Sunteți pe pagina 1din 100

LA SEÑORA SIEGNER

___

OVEJA PERSA
UNO

No recuerdo la fecha, pero sé que fue un domingo. Pasé, como es habitual,


por las oxidadas verjas coloniales de una casa que los historiadores suelen calificar
de reserva históricamente valorable. Era, y aún lo es ahora, una exótica
construcción de barro, revestida por una fachada de concreto liso y un componente
simbólico en el techo que tiene una denominación costumbrista un tanto vulgar:
“mojinete”. La panadera de la esquina (una señora de treinta y cinco años, bastante
deslenguada que ofrecía panes en plena vereda) acostumbraba referirme con
exagerada frecuencia sobre la única persona que vivía en aquella casa: “pobre
señora, pero qué cruel es la vejez… la soledad y la vejez… ¿los hijos?, son una
manada de buitres, viviendo lo suyo, malditos todos, esperan que se muera para
hacerse con la casa… ¿que dónde están?, vaya uno a saber, supongo que viviendo a
placer… tres rufianes viviendo en abundancia… mientras la madre aquí… espero
que cuando viejos ellos también sepan lo que significa no poder valerse por sí
mismo… hace meses que no camina, digamos que ya no se la ve asomada a las
rejas, lo oye todo mal, apenas come pan remojado en un tazón con agua
azucarada… qué triste todo. Lo único que hago es dejarle una bolsa de pan en la
verja.”
Cuando me tocaba responder lo hacía con poco interés: “Por supuesto… es
razonable… pero qué hijos de puta… perdone señora… Dios sabrá enmendar
tamaña injusticia…”.
Nunca dejamos de predecir una muerte oscura y solitaria. Ella fue por
mucho tiempo la casera que le proveía pan dos veces por día, y por los chismes
extraídos de nuestras charlas presumo que fue su único contacto con el mundo
exterior.
Aquel domingo esperaba que arremetiera con la misma historia, con el
mismo dramatismo desfasado de una novela barata, sin embargo me dio una
estupenda noticia.
–Ya no venderé pan en la calle.
–Supongo que eso es bueno, aunque muchos preferimos comprar pan de
canasta que los encajonados en los contenedores de vidrio.
–No joven, abriré un local, habrá pan de canasta para los que quieran de
canasta y pan de contenedor para los que quieran de contenedor– agregó muy feliz.
–Ah, bien, y ¿dónde se supone que se va?
–Aquí al costado– me respondió, al tiempo que señalaba la fachada gris,
rodeada de oxidadas verjas.
Lo pensé un buen rato, mientras ella sonreía, e insistí.
–Es buena idea, excepto por un detalle que deberá resolver por supuesto.
–¿Cuál?
–Pues creí que lo sabía. La señora…
–Ah sí, ¿no le dije?
– No…
– Se murió esta mañana.
La noticia me conmovió desde luego, aún más terrible fue saber que la casa
siendo de una inválida mujer, quedaría inhabitada para siempre. La muerte siempre
es un vacío intermitente de gran misterio que inquieta y merece atención. De todas
formas, el entusiasmo de la señora de los panes no consideraba el duelo, y no hay
indiferencia más terrible como la ambición por seguir viviendo a pesar de los
muertos.
Entonces recordé lo que me había dicho la señora Doménica (mi vieja
arrendataria), que la única forma de olvidar el pasado era iniciando un negocio en
lo que fuera, y aquella noticia cuadraba perfectamente en mis planes. Idea que se
fundó en la cantidad de libros que poseía, los que estaban rebasando
peligrosamente el simple hecho de tener libros de lectura. Libros coleccionados al
azar, muchos de ellos leídos y releídos insulsamente en noches de insomnio. Pensé:
“es una buena casa para armar unos escaparates igualmente buenos, seductores
para los enormes tomos, además el techo mojinete siempre le entra bien a una
ciudad costumbrista como esta, a fin de cuentas una ciudad costumbrista siempre
tiene algunos buenos lectores, hombres cultivados en la sedentaria costumbre de no
hacer nada”. Por lo que me uní ciegamente al propósito mercantil.
–Definitivamente es una pena, no estaría de más ir a los funerales– dije.
–Será en el cementerio central, hablé con los herederos, después de todo no
son precisamente lo que uno piensa, resultaron ser abogados, mañana después del
sepelio me firmarán el contrato ante un notario– repuso ella, en un tono victorioso,
sobrellevando en lo posible la grotesca humanidad de alguien que malgasta sus
sanos principios, a cambio de un vil propósito.
–No se fíe de los abogados, les gusta el dinero más de lo debido– dije,
asumiendo del mismo modo la situación.
–Seiscientos soles y un mes de garantía, espero que mil soles me alcance,
para hacer los arreglos.
–¿Hará la reforma?, debió pedirle que lo hagan ellos, es conveniente para
que el costo sea menor.
La señora agradeció infinitamente el consejo, luego agregó dos panes en mi
bolsa. Antes de despedirme, averigüé el nombre de la señora cuya muerte en vez de
envolvernos en la pena y el dolor, nos trajo una oportunidad envidiable, la de ella,
poner una panadería, y la mía, un negocio de libros. Ese mismo día supe que la
difunta se llamaba María Siegner. Luego emprendí el camino a casa en una serie de
ambiciosas cavilaciones que no merecen mayores detalles.
A la mañana siguiente salí temprano. Antes que los expendedores de
periódicos se instalen, di algunas vueltas por las callejuelas aledañas al centro de la
ciudad. Esa noche había hecho un conteo, tenía en mi poder más de mil libros, eso
me abrumó aún más, la ambición crecía en mi vientre como una infección
letalmente incurable.
Compré “La Razón”, periódico de menor preferencia, de no ser por los
avisos inmobiliarios y empleos definitivamente nadie compraría el periódico. Abrí
en la sección indicada, muy seguro de encontrar lo que estaba buscando.
“DEFUNCIÓN: Los familiares de quien en vida fue María Gutiérrez viuda de
Siegner tienen el triste deber de comunicar su deceso e invitar a la distinguida
parentela a la misa de cuerpo presente a llevarse a cabo en las instalaciones de la
embajada de Francia y seguidamente al sepelio en el camposanto de Nuestra
Señora de la Merced.”. Era una injusticia, hubiera dicho: “¡es descabellado honrar
de forma tan pomposa la muerte de una anciana abandonada¡”, pero no tenía
tiempo para pensar en la ambivalencia del bien y del mal porque la expectativa que
tenía en mente era demasiado excitante como para detenerse en conjeturas morales.
Tomé un taxi y fui directamente a la embajada de Francia que se encontraba a solo
unas cuadras, para ser precisos siete cuadras de la esquina donde la señora vendía
pan.
Era una mañana clara, con el vasto azul tiñendo el horizonte. La “Casa
Francia” es un condominio extenso que se encuentra en el lado norte de la ciudad.
Es una construcción algo lujosa sin ser necesariamente un icono de la cultura
francesa. Tiene un perímetro aproximado de dos hectáreas, donde además de la
edificación envejecen olivares silvestres y raquíticas palmeras vencidas por el
arbolejo estéril de incontables primaveras. La construcción es una típica muestra de
una edificación decimonónica; las paredes son de piedra granito de un paciente
forjado, el techo tiene la forma de un cono invertido en cuyos aleros se pueden ver
los gruesos tejados importados de alguna parte del mundo sin ser expresamente de
Francia. El interior es una escueta muestra de la tradición europea, por los
ornamentos de madera y los trabajos en vidrio que cuelgan en forma de lujosas
lámparas. A simple vista no merece tal denominación más que por sus adornos un
tanto antiguos.
El hombre que me recibió, no estuvo de acuerdo con que le saludase de esa
forma.
–¿No ve que estamos en un velorio?
Era un grueso hombre que aguardaba en la entrada.
–Disculpe…– dije, sin la concienzuda pretensión de alguien que quiera
disculparse.
–¿Tiene usted algún parentesco con la difunta?
–La tuve en algún momento– respondí, restando importancia a la tradición
prepotente de los guardias de seguridad.
El tipo vio el periódico que llevaba en el antebrazo y tomó el indicio como
prueba de que mi presencia carecía de fundamento. Y arremetió de nuevo.
–Le repito… ¿Es usted pariente de la difunta?
El guardia empleaba cada término con la versatilidad de un hombre que se
sabe de memoria un guión que le han impuesto con un argumento insustancial,
carente de legalidad, pero al mismo tiempo gratificante. Mi presencia, hacía que
aquella gratificación perdiera valor y, naturalmente, la pérdida hubiera sido mayor
para mis intereses, en caso de una respuesta inmediata. De modo que opté por un
recurso secundario pero no menos importante. Me hice ver como un personaje de
escuetas maneras y vastas atribuciones que, por otro lado, no tiene razón alguna
para malgastar justificantes con un simple empleado de seguridad.
–No tengo ningún parentesco sanguíneo, pero tengo el aval de todo aquel
tiempo que le serví de jardinero, y temo que eso me da todo el derecho que usted no
puede alcanzar en unos minutos de resguardo fúnebre.
El hombre de la puerta me miró largamente, con su ancha espalda apoyado
en los barrotes.
–Deberían haberle puesto una notificación, todas las personas que se
encuentran aquí han recibido una carta de invitación– dijo, mientras me abría paso
a las escalinatas que conducen a la sala principal.
El salón estaba atestado de personajes de la más alta jerarquía local,
oficiosos personajillos cuyo talento es la burocracia, los estatutos, los fraudes y los
banquetes, entre los ciudadanos soy el que más aborrece a esta cofradía, alguna vez
imaginé un mundo libre de este escarnio, pero es imposible, todos los hombres
tenemos una sofisticada facultad para la burocracia. Entre ellos reconocí al alcalde,
un hombre abultado, enjuto, calvo, de nariz afilada, vestido según la más fina
tradición aristocrática; junto a él la plana mayor de doce o trece regidores,
igualmente embotados con la más alta exigencia de la moda. En un extremo, junto
a ellos, un médico, enfundado en una vistosa bata blanca, ofrecía saludos
inclinando la cabeza muy exageradamente, este era un hombre robusto, de pelo
entrecano, bigote bisoño y la mandíbula afeitada. No había duda de que toda
aquella concurrencia estaba ahí para mostrar el glorioso papel de sus influencias.
Al otro extremo, en un grupo menor, se destacaba un hombre menudo, de
sombrero esquinado de ala corta, tenía la expresión de tristeza en los ojos. Junto a
él dos tipos casi jóvenes hablaban animadamente sobre algún asunto cotidiano sin
importancia, que no tenía relación con la muerte. El resto de los asistentes eran
personajes de rango menor en el círculo de la difunta o en todo caso gente cuya
asistencia estaba supeditada a un oficio específico que no tenía absolutamente nada
que ver con la reunión; estos estaban conformados por fotógrafos, meseras, los
cuatro piadosos coristas, el hombre encargado de las coronas y las dos anfitrionas
que además de consolar el triste ambiente llevaban una cintilla amarrada al cuello
en la que se hacía propaganda a una empresa funeraria.
Me senté ávidamente en una silla vacía estudiando cada gesto que me
pudiera transmitir la conducta del heredero o de los herederos. Descartando a los
de la alcaldía, me pude hacer una idea de los que realmente me interesaban,
podrían haber sido los dos hombres que estaban charlando muy cerca del féretro, o
podría haber sido el hombre del sombrero, en todo caso jamás lo sabría si no fuera
por mí mismo. De otro lado, debía ser precavido, alguna impertinencia me haría
sospechosamente interesado, y en una situación como aquella no tendría ningún
valor aquella falsa excusa de hacerme pasar por el “jardinero”.
En un momento resolví hacerme de un discurso mortuorio que diera ocasión
para ganarme una buena impresión, pero luego lo deseché por ser una idea muy
apresurada; pensé también en acercarme al féretro, decir alguna oración en silencio,
luego alejarme hacia el extremo donde estaban los supuestos deudos para darles el
pésame. Pero todo ello quedó desechado, porque tarde o temprano delataría mi
mezquino proceder. Lo más sensato era por supuesto mantenerme al margen,
esperar anónimamente desde algún rincón, estudiar cada uno de los movimientos
de los deudos más cercanos, y luego cuando todo terminase, me acercaría a
proponerles mi plan.
La mañana transcurrió con normalidad, los asistentes, tanto de la alcaldía
como el cuerpo de deudos, disfrutaron de un café ofrecido por la compañía
funeraria. Luego se anunció un breve recorrido de despedida hacia el ataúd, el
anuncio lo hizo la hermosa anfitriona, de atrevido vestido crema. El primero en
hacer el recorrido –y desde luego en ofrecer un discurso– fue el alcalde. Este se
ajustó el saco, dijo un sonoro: “señoras y señores, ciudadanas y ciudadanos del
distrito de la prefectura…”, y luego soltó un discurso de revelaciones con algunas
frases indolentes de político: “tenemos el honor de recordar a una de las ciudadanas
más representativas del distrito de la prefectura… recuerdo la tarde aquella…
queridos vecinos, hace ya cincuenta años nuestra villa dio la bienvenida a una de
las mujeres más nobles que haya pisado estas tierras. Su nombre: María, después,
casada en el municipio de nuestra localidad, con el señor Fernando Siegner… Era
entonces, una atractiva mujer de veintidós años, la recuerdo con su traje azul,
siempre la vimos vestida de azul, ahora mismo me parece estar viéndola con su
gruesa bata azul, a la puerta de su casa, con un fondo de cortinas azules, tomando
el sol de la tarde, los que tuvimos el honor de tener a una vecina tan ilustre
sufriremos tal conmoción al pasar por esa puerta, como un deudor que ha eludido
al fisco. Porque una benefactora es como un inversionista de caridad, la
generosidad es quizá una de las deudas más dolosas, debemos a esta benefactora
sus discursos en favor de las mujeres, de los ancianos y de los niños; atributo que
empalmó perfectamente con sus actos. Una mujer que enalteció a la mujer del
distrito de la prefectura y dejó un sello indeleble en los corazones. Hoy, frente a su
ataúd, invito a todos los presentes a una reflexión sobre lo que ha significado esta
mujer en nuestras vidas, y que ha predestinado para el futuro de nuestros hijos…
debemos un agradecimiento infinito. Agradecer por la casa biblioteca, agradecer
por la fundación de mujeres descalzas, agradecer por la casa hogar, agradecer por la
casa de ancianos, y por su puesto por la embajada de Francia. No habrá un solo
anciano, niño, o mujer desamparada en esta ciudad que no le deba alguna sentida
consideración. Mañana, cuando amanezca vacía aquella casa donde pasó los
últimos años de su vida no habrá ciudadano que no se sienta en deuda con la mujer
que vivió tras esos barrotes de su casa antigua. Y, desde luego, no habrá momento
como este para encontrarnos con ella y despedirla a la vez, y particularmente para
mí no habrá otra tarde como aquella en que llegó desde su próspera Francia.
Gracias”.
Dicho esto, y antes de hacer una débil seña de una cruz con una mano, el
alcalde se dirigió al ataúd y le estampó un beso. Seguidamente se dirigió al hombre
de sombrero y se confundieron en un largo abrazo, luego atravesó el salón
dirigiéndose al doctor para apretarle la mano y propinarle una amistosa palmada, a
lo que el medico correspondió con pesar y con un agradecimiento profundo, una
señal de complicidad y camaradería guardada por años.
El ceremonioso discurso me dejó una sensación de aturdimiento, propio de
cualquier extraño; ahora la señora Siegner se me presentaba como una estimada
mujer en una circunstancia extraña, dado que estaba muerta, tan muerta como las
paredes del edificio de la embajada de Francia.
El alcalde se había referido a la ciudad como una remota villa de menos de
un millar de habitantes. Imaginé la ciudad, que ahora rondaba el millón. Imaginé a
la difunta como una agraciada mujer recién llegada de Francia, sin encontrar
prueba de ello en la actualidad; no hay ninguna francesa en las calles, ni
descendiente que se puede considerar francés. Con respecto a las atribuciones
celebradas por la autoridad, no estuve ni lo estaré nunca tan enterado como
cualquiera de los asistentes. Por supuesto no niego que existan mujeres, niños y
ancianos desamparados, pero que exista una casa fundada por una filantrópica
mujer me era esquivo por no decir indiferente. De lo que sí definitivamente podía
dar un testimonio bastante acertado es acerca de la abundancia de lectores
desamparados. Así como un anciano o niño desamparado estaba al amparo de
morirse algún día en el olvido, también había lectores desamparados que podían ser
presa de una horrible muerte que es el abandono de aquella identidad subjetiva
representada en un libro a juicio de cualquier hombre, esto puede ser una frivolidad
innecesaria, ¡contar con un libro en casa!, ¡vaya tontería!, ¡como si nos hiciera
falta!, lo que no es una necesidad pues no hace falta. De modo que conocía muy
bien la casa biblioteca, un lugar acogedor de por los menos doscientos metros
cuadrados ubicado en el corazón de la ciudad; pero tampoco mi curiosidad llegó a
tanto como para averiguar la historia de aquella fundadora.
Los siguientes interventores recurrieron al mismo juego. Todo el tiempo
prevaleció el ambiente enrarecido por alguno que otro sollozo. Algunos pocos muy
sensatos dijeron brevemente que la señora había sido lo que se llama una mártir y
que es una injusticia que después de muerta se enmiende con discursillos que no
merece nadie. Hubo una amonestada intervención de uno de los regidores que
calificó de proselitismo a lo anterior. Pero, con discurso o no, todos desfilaron por
el atrio del féretro, sin malgastar la respetuosa religiosidad en lo que todos los
presentes estuvieron de acuerdo. Cada uno se dio el tiempo para hacer una oración,
alguna silenciosa petición y luego una señal de cruz en la frente para después
marchar hacia la fila de los deudos. Quise pasar desapercibido todo el tiempo, pero
la anfitriona quiso amablemente que fuera partícipe de aquella despedida. Entonces
me acerqué al atrio. La caja se encontraba sobre unos caballetes de madera
reluciente. La cabecera, desde cuya abertura se esperaba ver a la muerta, se
encontraba con la tapa levantada como un inofensivo buzón de cartas. La cantidad
de flores depositadas alrededor me provocó un serio estornudo que no pude evitar.
–Si quiere despedirse de la mejor forma tendrá que acercarse un poco más–
me dijo la anfitriona que todo el tiempo estaba detrás de uno para salvaguardar la
integridad y la buena reputación de la compañía funeraria.
A solicitud suya avancé tres pasos, hasta ver el cadáver.
La muerte puede ser un extraordinario acontecimiento, pero el cuerpo que
deja no es más que un traste insignificante de lo breve que puede ser la vida. La
muerta estaba recostada en aquel confortable cajón, entre algodones, tenía el
aspecto de una colérica mujer de pelo amarillo marchito, peinado
escrupulosamente hacia un costado. A medida que iba estudiando su expresión,
esta variaba hasta resultar una angélica representación de un sueño profundo. Su
rostro, curtido y poblado de pliegues, no hacía convincente el cabello rubio. De
todas formas, el cuerpo debió haber pasado por innumerables atenciones, de
modistas, maquilladores y por supuesto de algún tintorero que le pudo haber
cambiado el color cenizo de la vejez por uno en extremo rubio.
Estornudé una vez más y dejé el féretro en su sitio para continuar con la lista
de pésames. Era la oportunidad que quería, una oportunidad que no podía dejar
pasar. De lo contrario mis pretensiones quedarían postergadas en un simple deseo.
Ello sin contar con la anticipada intención de la señora de los panes por convertir el
inmueble en una tienda de panes.
Al principio estaba resuelto a dirigirme ante los herederos después de los
funerales para no pecar de impertinente, pero ahora frente al hombre que pondría
en marcha mi empresa vi conveniente no desaprovechar ni un minuto. El hombre
de sombrero que encabezaba la fila de los deudos, me recibió con una fría mano.
–Dios lo tenga presente– dije, extendiendo mi mano, inmediatamente
continué–, ¿es usted el señor Siegner?, ¿el hijo mayor?
El hombre no dudó en responderme con una compleja manifestación gestual
de cortesía. Proseguí.
–Siento mucho que nos haya dejado… dos días antes he tenido una
conversación con ella, entonces no era posible que se muriera… ¿quién es usted?
No había calculado respuestas, cuando se tiene el cerebro conducido por el
corazón no se hace sino ir ciegamente por lo que me precipité a lo primero que me
vino a la mente, y el recuerdo de la señora de los panes sirvió de puente para salir
de este nefasto camino para entrar en otro peor.
–Oh, perdone, soy dueño de un negocio de panes, tengo entendido que mi
mujer le ha hablado con respecto a ello…
–Ah la señora, sí, habló conmigo ayer, pero jamás me dijo que tuviera
esposo.
Encontré en sus palabras la suspicacia y la incredulidad de alguien
sorprendido. Paseó su mirada sobre mi atuendo. Naturalmente la historia era poco
creíble, la señora en cuestión tenía algunos años más que yo, por lo tanto un
concubinato de ese género nunca es bien recibido, pero era lo único que cruzó por
mi mente. La traición gestada contra la señora panadera estaba en marcha desde
que ella misma me había contado su secreto. A estas alturas ya no tenía escrúpulos
para concretar esa traición. Lo importante era que mi historia sonara convincente.
–Con su madre tuvimos una buena amistad, siempre quiso que su casa se
mantuviera en pie, aunque se muriera.
Ante estas palabras devolvió el sombrero a su cabeza y meneó un poco la
mano en señal de cansancio. Luego abrió los ojos, y dijo:
–¿Acaso sabía ella que iba a morir?.
–Quizá no supo nunca que iba a morir, pero su enfermedad era cuestión de
tiempo… en algún momento debía ocurrir.
Ante mi respuesta se hundió en una reflexión, como un niño reprendido por
la culpa. Luego arremetió evocando un recuerdo.
–Nunca dijo que estaba enferma. Una vez a la semana recibíamos sus cartas,
en todas ellas nunca dijo sobre ninguna enfermedad, muy por el contrario, siempre
estaba dispuesta a alentarnos, siempre quiso que fuéramos unos buenos hombres.
Creí haber cometido un error por fiarme de todo el cuento de la señora de
los panes, pero proseguí con la convicción de estar en un velorio donde las verdades
se tornan generalmente en una falsa rectitud.
–La muerte a esa edad siempre es una larga espera que tarda en ser
aceptada, en principio por una cuestión de sabiduría, algunos ancianos tratan de
evadirla tercamente rechazando todos los remedios... Por otro lado, es posible que
su madre haya preferido ocultar su agonía en aras del bienestar familiar.
Metió la mano en el bolsillo de su saco, con el pañuelo extraído se limpió
oficiosamente los sudores que habían brotado de su frente, antes de guardarlo
también se limpió la nariz. Era un hombre cercano a los cuarenta y cinco años, con
una marcada diferencia de edad con referencia a sus dos hermanos que seguían en
lo suyo. Retomó la charla con un nuevo argumento, como si todo lo dicho fuera
una cuestión corregible
–Si usted la hubiese conocido realmente no le quedaría duda de que estaba
perfectamente bien. A nosotros nos constaba eso. Era una mujer disciplinada que
todo lo llevaba en un cuaderno, las compras, las cuentas domésticas, el dinero que
nos enviaba, las citas médicas, la edad de sus hijos, y cosas tan insignificantes como
el cambio de estaciones, odiaba el invierno. Además era muy supersticiosa, podía
quedarse en cama semanas enteras cuando un presagio se interponía… y sus cartas
no eran ajenas a ello, nos describía con absoluto detalle sus rutinas, sus miedos, sus
sueños, y todos los humores de su edad.
Miró hacia el ataúd que yacía rodeado de algunas mujeres que pudieron ser
para él lo mismo que políticos o desconocidas vecinas del distrito de la prefectura.
El médico vigilaba nuestra conversación con un interés poco común. Le dejé seguir
como alguien que evita decir algo para no entorpecer la hilaridad de una confesión.
–Mire, somos tres hermanos, –señaló a los dos jóvenes– nos fuimos,
obedeciendo el deseo de ella, a una ciudad que cumpliera los requisitos de un buen
ambiente académico, una decisión que fue dolorosa al principio, tanto para ella
como para nosotros. Desde entonces mantuvimos vivo aquel vínculo madre–hijo
mediante sus cartas, fue siempre una fiesta abrirlas y leerlas. De modo que… –dudó
por unos momentos en articular las siguientes palabras– es imposible que nos haya
ocultado algo tan doloroso, además está lo del… testamento; no dejó una sola
referencia, es como si de un momento a otro hubiera desaparecido dejando un
cuerpo para la comidilla de políticos farsantes que más allá de falsos tributos
sospecho que buscan algún beneficio.
–Siempre es bueno desconfiar de los políticos– respondí.
Era conveniente en aquella situación limitarse a la idea de que la señora
habría ocultado su enfermedad por alguna razón entendible de madre. Ello era un
asunto sensible para los hijos. Por otra parte estaba la cuestión del papel que su
madre habría tenido en la sociedad, relaciones que no me incumbían en absoluto.
–Siento por ustedes, –dije– siento por su madre también, lamento estarle
refiriendo en este momento por el arriendo.
–No, no es molestia, de todas formas tendrá el contrato, para esta misma
tarde, antes de viajar le dejaré en un notario algunas cláusulas elementales, dado
que es usted amigo de la familia. Su esposa me había dicho que el precio fuera un
razonable monto que tome en cuenta lo que gana un jornalero… y tenga por seguro
que el precio es razonable. Puede usted pasar a firmar el contrato en esta misma
notaría –me entregó una tarjeta–. Junto al documento le dejaré las llaves del
condominio; y le rogaría, si fuera usted amable, que reúna aquellos trastos que
hayan quedado en él y los ponga a buen recaudo para que en una nueva
oportunidad, cuando me haga de un tiempo libre, venga a hacer lo que haya que
hacer con ellos.
–Es usted amable– dije.
–No tenga cuidado, y salúdeme a su esposa.
Salí de aquel velorio un poco antes del mediodía. Un tanto victorioso por
haber logrado que me arrendaran, pero poseído por aquel sinsabor de una historia
poco creíble y la desvergonzada osadía de haber lucrado con la confianza de la
señora de los panes.

* *

Arrendé la casa con todos los detalles prescritos en el contrato. El precio


condensaba la cantidad equivalente a la suma de un mes de jornal. Las diarias
jornadas de un trabajador corriente medianamente remunerado son variables,
puede uno percibir diez, veinte o treinta monedas. No sé cuál habría sido la
propuesta de la señora de los panes a este respecto, pero el contrato dejado en la
notaría por el heredero de la casa especificaba el detalle de lo que un hombre gana
de jornal. Era una forma muy literal de llevar el contenido de un documento
altamente legal. En concreto, lo tasado llegaba a la suma de mil doscientas
monedas, haciendo una sencilla operación matemática dividimos esta cifra entre
treinta que son los días que trae un mes, y obtenemos el jornal que todo mundo
quiere percibir, cuarenta monedas en moneda nacional. Esto a su vez será
subsanado con una garantía que no es más que el cincuenta por ciento de la tasa
total. Todo aquello estaba incluido en el documento, en un lenguaje muy sencillo.
Esa misma tarde tomé posesión sobre el condominio, en lo que se
convertiría en mi nuevo aposento, un recinto en el que pasaría sin privaciones ni
preocupaciones viendo marchar la esperanza de un futuro prometedor, que me
alejaría de los exabruptos a los que había sometido mi vida hasta ese momento.
Consideré necesario emplear la primera visita en una inspección preventiva, en tal
sentido creí conveniente llevar algunas herramientas o insumos, básicamente para
hacer un inventario que me proporcionara observaciones de carácter estructural,
como lo llaman los iluminados en la materia. Para ello me aprovisioné de un
maletín negro prestado de la señora Doménica (arrendataria de mi viejo y feo
cuartucho de la calle Los Geranios), maletín que por otro lado estaba destinado
para guardar herramientas de su difunto esposo que en sus mejores tiempos fue un
plomero eficiente. En él puse un cuaderno de notas, una vincha de pulgadas
debidamente marcadas, una calculadora con el objeto de adelantarme a los costos y
medidas de la nueva mueblería que pensaba instalar, y desde luego para subsanar
algún asunto posterior, puesto que sé muy bien las necesidades que surgen en este
tipo de trabajos. Para este último fin, sumé a mis provisiones una cinta adhesiva
que es al mismo tiempo un aislante de energía y una pegatina resistente, junto a ello
un ajustador de tornillos y un alfilete, herramientas que puse con el objeto de
auxiliarme solo en caso de una emergencia porque conocía muy bien las técnicas
que se utilizan en estos casos, sería suficiente pasearme metódicamente, colocando
a mis pasos el práctico mecanismo que usan los albañiles para medir espacios
reducidos.
Además, las medidas, sea de la naturaleza que fuesen, eran simétricamente
iguales, especialmente con respecto al ancho: tres ambientes del mismo tamaño,
dos ubicados uno junto al otro en paralelo (denominados alas, derecha e izquierda),
y uno ubicado en la cabecera de los dos anteriores (denominado ambiente
principal). Los dos aleros tenían puertas hacia la calle, con la única particularidad
de que la puerta del ala derecha tenía, frente a la entrada, un reducido espacio
denominado jardín, espacio que a su vez estaba antecedido por unos barrotes de
acero, sembrados sobre un muro de por lo menos medio metro que terminaba en
una pequeña puerta de verjas a un extremo, en dirección recta a la puerta del
ambiente.
Debo reconocer que la parte descriptiva de los planos era un mérito
innegable del notario, puesto que estipulaba el condominio de una forma didáctica,
con la sencilla razón de despejar malentendidos legales. Internamente, los
ambientes estaban unidos entre sí por delgados muros con aberturas en forma de
puertas, o simplemente por un umbral sin sentido alguno, como aquel paso entre el
ambiente principal y el ambiente del ala derecha. A pesar de todas estas expresas
descripciones del contrato, el condominio era una especie de laberinto, un excelente
laberinto para ganarse un susto, en especial en los dos aleros a los que la grosera
omisión de algún arquitecto tradicionista no había incluido ventanas a excepción
del ambiente principal en cuyos lados transitaba el vago reflejo del cielo capturado
por dos ventanas que hacían como dos estrellas recorriendo un universo decretado
a las tinieblas.
El ambiente del ala derecha no se veía más allá de lo que permitía la luz de
la puerta, de todas formas mi primera impresión fue la de un ambiente con el techo
singularmente bajo, las paredes un tanto declinadas y un olor perturbador a
incienso que me remitió invariablemente a la idea de la muerte.
Ante la falta de iluminación pasé inmediatamente al ambiente principal, éste
era lo que yo llamaría un salón enorme, no solamente por la amplitud del
perímetro, también por la altura abismal en la que se encontraba el “mojinete” (en
forma de un ángulo, como los hay en la región de los arenales del Pacífico sur,
donde se emplea el barro como único impedimento contra los rayos del sol).
Cualquier mortal lo primero que hubiese preguntado es ¿cómo hicieron para poner
ventanas a semejante altura? o ¿el techo?, ¿cuántos hombres se necesitaron para
llevar barro a niveles inalcanzables, en una época en la que la tecnología de
construcciones aún era el sueño impensado de algunos locos? Caminé por unos
segundos ensimismado, dándome tardías sugerencias sobre el particular.
Al fondo, en el ángulo más oscuro de este ambiente, hallé un cuarto de baño
de no más de dos metros por lado y de una altura un tanto austera, justo para que
un hombre pueda entrar. La portezuela había sido arrancada bruscamente, se
notaba en los ángulos las frescas tachaduras lo que no guardaría de ningún modo la
intimidad de las necesidades de quien haya vivido en aquella casa. Una taza y un
grifo con el desnudo tubo elevándose al ras de la pared es lo único que había en su
interior. Con respecto a la iluminación, la presencia de las dos ventanas me recordó
que el contrato no ponía de manifiesto que los ambientes tuvieran un sistema
eléctrico en buenas condiciones, de modo que dejé el maletín que llevaba y me puse
a buscar algún secreto interruptor con la finalidad de hacer una verificación
detallada.
La búsqueda resultó infructuosa, por lo que me dirigí a aquel otro ambiente
del “ala izquierda”. La puerta que daba a este brazo tenía una particularidad en la
pintura como si al aplicarla se hubiera empleado una variedad excesiva de
soluciones (kerosene, gasolina, thinner), puesto que al mezclar la pintura con más
de dos disolventes, se logra un brillo excesivo que se condice con la maestría del
pintor. El barniz de la gruesa madera, que casi surcaba el techo, le daba una luz
omnipotente, no compatible con la escasa iluminación de las ventanas. La manila,
tenía la empuñadura de fino estilo, de un color abstracto, como el bronce. Al girarla
me vino un profano presentimiento, aquella sensación de verse observado por un
ente inanimado, supuse que fuera el sentimiento de culpa por haberme hecho de
deshonestas maniobras para conseguir el alquiler de aquel condominio; la
conciencia me acusaba con una gravedad única.
La puerta se abrió suavemente, un velo fantasmal me vino al encuentro, mis
manos se precipitaron ciegamente en busca de algún interruptor que quitara la
obnubilaria angustia. Di algunos pasos tropezando con trastos que sonaron como
cacharros de cocina en desuso, pude sentir algunos cuerpos mucho más sólidos
como mesas o cajas repletas. Mis dedos palparon una perilla, de aquellas que tienen
una palanca de dos polos. Entonces no pude hacer otra cosa que activarla de prisa.
Una lámpara en forma de araña, con pendientes de vidrio acabado, arrojó una
tétrica y amarilla luz, instalando en el ambiente el aspecto de una casa familiar,
repleta de objetos del más fino gusto, quizá fue un impacto gravitante de mis
nervios, pero puedo asegurar que no vi jamás un decorado similar a aquello.
Debajo de la lámpara, una mesa que casi ocupaba todo el ambiente. El mueble
estaba exquisitamente diseñado por alguna mano obrera y la paciencia senil de
alguien veterano en maderos; el forjado era de una sencillez y una finura tal que
daba la impresión de que en vez de madera se hubiera empleado arcilla para
conjurar la pálida belleza de un mueble imperial, sobre ella objetos de comedor,
entre platos, tenedores, cuchillos y una cafetera, todos de plata, con un acabado en
relieve, con una técnica que se conoce como “martillado”, los relieves podrían dar
un lenguaje codificado, como cualquier adorno, pero aquella muestra era por sí sola
la evidencia de alguien con mucho dinero.
A la derecha, una sobremesa, sobre ella un relicario de cerámica estampado
con un cristo sangrante rodeado de ángeles, y una caja de acero en forma de una
urna. Al costado de la sobremesa, un largo mueble en forma de piano con un panel
de vidrio de regular tamaño incrustado en la madera, dicho mueble era mucho más
pequeño que la sobremesa del relicario, quien quiera que osara usar aquel espejo,
no tendría la estatura promedio de un mortal.
En el lado izquierdo, una fila de cuatro o cinco sillas, de espaldar recto, y los
asientos forrados de tapiz, evidentemente habían sido usados por un tiempo
indeterminado no menor de cincuenta años, cronológicamente no se podía hablar
de años, pero tengo una vasta experiencia en maderos, y pude deducir fácilmente
que aquellos muebles, especialmente las sillas, tenían los maderos rendidos.
Detrás de las sillas estaba la puerta que conectaba al ambiente del ala
derecha, tapiado por gruesas planchas de madera, con el interior asegurado por una
reja metálica. Recorrí algunos metros, entre las sillas y la reja, dirigiéndome hacia
la puerta principal de aquel alero que colindaba hacia la calle por donde entraba el
bramido de motores provocado por los autos. Al igual que la extraña muestra de
precaución de la puerta anterior, ésta daba por hecho la idea de que este ambiente
era una especie de reclusorio con la más admirable y confortable mueblería. Una
puerta de madera desgastada por el tiempo, pero que mantenía las cerraduras
intactas y los recios pestillos abrazados por un candado de mediana proporción,
imposible para que una anciana lograra forzarla (si es que se tratase de la anciana).
De todas formas había previsto colocar una cerradura paralela, de dos rejas,
enlazada a cuatro bisagras a cada lado, las cuales tendrían un fresco clavado que
alteraba la antigua pintura de los ángulos de la pared. Desde luego esta cerradura
interior no podría estar sin candado.
Rodeé la mesa, el espejo del mueble en forma de piano me devolvió la
imagen, una pobre caricatura de mí mismo dibujada sobre el sucio cristal del
espejo. Contemplé el relicario de cerca, pude ver el acabado y hasta pude sentir el
olor sepulcral de algunos elementos como sahumerios que suelen usarse en
ceremonias religiosas. Su acabado externo era rústico como un enorme caparazón
de tortuga. El interior tenía más que un relieve, una estatuilla de Cristo crucificado
con los ojos agonizantes vueltos hacia un ángel dibujado bajo un sol
resplandeciente. Los restos de cera regados alrededor de la estatuilla arrojaban la
evidencia de que se encendía por lo menos dos velas en cada ocasión. Sobre el
mismo mueble, la urna rectangular de plata, un trabajo orfebre de alta calidad, con
un anillo de rubíes pegados sobre el contorno y un crucifijo (también de rubíes) al
medio, del lado que no daba a la pared. Supuse que se trataría de algún ritual que
tuviera como propósito la riqueza, no podía ser para menos, era una vieja rica
creyente, una vieja que teme a Dios y a su riqueza, en fin, alguien que adora a
ambos por temor a perderlos.
Con el ronco trajinar de la ciudad afuera, estuve largo rato contemplando
todo aquel conjunto sin dejar la perversa admiración que me provocaba cada
objeto; me sentí intimidado por el propósito incierto de aquellas cerraduras, de los
delicados objetos y también por el desencanto que me producía las vacías paredes,
unas paredes antiguas y deformes, de una desigualdad tal que había generado una
reserva importante de polvo en aquellas alturas donde el grado de
perpendicularidad era menos severo.
Regresé a la puerta que conectaba hacia el ambiente principal (el único
acceso que no tenía una reja interior como cerradura alterna) tomé cuidadosamente
el postigo e hice girar las dos hojas de madera, retomé la vista por última vez al
interior de todo el ambiente de aquella ala izquierda, luego apagué la luz y la cerré
serenamente hasta que los seguros de la manija hicieron contacto.
Una sensación confortable me devolvió a la realidad, la realidad de aquellas
altas ventanas muriendo nítidamente en la aurora de un atardecer frío. Contemplé
una luz siniestra, pero luz al fin, atravesando aquel espacio sombrío, descubriendo
finos hilos de araña antes de estrellarse en la pared opuesta, haciendo un triángulo
perfecto.
Mi primera incursión en aquel condominio había sido sin medidas. No
dejaba de seducirme la idea de prosperidad hasta hacerme de una moderada
fortuna, y naturalmente todo aquel estado de ambición había bloqueado los
razonables mecanismos de cuidado a los que debieron estar sujetos mi consciencia,
dado que acababa de salir de un velorio, un velorio realizado esa misma mañana.
Es sencillo olvidarse de la presencia de la muerte cuando se tiene un proyecto,
cuando se debe uno involucrar completamente para que ese proyecto marche a la
perfección. Todo aquello me había tenido sin cuidado, no había pensado bien en
los ambientes que iba a encontrar, tratándose de un condominio con antecedentes
mortuorios donde sería difícil colocar un negocio y considerando que hubo una
persona días antes haciendo todo lo que un vivo hace.
Indefectiblemente la tarde había caído, la oscuridad avanzaba y me fue
imposible retomar las actividades que tenía planeado. Quedaba pendiente el
reconocimiento del ambiente principal y el ala derecha. Por otra parte debía sacar
un presupuesto para comprar pintura y los muebles, por lo que no sacaba ningún
beneficio marchándome, pero tampoco podía seguir trabajando porque el día
terminó sepultándolo todo en la oscuridad. Como último recurso intenté de nuevo
buscar alguna perilla eléctrica o una lámpara que me sirviese para echar un vistazo
a los ambientes restantes, pero fue imposible de modo que decidí dejar todo para el
día siguiente. Cogí el maletín cuyas herramientas no me habían servido, y por lo
innecesario que resultaría llevarlas de vuelta conmigo lo dejé en un rincón.
Abandoné el condominio por la puerta del ala derecha. La calle era un
hervidero de gente retornando a los repletos buses, los mismos que los habían
traído por la mañana desde diferentes puntos hacia el centro de la ciudad. Antes de
cruzar todo el patio estéril llamado “jardín” por el notario, aseguré la puerta con
tres vueltas de llave en la cerradura. Me desplacé hacia las verjas con un
remordimiento insólito, una aturdida mezcla de vergüenza, confusión por todo lo
visto y lástima por la señora de los panes que a esas alturas ya tendría conocimiento
de mis desleales acciones. Con la mayor humanidad me propuse ir a darle
encuentro pasase lo que pasase, debía reparar aquella rastrera acción en la que
estaba involucrado ciento por ciento.
Empujé los oxidados barrotes que lindaban a la calle y me disponía a correr
el cerrojo como muestra de precaución, pero me encontré con una sorpresa que
estuvo a punto de hacerme declinar del encomiable propósito para con la señora.
Era una bolsa de pan amarrada en el filo de una de las rejillas, una vengativa
encomienda desde luego, pero además por todo lo sucedido podía ser una torcida y
horrorosa broma post mortem que indefectiblemente anulaba la iniciativa de una
negociación, pero debía evitar altercados mayores, de modo que me empeñé en
darle encuentro.
Me abrí paso por la vereda, hacia la esquina donde la señora se debatía entre
canastos de pan y viejas señoras con apetitos de pan. Esperé antes de abordarla,
imaginando todo tipo de sandeces.
–¡Ah¡ –dijo al verme– no sospeché nunca lo miserable que pudiera ser por
unos panes.
Una prodigiosa observación muy cercana a la paradoja esa de que por pan
muere el hombre, desde luego se refería a los dos panes que había agregado en mi
bolsa, en señal de agradecimiento, la última vez; sin embargo, no dejaba de ser un
chiste bochornoso dado que me encontraba con la bolsa de pan en la mano, la
señora por supuesto no lo entendió así y me siguió acusando.
–Creí que era un hombre íntegro, un hombre culto, pero nunca pensé que
fuera un apestoso zorro.
Escuché pacientemente estos y otros tantos adjetivos igualmente dañinos,
pero luego al ver que se hubo cansado, apelé.
–Perdone, espero que le alcance tiempo para decir todo lo que deba decirme,
pero desearía que no siga dejando pan en la verja, al menos no con el propósito con
el que lo hace.
–¿Qué se supone que le dijo para convencerlo con tanta rapidez?
Por esto último entendí que la señora no estaba del todo enterada acerca de
mis maniobras, quizá eso me favorecía, aunque tarde o temprano lo sabría.
Haberme hecho pasar por su esposo era gravísimo, tal vez ni ella misma no lo
creería llegado el momento. De modo que era preferible mantener la salvedad de la
ignorancia
–No es recomendable que hablemos del asunto señora, por ahora lo único
que le pido es que olvide dejar el pan.
La señora me miró con un movimiento de indiferencia al que recurren las
mujeres tanto en la coquetería como en el peor de los enojos.
–Los panes son para la señora… usted… usted ojala se muera de hambre –
dijo enfurecida.
–No conocí a esa señora, usted sabe más que yo que está muerta– redoblé
ofuscado.
La señora sin darme con sus ojos, se defendió.
–La señora no está muerta.
–¿Qué quiere decir? –arremetí angustiado, era un requerimiento que merecía
explicación.
La señora respondió tranquilamente antecedida por un suspiro.
–Que no está muerta, su alma sigue ahí, pero no creo que un mal nacido
como usted sepa de esas cosas.

