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REBELDES Y TRANSGRESORES.

ENTRE LOS MURMULLOS


DE LA INSURRECCIÓN.
LA INTENDENCIA DE MÉXICO, 1810-1814

María Antonieta Ilhui Pacheco Chávez


U n i v e r s i d a d N a c i o n a l Au t ó n o m a d e M éx i c o

“[…] la vigilancia
del gobierno se extiende a todas partes.
De mil modos su astucia se disfraza.
Aquí mismo en el seno placentero
de las delicias con cautelas varias
nos observa y nos mira receloso.”

William Shakespeare

E l golpe de Estado de 1808 y el levantamiento de Miguel


Hidalgo dividieron a la sociedad novohispana en una gran
variedad de tonalidades y zonas de tensión. A la lucha por la
defensa de Fernando VII y, posteriormente, por la autono-
mía y la independencia se sumaron pasados rencores y sur-
gieron nuevos enconos, miedos y esperanzas dependiendo
de la condición social de la gente, de sus experiencias fren-
te a la autoridad y de su posición espacial frente al conflic-


  Fragmentos de “Otelo” de William Shakespeare, citados en El Sema-
nario Patriótico Americano (2 ago. 1812) con el fin de ilustrar el contexto
que se vivía en la ciudad de México.

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to. En algunas regiones, los habitantes padecieron constante


estado de guerra mientras que, en otras, vivieron aparen-
te calma. En estos lugares, la más leve sospecha de desleal-
tad, la incursión furtiva de la insurgencia o la ira de la gente
por agravios pasados provocaron el recelo de la autoridad
tornándose en zonas en que, si bien no había una confron­
tación armada directa y continua, el murmullo de la insurrec-
ción las convertía en lugares de disputa y desasosiego.
El propósito de este ensayo es ahondar sobre la tensión
que vivieron los habitantes de algunos pueblos del valle
de México bajo los murmullos de la revolución popular de
independencia. De cómo las autoridades y algunos sec-
tores de la población aguzaron sus sentidos para definir,
encontrar, denunciar o inventar a conveniencia rebeldes y
transgresores al régimen. Con este fin, se describe cómo
los murmullos de insurrección transformaron la vida y el
ambiente de los alrededores de la ciudad de México y des-
pués las características de la rebeldía y desobediencia de los
pobladores que eran vigilados y resguardados por los realis-
tas con el propósito de contener, controlar o alejar la insur-
gencia de la capital.

los primeros murmullos y su contexto

El levantamiento de Miguel Hidalgo llegó como un mur­


mullo a los pueblos de la intendencia de México mucho
antes de que los insurgentes entraran a la jurisdicción.
Comerciantes, arrieros, párrocos e indios personeros difun-
dieron una variedad de imágenes en torno de los rebeldes,
sus acciones y demandas basados en sus vivencias en las
zonas de conflicto, en las pláticas que escuchaban en meso-

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nes, mercados y plazas o en los bandos y periódicos publi-


cados en aquellos días. Los habitantes de la intendencia, de
por sí inquietos y divididos por la invasión napoleónica y
el golpe de estado al virrey Iturrigaray, pronto encontra-
ron nuevos motivos para simpatizar con una u otra postura,
de manera que Allende o Hidalgo encarnaron en personajes
que iban desde los redentores del orden y la justicia hasta la
muestra más palpable del demonio en la tierra.
Al tiempo que las imágenes de la insurgencia se transmi-
tían de boca en boca, el susurro de la rebelión presentó nue-
vas facetas. Las sentencias dictadas por la Junta de orden y
seguridad, creada en 1809 para castigar a los infidentes, pasa-
ron a ser tema de debate público y cobraron significado entre
las repúblicas de indios del valle de México ya que se les
re­lacionó con los acusados. Para amainar las sospechas, los
principales de las parcialidades de la ciudad y de la repúbli-
ca de Chalco difundieron en la prensa su lealtad al régimen.


  Archer, “Bite of the Hydra”, p. 73.

  Muestra de esta discusión es el caso reseñado por Van Young, “Répli-
ca. De aves y estatuas”, pp. 281-284 en que José María González, indio
escribano del pueblo de Ocoyoacac, fue detenido, entre otras cosas, por
personificar a Napoleón en una parodia.

  Entre los juicios que causaron indignación y temor por estas fechas fue
el de los hermanos Rodríguez Alconedo, joyeros acusados de conspira-
ción por estar elaborando, supuestamente, una corona para Iturrigaray.
Otro fue el de Mariano Paz Carrión que trató de involucrar a los indíge-
nas de las parcialidades de Santiago Tlaltelolco y San Juan Tenochtitlan
en una conspiración contra el régimen. Estas dos parcialidades, así como
la república de Chalco (intendencia de México) Napolucan y Tlaxcala
publicaron a inicios de octubre de 1810 en los periódicos su lealtad a las
autoridades. Anna, La caída del gobierno español, p. 86-87, Hernández
y Dávalos, Historia de la guerra de independencia y Alamán, Historia
de México, t. i, pp. 294-295, Guedea, “Los indios voluntarios”, p. 4.

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En otros pueblos de la intendencia, los gobernadores tuvie-


ron cuidado de que los vecinos “no alborotaran a los indios”
con la difusión de noticias sobre los insurgentes pues si se
enteraba el virrey o el subdelegado “se exponía[n]”. Otros,
menos temerosos, alentaron a sus subalternos a escribir a
Allende para solicitarle tierras. A este ajetreo de posturas, se
sumó la entrada y salida de correos, tropas y pertrechos por
los caminos de la capital y la consecuente solicitud de pas-
turas, guías y celadores por parte del ejército, tornándose la
insurrección en una carga más para las repúblicas de indios
y motivo de disgusto, temor o esperanza.
A finales de octubre de 1810, la entrada a la capital de los
“restos” de la tropa realista que combatió en el ­monte de
las Cruces y la proximidad de las fuerzas insurgentes, asen-
tadas en Cuajimalpa, hicieron que la población del valle
de México saliera “por primera vez de su habitual sosie-
go y seguridad […], especialmente en las casas y familias de
europeos” que parapetaron sus casas o huyeron de los pue-
blos a la capital o a zonas más seguras. Para mitigar las con-


  El gobernador de Amecameca (distrito de Chalco) pidió a Cami-
lo Celis, comerciante y partidario de la insurgencia, dejara de alboro-
tar a los indios cuando le insinuó que en caso de entrar los insurgentes
podría apresar a los gachupines del pueblo para entregarlos a Allende.
­Herrero, “Revuelta, rebelión y revolución”, p. 96.

