Sunteți pe pagina 1din 5

Cap.

V El hombre en la sociedad capitalista


Fromm analiza las bases sociales, políticas, económicas y culturales de
la sociedad capitalista, en busca de los síntomas patológicos que explicarán
los trastornos psíquicos de los individuos que viven en ella.
A. El carácter social.
Los individuos se diferencian unos de otros pero, al mismo tiempo, se
adecúan a un carácter social, común a la mayoría de la gente que varía según
las épocas; así, la sociedad moderna se caracteriza por el trabajo del hombre
libre. Sin embargo, el carácter social matiza Fromm no depende de causas
particulares, sino de ideas políticas, filosóficas, religiosas..., que
precisamente por esto, añade, no deben considerarse estructuras secundarias,
como hace el marxismo. A conferir el carácter social contribuyen también,
en gran medida, la educación familiar, junto con la escolar y los métodos
pedagógicos.
B. La estructura del capitalismo y la condición humana.
1) Capitalismo en los siglos XVII y XVIII. El capitalismo ha nacido,
según Fromm, a partir de hombres libres, que venden en el mercado laboral
su propio trabajo al dueño del capital, con la confianza de que, a través del
mercado, el egoísmo de cada uno obtenga el máximo beneficio para todos.
2) Capitalismo en el siglo XIX. La empresa alcanza en esta etapa el
predominio sobre el hombre, que ya no es la medida de todas las cosas; por
eso, explotar brutalmente al obrero deja de ser considerado un crimen. El
mercado se libera finalmente de todas las limitaciones tradicionales: el
sistema se basa por entero en la libre competencia y en el beneficio de las
empresas. Como consecuencia, el hombre deja de ser fin en sí mismo y se
convierte en un medio de los intereses económicos de otros hombres o de un
gigante impersonal. Estos efectos despersonalizadores explica Fromm no
son debidos a la avidez del capitalista, sino a la ley del beneficio.
Fromm acepta la idea, defendida también por el capitalismo, de que los
hombres están para trabajar al servicio de la sociedad; pero según él hay
muchas formas de colaboración distintas de las basadas exclusivamente en
el beneficio, como la cooperación recíproca fundada en el amor, en el
espíritu de servicio o en vínculos naturales. La cuestión de la autoridad es
marginal para Fromm, el poder puede utilizarse para explotar y someter, o
para servir, como ocurre en la relación de un maestro con sus discípulos, que
es absolutamente distinta de la relación existente entre un amo y sus
esclavos.
Aunque en conjunto Fromm realiza un juicio positivo de los
movimientos reformadores del siglo XIX, considera que estos no han
logrado salvar al hombre de las neurosis creadas por el sistema capitalista.
Estos movimientos, que partían de la necesidad de suprimir la explotación
del obrero y de abolir o disminuir la autoridad, han conseguido, según él,
importantes resultados: en poco más de medio siglo la situación ha
cambiado a favor de los obreros, y la autoridad ha disminuido mucho más
de lo que un utópico del siglo pasado hubiese soñado. A pesar de todo,
añade, el hombre no está más sano que entonces: ya no corremos el riesgo
de convertirnos en esclavos; pero sí, en robots.
3) La sociedad en el siglo XX
a.—Cambios sociales y económicos. Los factores que, en opinión de
Fromm, han actuado como motor de los grandes cambios ocurridos son dos:
el desarrollo de la técnica y el triunfo indiscutible de la ley del mercado. El
desarrollo de la técnica ha favorecido el aumento del capital, que ahora se
halla dividido entre muchos accionistas, produciendo así una mayor
separación entre la empresa y la propiedad. La ley económica, por otra parte,
se impone cada vez más: si el mercado y los contratos regulan las relaciones,
no hace falta saber lo que es correcto y lo que es erróneo; basta con saber si
algo es adecuado y funcional. Mientras tanto, concluye, los bienes se
distribuyen: todos tienen un coche y otros bienes de consumo, leen los
mismos periódicos y disfrutan de los mismos espectáculos; producen,
consumen, disfrutan juntos, codo con codo, sin hacer preguntas. Esto
requiere, deduce Fromm, que todos quieran consumir cada vez más y que
los gustos estén estandarizados; que se sientan libres y, al mismo tiempo,
que estén dispuestos a ser mandados sin oponer resistencia a la máquina
social.
b.—Cambios caracteriológicos. Además de la alienación económica,
estudiada por Marx, Fromm considera que existen otros tipos de
alienaciones, en los que el hombre se convierte también en extraño,
extranjero para sí mismo: su apariencia, su rendimiento, pasan de ser suyos a
ser sus dueños. La persona alienada pierde también el contacto con los
demás, que se transforman así en algo parecido a ella.