DOS

Mi vida transcurrió entre bares de poca estima y un feo cuartucho escondido


en los bajos de la ciudad que lleva por nombre “Urbanización Las Peñas”, pasaje
Los Geranios, número 65; un rústico solar de una sola planta regentado por la
señora Doménica, cuyo esposo murió de un mal de ganglios, aunque según el
médico que le practicó la autopsia habría sido ocasionado por una sustancia que se
usa para dormir puercos. ¿Cómo llegó aquello a su corazón, a donde se dice que
llega todo veneno?, no lo sabemos, al menos no como la señora Doménica. Lo que
sí se sabe es que dicho señor, que no era menor ni mayor que la señora Doménica,
andaba desperdiciando su vida en cantinas de reputación deplorable y se supone
que frecuentaba lupanares donde además de alcohol se servía de cadenciosas
señoritas. Esto último es un decir inevitable para brindar alguna idea a la misteriosa
muerte. Pero que sus caseritas le hayan dado pastillas para dormir puercos eso sólo
lo sabe el imaginario popular, y desde luego la señora Doménica.
En lo personal, tuve una vida ligera con algunos vicios atendibles y algunos
otros insalvables. Naturalmente, gusto de la cerveza, una marca industrialmente
aceptable. Nunca tuve mucho dinero, pero lo que me proporcionaba la vida era
suficiente para conseguir cerveza. Calificaba la existencia partiendo por la cantidad
de cerveza bebida, en ese sentido mi vida era generosamente abundante, pero luego
por algún motivo interior (que dudo alcance a entender algún día) me sometía a un
tiempo tortuoso de reflexión, solamente porque creía haber obrado mal, entonces se
desencadenaban días tortuosos de penitencia bajo la sombra de la resaca; la señora
Doménica tenía para esto una receta de caldos e infusiones que siempre me venían
bien. En cualquier situación no podía ignorar que el mundo era una ruleta perpetua
de placeres y sinsabores, de malos y buenos tiempos. Esta modesta conclusión se lo
debía a los libros, libros conseguidos al azar; me provisionaba de libros, igual que
un pájaro se alista para anidar, con la nefasta diferencia de que nunca lograría
empollar una empresa que borrara la apatía de los días.
En lo que respecta a un oficio, mi vida carece de talento para el servicio.
Una vez trabajé en un restaurante haciendo de garzón, era un trabajo digno desde
el punto de vista personal. Aparte de llevarle los platos a los exigentes clientes, lo
único difícil era cobrárselos, obtener dinero cobrando por la comida siempre es un
pleito, lo sabía desde mucho antes, supongo que lo habré leído en la biblia.
En otra ocasión, no de mayor fortuna, trabajé en una fábrica de
mercachifles, haciendo de pasante intermediario de mercancía, que consistía en ir
de tienda en tienda con una sonrisa de propaganda, ofreciendo golosinas en
llamativos paquetes, duré en este trabajo hasta que se me acabó la sonrisa.
Mudé mi oficio a la cárcel, y es en esta parte quizá donde empezaron los
problemas. Fui asistente de un soldador que se llamaba Miguel, era un tipo delgado
de una estatura descomunal, poseía una alegre disposición para la charla y la
cerveza, además de instruirme a soldar barrotes de acero, me procuró de mañas
para beber gratis; cuando se trataba de beber perdía la vergüenza y se metía a
cuanta cantina abierta para hacerse de amigos que tuvieran una cerveza sobre la
mesa. Yo pasaba más vergüenza que él y así se lo hice saber, “cosas de pendejos”
me dijo y desde esa vez no se volvió a hablar de vergüenzas. Pasamos días
espléndidos viviendo de lo ajeno, sin ser ladrones. Ganamos buen dinero diseñando
celdas, hasta que un mal día cometimos (él más que yo) una negligencia
inconcebible que se lo llevó a la cárcel, así es, pasó de empleado carcelero a reo.
¿Cómo descendió tan abruptamente? Bueno pues, se olvidó su bolsa de
herramientas en la cárcel, cuando volvió a la mañana siguiente no encontró la
bendita bolsa ni a los penitentes presos. Por este delito se fue cinco años a la cárcel.
Desde luego, no pude estar ajeno a las acusaciones, me aprehendieron junto a él,
dicho de otro modo me aprehendieron ese mismo día cuando tomaba café en una
pastelería. “¿Es usted ayudante del señor miguel?”, me dijeron, yo contesté que “sí”
y me llevaron como el sospechoso ayudante del señor Miguel que ha ayudado a
escapar seis presos. Fueron días penosos, pasamos una serie de audiencias
judiciales defendiendo lo indefendible. Nos asignaron un abogado a ambos, pero al
ver que nuestra defensa no requería de defensa porque jamás habíamos actuado con
premeditación, nos pusieron otro abogado, entonces se jodió el maestro Miguel y
me salvé yo. El abogado que sustentó mi caso era un presumido orejón de cejas
pobladas, hablaba demasiado y se pasaba el día fanfarroneando con cuanta gente se
cruzaba en su camino. Cuando vio mi caso, dijo: “hay sólo dos formas, o te jodes
tú o se jode él”, pues no tuve tiempo para responder, de modo que me entendió
algo así como: “que se joda él”, entonces fanfarroneaba en secreto tomando el caso
como “pan comido”, “tengo un as en la maleta” dijo un día, y me mostró el código
penal y un libro de leyes referente a la legislación de seguridad industrial. En la
audiencia final lo que demostró mi hábil abogado fue la incompatibilidad de las
leyes, el código penal no era compatible (en este caso) con el código de seguridad
industrial. Naturalmente el auditorio se burló asquerosamente de esto, pero luego
se alteraron tanto que uno de los jueces sudaba como una res. Entonces comprendí
que no hubo jamás un caso en el mundo donde un soldador se olvidase su bolsa de
herramientas en su puesto de trabajo, “mi defendido es un asistente industrial, se
rige con el código de seguridad industrial, no con el código penal, por lo tanto debe
llevarse el caso bajo el fuero estrictamente industrial”, dijo el abogado. Los
encargados de la fiscalía soltaron una rabieta infundada, a mi abogado le tildaron
de loco, pero al final salí ganando por una penosa diferencia de uno a cero. Uno se
fue a la cárcel y el otro a su cuartucho del pasaje Los Geranios.
Desde aquella ocasión tuve menos trabajo, menos dinero y menos cerveza.
Me refugié en los libros, visitaba alguna biblioteca, tenía sexo tres veces por semana
con la misma mujer, iba a algún recital poético; los sábados iba como de costumbre
(con o sin dinero) a la feria de objetos usados, daba una vuelta a la sección de libros
y frecuentaba a una escurridiza adolescente de ojos negros que vendía, además de
libros, baratijas de todo tipo. Me tenía un asco irredimible, yo no pretendía tener
algún tipo de relación con ella, por lo que no entendía que me ignorara de una
forma lapidaria, se negaba en todo momento a negociar conmigo. Por otro lado era
muy generosa con Lucas, un amigo que igualmente gustaba de libros viejos.
–Está loca, rematadamente loca– dije.
–La nena cree que la ves como a una puta– dijo éste.
–¿Crees que estoy en el camino equivocado?
–¿Respecto a qué?
–A las mujeres.
–No lo sé, pero respecto a ella sí.
Me fui, dejé de comprar libros. Tuve un largo periodo de encierro en mi
cuartucho. Algunos días después supe que tal vez en el fondo de mi oscuro ser
podía amarla. Volví a salir el verano siguiente, conseguí un trabajo como
mecanógrafo de un abogado discapacitado, la referencia me la dio el mismo
abogado que llevó mi caso. Este segundo abogado además de llevar conceptos
jurídicos gustaba de la poesía, después del trabajo, que era de las doce a la cinco de
la tarde, charlábamos en su oficina, con frecuencia nos burlábamos de los poetas
locales, unos caían en el tradicionalismo, otros querían acabar con el
tradicionalismo, perdían mucho tiempo lanzándose epítetos, y vaya uno a saber
dónde estaría la poesía. La abogacía no estaba lejos de ser una triste vocación, se
quejaba constantemente de las nuevas prácticas jurídicas, porque, según él,
simplificaban el statu quo, “las leyes son cada vez más numerosas, de aquí a medio
siglo no habrá papel donde podamos escribir más leyes”. No me quedaba otra
alternativa que entenderlo como a un discapacitado, porque si no he dicho que era
manco, pues ahora lo digo, este abogado no tenía manos, sus dos extremidades se
las llevó un tren de carbón allá por los años setenta cuando reparaba un ducto de
buques en altamar. No entiendo del todo aquel asunto, pero supongo que estaría
descargando carbón desde un tren, sobre un buque, y supongo también que después
de esto decidió hacerse abogado. Duda aparte, fue mi jefe y compañero de tertulias.
En una oportunidad visitó mi cuartucho dándole a la señora Doménica un
soberano susto, puesto que (según una versión posterior de ella misma) creyó estar
viendo a alguien que se había olvidado los brazos, por supuesto después del
incidente la señora le dio la mayor bienvenida que se haya visto jamás en aquella
casa, preparó jugo de fruta con leche, untó pan con mermelada, le puso una
confortable silla de mimbre y le fue relatando su vida, de cabo a rabo, hasta que el
abogado se puso de pie y salió casi huyendo; antes de irse asomó su cabeza a mi
habitación y dijo: “este sí que es el infierno, en una habitación así y con una señora
así no hay diablo que se resista a llorar”. Trabajé con él por algunos meses, luego
consiguió aprobar un examen para la fiscalía provincial y se tuvo que marchar,
antes de irse me devolvió algunos libros, me regaló algunos otros, me dio un franco
beso de hermano en la mejilla, supuse que el beso fue porque no tenía con qué
abrazarme, desde aquella vez no lo volví a ver.
Después de esto creí que mi vida mejoraría, pero no, cayó en la monotonía
de unas estaciones previsibles, los grises días avanzaban lentamente y la situación
empeoró por completo cuando me enteré de una noticia que remeció aquella
monotonía. Supe que la mujer con la que tenía sexo había muerto en un confuso
incidente. “Una mujer es asesinada a causa de celos por un ex recluso” rezaba un
diario matutino de aquel día. Desde luego fue una horrorosa noticia,
presumiblemente Susy había muerto ahorcada por su novio de siempre.
A Susy la había conocido hace más de dos años, no recuerdo exactamente
en qué circunstancias, lo que sí tengo en mente son las conversaciones que
teníamos al respecto. Ella tenía un novio confinado en la cárcel por algún reiterado
delito, evitaba decir su nombre aduciendo que era peligroso, tan peligroso que en
una ocasión había mandado ajustar a un individuo que la estuvo cortejando, asunto
que no llegó a mayores porque el sujeto había huido oportunamente. ¿Si la amaba?
Desde luego, decía amarla, al menos supe que la amaba hasta algún tiempo
después, pero luego se opuso tenazmente a que hablásemos del asunto. “Me
enamoré de ti” dijo y, como se comprenderá, aquello era un real peligro para mí,
vivía constantemente acechado por la amenaza de alguien que bien podría estar
siguiéndome los pasos. Ella vivía en un condominio amplio, al lado opuesto de la
ciudad; al principio nos veíamos esporádicamente, pero con el pasar del tiempo
logró cruzar toda la ciudad y venir a mi feo cuartucho. Era una chica memorable de
unos veinticinco años, de una impredecible y limpia sonrisa, siempre le tuvo miedo
a la señora Doménica por sus formas histriónicas, a pesar de esto adoptaba
ingeniosos procedimientos para evitarla, como entablar una rara alianza con un
perro huérfano que vivía en una casa abandonada, dos cuadras más allá del
condominio de la señora Doménica, el propósito era evitar que la señora escuchase
su llegada, para esto lograba que el perro diera algunos ladridos. Al principio fue
difícil, en una oportunidad la encontré empapada de lluvia y lágrimas en la acera
del condominio, me dijo: “si no te amara tanto, tal vez sería feliz”, desde aquella
vez fue más fácil dar con ella; el perro fue un aliado eficiente y ella estaba más que
feliz con eso, tan contenta que en una oportunidad fuimos a comer a una pensión,
pedimos tres menús, uno para el perro, uno para ella y un tercero para mí. Siempre
disfrutaba de mis ocurrencias, y por su puesto para mí era agradable la compañía de
su clara sonrisa, su pelo canela al aire o dispuesto con alguna elegancia detrás de
sus orejas. Vestía siempre con atuendos coquetos cuando le daba por abrigarse en
invierno o cuando el verano exigía las sexys sudaderas.
En un principio hacíamos el amor en su dispensario, así llamaba yo a su
habitación, porque si no fuera por el desorden, aquello hubiera pasado por una
tienda de baratijas, alhajas y sustancias de belleza que se suministraban con un
hábito excesivo. Luego de un tiempo trasladamos nuestra rutina sexual a mi feo
cuartucho donde estaba prohibido gemir o intentar alguna violenta maniobra con
nuestros ímpetus púdicos. Quizás fue incómodo para ella ocultar algunas de estas
manifestaciones, pero nunca me dijo algo, salvo aquella vez que confesó que mis
libros la excitaban.
Nunca le hice ninguna promesa tácita de una vida juntos, la vida siempre
me mantuvo distraído con referencia a lo que implica convivir, supongo que ella
habrá comprendido perfectamente esta parte. De lo que no pude privarla es de
aquello que podía ser un recurso poético o una necesidad alienante: un valle. Un
valle de diez o quince habitantes (entre niños, adultos y viejos) con doce o trece
pinos, un río surcando los peñascos, una variedad de pájaros matizando la cosecha,
porque es más que seguro que habría cultivos, sino extensos, fructíferos. Un valle
cubierto de rocas, abejas, huertos, la blanca cabellera de los ancianos, la vasta
soledad de algunos niños y aquella laboriosidad silvestre de sus hombres. Más que
un sueño, era un precepto de vida al que siempre me he aferrado como el más
caprichoso de los niños. Quizá nunca llegue a vivir en aquel valle, pero la sola idea
hacía leve mi pesada existencia, y Susy se acostumbró a ello. En una oportunidad
quiso casarse e ir a aquel valle a encanecer su pelo canela. “¿Te acuerdas lo que me
dijiste cuando nos conocimos?” decía. Recordaba la forma en que nos habíamos
conocido y cambiábamos de humor; “¿qué es lo que hacías allí con todos esos
hombres?” le decía, “pues vendía cerveza…” me contestaba ella, “y tus amigas,
¿también vendían cerveza?”, “todos vendíamos cerveza, no sé qué es lo que
pretendes saber”. Defendía aquel argumento celosamente, aunque yo siempre dije
que además de mesera, vendía amor. Pero también es cierto que era honesta, al
menos lo era conmigo, y con ese fundamento la dejaba defender aquel oficio suyo
que luego tuvo que abandonar porque dijo que me amaba, y porque amaba esa
ilusa promesa de irse conmigo a aquel valle. De lo que nunca más hablamos fue de
su pasado amorío, dejamos dormir aquel asunto con la impune certeza de una
historia olvidada. Reconozco que actuamos irracionalmente, no era para menos,
casi todo en mi vida fue como ella, irracional.
Murió en el anonimato, no tuvo a nadie. Durante dos días se repitió la nota
en el periódico: “a las personas que tengan algún parentesco, sanguíneo, amical,
sentimental, o alguien que haya conocido a la occisa Susy NN, tengan el noble
gesto de apersonarse a la secretaría de la morgue municipal”. Yo no contaba con
mucho dinero, además mi presencia no haría más que complicar un crimen del que
quería mantenerme al margen para no complicar el estado legal de mis
antecedentes, era difícil que esto no sumara un alegato al anterior prontuario
judicial. Tomé algunas monedas, compré flores (porque sabía que le gustaban las
flores) y se las mandé en un taxi con un recado cualquiera, era más que nada para
estar en paz conmigo mismo. Estoy convencido de que quien quiera que lo haya
recibido lo habrá tomado como el más ruin de los gestos:

He recorrido esas asquerosas sábanas,


aprendí a esperar en la vereda con una lluvia encima.
He rayado las madrugadas juntando tus malos poemas,
he visto salir doce pájaros de ojos hepáticos,
renuncié a degollarte una noche cuando dormías con los zapatos puestos,
aun así olvidé comprar un florero para tu indiferencia.

Luego de ello me dije a mí mismo que no saldría más al mundo, quería


morir de inanición y tristeza en mi viejo cuartucho. Sólo había una opción y era
que me fuera a beber, pero el único amigo que tenía era aquel que iba conmigo a
buscar libros viejos, y no me apetecía llamarlo, hubiera sido poco digno llamar al
imbécil que se ha había ido con la única mujer que pudo haber despertado en mí
una pasión inclemente. Quería mantener el arraigo de mi virilidad como una
prueba repelente contra los sentimientos, de modo que no llamé a nadie, me tumbé
en la cama con los libros, conseguí fumar veinte cajetillas de cigarro, me apasioné
por la literatura inglesa, leí decenas de libros, volví loca a la señora Doménica con
aquel silencio londinense.
–Señora, me estoy muriendo– confesé una mañana.
A la señora aquello le pareció un chiste de locos.
–¿Por qué no se consigue una mujer y sienta cabeza? – me dijo entre risas.
–Bueno, lo intenté pero la mataron. Y la otra zorra está sentando cabeza con
mi amigo, de modo que, señora, hágame caso y prepáreme un buen funeral, usted
es la única persona que tengo en este mundo.
Creo que la señora se llevó un susto del diablo porque esa tarde me preparó
un pastel de frambuesas y una taza de café con chocolate, entonces sentí pena por
ella, había tanta bondad como ingenuidad en su corazón que nunca sabría que la
vida es exactamente al revés.
Después del pastel iba a tener una noche horrible, no me apetecía leer ni
fumar, sentía un ardor, un extraño dolor que iba más con lo orgánico que con eso
que llaman espíritu, mi cuerpo estaba en duelo. Emocionalmente estaba
condicionado por la idea de que Susy nunca más vendría. Por primera vez supe del
dolor por la muerte. Quise atenerme al discurso que algunos psicólogos emplean
con éxito: “el duelo es desplazar el sentido de pertenencia y dar paso al perdón”,
pero no funcionó, Susy era de mi entera propiedad e iría conmigo hasta el final de
mis días como un espejo, un objeto que pertenecía a los oscuros fondos de mi
personalidad, una propiedad que se quebraba y se reparaba en la cama de mi feo
cuartucho. Pero no estaba, no había ninguna posibilidad de encontrarla en ninguna
parte, estaba muerta, había desaparecido, entonces venía una pregunta que me
aquejaba: ¿Por qué ella está muerta y yo no? En eso se resumía mis siguientes
horas, no podía dormir ni esa ni las demás noches.
A las doce llamaron al teléfono, escuché dos, tres, cuatro, cinco timbres, al
sexto contesté.
–Hola, ¿Bernardo?
–Sí.
–Tal vez no recuerdes haberme visto, me llamo Luz, conversamos una vez,
¿recuerdas? Ha pasado tanto tiempo desde entonces…. En fin, quiero hablar
contigo acerca de Susy.
–Susy está muerta.
–Lo sé, tengo tantas cosas referentes a ella y a ti por supuesto y no quiero
llevármelas conmigo; mañana partiré y temo que tengamos sólo esta noche para
hablar de todo.
–Tal vez es mejor que olvides todo y te vayas.
–Sigues siendo un patán como siempre.
–No quiero ser un patán contigo ni con nadie, ni siquiera… te conozco.
–Tendrás que venir, tengo algo muy importante para ti, algo del que puede
depender tu vida. Estaré en el bar de la avenida Industrial, en el primer bar de la
parte de arriba, no me confundas, cuando llegues pregunta por la mesa número
siete, recuerda: la mesa número siete.
Honestamente, debo decir que no conocía a esa tal Luz, es posible que haya
sido alguna amiga que Susy tuvo, pero siempre dije que sus amigas eran putas o lo
habían sido alguna vez, desde luego a Susy eso la molestaba, tal vez por eso dejó de
trabajar en ese bar que olía a puterío. De todas formas fui con la esperanza de no
volver a mi feo cuartucho, escapar de todo, al menos por unas horas. Me puse lo
último que tenía guardado en los cajones limpios de mi viejo guardarropas, y salí.
Los bares de la avenida Industrial están en la parte norte de la ciudad, hay
más de una docena de ellos donde además de servir cerveza, exhiben mujeres
amantes a precio de bolsillo. Cualquier bolsillo es bienvenido, siempre y cuando
lleve dinero. De no ser así, puede uno pedir una cerveza y conformarse con el show
de mujeres desnudas, que no empieza sino muy entrada la noche. Pero con o sin
dinero, es un lugar donde convergen espíritus libertinos, oscuras almas expropiadas
del pudor de los sanos días de casa. Beben, fornican, aúllan, y a veces se matan.
Habitan sólo de noche y son como los deseos acumulados de toda la ciudad, seres
gregarios, inacabados, miserables, alcohólicos, todos con un solo nombre: placer.
El bar donde Susy ofrecía sus servicios se encontraba en la parte baja, me
hubiera gustado hacerle una visita pero no era buena idea considerando que ahora
estaba muerta, de modo que le dije al taxista que me llevara a la parte de arriba.
Cuando llegué, fui directamente por el mesero.
–Busco a una que se llama Luz.
–No, aquí nadie tiene nombre, aquí el cliente escoge. Levante el dedo y
dígame qué tipo de mujer está buscando.
Había tantas mesas como mujeres, algunas de ellas ocupadas en alegre
charla con los parroquianos. Muchas de ellas esperaban sentadas a los fugaces
clientes, como verdaderas alumnas del placer, vestidas o mejor dicho con poco
vestido.
–Quisiera darme un tiempo para escoger– propuse, y el mesero se extrañó de
que tuviera un cliente con respuestas tan opacas.
Fui caminando para calmar la angustia de verme observado. Hacía tiempo
que no visitaba esos lugares por lo que me fue difícil incorporarme con la facilidad
de un parroquiano conspicuo, por otro lado estaba el olor de cerveza y eso me
estimuló sobremanera, me dije que tal vez sea mejor ir al grifo a darme un buen
chapuzón de agua fría, olvidar a esa tal Luz y tomarme algunas cervezas. Y eso
hice, fui directamente al baño, me vi al espejo, mi reflejo no era lo que uno espera,
la barba me había crecido ¿hace cuánto no iba al peluquero?, mi pelo desordenado
casi me tapaba los ojos, me dije: “esto ya no es miseria, esto es la más asquerosa de
las vidas”. Salí del retrete, el mesero se plantó ante mis pasos.
–Dice que no seas maricón, que no le pedirá que le invites nada, que esta
noche ella invita, de modo que no tengas vergüenza.
–¿Quién es?
–La del fondo– me señaló hacia un oscuro rincón donde por unos momentos
flameó una mano.
El mozo dijo que me acompañaría, pero me negué rotundamente
–No empeore esto, ya la encontraré.
Avancé pacientemente con la boca ardiéndome como el infierno. Antes de
llegar a la mesa donde me esperaba Luz, pasé discretamente por el derredor de la
pista del tubo, una chica desnuda se retorcía como un gusano envenenado, no
había mucho público de modo que pensé que todas las putas estarían pensando
hacer lo mismo.
La chica que decía llamarse Luz me miró largamente, creí que tal vez había
cometido un error vergonzoso y que la persona a la que quería en esa mesa era otro
y no yo, de todos modos la saludé. Era casi una niña, ojos saltones, labios perfectos
y complicada cabellera, llevaba un vaquero, unas botas de cuero y un mechón de
tela que le tapaba los senos. De todas las chicas que se encontraban sentadas en las
mesas contiguas era la única que no llevaba aquel vestido libertino de lentejuelas o
zapatos empinados.
–Si hubieras empezado por el vestido, no hubiera sido necesario que me
dijeras marica– dije al tiempo que tomaba asiento.
–¿Estás molesto?
–No, en absoluto, sólo que todas se parecen y uno no sabe quién es quién.
–Te dije la mesa siete.
–Es inútil, nunca me llevé bien con los números.
– ¿No te acuerdas de mí?
–No.
Intenté recordar todos los episodios en los que pudiera encontrar alguien
parecido a ella, una morena exuberante sin ser hermosa. Ella insistió.
–Sé todo de ti… en todo caso de ustedes.
–No sé quién eres.
–Sé que la amabas, pero ella te amó más… –hizo una pausa– si no fuera por
ese amor, ella ahora estaría viva.
Me esforcé en recordar nuevamente, pero no era posible, entonces asocié
todos los acontecimientos guiándome por el hábito que teníamos Susy y yo cuando
nos daba por beber, y la única conclusión favorable me decía que podía tratarse de
cualquiera de las putas amigas de Susy, todas conocían aquel romance, todas
conocían el condominio donde Susy tenía una habitación. Pero consideré
conveniente no reconocerlo así.
–Pienso que estás delirando– dije, suponiendo que se tratase de una trampa
para implicarme en la sonada muerte de Susy, alertado por aquello escuché
pacientemente.
El mozo nos trajo dos vasos de cerveza, Luz pagó en efectivo.
–Tranquilo –dijo, al tiempo que sorbía un trago de su espumoso vaso– nadie
te está acusando de nada, si yo estuviese muerta ahora en lugar de Susy, ella no le
echaría la culpa a nadie que no sea el asesino.
La conversación se descompuso por una trova andina altamente
insoportable que pusieron al parlante. Perfilé el vaso de cerveza a mi boca y por
largo rato dejé de mirarla para ocuparme de las demás chicas que estaban sentadas,
hasta que la canción terminara. Entonces Luz retomó la conversación.
–Quizá no te importe esto, quizá no debí llamarte, pero quisiera que
entiendas, Susy era mi hermana, desde luego no una hermana de sangre, pero lo
era en todo lo demás.
Seguí tomando cerveza, mi estómago fue convirtiéndose en un hormigueo
creciente que se iba arrastrando hacia mi cerebro como una marea caliente. Ella
continuó.
–Sé que su cuerpo está abandonado en la morgue como el más miserable de
los muertos, –dio un suspiro doloroso– ayer quise ir a verla, pero no pude, en todo
caso no debo, soy una infeliz, por eso he decidido que mejor será marcharme de
esta ciudad.
Al decir esto una gota de lágrima asomó desde la comisura de sus pestañas,
flanqueó sus pómulos y cayó como una gota de plomo sobre la mesa.
–Fue una muerte horrible, pero no entiendo, ¿por qué no puedes ir a verla? –
repuse.
–¿No entiendes?... ¿acaso no sabes que la mataron por tu culpa? –volvió a
tomar otro trago, había una pasión desconcertante en sus palabras, una afiebrada
defensa, una celosa acusación por un crimen que por otro lado no la incumbía.
–Es cierto que tuve con ella una relación incierta de afinidad, pero créeme,
me duele más que a cualquiera que haya muerto de esa forma.
–Se dice por todos lados que el tipo anda buscando al autor de las cartas.
–¿Cuáles cartas?
–Pues tus cartas… ¿acaso no has leído los periódicos?
Sinceramente no tenía esa información, lo único que supe es que la habían
violado y luego estrangulado con una correa de bolso, el mismo periódico reportó
al día siguiente el parte forense, en él descartaban la parte de la violación, el médico
que le practicó la autopsia había llegado a la conclusión de que las escoriaciones
vaginales no correspondían a una violación, al parecer se trató de una acción
voluntaria, el periódico hizo las debidas correcciones, con respecto a la nota del día
anterior y lanzó una hipótesis siguiendo una lógica correlación. La mujer se había
encontrado con su verdugo después de mucho tiempo (dos años para ser exactos,
tiempo que el presunto homicida cumplió condena por cohecho, asalto con muerte
subsiguiente y tráfico de droga), mantuvieron relaciones sexuales y luego por
alguna evidencia que generó celos, la estranguló sin compasión alguna. Los
titulares terminaban aquí. Después quedaba un presunto homicida prófugo de la
justicia, y la única prueba que tenía la policía y los periódicos era una confusa
manifestación de una de las vecinas que lo único que recordaba es que Susy había
recibido a su novio recién salido de la cárcel. “Estaban tan felices los dos, no
entiendo por qué sucedió”, se leía en todos lados.
Luz continuó.
–Encontró tus cartas en un cajón, debiste ser muy calculador para no firmar
con tu nombre– se limpió los ojos y ensayó una sonrisa.
No recuerdo haber firmado nada con mi nombre, escribí demasiadas cosas
como para recordarlas con puntualidad, Susy tenía una memoria perfecta para esos
asuntos, solía leer mis escritos con una pasión de aquellos oficiosos traductores o
con la mendicidad fútil de aquellos matemáticos para los que la ciencia no es de
ningún modo un parámetro. Pero nunca le he escrito nada en el sentido de nuestra
relación, si tuviera que recordar esos escritos los recordaría por un asunto en
particular o, en todo caso, me serviría de los seudónimos, como el que usaba con
frecuencia: Leonel. Es posible que la mayoría de mis escritos hayan terminado en
manos de Susy, porque jamás he publicado escrito alguno, Susy era mi única
lectora; y yo por supuesto estaba feliz, no con aquella felicidad abundante de los
iluminados, más bien con la felicidad de un magnífico pordiosero que no tiene otra
cosa que hacer en la vida más que caminar descalzo celebrando las caídas.
–La policía tiene tus cartas, con un poco de suerte pueden dar contigo,
entonces podrías tener problemas– volvió a decirme Luz.
Modulaba mal, no fijaba sus ojos al hablar, y bebía a pequeños sorbos con
un mecanismo vacío de acciones inconscientes. Había un sostenido conflicto detrás
de sus palabras. Por otro lado, creí que se estaría emborrachando a medida que
hablaba.
–¿Por qué me llamaste exactamente?– dije.
–Porque no me siento bien, no puedo estar un minuto más así, esta ciudad
me está matando, ¿sabes? era mi hermana, y es como si yo también hubiese
participado de su muerte, ¡no!, ¡no!
Se tocó la cabeza y continuó con aquel histrionismo de mujer dolida y
borracha,
–Tenía que llamarte, eres la única persona con la que puedo hablar de ella.
Unas horas antes tuve una extraña sensación… mis manos se enfriaron. Nunca he
sentido tanto frío en esta ciudad, por lo que me puse un abrigo y vine a trabajar en
esas mismas fachas.
Miró a los costados como si lograra ubicar el tiempo pasado en el presente.
Continuó.
–Las chicas me miraron sorprendidas, todas me dijeron “estás loca”, pero les
decía que sentía frío, y… unas horas después me dijeron “tu hermana… a tu
hermana la mataron.”
Se llevó las manos a la cabeza de nuevo, sus dedos peinaron la enredada
cabellera.
–Nos decían hermanas… ¿te dije que era mi hermana?– repitió.
No había modo de intercambiar palabra alguna, en lo personal los primeros
efectos de mi ebriedad habían convergido con la lástima; ella parecía estar borracha
como una esponja, por lo que verla me estaba infringiendo el desaliento de alguien
que ha ido a misa por la fe, más que por la hostia. Y tenía que hacérselo saber.
–Es mejor que me vaya, ha sido un gusto conocerte.
Al oír esto, abrió los ojos, se limpió las lágrimas, y dijo:
–Perdona, perdona, sé que no entiendes todo esto, déjame confesarte algo, el
motivo por el que te he llamado fue solo para recordarla, ella decía siempre que
eras la persona más extraña que había conocido. Fue un cumplido. Y además tenía
que entregarte esto– sacó de su cartera un cuaderno, lo puso en la mesa y me dijo
que me fuera, que me fuera en ese instante, y desde luego me encaminé a la calle.

**

El resto de la noche me dio por odiar la vida, salí de aquel bar sin
despedirme y me interné en otro; dos casas más abajo pedí dos cervezas y contraté
los servicios de una bailarina para emborracharme soberanamente hasta el
amanecer. No recuerdo qué pudo haber pasado, ni siquiera recordaba a esa
bailarina. De todos modos amanecí en mi feo cuartucho con el cuerpo amodorrado
de alcohol, soportando las prédicas lastimeras de la señora Doménica: “creí que te
habían hecho algo…”.
Dormí toda la mañana, al medio día devoré un platillo preparado por la
señora, después de esto me dio por vomitar, vomité en el retrete, vomité en el
rincón donde dormían los gatos y por ultimo vomité bajo el espejo donde la señora
solía verse mientras peinaba sus escasos pelos.
Cuando tocaron la puerta, seguí vomitando, la señora me había dicho que
sería mejor que vaya al hospital, entonces pensé que los que tocaban la puerta
serían médicos que venían a salvarme la vida. Tocaron de nuevo, escuché a la
señora Doménica arrastrar pesadamente los pies por el pasillo murmurando algo
semejante a las maldiciones, la puerta se abrió lentamente, oí entrar al viento por el
zaguán, golpear las puertas interiores, se escuchó ladrar al perro huérfano, por
último escuché la gruesa voz de alguien entrenado para decir lo necesario: “¿aquí
vive Bernardo?”, no se oyó ninguna respuesta, en vez de eso continuaron: “tenemos
una orden de allanamiento”. Escuché al perro huérfano embistiendo a otro, es
posible que fueran dos o tres, el viento golpeó otra puerta.
Mientras me reponía en el retrete de la agonía y los vómitos, avanzaron
implacables por el pasillo y antes que diera el siguiente respiro, dos agentes
entraron al baño, uno robusto, de toscos ademanes, y otro engalonado con dos
medallas en la pechera, deduje que el de rústicos modales sería el guardia menor y
aquel otro, el oficial mayor a cargo, pero inmediatamente apareció otro
acompañando a la señora Doménica, éste más bien era flaco, de moderada estatura
y un huesudo rostro marcado por una rala barba.
–¿Usted es Bernardo?– empezó el oficial mayor.
–Naturalmente– dije.
–Traemos una orden de arresto contra usted– sentenció el uniformado que se
encontraba junto a la señora Doménica.
Con una mezcla de ridiculez e impotencia avancé hacia ellos, aún me hervía
el pecho por los vómitos, por otro lado conocía aquellas rutinas, por mi pasada
experiencia. Me tenían –sea cual fuera el delito– arrinconado como a una asquerosa
rata.
–Estaré dispuesto para lo que requieran, pero antes tengo que sentarme en
una silla.
La señora Doménica intercedió, abriéndose paso entre los oficiales y me
condujo a la espaciosa sala.
–Es un buen chico, un tanto borracho, pero buen chico; no pudo haber
hecho nada malo.
La sala de la señora Doménica está antes de llegar a la puerta que da a la
calle, sus muebles son viejos lo mismo que todo lo que hay en ella (una repisa
antigua, una radio a cuerda que no usa, fotografías de su juventud, y por supuesto
la foto de su difunto marido y ella de pie en una posición matrimonial).
Me senté en el sillón aterciopelado, el guardia de menor rango insistió en
engrilletarme, pero la señora Doménica exclamó indignada en mi defensa. El
oficial mayor advirtió amenazadoramente:
–Este es un caso muy delicado, señora, tiene que dejarnos hacer el trabajo.
La señora Doménica dijo que era su casa y que estaba en su justo derecho.
–¿Qué ha hecho?– protestó.
–Ahora lo sabremos, una ola de crímenes azota la ciudad, es probable que
esté defendiendo al hombre equivocado.
Al escuchar esto la señora Doménica me mostró una lánguida mirada y
desapareció lentamente por el pasillo.
–¿Bien? –dijo el oficial mayor, volviendo el rostro– le haremos algunas
preguntas. Por la gravedad del caso, procederemos excepcionalmente, nuestras
preguntas serán básicamente para proveernos de información primigenia. El oficial
aquí presente –señaló al hombre del bigote– es el perito de criminalística que lleva
el caso.
El uniformado de menor rango alcanzó al oficial un cuaderno de notas, y
este procedió.
–¿Tiene alguna idea del por qué estamos aquí?
–No, en absoluto.
–¿Qué hizo usted las últimas veinticuatro horas?
–Dormir, comer torta y beber.
–¿Qué significa comer torta?
–Lo que significa en términos domésticos.
–¿Conocía usted a Susy?
–Sí.
–¿Tuvo alguna relación con ella?
–Teníamos sexo.
–Quiero decir, si fue su pareja.
–Preferiría llamarlo sexo solamente.
El hombre de criminalística, que aguardaba atentamente, me hizo saber que
mis respuestas fueran menos ligeras. El oficial de rango mayor continuó.
–¿Sabe que fue asesinada?
–Sí.
–¿Cómo?
–Por los periódicos.
–¿Tiene idea de quién pudo ser el autor?”
–No.
Ante esta última respuesta los tres hombres se miraron entre sí, en sus ojos
había una teoría que desde luego no estaba yendo por buen rumbo. El oficial mayor
se quitó el birrete de reglamento y se acercó como un confidente a punto de firmar
una alianza.
–Tiene usted antecedentes, un juicio por filiación delictiva en un caso de
fuga de presos, naturalmente salió bien librado aquella vez, pero temo ahora no
estemos para juegos. Hasta aquí sus respuestas no hacen sino desfavorecerlo
ampliamente, carecen de autenticidad y lo peor de todo tienen una grave
connotación hacia la burla.
El oficial mayor se puso el birrete y continuó.
–¿Tiende a escribir mucho?
–Una pasión sin importancia.
–¿Es usted Leonel?
–Sí.
–¿Con qué propósito eligió ese nombre?
–Para que nadie sepa que soy el autor, sino Leonel. Es lo que se llama
seudónimo.
–¿Sabe que eso es delito?
–No
–¿Con qué frecuencia escribe usted?
–Nunca sé cuándo escribir. No lo sé.
–¿Alguna vez le escribió a Susy?
–No
El guardia de rango menor se llevó una mano a la barbilla y me dio una
certera mirada de triunfo.
–¿Cuándo fue la última vez que vio a Susy?
–No recuerdo.
El oficial dejó de escribir y estiró la mano hacia el tipo de criminalística. Este
desplegó un folder que llevaba en el antebrazo, de él extrajo una hoja esmaltada de
rojo entero.
–¿Ella le ha escrito alguna vez?
–Nunca.
–¿Qué opina de esto?– Me alcanzó un pliego de papel doblado en dos–
¿puede leerla en voz alta?
Tomé la carta con manos adormecidas, mi cuerpo seguía con los rezagos del
mareo. Observé el escrito, una gruesa caligrafía que desentonaba con respecto a la
orientación, como si la mano hubiera sufrido la nerviosa disposición de la palabra.

20 de diciembre:

Bernardo ha vuelto borracho otra vez, ha escrito unas hermosas cartas, me las leyó en el patio,
me besó con locura, compuso un poema, luego fue a la ducha, se metió con ropa y todo, me ha
pedido que me meta a la ducha con él, estaba rematadamente loco, creo que en cada
borrachera su locura avanza, temo que algún día sus locuras le lleven a algo peor. De todos
modos, yo estoy con él. Soy suya, somos un solo cuerpo, me estoy volviendo loca como él,
quiero envejecer con él, criando gorriones, sembrando pinos… algún día iremos a ese valle a
morir.