  El gobernador de San Marcos (distrito de Tula) alentó al indio Maria-
no Pascual a escribirle a Allende con el fin de solicitarle tierras, además
manifestó que con la llegada de los insurgentes se llevarían a los gachu-
pines y quedaría él de gobernador. Van Young, La otra rebelión, pp.
767-768.

  El 31 de octubre de 1810 entraron a la capital los restos de la división de
Torcuato Trujillo. Las pésimas condiciones en que se encontraba la divi-
sión y su corto número causó una impresión negativa. Alamán, Historia
de México, t. i, p. 484 y 488 y Zárate, La independencia, pp. 140-142.

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secuencias de la “furia” insurgente, las autoridades de la


ciudad se apresuraron a acaparar el trigo y el maíz de los
partidos de Chalco y Cuautitlán causando, como era cos-
tumbre, el malestar de sus habitantes quienes estaban segu-
ros de un futuro desabasto. También, dictaron medidas para
armar grupos de patriotas entre los jóvenes españoles y para
reclutar indios de los pueblos circunvecinos con el propó-
sito de cavar una zanja cuadrada que sirviera de resguardo
y protección a la capital,10 sin dar a los indios la posibilidad

  En épocas de crisis, las autoridades de los positos de la ciudad acapa-
raban los cereales de estos dos partidos y de Toluca provocando que el
maíz y trigo a menudeo escaseara. En 1808, tanto en el distrito de Chal-
co como en el de Cuautitlán, la gente se había amotinado por la falta de
abasto. Entre diciembre de 1809 y enero de 1810, meses antes del inicio
de la revolución, el colector de diezmos y el subdelegado de Cuauti­tlán,
alertaban al cabildo catedral de no cobrar del diezmo en especie (maíz y
trigo), pues “no estaríamos muy lejos de experimentar movimientos tu-
multuarios, ruidosos y perjudiciales”. Archivo de la Catedral de México,
Colecturía de Cuautitlán, vol. 33 en Proyecto nvr, rollo 1424-18-C. En
noviembre de 1810, tan sólo de Chalco, se remitieron 100 000 cargas de
maíz y trigo.

  El decreto para la formación de patriotas data del 5 de octubre de 1810.
Hernández y Dávalos, Historia de la guerra de independencia, t. ii,
p.136. A finales de octubre los comerciantes y labradores del distrito de
Chalco eran los únicos, en todo el valle de México (a excepción de la
capital) que contaban con milicianos. Éstas se crearon en los poblados
de Chalco, Tlalmanalco, Tetelco, Amecameca, Hacenderos, Tenango y
Ozumba. Ortiz, Guerra y gobierno, pp. 190-191.
10
 La idea de la zanja databa de la época del virrey Revillagigedo. A raíz
del movimiento insurgente se retomó el plan y se solicitó la contribu-
ción de distintas corporaciones como el consulado y las repúblicas de
indios, pero a finales de 1810, cuando la cárcel de Santiago Tlaltelolco no
tuvo la capacidad de alojar a tanto infidente se mandó a los reos trabajar
en ella. Esta zanja era sumamente insalubre e inútil. AGN, Indiferente
Virreinal, c. 2231 y AGN, Cárceles y Presidios, vol. 9, exp. 1. Alamán,
Historia de México, t. ii, p. 236.

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de formar contingentes armados.11 Asimismo, apelaron a la


piedad de la población y trasladaron la virgen de los Reme-
dios a la catedral metropolitana para que cuidara de la urbe,
como era ya tradición, en casos de calamidad.12 A medida
que se protegía a la ciudad, los pueblos circundantes del valle
de México quedaron desprotegidos, recelosos de un futuro
incierto y con el estigma de ser considerados traidores si se
resistían a apoyar a la ciudad o a servir de “carnaza”, tal y
como temieron los pueblos del distrito de Texcoco.13
El rumor de que los insurgentes atacarían la ciudad de
México se hizo más intenso la noche del 31 y durante la cele-
bración de los santos difuntos (1°- y 2 de noviembre). Los
simpatizantes de los insurgentes en la capital “exageraban
su número y fuerzas” y atemorizaban a las “imaginaciones
exaltadas” que “cualquiera polvo levantado casualmente que
se descubría a lo lejos” era de los rebeldes que bajaban de los
montes. 14 En las riberas de los lagos de Texcoco y Chalco se
oían frases como “ya se llevó el diablo a los gachupines” o ya
viene Allende a “bajarle[s] la vanidad” que daban cuenta de
la animadversión que existía contra éstos.15 El miedo mos-
trado por los realistas y sus partidarios reveló su vulnerabi-

11
  A las parcialidades de la ciudad de México se les autorizó formar un
grupo de lanceros, pero con recelo. Guedea, “Los indios voluntarios”.
12
 La virgen fue trasladada a la ciudad, pues se temía que su santuario,
ubicado a unos cuantos kilómetros de Cuajimalpa, cayera en poder de
los insurgentes. Zarate, La independencia, p. 144.
13
  Algunos rumores indicaban que los indios de Texcoco se habían ne-
gado a enviar indios a la ciudad para la construcción de la zanja y temían
las represalias. Herrero, “Revuelta, rebelión y revolución”, p. 98.
14
  Alamán, Historia de México, t. 1, p. 488.
15
  Herrero, “Revuelta, rebelión y revolución”, p. 98 y AGN, Crimi-
nal, vol. 13, f. 245.