En este sentido, observa Fromm, el monoteísmo supone un paso
adelante respecto al politeísmo, en el que los hombres se construían un
fetiche y alienaban en éste el propio yo: el hombre idólatra se inclina ante el
trabajo de sus propias manos. En el monoteísmo continúa Fromm, Dios no
es una cosa, sino el infinito, y el hombre es también en cierto modo infinito,
porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Pero, incluso en el
monoteísmo, es fácil volver a la idolatría, cuando se renuncia a Dios para
someterse a las cosas creadas; también en el amor añade ocurre eso mismo,
pues con frecuencia no es otra cosa que un fenómeno idolátrico. Otras
idolatrías modernas se refieren, siempre según Fromm, a distintas
instituciones y a distintos objetos: a los jefes, al Estado, a la industria, al
dinero, al deporte, a los espectáculos, etc. En estos casos, aunque las
relaciones humanas se intensifican y se hacen más cordiales al disminuir el
miedo y el autoritarismo, las personas se convierten en partículas extrañas
entre sí, que están juntas por intereses egoístas y por la necesidad de hacer
uso una de otra, prevaleciendo así el egoísmo en vez de la verdadera
solidaridad.
Según Fromm, el origen de esta alienación estriba en el hecho de que el
yo no surge de la propia actividad del individuo que ama y piensa, sino de
su papel económico-social. Al preguntar a uno ¿tú quién eres? ejemplifica
Fromm, se corre el riesgo de recibir la siguiente respuesta: soy un médico o
cosas parecidas, como si una máquina pudiera responder y dijese: soy un
tractor, soy un coche, etc. Esto ocurre cuando el valor de la persona depende
tan sólo del éxito económico o profesional.
Otro tipo de alienación, propio de la sociedad capitalista, es el
conformismo. No es que en otras épocas no haya existido este fenómeno
matiza Fromm, pero ahora se corre el riesgo de una estandarización, no
según ciertos modelos personales, sino según modelos anónimos. Lo
importante para el hombre de la sociedad capitalista es sentirse aceptado,
pues a la persona alienada le resulta imposible estar a solas consigo misma.
Aunque en la sociedad capitalista nadie obliga al individuo a un
comportamiento determinado, el conformismo supone de modo implícito la
obediencia a férreas leyes, para acomodarse al grupo en que se vive.
En el conformismo actual, continúa Fromm, se ha abierto camino el
principio de que toda aspiración debe satisfacerse inmediatamente y ningún
deseo debe quedar frustrado: se compra a plazos con tal de conseguir algo
inmediatamente; se desea el placer sexual sin demora, después de haber
preparado todas las coartadas posibles con un burdo freudianismo que ve en
la represión sexual la causa de todas las neurosis. Frente al vacío existencial
que surge de la actitud conformista, se busca una solución hablando,
desfogándose con un interlocutor con el que se simpatiza.
Otra consecuencia del conformismo es, según Fromm, la sustitución de
una autoridad racional por otra irracional, primero en la familia y luego en la
sociedad. Mientras había una autoridad clara, explica, existía una oposición
y rebeldía contra toda autoridad irracional, afirmándose así la conciencia del
propio yo; ahora en cambio el individuo, inconsciente de su sumisión a una
autoridad anónima, pierde el sentido de sí mismo convirtiéndose en un
objeto.
c.—Razón, conciencia, religión. Fromm describe el modo en que estos
tres elementos aparecen en la sociedad capitalista: la razón aflora, pero
siempre bajo la forma de una inteligencia instrumental que encuentra su
máxima expresión en la inteligencia artificial de las máquinas; la conciencia
personal resulta amortiguada y silenciada: no puede desarrollarse cuando el
principio vital más importante es el conformismo (cuánto más conformista
es una persona, menos puede oír la voz de la propia conciencia, y menos
puede obedecerla); en cuanto a la religión, nos encontramos con una gran
abundancia de manifestaciones religiosas y, a la vez, con una creciente
idolatría.
El monoteísmo no es compatible en opinión de Fromm con la
alienación y con la ética de la corrección (la ley del mercado convierte la
moral en corrección, entendida como algo que es contrario al engaño, ya que
éste elimina la confianza necesaria para los negocios). En el monoteísmo,
sigue Fromm, la revelación al hombre y la redención de éste constituyen el
fin supremo de la vida; un fin que no puede ser subordinado a ningún otro:
puesto que Dios es indefinible, el hombre creado a su imagen también es
indefinible, es decir, no puede ser jamás considerado como una cosa.