Cuando terminé de leer, el oficial retiró la carta de mi mano y la entregó al


hombre de criminalística.
–¿Qué opina sobre ello?– arremetió el oficial.
–No sabría opinar de mis propias locuras.
–¿Acepta el grado de intimidad que hay en este escrito?
–Sí.
–¿Entonces…?
–Eso no dice que pude haberla matado. A ella le colmaban las ilusiones con
facilidad.
–¿A qué ilusiones se refiere?
–A los doce pinos, los pájaros, los cultivos, el río que surca los cultivos, las
rocas que se interponen a los ríos, la soledad de los viejos, la orfandad de los niños,
y aquella laboriosidad silvestre de los hombres.
–¿Qué tiene eso que ver con su muerte?
–Es lo único que le pude dar, en otros términos es lo único que nos unía.
–Le reiteramos que debe usted responder con objetividad.
–En mi versión no hallará nada más objetivo que eso.
El hombre de criminalística hurgó débilmente en el mismo folder, y dijo:
–El parte forense indica asfixia material con consecución de muerte, de
modo que deje de especular.
El oficial mayor retomó la palabra.
–Según el escrito que acaba de leer, usted es el implicado material
inmediato, ¿acepta aquello como tal?
–No. Tenía entendido (por los periódicos) que el crimen fue cometido por
un exnovio que estuvo en la cárcel.
–No hay una sola prueba sobre ello.
Dicho esto, el guardia mayor se acomodó el uniforme como un disciplinado
alumno y cerró el cuaderno de notas.
–Ahora, muéstrenos su habitación, tenemos que hacer una inspección, ¿qué
dice haber hecho anoche?
–Bebí.
Los dos hombres, es decir el guardia mayor y el encargado de criminalística,
se encaminaron hacia el pasillo, les señalé la puerta de mi habitación con el dedo y
el guardia de rango menor no desaprovechó la ocasión para empujarme al interior.
Mi cuartucho tiene una fea puerta de madera oscura, no hay en él nada que
se distinga de todas las puertas del condominio, nada en absoluto, ni un diseño que
pueda uno recordar de creativo o agradable. Es la primera de tres puertas, tiene una
manilla de acero bañada en esmalte amarillo. Las paredes que continúan a mi
habitación y terminan en un patio de cuatro metros cuadrados donde la señora
baña a sus gatos tienen un acabado rústico de cemento sin pulir, este aspecto se
agrava con las serias rajaduras que se dibujan como telarañas por doquier. La
señora Doménica dice que si su marido estaría vivo acabaría con aquellas
rajaduras, pero lo dice únicamente para salvaguardar la reputación de un pasado
donde ella era felizmente casada, porque además teme la idea de que su marido
haya sido un putañero sin remedio.
Nunca he tenido propiedades y mi cuartucho reflejaba siempre la
cotidianidad de alguien desplazado por las grandezas. Mis únicas pertenencias
fueron siempre aquella cama de madera, una silla de acero, un mueble de gavetas
también de acero, y un estante comercial de más de cinco metros, en él colocaba
mis libros con la dedicación de un anciano que guarda celosamente sus recuerdos,
aquello no podía llamarse mueble, ni aquellos cientos de libros, propiedades. Y así
lo consideraron los guardias.
El oficial mayor y el tipo de criminalística demostraron generosamente que
allí no podía haber nada, en cambio el guardia de menor rango se precipitó
insidioso sobre el mueble de gavetas, hurgó sin destino mis calcetines viejos, al no
encontrar nada perfiló sus venenosas indagaciones a la ropa que se encontraba
regada sobre la cama
–Esto huele mal –dijo repentinamente, y luego agregó–, huele a vómito.
Pero encontró algo que hasta ese momento había olvidado, aquel cuaderno
que obtuve de Luz saltó como un escurridizo animal sobre la colcha y fue a parar a
las diligentes manos del guardia que disfrutó el hallazgo. El oficial de criminalística
se aproximó y lo tomó como una prueba convincente.
–¿Y esto?
–Es un cuaderno que me entregaron anoche.
–¿Quién le entregó?
–Luz.
–¿Ha estado bebiendo con Luz?– dijo el primer oficial, con aquella
familiaridad de alguien que conoce el asunto por demás.
–Creo que la que se emborrachó fue ella– respondí.
–El oficial mayor intercambió confidencialmente palabras con el oficial de
criminalística, éste me preguntó por qué iba Luz a entregarme aquel cuaderno. El
criminalista abrió los menudos pliegos del cuadernillo, se concentró en sus hojas
largamente como en un libro imposible mientras se frotaba las sienes con el índice;
luego le entregó al oficial mayor, este repitió el acto, finalmente asintió un confuso
gesto.
–¿Sabe lo que hay en este cuaderno?– dijo al fin.
–No.
–¿Cómo es que se reunió con Luz, la conoce de algún lado?
–No la conozco, anoche recibí una llamada, dijo que era la amiga de Susy y
me citó en un bar.
–¿En qué bar?
–En un bar de la avenida Industrial.
–Bien, prosiga.
–Cuando llegué no hizo más que hablar de Susy, dijo que era su hermana,
pero eso no podía ser posible, estaba un tanto fuera de sí, luego desmintió aquello
de hermana y la reemplazó por “era como mi hermana”, dijo además que había
presentido aquella muerte, y que ella misma se sentía amenazada por el verdugo de
Susy.
–¿Entonces usted al inicio de este interrogatorio sabía del presunto autor?
–Tenía conocimiento por los periódicos y desde luego por Luz, pero no
podía fiarme de ella, estaba emocionalmente fuera de contexto.
–¿Ha tenido algún acto libertino con ella?
–No, en cuanto supe que no estaba bien emocionalmente decidí irme, antes
de ello me entregó ese cuaderno que hasta ahora no había tenido tiempo de verlo.
–¿Y con qué propósito le entregó?
–No lo sé, dijo que podía salvarme la vida.
–¿Entonces por qué no le dio importancia?
–Soy un bebedor consumado, había bebido más de una cerveza con ella y yo
con la cabeza zumbándome no puedo leer nada.
Después de esto dejaron de atender al cuaderno, vi en los ojos de cada uno
que estaban ante una verdad que se fue gestando inesperadamente, una verdad que
no esperaban en ese momento. El guardia de menor rango agachó de tal manera la
cabeza que entendí perfectamente el inminente fracaso de aquel interrogatorio.
A pesar de todo, el oficial mayor continuó sin perder la compostura.
–¿Qué más le dijo Luz?
–Nada importante, pude percibir que sentía asombrosamente la muerte de
Susy y que quería irse, esto último lo supe expresamente de su boca, dijo que
emprendería el viaje esta misma mañana.
El oficial engalonado cerró el cuaderno y me lo entregó.
–Tal vez quiso decirle algo más, ¿no le dijo otra cosa?, un pedido, una
amistad salvadora, ¿nada?
–Nada.
El oficial dio un respingo desalentado, dejó colgando sus brazos con el
marchito cuaderno entre dedos.
–Debo decirle que ella ahora está muerta, se ahorcó con una correa en una
habitación de hotel. Por supuesto tenía las maletas hechas, por algún pensamiento
tuvo que desistir de ese viaje– acotó.
El hombre de criminalística agachó la cabeza como un condoliente, el
guardia de menor rango hizo lo mismo y a mí me volvió el mareo, una imagen se
colgó en mi pensamiento, aquella misma frialdad que dijo ella sentir cuando Susy
murió, esa misma sensación me envolvió, no supe qué decir al respecto,
supuestamente no cabía un interrogatorio en caso de un suicidio. Pero ahora era yo
el que quería respuestas para aplacar el mareo.
–El caso es que está muerta, –dijo el criminalista– hay dos cadáveres en la
morgue que tienen, al parecer, el mismo móvil, desde luego el caso de Luz es
diferente, pero al igual que la primera muerte es un misterio, con el atenuante de
que ambas eran muy cercanas.
El oficial mayor entregó los papeles que llevaba en la mano al oficial de
menor rango.
–Temo decirle que está usted en serio peligro. Aunque no lo tome así, está
en un triángulo que ya ha cobrado sucesivas muertes. Por otro lado están sus
antecedentes con la justicia, y eso lo arroja a un plano doblemente peligroso.
Deberá retomar las medidas disciplinarias que le han dictado en su anterior caso;
no frecuentar lugares de dudosa reputación, hacerse de una vida estable, emprender
una vida sustentable, llevar una vida normal. A esto le deberá sumar una estancia
en casa de por lo menos cinco meses. Naturalmente estas muertes no quedarán
impunes en absoluto, la policía trabajará a este respecto, pero queremos de su
ayuda, y su mejor ayuda será que no salga de casa hasta cumplidos los cinco meses.
Tómelo como una notificación verbal, en breve lo recibirá en esta misma dirección
en forma escrita. Debo advertirle que esto es una medida policial, que no compete,
pero es la única manera de llevar el caso y su seguridad a buen puerto.
Escuché con atención aquellas recomendaciones, el oficial me pareció
entonces un hombre de un infinito profesionalismo y una calificada integridad.
Antes de marcharse, se disculparon con la señora Doménica, cuando le dieron la
razón de mi inocencia, ésta dijo:
–Es un borracho sin remedio, pero es incapaz de hacer daño a la gente.
El oficial le dio una palmada en la espalda.
–Pues haga que deje de beber, instrúyale para que enderece su vida a algo
provechoso– dijo antes de marcharse.
Cuando cruzaron la puerta me sentí protegido, hasta sentí una conmoción
particular por el guardia de menor rango.

* * *

Durante los meses siguientes mi vida acogió cierta animosa trascendencia


respecto a los hábitos. Se acabaron las amanecidas, la constante borrachera y las
tertulias sin propósito. Todo ello por las indicaciones del departamento de policía
cuya notificación llegó tres días después documentado en cuatro pliegues donde,
entre línea y línea, se dejaba constancia de que era yo notificado para no salir, ni
siquiera un paso de la casa “por un plazo de tres meses”. A este respecto, me
abrumó el recuerdo de mi antiguo camarada (“en una casa, con una señora como la
señora Doménica, no hay diablo que se resista a llorar”). Por supuesto me sentí
como un pobre diablo, enjaulado con una señora de sesenta años, que lo único que
hacía en su vida era peinar sus escasos cabellos, tejer ajuares para bebé y cocinar
postres. Me preguntaba si acaso merecía una vida semejante después de todo.
Pero, así como la reposición de una herida debe sus curas a maniobras del
misterio, adopté la consecuente sencillez de acogerme a la cotidiana voluntad de los
hábitos, desplacé el azar por los hábitos; en ese sentido temí que el único hábito a
ganar fuese envejecer como la señora Doménica. Por lo que abracé algunas
iniciativas propias, en desmedro de la espinosa insistencia de la justicia, como
seguir las recomendaciones de la señora Doménica. De este modo, la habitación
donde hace unos días me retorcía de asquerosa embriaguez, floreció en un orden
conventual, el camastro retomó la originalidad de un confortable aposento con las
sábanas limpias, el estante de libros afincados al lado opuesto de la cama, en una
posición loable y ornamental que la señora Doménica celebró como una hazaña de
un adolescente de firmes convicciones domésticas. Pasé más tiempo en el lavatorio
intercambiando serenas opiniones con la señora. Descubrí bichos caseros que no
hacen daño alguno, pero según la opinión de la señora era preferible no tenerlos en
casa; me pasé barriendo una y otra vez hasta que la escrupulosidad se me hizo un
bastión infranqueable, tanto para los bichos de la realidad, que corrompen los
estamentos del hogar, como para los bichos del espíritu, que conducen al
irremediable sendero del abandono. La señora acogió estos logros con júbilo, como
si fueran éxitos suyos. Tengamos en cuenta que había perdido un primogénito,
entonces no es descabellado suponer que los hábitos ganados por su inquilino
habrían merecido aquel hijo muerto, que a estas alturas iría (¡vaya coincidencia!)
por los treinta años.
Por otro lado, detrás de los cambios se debatía un pesar fecundo, un pesar
que la señora no entendería nunca. A la semana siguiente, el jolgorio de los
primeros días dio paso a la incertidumbre. Puede que se tenga el mismo afanoso
error respecto a lo que significa “infelicidad”. Embarcarse en una tarea nueva
siempre produce felicidad, pero en cuanto avistamos el fin de un trabajo nos vence
el tedio, como una sombra vertida por una mano justiciera, para enrostrar la vana
condescendencia de nuestros actos, la vida misma es una aventura colosal que
termina en la funesta oscuridad de la muerte. Entonces, me quedaba la lectura
como el remedio a la muerte, afiancé horas de lectura, leía bajo la tenue luz de mi
habitación, seguidamente, al caer la tarde, trasladaba mi posadera a la sala que
tenía un viejo sillón, dando a una clara ventana a la calle. Leía absurdos y
enredados preceptos. Por las noches me enfrascaba en las novelas, mi dependencia
de la novela fue siempre borrascosa, la mísera existencia gana en una novela otra
dimensión, haber leído cientos de novelas le brindan a uno tantas vidas que le
hacen indefinible la propia. La intimidad de una buena historia es un recurso para
una enajenación, y naturalmente tuve enajenaciones de universal magnitud que
probablemente hayan arrastrado mi destino como un embravecido océano hacia
temporales islas y luego arrojado nuevamente por las mismas tempestuosas
corrientes que al final no recordaba de qué puerto había partido. Por el momento,
me encontraba en aquella isla que tenía como única habitante a la señora
Doménica, cuya realidad era absolutamente contraria a la mía. Ella conocía
perfectamente su rumbo, poseía el tino suficiente para conducir un barco por una
ruta previamente trazada, además una ruta que ella ya había recorrido con su
difunto esposo, conocía los puertos, los tramos difíciles, las estaciones y un sinfín
de artilugios para vivir; porque desconocía la novela, ese desconocimiento la
mantuvo a salvo sesenta años, y le garantizaba una existencia holgada arrimada a
la sensatez de no verse asediada por existencias paralelas. Y, aun si a la señora le
diese por leer tardíamente algunas buenas novelas, el efecto sería una estampida de
aburrimiento por su férrea inclinación a lo firmemente establecido. En mi caso, la
justicia me tenía por el cuello para dejar sin efecto las atribuciones de las que se
había servido mi vida, para conducirse a placer por cuanto sendero antojadizo
brindaban las historias.
Una mañana entró en mi habitación y me hizo una certera pregunta.
–¿Alguna vez pensó que estos libros pueden ser útiles?
–Son útiles para mí.
–No hablo de usted… quiero decir si son útiles para todo el mundo… niños,
mujeres, ancianos… todos.
No respondí, cogió un libro, paseó sus huesudos dedos por el empaste como
se hace con un delicado objeto y arremetió de nuevo.
–¿Cuánto dinero cree que hay en todo esto?
–Una fortuna– dije sin vacilar, como alguien que quiere desembarazarse a
toda costa de su interlocutor. Pero la idea no me pareció del todo descabellada.

TRES

Esa noche pasé en vela, la ciudad entera pasó en vela. Se dijo que una
estación eléctrica había sufrió una explosión de magnitudes. La señora Doménica
con la más sofisticada de sus vocaciones averiguó detalles pormenorizados sobre la
noticia de la falla. “Es la falta de lluvia, las estaciones eléctricas están en
emergencia”, “es por una mala maniobra”, en estas conversaciones gastamos parte
de la noche, esperando que se repusiese el alumbrado. Pero nuestra espera se hizo
inútil, la señora perdió la paciencia y llegó a llamar “montón de mequetrefes” a los
de la compañía eléctrica.
El alumbrado no se repondría hasta el día siguiente, de modo que nos
resignamos a la oscuridad. En lo que respecta a mí, tenía pensado clasificar los
libros en un orden competente que facilitara su traslado; con ese pensamiento no
me moví en absoluto de la sala de la señora Doménica, ella por su parte después de
malgastar las rabiosas objeciones contra la empresa de electricidad, se tuvo que ir a
la cama, antes quiso saber cómo marchaba mi proyecto, le dije que
estupendamente.
–He alquilado una casa en la más céntrica avenida.
–¿Insistes con esa idea de vender libros?– inquirió.
–Sí.
Ella aprobó mi iniciativa con entusiasmo, sin embargo no se la veía
convencida. ¿Comerciar con libros?, es una rareza, un empleo vetado para personas
como la señora Doménica. Pero conocía gente que se dedicaba a vender libros y
aunque hay menos lectores cada vez, las librerías se mantenían en una línea
aceptable de rentabilidad sin ser negocios donde se estafe a la gente, como suele
ocurrir.
Aun así la señora fue muy comprensiva.
–Lo importante es que te dediques a algo, por fin podrás hacerte un destino,
¿y cuándo empiezas?
–Mañana mismo, tengo el contrato firmado por los propietarios, de modo
que mientras más pronto mejor– dije, tratando de sobrellevar aquel imprevisto de la
compañía eléctrica.
La señora Doménica me aconsejó acertadamente
–En estos casos es mejor ir sin prisa… apuesto que el local necesita algunos
arreglos.
–No me alcanzó tiempo ayer– contesté.
–Será mejor que ultimes esos detalles antes de instalar todo–. Dicho esto se
levantó del sillón y se fue a dormir, dejándome en la oscura sala aguardando la
única vela.
Dormí poquísimo, me levanté según lo planeado, al primer gallo. La
compañía había repuesto la energía y no quise despertar con la noticia a la señora
Doménica. Salí enfundado en un abrigo de felpa, en cuyo bolsillo puse una linterna
para no toparme con eventualidades como la tarde anterior. En la calle me dio
encuentro el perro huérfano, dio un mísero ladrido de saludo, estiró las
extremidades y me siguió a la pista del pasaje Los Geranios, donde una camada de
seis perros amistosos nos dio alcance. El viento de setiembre se arrastraba
provocando un ruido otoñal en los árboles, el cielo estaba completamente
despejado. La ciudad aún no estaba despierta del todo, sin embargo en el mercado
más cercano, ya se oía a los ambulantes.
En la avenida donde desemboca el pasaje Los Geranios, despedí a los perros
y me subí a un taxi para hacer el corto recorrido desde el pasaje hasta el centro. El
chofer del auto era un hombre canoso que respiraba con dificultad, tomamos la ruta
del óvalo para entrar al centro.
Aunque la madrugada tardaba, no podía uno evitar congraciarse con la
imagen de las palmeras batiéndose a la suave brisa, la marcha del auto me
transmitió aquella y tantas otras sensaciones que solamente se pueden ver desde la
ventana de un auto. Me bajé al frente mismo del condominio de los barrotes, que a
esa hora, y a los ojos de cualquiera, resultaba una construcción corriente con la
descolorida fachada, con la incongruencia de la puerta del ala derecha que tenía un
espacio al frente. Con todo ello, su tradicional mojinete le daba el aspecto de dos
camellos viejos resguardados al fondo por otro igual, en forma de cabezal.
El hombre del taxi me refirió si vivía en esa casa, le respondí
afirmativamente.
–No es por nada… al parecer ha usted olvidado apagar las luces– dijo al
tiempo que señalaba la puerta del ala izquierda que, efectivamente, despedía luz
por la ranura superior.
Una secuencia de ideas me vino al asalto. Supuse que el señor Siegner se
encontraría en el interior, asunto que era un contratiempo muy serio. También
existía la posibilidad de que alguien más (incluyendo a los herederos) se encontrara
adentro. En todo caso era mi deber saberlo en ese mismo instante.
Pagué al taxi y fui directamente a la puerta de acceso, en el trayecto me fijé
en la rejilla que antecede al espacio conocido como jardín y no encontré indicio de
que haya sido abierto. Llamé a la puerta de madera, toqué tres veces, el mismo
silencio, entonces hice la prueba con la llave, el seguro estaba en su sitio, la llave
dio tres vueltas, al abrirla sonó chirriante, adentro no se veía absolutamente nada.
“¿Señor Siegner?”, dije, pero no respondieron. Busqué la linterna que traía en el
bolsillo, la luz que proyectó esta me enseñó las descoloridas paredes del ala derecha
que no había tenido tiempo de verificar el día anterior. “¿Señor Siegner?”, repetí. Y
el mismo silencio sepulcral. Caminé sobre el piso endosado de cerámica antigua,
pasé junto a la puerta que une al ambiente del ala izquierda, pero desde este lado no
había ni una sola ranura, dada la oscuridad era imposible que no se pudiese ver la
luz o algún reflejo minúsculo de esta, pero era completamente cierto, no había tal
indicio. De modo que me preparé para lo peligroso, tal vez un ladrón que al verse
descubierto en plena faena, optó por esconderse. Pero aquella idea tampoco era
convincente, porque de ser así tendría que haber usado la llave, y un delincuente
difícilmente se sirve de estos medios para robar.
Lo más probable era que el señor Siegner o cualquiera de sus hermanos
habrían desistido viajar a última hora y hubiesen decidido quedarse, y en aquel
momento dormían profundamente con la luz encendida, esa idea me satisfizo.
Perfilé la luz de la linterna, pasé al amplio espacio del ambiente principal.
Apunté las ventanas, las paredes se me mostraron mucho más ásperas que el día
anterior, alumbré hacia el baño sin puerta del extremo izquierdo. El suave viento
introduciéndose por la abertura de una de las ventanas hizo batir una cortina en
uno de los lados, detalle que no había presenciado en mi primera visita.
Naturalmente me hubiera ocupado de aquella cortina, pero necesitaba con urgencia
despejar la duda del ambiente del ala izquierda, aquel de suntuosos ornatos, tenía
que saber de inmediato quién se encontraría. Me aproximé con extremo
nerviosismo, aquel nerviosismo de alguien que va de visita en el momento
equivocado, o aquel que tiene un presentimiento tenebroso e insustancial.
Empuñé la manilla de bronce y con la otra toqué, nadie respondió, entonces
empuje los pesados maderos. Lo que encontré no fue ni lo uno ni lo otro, el
ambiente se encontraba tal como lo dejé el día anterior, con las luces apagadas y en
silencio estancado en la oscuridad. La luz de mi linterna paseó de extremo a
extremo buscando una eventualidad que justificara la visión del taxista, era
imposible que mis ojos o los del taxista nos hayan engañado; una sensación de
culpa me hizo creer que todo aquello estaba obrando en contra mía, que mis
visiones estaban siendo manipuladas por la presencia de la difunta señora Siegner.
En ese sentido, las atribuciones fueron directamente contra mis nervios y las
deshonestas relaciones con la señora de los panes no admitía otro justificante.
Deseché toda posibilidad sobrenatural, nunca tuve alguna experiencia de
este tipo; lo inexplicable es para mí la tergiversación de la realidad por los sentidos,
ayudado por nuestro mundo interior. El comportamiento de la realidad depende
únicamente de nuestros sentidos.
En mi remota infancia tuve una experiencia particular, escuché voces
cuando caminaba a la orilla de un río, quizá fue mi única experiencia sobrenatural,
fue aterrador entonces, era como escuchar hablar al mismo río, pero
inmediatamente le busqué una explicación razonable, recuerdo que al alejarme del
río me puse a analizar en silencio el motivo de mi pavor. El resultado fue revelador;
primero recordé el momento exacto en que se habían producido aquellas voces,
recordé lo que sucedía fuera de mí y lo que sucedía en mi interior; lo primero es que
no se escuchaba nada más que el correr del agua entre las peñas, lo segundo es que
caminaba pensando en la reprimenda de mi madre, sobre los actos cometidos aquel
día, había matado un pato salvaje y mi madre odiaba que matase animales no
domésticos, de modo que asociando ambos recuerdos llegué a consolidar la idea de
que el río había materializado mis miedos.
Aquel remoto suceso no me vendría en este momento si no tuviera ninguna
necesidad de explicar un testimonio sobrenatural, por supuesto era preciso este y
todos los métodos para alejar pensamientos perversos de un niño. Aunque las
dimensiones eran mucho mayores que aquel recuerdo infantil. Unas horas antes,
más o menos veinticuatro horas, estuve en el funeral de una mujer acaecida quien
sabe en qué circunstancias, un final que tenía como escenario aquella casa. Desde
ese punto de vista entendía perfectamente aquel temor, un sombrío temor que
demandaba una explicación, y por más que la hubiera no me satisfacía. “La señora
Siegner ha muerto aquí, hace unos meses antes se ha muerto Susy, y Luz se ha
dado por morir casi al mismo tiempo, es natural que las tengas presente”, me dije.
Paseé encumbrado por toda la planta del ambiente del ala izquierda, luego
abandoné aquel y regresé al ambiente principal, sin poder conjeturar con claridad el
episodio de la ranura despidiendo aquella luz.
La mañana entraba ahora con una nitidez inspiradora, las ventanas se
despejaron descubriendo lo que hasta entonces estaba fuera de mis ojos; entre
papeles, cajas de contenido incierto acondicionados a un rincón entre el polvo y la
basura amontonada. El polvo depositado era una prueba de abandono constante,
en él se podía ver infinidad de pisadas, algunos mucho más evidentes que otros, en
suma todas las huellas demostraban que hubo bastante concurrencia en un
momento no tan lejano, supuse que fue al momento de llevar el cadáver.
Me situé en un extremo para dejar pasar las especulaciones, de alguna
manera debía aclarar todo lo acontecido en términos prácticos. En ese afán busqué
la maleta dejada el día anterior. El rincón donde debía estar estaba vacío, entonces
la hipótesis de que haya entrado alguien con cuerpo y espíritu, cobró mayor fuerza,
y no había en mi confusa lista de sospechosos otro que el señor Siegner o sus
hermanos que, al desistir del viaje, habrían regresado a la vivienda a ultimar los
asuntos dejados por su difunta madre, y en una casual confusión se hayan llevado
el maletín.
Eso descartando lo que vimos en las ranuras, como producto de mi
imaginación y por supuesto del taxista. “Probablemente se fueron al amanecer
antes que yo llegara”. Con esas aseveraciones quise resolver el misterio.
Encendí las luces de los ambientes. Si el día anterior me era imposible dar
con los interruptores, con la claridad de la mañana no me fue difícil.
Superado en alguna medida los temores, me dediqué a limpiar los
ambientes, barrí los trastos, para ello usé la vieja escoba de mango apolillado
dejado por la señora, quité los cartones del rincón donde estaban y los puse en el
ambiente del ala izquierda, debajo de la mesa, para que se conservaran según el
deseo del señor Siegner. Luego hice lo mismo con el ambiente del ala derecha, este
me demandó menor esfuerzo porque, según pude ver, en él se había velado el
cuerpo de la señora, el endosado piso tenía un brillo reciente de cera, lo único que
pude barrer en aquel ambiente fueron los restos de flores, hojas con veinticuatro
horas de muerte, también había colillas de cigarro, empaques de dulces y una
estampilla religiosa con un imperdible. Terminado el trabajo de limpieza, ajusté
algunos cables de la instalación eléctrica que pendían inconclusos. En el ambiente
principal tuve que arrancar aquella cortina y la cuerda que tenía acondicionada
como soporte; en esta parte me encontré con una sorpresa, puesto que tal cortina
tenía la finalidad de cubrir una pequeña salida hacia la parte posterior, era una
puerta de madera de no más de dos metros de altura, asegurada por una cadena que
sobresalía en dos agujeros, de ambas hojas respectivamente, el candado que unía la
cadena no debió ser abierto en mucho tiempo, las arañas habían tejido una
frondosa trampa. Quise averiguar lo que había detrás, pero fue imposible por el
exacto entablado de la madera.
Antes de la media mañana había concluido el trabajo de quitar el polvo de
los dos ambientes (ala derecha y ambiente principal).
Era aún muy temprano y tenía tiempo suficiente para dedicar el resto del día
en pintar las paredes de un nuevo color. Un hombre inexperto demoraría quizá
hasta dos días en esto, pero tenía sobradas razones para confiar en mis manos y los
bien ganados conocimientos en este tipo de trabajos.
Enrumbé a la feria de ferreteros para hacerme de pintura y un buen candado,
para doblegar la cerradura principal. Además era de vital importancia que
asegurara las puertas desde el interior, antes de instalar los estantes, y los libros por
supuesto, para no poner en riesgo mi plan. En la feria de ferreteros me aprovisioné
del material necesario para estos menesteres, compré clavos para reforzar colgantes,
alambre para el propósito de las rejas, un par de focos nuevos para ganar mejor
iluminación, una escoba nueva que barriera mejor, una fuente de basura, un cubo
para depositar agua, plumeros para sacudir el polvo, y finalmente pintura, para
dejar un nuevo color como carta de presentación.
La compra de estantes lo dejé para el día siguiente, tomando lo dicho por la
señora Doménica, “para estos casos, es mejor ir sin prisa”, era mejor así. Con todo
lo anterior retorné a la casa Siegner. Antes, almorcé en el mercado de siempre, la
amable adolescente que me servía el menú durante los últimos tiempos, me refutó
por lo descuidado de mi dieta.
–Ya no viene usted por acá– me dijo, simulando la misma cortesía de
siempre.
–Quizá ahora venga con menos frecuencia– repuse, me miró extrañada, pero
no quiso saber más detalles.
Comí almejas con pollo y regresé con un sabor de almejas en la boca a la
vivienda de los barrotes.
Me puse a trabajar inmediatamente, empecé por el baño, para ello cogí
agua, quité toda la mugre acumulada, luego preparé la pintura en una fuente, con
ello transformé en las siguientes horas el tétrico color del ambiente por uno azul
vivo, azul del cielo.
Tres horas después mi obra estaba casi acabada, los dos ambientes (del ala
derecha y el principal) tenían un color nuevo y había un agradable olor a pintura,
me felicité por aquello, el entusiasmo del día anterior volvió. La faena del día
concluyó con el estreno del nuevo alumbrado, entonces se vieron rincones donde
jamás había llegado la luz, la reciente pintura y el nuevo alumbrado dieron un
deslumbrante aspecto a los dos ambientes.
Excepto por el ambiente del ala izquierda, había decidido que aquel
ambiente quedaría para conservar los trastes de la difunta, tomando en cuenta a la
vez que sería innecesaria la disponibilidad de tres ambientes para un negocio
primerizo, la cantidad de libros no lo cubriría todo, en ese sentido era más que
oportuno dejar aquel espacio como depósito de las pertenecías de la propietaria,
que por el peso de los muebles era imposible trasladarlos a otro lado.
Antes que el sol se hubo escondido, alisté la basura acumulada, para ello usé
los cartones dejados en el ambiente principal.
Por otro lado, pensé botar todo aquello a la basura incluyendo los finos
muebles del ambiente del ala izquierda, el señor Siegner nunca advertiría aquello.
“La única interesada en todo ello está muerta, ¿quién se fijaría?”, me dije. Por otra
parte, la fina mueblería frenaba aquel intento sacrílego.
Finalmente decidí quitar todo aquello que no fuesen muebles u objetos de
valor por lo que saqué todas las cajas que se encontraban debajo de la mesa,
también deseché un feo cuadro religioso que estaba apoyado a la pared en uno de
los rincones, hice lo mismo con las cortinas del respaldar del relicario, todo lo
arrastré al ambiente principal, le di una barrida escrupulosa y dejé ligeramente
limpio el salón izquierdo.
Había realizado un buen trabajo, a pesar de eso me quedaban un par de
horas para que sea las diez de la noche, hora que tenía fijada para poner fin a la
jornada; en ese tiempo me propuse vaciar las cajas y seleccionar lo inservible de lo
otro.
Algunos contenían objetos insignificantes como útiles, agujas de coser,
cintas de embalaje, botellas de fármacos, dentífricos a medio usar, tarjetas de
invitación, estampas navideñas, un espejo en forma de bola con tapa, fotografías de
niños, un crucifijo de plomo, restos de cáscara de naranja, estatuillas navideñas en
mal estado, una píldora sin nombre, y hasta un casquillo de bala. En otra caja más
pesada hallé una colección de discos de vinilo sin abrir (nuevos) y una fotografía de
una mujer delgada de unos cuarenta años, ataviada en un traje azul, de cabello
dorado, acusadora mirada y la nariz respingona; tuve un estremecimiento absurdo,
no poseía ninguna particularidad que me remitiera un parecido con la señora que
había yo visto en el ataúd, pero era absurdo detenerme en esa conjetura, a menudo
el cadáver cobra otra naturalidad, de modo que proseguí. En otra caja hallé un
juego de ropones para bebé, con uno a medio tejer, acompañado de palillos de tejer,
un ajuar usado, cuatro ovillos de algodón de diferentes colores (rojo, verde, azul,
naranja), también había cuadros en telar marchito con bodegones, paisajes, rostros
de hombres desconocidos, todos artísticamente de cierta calidad. En una caja
mucho más grande había ropa doblada escrupulosamente, ropa que no me atreví
siquiera a remover, previne que aquella caja como las otras debían conservarse.
En una última caja de madera encontré algunos documentos de interés,
manuscritos, diplomas de reconocimiento, cartas y alguna que otra tarjeta.
Contenía además una colección de retratos de más o menos doscientas fotografías
todas en blanco y negro, fotos en las que aparecía la misma mujer de nariz afilada,
con traje azul, en diferentes situaciones, en una de ellas, la señora de traje azul aun
joven observaba una ciudad con altos edificios que hormigueaba gente, de uno de
los extremos salía una línea de tren que desaparecía entre los edificios; en la
siguiente escalaba una montaña con una mochila de campaña y unos lentes
oscuros, en otra la señora (bastante más joven) acompañada de un hombre alto, de
regulares facciones y bigote hirsuto, sosteniendo ambos a tres niños, uno de ellos
bastante estirado que se cubría los ojos como si temiera una potente luz de la
cámara. Las fotos estaban fechadas y enumeradas, por supuesto el apellido Siegner
se repetía constantemente. En lo concerniente a manuscritos hallé un archivero,
con escritos en papel manteca con una soberbia caligrafía, el archivero no estaba en
buenas condiciones, la humedad había estropeado los pliegos, lo sostuve buen rato
como un objeto arruinado, pero al ver la atractiva legibilidad de algunas páginas me
propuse leerlas. El primer escrito fechaba de hace treinta años.

Martes veinticinco de diciembre 1975.

Ayer pasamos noche buena, la señora Matilde vino con su marido y ha traído regalos para los
niños, dijo que extrañaba que no estuvieras; lo dijo honestamente y me dolió que fuera verdad,
que no estés aquí. Hasta ahora sigo pensando que no te has ido para siempre, que volverás
apenas termine la primavera. No sabes cuánto ansían los niños verte el próximo verano en la
playa, lo desean tanto como yo, pero también es verdad que lo saben, especialmente Fernando
no deja de llorar, ayer cuando se marchó la señora Matilde rompió en llanto. Sólo Luis no
siente la ausencia, tal vez es por su edad, puede que el dolor no sea para el más que un estado
de juego y complacencia. Aldo no hace sino hablar, no recuerdo cual fue su primera palabra,
pero desde hace un mes no ha dejado de aprenderse algunas palabras como perro, gato,
gallina. No sé si es correcto que empiece nombrando animales, pero, si estuvieras aquí seguro
que su primera palabra habría sido papá. Esta es nuestra primera navidad sin ti. Armamos el
nacimiento. Resulta que el paquete de los reyes magos estaba arruinado, de modo que fuimos
al mercado a comprar un nuevo Gaspar, también compramos dos camellos y siete ovejas, a
Fernando no le gustan mucho los animales, en vez de ello le compré un juego de soldados,
aunque luego debí advertirle que los soldados no pueden ir en el nacimiento. También
tuvimos que comprar un nuevo árbol porque el anterior había perdido color, supongo que fue
por el gotero que hay en el cuarto de trastes. Los niños fueron los más entusiastas, me
sorprende que no guarden el dolor prolongadamente como los adultos. Soy la que más siente
tu partida, se me anuda el pecho y no hago más que llorar, sabiendo que no volverás, que te
has ido para siempre… he iniciado este cuaderno hoy para que lo leas, si es que puedes venir,
para que tu corazón no este vacío y nos tengas presente, siempre decías que la palabra es la
más poderosa de las armas, entonces ahí va, te escribiré todos los días.

Te amo.

María.

El escrito me provocó estupor, el inicio de las buenas novelas hace que el


lector sufra un desdoblamiento de la personalidad que le permite una empatía con
uno de los personajes, facultad que tenemos todos, pero que la rutina los va
acuñando en un estricto sentido. Era consciente que esto era muy diferente, bajo el
cobertizo de aquel techo de barro, con el recuerdo de la señora en el ataúd y los
pormenores siguientes, la historia cobraba realce convirtiéndome en protagonista,
por escasos segundos temí desaparecer tragado por un extenso libro. Por otra parte
la respuesta que buscaba sobre los acontecimientos de la mañana derivó en miedo,
miedo a lo desconocido, miedo de estar en un laberinto sin salida.
El siguiente escrito estaba fechado en veintiocho de diciembre de 1975 al pie
de la hoja.

Fernando ha terminado el curso, la profesora dijo que es un excelente alumno, poco faltó para
coronarse como el primero de su clase, opina a su vez que tu partida le ha afectado
emocionalmente, me ha recomendado un psicólogo, dijo que era buenísimo, pero cuando
escuché el nombre, ¿sabes de quien se trataba?, de aquel Rufino Márquez. ¿Recuerdas a ese
Rufino?, yo también lo recuerdo, hasta ahora no llego a entender cómo puede seguir
ejerciendo de psicólogo, después de aquel asunto de la niñera, al parecer todo quedó en
privado. Un intento de violación no puede quedar en privado, no me interesa que tenga tanto
dinero, hablaré con el gerente de educación municipal para que quiten de la lista de
profesionales recomendados a ese señor; sé que me estarás diciendo que no me meta en asuntos
que no son míos, pero también es cierto que me conoces y no permitiré que niños inocentes
estén asediados por este depravado.

Por otro lado me invitaron a una exposición de pintura en la casa biblioteca, los libros que
hemos donado están mejor que nunca, la nueva administración se ha ocupado pacientemente
en conservarlos. El alcalde estuvo muy efusivo, me invitó para un brindis en la inauguración
de una obra, pero no acepté, considero que utilizan estos actos oficiales para hacerse de
beneficios egoístas. Pero, éste insistió, dijo además que pondrían una avenida a tu nombre, no
sé si eso sea correcto, no sé si estás de acuerdo, pero en mi caso sabes que no, digo esto porque
nunca nos han propuesto poner nombre a alguna calle.

Las navidades han pasado, los niños están felices, ayer hicimos un recorrido por la ciudad,
visitamos uno de los nacimientos más grandes, ¿recuerdas que un año ganamos en este mismo
concurso? Bueno, esta vez lo ganaron los Zevallos, que acaban de tener una linda niña que se
llama Zoe, no sé porque le habrían puesto un nombre tan horrible. En lo demás nos
preparamos para recibir el año nuevo, el tío Eduardo nos ha propuesto ir a su granja, en
realidad le ha propuesto a Fernando, y éste ha dicho que no iría sin sus hermanos y sin su
madre, Eduardo dijo que se parecía a ti, “siempre con su familia para todo lado”, ¿sabes
qué?, cuando se hubo marchado me puse a llorar en secreto, no sé si podré soportar esto más
tiempo.

Te amo.

María.

El sentimentalismo impregnado en estas primeras cartas contrastaba


perfectamente con aquel salón abierto del ala izquierda, los muebles, la fe en el
relicario, la mesa donde probablemente haya escrito aquellas cartas, el recuerdo del
alcalde, las palabras de éste cuando dijo que había llegado de Francia, las obras de
caridad realizadas, y aquella última imagen en el ataúd rodeado de flores.
Pasé a la otra página y seguí leyendo.

01 de enero 1976
Son las diez de la mañana, los niños duermen, tal parece que no iremos a la granja del tío
Eduardo, temo que la tía Paty se moleste por esto, pero no puedo despertar a los niños, ayer
han estado jugando hasta muy tarde.

Matilde vino de nuevo, esta vez no trajo a su novio, según parece andan reñidos, ella como
siempre no quiso hablar del asunto. Ha traído a sus hijos, y no sabes lo grandes que están,
Fernando ha medido su talla con Robertito y claramente este último le lleva ventaja. Me
preocupa que Fernando no crezca como debe, uno de estos días llamaré al doctor Pérez.

Con Matilde recibimos de buen agrado el año nuevo, preparamos lasaña y pato. Había una
receta en el viejo libro que trajiste de China, nunca creí que en ese libro existiesen recetas como
esa, de todos modos el platillo salió estupendo, al final no pudimos comer todo, a los niños fue
suficiente darles leche con pan casero. Luego Matilde y yo vimos una película mientras los
niños jugaban.

La algarabía de los vecinos fue enorme. En la radio se dice que al año tendremos un
cataclismo de dimensiones impensadas, ya sabes las estupideces que dice alguna gente, a veces
creo que realmente lo creen así.

Nos acostamos después de despedir a Matilde, a Robertito y a Maritza, Maritza no pudo


aguantar el sueño y se tuvieron que ir, yo hice lo mismo, acosté a los niños, Fernando me
ahorra el trabajo porque a sus siete años se calza y descalza con facilidad, ahora le he
enseñado a ponerse el pijama y lavarse los dientes, tareas que hace con buen método.

Después que los niños se han dormido, me acosté y no pude dormir, los gallos cantaron pronto
y la fiesta que alargaron algunos vecinos me impidió dormir. Hace una hora paseo por la
casa. He visto todas nuestras fotos, están en desorden, alguien debería darles orden, quizá estos
días me ocupe de ello aunque no sé si tenga muchas ganas de tomarme más fotos de ahora en
adelante, de todas formas me encargaré de ponerles fecha, ya sé lo que estarás diciendo, que
estoy loca, pero no puedo hacer nada más, la tristeza me vence, y tal vez aquel ejercicio de las
fotos me tenga ocupada, aunque otra de mis aficiones está ahí, sólo me falta comprar lana. Si
no es lo uno me pondré a tejer. Es todo, debo terminar, uno de los niños acaba de despertar.

Te amo

María.

A esto seguía una lista de compras, consistente en objetos domésticos.


Naturalmente, no todos los escritos tenían los caracteres de una carta. Había
elementos cotidianos como una compra que por su valor familiar terminaron
archivados en aquel especie de diario. Lo mismo pudo haber sido alguna receta
médica, algún documento que rememorara al difunto Siegner, cuya muerte se
dejaba entrever, pero no se detallaban las causas. La hoja que sigue está escrita
igualmente a mano, y la transcribo exactamente igual.

Lista para la escuela de verano de Fernando.

Para pintura.
Acuarela veinte por cinco, marca “pionerito”. Lienzo, doce metros. Caballete (buscar al señor
López, hará según el modelo establecido). Una gorra. Zapatillas de plantilla goma. Una
docena de lápiz carbón. Papel dibujo. Portapapeles. Un juego de brochas. Lentes de sol, para
trabajo en campo.

Para clases de música.


Violín. Guitarra. Flauta. Trombón. (Todos con sus respectivos manuales)

Para clases de lectura.


Obras clásicas: Tragedias de esquilo. Tragedias de Sófocles. La Divina Comedia. El Quijote
de la Mancha. Selección dramática de Shakespeare. Madame Bovary. Retrato de Dorian
Gray. Obras completas de Balzac. Obras completas de Dickens. Obras completas de
Dostoievski. Obras completas de Zola.

La siguiente carta hace referencia a la lista anterior. La noche me vencía,


tenía el cuerpo entumecido por el arduo trabajo del día, pero la lectura de aquellas
cartas me tenía atrapado, como una golosina atrapa a un niño. Y no podía dejar sin
leerlas para enterarme del propósito que escondían.

Viernes, tres de enero 1976

El año no ha empezado como esperaba, el capataz del fundo me ha informado que la cosecha
de uva va tener que adelantarse por una ola de plaga. Le di ordenes de que haga lo
conveniente, no pude ir personalmente porque debo matricular a Fernando en una escuela de
arte; sé que suena un disparate, pero los profesores que van a dictar son llegados de España. El
tío Eduardo fue el que me dijo aquello de los profesores, es una gran oportunidad para que
Fernando desarrolle habilidades artísticas, lo quisimos siempre, y pienso que en este momento
estarías de acuerdo conmigo, el único problema es que los materiales serán presupuestalmente
elevados, pero cuando escuché sobre la calidad de los maestros no dudé en separar una
vacante. Además, el tío Eduardo dijo que la lista requerida se puede enviar a Europa, tardará
treinta días en llegar, y acepté sin rechistar… para ello haré un descuento al fondo de ahorros,
será una suma importante, ¡oh si solo estuvieras aquí, que fácil sería! Llevabas las cuentas con
tanta facilidad, cuánta falta me haces.

En lo concerniente a los dos pequeñines, contrataré una profesora particular, he leído de una
nueva teoría de estimulación temprana, imagino que es una propuesta científica interesante,
según dicen es para adelantar el desarrollo, ¡oh! cómo avanza el tiempo, quisiera saber lo que
tú piensas a este respecto, supongo que sigues detestando la modernidad tanto como yo, pero
créeme que cuando se trata de nuestros hijos no hay prejuicio que nos haga retroceder, en esta
batalla me has dejado sola, pero donde quiera que estés te pido que me des una mano. Con esa
sabiduría que te caracteriza.

Te amo.

María.