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lidad y convirtió al rumor de “ahí vienen los insurgentes y


van a […]” en una de las formas de resistencia más común de
los pueblos del valle de México durante los primeros años.
Miguel Hidalgo no atacó ni tomó la ciudad de México, sin
embargo, el murmullo de la insurgencia siguió difundiéndo-
se por el suroeste y el noroeste de la capital. Algunas de las
huestes de Hidalgo se dispersaron por Coyoacán, San Ángel
y San Agustín de las Cuevas. Otras, unos días antes, habían
bordeado los volcanes y partido hacia el valle de Cuernava-
ca, mientras que el resto de la comitiva dio marcha atrás y se
fue a Aculco. La dispersión de los rebeldes alertó a las auto-
ridades de los distritos de Chalco y Texcoco que se llena-
ron de pánico ante los informes, muchas veces infundados,
de que tropas enemigas merodeaban o estaban próximas a
invadir su jurisdicción. Al igual que en la capital, los gachu-
pines de Chalco se armaron, mientras que los indios, que
jamás habían oído hablar de Allende o Hidalgo, se entera-
ron de su existencia.
La retirada de los insurgentes del valle de México se dio
bajo una virtual quietud, ya que la violencia se presentó en
algunos espacios con distinto grado de intensidad. En las
localidades del valle de México, aparentemente leales al rey,
algunos borrachos y mujeres exteriorizaron su malestar.
Los alcohólicos aprovecharon su estado de desinhibición
para desquitarse de antiguos y recientes agravios echando
mueras y amenazas a los gachupines, degradando su condi-
ción de honor y hombría.16 Las mujeres de Amecameca (dis-
trito de Chalco), en cambio, utilizaron sus cualidades para

 La mayor parte de las maldiciones dirigidas contra los españoles fue-
16

ron hechas por personas en estado de ebriedad. Van Young, La otra


rebelión, pp. 593-614.

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llamar al desacato en defensa de sus hombres, pues temían


por su integridad. La revuelta de estas mujeres da cuenta de
la expectativa y el resquemor que el movimiento insurgente
despertó entre la población y de las contradicciones que exis-
tían entre los indios y las autoridades locales y las virreinales
por una guerra que estaba a punto de romper con sus condi-
ciones de vida. En esta localidad, el 7 de noviembre, las muje-
res armaron un tumulto cuando el hacendado de Tomacoco
y algunas autoridades conducían a varios indios para traba-
jar en la zanja cuadrada de la ciudad de México. Durante el
altercado, apedrearon y amenazaron de muerte a los españo-
les. Después, marcharon al centro de la población. Ahí, ade-
más de saquear un comercio y profanar la iglesia, colgaron un
rótulo que decía “Sor. cura yo tengo un pecado muy grande
y es que cuando venga Allende lo he de defender”, a pesar
de que el cura los acababa de excomulgar. Horas después,
la revuelta se propagó a once de los pueblos vecinos. Al día
siguiente, gañanes e indios saquearon la hacienda Tamariz y
tomaron todo el maíz de sus trojes, mientras que, en la cabe-
cera, el pueblo repelió a las autoridades del distrito. A lo lar-
go de esta jornada, las mujeres recriminaron a sus repúblicas
de ser “unos entregadores alcahuetes de los europeos”. Los
levantados esperaban que sus gobernantes les repartieran la
tierra y que Allende llegara para apoyarlos en su lucha. Las
autoridades virreinales, preocupadas de que el movimiento
estuviera en “colisión con el infame Allende”, enviaron una
fuerza de dragones y apresaron a más de 140 personas con
lo que la rebelión popular quedó controlada.17 Esta revuelta,

17
  El desarrollo de la revuelta se puede consultar en Herrero, “Revuel-
ta, rebelión y revolución”.

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que siguió los patrones de las rebeliones agrarias novohis-


panas del siglo xviii,18 muestra cómo la lealtad de los pue-
blos era débil, pero sobre todo la manera en que las cargas
de la guerra representaban una amenaza para las comunida-
des agrarias cercanas a la capital.
Otro factor de violencia que se disparó con la retirada de
los insurgentes fueron los insultos y amenazas contra sus
simpatizantes. Para tener una idea de la letanía de las ofen-
sas que los realistas proferían a sus contrarios, un articulis-
ta de El despertador mexicano nos narra, en un tono poco
soez, lo que un español le dijo al entrar a su comercio: “me
afeó mi nacimiento y origen, maldijo mi tierra y sus natu-
rales habitantes, me trató de incrédulo y supersticioso” y le
advirtió que no “pica[ra] la curiosidad” de la gente con escri-
tos porque “le va la vida”.19 Esta lista de “humillaciones” y
otras ofensas como escupir o aventar objetos eran hechas
también a los reos acusados de infidencia cuando venían en
“cuerda” al juzgado de la capital.20
Con los insultos e intimidaciones llegó la desconfian-
za. En los espacios públicos de las localidades de la comar-
ca, los adeptos al régimen pasaron del temor a la denuncia
18
  Taylor, Embriaguez, pp. 179-181.
19
  El Despertador Americano (29 dic. 1810).
20
 Los insultos proferidos por los insurgentes se conocen ampliamente
ya que fueron motivo de censura y de proceso judicial. Van Young, La
otra rebelión, pp. 554-559. Parece ser que la guerra de insultos entre los
partidarios de uno u otro grupo o entre americanos y españoles en las
zonas de susurro dependía de la relación de fuerzas que tuviesen los in-
surgentes. Lucas Alamán comenta que en noviembre de 1811, al saberse
el triunfo de Morelos en la zona sur, las injurias entre uno y otro grupo
aumentaron. En esas fechas, el diario El especulador patriótico que res-
pondía a las injurias que se vertían contra los americanos vendió 7 000
ejemplares. Alamán, Historia de México, t. ii, p. 441.

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de todo aquel que despertara recelo. Indumentaria, herra-


mientas, condición social y estado de salud fueron explora-
dos por el ojo clínico con el fin de detectar rebeldes y evitar
que siguieran “seduciendo” a la población. Parte de los
insurgentes que se dispersaron por el sur del valle de Méxi-
co, fueron aprehendidos en esta época por suscitar sospe-
chas al portar garrotes, estar vestidos con hilachos de ropa
o llevar a arreglar sus desvencijadas pertenencias. El esta-
do de desconfianza era tal que, por ejemplo, José Manuel
(indio albañil de Coyoacan) fue detenido el 2 de noviem-
bre de 1810 por un soldado del regimiento de Dragones que
viendo que iba cojeando porque está un poco lastimado del pie
izquierdo por una mordida que le dio un perro […] sin mas
motivo le dijo que seguramente […] sería uno de los vinieron
con Allende a pelear al Monte de las Cruces y sin más causa lo
aprendió.21

Esta atmósfera de sospecha, tensión y temor continuaría


durante los años siguientes especialmente entre los indios que
eran más vulnerables a la justicia de la autoridad. En el campo,
acciones como ir a galope vestidos con frazadas o montar en
ancas “era visto como una forma de estar con los insurgentes”.22
21
  José Manuel Belmonte fue detenido el 3 de noviembre de 1810 y se
le dejó en libertad hasta septiembre de 1812. Cuando el militar que lo
detuvo, le inquirió por primera vez; José Manuel “chanceó” diciendo
que había estado en Valladolid, pero al darse cuenta de la gravedad de
su broma, cambió su versión y asintió que un perro lo había mordido.
Al hacerse las averiguaciones se supo que su herida había sido hecha con
arma punzo cortante además de que ninguna persona “honesta” abogó
por él, no obstante lo habían visto por las calles recientemente; así que
tuvo que permanecer preso. AGN, Criminal, vol. 15, ff. 330-334.
22
  José Feliciano fue capturado en un paraje de Zumpango por ir monta-
do en ancas. AGN, Criminal, vol. 110, exp. 2, ff. 8-35.

