo caminar descalza con pasos muy largos, entre la maleza o sobre la tierra
reseca de los caminos. Pasaba los pozos y los charcos casi sin detenerse. No he visto

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a nadie caminar así. Era un movimiento suave y vigoroso al mismo tiempo. Como si
no tocara el suelo de tan liviana, pero si uno se fijaba descubría que asentaba hasta
el último centímetro de la piel de sus pies sobre la tierra. Se puede suponer que
exagero. Acaso exagero, ahora inquieto por mi indiferencia de entonces. Cuando
me fui aquel verano los girasoles daban la espalda al crepúsculo y sobre los trigales
maduros la brisa arrastraba nubes de polvo amarillo. Entonces vivía mi padre y
también mi abuelo. No recuerdo con quién iba en el auto aquel atardecer que pasé
demasiado lejos de ella, tanto que no sé si vio que le devolvía el saludo desde el
auto. Debo haber pensado que moriría y ya nunca volvería a saber de ella. No pude
haber previsto -en cambio- las muertes de mi padre o mi abuelo, cualquiera de ellos
fuese el que manejaba aquel auto; ellos nunca morirían y la muerte estaba entonces
lejos de conmover el mundo en que vivía.
Encontré una mesa en la cocina y me senté. A mi alrededor los que atendían
iban y venían llevando comida y bebidas. Me invitaron a sentarme y tomar algo. Una
mujer me alcanzó un vaso de cerveza. Me trataban como si fuera uno más y había
empezado a gustarme. Se acabó la cerveza y volvieron a servirme. Volví a pensar en
Ingrid. No podía decirle que estaba feliz de que no hubiese muerto aunque fuera
cierto. No era lo primero que se podía decir a alguien que no se había visto en años.
Después anduve dando vueltas por la casa sin saber qué hacer. Tratando de
recordar, supongo. Escuché a dos hombres lamentarse de lo poco que había llovido
y me detuve a conversar. Me hablaron de gente que yo no creía conocer, como si
estuvieran informándome de algo que debía interesarme. Intenté contarles algo de
mi familia en Jujuy, pero enseguida uno de ellos me interrumpió para preguntarme
si había notado la seca. No supe qué decir, pero no hizo falta que dijera nada. Debía
ser algo realmente excepcional porque el otro juró por la salud de su hija que en
años no había visto nada igual. Hasta que me di cuenta de que había avanzado la
noche y en cualquier momento podría terminar la fiesta y yo tendría que partir al día
siguiente sin haber vuelto a hablar con Ingrid. Volví adonde estaban las mesas. Ya
era tarde, pero seguían llegando autos. Habían llegado algunos parientes más y se
me acercaron. Todos me seguían tratando como si fuéramos viejos compañeros,
pero yo seguía sin evocar demasiado. Me acordaba de algunos rostros, algunos
nombres, pero nada de eso coincidía del todo con los que estaban en aquella mesa.
Así que sólo se me ocurría repetir a todos que estaba de paso por un viaje de
negocios y que había decidido aprovechar el cumpleaños para volverlos a ver, como
si fuera clarísimo que nos habíamos visto antes.
La fiesta a todo esto se había largado con todo. De pronto se encendieron las
luces y un primo mío cantó en homenaje a la cumpleañera, una adaptación de la
Zamba de los mineros, que para el caso pasó a ser la Zamba de los tamberos. Con lo
que el lugar para culpacharse con vino morao ya no era lo de Marcelino Ríos y sino
lo de Bernardo Aldarrechea. Un poco incongruente porque la zamba de los
tamberos, al igual que la de los mineros, tenía sólo dos caminos: morir el sueño del