Al finalizar la lectura de esta carta, miré el reloj que llevaba en la mano y no


podía creer que fueran las diez de la noche, decidí llevarme aquel archivero para
seguir leyendo el contenido en cuanto llegase a mi cuartucho. Todo el trabajo
restante lo dejé pendiente para el siguiente día. Apagué las luces y me fui.
Afuera me dio encuentro el mismo ronco tránsito, los mismos hombres
tristes embotados en terno y adolescentes de colegio desfilando a casa.
Aseguré la puerta con las tres vueltas de llave y esta vez reforcé la cerradura
con el candado nuevo adquirido en la feria de ferreteros. Caminé hacia los barrotes
e hice lo mismo con la reja. Volteé hacia la esquina de los panes, la señora charlaba
con un par de clientes, en ese momento no me pareció pertinente ir a hablar con
ella; sin embargo, más temprano tenía como asunto urgente referirle sobre el señor
Siegner, básicamente para conocer su paradero, o la ciudad donde este residía, o en
último caso hacerme de un número telefónico donde contactarlo, todo esto con el
propósito de aclarar la desaparición de mi maletín. Pero, con la noche encima y a la
luz de las nuevas revelaciones que se me habían presentado por las cartas,
postergué tal propósito.
No había duda de que tales cartas carecían de importancia, a lo sumo eran
objetos que el mismo señor Siegner habría tirado a la basura sin pensarlo. Sin
embargo, habían caído en mis manos, ahora al encontrarse en mi poder, estaban
transgrediendo en silencio la iniciativa comercial en el que me había embarcado al
alquilar el condominio. Al mismo tiempo me obligaba a comparecer de alguna
manera ante mi propia historia. Estaba frente a una historia de amor, promulgada
por el imperecedero recuerdo de un muerto, y yo mantenía fresca la partida de
Susy, aquella convergencia de historias inconclusas se estaba apoderando
peligrosamente en mi interior. Y en vez de rechazarla, me aferré para conservarla,
como alguien que esconde algo ilícitamente conseguido
Llegué a mi feo cuartucho pasadas las once de la noche, la señora Doménica
ya se había acostado. Fui al fregadero, me lavé la cara, lavé también la mugre de mi
mano. Y me adentré en la habitación. Estaba enormemente cansado, imposible que
me pusiera a leer, pero tal era la inquietud que me removía que volqué hacia las
cartas una obsesión insana por descubrir lo que deparaban sus líneas. Sin embargo,
esta vez me dejé llevar por aquella perversa hilaridad de la intriga, en ese sentido
seleccioné las cartas por la importancia. La cuarta, quinta y sexta página relataban
hechos verdaderamente relacionados con las anteriores páginas. La novedad de la
plaga en el fundo continuaba, los pedidos a Europa se habían encargado a un
almacén de importación de dudosa monta, la señora Siegner sospechaba que nunca
llegarían los instrumentos ni las obras clásicas, pero los consejos del tío Eduardo
debieron ser decisivos, al menos así lo consideraba ella sin la necesidad de decirlo
expresamente. Tanto como estas páginas, dejo de mencionar las páginas siete, ocho
o nueve, con ellas definitivamente dejo pasar ocho o nueve meses, pero debo
aclarar que las lecturas fueron cobrando una importancia sustancial a pesar de ellas.
La carta que presento a continuación es de ocho meses después. No tiene fecha
alguna excepto por una anotación marginal, que todas las cartas llevaban al pie.

Ayer fue el cumpleaños de Fernando, sus compañeros del colegio han querido venir, y vinieron
acompañados de la instructora que resultó llamándose Martha. En primer momento fueron al
campo, luego a un comedor campestre; los gastos fueron cubiertos por la junta de padres, no sé
cómo puede la junta de padres hacerse cargo de algo tan superfluo, pero la instructora dijo que
no había inconveniente. Tal parece que la maestra no entendió mi protesta, si sólo supiera que
Fernando tiene todo en casa no hubiera sido necesario que se usen los gastos de la junta de
padres. Pero, en fin, por la tarde los niños visitaron la casa, jugaron a los regalos secretos, todo
estuvo divertido, algunos niños quedaron maravillados al ver nuestra casa.

Alguien le preguntó a Fernando ¿dónde trabaja tu papá? y este dijo que trabajabas en el
banco de la ciudad, pero el otro insistió, ¿y qué hace tu papá en ese banco?, es el jefe de todos
dijo éste orgullosamente. Hubo otra niña que al ver la máquina de cuentas que tenemos
guardada en la sala dijo que no podía ser verdad eso de que trabajes como jefe de todos… Uno
siempre queda maravillado de la inocencia de los niños, nadie dijo que te habías muerto, es
más que seguro que tampoco Fernando está pendiente últimamente de esto.

Con respecto al fundo, las circunstancias me obligan a cambiar de estrategia, sembraremos


productos que tengan menor riesgo; es una pena que se haya echado a perder las uvas, con los
años que nos ha costado esperar para que den fruto, pero el problema es inevitable, la plaga se
mantiene, la industria local de vinos ha quebrado, ahora pretenden dedicarse al comercio de
importación, sostienen que es mejor traer desde afuera, no imagino la calidad de esos licores,
pero supongo que son malos, una vez trajiste uno de esos, y recuerdo muy bien que no se
comparaba con los nuestros.

Después de esta carta pasé al veinticinco de noviembre de 1978, llegué a esta


carta saltándome algunas muchas, basándome en el estado físico de algunas que
por la humedad estaban unidas entre sí, o porque otras presentaban una caligrafía
ilegible y engorrosa, como si al momento de escribirlas no se tuviera en cuenta al
lector, de todas formas no se podía tener en cuenta al lector, aquellas cartas estaban
escritas para que nadie más las leyese, estaban orientadas a un ser inanimado de
infinito significado. Una seguidilla de postales al más allá.
Esta carta además de las razones que puse anteriormente, lo tuve por
importante, porque antes de esa fecha se produjo cambios decisivos en el ámbito de
la nación. Un gobierno militar se hizo cargo del país, lo sabía por fuentes históricas,
esto recayó al mando de un general, que puso de vuelta la nación. En la carta se
avizoraba un gobierno tirano y populista. Es conocido en la historia que los
gobiernos de este género promueven al inicio un momento de efervescencia, por la
imagen del gobierno reducida a un solo hombre, esa primitiva idea, tan insalubre
como la religión, siempre será el germen de nuestros desengaños. En ese sentido
aquel periodo estaba retratado con dolorosa fidelidad.

Jueves, veinticinco de noviembre de 1975.

Vivimos tiempos tristes, tengo una impotencia que corroe mi corazón. Mi padre tenía razón,
“un solo hombre en el poder será siempre el causante de todos los males”. Temo que ahora
estemos viviendo aquello, un hombre ha usurpado los estatutos del país. El nuevo gobierno
estará a cargo de un generalillo que amenaza desbaratar el orden actual, contagiando a todos
la falsa idea de un nuevo orden, sin propiedad y con los propietarios en el exilio.

El tío Eduardo ha hablado conmigo por teléfono y me ha dicho que este es el fin, las medidas
que se den en los próximos días serán cruciales, la mayoría piensa como él, que ese general no
está bromeando, de que va a poner en marcha sus torcidos proyectos, llevando discursos y
demagogia al pueblo. Muchos de nosotros prefieren verse muertos antes de darle gusto, pero los
discursos se desbordan y hacen efecto en las calles.

El tío Eduardo ha despedido a sus trabajadores, por temor a un motín, hay noticias que en el
norte del país se amotinan los trabajadores, es terrible, se habla de asesinatos; por ello ahora el
tío ha preferido mantener solo al capataz. Tiene pensado vender parte de sus propiedades para
no perderlo todo, sin embargo, ¿quién podría comprar tierras en estas situaciones? Tan
peligroso se ha vuelto tener tierras que en lo personal aún no sé qué hacer, tal vez es
conveniente esperar, pero ante las alarmantes noticias, la desesperación me vence.
Lo que hice es hablar con el capataz, me ha referido que continuamente estuvo trabajando con
cien hombres a los que nunca se les dejó de remunerar, no tienen de qué quejarse dijo, la
lealtad de aquel capataz es conmovedora. Pero las acciones que están tomando los sindicatos
respaldados por el gobierno es aterrador, no me sorprendería que tanta lealtad se vea
desplazada por las amenazas y que nuestras tierras caigan en manos de bandidos o gente
salvaje; de modo que te diré ahora lo que pienso: conservaré nuestras tierras, sacrificando parte
de ellas, este sacrificio será completamente legal, evitaré que nuestros trabajadores se alíen con
el gobierno. Para esto he diseñado el siguiente plan.

Haré una verificación registral de las cuatrocientas hectáreas del fundo, luego me reuniré con
el municipio para firmar un convenio de cooperación. La actual gestión no pertenece a
ninguna clase política, por lo tanto es de suponer que me aceptarán, en ella cederé, bajo un
laudo arbitral, doscientas hectáreas a los trabajadores del fundo; para esto, previamente
formaré una organización de trabajo cooperativista con todos nuestros empleados. Un círculo
humano que pueda emprender una empresa bajo la supervisión de un ente estatal, y es para
esto que quiero involucrar al municipio.

Es una propuesta que tiene más riesgos que ventajas, pero es la única idea que ronda mi
cabeza por estos días. De lo contrario, toda la propiedad será ocupada por trabajadores ajenos
que nada tienen que ver con nosotros. Las doscientas hectáreas restantes serán para el futuro
de nuestros hijos.

Perdóname si este plan no funciona, pero me has dejado sola en esta tarea y te juro que es lo
mejor que puedo.

Te amo.

La carta, por el asunto vertido en ella, no estaba terminada, pero como en


todas las demás ponía “te amo”, supuse que se había cortado esperando futuras
novedades. De todos modos, la siguiente carta podría tener el desenlace, entonces
volteé la página y me concentré en la siguiente cuya fecha estaba postreramente
enumerada como la anterior.

Ha sido terrible, el tío Eduardo ha fallecido, un paro cardiaco le vino cuando se enteró de que
sería expropiado de sus tierras. Son días tristísimos, el gobierno asalta las fábricas, las
petroleras, los bancos, aduce estar haciendo justicia, pero lo único que hace es una marejada
de entusiasmo fugaz, ha entregado las grandes propiedades a los trabajadores y estos ahora se
han dado al vicio, muchos de estos se disputan como verdaderos animales lo que en algún
momento fue su centro de trabajo. Algunos propietarios han optado por quitarse la vida, no
hay nada descorazonador que ver el producto de tu esfuerzo caer en manos de vándalos
delincuentes.

Muerto el tío Eduardo no me queda más remedio que la resignación. Por otro lado mi plan no
ha funcionado del todo, pero tampoco ha fracasado.

La entrega de las doscientas hectáreas a nuestros empleados se hizo dos hectáreas por cada
uno, no sin antes formar la cooperativa, acuerdo que no pudo haber salido adelante si no fuera
por la mediación del capataz, este hombre por poco vende su pellejo para sostener mi
propuesta hasta el final. Fue accidentado, pero salí victoriosa, lo que no ha funcionado es el
trámite con la alcaldía, hay tanta burocracia allá que me fue imposible convencerles de mi
proyecto, dicen que no es legal, yo pienso que le temen al gobierno de turno, son como ratas,
cada vez más quedo convencida de que la política y el poder son lo mismo y que se sirven de lo
más miserable de la especie humana.

No insistí, porque me dijeron que definitivamente se va a expropiar a todos los propietarios


que tengan más de dos hectáreas en su haber, por lo que he tenido que hacerme de otro plan
para las doscientas hectáreas restantes, siempre acudiendo al municipio, puesto que es la única
institución estatal autorizada para mantener propiedades. He concertado como donativo cien
hectáreas creo que es el octavo donativo, y las otras cien hectáreas en calidad de préstamo, sin
usufructo; sólo para proyectos agrícolas, me encargaré de que esto se cumpla, es un préstamo
por cinco años, les dije que lo tomaran como un gesto cívico. De modo que ahora sólo nos
quedan legalmente cien hectáreas que nos serán devueltas en cinco años. Cuando todo pase,
espero que en ese tiempo todo haya concluido.

En cuanto al tío Eduardo, ahora tengo que acompañar a la viuda que se encuentra también
mal de salud. Sus pequeños hijos han quedado descompensados por la muerte de su padre.
Qué será de ellos cuando la madre también parta, temo que tendré que hacerme cargo de ellos,
no tienen a nadie, nunca hubiéramos imaginado este fin para el tío Eduardo. El mundo es
cruel, muy cruel.

El reloj marcó las doce de la noche, afuera no se escuchaba más que el denso
correr del viento y el crujir de los viejos árboles del pasaje Los Geranios, adentro en
la casa, la señora Doménica roncaba en un sueño feliz, mientras sus gatos hacían lo
mismo en un rincón del patio. No se escuchaba nada más aparte de esto, ni un solo
ruido de motor, es como si de un momento a otro la ciudad se hubiese acabado
para siempre.
En otra situación me hubiera metido a la cama, pero la inquietud que se
gestaba en mi interior era demasiado poderosa como para darme al abandono. Por
lo que proseguí con la lectura, previamente me advertí que aquella sería la última
por esa noche, de lo contrario la diana siguiente sería un problema, porque
acostumbraba dormir temprano, para levantarme temprano.

Martes, veintisiete de noviembre de 1978.

La situación no mejora, me atrevería a decir que está peor. Los almacenes han subido el precio
de los alimentos, no hay cómo paliar aquello, tampoco hay una explicación lógica a esto.
Hemos entrado a la etapa de los almacenes, las grandes empresas se han vuelto almacenes, la
gente ahora invierte en almacenes. Y todos estos no hacen más que acaparar, desplazando la
pequeñas distribuidoras que vendían productos basados en una legislación de mercado, en
cambio estos almacenes no se rigen por otra cosa que la desesperación del necesitado, no les
importa que el producto se venda o no, les importa ganar dinero y no hay nada mejor para
ellos como las especulaciones que lanza el gobierno. Su nefasta política de abolir los grandes
capitales es esto. El caos en su máxima expresión.

En cuanto a nosotros, Fernando tiene buen desempeño en el colegio, Luis en cambio tiene
inclinaciones al deporte, y Aldo ha congeniado estupendamente con su profesora de
estimulación. La profesora es una señorita de veinte años, ha hecho una brillante carrera
pedagógica en otro país, lo triste en ella es que no tiene madre, según dice la ha perdido a
causa de una enfermedad incurable. Su padre en cambio es militar. Cualquiera sea el caso,
tiene un carácter de ángel, y tiene una paciencia infinita con los niños; su desempeño me da
tanta seguridad que últimamente he decidido dejar al niño con ella, para poder ocuparme de
nuestros asuntos que no son pocos.

Matilde sufre de un desengaño, el novio le ha dejado con una cuantiosa deuda, no me extraña
que ese farsante estuviera viviendo con Matilde y una amante a escondidas. Su padre, el señor
Hermenegildo, le ha puesto precio a la cabeza de ese rufián, dice que ha mancillado el apellido
de su familia y lo ha dicho públicamente. En todas las grandes familias de la ciudad se corre
la voz de que don Hermenegildo tiene listo un mosquete para descargarlo sobre el miserable.
Matilde no hace más que llorar, imagínate, es su segundo fracaso de concubinato; el primero
le salió un haragán, pues el último le salió ladrón. Si estuvieras aquí, el señor Hermenegildo
ya te hubiese arrastrado a su locura, siempre dijo que eras su mejor amigo, que después que te
has muerto nunca más fue el mismo. Si antes Matilde solía decir que nuestra familia era la
familia que don Hermenegildo quiso tener, ahora no lo dice, viene a llorar a la casa, y yo no
hago más que consolarla como a una hermana. Creo que no ha nacido para el amor.

Te amo.

María.

Después de leer esta carta, me fui a la cama. El pensamiento, sin embargo,


no me dejó dormir sino hasta una hora después, era presa de una sensación de
derrota, como si aquellas cartas hubieran perturbado la sana disposición de los días
anteriores; la imaginación es uno de los males contra el que no he querido batallar
nunca, pero a la hora de enfrentarme a ella, siempre perdía.
Dormí muy mal, soñé con Susy vestida de traje azul, contemplábamos una
ciudad como dos niños, una enorme ciudad sembrada de rascacielos, autos y una
vía de tren cruzándola de lado a lado. Susy me dijo dónde están los doce pinos, los
pájaros, los cultivos, las peñas, los ríos, las peñas que se interponen a los ríos, la
soledad de los ancianos, la orfandad de los niños y aquella laboriosidad silvestre de
sus hombres… que me prometiste. Dije que ahí estaban, aquí en este mismo sitio
donde ahora están los rascacielos, señalé un río que bajaba por algún lado.
También señalé árboles raquíticos plantados en parques en medio del cemento.
Susy volteó y me acusó con la mirada, entonces supe que estaba muerta, que no
debió estar ahí. Vencido por el espanto corrí de prisa como un venado entre recios
pinos, entre pájaros hambrientos, entre peñas, entre espumosos ríos, entre viejas
huertas, entre miradas huérfanas y hombres silenciosos arando la tierra. Huí, huí,
Susy me persiguió hasta el final de un camino, un camino que terminaba en un lago
rojo y poco profundo. Miré atrás y la que me seguía ya no era Susy, era Luz
moviendo su feminidad entre lentejuelas, zapatos de taco, el cabello enredado, al
tiempo que decía “era broma, era broma”, pero al darme alcance me besó con la
fría ternura de aquellos valles, nos besamos cuando el cielo cambió de color, y nos
seguimos besando cuando caímos al fango rojo a las orillas del lago, cuando la
arranqué el vestido de recamas, cuando tomé sus piernas de rojo sangre, cuando
tomó la postura de un ángel presuntuoso antes de darse al cielo, cuando tomé sus
senos, cuando se enderezó con la fuerza de una yegua agonizando de placer. Nos
besamos hasta que agotamos el aire, hasta que nuestros cuerpos se fueron
reduciendo en carne y hueso. Entonces lloré, lloré como un niño que ha cometido
una travesura imperdonable, mi llanto me encegueció, exento de mirada me
arrastré en el rojo lodo, escuchando a Luz, “es mentira, es mentira”, seguí llorando
por un tiempo indeterminado y seguí escuchando a Luz decirme que es mentira,
que mi vida era una mentira, por consiguiente lloré aún más. Hasta que una mano
se posó en mis ojos, una huesuda mano de largos dedos, cuando el llanto acabó me
descubrí en aquella casa de tres ambientes, en el ala izquierda, una mujer me
miraba desde el otro lado de la mesa, una mujer delgada y fría. Entonces grité de
dolor y espanto. Corrí como el demonio por todo ese ambiente, buscando una
salida, pero no encontré más que las rejas….
Desperté a las siete de la mañana gracias a la bulla en la cocina. La señora
Doménica cocinaba para sus gatos, cuando notó mis pasos por el pasillo hacia la
letrina, preguntó.
–¿Eres tú?
–Sí.
Al escuchar la respuesta, salió de la cocina y asomó al pasillo sorprendida.
–Creí que habías madrugado como ayer...
–No, llegué tarde, y hoy no tengo ganas de hacer nada.
–¿Y qué harás?
–De todos modos iré a terminar lo que estuve haciendo ayer.
–¿Y qué estuviste haciendo ayer?
–Pintar y limpiar.
La señora me miró con sospecha y una inquietud alarmante.
–¿Te sucede algo?
–Nada, ¿por qué?
–Te veo diferente –dijo, dio un suspiro, cambió la dirección de la mirada y
acotó–, siento como si estuvieras enfermo.
Por supuesto me negué, y fui directo a la letrina. Cuando regresé, la señora
me ofreció pan rosquilla con café, pero no tenía ganas de comer, el proyecto, la
pesadilla y las cartas me habían hundido en el desgano.
–Si te encuentras enfermo, no deberías trabajar– dijo antes de despedirme. Y
me fui sin responder.

CUATRO

Salí al pasaje de Los Geranios, me encontré con una cálida mañana


remozada por los vientos del sur. La brisa barría el pasaje y en diversas direcciones
no se veían más que autos de prisa compitiendo con la sonora paciencia de un
tráfico ensordecedor. Las madres habían vuelto del mercado para seguir fregando
los cimientos del hogar. Obreros y empleados de la más baja calificación
marchaban hacia las grandes edificaciones, todos distraídos, con el abatimiento de
un soldado desarmado, y algunos pocos enternados hombres acudían con
mesurado optimismo a las oficinas del centro.
Era sábado, en el orden que llevo de esos días figura como el tercer día desde
que alquilé la casa de los barrotes. Un día hecho para el descanso y para el
esparcimiento sano de las familias. Sábado también concedido para personas que
han optado una vida moral vigilada por Dios, éstas se encaminan a predicar
evangelios en concurridas iglesias, por último no quiero dejar de lado los eventos
suburbanos que se anuncian en sendos letreros, invitando a los no religiosos y a los
que no poseen familia, a asistir a las francachelas.
Cuando vi a un señor apostado en una escalera muy cerca donde empezaba
los barrotes de la casa Siegner, deduje inmediatamente que se trataría de un
publicista no religioso y sin familia pegando avisos para las francachelas. Sin
embargo, no podía ser dado que había visto aquel mismo hombre un día o dos días
antes con una frecuencia que no recordaba con exactitud, presumiblemente lo
habría visto una sola vez pero me bastaba para tener la conjetura de haberlo visto, y
era imposible que estuviera pegando afiches.
–Ah es usted– dijo al verme llegar.
Tenía el rostro poblado de arrugas y un lunar grosero en el pómulo derecho,
a pesar de esto despertaba alguna infundada simpatía a primera vista. De cerca
advertí que la escalera no estaba precisamente apoyado en la pared vecina, sino en
la barandilla de los barrotes donde empezaba la casa Siegner.
El hombre se bajó con tranquilidad, sacudió sus manos y me estrechó la
diestra al tiempo que me decía:
–¿Si no es usted, quien es el que está adentro?
Sus palabras terminaron lentamente, pero ya había despertado el efecto de
una mala noticia dada por un inexperto locutor de radio. Miré los barrotes y
caminé desconcertado hacia el interior de la casa, el hombre me siguió, arrastrando
la escalera, estreché la pértiga de la reja que hace de entrada al pequeño jardín y
caminé incrédulo a la puerta, siempre seguido por el hombrecillo refiriéndome sus
impresiones.
–Qué tonto, pensé que no había abertura por ningún lado– dijo al ver la
facilidad con que abrí la rejilla.
La puerta de madera yacía entreabierta, la manilla colgaba en un desolado
clavo junto con el candado, como un péndulo al viento.
–Será mejor que avise a la policía– dijo el hombre a mis espaldas.
El mismo temor del día anterior (cuando creí ver la luz encendida) renació
en mis entrañas, un temor sembrado con la rudeza de un pasado sombrío, por el
maletín desparecido, y el mismo terror que se resistía a aceptar que ocurriesen
designios sobrenaturales. Me serené un poco.
–Espere señor...
–Montes– dijo éste secamente.
–Señor montes, prefiero hacerme cargo de este asunto, debió ser el señor
Siegner naturalmente, en ese caso llamaré por teléfono. –Argumenté como un
forastero opinando sobre algo que apenas conoce.
El hombrecillo apoyó su escalera en una de las paredes que nacía del suelo
estéril, y se repasó el cabello.
–Anoche mi mujer dice haber escuchado un ruido extraño, pero no pudo
presenciar nada anormal– señaló.
Una embarazosa desazón me envolvía ahora con respecto a aquel hombre,
me arrepentí del cortés encuentro de hace instantes y preferí verlo lejos, donde su
voz se apagara para siempre, pero continuó.
–Por la mañana salí a dar una vuelta y me percaté de la puerta, mi mujer
dijo que alguien sino un ladrón ha entrado sin licencia, quise abrir la reja pero no
hubo modo, por lo que traje la escalera para… espero que no se hayan llevado
nada– terminó ante mi incomodidad, luego sin dejar de murmurar se calzó la
escalera al hombro y salió por la rejilla.
Esperé hasta que desapareciera, luego empujé la puerta, la manilla saltó
produciendo un sonido agudo como los que producen las joyas de plata al dar entre
sí. La puerta había sido forzada con una discreción profesional, se veía una sola
abolladura resaltada, una huella de fierro, y el seguro interior arrancado. Desde
afuera era difícil distinguir entre una puerta violentamente abierta y una abierta a
llave. La distinción para el hombrecillo, sin embargo, se apoyaba en el ruido; desde
ese punto, era clarísimo que la puerta estaba vilmente asaltada.
Cerré la puerta a mi espalda e hice un recuento de los objetos que había
dejado el día anterior. Las brochas bañadas de pintura seguían expuestas en el
mismo sitio, los alambres, clavos y cables depositados en el cubo de agua, tal como
los dejé junto con la escoba y los trapos del fregadero, arrinconados en una esquina
del ambiente principal. Definitivamente, ninguno de estos objetos hubiera
despertado la mínima ambición en un delincuente experimentado. De modo que
afiné mis pasos hacia el ambiente del ala izquierda, empujé la compacta cerradura
de madera y lo único que hallé es la exacta distribución de todo el ornato en el
mismo sitio, encendí las infinitas luces de la lámpara y di una vuelta entera a la
mesa tratando de encontrar alguna evidencia humana, pero no había nada
sospechoso, la quietud del ambiente sumado a las claras ventanas descubriendo los
rincones me inyectó de un pavor desconocido.
Salí del condominio como impulsado por un resorte.
Esperaba encontrar los ambientes vacíos, burlados por la mano ruin de
algún delincuente despiadado, de ser así mi reacción habría sido otra, un robo
justificaba la puerta violentada, justificaba además la maleta del día anterior, y me
devolvía los temores naturales que tiene uno de perder lo que tiene, sin embargo la
situación era totalmente diferente, inexplicable en sumo grado, y por alguna razón
estaba tomando rasgos de un imperioso episodio sobrenatural.
Caminé sin destino fijo por el polvoriento espacio del “jardín”, salí hacia la
calle, me quedé quieto de espalda a los barrotes, como alguien que espera un
tiempo mejor para partir. Al frente de la casa vecina, el hombrecillo de la escalera
barría el sardinel, depositaba la basura donde termina la vereda, generando un
polvillo que se arremolinó en el viento y fue a parar tras los barrotes de la casa
Siegner, el hombrecillo me miró de reojo, quizá si no me hubiese visto, la basura
habría terminado en el recogedor que tenía a un costado, pero al verme, arrastró
presuntuosamente la escoba para ver lo que sucedía.
No tenía en mente lo que debía hacer, si ir a la dependencia policial o
esperar lo que ocurriese en las próximas horas (esperar lo que ocurriese la siguiente
noche), lo primero distaba de una decisión razonable, ¿qué diría?, ¿cuál sería el
motivo?, ¿fundamento? Y lo más importante, ¿si aquello representaba indisciplina?
No lo sabía, puede que una indisciplina sea volver a cometer lo cometido o regirse
por conductas no contempladas en las cláusulas adscritas en el régimen que la
justicia me había impuesto. “Ah un robo”, dirían, “¿y qué le han robado?”, “¿la
puerta violentada?”, “¿sospecha de alguien?”, “¿tiene usted enemigos?”, “¿ha
tenido problemas con la justicia en algún momento?”… Preguntas cuyas respuestas
me condenarían sin excepción, por lo tanto me acribillarían con “ah, bueno usted
estuvo implicado en dos muertes anteriormente…” y ahí terminarían mis
argumentos.
De modo que la segunda posibilidad, era la más apropiada. Esta consistía de
dos partes, la primera, esperar lo que ocurriese en las próximas tres, cuatro, cinco o
seis horas. Llegada la noche, me afincaría en uno de los salones para hacer guardia
esperando cualquier acontecimiento. Dentro de estos posibles acontecimientos
consideraba la posible e insólita maniobra de algún familiar de la occisa Siegner,
uno nunca sabe de lo que puede ser capaz una persona dominada por la ambición;
en ese sentido, todo aquello no tendría otra motivación que atemorizarme a
expensas de abandonar el condominio. Otra posibilidad muy remota era la
presencia del señor Siegner heredero o uno de sus hermanos que no tendrían otro
fin que quedarse a descansar, particularmente esto último era más bien una excusa
con la que quería vencer mis temores a una tercera posibilidad, una posibilidad
infra-natural que desde luego jamás se daría, no hay nada mejor como pretextarse
falsamente para aplastar los miedos.
A pesar de todo, necesitaba contarle a alguien todo lo sucedido, en ese
mismo instante no tenía a quien, el hombre de las escaleras iba en lo suyo, ¿la
señora de los panes?… no, no me expondría a sus acusaciones, ¿la señora
Doménica?, desde luego, era la única persona en quien podía confiar con soltura.
Además, era la persona indicada por la ley, digamos una precursora y testigo del
futuro que iba a emprender.
Acomodé los clavos vencidos de la aldaba donde pendía el candado e hice lo
mismo con la cerradura de los barrotes que no tenía ningún signo de violencia.
Sumido en profundas reflexiones regresé al pasaje Los Geranios. Encontré a
la señora Doménica en un estado de enferma disposición, sacudía sus sábanas a la
intemperie, sus gatos maullaban con un frenesí ensordecedor, como si quisieran
impedir que la señora botase todo el polvo de sus sábanas, la saludé entre
maullidos.
–Esta casa anda mal– la escuché decir.
Vestía una falda de tela florida que apenas llegaba a cubrir sus pantorrillas
llenas de varices, se había calzado una sudadera de recortadas mangas que le cubría
sus senos muertos y llegaba hasta el sudoroso cuello.
–Anoche soñé con un velorio aquí– dijo señalando los sillones de la sala, y
apostando una de sus manos a las anchas facciones de su cara asediada por
encanecidos pelos. Continuó.
–Hace un momento fui donde la señora del hotel.
La señora del hotel era una adivina errante que por una causa del destino se
había quedado a vivir en aquella ciudad y por supuesto había dejado de vivir en un
hotel, ahora atendía a las supersticiosas clientes en un solar no lejos del centro de la
ciudad, sin embargo para la señora Doménica siguió siendo la señora del hotel, la
visitaba siempre que tenía un presagio sea bueno o malo, es de suponer que se haya
enterado lo de su marido por esta adivina, probablemente le haya dicho también
que se iba a morir antes que se muriera, de modo que desde aquel momento era
imposible que la señora del hotel se equivocara en algo relacionado con los malos
espíritus.
La dejé hablar.
–Me dijo que una mujer te visitaba en esta casa… no sé cómo pudiste hacer
eso.
Me senté en uno de sus sillones y mis intenciones para confesarle todo lo
que estaba sucediendo en la casa Siegner se disiparon, su requerimiento me tomó
por sorpresa, nunca pensé que llegara a ese tipo de verdades por culpa de una
adivina, una revelación, por otro lado, que no tenía nada de sorprendente, porque
se enteró de mi relación con Susy el día que la policía allanó el domicilio. No
contesté su pregunta, pero ella continuo reprochándome.
–Dios sabe qué vida habrá tenido, pero la señora afirma que su alma pena en
esta casa– acotó.
Sus ademanes recurrentes, su brilloso rostro, y aquella pesadez con la que
balanceaba su enorme cuerpo, recobraron la abominable sensación de encontrarme
entre muertos, la señora Doménica me parecía una muerta, extinguiendo su cuerpo
sin vida entre maullidos ininteligibles y la lenta sinfonía de sus propias palabras.
–No quisiera hablar sobre ella, ya tengo bastante con que esté muerta.– Me
defendí desviando la charla al silencio, y poniéndome de pie.
–En un momento tendré todo listo…– dijo.
No entendí esto último, la señora prosiguió.
–Pues la basura, quemaré la basura…. y por favor, saca todo lo que tengas
de ella.
–No tengo nada de ella…
Me eché sobre la cama y dormí un par de horas. Cuando desperté, los gatos
habían dejado de maullar, supuse que la señora habría terminado de quemar todo.
Me poseía un ánimo estancado y ello me incitaba a beber, deduje que sería peor
darme a la bebida, pero no tenía ningún motivo para evitarla, aquello era una
pesadilla, mi proyecto sin rumbo concreto amenazado por circunstancias
inexplicables, la puerta violentada, las oscuras manifestaciones de la señora
Doménica y el recuerdo latente de las cartas, me tenía clavado como una espina en
la vértebra.
Miré el archivero que se encontraba sobre el mueble de gavetas, paseé mis
ojos confusamente en las decenas de pliegos deshechos, reparé en la legibilidad de
una carta y me concentré en ella. Tenía fechado febrero de mil novecientos noventa
y nueve al pie de la página.

Estoy vieja y cansada, el problema de las tierras ocupa mis días. El alcalde dice que ya no se
puede resolver en la jurisdicción del municipio, que probablemente lo remitan a la corte de la
judicial, una desconsideración total, ¿cómo puede ser posible que una entidad pública eleve al
fuero judicial un caso declarado como préstamo? El alcalde no pudo responder con propiedad,
aduce que tratándose de un terreno de extensión considerable “donado” hace más de veinte
años ha pasado hoy a ser considerado como propiedad del municipio. En eso estoy
completamente de acuerdo, el donativo se hizo y el Estado tiene todo el derecho sobre él, pero
la otra parte del acuerdo nunca fue donativo. Existe sobre el particular un documento que
hace las debidas aclaraciones, cien hectáreas como donativo, y las otras cien como préstamo,
en beneficio también del municipio. Al parecer malinterpretaron estas diferencias con
“aporte”, e insistí que esa malinterpretación no puede ser judicializada. Pero el alcalde se
opuso, dijo que basando el caso en las leyes actuales, no se podía desglosar el “aporte” en
“donativo” y “préstamo”, no hay lugar en la nueva legislación de propiedad horizontal, de
modo que favorece al que la posee en ese momento.

No sabes cuánta impunidad se ve en los ojos del alcalde, me contuve para no llorar, ¿es posible
que al final se queden con todo?, regresé a la casa pasado el mediodía y no quería sino
olvidarme por completo del episodio de la mañana en el municipio.
Por la tarde visité a un abogado, de apellido Roncales, un hombre muy joven, dice ser sobrino
de don Hermenegildo, ¡vaya uno a saber si eso es verdad!, me hubiera gustado preguntarle a
Matilde si es cierto lo que dice ese hombre pero hace mucho que no la veo, lo último que supe
de ella es que se había casado con un viejo acaudalado. El caso es que este señor Roncales me
atendió muy amabilísimo, dijo que la alcaldía estaba cometiendo un delito al querer
mantener con impunidad los aportes que yo hice como propiedades exclusivas del municipio,
“¿pero si usted ha donado más que nadie a esta ciudad?”, me dijo, “y más allá del vacío
jurídico con respecto al préstamo, se deberá discutir también los donativos que usted ha hecho
en beneficio de la ciudad. De otro modo no nos quedará más que acudir a la sociedad civil, y
no habrá un solo hombre en esta ciudad que no quiera ponerle su nombre y firma a una causa
tan justa como la suya señora Siegner. Déjelo en mis manos, les daremos una última
oportunidad al alcalde y a sus asesores para que se retracten.”
Salí de aquel despacho muy reconfortada, quizá al final encuentre la justicia en un anónimo
jovencito… no lo sé.

Esta última carta carecía del dramatismo de los primeros escritos, la


tonalidad era menos apasionada. Para un lector entusiasta, que gusta de textos
verticalmente estimulantes, estaba cayendo sin duda en la aburrida causa de los
textos de instrucción. A pesar de todo mantenía una línea incandescente en la
narración.
Quise ocuparme de una siguiente página que gozaba de buena salud. Estaba
fechada el treinta de septiembre de mil novecientos noventa y nueve.

He contado los amaneceres como una niña, la luz siempre entra por la ventana derecha, da un
penoso recorrido por toda la habitación y se pierde en la otra ventana. He visto tantas veces el
mismo recorrido que me he aprendido a medir la hora en las losetas del piso. Pienso que el día
en que voy a morir, las ventanas se apagarán y mi cuerpo quedará tendido como una bolsa de
máquina sin repuesto; cuando esto suceda quisiera que mis hijos estén presentes aunque temo
y siento que no será así. Han pasado veinte años desde que se fueron yendo uno a uno, y a mí
desde entonces me ha perseguido la soledad como una enfermedad. La casa se fue cayendo
como un castillo de naipes, nuestras cosas se han ido descomponiendo con una velocidad
sorprendente. He visto partir a hermanos, vecinos… tanta gente, que no me sorprendería ser
la única viva de toda aquella generación.

Quizá me reproches, debería estar feliz. El doctor Roncales ha traído buenas noticias, la
alcaldía no se saldrá con la suya, el caso se resolverá en un referéndum, el dictamen se formuló
en la corte suprema regional, además de ello el abogado ha logrado recaudar diez mil firmas.
“Será una victoria, tendrán que devolverle sus tierras”, me dijo. Pero qué puede ser victoria, a
mi edad da lo mismo ganar o perder. He envejecido, mis huesos ya no son los de antes, tengo
dolores insoportables de cabeza que siento que me va explotar, no tengo apetito, y siento tanta
soledad…

El capataz ha traído algunas infusiones para los dolores de cabeza, luego me ha llevado a una
adivina para que me pronosticaran la salud, es una tontería eso de adivinar la salud. La
mujer que nos atendió puso en mi mano una moneda de plata y me la apretó al pecho,
dándome al mismo tiempo severas palmadas en la espalda, no sé lo que haya pretendido, pero
ahora también me duele la espalda, por ello tuve una seria discusión con el capataz. Pero el
hombre es tan noble que no me cabe duda que lo haya hecho realmente pensando en mi
bienestar, nunca dice nada para contrariarme, siempre está a mi lado con su pétrea mirada,
su lánguida respiración y sus modales taciturnos, dispuesto a todo para complacerme, una vez
le dije que podía hacer lo que quisiese, que cuando yo muera será libre, ya no será “el
capataz”, tendrá nombre y apellido, nunca más le servirá a nadie, al escucharme agachó la
cabeza y se quedó mirando el suelo como un borrico lastimado, me arrepentí de haberlo dicho,
unas horas más tarde le pedí perdón, sin embargo este me dijo que quería ser maestro, como la
señorita Martha, aquella muchacha que hizo de tutora por unos años a Aldo… ¡qué
disparate!, cuando lo dijo le brillaron los ojos como a un adolescente, es posible que haya
estado enamorado, nunca le vimos una novia, nunca tuvo hijos, ha vivido la mayor parte de
su juventud sirviendo al fundo, y desde que has partido no se ha separado de mí… en fin, el
asunto es que le tuve que reñir por aquella idea de la adivina. Para la próxima elegiré un
médico, no hay mejor remedio para los males que la ciencia.
Cuando empecé a leer las cartas, esperaba una versión mejorada en cada
página, y se puede afirmar que la historia lograba inquietarme, y ello por supuesto
mantenía en vilo el interés por saber qué le ocurriría a la anciana. La actitud que
tomé frente a esto fue el pasivo abandono de un vicioso. Desde mucho antes,
cualquier texto leído con desaforada pasión me desconectaba del mundo, como la
cerveza. Y no hay nada literalmente placentero como la combinación de ambas.
Contemplé los estantes que pensaba trasladar esa mañana. El percance de la
puerta violentada y el impedimento para poner una denuncia sobre ello, me arrojó
aun con más fuerza sobre la lectura, como un mecanismo de defensa contra la
hostilidad del mundo.
El siguiente escrito lo tomé de la página inmediata, sin fecha exacta, con dos
mil como único dato cronológico.

Mañana se realiza un referéndum, las organizaciones de los diferentes barrios han acordado
defender la causa de la familia Siegner. El doctor Roncales, como lo llaman los vecinos ahora,
hace de vocero, es probable que sea elegido en un plazo no muy lejano, representante vecinal
en el municipio, lo cierto es que ahora ha impulsado con eficiencia este referéndum. Me alegra
saber que sea así, aunque no puedo salir en persona a agradecer en público esta iniciativa,
mandaré por escrito un pequeño discurso a la ceremonia, dado que no podré por los motivos
que voy a referirte ahora.

El capataz me llevó al médico ayer, en el hospital de la prefectura fui recibido por el director,
éste derivó mi caso a un médico de especialidad. No conozco a ese señor, pero parece ser atento
y muy eficiente en su trabajo, me ha entrevistado largamente sobre los problemas que me
aquejan, hizo apuntes, luego me tomó algunas muestras de sangre y orina. Con lo vieja que
me veo no puedo esperar resultados buenos. El médico dice que aún tengo mucho por vivir, y
que los análisis sea cual fueren los resultados no harán más que confirmar mi vitalidad; ¡oh!,
detesto la mediocridad de los médicos, prefiero que me digan que la edad no tiene cura, y la
muerte es el mejor remedio para la vejez. Supongo que los médicos no están capacitados para
dar estas charlas… de todos modos me dijo que mañana tendré que volver a recoger los
resultados, a esto pregunté que si es posible que fuera el capataz a recogerlos puesto que tengo
un referéndum al cual asistir. Oh no, me dijo, deberá venir usted misma, será un momento,
luego podrá asistir sobradamente al referéndum para celebrar su triunfo… naturalmente todos
le darán la razón, el pueblo siempre tiene razón y debe usted considerarse afortunada por
contar con ello, terminó el doctor.

No iré al referéndum, tendré que ir a recoger los análisis.

Inmediatamente pasé de página. Una hoja sin fecha, sin anotaciones al pie.
Por el contenido, data claramente del día siguiente.

Me levanté a las seis, desayunamos croquetas con avena. El abogado vino a las siete más
quince acompañado de algunos dirigentes vecinales, pasaron a la sala, y les di mi mayor
agradecimiento por la reunión que se llevaría, el señor Roncales me propuso asistir a la
ceremonia, dije que estaba indispuesta, les confesé que debía ir al hospital de la prefectura a
recoger unos análisis; les entregué un escrito para que se leyese en público. Accedieron
amablemente a mi petición y lamentaron mi salud, después de la media hora se marcharon.

A las ocho partí en un coche público al hospital. El doctor cepillaba unas probetas cuando
llegué, me recibió muy cordialmente, luego me sentó sobre un asiento sin espaldar, dijo que en
cuanto acabaría de cepillar las probetas me atendería de buen gusto. Una enfermera entró y
me hizo firmar algunos documentos de rigor, es para llevar el control, dijo ésta. En cuanto se
hubo marchado, esperé diez largos minutos para que el doctor se desocupara. Cuando entró, se
sacó los guantes, extrajo de una gaveta un folder con mi nombre escrito a mimeógrafo, dio un
suspiro preocupado y se sentó en el sillón detrás del pupitre.