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el valle de méxico y sus rebeldes


entre dos frentes

A lo largo de 1811-1812 el mapa de la insurgencia se fue


ensanchando y el valle de México se convirtió en una isla
rodeada por gavillas de insurgentes cuya acción tendía a ate-
nuarse conforme se aproximaban a la ciudad.23 Las montañas,
los caminos y los canales del valle de México se convirtieron
en una laxa frontera entre los realistas y los insurgentes que
dejaba filtrar correos, bastimentos, mercancías y rumores. Al
norte, algunas huestes bajo la dirección de Villagrán y Cañas
extendían su influencia desde Huichapan hasta el distrito de
Zumpango e incursionaban en las localidades aledañas del
camino de “Tierra adentro”. Al oeste, los rebeldes asediaban
el derrotero a Toluca para después esconderse en las barran-
cas de Monte Alto. Mientras que algunas otras facciones se
asomaban por los volcanes y canales de Chalco, otras más,
cercanas a Osorno y Aldama, acechaban el camino a Vera-
cruz llegando sus correrías hasta los distritos de Teotihuacan
y Texcoco.24 De esta manera, los pobladores alrededor de la
ciudad quedaron entre dos fuegos y comenzaron a diferenciar
su espacio de “parajes tranquilos y fieles” de aquellos “adictos
a la insurgencia”, aunque reconocían que andar por sus cami-
nos podía conducirlos a “los mayores infortunios”.25
23
  Sobre las condiciones de paz en las ciudades durante la guerra de in-
dependencia consultar Van Young, “Islands in the storm”, La metáfora
de las ciudades como islas está tomada de este autor.
24
  Alamán, Historia de México, t. ii, p. 222 y Hamnnet, Raíces de la
insurgencia en México, pp. 163-175.
25
  Comentarios de Ignacio Sánchez al ser acusado de infidente por ven-
der ganado, AGN, Infidencias, vol. 42, exp. 6, ff. 228-236 y de María
Loreta Otero, AGN, Infidencias, vol. 42, exp. 6, f. 223).

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A diferencia de la ciudad de México, que contó con vigi-


lancia, los pueblos del valle quedaron a la buena de sus auto-
ridades locales y a la disposición de sus vecinos.26 En las
cabeceras de distrito la tensión entre indios y españoles no
era apremiante o existía cierta afinidad de los “de razón” con
los insurgentes; los subdelegados, con muchos esfuerzos, lo-
graban reunir a “algunos vecinos honrados” y conseguir
armas y caballos. En Cuautitlán, el subdelegado se queja-
ba de que los vecinos y el cura mostraban tal desprecio que
“forman todos los días de fiesta bailes en las casas curales
mientras que […] les resguard[o] su pueblo y casas”.27 En
cambio, en aquellas regiones donde existían juicios por la
posesión de la tierra, como en Chalco, los hacendados pusie-
ron mayor cuidado en dotar de bastimentos a las huestes
locales creadas desde octubre de 1810, incrementándose en
estos puntos la tensión y el recelo entre la población y los
realistas.28
Por su parte, en las localidades más pequeñas del valle de
México, la organización de la defensa dependió de la proxi-
midad de los rebeldes, de la postura de las repúblicas de
indios frente al conflicto y de la presión de los subdelegados.
En las cercanías a la ciudad, los pueblos no se organizaron
para defenderse, en cambio, en algunas localidades ubicadas

26
  Entre las acciones implementadas para la seguridad de la ciudad estu-
vieron la reorganización de las milicias, el fortalecimiento de las garitas,
el uso de pasaportes y el destierro a los infidentes menos peligrosos más
allá de 20 leguas. Ortiz, “Insurgencia y seguridad pública”.
27
  Carta del subdelegado de Cuautitlán al virrey Venegas del 17 de junio
de 1811 en AGN, Infidencias, vol. 24, exp. 7, ff. 201-204.
28
  Entre 1810, 1811 y 1812 los pueblos de Chalco son los que tienen en
curso el mayor número de juicios por tierras.

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en las faldas de las montañas o al pie del camino, las repú-


blicas pagaron vigías para cuidar su espacio o formaron gru-
pos de honderos encargados de ahuyentar a los insurgentes
hasta las inmediaciones de sus pueblos por el temor de que
el subdelegado llegara a catear sus casas o que los insurgen-
tes les pudieran robar sus pertenencias o llevárselos en leva.29
Era frecuente que los insurgentes incorporaran en sus filas a
aquellos hombres que se encontraban en parajes apartados
haciendo sus labores del campo o sacaran de sus pueblos a
los artesanos y arrieros. Entre los artesanos solicitados estu-
vieron los coheteros de Zumpango a los que se les buscaba
“para que les entregara la pólvora” y los herreros de Chalco
que armaban rejillas para disparar, muy semejantes a las que
utilizaban para cazar patos.30
Las incursiones furtivas de los insurgentes en las locali-
dades del valle de México entre 1811-1812 y la selecti­vidad
de sus ataques a tiendas, casas consistoriales, colecturías de
impuestos o haciendas durante los primeros años de la lucha,
propiciaron que la población local se sumara a la rapiña.
Para integrarse, ella debía ser animada o motivada por la per-
suasión o la fuerza. Las gavillas insurgentes, formadas por

29
  A mediados de 1811, enviados del insurgente Cañas se presentaron en
los pueblos de Tepotzotlán, Coyotepec, Teoloyucan, Huehuetoca y San
Miguel de los Jagüeyes para reunir fuerzas. Todos los pueblos respondie-
ron de distinta forma ante esta incursión. AGN, Infidencias, vol. 24, exp.
7. En Texcoco, al incrementarse la presencia de las huestes de Osorno
(inicios de 1811), la república de indios de Tepetlaxtoc pagó a dos vigías
para que cuidaran al pueblo. AGN, Criminal, vol. 260, exp. 20, ff. 71-
74. Otra práctica de los insurgentes fue levantar indios de los pueblos a
los que entraban a robar. AGN, Criminal, vol. 275, exp. 3, ff. 147-164.
30
  Juicios a Manuel Feliciano, José Vicente, Silverio García y Juan de
Dios Hidalga, en AGN, Criminal, vol. 110, exp. 2, ff. 8-35.

