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Laura Kiel: “¿La seño me deja?


En un trabajo premiado por la UBA, el equipo Maestros de Apoyo
Psicológico da cuenta de sus experiencias con alumnos sobre los que la
institución escolar ha efectuado operaciones de segregación: esos de
quienes los docentes dicen que “...con este chico no se puede”.

En las escuelas, encontramos frases que se repiten: “En los años que
tengo de docente, nunca...”; “Ya probamos todas las estrategias...”; “No
podemos dedicarnos a uno solo...”; “Este chico no es para esta escuela...”
o “Esta escuela no es para este chico....”; “Con estos chicos no se
puede...”: nuestro equipo, denominado Maestros de Apoyo Psicológico
(MAP), está integrado por docentes, psicólogos y psicopedagogos clínicos
pertenecientes al Area de Educación Especial del Ministerio de Educación
del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Un documento oficial de esta
área (dirigida por Silvia Dubrovsky; gestión 2004-2007) advertía que
“cada día es mayor el número de alumnos que nos confrontan con la
dificultad para su inserción o inclusión en la vida institucional” y que “las
escuelas se encuentran ante presentaciones del malestar y modalidades
de vínculos inéditas, refractarias a los modos de resolución de conflictos
con los que ya cuentan los docentes”. Crecen los pedidos de los docentes
ante situaciones problemáticas con alumnos, sobre todo de 3 a 8 años de
edad y en su mayoría varones.

Según Esteban Levin (¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin
cuerpo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006), “encontramos cada vez más,
en los ámbitos escolares, escenas de violencia provocadas por los niños.
En el momento de la agresión, actúan sin pensar. Estas actuaciones
aparecen inesperadamente: peleas, golpes, patadas, empujones,
mordiscos, malas palabras, arañazos, pellizcos, gritos, escenas violentas
de rebeldía, odio, descontrol”. Por nuestra parte, nos hemos negado
sistemáticamente a ponerles un nombre que permita incluir a estos
alumnos en una clasificación. El hecho de nombrarlos realizaría una
operación sobre un número de niños –con sus diferencias, particularidades
y subjetividades–, que los transformaría en un conjunto al que se le
atribuye homogeneidad o consistencia. Esta conformación de un conjunto
cerrado sobre lo que falla, sobre lo que hace síntoma a una institución
particular, lo transformaría en un resto inasimilable.

Ante el reclamo de un diagnóstico por docentes y padres, el modo que


encontramos es: “Alumnos que, en las escuelas, irrumpen conmoviendo e
interpelando nuestro lugar como adultos, nuestra tarea como docentes y a
veces hasta la propia cultura escolar; deben superar la predominancia de
modos de expresión a través del cuerpo para acceder a expresarse de
manera dominante por la palabra”.

La tendencia más difundida entre docentes y psicólogos es abordar estas


manifestaciones desde la perspectiva psicopatológica: una lectura
orientada desde lo individual o, en todo caso, con referencia al ámbito
familiar. Entonces, las respuestas más frecuentes son la derivación a
tratamiento psicológico o psiquiátrico, la medicalización, incluso los
diagnósticos estigmatizantes y la judicialización. En su mayoría, los niños
que no logran adaptarse o incluirse a la dinámica de la institución escolar
reciben el diagnóstico de ADD (“desorden por déficit de atención”).
Aquello que en otras épocas solía denominarse como fracaso escolar,
problemas de aprendizaje o los clásicos problemas de conducta, hoy
queda incluido en una sola expresión, que concierne sólo al niño y lo
determina en su ser: “Es un ADD”. Nuestro equipo encuentra chicos que
vienen medicados desde los tres años. Saben que deben tomar su
pastillita de lunes a viernes para portarse bien en la escuela.

La acción de nombrado consiste en seleccionar sólo un rasgo, en este caso


la atención, entre una serie de fenómenos que pueden incluir
impulsividad, movimientos involuntarios e incontenibles, labilidad en los
estados de ánimo, ansiedad, etcétera. Y esta selección de la atención
como rasgo privilegiado está en relación con las condiciones del
dispositivo escolar actual, que requiere la atención como condición
necesaria para su funcionamiento: los trastornos de la atención se
constituyen en un síntoma para esta institución, pero podrían no serlo en
otro contexto o bajo otras coordenadas.