Temo que tengamos un problema de consideración, dijo al tiempo que jugaba con un lápiz de
carbón recientemente afilado, ¿ha estado comiendo con normalidad en estos últimos días?, a
qué viene esa pregunta… contesté, porque recuerdo esa misma pregunta el día anterior, el
doctor prosiguió, definitivamente existe un problema en su salud, merecería darle algunos
detalles para explicárselo mejor, ¿con qué frecuencia va usted al retrete?, tres veces al día,
desde luego, después de cada comida, dije. El médico aguzó sus pestañas. Naturalmente, tiene
usted una rutina saludable, pero debo informarle que ha perdido líquido más de lo debido, por
lo menos al día ha perdido veinte por ciento más líquido que cualquier organismo sano. En
aquella parte cuando escuché cuerpo sano, deduje que no estaba bien. Mire, continuó el
doctor, la calcificación de nuestros huesos depende en gran medida del líquido, el hueso tal
como el tejido muscular tiene mil razones para estar hidratado, caso contrario un leve
movimiento fracturaría los huesos en cientos de pedazos… y si le he preguntado por su
alimentación, es porque necesito encontrar alguna incongruencia entre lo que usted ingiere y
lo que defeca. No respondí inmediatamente, no existía tal incongruencia, ingería tres veces e
iba tres veces al baño, y le hice saber; éste me dijo no esté segura, que la edad es muy voluble
con respecto a la memoria… ¿no lo habrá olvidado?, no, de ninguna manera, dije indignada.
Entonces me entregó aquel folio, al tiempo que me decía: sus huesos se están desintegrando
aceleradamente... hay una sustancia maligna que está provocando eso, y por ahora no
tenemos certeza de lo que exactamente sea… de todos modos se hará todo lo posible para
encontrarle remedio…

Tuve la sensación de que sus probetas estallaban contra mis ojos y un mareo me descompuso,
la habitación giraba como un trompo a mí alrededor, escuché gritos agudos como trompetas,
el capataz había corrido hasta el tópico para reanimarme, sin embargo no recuerdo nada.
Ahora me encuentro en casa.

Recordé mi visita a la casa Francia, el cadáver de la señora varado en una


caja de madero, el médico de pie en una esquina, los tres hijos en lo suyo en un
rincón, y el alcalde… los regidores… ¿Qué hacían estas autoridades en aquel
velorio puesto que algún tiempo antes defendían un referéndum en contra de la
señora Siegner?, ¿es posible que la muerte sea el remedio no sólo para la vejez, sino
para reconciliar a los enemigos? Me lancé angustiado sobre otra página, sin
embargo me di cuenta que el archivero guardaba un solo pliego, no existía otra
página más, había avanzado entre página y página dejando muchas sin leer, pero
estaba ahí al final, me sentí un tanto decepcionado por todas las cartas que había
dejado en camino. Sin más empecé a leerla.

El referéndum se llevó exitosamente a nuestro favor, veinticinco años y por fin se nos devolverá
lo que nos corresponde. No lo podremos disfrutar, tú porque te has ido del modo más extraño y
yo porque cuento mis últimos días… dejaré en un testamento la repartición de los bienes a
nuestros tres hijos. Eso será mi última tarea como madre… no tengo el valor de comunicarles
la noticia, será mejor así, es posible que tú pienses lo mismo, habrá menos sufrimiento, a lo
mucho llorarán uno o dos días frente a mi cadáver, luego volverán a lo suyo, lo que más
quiero es que mi muerte les afecte lo menos posible e intuyo que tienen el terreno preparado
para no sufrir, sólo seremos un recuerdo, un vago recuerdo destinado a desaparecer.

La alcaldía prepara la resolución para devolver las parcelas, encargué los trámites al señor
Roncales, es un hombre de confianza.

El capataz, desde que se ha enterado de la enfermedad que aquejo no se despega de mi alcoba,


se pasa el día sentado como un viejo caprichoso, le dije que se marchara, que no tuviera pena
de mí, pero no hace caso, se pone a leer esos libros pedagógicos que ha conseguido no sé
dónde… el médico ha venido a casa, me ha propuesto seguir un régimen de pastillas para
alargar por unas semanas… quizá unos meses el padecimiento, pero ¿quién quiere vivir?
Sabiendo que uno va a morirse en cualquier momento, es desesperante… por otro lado me ha
llegado una carta de la alcaldía, un escrito de condolencia, lamentan mi enfermedad, y
quieren ponerme un terapeuta para aminorar el dolor… la carta termina con “más allá de
todo, esta institución lamenta lo de su enfermedad, y en nombre de la comunidad agradece
infinitamente sus aportes…”

Estaba fechada el veinticinco de setiembre del dos mil, hace exactamente


once meses, no puede ser, acaso habría tardado tanto en morir… las cartas
terminaban ahí, naturalmente habría muerto, pero no me convencían los hechos
anteriores como el velorio en la casa Francia, aquella breve conversación con el
señor Siegner heredero, luego la ocupación de la vivienda, la desaparición del
maletín, la puerta forzada… y ahora estas últimas cartas empeoraban la
incertidumbre.
Ahora necesitaba con urgencia hablar con alguien, no para comunicarle
abiertamente, solamente hablar. No había tenido este tipo de problemas en la vida,
por lo que nunca tuve la necesidad de hablar con alguien, mi vida fue al azar, sin
compromisos ni ambiciones… y ahora que las circunstancias me imponían una
vida mejor, estaba enredado en aquella situación y por primera vez tuve miedo de
quedarme solo frente al mundo.
Con el archivero entre mis manos, la señora Doménica probablemente
durmiendo la siesta, la única posibilidad de hablar con alguien era salir de allí.
Corría las dos de la tarde, me puse el archivero entre el brazo y rebusqué
algunos billetes que tenía guardados para comprar los muebles… puse, además de
esto, un par de monedas en el bolsillo y salí al pasillo. La ausencia de la señora
Doménica me excitó soberanamente puesto que estaba obrando con un sincretismo
irracional; entré a la cocina, en la mesa había un plato de sopa tapado con una
bolsa. Comí con prisa, luego dejé el plato en el fregadero como un gesto de
agradecimiento.
Salí hacia el callejón de Los Geranios, el perro huérfano me ladró tres veces
a pesar de ello no me siguió, había en la tarde un sol inclemente, una oceánica brisa
inclinaba los árboles. Terminado el pasaje Los Geranios, me acerqué a un teléfono.
Marqué con nerviosismo.
–¿Aló?– dijo una voz de hombre.
–Soy Bernardo –repuse, como alguien que busca desesperadamente esconder
su voz– debo hablar contigo.
El otro me contestó de buen humor
–¿Qué fue de ti?, hace meses te busco… nunca apareciste.
–Debo hablar contigo…– repetí ofuscado.
–¿Quieres que tomemos algo? En ese caso tendré que vestirme– dijo
cordialmente.
–Bastará con que vengas así –dije secamente, luego acoté– te espero en diez
minutos en el bar de la avenida Industrial.
–¿En cuál de ellos?, todas las putas son iguales.
–Uno en el que podamos hacer de clientes verdaderamente nuevos.
–Todas las putas saben de ti.
Tomé un auto cuyo conductor quiso hacerme recordar que los bares en
aquella dirección no abrían sino en tres horas, “abrirán a las siete al menos” dijo.
Pero insistí en que me llevase.
Efectivamente, encontré todas las puertas cerradas, toqué a puño una puerta
de acero que despedía una canción conocida desde el interior. Una puerta bastante
lejos del bar donde Luz me había citado antes de morir y mucho más lejos del bar
donde Susy ejercía de mesera. Una muchacha asomó su cutis blanco desde una
abertura auxiliar, paseó la mirada en rededor mío, como si esperase más de una
visita, cuando hubo estudiado muy bien mi solitaria aparición. Dijo:
–Aun no es hora.
–Tengo seis amigos que vienen en camino.
Tenía las manos arremangadas, con restos de espuma enrarecida entre sus
dedos.
–Dile a tus amigos que vengan a las siete.
–Cuando se trata de beber, no aceptan atenuantes. De todos modos
terminaran emborrachándose en cualquier bar.
La chica bajó con necedad los brazos.
–¿Qué vas a pedir?
–Por ahora dos cervezas… hasta que vengan mis seis amigos.
Corrió las aldabas y abrió el ojal de la puerta.
El ambiente espacioso, con seis o siete mesas de madera cuidadosamente
pintadas de café oscuro, las verdes paredes resaltadas por deprimentes cuadros de
paisajes y atardeceres en el mar, sin gusto. En otro rincón, cajas de cerveza, sobre
ellas un cuadro con una escena memorable de “El padrino”, Al Pacino en el exilio
de Italia, con una fila de palmeras de fondo; una imagen que merece reflexión. El
destierro de Al Pacino a Italia es probablemente un prodigio cinematográfico.
Al fondo sobre la mesa de la dependienta se veía una media torta.
–Ayer celebramos un cumpleaños, probablemente hoy vengan un poco
tarde… ¿quieres que alguna te acompañe?… puedo llamarlas, es cuestión de
telefonear– argumentó.
–No, esperaré a mis amigos– dije; me senté en el sillón frente a una pequeña
mesa de estar, puse en él aquel archivero y esperé.
La chica me trajo dos cervezas, me ofreció un cigarrillo y luego prosiguió
con su rutina, enjuagó la espuma derramada del piso, acomodó algunas cajas vacías
de cerveza…
A mi espalda, la puerta con los ojales a medio abrir, y el ronco trajín de los
autos zumbando sin cesar. Un segundo después alguien puso unos pesados dedos
en mi hombro.
–Eh, ¿dónde estuviste todo este tiempo?– dijo, al tiempo que me dio un
abrazo.
–Estaba muerto.
Este soltó una amistosa risa, su nombre Lucas, un tipo regularmente esbelto
cuya amistad, el lector recordará, estaba en franca decadencia. Poseía la mirada de
un buitre compasivo, y se decía que era un poeta, lo conocía por alguna
circunstancia que ahora no viene al caso mencionar, pero no está de más decir que
visitaba con cierta puntualidad todo tipo de recitales y bares, es más que seguro
haberlo conocido alguno de estos últimos. Pero en ese momento, no quería otra
cosa que hablar con él referente al asunto del archivero.
–Lo último que supe de ti es que realmente estabas muerto, se dijo mucho de
aquel sujeto que mató a Susy.
–Desearía que no hablásemos del tema.
Se sirvió la cerveza, y se tomó el trago haciendo jugar graciosamente el nudo
de su garganta. Luego continuó en un tono muy confidencial a petición mía.
–Existe el rumor de que también victimó a Luz, ¿te acuerdas de Luz?, era
una puta estupenda –dijo poniendo énfasis en lo de puta, luego retomó la seriedad–
después no se supo absolutamente nada de ti, las chicas dijeron que el sujeto te
había matado y desaparecido tu cadáver en venganza…
–¿Cuál venganza?– me defendí.
–Aquello de Susy.
Luego se puso a mirarme de una forma obstinada.
–Qué te pasa, te veo diferente, como si hubieras matado a alguien– objetó.
–Debo hablar contigo.
–Oh, no empezarás de nuevo con tus apuntes poéticos.
–Tómalo como quieras– dije.
Lucas perfiló la mirada hacia el archivero y acotó:
–¿Y esto?
–Pensé que debías leerlo, es muy importante.
Desde un parlante salía una canción en inglés, esto al parecer le incomodó;
llamó a la chica de las manos mojadas para que bajara el volumen; esta no le
escuchó lo suficiente dado que tenía el teléfono en uno de los oídos, al parecer
hablaba con alguien de buena estima, sin embargo en cuanto colgó el auricular
hizo lo que pedimos, seguidamente se acercó hacia nosotros para preguntar por la
canción que queríamos escuchar. Cuando la tuvimos muy cerca, Lucas apenas la
dejó respirar, le dio un beso cariñoso en la mejilla que terminó encendiendo el cutis
blanco de la chica, excusándose con un coqueto comentario acerca de la promesa
de los seis amigos.
–Dijo que eran seis.
–Son seis… vienen en camino– me defendí.
–Tendré que llamar a una más– acotó ella, para ir al teléfono de nuevo.
Cuando se marchó la chica, Lucas preguntó:
–¿Cuáles seis?
–No tengo idea, dejemos a la chica en lo suyo– dicho esto, le señalé el
archivero.
Lucas cogió el amarillo empaste y lo fue hojeando con parsimonia, como
alguien que repasa un conjunto de facturas vencidas, pero un momento después lo
cerró abruptamente y me miró con desconcierto.
–¿Es por esto que llamaste?
–Sí.
–Qué tiene de importancia, más allá del valor poético que pueda tener.
–Prefiero que no lo tomes por el valor poético… busco alguna conclusión
que me aleje de algunas dudas.
–¿Con respecto a qué?
–A la muerte– repuse secamente.
–¿Qué pasa… ahora te dedicas a la magia o algo parecido?
–Uno nunca sabe lo que vaya a pasar– Lucas sonrió y se bebió el próximo
vaso, entonces aguanté la triste sensación de verme ante un tipo para el que la
realidad no pasaba de la expresión literal. El poeta ha explorado la muerte, pero
jamás ha estado entre muertos.
Terminamos de beber la ronda, Lucas cerró el archivero y pidió otras dos
cervezas.
–Déjate de huevadas y hablemos de putas– dijo.
No pude sentirme menos que alentado por aquello. El alcohol marchaba
hacia mis venas como las encabritadas aguas de un río por las cascadas. La chica
después de haber puesto las dos siguientes botellas en la mesa, nos dio una noticia
que al parecer consideraba buena.
–Espero que tus seis amigos lleguen antes que las chicas– y regresó al
mostrador.
Lucas quiso salir de dudas.
–¿Pediste seis putas?
–No tenía opción. Quiso que esperara hasta las siete.
–Jajaja.
En unos minutos prorrumpieron seis chicas vestidas al vuelo como si a todas
las hubiesen sacado de la cama. Nos saludaron al unísono y fueron directamente a
los espejos del fondo a echarse polvo y peinarse, como si las mandasen a una
unidad de infantería y hacer presencia frente a soldados instruidos para el amor.
–Oh, esto es genial– celebró Lucas, dejando el archivero sobre la mesa de
estar –vamos a coger dos chicas, pero deja de lado tus apuntes poéticos.
–Hoy no tengo tema de conversación para ninguna, además no quiero que
se sepa que estoy aquí.
–Di lo que siempre decías, que eres bandolero a sueldo.
–Ya nadie se cree eso.
–Espera, te traeré una que pueda creer en bandoleros.
–Prefiero el anonimato.
–No te preocupes, siempre has sido un anónimo con pésimo disfraz de
bandolero.
Dicho esto, Lucas fue al mostrador, intercambió palabras con la chica de las
manos mojadas, y regresó con un cigarrillo en los labios.
Dos chicas avanzaron hacia la mesa, una de delgados brazos que llevaba
una colección de brazaletes para resaltar sus manos, vestía un pantalón suelto, una
prenda delgada que empeoraba la delgadez de sus hombros, y una cintilla en la
cabeza que al perecer escondía los pelos olvidados por el peine; no era hermosa,
pero a la opinión de Lucas era perfectamente excitante. La otra, era hermosa desde
mi perspectiva, un esbelto busto, cabello suelto, pantalones cortos y ajustados que
terminaban escuetamente en la rodilla, de rostro pequeño casi como sus labios,
empleaba sus modales con cierta perspicacia, y olía a chicle. Lucas se puso de pie y
se ofreció para presentarnos en orden, primero la chica de delgados hombros, luego
la que olía a chicle; ambas se sentaron en las dos sillas que quedaban.
No me apetecía hablar, la que olía a chicle me lanzó una mirada seria, de
alguien que prevé un momento importante. Lucas charló por unos momentos con
ellas, señalándome de vez en cuando con la mirada, como un porfiado libretista
antes de mandar a los actores al escenario.
–Miriam es nueva– dijo
Luego señalando a la chica que olía a chicle, dijo:
–Y ella es Mary.
La chica de los brazaletes se encogió de hombros y enseñó unos finos
dientes, y creí que a Lucas le gustaban sus dientes. Se hizo un silencio en el
intermedio de la canción, Lucas bebió de su vaso, y cuando vino otra canción,
Lucas se acercó hacia mí.
–Mary quiere saber a qué te dedicas.
–Dile que soy traductor.
–No seas cojudo, no vas a impresionar a nadie con eso.
–No pretendo impresionar.
–¿Estás loco?, pero qué carajo te pasa. Las chicas guardan la esperanza de
ver a un bandolero realmente cruel.
Me vino a la mente Al Pacino, con la escopeta a la bandolera y rodeado de
cabras, allá en Italia.
Era cierto, la apatía me había vencido y ahora que la cerveza estaba obrando
secretamente, podía ceder y darme a la diversión. Pero tenía el archivero sobre la
mesa que me recordaba una conversación al respecto, y Lucas estaba lejos pero
muy lejos de abordarlo con la urgencia que ameritaba.
Lucas volvió a su lugar y le dijo algo a Mary. Esta se levantó, se acomodó el
vestido y se sentó cuidadosamente, muy cerca de mí, apoyó los codos sobre la mesa
y puso sobre ella aquel rostro baldío resanado por el polvillo del maquillaje.
–Tú eres Bernardo.
No respondí, qué tontería, era una tontería que alguien supiera el nombre
exacto de un parroquiano. Pero era verdad, sabía mi nombre. Y quizá supiera más.
–Eres el novio de Susy.
–No soy novio de Susy.
–Sin embargo, ella solía decir que había dejado a Franco por ti.
–¿Quién es Franco?
–El ex novio de Susy.
De modo que se llamaba Franco, no le di importancia, me bebí la cerveza.
Lucas estaba concentrado en los brazaletes de Miriam como un estúpido joyero.
–Tu amigo dice que eres bandolero a sueldo… Franco también lo es– dijo.
La cerveza sabía bien, me tomé otro trago.
Las demás chicas siguieron maquillándose como si esperaran su turno, una
de ellas dio unos graciosos pasos de baile, me pareció sexy, tenía el cabello
divertidamente desordenado.
–¿Quién la mató, tú o él?– retomó Mary, con el tono de uno que sabe la
respuesta.
–No soy Bernardo ni bandolero. Soy traductor.
Ella retiró los codos de la mesa, y levantó la mirada. La chica a la que no
había dejado de mirar siguió divirtiéndose grandemente.
–¿Cómo se llama?
–¿Quién?
Señalé a la chica.
–No lo sé, es nueva– dijo incrédula, enseguida retomó la pasividad de sus
ojos.
–¿Entonces quién la mató…?
–¿A quién?
–Pues a Susy.
Lucas se acercó a mi mesa, nos miró a ambos y sonrío como un buen
anfitrión
–¿Y cómo les va?
Acerqué mis labios a su oído.
–Me está jodiendo, piensa que maté a Susy. Tu idea de bandolero a sueldo
me está delatando.
–Jajaja, una chica que por fin se cree lo que dices.
–Dice que el que mató a Susy soy yo y no Franco.
–Quién carajos es Franco.
–Según ella, el novio de Susy.
–Esta chica es lista– dijo dándole una palmada en el hombro. Luego se alejó,
tambaleante.
La mujer que me recibió con las manos mojadas vino con una caja de
cigarrillos y un cenicero.
Lucas buscó en su bolsillo una gastada billetera de cuero y pagó en efectivo,
la mujer lo recibió y contempló el billete sin interés, luego de un pausado
movimiento acotó.
–Sólo por saber… las chicas siguen esperando a tus seis amigos. ¿Pueden
sentarse con ustedes? En cuanto se arreglan no se pueden estar quietas, hasta que
no les pongan cerveza.
Lucas aplaudió el ofrecimiento y la chica que bailaba al fondo al escuchar
esto me miró con suspicaz deleite.
De todas formas vinieron, arrastraron las sillas de la mesa contigua y todas
cogieron un cigarrillo de la cajetilla dejada por la chica de las manos mojadas.
Lucas ensayó una absurda presentación.
–Les presento al mayor bandolero a sueldo que ha habido en esta ciudad…
ha matado a cinco, exactamente a cinco, y nadie sabe hasta ahora como los ha
matado y dónde ha metido los cuerpos.
El efecto que produjo en las chicas fue una penosa indiferencia marcada por
algún hilillo de cigarro recién encendido.
Mary agachó la cabeza atisbando la ridícula presentación. Miriam mostró
los dientes de nuevo.
Lucas prosiguió.
–Los policías son realmente estúpidos al no dar con él. Pero es mérito del
bandolero el que no puedan cogerle del cuello… y recordarle aquel ojo por ojo.
Las chicas por supuesto rieron, excepto Mary que se contemplaba las uñas
con la apagada mirada de alguien dolida.
Bebimos doce cervezas, Lucas estaba ebrio lo mismo que yo, pero guardaba
la compostura. La tarde cayó, la chica de las manos mojadas abrió las puertas del
bar, vi entrar y salir parroquianos.
–¿Nunca pensaste que te encontraría…? –dijo Mari, esta vez mas confiada.
–No sé lo que quieres decir– miré a los costados, dos tipos se sentaron en
una mesa del fondo, un nerviosismo repentino me hizo temblar. El tipo de la mesa
del rincón me observaba llamativamente, un tipo obeso con barba, su compañero
con una gorra hasta los ojos.
–Sabes muy bien a lo que me refiero.
Al no obtener respuesta, continuó con discreción petulante.
–Creí que Luz te había entregado el cuaderno.
–¿Cuál cuaderno?
–Uno en el que te dejaba inocente. Te limpiaba de todo… incluso lo de Luz.
Insospechadamente estaba ante una chica que conocía todos los
pormenores. Lo del cuaderno era un secreto que no sabía nadie más que Luz y la
policía; pero ahora Mary estaba ahí, dueña de sus facultades, revelándome datos
puntuales.
Con respecto al cuaderno, lo último que recordaba es cuando los policías lo
hojearon en mi presencia el día que allanaron la casa.
–Luz sacrificó su vida por darte ese mensaje, pensó aplazar un día su viaje,
para hacerte conocer el peligro, estaba obsesionada contigo y con Susy. Pero su
ingenuidad la llevó a citarse contigo en un bar, esto fue su condena, Franco la
siguió hasta el hotel y la mató.
–Pensé que se trataba de un suicidio.
Mary frunció el ceño y dijo:
–Has vivido todo este tiempo en el olvido, es natural que no sepas.
–Pero la policía...
–Al diablo la policía. Nadie lo sabe, excepto yo.
Todo aquello me pareció tan intrincado y difícil.
–¿Quién se supone que eres? –pregunté.
Antes de responderme miró a las demás chicas, se detuvo un momento en
Lucas y su delgada acompañante festejando sus ebrias ocurrencias.
–Mi nombre es Angélica, soy la propietaria de este bar, Susy fue mi
empleada, trabajó algún tiempo aquí, después que le dijiste puta temía que le
dejaras, te amaba demasiado; pero tampoco podía irse a otro lado. La acogí junto a
Luz porque no quería deshacerse de esa niña.
Se mordió la uña del pulgar, para aparentar un secreto mensaje, sin dar
cuenta que podía encontrarme borracho. La dejé seguir.
–Era una chica eficiente, nunca ha dejado nada al azar, y presumo que fue
por eso aquello del cuaderno. Un pequeño diario en el que desenmascaraba sus
relaciones con un tipo condenado a la cárcel. Franco y ella habían vivido un
romance cuando este era libre, todo marchaba regularmente bien, hasta que Franco
fue sentenciado por sus crímenes, entonces la separación hizo del preso un tipo
obseso, que había pretendido hacer de ella un juguete de sus celos. A ella no le
gustaba eso y quiso separarse definitivamente. Fue entonces que empezaron los
contrariados mensajes, en uno le escribía cartas de amor, días después parecía
entrar en un estado de enfermas revelaciones para escribirle notas de amenaza
enviándole flores con crudos mensajes. Susy, con estos antecedentes, pensó que
algo malo podía ocurrirle a ella o a Luz, en el futuro.
Aquellos precedentes narrados por una chica a la que apenas conocía,
enturbiaron de alguna manera la plácida tarde.
–¿Y por qué a Luz?
–Un acto miserable de venganza, el tipo mostraba su poder desde el
anonimato. Al salir de la cárcel las cosas no fueron bien, mató a Susy por celos.
Después de esto seguías tú, pero al no dar contigo, usó a la ingenua Luz para
amedrentarte, sabe moverse en el anonimato, es muy sagaz.
Resolví todas mis interrogantes; Franco me estaría siguiendo los pasos,
nunca me ha dejado de seguir, estuvo cuando allanaron la vivienda del pasaje de
Los Geranios, cuando me encontré con Luz; y ahora, después de los tres meses de
restricción, habría retomado el asedio. Es posible que me estuviese mirando
mediante los ojos de aquel obeso tipo del rincón, o tal vez fuera él mismo.
–Dame un arma– dije, entre la angustia y la ebriedad.
–Cómo puedo yo tener un arma– dijo como alguien que rebate una
propuesta que carece de seriedad.
–¿Sabes quién es el tipo del cuadro?– señalé la escena de El padrino.
–Estás ebrio, creo que deberías ir a casa– susurró exasperada y con sentida
lástima por un hombre envuelto en grotescos caprichos del destino.
Mary se llevó las manos al rostro, dio un respingo y una furtiva mirada
alrededor. El tipo de la gorra fumaba un cigarrillo.
Al otro lado de la mesa, Lucas había logrado que todas las chicas lo besaran,
siempre lograba aquello, lo que me parecía un ejercicio asqueroso. Le besaba la
chica de los brazaletes, luego la de pelos ensortijados, luego otra y otra… hasta que
alguien dio un grito agudo de júbilo celebrando el prolongado beso que no se
deshacía; entonces las chicas rompieron en risas, Lucas abandonó el labio
ensalivado de su pareja.
–Pero qué celosas son…– balbuceó con desembarazo, como alguien que sale
de un encantamiento.
Aplaudí la hazaña, las chicas también aplaudieron, luego me propusieron
hacer aquello conmigo. Pero Mary se levantó y dijo:
–Con él (señalando a Lucas) pueden hacer lo que les venga en gana. Con él
no (señalando, lo que debió ser para ella, al miserable novio de Susy).
Después de esto, desapareció al fondo contorneando sus gruesas y largas
piernas. Tomé dos tragos más y quise marcharme, cogí el archivero… pero Lucas
en el paroxismo de la embriaguez me invitó a que besase a su chica; esta encogió
los hombros como si se tratara de besar a un ser repugnante, pero la chica que
ensayaba pasitos de baile, vino y metió su lengua en la alcoholizada boca del ser
repugnante. La embestida me excitó, sus labios eran fríos, una lengua de sabor
salobre se paseó en mi alcoholizada boca, con la excitación debajo del pantalón
tomé sus nalgas, eran redondas como pelotas de baloncesto, pero todo el mundo
silbó. Mary regresó y me arrebató a la chica.
–Es sólo un juego– justificó Lucas.
Mary me empujó al sillón.
–Estás ebrio como un cerdo– dijo.
Sus ojos ardían entre el enojo y un lejano temor a algo.
–¿Entonces…?– dije
–Entonces… ¿qué?
–Me darás el arma.
–Si sigues besando a las chicas yo mismo te daré un tiro– agregó, como una
mujer dolida ante una acción desleal.
Estaba realmente furiosa, no pude entender que la situación había llegado a
tanto. Apenas la conocía hace instantes. Me dejé llevar por las pasiones.
–Bien nena, si me das un arma ahora, esta noche dormiré contigo, con la
cabeza de Franco en una bandeja, sobre el velador.
–¿Cómo estás tan seguro?
–Ahora mismo me espera sentado en una casa que alquilé hace unos días…
Arrugó el entrecejo y volvió a preguntar.
–No entiendo.
–Está coludido con lo sobrenatural, o… no sé qué demonios… cree que es
invencible.
–Estás delirando.
–Créeme nena– la besé, sentí cómo palpitaban sus labios, estaba nerviosa.
Aguantó el beso, hasta que mis manos fueron sobre su trasero, entonces se
desembarazó.
–Prométeme. Si te doy un arma iré contigo– la escuché decidida.
–Muy bien dicho– me bebí un vaso.
–Está en el baño.
–¿Cómo?
–Está en el baño… hay una madera en la parte de arriba, empuja y mete la
mano.
Pasé debajo del cuadro de Al Pacino encuadrado en rústica madera.