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15 o 30 personas, extrañas al lugar pero con conocimientos


del terreno, se valían de amenazas, de pedir favores o sim-
plemente de hacer pantomimas para que los parroquianos
se les unieran. A veces bastaba que los gavilleros echaran los
artículos a la calle para que el pueblo se arremolinara a reco-
gerlos, pues ya en el suelo y sin dueño, podían pensar que
“era bueno porque todos cogían”. Así, el motín no resulta-
ba a sus ojos un acto de transgresión.
Otra salida que tuvieron los parroquianos para no pasar
sobre el orden fue “chancear” con los insurgentes. La acti-
tud de entablar conversaciones con los gavilleros en las que
se bromeaba sobre su fuerza y sobre las dotes de la autoridad
local, permitía ganar su aprecio y animarlos a atacar; pero
también valorar sus intenciones y advertirles de los peligros
y consecuencias de enfrentar a los realistas del lugar. Frases
como unos de aquí dicen que “mata a siete [insurgentes] de
un puñete” sin aclarar quién o contestar con evasivas sobre
el paradero de los españoles era una forma de chancear. Con
esta actitud los parroquianos se mantenían en una posición
ambigua que les posibilitaba no oponerse directamente a los
insurgentes y decir a la autoridad judicial que habían estado
ahí “animados pero de miedo” o chanceando.31 Esta justi-
ficación también la emplearon frente a la autoridad judicial
para explicar el porqué habían proferido amenazas o insul-
tado a la autoridad y sus símbolos. El “chancear” se con-
virtió en una forma más de resistencia para sobrevivir entre
dos fuegos.

  Palabras de Mateo Mauricio, natural de Texcoco, acusado de partici-


31

par en el robo a una tienda. AGN, Criminal, vol. 194, exp. 7, ff. 71-74.
Juicio interpuesto a los infidentes de Tepetlaxtoc en AGN, Criminal,
vol. 260, exp. 20, ff. 71-74.

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rebeldes y transgresores 341

En el corto plazo, las incursiones furtivas de los insur-


gentes tuvieron sus efectos. La capital se fue quedando sin
víveres, los convoyes de plata dejaron de fluir y la lista de
muertos en los ataques aumentó. La autoridad virreinal se
vio obligada a tomar medidas con el fin de contener la pre-
sencia de los insurgentes en esta región y en otras zonas
rurales del país. Para eso, reforzó los contingentes militares
en los principales caminos que llevaban a la capital, apli-
có una política más agresiva hacia los distritos sublevados,
emitió órdenes para confiscar los caballos y decretó la for-
mación de milicias en haciendas, ranchos y pueblos con el
fin de que cada localidad organizara su propia defensa.32
La formación de las milicias de patriotas, en sus prime-
ros meses, tuvo mayor impacto en las cabeceras de distrito
y centros de comercio más importantes del valle de Méxi-
co como Tacuba, Azcapotzalco, Teotihuacan, Ecatepec y
villa de Guadalupe.33 La dirección de estos cuerpos recayó
en “la gente de razón” de la localidad, dejando a los indios
puestos menores. Con el paso del tiempo y la puesta en
práctica de la Constitución de Cádiz (1812), se establecie-
ron patriotas en algunas cabeceras municipales y se admi-
tieron indígenas entre sus filas, pero con cierto recelo, pues
se temía que se rebelaran o trastocaran las relaciones jerár-
quicas entre indios y españoles. Así que, en algunos lugares,

32
  Ortiz, Guerra y gobierno, pp. 81, 82 y 113. A partir de 1812, Calleja
reubicó algunas de sus fuerzas en los trayectos más importantes como
el de la capital a San Juan del Río en el camino de “Tierra adentro” con el
fin de garantizar la circulación del comercio.
33
  Ortiz, Guerra y gobierno, pp. 203-204.

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342 MARÍA ANTONIETA ILHUI PACHECO CHÁVEZ

los indios formaron sus propias corporaciones de lanceros


como en Amecameca y Texcoco.34
La presencia de distintos cuerpos milicianos en las locali­da­
des de los alrededores de la ciudad provocó tensiones entre
los patriotas y las fuerzas realistas o entre los patriotas de
un pueblo y otro por el control de los recursos y las zonas
de influencia. La falta de coordinación y cooperación entre
ellas favorecieron la corrupción, las rencillas y la deserción
al bando contrario. Las diferencias sociales entre los patrio-
tas del pueblo de Azcapotzalco y los de Tacuba, así como
la falta de definición de sus territorios, motivó que los pri-
meros acusaran a los segundos de insurgentes y bandidos.
Según declaración de los de Azcapotzalco “por venir vesti-
dos de zarapes u otros disfraces y corriendo a caballo se les
figuró gente bandida”. Además de que “contar con ellos es
para nuestra perdición por sus procederes tan soeces [y] que
todos son forzados y hombres que trabajan en México de
albañiles, hortelanos y otros oficios mecánicos”.35 Los plei-
tos entre los grupos milicianos se fueron incrementando a lo
largo del conflicto armado por lo que a partir de 1814, más
que combatir insurgentes se dedicaron a pelear entre ellos,
y a aprovechar la incursión de los enemigos para tirar “fue-
go amigo”. Los pueblos protestaban por los malos manejos
de sus fondos, mientras que los milicianos se quejaban de la
concentración del armamento en manos de unos cuantos (en
su mayoría arrendatarios) y de no traer cargadas las armas
pues se les cobraran las municiones que utilizaban.36
34
  Guarisco, Los indios del valle de México, p.159.
35
  AGN, Criminal, vol. 134, exp. 13, ff. 276-283.
36
  En la incursión insurgente de 1815 a Tlalnepantla, Mariano Camargo
del cuerpo de urbanos murió. Las averiguaciones sobre el hecho fueron

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rebeldes y transgresores 343