Para entender lo que les pasa a estos niños no alcanza con pensarlo sólo
desde una perspectiva psicopatológica, ni con explicarlo sólo desde el
ámbito de lo familiar, y menos aún alcanza con tomarlo como un síntoma
sólo de la institución escolar. El escenario escolar no se reduce al ámbito
“externo” en el cual los niños despliegan sus modalidades sintomáticas.
Las irrupciones de angustia que invaden a los niños en las escuelas
adquieren una legibilidad propia al reconocerlas también en su dimensión
de síntoma social. Así, por ejemplo, el “déficit en la atención” se
constituye en el contexto de una sociedad que ha variado, en las últimas
décadas, los modos de atender, de prestar atención a sus niños. No
podemos dejar de preguntarnos de quién es el “déficit” y cuál el agente
de la desatención.

Eric Laurent (“La sociedad del síntoma”, en Lacanian Journal Nº 2, 2005)


plantea que “le toca al psicoanalista encontrar la manera de dirigirse a la
angustia del sujeto para mostrar que los síntomas inéditos de nuestra
civilización son legibles”. El Otro social, encarnado en las escuelas por los
docentes, oferta lugares, y el sujeto consiente o no en ocuparlos. Por
nuestra parte, intervenimos para que la escuela tenga la eficacia de abrir
este abanico de lugares; luego el sujeto podrá decir que no o decir que sí,
dar o rechazar su asentimiento, hacer un movimiento de retractación, de
ratificación o de rectificación. Intervenimos para hacer lugar al sujeto.

En algunos casos, se tratará de que el alumno pueda hacerse un lugar más


confortable que aquel en el que pudo ubicarse con sus propios recursos;
en otros, se tratará de que los docentes puedan identificar el lugar que,
bajo determinadas coordenadas, esa institución dejó destinado para este
niño. El hecho de que el alumno sea “el nuevo”, de que haya ingresado
luego de iniciado el ciclo lectivo y ya constituido el grupo, la relación
previa de la familia del alumno con la escuela, la “información” previa,
pueden constituirse en obstáculos, interferir o viciar las posibilidades de
una escuela para alojar a un alumno, para ofrecerle la oportunidad de
incluirse.

El ingreso a la escuela puede ser una oportunidad para que un niño


conozca nuevos modos de vínculos, basados en otra lógica que la familiar,
y para que se encuentre con adultos que puedan aportarle otros
significantes con los cuales reconocerse. Sin embargo, la eficacia de la
institución para instalar al niño en el vínculo educativo se encuentra
debilitada; la escuela, en muchos casos, acepta y corrobora el modo de
presentarse del niño, reforzando situaciones de desinserción. En nuestra
tarea cotidiana, podemos verificar, en cada caso, qué ocurre con un niño
cuando encuentra detenida su posibilidad de hacer lazo al otro.
El padecimiento de un alumno toma el valor de síntoma de la impasse en
la que se encuentran los docentes para la instalación de un lazo,
entendiendo la instalación del lazo social como condición necesaria para la
inclusión y para la inserción. La inclusión es condición de posibilidad para
que el sujeto alcance modos civilizados de arreglárselas con el goce; la
inserción posibilita la identificación a ciertos significantes privilegiados
con los que se encuentra el sujeto en el vínculo con sus docentes.

La intervención de un MAP consiste en reponer, consolidar o fortalecer al


docente en su función, para que la cumpla de la buena manera y desde un
buen lugar. Tomando los aportes de Hebe Tizio (Reinventar el vínculo
educativo: aportaciones de la pedagogía social y del psicoanálisis, ed.
Gedisa, Barcelona, 2003), “la buena manera” es cuando el docente intenta
regular el goce por la vía de los intereses y el consentimiento, y “desde el
buen lugar”, como agente del discurso educativo cuyas condiciones
marcan la posibilidad y los límites del acto educativo.

Podemos concebir al MAP como un buen lector de las coordenadas de


producción del síntoma, desplazándose allí donde se despliega para
intervenir sobre las relaciones de un niño con sus docentes, con sus pares,
con su tarea. Buscamos, en la particularidad de cada caso, detalles,
indicios que orienten la lectura para ubicar la lógica de la intervención.
Cada institución construye sus propias coordenadas para la producción del
excluido. Por esto, es imprescindible realizar una lectura de aquellos
significantes tomados del discurso institucional para la operación de
segregación. Esta perspectiva no elude ni se presenta en contradicción
con el abordaje de las dificultades propias del alumno en su singularidad.