CINCO

Conté siete cuadras desde la avenida de los bares hasta las frondosas
palmeras de la avenida principal, desde aquí debía recorrer por lo menos otras siete
cuadras más para llegar a la vivienda Siegner. Hubiera sido preferible tomar una
ruta menos larga, eso implicaba perderme en un laberinto de calles llenas de autos,
gente atropellándose entre sí, vendedores de fritangas al paso y un sinnúmero de
eventualidades que no estaba dispuesto enfrentar. Uno, porque estaba
completamente ebrio, y otro porque tenía un arma escondida en el bolsillo derecho.
No imaginé si Mary habría previsto dejarme un arma con la disponibilidad para
matar, es decir que tuviera las cacerinas alimentadas de balas o que el cañón
estuviera debidamente aceitado en caso la usara inmediatamente; lo único que
había hecho como mandaba la situación fue entrar al baño, hacer lo que se hace en
el baño, luego rebuscar… siguiendo las indicaciones. Por supuesto el arma estaba
ahí, y me sorprendió que Mary tuviera esas precauciones, supuse que todo en su
vida estaba lleno de precauciones. Al salir del baño fui hacia la dependienta que en
ese momento estaba a cargo de la chica de las manos mojadas, ésta me ofreció un
cigarrillo, se lo acepté de muy buena gana, le pedí una ronda de cervezas para todos
los que estaban a la mesa, en consecuencia puse un billete de cien soles sobre la
repisa. Salí del bar sin despedirme de Mary y de Lucas.
Ahora estaba caminando sobre el tramo de las siete cuadras en dirección de
la avenida principal, por una calle desierta iluminada por escasos postes, como si
nadie viviera en aquellos parajes, en efecto, las calles que desembocan en la avenida
Industrial tienen un tránsito fluido de personas durante el día, en ella se encuentra
los depósitos industriales y los grandes almacenes; por lo tanto las fachadas en esa
parte de la ciudad están repletas de enormes puertas. Las costosas máquinas y
herramientas son vigiladas las veinticuatro horas, existen cables de seguridad en los
techos, sensores tras las puertas y cámaras de vídeo en las cornisas. De modo que la
zona durante la noche queda al cuidado de sensores, cuando las personas se han
marchado a sus casas las calles quedan desiertas. Los ladrones al verse impedidos
por la escrupulosa vigilancia de los grandes botines, se desquitan con los incautos
parroquianos que sin dinero en los bolsillos deciden retornar a pie a sus casas,
cruzando estos trechos.
La ebriedad no me impedía pensar en lo que me deparaba. Franco, sentado
en una de las sillas del ambiente del ala izquierda, con la oblicua barbilla en reposo,
la mirada en la enorme puerta de las manillas de bronce, me vería llegar, me
apuntaría con sus ojos antes de obrar. Por lo menos imaginaba que fuera así, que
dijera algo, que fuera un encuentro digno de una gesta caballeresca, fugaz
razonamiento extraído de las novelas de aventuras.
Al llegar a la avenida principal, volteé en dirección sur, por donde se
arrastraba un cálido viento de mar, las frondosas palmeras daban un aspecto
tubular a las veredas, árboles y matas de herbaje desconocido invadían las paredes
de las antiguas casas hasta llegar al suelo, las veredas desportilladas por el tiempo,
aún se alzaban las grandes chimeneas en las antiguas construcciones de los techos
ovales, los que en algún momento fueron grandes residencias de familias poderosas,
como la familia Siegner.
Pasé por el obispado, una construcción un tanto moderna donde un cura
decía misa los domingos, sólo los domingos, de modo que al ver a los feligreses en
el portal me dejó la conclusión de que no podía ser otro día. Unos metros más
abajo, en la misma avenida, se erigía la embajada de Francia, la oscuridad resaltaba
su imponente arquitectura y sus otoñales árboles moviéndose densamente en la
oscuridad al ritmo del viento, como un oleaje peligroso.
Avanzando otra distancia, la alcaldía, una soberbia edificación de seis pisos
revestida de vidrio con infinitas luces en el interior; tenía las puertas cerradas, un
hombre dormitaba en una de las gradas, al interior de la enrejada puerta de la
primera planta, es posible que se haya dormido, pero tenía una pequeña radio en
alto volumen, en ella se escuchó una ventosa frecuencia, la hora: ocho de la noche,
la temperatura: quince grados centígrados. Y me sorprendió que fuera esa la hora,
tenía los pies cansados, un sudor extraño humedecía mis axilas, como si de un
momento a otro me viera atacado por un resfrío.
Al llegar a la puerta de la casa Siegner, los sopores del cuerpo se
incrementaron, lo mismo que los latidos, las venas me hervían con una frecuencia
desmedida. La casa del hombre de la escalera estaba a unos metros, desde cuyas
alumbradas ventanas salió una ronca voz de un hombre mayor, seguidamente echó
una carcajada al tiempo que aplaudía, “¿se puede ser más idiota?, jajaja”, el reloj de
la misma casa sonó como un pájaro y las palabras del hombre también salieron por
la ventana con una claridad sorprendente: “todos los lunes viene a pedirme los
informes, cree que se los voy a dar…. jajaja…. a estos provincianos no se les puede
enseñar de otra forma… nunca entienden…”, “eso es doctor…” respondió otra voz
que al parecer era del hombre de las escaleras.
La casa que habitaba este hombre era una construcción de dos plantas, en
cuya blanca fachada resalta un letrero: PROCURADOR DE ASUNTOS
PÚBLICOS. Llamaba la atención por su atractiva arquitectura, sobre la puerta de
la primera planta un alero de tres o cuatro filas de tejado, sobre él una ventana
tragaluz en forma rectangular protegido por barrotes de aluminio, la segunda planta
empezaba un poco más arriba de los barrotes y terminaba en un techo invertido
geométricamente. Por lo tanto, los contrastes con la casa Siegner eran
significativamente opuestos. Si la casa Siegner era una sola vivienda con tres
ambientes uniformes, la casa del hombre de la escalera era como una compleja
gradería, como esos castillos medievales en miniatura resaltados por el fino ornato
estilo gregoriano. La blanca fachada de la casa vecina empeoraba aún más el fondo
gris de la casa Siegner. Pensé llamar la puerta del hombre de la escalera, pero ¿qué
diría?, ¿que alguien ha entrado a la casa Siegner?... pero aquello era obvio, el
mismo hombre por la mañana me propuso poner una denuncia.
La calle desierta era una débil señal de algo espantosamente confabulado en
mi contra. Me acerqué a la casa, un viento silbó en los rincones desnudos del falso
jardín arremolinando unos papeles que pestañearon en la oscuridad, empujé
suavemente la reja que protegía el jardín, caminé unos pasos hasta encontrarme con
los dos peldaños que antecedían a la puerta. El madero de la cerradura astillada
colgaba en la misma posición que en la mañana, aquello me convenció de que
Franco se encontraba en el interior, al girarla sonó como un armazón de oxidados
aceros, multiplicando el sonido. En el espacio del ambiente principal se dibujaba
una luz, una lumbre proyectada desde el ambiente del ala izquierda, me acerqué
con el corazón estallándome a mil revoluciones, sentía mis huesos a punto de caer
uno sobre otro, y el arma en el bolsillo similar a una granada a punto de estallar.
Atravesé el umbral que conduce el paso del ambiente derecho hacia el
ambiente principal. Alguien caminaba de un lado a otro, de tal modo que en la
proyección de la luz se dibujaba una figura deforme con largos brazos y cabeza
pequeña. Una nueva oleada de temor se adueñó de mi cuerpo, un temor ya no a
Franco, sino a mis suposiciones calificadas como inverosímiles o fantasiosas
dilucidaciones; un momento después la figura se detuvo al medio del reflejo, ahora
podía identificarla con precisión, sin duda era la sombra de una mujer con los pies
arcanos y con falda, ¿era posible que sea la señora Siegner?
Quizá haya enloquecido, uno nunca sabe lo que realmente está sucediendo
cuando se encuentra con un temor visceral. Lo increíble rebasa los dominios de la
razón y se convierte en espanto, capaz de arrancarle a uno la respiración.
Las sienes me apretaban, mi ebriedad estaba envuelta en una aterrorizada
desesperación, tuve miedo de que mis pies no me obedecieran, que mis manos
dejaran de erigirse. Por otro lado, el encontrarme en el ambiente oscuro hacía
doblemente difícil distinguir si la sombra correspondía a Franco o a la señora
Siegner, eventualmente resolví irrumpir en el ambiente iluminado con el arma
desfundada. Para tener un resultado eficaz, debía valerme del arma para no verme
sorprendido, además era la única salida viable puesto que de no ser así la
incertidumbre me perseguiría hasta aniquilarme. Irrumpí con violencia, una
maniobra ciega me arrojó fuera de mí mismo, no recuerdo ahora cómo
exactamente haya sucedido, ni lo recordaré nunca, debo admitir que el estado de
embriaguez ayudó a que la embestida resultara auténtica y exageradamente teatral.
Miré fijamente a la mujer cuya figura sólo había visto hace un momento por
intermedio de la sombra, ésta, al igual que yo, se estremeció al ver a un intruso
armado al frente, su reacción fue tan abrupta que una cafetera cayó al suelo y rodó
hasta los oscuros fondos de la mesa. Probablemente haya estado sentada, pero ante
la irrupción dio un salto maquinal, adoptando la postura de alguien que se
encomienda con las manos juntas debajo del mentón.
–¿Quién es usted?... ¿qué quiere?
No respondí, mis pensamientos eran tan confusos que no pude concebir
plenamente lo que estaba viendo; se me eclipsó la razón con la desnaturalizada
aparición y la tácita figura de la señora Siegner temblando de miedo tal como yo lo
estaba.
–Llévese lo que quiera, pero no es necesario que mantenga el arma, soy una
anciana…
No es necesario que mantenga el arma, un razonamiento evasivo, una forma
humana de ver el peligro, ahora estaba seguro de estar frente a la señora Siegner en
carne y hueso, la misma mujer del retrato, de ojos simiescos, nariz respingona y el
delgado rostro estirado; naturalmente, no de la misma edad, con el cabello rubio
sedoso, ahora un blanco deslumbrante cubría su cabeza, las arrugas colgaban de sus
pómulos, como flequillos maduros en la piel de los viejos árboles.
–Usted es la señora Siegner– repuse por fin.
–¿Cómo sabe mi nombre?
–Soy el arrendatario de esta casa.
–Vaya zopencos, debí suponerlo– murmuró al tiempo que se acomodaba un
chaleco burdo, tejido a mano, que le quedaba muy por arriba de la correa con que
tenía sujetada una sencilla falda.
–Eso no le da derecho a violentar la puerta– prosiguió.
–Quién sabe, tal vez fue usted… nadie más pudo haberla violentado.
–¿Entonces por qué trae un arma?– arremetió.
–No viene al caso dar explicaciones sobre ello, señora, de momento quisiera
saber ¿qué hace aquí una persona a la que enterraron hace tres días?
–Oh, ¿ha estado en mis funerales?
–Sí.
Rodeó la mesa paseando sus dedos por ella.
–¿Y por qué habría de asistir una persona a los funerales de alguien que no
conoce?
Su pregunta me cayó como un frío chorro de agua lanzado desde un
disparador de plástico, desde luego no le diría que me he valido de la sincera
amistad de la señora de los panes. Me mantuve en silencio.
–¿Acaso es usted amigo del alcalde?
Por el contenido de las cartas, vincular la presencia de un desconocido al
alcalde era una cuestión esperada. Debía inmediatamente responder con
objetividad.
–Firmé un contrato de arriendo con su hijo, si le satisface saber– soné tan
convincente que yo mismo dudé haberlo dicho en un tono tan preciso, en una
situación en la que aún no se podía descartar la irrealidad.
La mujer se sentó ciñendo torpemente su falda, le temblaban las manos no
tanto por el nerviosismo sino por la natural caución de los años.
–Hace un momento –empezó de nuevo– llegué y supuse que alguien había
movido todo. Marco dijo que la casa estaba hecha un desastre, –se refirió a Marco
como si yo lo conociese de antemano– ahora entiendo, se refería a esto.
Hablaba en voz queda, como si le molestara el pecho para elevar la voz, la
dejé continuar.
–Ahora usted, borracho, con un arma en la mano… qué es lo que pretendía
hacer.
–Fundar un negocio, huir de la miseria– dije sin poder evitar la voz vacilante
proporcionada por la embriaguez.
–Todos huimos de la miseria –dijo clavando la mirada en el techo– pero,
venir hasta aquí en ese estado, con un arma, no elogia de ningún modo su huida.
Por primera vez me miré de cuerpo entero y me avergoncé como me
avergonzaba de niño cuando mi madre solía reprender las vanas acciones de un
infante temperamental, enflaquecí buscando una verdad que compense o justifique
mi situación: la pistola enganchada en mi dedo, los zapatos aun con las suelas
manchadas de pintura, la ropa de hace tres días, la misma historia. Descansé el
cuerpo en una silla y contemplé a aquella mujer, buscando el recuerdo de una
mujer con ancha pollera, sombrero redondo, largas trenzas, suéter de largo cuello,
mirada pertinaz, ¿hace cuánto no recordaba a mi madre?, no sabía con exactitud,
en todo caso nunca la recordé como aquella vez, con esa nitidez primigenia de mis
años olvidados entre charcos de rojo barro, pájaros huidizos, pinos ciegos por la
neblina y hombres solitarios dados a una vida al azar.
–Vine únicamente a tomar el té, no pretendo tener problemas con nadie,
pero al descubrir los enseres fuera de su sitio. –Dicho esto caminó hacia el relicario
y destapó un termo de aluminio, mientras vertía el contenido en una taza– ¿Qué le
hace suponer que encontraría fortuna alquilando esta casa?
–No lo sé, hay mucha gente que ve rentable armar un negocio
–Naturalmente, todo el mundo se refugia en un negocio, creen que les
resolverá la vida, desde luego les resuelve en alguna medida, es el camino más fácil
para ignorar los temores de la existencia.
La escuché más serena y condescendiente, amenizaba sus palabras con
gestos moderados tratando con infatigable insistencia darse a entender. Y eso no
me daba oportunidad para abordarla con lo de su muerte, a oídos de cualquiera la
conversación seguía entre un abatido borracho y una mujer que estuvo muerta
desde hace tres días, pero como si me adivinara el pensamiento, lanzó el tema.
–¿Cuánto le cobraron mis hijos por el arriendo?
–Mil doscientas monedas –inmediatamente después agregué–, si usted no
hubiese estado en ese momento encajonada en un féretro, desde luego, no tendría
necesidad de estarle refiriendo sobre esto. El trato se hubiera hecho entre usted y
yo.
–No pretendo arrendarla, por más que me diera usted cien mil monedas de
oro, no lo haría– sentenció.
Luego puso la taza de café candente sobre la mesa y se sentó en un sillón.
–He vivido en esta casa más de cincuenta años, mi padre la compró a un
comerciante de recuas, yo era por supuesto una niña, a la que llamaron “la
francesita”… ignoro cuál haya sido el motivo para que llamen así, supongo que la
sangre de alguno de mis antepasados era francesa, pero lo dudo. Mi padre defendía
esta patria como suya, evitando a menudo su pasado probablemente extranjero,
poniendo especial énfasis en su nueva vida, la que se forjó apenas llegado a estas
tierras. No hay habitante en esta ciudad que no pueda respaldar eso. En cambio mi
madre insistía en los episodios de una espantosa guerra en un continente, entonces
desconocido para mí. Hombres dados a matarse por una causa que no he podido
descifrar nunca, y asumo que no lo sabe ni el historiador más ilustrado. ¿Sabe a lo
que me refiero?
Asentí vagamente.
–Es posible que mi padre haya huido de aquella barbarie en uno de esos
barcos a los que tiraban las mujeres a sus hombres para que dejaran de matarse
entre sí. Aquel débil argumento subsistió por mucho tiempo bajo la solapada
historia que mi padre masticaba con hastiado furor, cada vez que veía ondear la
bandera de esta patria. Cuando mi madre murió, desparecieron las viejas historias
familiares y nos sujetamos a la costumbre patriarcal de servir a estas tierras que nos
trataron bien.
El ambiente se enrareció, la taza de café vaporizaba el alumbrado, luego me
percaté que era el efecto de la borrachera manteniendo mis sentidos en una
enajenación nefasta.
–Con el pasar de los años, mi padre compró una extensión de terreno en la
zona más fértil, al norte de la ciudad, a la que llamamos Fundo Los Gutiérrez;
estaba orgulloso de su apellido, decía que su apellido nunca desaparecería, soñaba
con tener muchos nietos y eso que su único descendiente era yo, una mujer. Más
allá de todo, me amaba como ningún hombre me ha amado jamás.
En esta parte se detuvo bruscamente, su expresión cambió sustancialmente,
agrandó los ojos y retrocedió en sus afirmaciones para volver a preguntar:
–¿Cómo supo que yo era la señora Siegner?, ¿no irá a decir…?, ¿está usted
seguro de que no tiene nada que ver con el alcalde?
–No, –respondí, pero al ver que la señora requería una respuesta menos
corta, confesé– lo supe por la señora de los panes.
–Es una mujer estupenda, una verdadera santa, cuando supo de mi
enfermedad, dijo que contara con ella, yo, por supuesto, me negué a recibir favores,
era suficiente con Marco, pero ella insistió. Dejaba una bolsa de pan cada tarde y
supongo que la siguió dejando también a Francisca, –al decir esto, se dio cuenta
que pudo haberlo dicho sin pensar, pero logró intuir la honestidad de su
interlocutor– ella es la mujer que vio usted aquella mañana en el féretro, –escondió
la mirada, como si relatase una vergonzosa historia– parece usted una persona
confiable, no debo relatarle esto, sé que mañana querrá ir a denunciar la atrocidad
que va a escuchar, y está en su derecho de hacerlo. Pero guardo la esperanza de que
al confiarle esta historia, contaré con su silencio.
Me sentí incapaz de aprobar aquello, pero lejos de protestar dejé que
continuara.
–Hace más de un año contraje una enfermedad, el diagnóstico: mal de
huesos, dijeron que mis huesos estaban desintegrándose aceleradamente, que a lo
mucho viviría unos meses, ¿sabe qué significa unos meses? Desde luego no pasa de
un año. Cuando supe la noticia, fui víctima de la más desesperada lucha, una lucha
conmigo mismo, empecé a detestar este cuerpo, detestar la vida, quise dejar de
respirar en aquel mismo instante, ¡oh!, ¡si sólo supiera lo que significa estar
condenado!, no se atrevería a mover un solo dedo, se pasaría el día tumbado en la
cama esperando los atardeceres, para verse al fin cara a cara con aquel día… no hay
comparación. Marco se sentaba conmigo, como un padre se sienta con su hija,
prodigándome los mejores ánimos, pero las palabras no hacen efecto en estos casos.
El médico me impuso un régimen de fármacos. El alcalde, enterado del caso,
mandó a la casa un terapeuta para ayudar a restablecer mis huesos, ¡pero cómo
podían restablecer algo que estaba consumado, debía morir!… por lo tanto rechacé
al terapeuta –dicho aquello, hizo saltar dos gotas de lágrimas que cayeron sobre su
falda roja humedeciéndola como una gota de aceite–, quise comunicar a mis hijos
la noticia, ¿pero qué iban a hacer ellos?, debía conservar mi dolor en el pecho, dejar
que pasaran los días en los más absurdos razonamientos.
Aquel insólito dramatismo, más allá de convertirme en cómplice de una
siniestra historia me conmovió grandemente. No tuve valor para frenarla.
–Pero un buen día Marco advirtió, ¿acaso usted se siente mal?, y de hecho
no era para alarmarse, fuera del diagnóstico estaba perfectamente. Vayamos a
caminar dijo y ciertamente caminamos por los parques como dos adolescentes –
sonrió–, supe entonces que tenía los huesos más sanos que un niño, era imposible
que me fuera a morir en unos días… de ninguna manera. Podía saltar, subir las
gradas, ir al campo. Imposibles azares para una mujer que iba a morirse en unos
días. Por lo tanto empecé a dudar del médico. El capataz –llegué a la conclusión de
que Marco era el capataz– me dijo ¿acaso ese médico es su enemigo? No, cómo iba
a ser, pero tal parece que deseaba ver enterrada a la señora Siegner, para ello
inventó un diagnóstico falso, intencionalmente falso. ¿Quién podía ser sino el
médico? No soy una persona con enemigos, pero nunca sabemos de nuestros
enemigos hasta que nos encontramos frente a frente, cuando ya estamos perdiendo
la batalla. A pesar de todo, pasó el tiempo, y tuve como propósito buscar una
respuesta combativa al hostigamiento. En ese lapso dejé que el médico me siguiese
visitando como a una verdadera enferma, aunque sus intenciones ya habían sido
develadas por Marco, aun así se mantuvo en el papel de un buen empleado de la
salud; solía escribir sendas recetas, dictaba algunas recomendaciones caseras para
que se me previniese de comidas con alto grado de grasa, y se marchaba como una
persona de bien con el impecable profesionalismo de un hombre cultivado para
salvar vidas. Apenas se marchaba el médico, saltaba de la cama, Marco aseguraba
la puerta, llevaba las recetas para echarlas al fuego y planear nuestra secreta rutina.
En un principio nuestras caminatas fueron de una moderación senil, Marco insistía
en que se me tratara como a una verdadera enferma, para que se siga creyendo que
la señora Siegner sufría de una enfermedad incurable, con el correr de los días
perdimos el recato e hicimos de estas salidas una aventura de jovenzuelos,
visitamos los cafés, hicimos largas expediciones por las antiguas calles y por
muchos días nuestra cotidianidad revivió del hermetismo impuesto por el
mezquino proceder del médico.
Mantuvo la mirada en la taza puesta sobre la mesa, como en una especie de
premio inalcanzable.
–La fecha de mi muerte se acercaba y aun no habíamos descubierto los
motivos que tuviera el médico para semejante patraña. No existía modo de saberlo,
pasamos muchos días procurando desentrañar aquel misterio, hasta que se nos
ocurrió una idea. Más que mía la idea fue de Marco, ocurrencia que en un principio
cuestioné con amargura, porque defiendo la vida y el derecho fundamental a ella;
es la única solución, dijo éste, si me negaba me matarían tarde o temprano. Pero si
aceptaba el plan, podría desaparecer sin dejar huella, para ver el desenlace de todo,
sería como asistir a mi propio funeral. De modo que acepté a regañadientes,
imponiendo condiciones, advirtiendo que se hiciera todo de un modo tal que no se
tenga que afectar la vida de nadie y desde luego se hizo tal como lo previne. Marco
dijo conocer el caso de una anciana de más o menos ochenta años, viviendo en
completo abandono, en las afueras de la ciudad, él mismo se encargó de averiguar
su identidad. No tenía familia, se sustentaba de la caridad de algunos buenos
vecinos, en el departamento de salud registraba algunas visitas a iniciativa
naturalmente de la junta de vecinos, en el parte médico se encontró que la mujer
padecía de una enfermedad crónica. Se estableció contacto con toda la junta de
vecinos y se les propuso llevarla al centro de ancianos; queríamos tenerla en
observación. Ordené que se priorizara su salud y que sólo de ser el caso se usara
para nuestro plan. La casa de ancianos le hizo un examen previo, los resultados no
fueron nada alentadores, la mujer sufría de múltiples males, era imposible que
sobreviviese un mes. Dada la escasa información y las inmediatas atenciones que
requería la anciana, decidimos adoptarla, en realidad la adoptó Marco con el
sencillo argumento de que carecía de un familiar y un justificante piadoso del
prójimo; en ningún momento se hizo alusión al apellido Siegner, en otros términos
la trajimos en perfecto secreto. Todo ello fue hace sólo una semana, recuerdo
claramente su aspecto, se expresaba con balbuceos y le era difícil sostenerse en pie,
tenía definitivamente la salud arruinada. La postramos en mi propia cama, la
vestimos con la mejor ropa, le dimos buena alimentación, curamos algunas heridas
que pudo haberse hecho accidentalmente mientras vivía cautiva en la más absoluta
pobreza. Hecho esto me marché a una antigua propiedad que tengo reservada en la
zona más recóndita de la ciudad, dejando a cargo de todo a Marco, desde ese
momento la persona de María Siegner quedó suplantada en esta casa por una
anciana convaleciente. Y creo que tuvimos éxito. Un día después, el médico fue a
la casa, llamó a la puerta y al no recibir respuesta dejó las recetas en el portal, con
una nota que decía: encomiéndese a Dios. Marco, desde luego, permaneció en el
papel de Marco, se encargaba de llevar las riendas del plan, me informaba los
mínimos detalles, recibía la correspondencia, los recibos impagos, trataba en lo
posible, de generar versiones para que todos se convencieran de que me quedaba
pocos días de vida. Por mi parte no me cansé de reiterarle sobre el bienestar de la
anciana, ordené además que fuera al médico para cancelar las visitas,
argumentando que era incómodo recibirle tratándose de una condenada a muerte.
Un día después Marco recibió una represiva respuesta por escrito, insistiendo que
me suministrara las pastillas pasase lo que pasase, es para el dolor repetía la misiva;
como era de esperar seguimos el juego; Marco iba cada tres días a casa del médico
a recoger los medicamentos, medicamentos que no me suministré nunca. En lo
demás, el capataz trabajó infatigablemente con esa lealtad que conmueve. Venía
todas las noches a dejar alimento para la anciana, hacía limpieza del retrete,
cambiaba de vestimenta, y al parecer, por lo que ahora veo, sus precauciones han
sido un tanto exageradas –dirigió la mirada a las rejas instaladas en las puertas–, es
imposible suponer que la anciana tratara de escapar– acotó.
La señora proseguía con su relato, como alguien que compadece ante un
juez, se me ocurrió que sus ojos buscaban absolución como una criminal, sin
embargo estaba yo ante una persona con una dimensión moral superior al común
de los mortales. Esta opinión debía a sus cartas, escritas en la intimidad y con la
certeza de que no las leería nadie, esto la convertía a mis ojos en una mujer para
quien las leyes no estaban plenamente facultadas. La dejé seguir.
–Unos días más tarde murió, ni siquiera supimos de qué exactamente
padecía. Como muchos otros ancianos, murió sin decir nada, pero murió feliz,
sobre una cómoda cama, vestida con la mejor ropa, ¿quién no quiere una muerte
así…? Quizá el cielo me juzgue por esto y encuentre en mi propósito una
desalmada ambición por vivir, pero si se me juzgase por todo lo que hice, hasta
Dios se reprocharía por su error –hizo una pausa, vi que sus dedos seguían
temblando–, estuvo aquí dos días después de muerta, velamos su cuerpo y lloramos
como sólo dos personas amadas pueden hacerlo.
Aquello me recordó a Susy. No llegué a saber dónde terminó el cuerpo, es
posible que haya permanecido en la morgue durante semanas, tiempo que los
peritos de criminalística estudiaron minuciosamente la causa del deceso.
Me fue imposible imaginarla muerta, a lo mucho su cuerpo tendido sobre
alguna repisa de acero, con los ásperos labios violáceos, el cabello quieto, el busto
marchito y su largo cuerpo comido por los huesos. Luego, posiblemente fue
trasladada a alguna facultad de medicina, aunque por la complejidad del caso es de
suponer que haya terminado en una fosa común donde terminan los muertos sin
apoderados. En aquel instante tuve la necesidad de ir a su sepultura y llorarla por
algún motivo que no podría especificar.
La señora Siegner interrumpió mis pensamientos.
–Marco dio aviso del deceso al médico, éste se apresuró en lamentar,
seguramente disfrutaba la desgracia detrás de sus palabras. Unas horas después
llegó el alcalde, dos funcionarios del municipio y la encargada de la gubernatura. Se
acordó que las exequias debían llevarse lo más antes posible. Ninguna otra
información salió de estas paredes. A la mañana siguiente se hizo el velorio en la
casa Francia, con la presencia naturalmente del alcalde, la encargada de la
gubernatura, los doce regidores y toda la plana de empleados del municipio. ¿Cómo
se explicaba aquello?, ¿qué interés trajo a toda esa gente?, ¿es posible que en todo
aquel misterio estaban implicadas las altas autoridades?, por fin pude apreciar a la
humanidad como una obra monstruosa dejada sobre la Tierra para que expandiera
la ruindad en todos los rincones. Con un poco de astucia lo hubiera entendido
mucho antes, que mis peleas judiciales habían dado paso a la barbarie rapaz por
una sencilla razón: era necesario que la señora Siegner desapareciese… y por
supuesto lo tomaron como la causa jurídica menos deleznable.
Movió sus pestañas bajo la cavidad de su frente desmesuradamente brillosa,
como si no existiese más piel que hueso en ella.
–Naturalmente, han esperado veinte años para finiquitar su objetivo…
mientras tanto estuvieron jugando conmigo, como un gato juega con el ovillo… el
ovillo me lo proporcionaban los magistrados… sólo lo dejaban rodar y yo corría
tras él… jugaba ante una rueda de codiciosas miradas sobre cuyas espaldas se
extendían mis tierras, aquellas parcelas fértiles que entregué en la peor época del
país a la gubernatura municipal para que se las administrase en beneficio del
pueblo, recurso que no se usó nunca, muy al contrario, se las sometió al usufructo
de oscuros beneficiados, cuyas prácticas fueron siempre solapadas por la
gubernatura, por los fiscales y por jueces… el gato siempre pierde mientras juega, la
justicia es un juego perverso donde se resuelve la derrota de los inocentes.
Se alisó el cabello, giró a la pared donde se encontraba el relicario, y observó
la sombra de los muebles como si mirara su propia imagen dibujada por un inepto
dibujante.
–He aprendido a odiar todo lo que me rodea, y no tengo arrepentimiento
alguno. Temo que sea indistintamente un problema que no resolveré mientras la
humanidad exista.
–Sin embargo, era muy respetuosa del amor y de la justicia– intervine sin
pensar.
La anciana se recompuso de las metáforas y me lanzó la fiera postura de
alguien que ve una intromisión en la menor de las objeciones
–¿Cómo lo sabe?
–Leí sus cartas– confesé, y ella cayó en el silencio.
Me puse a pensar torpemente en el ejemplo del gato, cuyo ovillo había
dejado rodar y perdido al mismo tiempo, ahora al ver de mis manos otro ovillo, me
miraba compasiva y solícita pidiendo algo mucho más grande que un insignificante
ovillo. Sin embargo, aquello no era sino su propio ovillo, tejido y entretejido en sus
cartas.
–Oh, no hay sino pena en esas cartas… no tienen valor alguno. ¿Se refiere al
amor? Ah, tampoco.
–Siento lo de su esposo.
–También lo sentí en su momento, y debo decirle que escribí todas esas
cartas para sobrevivir sin él. Es penoso ver marchar al ser amado hacia la eternidad
sepultando su cadáver, pero es doblemente triste no tener siquiera la certeza de que
su cadáver aparecerá algún día. Fernando se fue de viaje, sin decir nada, y de la
noche a la mañana corrió el rumor de su muerte ocurrida en una embarcación. Más
de un centenar de desaparecidos, y ninguna noticia de Fernando… pero ocurrió
hace treinta años y desde entonces el mundo ha cambiado con una despiadada
ligereza, mis hijos se han marchado, he envejecido y naturalmente han envejecido
mis convicciones.
Volvió repentinamente a perfilar la mirada.
–Si intenta recordarme el pasado para ganarse mi aprobación, debo señalarle
que no lo conseguirá en absoluto… lo siento por usted, puesto que me parece un
tipo de reiterada confianza, además de apasionado por haber leídos esos escritos…
debe saber que no podrá establecerse en esta casa bajo ningún pretexto, y no me
interesa si el secreto corre el riesgo de acabar en manos de la justicia.
El sonido de una campana atravesó los tres ambientes, esto me devolvió a la
embriaguez. Indicaba el final de la misa dominical. Un auto bajó por la avenida
llamando pasajeros con sendos bocinazos. El murmullo en la casa del hombre de
las escaleras prevalecía, es posible que estuvieran borrachos. Me levanté, guardé el
arma en el bolsillo y me apresté para marcharme.
–Perdone, pero ¿está seguro que no tiene nada que ver con el alcalde?
Porque de ser así me vería obligada a impedirle la salida, aunque me matase en el
acto.
–No– repuse y caminé a la puerta.
–Si usted pudiera esperar a Marco –al no entenderla, la dejé continuar–,
estará aquí en unos minutos. Sería estupendo que conversara con él, para que le
sean devueltos los gastos del alquiler, se encarga de llevar las cuentas… además
tendrá que explicar la puerta violentada… si no fue usted, ¿quién pudo forzarla,
aparte de él?
–De todos modos lo averiguará usted, y no se preocupe por el secreto, no
saldrá de esta boca.
Antes de salir, me interpeló con una última recomendación.
–Las cosas suceden por algo, quizá no era este precisamente su sitio… el
destino no es algo que se quiere a viva fuerza… es un impulso imperecedero cuya
naturaleza desconocemos, a lo sumo es una simple conclusión a la que llegamos
con la muerte.
Y creí que hablaba una muerta desde el más allá. Me ardía el pecho, exigía
seguir bebiendo. Caminé sin decir más, la oscuridad invernal sepultaba los aleros de
los muros de las antiguas fachadas, en alguna ventana bailaba una lámpara
eléctrica. En la casa del hombre de las escaleras se escuchó una conversación. “Esta
ciudad está llenándose de provincianos, cada que aparece un provinciano
retrocedemos veinte años de feliz hermandad, ya no existen ciudadanos netos del
distrito de la prefectura, se van muriendo para dar paso a dos o tres provincianos
que luego se multiplican como moscas”, “oh, sí doctor, tiene usted mucha razón”.
Esperé cinco minutos oyendo la monótona vibración de conversaciones
ininteligibles, autos en marcha y el roce otoñal de las palmeras… una avenida en la
que valen lo mismo los efluvios de una borrascosa noche y los anonadados sentidos
de un borracho pertinaz. Luego me fui.