Otro factor de tensión fueron las tácticas de guerra cada


vez más violentas empleadas por realistas contra las pobla-
ciones sublevadas de Huichapan, Apan y Cuautla, cercanas
al valle de México. Los métodos de incendiar los pueblos y
ejecutar “en caliente” se divulgaron rápidamente en distri-
tos como Texcoco y Chalco. Los indios, más propensos a
ser acusados, debieron manifestar su lealtad al rey de manera
visible por lo cual pusieron mayor empeño en cooperar eco-
nómicamente y en realizar rondas. Ante cualquier signo de
sospecha, había gobernadores que exiliaban de sus pueblos
a los que querían “tomar las armas […] contra los gachupi-
nes” y recordaban a las autoridades virreinales las acciones
que habían llevado a cabo a favor del rey. En Xalostoc, cua-
tro jóvenes, entre ellos uno del pueblo, armaron una cua-
drilla y entraron a robar una casa. Al ser descubiertos, se
pensó que eran insurgentes y el gobernador los mandó azo-
tar en señal de que no estaba de acuerdo con ellos. Tiempo
después, temeroso de alguna represalia, el gobernador tuvo
que explicar que no se trataba de rebeldes y “que en esta
parte han sido muy fieles, pues lejos de haber mezclado con
ellos han hecho contribuciones para los patriotas y han sali-
do ellos mismos con sus llamas [a perseguirlos]”.37
A diferencia de los distritos de Cuautitlán y Texcoco, los
pueblos del distrito de Chalco tuvieron mayores dificulta-

largas y con el tiempo se descubrió que el capitán González Escalante lo


asesinó por desacatar la orden de no disparar. En las averiguaciones, Joa-
quín Fueros, del cuerpo de dragones de Tacaba, culpó al capitán de los
urbanos de no haber estado preparado para el ataque tal y como él se lo
había advertido. AGN, Criminal, vol. 636, f. 472 y AGN, Criminal, vol.
636, exp. 4, ff. 146-213.
37
  AGN, Criminal, vol. 8, exp.1, f. 19.

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344 MARÍA ANTONIETA ILHUI PACHECO CHÁVEZ

des para demostrar su lealtad. El estrecho contacto comer-


cial y religioso que tenían con el valle de Cuautla, 38 y la
necesidad de las autoridades de contar con un bastión fiel
desde el cual dirigir su ofensiva contra las tropas de More-
los tuvo mayor costo.39 Para evitar que la gente de Chal-
co se contagiara de las ideas de Morelos, las autoridades se
mostraron recelosas hacia las personas que venían del valle
de Cuautla y, sin más, las ponían presas.40 Asimismo, el
14 de julio de 1812, después de que Morelos había roto el si-
tio de Cuautla, se llevaron a cabo ejecuciones para infundir
temor especialmente entre aquellos que no habían solici-
tado el indulto, pues como señaló la autoridad militar del
distrito “Nada contribuye más al buen orden, tranquilidad
y sosiego de los pueblos que el brindar con el perdón a los
delincuentes y castigar a los […] que se abandonan y pos-
tergan por sus vicios”.41

38
  Si bien el valle de Cuautla está separado de Chalco por el macizo de
los volcanes, sus pueblos estaban estrechamente ligados por la devoción
a algunos Cristos o señores de los pueblos como el señor de Tepalcin-
go y Chilapa. Las fiestas a estos “señores”, que se iniciaban desde el
mes de enero hasta pascuas, estrechaban las relaciones comerciales entre
una región y otra. Sobre las relaciones económicas entre Chalco y la
zona caliente consultar a Hammet, Raíces de la insurgencia en México,
pp. 142-147.
39
 La campaña contra Morelos requirió adecuar algunos caminos para
que pasara la caballería. Alamán, Historia de México, t. ii, p. 488.
40
  Miguel Galicia Jorge Librado, Basilio Diego y Lucas Marcelo (in-
dios de Yacapixtla) fueron llevados presos a México por ser sospecho-
sos de insurgencia sin mediar una averiguación. AGN, Criminal, vol.
2, exp. 4, f. 96.
41
  Palabras de José Maria Infanzón, Capitán del regimiento provincial
de milicias de México y comandante de armas de Chalco el 14 de julio de
1812. AGN, Criminal, vol. 157, f. 472.

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rebeldes y transgresores 345

Bajo este contexto de desconfianza y rumores, la movi-


lización del ejército realista por el distrito de Chalco causó
inquietud. Los habitantes de Ixtapaluca salieron huyendo a
los cerros “por los temores en que se sonaba que las tropas
del rey iban a demoler el expresado pueblo”. El trajín de la
población de ir de un lugar a otro para saber qué pasaba y las
amenazas lanzadas por un borracho en un cruce de caminos
de “maldito fuera el gobierno, ojala y muriera y viviera la
América” hicieron pensar a los patriotas del lugar que estaba
próxima una rebelión. Sin cerciorarse y escondidos, inter-
pretaron como sospechosas las acciones de los que huían así
que el “quimil con la ropa” que llevaba una mujer al monte,
se convirtió en “quimiles llenos de hondas y piedras” y la
súbita dispersión de los indios por el temor de que el borra-
cho fuera “a hacer una fechoría y nos embarre, pues trae un
cuchillo”, fue visto como el inicio de la revuelta.42 Como se
puede apreciar, el rumor fortaleció los prejuicios que exis-
tían entre los realistas y los parroquianos en lugares donde
la tensión era mayor.
Las mujeres fueron el grupo más propenso a creer, crear
y difundir rumores, pero no el único. Los mesoneros adic-
tos a la insurgencia aprovechaban la buena disposición de
sus huéspedes para esparcir noticias “disonantes y sos­pe­
cho­sas” desde los parajes rebeldes a los pueblos del valle de
México, seguramente con la intención de desestabilizar al
contrincante. La manera de operar se aprecia en el siguiente
caso. En 1811, el posadero de Tlalquilimpan (pueblo cercano
a Ixmiquilpan) envío a un conocido suyo, residente en Tepe-
tloxtoc (Texcoco), una misiva con la ayuda del indio Vicente

42
  AGN, Criminal, vol. 272, exp. 1, ff. 1-24.

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346 MARÍA ANTONIETA ILHUI PACHECO CHÁVEZ