Ciertamente, añade, el principio de la corrección produce un cierto tipo de
comportamiento ético; pero amar al prójimo, cultivar el espíritu, afrontar la
muerte, no forman parte de la corrección. Para hacer frente a estas
cuestiones es necesario, según Fromm, la creencia en el amor fraterno que,
en épocas pasadas, se fundamentaba en la religión. El mundo de hoy,
explica Fromm, deja a un lado los problemas más importantes de la vida. Si
se cree en Dios, es porque se da por descontado que existe; si no se cree, es
porque se supone que no existe. En ambos casos se da a Dios por
descontado. Ni el creer ni el no creer quitan el sueño a nadie, ni causan
ninguna preocupación seria, debido a que el amor fraterno ha sido sustituido
por la corrección. Dios se ha convertido así en el Director General de la
Sociedad Anónima del Universo.
d.—Trabajo y democracia. En este epígrafe Fromm compara la
concepción laboral del artesano medieval, el cual podía sentirse satisfecho
ante el producto acabado, con la del obrero industrial o postindustrial que ve
el trabajo como una actividad que, por el momento, las máquinas no
consiguen realizar completamente. Este trabajo anónimo y dividido es
siempre menos querido, cuando no suscita rebeldía.
También la democracia presenta —según Fromm— síntomas de grave
enfermedad. Antes existía el problema del sufragio universal, que impedía la
participación democrática a las grandes masas; pero ahora que éste se ha
conseguido, se descubre que los ciudadanos no participan en la vida y en las
decisiones políticas. Votan a unos candidatos que, en vez de representar
fielmente a los propios electores, obedecen a poderes extraños. También el
voto libre está seriamente condicionado por la propaganda y por la
abstracción de los problemas, tan lejanos de la propia existencia cotidiana.
e.—Enajenación y salud mental. La crítica de Fromm a las escuelas
psicoanalistas americanas es muy aguda y contundente. Critica la tesis de
Sullivan, uno de los psicoanalistas más conocidos, que reduce todos los
trastornos a la insatisfacción de tres necesidades básicas: la necesidad de
seguridad personal, es decir, la liberación de la ansiedad; la necesidad de
intimidad, es decir, de colaborar al menos con otra persona; y la necesidad
de satisfacción erótica. Fromm indica que estas tres necesidades, además de
no agotar las causas de los problemas psicológicos, son enfocadas por
Sullivan de una forma muy distinta a como lo han sido en las diferentes
culturas: se sostiene la posibilidad de encontrar la seguridad satisfaciendo
algunas necesidades según el modo propuesto por una sociedad dominada
por la industria y el conformismo; los psicoterapeutas aconsejan al individuo
adaptarse a ella, fomentando así en la persona la existencia de una intimidad
cualquiera y de una sensualidad egoísta. Para Fromm, un poco de
inseguridad es connatural al hombre, debido a los límites que descubre en su
libertad cuando afronta los fines trascendentes de la vida.
Así pues, según Fromm, el hombre verdadero debe sufrir hasta que
pueda decir soy yo; el hombre alienado, por el contrario, intenta ser lo más
parecido a los demás para sentirse aceptado. Pero el temor a no resistir el
reto está llenando a la sociedad de un sentimiento de ansiedad mucho más
intenso que el antiguo sentimiento de pecado: "Si la edad contemporánea ha
sido llamada con razón la época de la ansiedad, se debe primordialmente a
esta ansiedad engendrada por la falta de sentimiento del yo. En la medida en
que yo soy como usted me desea, yo no soy; estoy angustiado, dependo de la
aprobación de los demás, procuro constantemente agradar. La persona
enajenada se siente inferior siempre que se cree en desacuerdo con los
demás" (p. 172). De este modo, vienen deformados conceptos básicos como
felicidad y afecto: todos deben de ser felices, pero esa afirmación es más
una condena que verdadera felicidad. La felicidad no es un simple placer y
conoce el esfuerzo del crecimiento; se opone a la tristeza y a la depresión,
no a la fatiga, a la seriedad y a la lucha.
Por eso, en contra de los psicoanalistas americanos, Fromm considera
que el american way of life es causa de muchos trastornos: no es que las
dificultades para integrarse en esa sociedad procedan de los viejos tabúes
que se oponen a la libertad moderna, sino que proceden de la
despersonalización a que deben someterse los individuos. Lo que estos
psicoanalistas pretenden es semejante, según Fromm, a lo que hicieron los
ciegos del cuento: un joven llegó a un pueblo de ciegos; con el pasar de los
días, los ciegos se dieron cuenta de que aquel joven no se comportaba como
ellos. Los más sabios y expertos descubrieron que por los ojos de aquel
joven entraban imágenes que lo confundían y, para salvarlo, acordaron
sacarle los ojos (cfr. p. 163).

S-ar putea să vă placă și