SEIS

Día cuatro. Me levanté al sol, con un cielo despejado, doña Doménica


fregaba platos, sus gatos merodeaban una maceta de limón donde revoloteaba una
majada de insectos de mediana proporción. Fui directamente al baño, oriné en la
taza un chorro magro de un olor a nitrado, y me restregué la cara con agua fría del
grifo.
Me vi al espejo, un rostro grasiento, con los ojos hepáticos (según me dijeron
por beber tanto), el pelo abultado, los dientes deformes ganados en una infancia
llena de accidentes, como si hubieran crecido dando tumbos en volcánicas
quebradas. Un malestar general se recostó en mi pecho. Por el ángulo de la ventana
entraba una porción de luz que calentó mis pies, al mismo tiempo me evocó un
temblor general, una fría crepitación en el estómago. Arrastré los pies hacia el
patio, la señora Doménica me miró sin dejar de mover sus manos en el fregadero,
me pareció estar viendo a una desconocida mujer de sesenta años, con los blancos
pelos crispados, su cabeza deforme envuelta en una arrugada piel, sus hombros
redondos, la redondez de sus extremidades, de sus dedos.
–¿Sintió el frío anoche?– preguntó.
–No.
Desde un rincón, mientras ella hablaba, fijé los ojos en un agonizante
insecto después del zarpazo del gato, dio aleteos breves y electrizantes. Comparé mi
cuerpo con el de aquel insecto, el insecto no conocía la muerte desde luego, sus
aletazos eran por el mero hecho del dolor, el dolor como una tregua frente a la
muerte. Para el insecto el concepto de muerte estaba vedado, y eso no daba sentido
a su vida, de modo que sus aleteos no tenían sentido más que por el dolor. No muy
lejos de aquel insecto estaba yo, prescindiendo de los eufemismos de la vida, con
una resaca insoportable, viendo pasar los segundos, viendo morir lentamente a
aquel insecto, viendo el dolor en los aletazos, viendo al gato incapacitado para ver
lo que le sucedía al insecto. Prediciendo a la señora Doménica postrada en un
ataúd tarde o temprano. Viendo al mundo mismo en decadencia desde el momento
de su creación (si es que lo ha creado alguien).
–¿Qué le pasa…?, está usted bien.
–Sí, estoy bien.
–Se ve pálido, ¿ha bebido?
–No– mentí.
Regresé al pasillo, pasé por la puerta de mi habitación, me dirigí a la sala, el
dolor en el pecho persistía como una áspera bola alojada en el corazón, la cerveza
me provocaba este tipo de síntomas y otros efectos peores, como el vacío, la
incertidumbre y un existencialismo ortodoxo.
Abrí la puerta, la calle sonaba como un río a las dos de la tarde, una calle
adosada de cemento en cuyas esquinas habitaban montículos de basura barridos
por la brisa de los océanos del sur. En otras ocasiones cuando el viento era fuerte,
sepultaba las calles con una considerable capa de polvo traído desde el desierto,
polvo que se metía a las casas convirtiéndose en salobres estaciones, no sólo para
los vecinos de la calle Los Geranios sino para el casi millón de habitantes del
distrito de la prefectura.
Me pregunté cómo habría ido a parar a aquella ciudad, un enorme foco de
edificios en pleno desierto a unos kilómetros del mar. El cinturón de la costa es
agradable para vivir, la naturaleza es menos intensa, no existen lluvias intensas, ni
tormentas, el frío es apenas perceptible, el calor invita a la pereza, en síntesis la
franja que se extiende desde el océano hasta unos diez kilómetros tierra adentro,
ofrece una existencia ambigua, sin riesgos, ni abundancias, por lo tanto, el espíritu
es banal, ambiguo y mediocre. Una vez oí decir: “es mejor cultivar el cuerpo en un
sitio difícil, cuando se cultiva bien el cuerpo, el ideal es bueno, tan fresco como el
manzano crecido en los tempestuosos valles”, temo que ninguno de los hombres de
aquella ciudad poseen frescos ideales, son manzanos arrojados a la inmundicia de
la ciudad. A pesar de ello venían almas de diferentes lugares donde cultivar el
cuerpo era tan difícil como vivir (las montañas, los profundos bosques, la cordillera,
las inhóspitas planicies, etc.), acudían como abejas a la azucarada tentación de la
costa, y allí estaban pudriendo sus cuerpos como sus más elementales juicios.
Puse mis pies sobre el ardiente sardinel de la pista que sigue a la casa de
doña Doménica, una muchacha cruzó apresuradamente la calle sin quitarme los
ojos de encima, aligeró el paso dando la impresión de estar huyendo de alguien.
Supongo que mi modo de vestir no le habría agradado, siempre he relacionado mi
modo de vestir con las miradas; aquella ocasión llevaba una calzoneta verde oscuro
amarrada a la cintura por una gruesa correa, una sudadera rasgada sobre el hombro
y unas sandalias de goma.
Caminé por la calle de Los Geranios sin destino fijo. Bajo el limonero
vecino, plantado penosamente entre la vereda y la pista, me vio venir el perro
huérfano, me miró con el cuerpo extendido sobre sus patas traseras y sus extremos
delanteros plegados debajo de sí mismo, a la sombra del árbol. Solo atinó a mover
la cola cuando estuve a dos pasos de él, entonces levantó la mirada, sus ojos
lagañosos, el hocico rebanado por alguna pelea, me remitió la triste versión de una
derrota. Un perro del que no estoy seguro si tuviera dueño, la única persona que
tuvo afinidad con él fue Susy, después de ella nadie podría afirmar que el perro
fuera de tal o cual vecino; durante años vivió a la sombra del olvido y de la fortuna
de los buenos basurales, hizo su hogar en un alero de zinc aprovisionado sobre la
falsa puerta de un galpón olvidado por los propietarios. Era un perro negro robusto
de pelo raso, orejas firmes y alegres, un hocico largo rematado por un color cenizo
de cebra joven. Al verme pasar de largo, se puso de pie y me siguió con dificultad,
tenía un impedimento para poner una de las patas traseras, volteé para persuadirle,
pero al verlo en aquel estado de convalecencia no me quedó otra alternativa que
dejarlo para que caminara conmigo; ambos caminamos por todo el trecho de Los
Geranios. Algunas señoras nos vieron marchar, como a dos huidizos cómplices,
encarnando el desprecio que merecen los perros sarnosos. La resaca es como la
sarna.
Al terminar la calle de Los Geranios, volteamos a la derecha, tomando una
calle empinada hasta el restaurante donde solía comer cuando me levantaba de las
grandes resacas. La mujer que regenta aquella pensión es una antigua conocida de
la señora Doménica, tiene dos hijos pequeños de tres y cinco años respectivamente,
los tuvo a la edad de cincuenta y cinco años, de modo que ahora llevaba casi
sesenta años con dos críos encima. La pensión no es un sitio donde se prepara la
mejor comida, sin embargo hay clientes que se desentienden de la comida y van al
restaurante a sentirse como en casa, las mesas no son tan higiénicas pero existe
gente que busca algo familiar en no tener una mesa limpia, la mujer no es una
hermosa mesera pero la gente se siente honrada al ser atendida por una vieja
parlanchina con sesgos de madre. Por otro lado, estaban los niños colmando la
paciencia de clientes instruidos en berrinches domésticos, en suma, gente del más
bajo perfil iba a aquel restaurante para sentirse en casa, una casa a su estilo, con los
requerimientos de una casa marginal.
Tomé la primera mesa detrás de la puerta, un niño avanzaba a gatas por
debajo de la mesa. El perro merodeó temeroso antes de seguirme al interior, la
señora al verle cogió un palo de escoba y quiso reprimirle de la peor forma.
–Es mi perro– dije.
Entonces se disculpó, de todas maneras tuve que ir a buscarlo, porque al ver
el palo en manos de la señora había huido arrastrando su coja pata, le traje de
vuelta hasta mi mesa y le di toda la porción de carne de la fría sopa que me
pusieron. El perro masticó lentamente acogiéndose del peligro, yo en cambio apuré
algunas cucharadas para que la náusea no me venciera, debía comer lo más rápido
posible para que el cuerpo no tuviera tiempo de rechazarla, apenas acabada la sopa
me vino el más insoportable de los efectos después de una borrachera, de modo que
le pedí a la señora que pusiera el siguiente plato en una bolsa.
–Es para mi perro– dije.
La mujer fingió una sonrisa y devolvió el plato que ya estaba servido a una
bolsa.
–¿Es cierto eso de que va a abrir un negocio? – dijo repentinamente.
Al no escuchar una respuesta siguió.
–La señora Doménica dijo que usted estaba rehaciendo su vida… me alegra
que esté obrando con sensatez. La juventud se degenera con facilidad en estos
tiempos, y beber no le hacía bien definitivamente… si es cierto lo que dice la
señora, bien por usted… quisiera que cuente con mi apoyo, emprender un negocio
no es fácil, si quiere algún consejo no dude en preguntarme.
Comprendí que la señora Doménica le tenía al tanto de mi vida, dos señoras
en la edad crepuscular de la vida siempre tendrían algún asunto particularmente
interesante, y para las mujeres no hay nada más interesante que mezclarse en los
asuntos inefables de un joven solitario. La escuché como es debido, con la
respetuosa atención de un discípulo inexperto. La señora me habló extensamente,
sobre los artificios de un negocio rentable, siguió con los riesgos, el temor a la mala
inversión, continuó con el sacro compromiso de casarse, y terminó con Dios,
naturalmente.
Otra mujer de mediana edad interrumpió la ceremoniosa exhortación, se
sentó en una de las mesas y se tomó la cabeza, la señora del restaurante que
hablaba conmigo cortó la conversación y se disculpó para atender a la mujer recién
ingresada.
–¡Qué terrible…!, ¿cómo pudo ser?– exclamó ésta.
La señora del restaurante la escuchó acongojada, respondió algo que no
llegué a escuchar.
El perro dormitaba después de masticar el hueso, la señora del restaurante
miró a la pared, a una altura considerable estaba el televisor, luego siguió con la
mirada al pequeño que jugaba con dos cucharas de plástico en uno de los rincones,
buscó también en sus bolsillos con la sensación de haber perdido algo de suma
importancia, caminó hacia la ventanilla del dispensador en cuyo interior trabajaban
las dos empleadas encargadas de la cocina, buscó en algunos cajones y luego dio
por hecho haber perdido lo que buscaba con un movimiento exasperado de cabeza.
La señora que entró, miró al niño que jugaba con las cucharas como acusándolo de
la pérdida. Finalmente la señora del restaurante tuvo que llamar a alguien de
nombre Ñol.
–¡Ñol! ¡Ñol!– asomó de una de las puertas interiores una peluda cabeza
sostenida por una gorra de malla, ante el pedido de la señora, mostró las manos
enguantadas y ensangrentadas.
–¿Qué es lo que haces?– preguntó la señora del restaurante.
–Aderezo– respondió Ñol, la señora hizo un aspaviento restando
importancia a lo dicho por Ñol.
–Pídale a Rosa, sólo ella… toda la vida ella– se quejó Ñol.
Rosa asomó una mano por el dispensario (una ventana entre la cocina y el
comedor) y dejó sobre el madero de los platos un control remoto.
–¿Por qué tienes que tener el remoto?– objetó la señora del restaurante.
–Espera sus novelas… empiezan en unos minutos– respondió una voz que
no era de Rosa.
La señora del restaurante acarició presuntuosamente el artefacto, como si
llegara a la conclusión de que a ambas chicas les gustaran las telenovelas.
–El televisor es para las noticias… –dijo al mirarme de nuevo– y para los
clientes –concluyó.
Direccionó el control a la pantalla y apretó repetidas veces el botón, una de
ellas encendió el televisor. En la pantalla se veía un hombre en terno, con el pelo
liso, moviendo los labios. En la base de la pantalla había una franja de menudas
letras que no alcancé a leer, las dos señoras tampoco las leyeron, pero la señora que
entró recientemente, dijo.
–Es ese, ese, déjelo ahí… ¡oh!, no, es cierto… qué malditos– insistió con
agitada indignación.
La señora del restaurante apretó de nuevo algún botón que le puso voz al
hombre de la pantalla. “Es probable que hayan sido dos, uno solo naturalmente es
insuficiente para tamaña barbaridad”. La señora del restaurante mantuvo el botón
del volumen hasta que el sonido fuera audible. “…Repetimos, ambos cuerpos han
sido degollados literalmente, por el momento se realizan todo tipo de diligencias,
los encargados del departamento forense mantienen el caso en estricta reserva.”
Rosa salió de la cocina, expectante, como si realmente hubiera empezado la
telenovela, otra muchacha de unos veinte años siguió a Rosa limpiándose las
manos en el mandil de su pechera y se unió a las tres mujeres que veían el televisor.
El perro ladró, y yo alcancé a leer: “Doble crimen en la casa Siegner”, por un
momento creí estar soñando. El perro ladró de nuevo, la señora del restaurante
volteó la mirada y se aproximó. Un frío sudor me atravesó la médula. La señora me
abordó como si presintiera el malestar.
–¿Desea algo más?
–No.
Y se llevó el plato.
Visualicé a Franco respirándome la nuca, avanzando por las inmediaciones
del pasaje Los Geranios, haciendo sonar los botines llenos de sangre, ahora mismo
conversando amablemente con la señora Doménica, “¿se encuentra Bernardo?”,
“¿se demorará en volver?”, “¿dónde cree que haya ido?”, “¿cómo iba vestido?”, la
señora Doménica por supuesto no se negaría a responder ninguna de estas
preguntas, “a esta hora debe estar comiendo en el restaurante de la esquina….
perdone, ¿para qué lo busca señor…?”, “Franco”, “¿Franco?”, “nada
importante…”. Ahora avanzando por el pasaje del naranjo, cada vez más cerca, tan
cerca que el perro puede olerlo.
Arrojé sobre la mesa una moneda de cinco precios, y salí del restaurante.
–Joven… olvida la comida de su perro– alcanzó a decir la señora del
restaurante.
–Déselo usted misma, no es mi perro.
Caminé hacia un callejón escondido. Sentado en una vereda, esperé una
decisión oportuna, pero no hallé más que un aire frío con olor a sangre agitándose
en mis pulmones, me pregunté si no estaba ya muerto, que mi corazón haya
estallado, si aquel atardecer que estaba viendo no era sino un espejismo inverosímil
persiguiéndome, si el encuentro del día anterior con la señora Siegner no habría
sucedido en realidad.
Un minuto después apareció el perro bordeando la esquina, con la cabeza
gacha, relamiéndose el hocico, dio miradas furtivas antes de darme encuentro.
Podía sentir el ocaso de su cuerpo frente al dolor, probablemente venía buscando
protección o se moriría irremediablemente, aquellos perros volverían a darle la
estocada final, no tenía a nadie más.
Por otro lado, yo estaba en la misma situación, en unos instantes Franco me
daría alcance y me mataría sin clemencia. Paré un coche.
–¿A dónde?
–A la avenida Industrial.
El auto zigzagueó antes de salir de la urbanización de Los Geranios.
–¿Quiere usted mucho al perro?
–No es mi perro.
–¿Y por qué lo lleva con usted? –al no oír respuesta, prosiguió–, perdone que
me meta en sus asuntos.
El perro olisqueó el tapiz del asiento trasero y paró las orejas al escuchar las
bocinas. Una fila de tres patrullas bajó en sentido contrario.
–El mundo está loco –prosiguió el taxista– han matado a la señora Siegner y
a uno de sus empleados… ¿no ha visto las noticias?, se ha armado el mayor de los
tráficos, el centro es un hormiguero, ahora mismo mientras la policía hace
operativos, viene en marcha gente indignada hacia el centro para protestar por este
crimen… dicen que es una santa, no en vano ha contribuido a esta ciudad. Lástima
que no podamos pasar por el centro, podría usted ver la cantidad de ancianos,
niños huérfanos, mujeres pobres con niños, todo tipo de gente que está rodeando la
casa de los Siegner. La policía dice que tienen identificado al asesino, según dicen
es un muchacho que fingió alquilar la casa.
El auto avanzó lentamente, el perro se recostó sobre mi rodilla, el viento
batía las palmeras apostadas en las callejuelas aledañas a la avenida Industrial.
–¿Dónde quiere quedarse?
–Déjeme aquí– respondí, para evitar indicios que delataran mis pasos.
–Si quiere le dejo donde las putas, no es molestia, pero temo que no podrá
entrar con su perro.
–Déjeme aquí– insistí en un tono imperativo.
Fui recibido por la ancha calle de la avenida Industrial completamente
vacía, por un momento creí que era verdad aquello de que toda la ciudad se habría
apostado en el centro para presenciar el asesinato de la señora Siegner. Caminé
desorientado pensando si Mary estaría en su bar. El perro se adelantó, olisqueó las
esquinas, depositó orina en un poste y dio un gemido triunfante aunque las heridas
no le permitieron redoblar los gruñidos.
Me presenté en la misma puerta del día anterior, toqué tres veces, me recibió
una joven mujer de enormes senos y unas ojeras de alguien que no ha dormido las
dos últimas noches. Miró largamente sobre mi ornato, pero cuando descubrí que
sus ojeras no eran por falta de sueño sino por las lágrimas, bajó avergonzada la
mirada hacia el perro y nos dejó pasar sin decir palabra. Pregunté por Mary.
–¿La nueva? – dijo la mujer.
–Sí, la nueva.
–No, no está. Pero vendrá en unos minutos, ¿quiere esperar?
–Sí.
–¿Quiere una cerveza?
–Sí.
La muchacha avanzó al mostrador empujando algunos sillones en desorden,
desde el escaparate de atención aparecieron algunos rostros de varias chicas que me
miraron sorprendidas, una de ellas avanzó hacia el sillón donde me encontraba.
–¿Bernardo?
Y di por hecho que Mary había difundido mi nombre.
El perro fue a darle un amistoso encuentro, ella lo acarició, era la muchacha
que me había recibido un día antes con las manos mojadas. Se sentó junto
conmigo.
–¿Sabes que ahora te busca toda la ciudad?
No respondí, ella acarició de nuevo al perro que olisqueaba sus sandalias.
–¿Y este perro?
–No es mi perro.
–¿Y Mary?
–¿La nueva?
–No sigas diciendo eso, sé quién es ella.
–Bien. Está descansando… haré que venga en un momento.
Cuando Mary vino, ya me había bebido dos cervezas, las chicas habían
merodeado mi asiento, todas con una señal de tristeza en los ojos. Sin embargo,
Mary se acercó serena y con muy pocos signos de haber llorado.
–Por un momento pensé que serías tú, pero luego me enteré la verdad– dijo.
Tenía el vasto cabello en desorden, lo cual daba un color sencillo y rojizo a
su cabeza, a primera instancia pude haber estado viendo a una chica con los
cabellos recién pintados, pero el encuentro del día anterior me había bastado para
saber que se aplicaba algún colorante; de todas maneras la espontaneidad le daba
un aire diferente, un rostro más ancho, labios prematuramente tersos y una floja
cafarena de ancho cuello colgando sobre unos senos algo astutos.
El perro, después de acompañar a la chica de las manos mojadas hacia el
mostrador, regresó con las orejas caídas y olisqueó las desnudas rodillas de Mary,
ésta correspondió con la palma extendida sobre la cabeza.
–Oh, Kan– dijo.
Por supuesto Kan movió la cola desmesuradamente, como si conociera a
Mary desde hace mucho tiempo.
–Estas más viejo Kan –volvió a decir, luego aguzó sus ojos a la herida en el
hocico y permaneció unos segundos como una conmovida enfermera ante un
herido de seriedad, Kan no se movió– …vino por última vez hace un año, lo trajo
Susy; se quedó aquí viviendo por lo menos una semana, todas las chicas le
prepararon un nombre diferente, sin embargo Susy y Luz le llamaban kan.
Acarició al perro con ternura y prosiguió.
–Luego se fue, Susy dijo que era como tú, acostumbrado a vivir bajo las
reglas de la más inhóspita marginalidad, supongo que tenía razón, supongo que
también te amaba por eso, tanto como amaba al perro. Ahora es probable que nadie
te conoció más que ella, desde donde esté sabe que vienes herido como Kan,
lastimado en lo más hondo.
La miré con indiferencia y celo, sus palabras me provocaron una reacción de
enojoso resentimiento, sin embargo no podía ponerme a la defensiva.
–Mary, ha sucedido algo, necesito que me proveas…
–Lo sé todo… ya no es necesario que me digas Mary, dime Angélica–
interrumpió con una sonrisa.
Kan se recostó como una pequeña alfombra de adorno en forma de un perro
negro con las marcadas costillas.
–Ahora ven conmigo.
Se levantó y me jaló hacia el interior del bar, Kan corrió hacia las chicas y
éstas celebraron aquello con una demostración perentoria de afecto. Atravesamos
una cortina árabe para tomar una escalera angosta que daba a un ambiente superior
también antecedido por otra cortina de tendencia oriental.
Salimos a una frondosa azotea poblada de macetas de todo género. Había
un verdor confortable bajo el techo veraniego del esterado solar, que desde luego no
tenía paredes sino cuatro parantes de acero plantados en las cuatro esquinas, desde
allí se podía ver la ciudad hasta alguna distancia regular como para saber que
estaba uno en un bosque de casas desiguales.
Hacia uno de los lados se encontraba una puerta de madera rústica,
antecedida por una mesa de juegos y un conjunto de sillas confortables tejidas de
mimbre. Mary empujó la puerta y detrás de ella apareció una cama con las sábanas
desolladas, un tocador extenso, una mesa con un jarrón de agua y un vestidor que
supuse se usaba con demasiada frecuencia por la cantidad de vestidos que pendían
del colgante.
–Pensé que querrías darte una ducha– dijo.
Existía en sus palabras cierta ponderada precisión frente a un asunto al que
se había anticipado exitosamente.
–Al parecer, no has entendido. No tengo tiempo para darme un baño, allá
afuera hay más de un millón de personas que me están buscando, por algo que
precisamente no he cometido– repuse.
–Oh sí, ha acabado todo –insistió con la resignación desconcertante de una
mujer terca–, la cacería de Franco ha terminado hoy –concluyó.
Se puso una bata, caminó al espejo y se arregló los cabellos. Ante el silencio
acotó.
–Franco ya no existe más, ha desaparecido, ahora eres tú… si quieres saber
cómo ha terminado, es decir cómo terminas tú… no lo sé… quizá hayas perdido…
no lo sé, pero al verte aquí de cuerpo entero, me atrevería a decir que has vencido,
el destino ha vencido.
Estaba tan segura de sus palabras que llegué a dudar de que las estuviera
diciendo a cabalidad. Una patrulla pasó muy cerca del edificio haciendo tronar la
bocina, ella regresó a la cama, se sentó al borde y me miró con obstinación.
–Franco estuvo aquí, no sabes lo que ha envejecido, ¿no lo conocías verdad?
Es un hombre que ha huido del mismísimo infierno. Vestía poca ropa, un pantalón
vaquero, camisa a botones, unas botas que de seguro las llevaba puestas desde la
cárcel… tal parece que después de haber cometido la barbaridad, vino directamente
al bar. Entró como cualquier cliente, se sentó a la mesa, pidió cerveza, la chica que
le atendió dijo que se le veía algo exhausto, como aquellos tipos que vienen al bar
después de un día fatigado. Después de beber unos minutos, sacó un puñal y lo
puso a la vista de todos, sobre la mesa. No sabes el horror que se apoderó de la
chica que le atendió, el mismo terror de una hija que ve un peligro inminente para
su madre, pero Franco la tranquilizó, le dio un billete y le conminó a que me fuera
a buscar… aún recuerdo el rostro de la niña, entró por esta misma puerta –señaló la
salida– sollozando como una cría, me abrazó y me dijo que huyera, que allá abajo
había un demente con un puñal. Yo, en ese momento había encendido el televisor,
y me preparaba para ver alguna que otra noticia solamente con la finalidad de
distraer mi mañana como lo hago siempre… ya me había enterado del episodio de
la casa Siegner, todos los canales de radio y televisión transmitían sin intervalos la
noticia, supuse que eras tú… honestamente se me crisparon los pelos… nunca
pensé que serías capaz, te presentaron como el único sospechoso... Sólo cuando la
niña dijo que un hombre amenazaba el bar comprendí que se trataría de Franco, y
que hiciese lo que hiciese no podría escapar, al menos no como quisiera. Tomé la
única decisión que amerita estos casos, por una vez en mi vida quise ser valiente,
dejar de ser Mary, se me presentaba la oportunidad de verle el rostro al asesino de
Susy, de Luz y… –se levantó de la cama y fue directo al jarrón de agua, se sirvió
con moderación, se bebió todo– maldije haberte dado la única pistola; sin otra
opción bajé al bar, no sabes cómo estaba aquello, las chicas gemían de llanto,
algunas contenían las lágrimas, pero no podían esconder el pavor, creían
firmemente que me iba a matar allí mismo. Franco estaba recostado sobre el sillón
de terciopelo, un hombre viejo, en todo caso regularmente viejo, se notaba en la
gruesa y porosa piel de su rostro, pelo negro con algunos mechones encanecidos.
La primera impresión que tuve es de un tipo enormemente aventajado por la
naturaleza, se notaba en sus huesos, sus largas extremidades, sin embargo daba la
sensación de un hombre derrotado en más de una batalla, un tipo que ha perdido la
seguridad de sus tiempos juveniles, aunque debo admitir que conservaba la astucia,
el vigor y la ironía vespertina de aquellos amantes a los que inmortalizamos
nosotras las mujeres –al llegar a este punto dudó sobre lo que acababa de decir–, no
quiero decir que Susy lo siguiera amando, en el caso que estuviera viva, es más que
seguro que no, el amor y el deseo son dos conceptos de fina traducción, nunca van
de la mano, en ese sentido Susy te amaba –me miró con compasión– y te amaba de
verdad –repitió “te amaba” con una proporcionalidad inútil–, en fin, el caso es que
me senté frente a aquel hombre que ciertamente tenía un puñal sobre la mesa, un
cuchillo mediano de esos que se emplean en la cocina, con la empuñadura abollada
laboriosamente, presuntamente de un carnicero. No sé con qué propósito lo tendría
ahí, seguramente quiso asustar a las chicas. Cuando vio que iba a su encuentro,
cogió el cuchillo y lo guardó algo avergonzado en el bajo vientre donde por unos
momentos vislumbré la gruesa correa que soportaba su abundante estómago. Se
disculpó y pidió un cigarrillo, le acerqué una cajetilla que llevaba conmigo, aspiró
la nicotina y se recostó de nuevo. “Mary –empezó–, sé que tienes guardado a
Bernardo, sé también que puedo en este momento ir a su escondite y sacarlo como
a una asquerosa rata, pero heme aquí en tu bar, respetando los protocolos de una
visita formal, en ese sentido perdona las dispares reacciones que provoqué en tus
niñas”. ¿Cómo saber lo que pretendía? Estaba viendo a un hombre desquiciado a
punto de cometer una atrocidad, saber que me victimaría en cualquier momento,
me hacía tremendamente infeliz. “No irás a echar a uno de los clientes más
celebrados de la avenida Industrial, un cliente memorable que en esta ocasión no
quiere otra cosa que festejar”. Se refirió a él mismo en tercera persona, como lo
hacen los rufianes para burlarse de su víctima, inmediatamente después quiso que
todas las chicas se sentaran en torno a él, algunas de ellas se acercaron con los ojos
rebosantes de lágrimas, pero Franco las abrazó a todas y las besó en la mejilla como
un padre compasivo, me pareció que deliraba, no podía estar en el dominio de sus
facultades, un hombre que ha cometido el más condenable de los crímenes hace
sólo un par de horas no podría de ninguna manera estar en paz consigo mismo.
Pero hasta ese momento sus acciones tampoco merecían el descrédito condenable
de alguien que quiere matar. Para una que conoce el negocio de los bares, era un
simple rufián que deseaba celebrar alguna de sus pillerías, con la diferencia que se
trataba de Franco, cuya vida es más que conocida. –Mary relataba todo aquello
desde la tranquila perspectiva de una persona que ha salido de un apuro crucial, de
vez en cuando me lanzaba unos ojos tranquilizadores–. Pidió una ronda de
cervezas, repartiendo las botellas a los invitados que éramos nosotras. Las chicas la
recibieron como una perversa afrenta de un anfitrión instruido para engañar.
“¿Recuerdas a Susy?”, “no”, respondí; no podía y aunque pudiese hubiera sido
imposible contestar. “Si estuviera aquí, sería perfecto”. Vi que sus ojos brillaban.
“Pero no está, desde luego, ¿saben qué es lo que pasó?”, las chicas escucharon esto
como una camada de estatuas, “la mataron, ¿quién?, no lo sabemos, lo cierto es que
Bernardo tuvo mucho que ver, ¿no es así?”. Me hizo una acusadora referencia.
“Supongamos que fue otro, un amante que la frecuentaba desde mucho antes, en
ese caso Bernardo no tendría ninguna culpa, ¿qué hace entonces Bernardo
ocupando nuestra charla? Nada, absolutamente nada. La otra probabilidad es que
aquel otro sea no solamente un simple amante, sino un hombre que la amaba con
locura, y Bernardo un tercero que se ha interpuesto codiciosamente a aquel amor.
Aun así, Bernardo sigue siendo inocente porque jamás conoció a aquel otro ni tuvo
noticias de él”. Se llevó el cigarrillo a la boca, ninguna de nosotras dijo palabra,
todas estábamos supeditadas a la manía de sus expresiones, todas en silencio
temiendo que nuestra respiración desencadenara el menor ruido. “Sin embargo, es
culpable tanto o peor que ella, a juicio popular ella es la adúltera, a pesar de no
estar casada formalmente mantenía con aquel otro un acuerdo incólume, una
promesa tácita de lealtad, que se borró cuando Bernardo apareció o más
propiamente cuando ella lo quiso así. ¿Qué le deparaba entonces?, la muerte, la
muerte para ambos”. Franco, disfrutaba del espectáculo, le satisfacía la temeridad
de nuestros ojos, y si no llegaba a concretar sus perversas razones es porque
esperaba alargar el sufrimiento de las chicas y especialmente el mío. “¿Qué buscan
las mujeres en el amor?, ¿no es una vida abundante?, y aquel otro se lo dio por todo
medio, aunque no tuviera más medios que los juegos del azar, negocios no
admitidos, y uno que otro asalto que le separó un cupo en la cárcel”. Se detuvo, los
pensamientos de los que presenciábamos aquel espectáculo estaban a la par, todas
estábamos en total paroxismo, y él estaba seguro de estar logrando lo que se había
propuesto. La virulencia del primer momento y la paciente invocación de sus
últimas palabras, dictaban la creciente borrachera de un espíritu afectado por los
acontecimientos. Sin señalar un cambio en el modo de narrar, resolvió referirse
después de la breve pausa, a sí mismo; ahora hablaba en primera persona, “Susy
era una señal para los peores momentos, la cárcel puede ser el peor sitio, pero con
Susy clavada en mis pensamientos no existía lo tenebroso. Desde la cárcel luché
por conservarla, vigilé sus pasos al milímetro, evité que alguien la acechara, la
guardé...”, en esta parte sus ojos se llenaron de lágrimas, es posible que la cerveza
estaría obrando discretamente sobre sus recuerdos empeorando todo al delirio, bajó
la mirada y se acercó los dedos a los ojos, como si fuera una herida latente, “pero
jamás esperé que se enamorara de un pordiosero peor que yo, uno que no le
ofrecería ni la décima parte de lo que le pude dar, entonces enloquecí, empecé a
tramar lo indecible, mi corazón no soportaría tamaño desengaño, me juré tomar
venganza de la peor forma”. Miró a las chicas, como un expositor desquiciado.
“Era la mujer más maravillosa, ¿acaso alguien no ha amado de veras, alguien que,
terminado el amor en desengaño, haya pasado a considerar la venganza como el
camino más plausible?, ¿no es cierto que un corazón dócil sea capaz de obrar de la
forma más cruel?, ¿no saben que el amor verdadero sólo termina con la muerte…?”.
Se llevó la botella de cerveza a la boca, bebió un buen trago, y se limpió la
humedad esparcida por su cara a causa de las lágrimas, mientras nosotras
observábamos compungidas. “En cuanto salí, fui a buscarla, la hice confesar todo,
aun puedo ver su rostro suplicante…”, hizo un ademán con la mano, como si
ahorcara un cuello invisible, “…de alguien que sabe de antemano que la van a
matar. La asesiné, y me duele…”, lloró profusamente, las chicas observaron con
aquella débil complacencia con que uno observa una tragedia mal representada.
“Su último deseo… fue que cuidara de Luz… Luz era aún una niña cuando la
trajeron de la selva para que se instruyera en el negocio de los bares, Susy la amaba,
decía que era su hermana, y bajo ese precepto la protegió como a una hija, ella por
decirlo así se convirtió en su tutora, vivió con ella, recorrió las cantinas con ella y
ustedes saben de ello, yo mismo la apreciaba. Pero en aquel momento, su pedido
hizo que trasladara mi furia a esa niña, la consentí como parte de todo, busqué su
rastro con el mismo despecho que tenía contra Susy, unos días más tarde la
encontré en un hotelillo con las maletas hechas, ¿qué cambiaba si la dejaba
marchar?, nada, era inocente, una niña como ustedes, una niña apegada a Susy,
que no quería terminar como ella, asesinada de la peor forma. Y quería huir, sin
saber dónde dar el siguiente paso. Pero mis pensamientos estaban volcados en la
absoluta venganza, erradicar toda inocencia que hiciera referencia a Susy, y me
encargué de que terminase así, muerta como su mentora, muerta además como la
cómplice de mi desgracia”. Estaba extasiado, y su excitación se debía a la exaltada
sucesión de los hechos. Se acomodó en el asiento, al parecer sufría de una
incómoda molestia en la zona lumbar. Luego continuó en un tono menos
portentoso. “Desde entonces buscaba a Bernardo, el causante de todo esto, sé que
la policía lo protegía en algún sitio… al menos hasta hoy”. Sorbió la cerveza y
continuó. “Nunca le he visto la cara, según se dice fue un mediocre estudiante de la
Facultad de Letras, probablemente sea un hombre culto, lo que no garantiza que
sea un hombre derecho. He averiguado lo esencial, tiene más o menos treinta años,
gusta de la buena vida, ha estado implicado en una serie de actos torpes, en la
cárcel se cuentan chistes sobre aquella fuga de presos, naturalmente fue un acto
tonto”, sonrió, “a pesar de todo es un tipo difícil de encontrar, lo busqué en todos
los bares de la ciudad, nadie dijo haberlo visto, la necesidad de ubicarlo me llevó a
visitar a los lugares poco comunes, por ejemplo fui a un recital de poesía… bueno
tenía entendido de que gustaba de la poesía por los escritos que encontré en la
habitación de Susy, escritos indescifrables que no pude entender hasta que se los
llevé a un entendido en la materia, un profesor calificado que además de dictar
clases de gramática en un colegio estatal, venía a la penitenciaria como parte de un
programa de reinserción… lo cierto es que al salir de la cárcel lo ubiqué y entregué
todos los escritos, éste me dijo entonces que esos escritos no tenían valor alguno, no
tenían sentido y carecían de un objeto. Lo mucho puede sacar usted de esto es que,
sea lo que sea, por una extraña razón le gustaban a Susy, me dijo. Entonces mi
furia creció como la turbia espuma de un estanque movido por una tormenta, cada
indicio alimentaba de mala forma mis ánimos. Debía encontrarlo aunque ello
significara desollar el mundo de cabo a rabo, y eso hice. Me propuse a averiguar
hasta el más escondido de sus secretos. Las averiguaciones me condujeron al
departamento policial, y no es fácil servirse de la ley para esos propósitos, puesto
que tenía una orden de captura sobre mis espaldas, pero aunque las leyes sean
eficientes, los guardianes de la ley siempre serán corruptibles. Por medio de esto
supe que vivía en los bajos de la ciudad, en la casa de una vieja viuda, con órdenes
de restricción y protegido por la policía. Conocido este detalle me propuse vigilarlo
al milímetro. Ciertamente, descubrí que planeaba formar un negocio, ¡oh, qué
remedio más estúpido aquello del negocio!, vigilé sus movimientos durante los tres
últimos días. Se reservaba en una antigua casa en el centro de la ciudad, dudo que
alguien haya morado en aquel condominio porque su fachada y todos los ornatos
exteriores generaban repulsión, consideré imposible que pudiera surgir un negocio
en esa casa, pero comprobé que era cierto, Bernardo se disponía a instalar un
pequeño mercado en los ambientes, es un muchacho algo dedicado, se tomó muy
en serio las recomendaciones del departamento policial y preparaba un ambiente
para comerciar. Quise averiguarlo de todos modos, y en ese sentido le hice una
visita de noche a su futuro negocio. Me fue fácil engañar la cerradura de la vieja
casa, con una técnica que se llama siamés, se trata de probar con diferentes llaves
hasta que una acierte, el interior de la casa se dividía en tres ambientes. Esa primera
noche hice un reconocimiento. Es probable que Bernardo haya estado haciendo lo
mismo unas horas antes, deduje esto por un maletín negro con algunas
herramientas adentro, dejado a un rincón, el resto de objetos eran trastos antiguos
sin valor, todos colocados en uno de los tres ambientes. Pasé la noche en esa casa,
sin poder cerrar los ojos, conjurando mi venganza, no hay nada mejor que esperar
al enemigo en su propia casa, y yo no sólo estaba esperándolo. Al respirar el mismo
aire sombrío de aquella casa, estaba entrando en un grado de parentesco con mi
enemigo. Mi plan estuvo a punto de cumplirse a destiempo, porque a la mañana
siguiente, Bernardo vino muy de madrugada, felizmente intuí su llegada y me
escondí, naturalmente sospechó de mi presencia o en todo caso temió de alguna
presencia no natural. Lo sentí cuando pasó rozándome las narices en medio de la
oscuridad, se dirigió al interior y me facilitó la huida. ¿Si se preguntan por qué no le
di muerte en aquel instante?, les digo que no lo sé, quizá porque lo veía por vez
primera, un tipo delgado, de aspecto erguido, jamás esperé encontrar aquel aspecto
indefenso en un enemigo que creía peligroso, de todas formas escapé llevándome el
maletín. Por la mañana me di a la calle, estuve todo el día caminado por la ciudad
esperando que atardeciera pronto para llevar a cabo definitivamente mi plan,
cuando el sol menguó me acerqué a la casa de nuevo, sigilosamente. Corrían las
siete más quince y vi que aun trabajaba, por la luces que despedían las rendijas, las
mantuvo así hasta las diez de la noche, eso entorpeció mis expectativas, esperaba
encontrarlo más vulnerable, no sé, tal vez con la puerta abierta, o en una
disposición menos expectante, pero verlo trabajando me conmovió tanto que no
pude atenerme a la crueldad de mis pensamientos. Terminada la faena, se fue; lo vi
con mis propios ojos salir, con un enorme cuaderno de apuntes. Cerró la puerta del
condominio, paró un taxi y se marchó; observé todo aquello desde un banquillo
ubicado al frente de la casa donde hay un parque que nutre de verde a la más
importante avenida. Al ver que el condominio quedaba sin amparo y mi plan sin
resultado, lo único que hice fue acercarme por segunda vez a las verjas de la
vivienda, encontré la cerradura de la puerta reforzada con un candado,
probablemente habría descubierto la desaparición de su maletín. Para no verme
descubierto o en último caso generando sospechas en los vecinos, forcé las aldabas
que se sujetaban al candado y las arranqué desportillando por completo el madero
donde estaba clavada la cerradura. Había logrado ciertos avances con la pintura, las
paredes ahora se encontraban cubiertas de un color verde aplicados por una mano
algo experta en estos menesteres, siempre he admirado a los tipos oficiosos que no
le temen a los trabajos manuales onerosos y difíciles, Bernardo lo era en cierto
sentido; lo sorprendente de la naturaleza humana es que siempre cultivamos algo
secreto que nos apasiona, a Bernardo desde luego le apasionaba las prácticas
manuales. Bien, el caso es que debía morir, no hacía más que culparme por no
haberle dado fin en el momento adecuado. Dormí de nuevo en aquella morada,
viéndolo morir en sueños, en aquel viejo caserón, una muerte perfecta, lo sabía.
Replanteé mi plan, la siguiente noche no dejaría ni un detalle al viento, repensé la
hora: las diez de la noche, debía ser infalible, una hora regularmente buena, tanto
para darme un tiempo para tomarle por sorpresa como para evitar a los transeúntes
que a esa hora ya se han recogido a sus casas; dormí en el mismo viejo sillón donde
había pasado la noche hace veinticuatro horas. Al amanecer, salí muy temprano,
dejé la puerta con las aldabas violentadas y fui caminando por las calles sin destino
fijo, no tenía dónde ir, desde que he abandonado la cárcel no tuve un momento de
libertad, la muerte de Susy me había devuelto a las celdas de la clandestinidad, por
lo tanto era de suponerse que la policía me buscaba como a una aguja. Sin ropa con
que mudarme el vestido y sin nada en los bolsillos, incentivado únicamente por mi
espantoso proyecto, y para ello la única propiedad que llevaba conmigo era el
maletín sustraído la noche anterior, con el noble propósito de servirme en algo, y
un puñal que siempre llevé conmigo desde mucho tiempo antes. Por la noche me
dirigí por última vez al condominio, me apersoné con el corazón retozándome
como el de un caballo, como un jovenzuelo que va a una primera cita amorosa. El
reloj marcaba las diez de la noche, la calle ya estaba despejada, excepto por algunas
señoras que acudían a comprar pan de canasta a la esquina. Sopesé nerviosamente
la puerta, las aldabas habían sido topemente recompuestas, aunque con el candado
en su sitio no daba la impresión de estar violentada de ninguna manera. Desde uno
de los alféizares pude ver la luz encendida del ambiente lateral de donde me
encontraba, por lo que empujé con cautela para rodear los ambientes, ya en el
interior vi una porción de luz proyectada hacia la fresca pintura de la pared recién
trabajada del ambiente interno, eso me reconfortó, mi plan iba estupendamente,
tomar por sorpresa a mi objetivo se tornó invariablemente excitante, adelanté
algunos pasos con extremado sigilo en dirección del ambiente de los muebles, unos
movimientos extraños acompañados de sonidos dispares me inquietaron, como si
alguien caminara a cuatro pies, aquello apresuró mis precauciones, no es lo mismo
encontrar a uno que a dos, me entró un nerviosismo profano, asomé la cabeza con
extremo cuidado, una anciana mujer caminaba en el interior del ambiente de los
muebles, de un momento a otro, sin inmutarse de mi presencia, dijo ¿es usted de
nuevo?, al escuchar esto me vi descubierto tontamente, escondí el puñal, puse el
maletín sobre el oscuro endosado y di un paso hacia la luz, como haría cualquier
otro al dar cuenta de un error. Un hombre adusto, que hasta ese instante no había
visto, asomó la cabeza desde uno de los rincones, al verme de pie en la puerta se
hizo para atrás con un movimiento brusco, al mismo tiempo desde un costado de la
mesa, la mujer viró sobre sus delgadas piernas para recomponerse de una visión
imprevista, tenía las manos arremangadas, lo mismo que el hombre. La mujer tenía
el cabello dispuesto en un flequillo hacia atrás, lo que le daba un aire de delgadez
algo elegante, sin duda era una mujer sofisticada, vestía, a pesar de su edad,
maravillosamente bien. El hombre, robusto, de aguda mirada, mechones
delineados, transmitía un aspecto singularmente atractivo, vestía al mismo estilo de
la mujer, pantalón de finas líneas, camisa con la manga abotonada hasta el codo; la
única diferencia discutible entre ambos era el color de cabello, la primera tenía el
cabello blanco sedoso reluciente y el otro un negro obtuso. Por unos segundos una
calma pendenciosa envolvió la habitación, me miraron como a un conocido cuya
recurrencia les afectaba en modo estrictamente reprochable, la mujer arrugó
impaciente la cara, apartó con sus delgados brazos al hombre y se dirigió hacia mí,
yo tenía el puñal en ristre a una altura indecisa, entre la cintura y la espalda,
dudaba en emplearlo, y en efecto, me encontraba en un dilema, no pensaba
encontrar a esas personas ahí, mi objetivo era Bernardo, de modo que cuando la
mujer se plantó delante de mí, la aparté con mi otro brazo, me dijo que no
soportaría otro, dijo “otro” como si mi entrada representara una visita repetida con
propósitos sino iguales, nefastos. En suma dijo que yo era un rufián sin escrúpulos.
No se puede traducir aquello como una afrenta ofensiva, era un reproche casi
maternal, mi situación era el un león reprimido por las amenazas de una vieja
gacela. Me hice para atrás, instintivamente rodeé la mesa, la anciana cogió un
madero de entre las sillas y me amenazó. El hombre se unió a aquello, y antes que
hubiera formulado mis reales intenciones, me asestó un puñetazo en el rostro, caí
irremediablemente como un saco debajo de los muebles soltando el puñal. La
mujer al ver el cuchillo, dijo que no se dejaría matar fácilmente, no entiendo qué
quiso decir con ello, pero tal parece que esperaba una amenaza mortal, en rigor de
ello me siguió pegando con el madero. Lo único que hice frente a esto es
arrastrarme al otro lado de la mesa. Me recompuse a tientas con el cuchillo entre
mis dedos, unas gotas de sangre brotaron de mi nariz, me dolía la espalda. No es
mi intención hacerles daño, busco a Bernardo, dije, el tipo no quiso entender
aquello. Sabemos que le envía el alcalde, ¿de qué tamaño tiene que ser el mundo
para que nos dejen en paz?, dijo. La mujer después de aquel accidentado primer
momento, miró al hombre con un aire displicente, como si quisiera impedir que
prosiga con aquello. Personalmente no entendía nada, no supe a que se referían con
lo del alcalde, en una simple circunstancia lo menos que pudo haber ocurrido es
que mandara todo al tacho, y me fuera como lo hace cualquiera cuando el asunto
no es de su incumbencia, pero definitivamente no es fácil deshacerse de un tipo
medianamente aventajado que, quién sabe, quizás me reprendía con justa razón.
Por otro lado, la mujer aminoraba sus amenazas, reconsideró sus iniciales acciones,
me miraba con ojos menos severos, trató de retener al tipo con sus débiles brazos,
pero el hombre crecía enfurecido como una bestia amenazada por un depredador.
Me hallaba a tres metros a la derecha de la puerta interior, no existía otra
escapatoria, vadeé la mesa concentrando mis ojos en el tipo que me seguía con la
mirada alrededor del mueble, unos pasos más y alcanzaría la puerta, saldría de
aquella bochornosa situación para ir en busca de Bernardo. La mujer logró
apaciguar al tipo, éste me observaba desde una distancia regular, sin embargo tenía
la mirada afilada. Caminé en dirección de la puerta, la misma por donde entré
minutos antes, cogí el maletín negro y me dispuse salir… entonces se me ocurrió
una genialidad, una intrépida ocurrencia con respecto a Bernardo, acabaría con él y
no sólo eso, su fin ya no dependería de mis manos, lo convertiría en una
monstruosa figura frente al mundo, condenado a vagar como el más pordiosero de
los seres. Era perfecto, en principio representaba cometer un acto criminal al que no
estoy acostumbrado, puede uno matar por venganza, por dinero, en defensa, para
salvar el honor o en una situación accidental, pero buscar acometer con el solo
hecho de buscarle castigo a un tercero, es una opción poco explicable, y al mismo
tiempo genial, supongo que a los genios les sucede lo mismo. Se bosquejarían miles
de hipótesis a ese particular, pero nunca darían con el brillante fundamento de mi
plan concebido a último instante. Regresé al ambiente, naturalmente tomé el puñal,
el tipo al verme de nuevo quiso abalanzarse, pero al ver el cuchillo en mi mano,
dudó en avanzar. En la mujer prevaleció el semblante reflexivo, se apostó delante
del hombre haciendo una cruz con las manos estiradas, podía ver en sus ojos la
intuición de una mujer seriamente asustada, ¿acaso adivinaba lo que iba a suceder?
No lo sé. ¿Cuánto le pagó el alcalde para que hiciera esto?, dijo. Me acerqué
lentamente, ambos leían mis movimientos con un aire de confusión en los ojos,
como dos pájaros de nido impedidos a volar, dos pájaros amarrados a la invisible
cuerda de la muerte, dos pájaros que han enmudecido ante el peligro, los pájaros y
los hombres tienen el común denominador de la muerte, para vivir recurren a
formas distintas, pero ante la muerte prefieren el silencio, el silencio y la muerte,
atribuciones que nos redimen del sonido y la vida. La anciana parafraseó
nuevamente una maldición contra el alcalde, luego empujó al hombre al sillón, el
tipo obedeció el mandato con una singularidad infantil; luego caminó hacia un
mueble, jaló una gaveta de metal, de ella extrajo una bolsa de tela florida del
tamaño de un guante de box. Es todo lo que hay, no ganará más por matar a una
anciana, tómelo y váyase, dijo, y arrojó la bolsa sobre la mesa. Pero mi negativa no
sólo se basaba en la completa ignorancia acerca de las razones que tenían para
implicarme con el alcalde; también debía conducirme con cautela, subrayando que
es siempre de cuidado dos enemigos que uno. Las monedas estaban ahí sobre la
mesa, como una bolsa de piedras de río. Y la anciana al ver que su ofrecimiento no
provocaba ninguna injerencia en mi propósito, perdió la paciencia; lanzó una
maldición directa a los demonios, cogió el madero de nuevo y se precipitó hacia mí.
Esta vez, antes que el madero impactara en mi cuerpo ya tenía el puñal clavado en
su vientre.”

SIETE

Mary sorbió del vaso, y prosiguió.


–No sé en qué momento habría terminado de sonar la canción. Las sillas en
desorden, el dispensador del fondo abierto, el cenicero abandonado, las botellas sin
contenido; como objetos repartidos ocasionalmente para proveer lo indecible. Las
chicas perjuraron bostezos, el penoso efecto de la saciedad. Luego marchó cada una
por su lado, en dirección de los mostradores y los escaparates de vidrio a servirse
una cerveza por su cuenta. Dieron rienda al consuelo, pusieron canciones repetidas
en un grado de volumen que ellas mismas se escucharan cantando. Charlaron entre
dientes sobre las crueldades de la vida, sus muertos, sueños a los que se habían
dejado arrastrar, y llorar esta vez a los amores plenos y fugaces, subsidiarios de una
existencia sin retorno. Franco había caído en el silencio. En sus ojos pude ver la
historia completa palpitando, encerrada con alambres de púa y barrotes de acero;
empeñada en escapar para redondear los balances de un crimen que latía en su
pecho. Sus facciones como la postura, decretaban un cuerpo pulverizado por los
efectos de aquella comparecencia. Cada palabra liberada manifestaba la serena
redención de un pecador en el confesionario. De modo que sabía que la historia iría
a aflorar del todo tarde o temprano; la excitación por haber liberado parte de ella, le
impulsaba a deshacerse completamente de los consiguientes recuerdos. Un ejercicio
del que se sirven los agentes del crimen, psicólogos y curas para canalizar las más
difíciles versiones. Por lo que esperé pacientemente a que concluyera.
Personalmente, había perdido el miedo, ahora era mi deber permanecer frente a él,
para enrostrarle el peso de la balanza a mi favor, y no lo lograría si no le dejaba
seguir hasta que me dijera el último detalle, cuando eso llegara, tendría la ventaja
del juicio a mi favor, y Franco en mi poder, he ahí el valor que fue cobrando
aquella versión que en sus principios daba a la amenaza. Retomó la narración en el
mismo tono, contrariando mis expectativas anteriormente expuestas. “En la
baldosa de la sala, su cuerpo no llegó a cubrir la estatura promedio de un cuerpo
joven, sin embargo su piel enrojeció sustancialmente, coronando de borbotones sus
delgadas ropas. Esperé a que el tipo mostrara beligerancia o dijera algo, pero se
limitó a mirarme retrayendo las arrugas de su rostro como un contendiente que
asume su derrota antes de iniciada la pelea. No pretendía absolutamente nada,
quizá el miedo se habría apoderado por fin del fragor combativo de hace instantes.
Imagino que, quiso firmemente abalanzarse contra mí, pero algo de sumo cuidado
se lo impidió, algo que corroía sus entrañas, como el más vil de los secretos. No lo
llamaría cobardía de ninguna manera, un hombre de más o menos dos metros,
favorecido enormemente por la naturaleza, tenía el valor suficiente para llevarme a
pelea, puesto que unos minutos antes lo había demostrado con el puñetazo en uno
de mis ojos. Pero, una especie mensaje saltado de lo más profundo de sus
razonamientos le tuvo estático, con los ojos clavados en el cuerpo de la mujer
posicionada sobre las blancas losetas y la sangre avanzando en una geométrica
equidad, como las aceitosas lagunas de un mapa. Aquella laguna de sangre, por
más superfluo que sean mis aseveraciones, le remitía estrechos recuerdos que se
fueron abriendo como una brecha infranqueable en el momento cuando el cuerpo
se abandonó al piso. Los recuerdos mueren indefectiblemente, son como las ramas
de algunos arbustos cegados por la jungla, perdidos en la imbatible serenidad de la
nada, perspectiva que manejamos ingeniosamente bajo el sol de nuestros días, los
contamos en días, meses, años y las distribuimos en retratos, fotos y fechas, pero
luego se van esfumando hasta que no queda más que un agujero al final, como la
condecoración más alta. Miré a mí alrededor, la casa a oscuras, un viento siniestro
batiéndose en los ambientes, los antiguos muebles colocados en fila, uno al lado de
otra, la enorme mesa, la luz mortecina de la lámpara y su frondoso ornato, todo
aquello también sumaría a mi memoria recuerdos, sino importantes, significativos,
recuerdos que vagarían conmigo el resto de mis días como la cosa más atroz
cometida por estas manos… en ese momento no pensaba en Bernardo, mi único
objetivo era terminar aquello de manera que mi corazón volviera a sus latidos
habituales, que mis venas dejaran de hervirme, hay un efecto sublime en ello… el
peligro impulsa y reprime al mismo tiempo.
–Ya la mató –rezongó por fin–, ya puede irse para gritarle al mundo y al
alcalde que la señora Siegner ya no vive.
Desde un principio era mi deber evitar explicaciones para no entorpecer mi
propósito, pero en esta parte resolví que debía hacerle ver su error.
–No tengo nada que ver con el alcalde ni con lo que hay de valor en esta
casa.
–¿No buscaba la vida de la señora Siegner?
–No.
–¿Entonces es un ladrón?
–No.
–¿Qué es lo que busca, entonces?
–No lo entendería.
–En ese caso acaba de matar a una mujer que ya estaba muerta… la
enterraron hace tres días.
Era, desde luego, una loca afirmación de alguien que busca una salida
desesperada a una amenaza, pero a medida que hablaba su versión se fue
patentando con las complicadas referencias surgidas en pos de la imagen del
alcalde, ¿quién puede con total desfachatez esperar algo semejante de una
autoridad?, naturalmente alguien que espera una amonestación fuera de la ley.
–Ahora mismo, ese cuerpo no tiene nombre, me encargué personalmente de
que se adulterasen los datos del registro civil– prosiguió.
A pesar de los indicios lanzados en contra del alcalde, no entendí del todo.
El tipo captó este detalle y acotó.
–Es una larga historia, tampoco lo entendería… pero déjeme decirle que sea
lo que sea, tiene aún una oportunidad para reconsiderarlo, tomar el ofrecimiento y
salir por esa puerta sin que nadie sepa lo que hizo, y aunque se supiera nunca lo
creerían, porque no se puede matar a una persona dos veces…
En definitiva lo que decía aquel hombre era extrañamente confuso, alteraba
mis expectativas e invalidaba una muerte que supuse resuelta. Era, por decirlo así,
un serio percance abandonar una noche tonta en la que no había hecho sino matar
a una mujer inocente llevándome una mísera retribución de una bolsa de monedas
a cambio. Era un fracaso en todas sus letras.
Oí unos murmullos que flanquearon los ambientes, seguidos del viento que
silbó en las ventanas del ambiente interior, después la voz de alguien que se apagó
con la risa de otro, luego ambos desaparecieron con el bramido del motor de un
auto.
–Puede irse, me encargaré del cadáver, tome la bolsa de dinero, hay allí
trescientas monedas de cinco precios valorizados en mil quinientos… en lo que
respecta a mí, tiene mi palabra. Mientras esta mujer vivía, quiero decir hasta hace
tres días, mi palabra tuvo valor. Pero, desde que me hice su cómplice, he perdido
credibilidad. Si lo duda, le sugiero que me ate las manos y los pies, para tomarse el
tiempo suficiente en su huida. Además tiene la ventaja del anonimato, no sé quién
es ni a que ha venido, eso le otorga un aliciente mayor para marcharse– dijo.
Las risas de afuera se reanudaron, esta vez seguidas de palabras inteligibles,
“jajaja”, “sí, doctor, era un provinciano, dijo que era el arrendatario”, “¿no le dije?,
son como ratas, están en toda la ciudad, van y vienen… antes no se veían
provincianos, los apellidos eran puros… un solo concepto… ¿me entiende usted?
Ahora no, los provincianos se han metido en nuestras narices, deciden por
nosotros, han invadido cada parte de nuestras vidas”, “así es doctor”, “jajaja”.
El repentino sonido de motores se interpuso.
–No tema, es el vecino de al lado, ha estado bebiendo toda la tarde… de
todas maneras puede amarrarme las manos… si fuera usted lo haría, antes de irme–
dijo el hombre.
Era una propuesta que, ante la proximidad de las voces y la tímida
disposición del hombre, me convenía, de modo que regresé al ambiente interior,
rebusqué en el maletín negro alguna herramienta que me sirviese para tal fin, una
cuerda o una cinta de pegamento en el mejor de los casos. El hombre seguía mis
movimientos serenamente, olvidando por completo el cuerpo de la anciana
–Es usted un hombre sensato, muy sensato– dijo en tono presuntuoso.
Después de dar con una cinta de embalaje, me acerqué a él, en el camino
cogí el madero que aun sostenía la anciana, al verme argumentó:
–Oh, no será necesario, le di mi palabra.
Al decir esto, estiró las manos desde el sillón al nivel de la mesa y las cruzó
en señal de entrega. Envolví los nudos de sus ambas muñecas entrecruzadas, como
una arboladura de huesos.
–Muy bien, antes de marcharse le pido que deje usted la puerta cerrada, no
me será fácil desatarme… no sabe el frío que hace de noche– dijo y entreveró una
vaga sonrisa.
–No me iré.
El hombre cambió de humor.
–No le entiendo, tiene las puertas abiertas y mil quinientas monedas.
–No vine a que me diera lecciones de libertad, y no busco dinero.
–¿Qué es lo que busca?– repitió.
–Nunca lo entendería.
–¿No?
Se serenó y observó dolosamente el cadáver de la anciana, sus facciones
empeoraron al concentrar sus ojos en el charco de sangre. Su aspecto en ese
momento era el de un hombre que, descubierto el engaño, se ve ridículamente
amarrado, el brillo de su frente se incrementó y yo me senté en una silla, puesto que
me sentía cansado.
–¡No entiendo…! –protestó– bien –se respondió a sí mismo–, tal vez le
agrade escuchar esto. Conozco a esta mujer hace más de cincuenta años, la vi llegar
con un grupo de inmigrantes exiliados. Recuerdo a su padre, llevaba siempre una
chaqueta gris y un sombrero de anchas alas, decían que era el hombre más rico del
mundo. De su madre no tengo mucho que decir, murió poco después. Mi padre,
que por entonces era un agricultor esmerado, le cedió parte de sus tierras en venta,
puesto que, a pesar de contar con extensas propiedades, no teníamos los recursos
necesarios como para llevar adelante una empresa de cultivos. Con el dinero de la
venta, mi padre quiso emprender un negocio de verduras que fracasó, por
consiguiente se dedicó a la bebida. Los tiempos empeoraron cuando enfermó mi
madre. Con mi padre dado a la bebida y mi madre enferma, tuve que ganarme la
vida a toda costa, cumplidos los diez años me presenté en el fundo, que ahora
pertenecía a los Gutiérrez, me aceptaron como ayudante de granja, era yo un
muchacho muy dedicado, me gané inmediatamente la aprobación del señor
Gutiérrez padre. En lo que concierne a mis padres, la situación empeoró a tal punto
que tuvieron que vender todas nuestras tierras a la familia Gutiérrez, reservando
para la familia una cabaña al extremo de lo que hasta entonces habían sido nuestras
tierras. Mi madre pasó sus últimos días en aquella casa, expiró en el más completo
abandono, la lloré como un hijo al que le han cercenado un tumor doloroso, puesto
que sufría verla postrada en la cama. Mi padre se refugió en la ciudad, nunca más
fue al fundo, supuse que no quería ver en otras manos algo que fue suyo en el
pasado, y el dolor por la ausencia de mi madre tuvo mucho que ver para que no
volviera más. Hasta ahora no sé de mi padre, algunas veces a la semana voy a la
tumba de mi madre y rezo por él, eran felices hasta antes que llegaron los
Gutiérrez. Por mi parte, crecí en una nueva familia, asistí a un buen colegio, me
alimentaron estupendamente, pero había nacido en mi interior un odio hacia
aquella familia, un sentimiento de absoluto rechazo a un intruso que por otra parte
me trataba bien, pero era una familia extraña después de todo. Al cumplir la
mayoría de edad, me matriculé en el batallón de infantes del distrito de la
prefectura, a iniciativa por supuesto del señor Gutiérrez, en él me adiestré en el
honor, la lealtad y el amor a la bandera, el señor Gutiérrez fue siempre un loco
patriota que veía todo como un desfile, tenía una forma peculiar para saludar a la
bandera, no he visto nunca ese saludo, levantaba el brazo a la altura del hombro y
entonaba el himno. Tuve un desempeño militar oneroso, el mismo señor Gutiérrez
fue a concederme la medalla de la guarnición el día del grado militar. Al culminar
el servicio regresé al fundo, la casa donde vivían mis padres había sido
desmantelada, no pude hacer gran cosa para recuperarla, puesto que tarde o
temprano se vendría abajo. Sólo atiné a jurarme que no abandonaría esas tierras,
aunque legalmente ya no me competía hacerlo. El señor Gutiérrez me encargó la
administración, aludiendo a mis capacidades como muy estimables. Con respecto a
la señorita Gutiérrez, era una muchacha hermosa, fue siempre hermosa desde niña,
su padre la tuvo en casa como una medida para alejarla de los peligros,
proveyéndola de una buena educación; las únicas veces que venía al fundo era para
arrancar nidos, una operación cruel desde mi perspectiva, pero sus padres la
consentían, y en consecuencia hasta mandaron a empollar palomas con el único fin
de llenar de nidos las plantaciones para que la primogénita se entretuviera
cogiéndolos. Más allá de eso, era una niña alegre y siguió así hasta que llegó la
adolescencia. El señor Gutiérrez se encargó de conducir las riendas de su hija hasta
en los menores detalles, y cuando llegó a la edad de veinte años, la comprometió
con el hijo de la familia Siegner, el acontecimiento removió mis entrañas, una
sensación frustrante me perseguía en las noches, con espasmos inexplicables, me
olvidé del apetito, enfermé de extraños síntomas. Ahora entiendo que pude estar
enamorado de ella, pero en ese entonces los únicos sentimientos cultivados fueron
los que sentía por mi madre y en menor grado por mi padre, pero por alguien ajeno
a ellos, no. Unos meses después se casaron, la ciudad entera asistió a la unión, las
nupcias duraron dos semanas después de las cuales la algarabía general continuó en
las casas, a las nuevas niñas nacidas en esa fecha se les bautizó con el nombre de
MARÍA, las esquelas de los matrimonios pusieron una foto de la pareja Siegner
como símbolo de prosperidad y felicidad, con ello se pusieron de moda los
banquetes de boda, puesto que antes de ello nunca se había visto en la ciudad un
banquete tan pomposo, se abrieron tiendas de diseño de vestidos, tanto para
hombres como mujeres, aparecieron tintorerías, tiendas de sombreros, joyas y toda
la parafernalia que implica ahora casarse, de todos modos los Gutiérrez trajeron
esta y otras costumbres al distrito de la prefectura. Por mi parte, me dediqué al
trabajo, el fundo prosperó grandemente con la alianza Siegner–Gutiérrez. Se instaló
una fábrica de lácteos, un procesador de licores y una planta de almácigos donde se
hacían los más variados experimentos agrícolas para futuros cultivos. El campo
siguió como siempre ocupando toda mi vida, nunca olvidé a mis padres, no se
puede llamar ambición a aquello, no ambicionaba tener de vuelta las tierras algún
día, y mis rencores de infancia habían convergido en respeto al señor Gutiérrez, o
en todo caso habían desaparecido aceptando que a fin de cuentas estaba sobre el
mismo suelo que alguna vez fue mío. Con ese precepto trabajé infatigablemente
para corresponder las atenciones del señor Gutiérrez. Hasta que, un buen día, el
señor Gutiérrez murió en un accidente de caballo, no supe a cabalidad lo que haya
sucedido, la versión oficial es que el señor ya no estaba para montar caballos.
Desde esa vez, el fundo pasó a la administración del señor y la señora Siegner.
Tuvieron al primer hijo, al que llamaron Fernando como el padre, luego nació
Luis, y uno tercero que llegó a llamarse Aldo. Desde que murió el señor Gutiérrez
no iba con la misma frecuencia a la casa ahora llamada Siegner, pero las veces que
vine, encontraba una franca alegría en María, asistiendo a sus pequeños hijos. Y
verla en aquel estado de felicidad me satisfacía, me hubiera gustado que el señor
Gutiérrez conociera a sus nietos, era un hombre muy soñador, lo primero que
hubiese pensado al ver tres nietos varones suyos, es en algún batallón de infantes
marchando con los brazos extendidos, cantando himnos de guerra; pero ya no
estaba. Fernando padre era de un corazón y pensamiento opuestos al señor
Gutiérrez, creía más en el mercantilismo que en la tradición de los campos, amaba
más la cultura de la ciudad que las precarias costumbres rurales; en suma se podría
afirmar que el señor Fernando no ha congeniado nunca con el campo, pero a pesar
de estas carencias, era un hombre moderado, racionalmente efectista. Una mañana,
en una de sus visitas al fundo me abordó amablemente, agradeció mi trayectoria al
frente del fundo y me dio una agradable noticia. Serás hombre libre dijo, podrás
tener tu propia casa, tu propia familia y componer tu propio futuro. Por supuesto
me brillaron los ojos, cómo agradecer brillante decisión, recordé a mi madre en
cama, imaginé a mi padre saltando de júbilo, era como escuchar algo que venía
esperando desde la infancia, ¿pero qué esperaba?, ¿cuál era el motivo de mi alegría?,
nada concreto, pero ya tenía deducido que volvería a administrar el fundo como
propietario, al menos una parte de él, una ínfima parte del que puedo decir que es
mío. Pero cuando dijo lo siguiente se me nublaron los ojos: el fundo Gutiérrez será
vendido. La imagen de mis padres despareció, la casa donde murió mi madre se
derrumbó, y los recuerdos más insignificantes se revelaron en mis pensamientos.
Sufrí una agitación durante días, una agitación doblemente peor que cuando la
señora María se casó, amaba a esas tierras como mi verdadera casa, no podía faltar
a mis tempranos juramentos, ni que mi madre me viese desde el cielo olvidando mi
palabra. Por consiguiente tomé la única solución viable.
Dio un respingo de satisfacción y divagó.
–Su blanco cutis, sus ojos claros que jamás se compararían con los míos, su
cuidado cabello y mi esponjosa cabellera… y le cogí por el cuello para darle
muerte… le maté con estas manos.
Se agitó tremendamente al confesarme aquello, por lo sesgado e intrincado
de sus palabras entendí que no lo había contado a nadie más. Su agitación vino con
un impulso por desembarazarse de las ataduras, en precaución cogí el puñal, pero
su impaciencia disminuyó y me limité, como todo el rato, a escucharlo.
Unas gruesas gotas de sudor le brotaron de la frente, y él hizo un esfuerzo
para quitárselas con las manos amarradas.
–Entiendo que debas matarme y huir… entiendo que mañana será un nuevo
día para ti, lejos de aquí… que esto es un justo castigo por mis acciones. Nadie
merece terminar sus días en una fosa, donde nadie lo va a descubrir; Fernando está
enterrado en el fundo Gutiérrez a doce pasos de la trocha que conduce a la granja,
lo recuerdo perfectamente la camisa azul, sus vaqueros, sus botas. Fue el precio que
tuvo que pagar… Desde luego, lo buscaron en todos los rincones, María lloró como
nunca antes ha llorado una mujer; la desaparición de su marido causó en ella un
martirio infinito… no pude evitar el arrepentimiento, quise encontrar una forma de
resarcir la infelicidad en que se encontraba esa mujer, fue la primera vez que
encontré en una persona un sentimiento estimable o brevemente puro. Escribí una
carta, con una falsa firma de Fernando. Conocía muy bien su rutina y en algún
momento había llegado a mis manos un documento firmado por él, del que no me
había deshecho, de modo que lo usé, para que se viera auténtico, en él explicaba un
viaje fortuito al exterior. Fernando solía viajar a Europa, por lo tanto no me fue
difícil mencionar algunos puntos de su travesía, y los motivos comerciales que
naturalmente le movían en vida. La misiva era corta, muy bien calculada, como
sólo un hombre que le ha conocido durante años puede tramar. La carta tranquilizó
a la familia y por supuesto al círculo más íntimo de ella. Buscaron ubicarlo por
todos los medios, pero dado el transporte y los medios de correspondencia poco
sofisticados, demoraron meses en entretenerse en aquel trabajo estéril.
Inmediatamente esperaba encontrar otro medio para alargar la búsqueda y seguir
ocultando aquella muerte, pero por más que consiguiese mil excusas siempre darían
con la verdad en algún momento, no la verdad del lugar donde está enterrado, pero
sí que estaba muerto de todas maneras. Referente a ello fui muy afortunado. Aquel
accidente de los barcos en altamar fue la mejor noticia para mí, y lo fue en alguna
medida para los deudos. Seiscientos desparecidos en el mar de Argentina,
seiscientas posibilidades que en ese barco desapareciera Fernando para siempre…
era infalible. Y lo consintieron así, Fernando despareció para María y sus tres hijos.
Alguien hablaba muy cerca de la puerta de entrada, la enorme lámpara bailó
en el medio de la techumbre como empujada por aquellas voces.
Al oír esto, caminé hacia la única puerta abierta que conduce al ambiente
interior, sin quitar la mirada del hombre. Creí que las voces provenían de alguien
que se aproximaba a la casa, tal vez Bernardo. De ser Bernardo, entraría por la
puerta del ambiente lateral, le tomaría unos segundos caminar todo el trecho de
aquel ambiente, para luego rodear el ambiente principal. Con estos pensamientos
me paré junto a la pared del umbral. El hombre me miraba desde el sillón. Sopesé
una vez más, quise identificar alguna palabra proveniente del murmullo de la
avenida, me fue imposible, los autos en marcha tergiversaban los sonidos. De modo
que me precipité hacia el ambiente interior, la oscuridad era terriblemente lúgubre,
se respiraba un olor a pintura fresca y a humedad; alcancé el salón lateral, desde allí
se veía la puerta ligeramente entreabierta, chirriaba con el viento, y un tajo de luz
entraba por ella dando un aire difuso de claridad al ambiente. Me acerqué detrás
del ojal, lo empujé suavemente hasta que estuviera la puerta completamente
cerrada, puse el pequeño seguro, luego ausculté el oído a la madera. Sin embargo,
no encontré nada anormal, es decir no escuché nada sospechoso cerca. Me serené
con el justificante de que pudo tratarse de un transeúnte.
Regresé a la habitación, el tipo sentado con las manos encintadas, la mujer
tendida en el mismo sitio, unas huellas de zapato ensangrentado sembradas a
grandes zancadas. ¡Oh¡ qué terrible impresión, acaso el hombre habría logrado
ponerse de pie, ¿era posible? Desde luego, en mi desesperación lo único que había
hecho fue amarrarle las manos, ¿y los pies?, ¡qué tamaña y tonta omisión! Fui
directamente sobre la cinta dejada en la mesa y amarré sus piernas a la base del
sillón.
Pero, el número de huellas crecía, como si alguien más caminara por el
ambiente, las huellas se multiplicaban a mis ojos, un fragor de sudores envolvió mi
cuerpo, había en esas huellas dos ojos delatores recorriendo impunemente la sala,
comprobando que la mujer estaba muerta, dos ojos que podían ser del tipo
amodorrado, los ojos de la propia mujer… no puede ser… estaba enloqueciendo.
Las voces surgieron de nuevo, ahora oí con nitidez que eran las voces que reían,
acercándose a la puerta. “¿Cree que esté adentro?”, “pues al parecer prefiere
quedarse toda la noche, de otro modo no se justifica que permanezca con las luces
encendidas”, “tal vez la señora Siegner dejó la casa alquilada, antes de morir”, “…
es posible, pero, ¿que hoy haya amanecido con las puertas violentadas?, y ese ¿
provinciano?”, “…es usted muy receptivo, los Siegner eran amigos míos, veremos
si se puede entrar…”, “espere doctor, ha usted bebido más de la cuenta”, “jajaja
antes de ser abogado, practiqué parapente”.
Corrí hacia la puerta de nuevo, palpé en la oscuridad algún pestillo que me
permitiera doblegar la cerradura. Tardarían un par de minutos, quizá cinco, en
traspasar las rejas, me daba tiempo para pensar, por otro lado un solo seguro no
resistiría a un leve empujón. Regresé al único ambiente iluminado donde se
encontraba el hombre, al entrar en él, de nuevo aquellas evidencias, la señora
tendida, las huellas, todo como un pozo cuya profundidad crecía más a medida que
pasaban los segundos.
Miré al hombre cuyo rostro me contemplaba desde el cautiverio, desde la
indefensión. Con una historia sobre los hombros que me impedía obrar, ¿cómo
matar a un hombre que tiene una historia y vida pendientes, a uno que ha vivido
bajo el mandato de su propia historia, su tradición, bajo sus propias leyes?, hasta el
asesino más cruel daría marcha atrás, para abrazarlo. Ni siquiera el haber
victimado a aquel hombre que no he conocido le hacía culpable, yo hubiera hecho
lo mismo. Pero ahora estaba ahí, interfiriendo mi plan, mientras las huellas seguían
creciendo, como un mar de insectos.
Sin más, tomé el cuchillo y lo bajé lentamente por su cuello dibujando un
oscuro quiebre que le cercenó parte de la garganta, emulando unos borbotones rojos
y enfurecidos que sacudieron el sillón como a un objeto liviano arrojado a un mar
de tempestades. El cuerpo saltaba amarrado al mueble, retorciéndose vanamente,
mientras sus ojos buscaban una respuesta en las ataduras de sus manos. La deriva
terminó cuando el cuerpo impactó en la mesa y arrojó la cabeza como a una
marioneta muerta, con la penosa diferencia de que las marionetas nunca han tenido
vida, sólo una señal de ella. La sangre bajó por los dominios de lo que hasta hace
instantes fueron de la anciana.
Sin darme tiempo para ver cómo terminaba de expirar, me lancé a la puerta.
Se oyó un sonido seco, creí que sería uno de ellos que al vencer el cerco del jardín,
se desplazaba a la puerta. En efecto, pusieron una mano a las aldabas, “oh, esto se
ve mal… será mejor llamar a la policía”, “llame, pero tal parece, doctor, que tienen
las líneas sin contestador… es domingo, tal vez tengan el día libre, o han ido a misa
en familia”, “¿los policías en misa?”. Un empujón hizo gruñir la madera. Resistí lo
mejor que pude, con los hombros en la madera para que el menudo pestillo no
saltase de su lugar. “Está cerrado desde el interior…”. Tocaron la puerta, tocaron
de nuevo, a la tercera, una voz lactosa llamó: “¡abra la puerta!, ¡¿quién está ahí?!”,
la respuesta fue un silencio sepulcral. “Oh, no contestan… ¿qué hora es?”, “una de
la mañana”, “¿bromeas?”, “para ser exactos van a ser las dos de la mañana”, “es
tarde para pedir ayuda, será mejor ir a casa… mañana…”.