Apolonio, natural de ese pueblo. La carta iba cerrada, pero


sin pegamento y la referencia del paradero del remitente era
inexacta. El indio, invadido por la curiosidad y suponien-
do que no se trataba de algo de “intimidad”, leyó la carta
en que se informaba que había habido muchos muertos en
Ixmiquilpan (cosa falsa, pues el mismo Apolonio le dijo al
mesonero que no había habido muertos) y que “Nuestro
Soberano Dn. Fernando Séptimo se halla en Querétaro con
Dn. Ignacio Allende y mucha gente que trae de compañía”.
Vicente Apolonio sospechó del contenido y presentó la car-
ta a la autoridad; quien después de algunas averiguaciones
decidió dejar la causa. Mientras tanto el contenido de la car-
ta se había difundido en el lugar y seguramente con varias
interpretaciones.43 Los rumores de las zonas aledañas se fil-
traban a la ciudad de México principalmente por medio de
los comerciantes y trajineros. A mediados de 1812, de acuer-
do con Alamán, los principales implicados en la difusión del
rumor fueron “gente ociosa”, que merodeaba por los canales
de Chalco y que exageraba la victoria de los insurgentes en
tierra caliente. Estos rumores condujeron a que varios jóve-
nes de la capital se unieran a la insurgencia en ese año.44
Además de rumores, las regiones del valle de México pro-
porcionaron recursos para el sostén tanto de la ciudad como
de los insurrectos. La incapacidad de los realistas para con-
trolar la insurgencia en el valle de México, propició que
algunos hacendados y comerciantes, afectos a este partido,
establecieran desde 1811 acuerdos con el fin de que sus per-
tenencias no fueran atacadas para abastecer a la ciudad sin

43
  AGN, Criminal, vol. 194, exp. 1, ff. 1-13.
44
  Alamán, Historia de México, t. ii, p. 553.

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rebeldes y transgresores 347

ningún problema. Al norte de la ciudad, importante zona


para el abasto de carne y carbón, parte de los sueldos de
las cuadrillas de los insurgentes Epitacio Sánchez y Pasca-
sio Gutiérrez provenían de las tiendas de Tepotzotlán y de
las haciendas del Marqués de San Miguel de Aguayo y José
María Fagoaga. Según informes del reo, José Narciso Yánez,
a sus “haciendas que están en la zona no les toman sus gana-
dos”.45 Por su parte, los comerciantes de Chalco también
establecieron acuerdos para que les dejaran navegar sus tra-
jineras y sólo robaran a los comerciantes que se rehusaran a
cooperar o a seguir sus indicaciones.46
La liberalización del comercio dictada por Venegas para
mejorar el abasto de carne a la capital en 1812 también per-
mitió que los insurgentes se dedicaran al aprovisionamiento
de este producto.47 Con este fin, incorporaron a sus huestes
carniceros, arrieros y comerciantes de los distritos de Tex-
coco, Tacuba, Cuautitlán y Zumpango que habían trabajado
para las haciendas y los comercios dedicados a la introduc-

45
  AGN, Infidencias, vol. 129, exp. 124 y Ladd, La nobleza mexicana,
pp. 172 y 183. Otro ejemplo es que el administrador de la hacienda de la
Encarnación (Azcapotzaltongo, hoy Nicolás Romero) permitía que las
huestes insurgentes pernoctaran en su hacienda e incluso ayudaba a que
las cuadrillas salieran huyendo. AGN, Infidencias, vol. 171, exp. 20). En
1812 una hacienda de los “Guadalupes” fue atacada por los insurgentes
por lo que “Serafina Rossier”, una de sus integrantes, solicitó se tratara
de controlar las huestes de este lugar para que no ataquen las posesio-
nes de los adictos a la causa. Guedea, “De la fidelidad a la infidencia”,
p. 248.
46
  En caso de ser asaltada la canoa, el dueño de la trajinera solicitaba a
sus pasajeros el dinero y las armas. Algunos pasajeros huían y ello podía
dar motivo a que los insurgentes les matasen y confiscasen las pertenen-
cias que portaban. AGN, Criminal, vol. 252, exp. 5, ff. 238-275.
47
  Alamán, Historia de México, t. ii, p. 121.

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348 MARÍA ANTONIETA ILHUI PACHECO CHÁVEZ

ción de ganado al mayoreo. De acuerdo con los datos de


archivo, los cabecillas de estos traficantes, en su mayoría
mestizos y españoles, recibían un capital inicial por parte de
los insurgentes y se encargaban de reclutar en los pueblos a
todos aquellos parroquianos que pudieran ser útiles para la
matanza, tráfico y comercialización del ganado. Todos ellos
formaban un grupo pequeño y cerrado que actuaba bajo la
dirección del cabecilla que era el único que entraba en con-
tacto directo y frecuente con el jefe de la gavilla insurgente
de la región y sabía de los movimientos para recibir el gana-
do. Este cabecilla también informaba de las personas más
importantes de la localidad y, si eran afectos o contrarios a
la insurgencia. Las acciones de los traficantes se llevaban con
el mayor sigilo, regularmente por las noches, quedándose el
resto del día en el pueblo para evitar sospechas. En caso de
que sus actividades despertaran el recelo de los parroquia-
nos, las gavillas insurgentes fingían asaltarlos y perseguirlos,
pero si cometían algún acto en su contra podían ser acosa-
dos y vejados con severidad.48
La insurgencia no sólo representó una fuente de ingre-
sos para los españoles y mestizos, también lo fue para los
indios que habitaban cerca de los campamentos insurgen-
tes. Éstos eran contratados para vigilar o realizar quehace-
res como atender a los caballos sin participar en hechos de
armas con el fin de que no los reconocieran. Trabajar bajo
estas condiciones tenía sus ventajas ya que no se apartaban
del terruño, sus familiares les llevaban diariamente las tor-

48
 Éste es el caso de Ignacio Sánchez. AGN, Infidencias, vol. 42, exp. 6,
ff. 228-236 y Juicio contra Ignacio y Esteban Trejo en AGN, Criminal,
vol. 239, exp. 4, ff. 44-56 y 57-76.