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oro / vivir el sueño del vino, como si hubiera posibilidad de encontrar oro en las
vacas. La tía se mantuvo sentada al lado del cantor y al comienzo levantó varias
veces la copa contestando saludos, pero enseguida se puso a llorar.
Seguía pasando la noche y no me decidía a ir hasta Ingrid. Estaba incluso un
poco confundido por mi propia desesperación de estar con ella. Me había pasado
otras veces encontrar a mujeres de las que había estado enamorado . Verlas de
nuevo, normalmente sometidas a los efectos del tiempo, me había aliviado del
deseo. Con Ingrid, en cambio, parecía estar peor que cuando nos conocimos aquel
verano. Y ni siquiera había podido verla bien. De modo que no era esa mujer que
había reconocido apenas en la oscuridad, sino aquella chica que yo había
abandonado a la muerte algún verano, con una indiferencia que ya no podría
explicar.
Buscando cómo acercarme, fui hasta el baño del otro lado, atravesando el lugar
donde estaba su mesa y más allá una galería muy alta que rodeaba la casa. Y cuando
volvía la encontré en el lugar más oscuro de esa galería, lejos de la sala iluminada
donde ocurría el cumpleaños. Me acerqué y ella se quedó mirándome en silencio. Y
aunque no supe qué decirle, enseguida todo resultó muy fácil, como si no hubiera
pasado el tiempo entre nosotros. Ella dijo en mi oído que permanecería hasta cerca
del amanecer y que nos podríamos encontrar entre los árboles. Dijo -en realidad-
"en el bosque". Sorprendido y también lleno de esperanza, le pregunté a qué hora.
"Ya te vas a dar cuenta", respondió. Le indiqué que la estaría mirando, de modo que
ni bien se fuera la seguiría. Señalé una dirección bajo los árboles para que me
esperara.
Volví a la fiesta y me estuve demorando entre la gente. Mi abuela me llamó y me
pidió que me sentara a su lado, como si finalmente me hubiera reconocido. Yo
estaba para entonces lleno de esperanza y sin saber qué me estaba pasando.
Porque -en primer lugar- ni siquiera sabía qué había ocurrido con Ingrid en aquellos
días remotos. No podía haberse tratado de una historia de amor. Las historias de
amor no dejan dudas: me hubiera dado cuenta si hubiera sido amor. No era amor,
pero aquel verano tampoco había pensado en nadie más: sólo en ella. Andaba a la
siesta -por ejemplo- con una pequeña radio buscando música en las emisoras
lejanas, pero no conseguía escuchar ninguna con nitidez y tampoco encontraba
música que me gustara, y así pasaban las horas en una paz en el límite del letargo.
Pero cuando el sol salía de la mitad del cielo y comenzaba a soplar el viento, sentía
algo más. No amor, ni siquiera deseo, pero necesitaba verla. Era un impulso como la
vida misma que me empujaba al campo, a los caminos. Iba en dirección a su casa y
pasaba lentamente bajo los árboles, tratando de que me viera; y cuando
repetidamente no la encontraba, me detenía a contemplar el atardecer o llegaba
hasta el pueblo a mirar la gente en los bancos de la plaza. No estaba enamorado de
ella pero la buscaba de nuevo cuando volvía y creía ver su silueta en alguna ventana
iluminada. Y permanecía entre los árboles del cementerio con la esperanza de que