OCHO

Una patrulla pasó muy cerca y Mary levantó la mirada interrumpiendo el


relato bruscamente, entró en el baño, soltó la perilla de la ducha y salió con una
blanca toalla sobre el hombro.
–Ahora que sabes todo… metete a la ducha. Falta mucho para que la policía
de contigo. Primero van a averiguar tu identidad… luego.
–Ya tienen mi identidad, la tienen desde mucho antes.
–De todas formas irán a buscarte y no les será fácil deducir que has sido tú.
Alguien tocó la puerta, Mary fue a abrir y preguntó lo que buscaban, una
voz desde el otro lado dijo: “enciende el televisor”, al escuchar esto, Mary regresó
al baño, cerró la perilla de la ducha y volvió para encender el televisor.
“Nos situamos, es el pasaje Los Geranios, ubicado en la parte este del
distrito de la prefectura, muy cerca de la antigua torre de vigilancia… como se
podrá apreciar, la policía ha llegado hasta aquí con una orden de arresto sobre la
persona de Bernardo… recordemos que esta mañana uno de los vecinos descubrió
el cadáver de la señora Siegner y de uno de sus empleados… en la misma casa que
dos días antes el sospechoso manifestó alquilar… el sujeto que responde al nombre
de Bernardo cuenta con varios antecedentes judiciales, está implicado en la fuga de
presos del penal de varones número… tiene una acusación fiscal pendiente sobre la
misteriosa muerte de dos damas de compañía, de ser probados los anteriores casos,
le espera un largo juicio y una pena ejemplar de la que no podrá escapar…”
La pantalla enfocaba la casa de la señora Doménica desde la esquina de los
basurales, más de media docena de policías provenientes de diversos departamentos
(criminalística, rescate y tránsito) esperaban apostados en tres vehículos blancos.
Tres hombres de prensa merodeaban expectantes lo que ocurría dentro de ella.
Mary se sacó la bata, fue al vestidor y se colocó un abrigo.
–¿Alguna vez usaste gorra?– dijo.
–No.
–Bien, ponte esto… te verás diferente.
Luego, escogió un lápiz de maquillaje del bolso que se encontraba colgado
en el ropero y se repasó los labios. Naturalmente era una de sus precauciones.
–Es mejor que me vaya– dije.
–¿Irte?, ¿a qué viniste entonces?
–Necesitaba saber si podías hacerte cargo del perro.
Al escuchar esto, movió la cabeza ásperamente y me dio a entender que tal
vez no quería que me fuera, que se iba a ir conmigo, o en el peor de los casos que el
perro no le importaba en absoluto.
–Dónde se supone que irás, no tienes a nadie, y ahora (haciendo una seña al
televisor) no tienes nada.
–Estoy donde debo estar.
–No seas estúpido.
–Dicho esto, me puso la gorra, ella se abotonó el saco, un grueso abrigo de
invierno, que definitivamente no iba con aquel sol de verano. Pero tal vez le hacía
ver diferente.
Bajamos por las escaleras hacia el bar, las chicas estaban sentadas en los
cómodos asientos y miraban atentamente el televisor. Volteé para ver lo que
miraban.
“En este momento, como se podrá apreciar, la policía termina las
diligencias, uno de los oficiales lleva un maletín negro acompañado de un arma de
fuego. Al parecer la policía no ha ubicado al sospechoso… esperemos obtener
mayor información del oficial a cargo, les mantendremos informado…”
Vi claramente el maletín. El arma no, naturalmente la descubrieron en mi
habitación, aquello sumaba un indicio concluyente, una prueba manifiesta además
de que burlaba la ley. Por otro lado, estaba la versión de la señora Doménica, es
más seguro que haya validado las pruebas, especialmente el maletín y las
herramientas. Y eso catapultaba el más mínimo beneficio de duda. Era culpable
desde toda óptica.
Mary habló por unos momentos con la chica de las manos mojadas, dio
discretas indicaciones, cuando terminó vino, me tomó la mano y salimos a la calle.
El sol abrazador de la tarde, la sofocada calle de dos o tres cipreses; Mary buscó un
taxi, al ver que no había un solo auto, caminamos una cuadra.
–¿Te sientes bien?
–Sí.
Un ladrido estalló en la vacía calle, al voltear vi al perro corriendo hacia
nosotros, había burlado las atenciones de su protectora, vino dando saltos, con el
festivo bamboleo de un can que juega con una niña. Detrás de él corría la chica de
las manos mojadas, Mary le dijo mediante señas que dejara el perro y que se
metiera al bar. El perro nos dio alcance, lamió mis dedos e hizo lo mismo con Mary
para luego rascarse las orejas.
Un auto policial apareció sobre el oscuro asfalto, calle arriba. Mary dejó
escapar un aliento a chicle y palideció. El perro olisqueaba una oscura mancha en
el cemento. Y yo sentí una enorme satisfacción por haber llegado hasta allí,
haberme puesto la estúpida gorra, haber obedecido a Mary en sus intentos por
conducirme a un escondite o lo que fuere. Como si al ver el auto de policías, dejara
volar mis culpas y mis miedos como una tanda de palomas salvadoras hacia un
cielo claro. Me engrilletarían, quizá por los peligros que representaba ahora, me
apuntarían con un arma, luego me llevarían a la cárcel, pero qué importaba todo
aquello comparado con la feliz complacencia de mis nervios.
Mary preguntó de nuevo:
–¿Estás bien?
La vida ya no será un intento por vivir, será una grotesca representación de
un acto sobre tres metros de celda. ¿Y qué diferencia hay entre tres metros y un
millón?, nada, absolutamente nada, excepto la existencia que no es más que la
medida de todo.
–No temas, no te dejaré ir.
–Deja que me lleven, me encontrarán tarde o temprano… y cuando eso
suceda, diré toda la verdad… sé que nunca me creerán, pero viviré para demostrar
que no soy culpable.
–¿Confías en la justicia de los hombres?
–No hay nadie más a quien pueda demostrar que no soy culpable.
El auto se acercó lentamente, se oía el espoleo del motor respirando
gasolina. El perro paró las orejas, como si viera aproximarse a una camada de
perros amenazantes.
–No dejaré que te lleven– al oír esto sentí que masticaba una lengua seca y
que sus glándulas no obedecían, a pesar del sudor emanado de sus sienes.
–No empeoremos esto, cualquier intento será en vano.
–No te pido que hagas nada malo.
–Iré a la cárcel de todos modos, no hay otra salida.
–Mírame a los ojos… no dejes de mirarme… pase lo que pase– dijo.
Un intento absurdo por alargar unos minutos caducos.
–Me reconocerán de inmediato.
–Entonces bésame.
El reloj de la tarde cedió una tregua a mis temblores; la besé buscando
rememorar algún recuerdo próximo, y nada me pareció tan liviano y quedo como
aquellos labios resecos y salinos, entonces pensé que nunca había besado a nadie en
una situación así, con la justicia apuntándome la espalda.
Cuanto aparté los labios, el auto marchaba dos cuadras más abajo. Mi
cuerpo se contrajo, produciéndome una nueva oleada de frío sudor, sentí que mi
cuerpo no iba a la par con mis pensamientos, que al haber logrado evadir el auto
policial los aguijones en el pecho me harían estallar las arterias, como un petardo
instalado en el mismo corazón.
Mary se repasó el rojo lápiz de sus labios con la lengua y miró previniéndose
del peligro, pero cuando estuvo muy segura de que el auto efectivamente marchaba
muy lejos de nuestro alcance, se llenó de rubor y bajó la mirada.
Caminamos sin decir palabra hacia la vasta calle de la derecha, seguido en
todo momento por el perro.
Cruzamos un parque de vivos colores, seguidamente tomamos un pasaje
estrecho donde cabía un solo auto, y luego llegamos a una residencia de tres pisos
que funcionaba como un hotel.
–Espero que tengan un sitio para alguien con un perro– dije.
–El viejo no se dará cuenta– sugirió ella.
Efectivamente, nos atendió un anciano sordo, que preguntaba tres veces
todo lo que era necesario. Nombre, edad y procedencia. Mary dio un nombre falso,
con una edad inventada y un sitio de procedencia difícil de ubicar en un mapa. El
viejo apuntó todo aquello en un cuaderno marchito lleno de tachaduras, y supuse
que además de sordo no tenía una buena memoria. De todas formas nos arrojó una
llave con el número 22 dibujado a lápiz sobre un llavero de madera.
–Cuarto piso– dijo.
Mary me entregó la llave y me dio con el codo, señal de que debía ir antes
que ella, para que el viejo no se diera cuenta del perro.
Una sencilla habitación, con una cama de doble plaza, una mesa con su
respectiva silla, un ropero, un televisor a media altura de la pared, y una amplia
ventana. Contemplaba las casas enanas desde lo alto, cuando entró Mary.
–¿Y el perro?
Había olvidado al perro en uno de los pasillos.
–Encontrará el camino, es un perro listo– respondí.
Mary se sacó el abrigo y lo puso sobre la mesa.
–Te quedarás aquí… más tarde vendré a traer todo lo necesario. Debo estar
pendiente del bar, desde luego la policía hará operativos inopinados por todas
partes, debo asegurar que no encuentren la más leve sospecha.
–¿Y Franco?
–Franco no vendrá más, ha desaparecido.
Un gruñido se escuchó en el pasillo, Mary se interrumpió y fue a abrir. El
perro entró a la habitación, nos miró a ambos, luego apuntó el hocico hacia la
ventana. Mary continuó.
–Ha desaparecido, no me agrada decirte esto, pero nunca podrás probar tu
inocencia.
Extrajo de su bolso una funda de lona, parecida a una cartuchera, en ella un
pliego de papel doblado, que rezaba:

LARGA VIDA. ESTE ES UN ASUNTO QUE NO LOGRARÁS SALDAR


HASTA QUE TUS HIJOS HAYAN ENVEJECIDO. DESCUIDA, NO VENDRÉ
A VIGILARTE, TAMPOCO ESTARÉ EL DIA DEL JUICIO FINAL, LOS
OJOS DEL MUNDO SE ENCARGARÁN DE ELLO, MIENTRAS TANTO
SERÁS OBJETO DE DESPRECIO, HASTA QUE TUS DEUDAS CONMIGO
ESTÉN COMPLETAMENTE PAGADAS, TAL COMO LA JUSTICIA, NO
AQUELLA DE LOS JUECES SINO LA JUSTICIA DE LOS HOMBRES,
MANDA.

Dejé la nota sobre la cama, caminé sin sentido por toda la habitación,
repitiendo de memoria y en silencio aquel escrito, las palabras sonaban en mi
cerebro como una ráfaga de lluvia en una cavidad vacía. Mary me hablaba sentada
desde el borde de la cama, viéndome ir y venir con ojos suplicantes, atisbando en
sus labios el fresco color del lápiz carmín
En un rincón, el perro, después de haber examinado el vacío más allá de la
ventana, se había recostado con las patas extendidas, pero seguía mis pasos con los
ojos abiertos.
El ritmo de mis pulmones varió de repente, desembocando en una agitación
que me provocó tos. Sentí cansancio y me recosté en la cama sin decir palabra. Y
no supe en qué momento me pude haber dormido y en qué momento se habría
marchado Mary.

NUEVE

Una luz griega entraba por la ventana, en la mesa un vaso de leche, unas
galletas y un trozo de pollo asado. En el ropero un maletín abierto, con algunas
prendas nuevas, un libro sobre el pequeño velador y un teléfono portátil junto a
este.
Un gruñido se desplazó desde debajo de la cama. Mi estómago se revolvió,
tuve un ataque de tos, seguido de escalofríos. La imagen de Susy, de Luz, y ahora
de Mary, rondándome la cabeza como un signo siniestro de todo lo vivido. Quise
huir de allí, pero la habitación se encontraba enrejada, me hice para atrás, el vaso
de leche cayó, el perro ladró y la persiana ondeó hasta descubrir los vidrios rotos
del vaso en el suelo. Es sólo una impresión, ya amanecerá, me dije, y esperé con las
manos cruzadas hasta que se ocultara la luna y amaneciera.
Cuando el claro de la mañana entró por la ventana, me vestí con la nueva
ropa, arrojé en el nuevo maletín el libro. Luego esperé unos minutos hasta que se
instalara el sol. Antes de esto sonó el teléfono móvil, “hola”, “soy Mary, ¿te
desperté?”, “no”, “¿estás mejor?”, “sí”, “ayer te encontrabas mal… temblabas,
cuando leíste esa nota de Franco los temblores se incrementaron, entonces
realmente pensé que estabas mal, te tendiste en la cama y permanecías con los ojos
abiertos… ¿aló?, ¿me escuchas?”, “sí”, “cuando regresé tres horas después, seguías
en la misma posición y no me atreví a despertarte… te traje comida… ¿comiste?”,
“sí”, “te compré ropa nueva, ah y un libro, pensé que te gustaría leer… ¿estás
seguro que estás bien?”, “sí, han cerrado la puerta con reja”, “la señora Siegner…
pero no tengas miedo, espérame un momento, media hora y estaré ahí contigo”,
cortó.
¡Siegner! Me evocó el recuerdo de una muerta sin rostro, el cuerpo me
tembló de nuevo y corrí hacia la puerta con la maleta en la mano, tiré de la reja,
esta se abrió. Bajé las gradas del hotel. No había nadie en el dispensador. La puerta
del hotel tenía reja. Llamé para que me abrieran. Al ver que no era escuchado,
golpeé la reja, el perro ladró, quiso golpear conmigo la puerta, pero no pudo, se
limitó a ladrar, me puse a golpear de nuevo con las dos manos. Un viejo vino y dijo
¡basta!, ¡basta!, me miró con ojos desorbitados. Llamaré a la policía, dijo, entonces
me puse a golpear con más fuerza hasta que me estallaran las manos, el sonido del
metal me produjo mareos, el perro mordió al anciano, y éste pidió auxilio, bajaron
varias personas a la sala del hotel. ¿Quién es?, dijeron, ¿quién es…? Al no obtener
respuesta, me sujetaron de los brazos para impedir que siguiera golpeando la reja,
escuché una voz de mujer, porque a esas altura había hombres y mujeres en la sala,
¡déjenlo!, abran la puerta, ¿no ven que quiere irse?
Me soltaron, y caminé sin mirar atrás, caminé por calles desiertas, por ferias,
caminé entre lujosos edificios, caminé entre autos, entre voces, miradas inciertas,
entre obesas señoras, entre hombres demacrados, caminé dibujando cometas en las
paredes, a mano y carbón rojo.
Pregunté ¿cómo puedo salir de esta ciudad?, vaya al terminal, me dijeron, ¿y
dónde está el terminal?, a siete cuadras por allá, señaló alguien, y caminé otras siete
cuadras buscando el terminal. No puede entrar con su perro al terminal, dijo un
guardia, bien, entraré solo y dígale a mi perro que no entre. Entonces entré solo,
pero mi perro también entró porque el guardia no supo retenerlo. En la ventanilla,
pregunté a una señorita si podía salir de esta ciudad, me dijo que sí, pero luego me
preguntó ¿dónde?, y no supe qué decir, y me fui a pensar en ese ¿dónde?, dónde,
dónde, dónde, dónde... Me dio otro ataque de tos, se revolvió mi estómago, y el
escalofrió hizo sonar mis huesos.
Dos guardias me sujetaron del brazo, uno desconocido y el otro, el que no
supo hablar con mi perro. El perro les mordió fieramente, pero los hombres no
sintieron la mordida y me quisieron sacar a rastras. Está mal, déjenlo, dijo alguien,
los hombres me dejaron y la que dijo déjenlo, déjenlo, se sentó conmigo en un
asiento. ¿Cómo te llamas?, no lo sé, bien, dijo ella, yo me llamo Mónica y tú te
llamas…. Franco, dije, oh muy bien, dijo, y mi perro ladró con la vista en los dos
guardias que se alejaban, luego miró a aquella que dijo llamarse Mónica y movió la
cola como un buen perro. Una mujer abultada del tamaño de un buey pasó muy
cerca, ¿qué le pasó?, dijo, tomó mis manos, y yo se las enseñé, ¿y por qué estás
sangrando?, miré mis manos, dije no es sangre, otro ataque de tos y escalofríos.
Alguien me ofreció un vaso de agua, luego se marchó, bien Franco, ahora dime
¿cómo se llama tu madre?, Doménica dije, sí y ¿dónde está tu madre?, y yo
respondí está viva, ¿dónde vive?, ¿puedes llevarme con ella?, no, no puedo, debo
salir de esta ciudad, ¿a dónde quieres ir? No dije nada, pero luego dije que no
recordaba dónde, entonces dijo que en cuanto lo supiese le dijera… y fue a la
ventanilla de pasajes a preguntar lo mismo a mucha gente, y toda esa gente supo
responder y Mónica supo enviarlos a sus destinos, con la gentileza de un ángel…
sin embargo, yo no recordaba… dónde… tuve más escalofríos, un ataque de tos, el
perro fue a buscar comida y regresó con un hueso, masticó y ladró. La que dijo
llamarse Mónica vino de nuevo, acarició al perro y preguntó lo mismo, y otra vez
dije que no sabía, pero cuando se puso de nuevo a la ventanilla, recordé; el perro
ladró, dije que ya recordaba dónde, y a ella le brillaron los ojos, amplió sus labios
mostrando una sonrisa que a ningún otro había mostrado y repitió ¿a dónde?, al
valle de los doce pinos, con pájaros, cultivos, un río que surca los cultivos, las rocas
que se interponen a los ríos, la soledad de los ancianos, la orfandad de los niños, y
aquella laboriosidad silvestre de los hombres.
Desperté con un escozor en el cuerpo, con las sábanas revueltas, miré sobre
la vacía mesa, el ropero también vacío en su sitio, las ventanas sin abrir, y las
persianas bajadas mostrando una calurosa mañana sobre la ciudad. El perro, al ver
mis movimientos, se incorporó, estiró las patas y abrió las fauces en señal de
hambre. Me puse de pie, revisé cada rincón de la habitación, como si el sueño
hubiera arrojado a la realidad algún trozo de recuerdo tácito. Luego me senté, tomé
el mando remoto, y encendí el televisor.
“Caso Siegner: el caso que conmociona la ciudad sigue estremeciendo las
buenas almas después de veinticuatro horas de sucedido. La policía aún no logra
capturar al culpable que a estas alturas se da por hecho que se trata de la persona de
Bernardo... Aún no sabemos el móvil de este crimen, pero ciertamente tenemos el
parte del forense… las muertes fueron por desgarro provocado por un arma punzo-
cortante en ambos casos. Con la diferencia de que la señora presenta dicho corte en
la zona abdominal y su empleado en el cuello. Es preciso señalar que este último
tiene signos de tortura post mortem, y fue encontrado atado a una silla de fieltro,
con un profundo corte en la yugular y diversas escoriaciones post mortem, es decir
después de muerto en diferentes partes del cuerpo. Sea cual fuere el móvil, no deja
de ser una práctica de perversa saña, cometida por un demente que no tiene
ninguna consideración por un ser humano.”
La narración de los hechos alternaba con imágenes fragmentadas, muy
ilustrativas, la fachada de la casa Siegner resguardada por los barrotes, a la derecha
secundada por la casa del hombre de la escalera, y a la izquierda una moderna
edificación. Una cinta de precaución colocada en la vereda de los transeúntes.
Luego se mostró el interior, las paredes, que pinté unos días antes, la mesa, el
relicario, los muebles, nuevamente la misma cinta de precaución en el endosado
piso, y las rejas interiores. El narrador prosiguió.
“La sociedad del distrito de la prefectura puso su voz de manifiesto,
condenando este crimen y solicitando a las autoridades competentes dar con el
criminal lo antes posible y someterlo a juicio. Por otro lado, la alcaldía ha
desmentido tajantemente los rumores sobre la doble identidad de la señora Siegner,
como es de conocimiento existen versiones de una parte de la prensa que culpan al
alcalde por la muerte de la señora Siegner, basándose en probables y oscuros
intereses del municipio en las propiedades de la señora que hayan propiciado que
ésta intentase ocultar su verdadera identidad detrás de la muerte de una anciana
que se presentó hace sólo una semana como la señora Siegner. Hay una
investigación periodística en curso. Pero las palabras del alcalde fueron respaldadas
hace sólo unas horas por los herederos de la familia Siegner, estos manifestaron
estar sorprendidos por lo que pretende la prensa maliciosa, textualmente dijeron
“no permitiremos que se mancille la honra de la familia Siegner, nuestra madre ha
sido asesinada sin motivo alguno, y no existe otro atenuante por ahora que
justifique los chismes baratos… mi madre nunca hizo nada malo, excepto luchar
por esta ciudad como ningún otro igual”. El alcalde presidirá el cortejo fúnebre
hasta la catedral, luego se dirigirán al municipio donde se ha preparado un
homenaje merecido, y se reconocerá el apellido Siegner como símbolo de una
tradición filantrópica y altamente patriótica. Las exequias se llevarán en el
camposanto de La Merced, presidido por el párroco Juan de Dios Anselmo. El
general de policía a cargo del departamento regional, ha insistido en que trabaja
incansablemente para dar con el criminal. Esto sin descuidar la seguridad de los
vecinos, ha dado algunas recomendaciones para reconocer al psicópata. Además ha
garantizado un cordón policial que acompañará al féretro en todo su recorrido,
para mantener el orden. En ese sentido, se recomienda, dada la inmensa cantidad
de personas, ir sin niños, llevar agua de ser necesario, y no portar objetos costosos
para no ser presa de los delincuentes. Nuestra casa televisora le mantendrá
informado al milímetro sobre el caso Siegner.”
Apagué el televisor y me senté al borde de la cama, ¿era posible que los hijos
y el alcalde hayan llegado a un acuerdo para ocultar…?, ¿o es que la estruendosa
muerte de la señora Siegner sepultaba el oscuro historial de una madre afanada en
vengarse de sus adversarios tramando una falsa identidad y ocultándose detrás de
una anciana? Desde luego todo era posible. Unos minutos después alguien tocó la
puerta, el perro paró las orejas. No respondí, después del segundo toque escuché a
Mary y abrí la puerta. Mary, muy jovial, vestida escasamente, traía en la mano una
bolsa de compras, y en la otra mano una maleta. Acomodó la maleta en la silla y se
puso a vaciar la bolsa de compra.
–Te traje comida… ayer no pude venir… la policía ronda todos los bares de
la avenida Industrial … y cuanto menos tiempo esté aquí mejor… siento que me
vigilan.
Apuró en sacar todo de la bolsa y colocarlo sobre la cama en desorden:
Conservas, leche, fruta, tres botellas de cerveza, cigarro, y un trozo de carne asada.
–Es para Kan –dijo, para luego proseguir–, todo saldrá bien, en cuanto no te
encuentren… y el tiempo pase… podrás salir de aquí… y podremos estar juntos
más tiempo… ahora debo irme.
Me besó en los labios y salió dejando un aire perfumado detrás de ella.
Cuando me aprestaba a cerrar la puerta, regresó, y me avisó de unos periódicos en
la maleta.
–Para que te distraigas, mientras te enteras… ah y también hay un billete
para que le des al anciano si es que te cobra por el servicio de hoy…
Me dio un nuevo beso y se marchó.
Bebí un poco de leche y arrojé el trozo de carne al perro, este olisqueó con
desgano, pero prefirió descansar el hocico entre sus patas. Seguidamente rebusqué
la maleta, había ropa nueva, cogí el fajo de periódicos. Los titulares saltaron con la
unanimidad que sólo una noticia de magnitudes podía causar. Mi nombre y una
foto trastocada para la ocasión invadían las páginas como una estampa comercial
altamente lucrativa. Titulares rudimentarios como: “asesinato de película”, “muere
degollada la señora Siegner, destacada mujer”, “el pueblo llora a la señora Siegner
ejemplo de mujer, prefecturana”, “asesinan a la madre del distrito de la prefectura”,
“malditos degüellan a la mujer prefecturana”. Además resaltaban un reporte de
fotos de los ambientes de la casa Siegner, del maletín con las herramientas
ensangrentadas, la casa de la señora Doménica tal como la había visto un día antes
por televisión.
El plato fuerte ofrecido por los periódicos estaba en la entrevista a los
testigos directos. Reconocí al hombre de las escaleras, por una foto, éste, más que
responder preguntas, dio una versión muy particular.
“Mi mujer dice haberlo visto tres días antes. Personalmente tuve un
encuentro con él ayer, era un tipo extraño, me respondió el saludo. Pero cuando le
referí sobre la casa, que había amanecido con la cerradura violentada, se mostró
intolerante. Vi que tramaba algo, probablemente ya tenía planeado todo. Es posible
que haya entrado por la noche buscando a la señora, y al verse descubierto haya
fingido ser inquilino. ¿Si pienso que veía algo anormal en sus ojos…? Su aspecto no
indicaba que fuera capaz de todo este latrocinio. ¿Desde cuándo soy vecino de la
casa Siegner?, hace mucho tiempo, su esposo fue director del banco de la ciudad,
luego murió en un accidente de barco, en las costas de Argentina, enviudada, la
señora se dedicó a criar a sus hijos y a administrar sus propiedades, y lo hizo para
bien de ella con mucha eficiencia. Era una mujer cuidadosa, no gustaba de la vida
social, y en cuanto crecieron sus hijos les mandó a la capital para que tuvieran
acceso a una enseñanza de calidad. En lo demás, vivió con recato, y con suma
modestia, ¿si conocía al empleado?, desde luego, un hombre hecho para el campo,
era la persona de más confianza de la familia, pasaron los años y no se despegó del
apellido Siegner, era un hombre muy leal, siempre se le veía haciendo algo,
limpiando, barriendo, mi esposa dice que hasta cocinaba, planchaba y cosía.
¿Cómo me deja esta noticia…?, como dejaría a un vecino, una muerte de un
familiar, puesto que la señora como vecina era como de la familia, para todos.”
En la misma página se mostraba un cuadro comparativo de fotos mías: tres
retratos. La primera de hace diez años atrás, cuando declaré en el registro civil ser
mayor de edad, con derecho ciudadano; una huesuda cabeza, con los pómulos
salientes, nariz recta, labios gruesos, cabello abundante peinado de lado, no había
personalidad en aquel retrato, excepto por los ojos, unos ojos hundidos y tímidos
que parecían huir de las miradas. La segunda foto de hace siete o seis años, de mi
época universitaria, a diferencia del primer retrato, presentaba el cabello corto, unos
bigotes ralos con más de diez días sin afeitar, vestido con una polera deportiva, en
ese tiempo no era necesario portar la formalidad de estos días. Y el tercer retrato
era en sí un dibujo, una conjugada demostración de las anteriores por algún
mediocre dibujante del departamento forense, pero que me mostraba con la mayor
fidelidad, me pintaba con abundante cabello, bigote, mirada tímida, el ceño
regularmente fruncido para dar mayor énfasis al crimen, y los mismos labios
gruesos quietos en una posición burlesca.
En el reverso de aquella página, la opinión de un docto psicoanalista
(titulada: “el asesino, producto de los últimos tiempos”) decía: “el asesino puede ser
cualquiera, todos llevamos un asesino dentro, nuestro asesino interior depende en
gran medida del cerco cultural en el que nos desenvolvemos, y de cuán solidas
están esas costumbres. En lo que concierne a la elevada tasa de crímenes que se ven
en nuestros tiempos, naturalmente los progresos materiales tienen mucho que ver
con nuestros asesinos, los avances han facilitado la vida, pero también han
aligerado nuestras formas de ser, el ser humano ahora más que antes busca con
desespero las soluciones a lo cotidiano, urge satisfacer sus necesidades
inmediatamente, porque en menos de lo que sepa ya tendrá nuevas necesidades, un
análogo efecto a lo que sucedía hace cincuenta o setenta años. Esto en términos
científicos anula nuestros cercos culturales y va más allá de las simples necesidades,
generando contactos fatales como un crimen, en ese sentido no sólo es culpable el
asesino, también la víctima, ambos fuera del cerco cultural, si me dejo entender…
cuanto más debilitados estén nuestros vínculos emocionales y culturales tendremos
mucha más gente al margen del cerco cultural, por lo tanto mucha más gente
matándose entre sí.”
Otro periódico se encargaba de mi vida, en una página entera había logrado
bosquejar una pintoresca biografía con datos probablemente escasos: Bernardo Q.
Nacido el veinticinco de febrero de mil novecientos… natural del departamento…
provincia y distrito del mismo nombre. Vio la luz en una época traumática y en el
peor sitio del país. Es posible que parte o toda su infancia esté marcada por hechos
como la matanza de policías ocurrida el 26 de octubre de mil novecientos… o la
derrota definitiva de los insurgentes en la misma provincia, el doce de noviembre de
mil novecientos… es natural suponer que el germen de su personalidad proviene de
esta época. Hay pocos aspectos destacables de sus primeros años académicos.
Llegó al distrito de la prefectura en un camión militar, fue declarado para hacer
servicio en la guarnición de artillería, puesto en el que llegó al grado de sargento.
Culminado el servicio, trabajó en una orfebrería, seguidamente en una granja
cebando puercos. Hace siete u ocho años se presentó a un empleo regular, que
consistía en encuadernar archivos para la casa museo. Dos años más tarde
renunció, inmediatamente después empezó a asistir a la Facultad de Letras en la
rama de Sociología, obtuvo las peores calificaciones que un estudiante universitario
pudo tener, sin embargo frecuentó tertulias literarias de poca monta y publicó dos
libros de relatos de escasa calidad. Tres años después, abandona la universidad y se
dedica a beber. Consigue un trabajo como mecánico, se ve implicado en la fuga de
presos, cuya culpabilidad no se ha demostrado. Y recientemente se encontraba con
comparecencia restringida por la muerte de dos prostitutas asesinadas. Los últimos
cinco años ha vivido en la parte sur de la ciudad, como inquilino de una viuda, los
vecinos dicen conocerlo pero no refieren nada más, al parecer fue huraño, de
complicada personalidad. La viuda sostiene: “no le he conocido familia, era como
un huérfano. Por demás, un muchacho recto, con una enfermedad incurable que
tenía mucho que ver con los libros, pagaba puntualmente el arriendo, era muy
celoso de sus asuntos, tenía un gran corazón, uno de esos tipos al que no se le
puede negar nada, pero no le gustaba pedir, no era partidario de aceptar nada
gratis. Su peor mal como le dije era beber y los libros. No se cómo ha podido hacer
esto, pero mi concepto de él no cambiará nunca, todos están en su derecho de
juzgarlo, yo tengo un juicio sobre él y no cambiará”.
El perro se acercó a la puerta, dio agudos gruñidos. La carne asada estaba en
el mismo lugar. Y supuse que necesitaba salir que vivir en ese hotel encerrado, una
necesidad que estaba en mis manos resolver. Miré por la ventana a la calle, el trajín
resuelto del mundo: el auto estacionado en la esquina, una señora lavando ropa en
una azotea, las paredes olvidadas de un edificio antiguo, dos niños jugando a las
escondidas en el patio de una vivienda aledaña, el semáforo en rojo de esta otra
avenida, el monótono vaivén de las palmeras enanas al empezar la avenida
principal… es decir, todo ubicado en la posición inalterable de un juego calculado,
en cuyo diseño no estaba el perro, tampoco yo.
Miré el maletín que trajo Mary, vi en él una última esperanza, esperanza que
no esperaría un minuto más, esperanza por aquel sitio remoto donde la justicia de
los hombres no me alcanzaría.
Puse el teléfono móvil sobre la desnuda mesilla, como un mensaje de
consuelo para Mary; luego metí en el maletín todo, con una sensación única de
libertad. Bajé apresuradamente los peldaños de los tres pisos del hotel, seguido por
el perro. Y Salí a la calle. El perro al verse libre corrió por su vida calle abajo en
dirección del pasaje Los Geranios, a estirar su cuerpo bajo el limonero, a buscarse
carne asada en los basurales, antes de desaparecer volvió la mirada para dar un
ladrido, bajar la cabeza y dejar atrás lo que sería sólo un recuerdo.
Tomé un taxi, “¿a dónde?”, “al terminal”. El trayecto, el mismo sueño, sólo
que ahora iba sobre ruedas, sabiendo dónde quería ir. El taxi me dejó a unos pasos
de la puerta. El mismo hombre de los sueños que quiso rechazarme por el perro,
ahora espantaba moscas con un periódico en cuyas páginas estaba mi retrato en tres
formas. Avancé a los pasillos de las ventanillas, la misma dependienta, “un boleto
por favor”, “¿para dónde?”, y me reservé aquello de: los pinos, los pájaros, los
cultivos, el río que surca los cultivos, la soledad de los ancianos, la orfandad de los
niños y aquella laboriosidad silvestre de sus hombres… en vez de ello dije una sola
palabra, un término real que describiera algún país de ensueño.

S-ar putea să vă placă și