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rebeldes y transgresores 349

tillas y podían emplearse durante cortas temporadas o ir y


venir, pues se les pagaba diario o semanalmente.49
La guerra se convirtió así en un medio de vida para algu-
nos habitantes del valle de México. Los acuerdos y activida-
des entre la insurgencia, los hacendados y los parroquianos
operaron cambios en las formas de financiamiento y en las
estrategias de lucha empleadas en la región. Del ataque a
haciendas y comercios en los pueblos, los rebeldes se dispu-
sieron a raptar a los vecinos contrarios al movimiento para
solicitar su rescate.50 Las actividades a las que se incorpora-
ron los rebeldes de la región, si bien tenían sus riesgos, les
posibilitaba que fácilmente solicitaran y les dieran el indulto,
regresando a las actividades rebeldes al poco tiempo.
Vivir entre dos fuegos, el de la sospecha y la incursión
insurgente, planteó múltiples formas de ser y convertirse
en rebelde y trasgresor ya que eso dependió de la percep-
ción de la autoridad sobre los actos que trastocaban las cos-
tumbres y el orden establecido. El temor de la autoridad
a lo largo de la revuelta insurgente y su afán de perseguir,
castigar y perdonar a los rebeldes favoreció la fabricación
de insurgentes a contentillo. Curas, militares, hacendados
y comerciantes aprovecharon el contexto de la guerra y su
posición jerárquica con el fin de sacar ventaja sobre sus ene-
migos. Para acusar a sus oponentes se valieron de aquellas

49
  Caso de José Dionisio Chavarría, en AGN, Criminal, vol. 110, exp. 2,
ff. 8-35.
50
  Juan González Escalante, arrendatario de hacienda y capitán de ur-
banos de Tlalnepantla, fue aprehendido por los insurgentes durante la
incursión a ese poblado. Un padre dominico y un carmelita fueron los
intermediarios para pagar su rescate. AGN, Criminal, vol. 636, exp. 4,
ff. 146-213.

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350 MARÍA ANTONIETA ILHUI PACHECO CHÁVEZ

prácticas y valores que la autoridad civil había considera-


do como peligrosas o subversivas. Dejar de asistir a misa o
de confesarse, montar en ancas o a galope, esconderse para
esquivar la autoridad, desaparecer por un largo periodo
de sus casas, vestir con frazadas o simplemente despertar
el temor, pues “desde que nació ha sido y será maleta [y]
todo el mundo lo llevaba agarrado de las orejas”51 podían
ser empleadas por los falsos acusadores para iniciar y dar
sostén a sus demandas.
Una fórmula común fue denunciar al rival de haber pro-
nunciado frases contra el régimen o estar planeando algún
acto de infidencia. Los militares eran los que empleaban
este tipo de argucias ya que tan sólo pasaban el reporte a sus
superiores para que se iniciara la averiguación. En Cuauti-
tlán, amparados bajo el uniforme, un grupo de patriotas
intentó vengarse del comerciante español Miguel Conde,
quien les impidió ultrajar a una joven en su tienda. Para dar
credibilidad a su engaño montaron todo un teatro a la luz
del día con el fin de que fuera público y notorio que habían
estado con el inculpado y para después culparlo de querer-
los seducir en favor de un grupo de rebeldes que operaba en
el pueblo de Magú (pueblo bajo sospecha de insurgencia).
Después de varios interrogatorios y careos entre los mili-
cianos y los parroquianos del lugar se descubrió el engaño
sin pasar el asunto a mayores.52
Los curas y autoridades civiles tenían mayor cuidado
al fundamentar su acusación. Con este fin empleaban las
acciones notorias que sus rivales habían hecho en el pasa-

51
  AGN, Criminal, vol. 110, exp. 21, ff. 336-349.
52
  AGN, Infidencias, vol. 37, exp. 4, ff. 149-203.

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rebeldes y transgresores 351

do y añadían comportamientos reprobados por la sociedad.


Comenzaban su alegato con frases como “siempre ha sido
pendenciero”. El vicario del pueblo de San Martín en Chalco,
acusó al indio Pascual Duque de insurgente valiéndose de que
éste había estado trabajando en tierra caliente y había levanta-
do la mano contra su padre. Duque se afligía de haber intenta-
do golpear a su padre y se apenaba por ello, pero el vicario dio
a esta acción una connotación aún mayor como la de ser “tan
igualitario en todo que a nadie tiene respeto”. Desafortuna-
damente para el eclesiástico, los indios del pueblo declararon
el “odio y mala voluntad” que tenía el vicario y que el cura de
Chalco “advirtió cristianos sentimientos y sumo respeto”.53
Así que, según los amigos o rivales que se tuvieran, uno podía
ser considerado insurgente. Afortunadamente para estos
rebeldes, los jueces, a diferencia de las autoridades militar y
civil, tuvo mayor cuidado al momento de impartir justicia.54

entre murmullos y conclusiones

A inicios de 1815, las localidades del valle de México habían


dejado de vivir bajo el murmullo de la rebelión. La idea de

53
  Pascual Duque era del pueblo de San Martín Cuautlalpan y antes de la
independencia había impedido que el vicario fundiera el cáliz de la Igle-
sia. AGN, Criminal, vol. 240, ff. 254-273.
54
  No siempre estos juicios terminaban bien. En 1811, el dueño de la
hacienda de Huachimatla acusó de insurgentes a Nicolás Antonio, Lucas
Santiago, Eusebio Mariano e Ignacio Joaquín, repúblicas del pueblo de
Tiitla. Durante el juicio, dos de los cuatro detenidos murieron, pues ya
estaban viejos y los mandaron a trabajar a la zanja cuadrada. Las auto­
ridades creyeron que la acusación era cierta, pues el subdelegado había
declarado que “[habían] desaparecido de sus casas”, AGN, Criminal,
vol. 157, exp. 12, ff. 441-446.

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352 MARÍA ANTONIETA ILHUI PACHECO CHÁVEZ

que los insurgentes llegarían a restaurar el orden o simple-


mente a bajar la “vanidad a los españoles” había queda-
do atrás. Los ecos de la guerra en los parajes “tranquilos y
fieles” se convirtieron en una onerosa carga y, sus “inúti-
les” patriotas y realistas, en una fuente más de tensión.
El ojo ­clínico de la autoridad, entrenado para descubrir
al in­surgente y mostrar su “lealtad al rey”, se tornó en un
instrumento de revancha de curas, hacendados y milita-
res. Durante los años de incursiones furtivas y medidas de
­contención realista, los pueblos de la comarca aprendieron a
sobrellevar su vida entre dos fuegos. El discurso de sumisión
y lealtad así como chancear, fueron los elementos que evita-
ron la represión realista, pero también el avance insurgente.
Éstos tuvieron que conformarse con el apoyo que les podía
brindar una población sumida en el temor y en sus necesi-
dades cotidianas. El rumor fue quizás la forma de resistencia
más efectiva en estas localidades por no recaer el castigo en
alguien en especial, pero no fue la única. Los habitantes de
las localidades aportaron hombres a jornal, medios de sub-
sistencia y, sobre todo, sembrar la sospecha de que detrás
del gesto cotidiano se ocultaba un insurgente.

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