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saliera y en el resplandor de la luna miraba las tumbas, viejas o nuevas, las flores en
jarros ya sin agua y los nombres y las fechas, inquieto por esa vecindad con el
cementerio, estando ella tan enferma.
En la fiesta de cumpleaños, repasando aquel verano en que la conocí
sospechaba que lo que no había podido entender era mi propia relación con la
muerte. Mi propio miedo. Porque estaba ahí la muerte, entre nosotros. Y no por
algo que hubiera ocurrido o que nos hubiéramos dicho, porque ella no quería o no
podía hablar y yo no sabía si hacerlo. Pero su enfermedad estaba ahí todo el tiempo,
incluso su muerte, en el aspecto de su pelo y la palidez de su rostro, en su mirada
que de pronto se olvidaba de las cosas y el gesto de sus manos que acomodaban su
pelo a cada instante con demasiado cuidado. Aunque no dijéramos nada, estaba ahí,
haciéndose escuchar incluso en el silencio, como cuando le pregunté qué pensaba
hacer: si iría a estudiar o buscaría trabajo; y ella no contestó y se puso sombría.
Aquel verano estuve, si no enamorado, por lo menos conmovido hasta el amor.
Conmovido por ella y por mi propia impotencia. Cuando alguien está por morir es
como si por dentro se cayera en el vacío y entonces no hay ningún apoyo, ningún
soporte que uno pueda ofrecerle. Ella para colmo no decía nada, no ofrecía siquiera
la posibilidad de argumentar algún consuelo, presentarle por ejemplo las ilusiones
de la religión.
Y no era sólo la muerte. Era también -supongo- la sensación del tiempo, una
imparable irrupción de presente en cada una de las cosas que ocurrían a su lado. En
sus manos cuando acariciaba las espigas del campo o cortaba una flor, y su mirada,
por momentos perdida en la distancia, como si pretendiera distinguir un lugar más
allá del horizonte, y también detenida en algún punto profundo dentro de si misma.
Lo que no había sido capaz de comprender, mientras me conmovían su muerte
y mi impotencia, era que estaba viva. Sus piernas sobre todo, estaban vivas; la
muerte ni las había rozado. Y ya de nuevo cerca de ella años después, en medio de
una fiesta inesperada y a punto de volver a estar con ella, me daba cuenta de que
aquel misterio seguía intacto. El misterio en definitiva del amor. Porque estuve
enamorado de ella. Es muy extraño, pero -por ejemplo- me recuerdo en ese pasillo
oscuro donde estaba el teléfono, llegar caminando con cuidado de no hacer ruido
sobre un desvencijado piso de madera y llamarla una y otra vez sin poder hablar con
ella. Y también recuerdo una tarde a su lado detrás de un alambrado en la llanura,
mirando pastar a unas vacas en las últimas horas del atardecer; y también haber
estado con ella en un enorme granero a oscuras, tomando no sé qué licor y
sintiendo el frío de la oscuridad y el abandono. Sin atreverme a preguntarle qué tan
grave era su enfermedad. Debo haber estado loco de amor.
Y ella se había sentido sin tiempo y acaso por eso no había querido que hubiera
nada entre nosotros. No querría iniciar nada que después no podría continuar. Pero,
aún así, su negativa era algo que yo no había podido entender. Cuando hay amor no
se trata de algo que se pueda iniciar y continuar. En verdad, basta con el encuentro,

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la entrega, contra lo que la muerte nada puede porque ocurre y se consuma en el
instante. Era por algo más que ella no había querido el amor entre nosotros. Y acaso
yo así lo supe aquel verano y por eso me fui y no la volvía a llamar.
Como fuera, ella suponiéndose cerca de su muerte, se había negado al amor. Sin
embargo no había muerto y después de todos estos años estaba ahí para terminar
eso que se había iniciado sin que nada pudiera evitarlo.
Estuve conversando con mi abuela que había caído en un interés repentino por
saber lo que hacíamos en Jujuy y no advertí cuando Ingrid se retiró como habíamos
quedado. Miré hacia su mesa y ya no estaba. Como de pronto mi abuela no me
dejaba de hablar, no supe cómo hacer para ir yo también hacia los árboles. No sabía
cómo disculparme un momento. Pero enseguida llegó gritando una mujer desde la
casa donde vivían los peones porque un niño que debía ser su hijo había quedado
atrapado en un montículo de leña. Al escucharla, comprendí que era la excusa que
necesitaba. Fui con un grupo de gente hasta la leña, ayudé en algo, corrí unas
maderas para que sacaran al niño; y luego cuando los demás empezaron a volver,
me quedé mirando hacia la sombra. Estuve un momento con la mujer y el niño que
recién una vez liberado comenzó a llorar. Y cuando también éstos se alejaron, fue
fácil rodear la casa por la parte de atrás e internarme en la oscuridad.
Anduve bajo los árboles a un costado del alambrado que separaba la casa del
camino, para evitar los perros que ladraban del otro lado y enseguida la encontré,
en la dirección que le había indicado, pero mucho más lejos. Y todo siguió siendo
muy fácil porque al encontrarnos nos abrazamos y enseguida ella levantó la boca y
ofreció sus labios. Como estábamos demasiado cerca todavía y podrían vernos los
que llegaran por el camino, le dije que debíamos ir un poco más allá. Pero elegí mal
el camino, optando por cruzar por donde se entraba a la casa y así fue como nos vio
uno de los trabajadores que llegaba en un tractor. Nos tiramos al césped tratando
de no ser vistos, pero eso fue peor porque detuvo el tractor con las luces
iluminando hacia donde estábamos. Para evitar que se alarmara, dije a Ingrid que se
quedara quieta y me levanté y fui hacia él. Sin poder ver al tractorero por las luces
que me daban en la cara, dije que estaba en la fiesta y había salido a pasear un poco.
El hombre dió media vuelta y siguió su camino.
Volví a Ingrid y dije que era una hermosa noche para mirar las estrellas desde el
césped. Ella me pasó los brazos por alrededor del cuello y volvió a besarme y dijo
ahora si. Eso fue lo que dijo. Y no me sorprendió en lo más mínimo, como si hiciera
sólo un instante y no varios años desde el momento en que yo le había propuesto
hacer el amor o algo así. Me volvió a besar, con una pasión que tenía que ser fingida
pero que no podía serlo; y sentándose en el pasto me tiró de la mano para que yo
me sentara a su lado. Volvió a decir: ahora sí, asintiendo en algo que yo en absoluto
le estaba proponiendo, respondiendo a una propuesta que sólo pude haberle hecho
muchos años atrás. La había estado buscando en la fiesta con la incertidumbre de
un enamorado y ya juntos éramos aquellos que habíamos debido ser un montón de

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años atrás. Entonces me dejé empujar sobre el pasto y le devolví los besos con la
misma pasión, como si definitivamente yo fuera aquel adolescente atrapado en
unas tardes abandonadas a la memoria. Volví a sentir el vértigo del tiempo, el
presente que nos consume cuando logramos alcanzarlo, hundí la cabeza a un
costado de la suya y sentí el perfume de su pelo y el olor de la tierra mojada.
Después me quedé quieto. Parecía mentira que ambos lo hubiéramos estado
esperando a lo largo de los años. Ella delicadamente me empujó para que me
corriera de su cuerpo.
Pero nada de esto importa. Lo que importa, con esa forma paradójica que tiene
la verdad, es lo que ella dijo cuando estábamos todavía bajo los árboles. Mirando el
cielo, inesperadamente pidió a las estrellas que se movieran más rápido, para que se
apurara el tiempo. Yo le contesté -con asombro y algo de reproche- cómo podía
estar queriendo que esos instantes apenas que teníamos, pasaran más de prisa. Ella
contestó que sólo sabía que esa noche debía terminar lo antes posible. Que eso
sería lo mejor.
Y se soltó de mis manos y se fue apurada hacia las luces. Me quedé solo en la
oscuridad y me sentí más que lleno de nostalgia, desdichado, como si estuviera para
siempre en un verano perdido, perdido pero también intacto en algún sitio de mi
mismo. Y me sentí atrapado en el deseo de un adolescente remoto y también
extraviado todavía en el tedio de las siestas del campo. Y me di cuenta que haber
estado con ella me había dejado sin embargo tan vacío como aquellos días en que
me rechazó. Tenía mojada la ropa por la humedad del césped y sentí frío y empecé a
caminar hacia la casa. De pronto sentí también odio por todos los que seguían esa
noche en la fiesta; un odio absurdo, porque no había nada por lo que los pudiera
odiar. Los odiaba sin embargo como si ellos hubieran impedido que pudiéramos
estar juntos. Porque, a todo esto, ¿qué era lo que yo podía pretender? Estaba claro
que al día siguiente ya no podría tener nada que ver con ella y seguiría mi camino.
Me llamaba la atención entonces la forma en que el deseo se había encaprichado
contra toda posibilidad, incluso contra lo que verdaderamente yo quería.
Cuando entré de nuevo a la fiesta, ella ya no estaba. No había atinado a
preguntarle siquiera cómo estaba, que había sido de su enfermedad, a qué se
dedicaba, si alguno de aquellos era su esposo, si había tenido niños.
Pasaron los días y al cabo de un tiempo me di cuenta que estaba haciendo lo
mismo que la vez anterior, cuando ya no era un adolescente sino un hombre y podía
llamar y preguntar por ella y decir quien era yo y por qué llamaba si era necesario.
En Informaciones me dieron el número de su familia. Pero esta vez ya no estaba. Me
contestó una voz muy suave. Pregunté por ella y se hizo un silencio. Entonces dije:
"Lo siento". Y colgué.

[De No esperar nada más de las estrellas, Catálogos, Buenos Aires, 1999].

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