Desatención
Una intervención orientada por el discurso del psicoanálisis y sostenida
desde una lógica de “no-todo” permite desarticular la ilusión del
funcionamiento armónico del grupo y el lugar otorgado al alumno que
encarna cierto rasgo perturbador que nombra su ser: “desatento”,
“hiperactivo”, “ADD”, “psicótico”, “violento”. La perspectiva que
sostenemos resulta contracultural para las escuelas; estamos atentos a la
oportunidad de introducir otra lógica que no es opuesta ni contraria, sino
simplemente otra, la del “no-todo”. Una cuestión central es: ¿cómo
intervenir desde una mirada que atiende a la singularidad, sin quedar por
fuera de una legalidad que tiene como marco un “para todos”?

La presencia de un/a MAP en una institución educativa instala una tensión


entre lo singular y el para todos. El mayor desafío para las escuelas, a la
hora de contemplar la inserción de los niños que no están en condiciones
de acomodarse a las normas que rigen para todos, es tomar decisiones
que implican la flexibilidad de algunas reglas en función de las
posibilidades de un alumno, en un sistema que se regula por el “para
todos”. Por ello, se intenta encontrar otro tratamiento de aquello que no
ingresa al universal: no ya por la vía de la segregación, pero tampoco por
la vía de la excepción, que en las escuelas suele tomar el significado de
“premio” o privilegio. Con esta operación se busca hacer un lugar al
sujeto singular, recuperar a ese sujeto que resiste a la universalización. El
trabajo de un/a MAP cabalga entre el intento de compatibilizar el respeto
y el sostenimiento de las normas que rigen “para todos” y la
contemplación de las necesidades y posibilidades subjetivas. Frente a esto
el reclamo permanente, con el que además acordamos, de los docentes:
“Tiene que hacer lo mismo que todos”. Entonces, podemos aprender de
aquello que un niño nos está mostrando para transformarlo en una
oportunidad de cambio para todos.

En cada intervención, desde la posibilidad de hacer lugar a la


particularidad del alumno, se alcanzará su inclusión a la vida institucional,
que se rige indefectiblemente sobre ciertas normas. Pero sabemos que las
normas no son un cielo estrellado desprovisto de goce: todo lazo social es
un tratamiento del goce, que además lo aloja en su seno. La ilusión de un
vínculo organizado que deje por fuera el síntoma de cada uno choca con
su propia impasse. Y el síntoma es fuente de aprendizaje para un/a MAP,
que intenta transferir ese saber a las escuelas.

El/la MAP efectúa una operación que llamaríamos de descompletamiento,


en varias dimensiones: sobre el “saber-todo” acerca de un niño, en tanto
queda del lado del Otro destituyendo al niño de su posición de sujeto;
sobre el “decir certero”, proferido con un carácter determinativo sobre un
niño, que opera como una constatación o significación cerrada para el
sujeto; sobre el “Otro consistente” que se presenta en su dimensión de
puro capricho y gozador.

La intervención del MAP apunta a generar un vacío en lo lleno de las


significaciones impuestas, previamente construidas por los docentes de
una institución sobre algún alumno; condición necesaria para que aquello
que despliega el niño tome el valor de un mensaje dirigido al Otro. En
tanto este mensaje se expresa en un lenguaje desconocido para el propio
sujeto, necesita, para que llegue a destino, un buen entendedor o, por lo
menos, alguien dispuesto a abrir la pregunta que permita reponer un
sentido que sólo concierne al sujeto y por el que sólo el sujeto puede
responder. Para que esto ocurra, es necesario que los adultos sepamos un
poco menos, o no todo, o con menos certeza.

Frases del estilo “lo hace para provocarme”, “fue a propósito”, “no le
importa nada”, suelen escucharse en las salas de maestros. Se intenta
instalar un margen de equívoco en el decir, abrir a la indeterminación de
los dichos, producir cierto deslizamiento en una frase que se refiere a un
niño de manera unívoca dejándolo coagulado en su sentido fijo. Si no
dudamos de que el inconsciente es un saber que habla solo y se expresa
en aquello que se dice más allá de lo que se tiene la intención de decir,
entonces, en ese plus de significación, que sorprende al sujeto cuando el
otro escucha algo distinto a lo que se creía estar diciendo, se produce
cierta eficacia del inconsciente. En ese sentido, la relación que el/la MAP
construye con el docente le permite funcionar a modo de un espejo para
que ese docente pueda encontrarse con su propio mensaje que le vuelve
del Otro.

Para introducir cierta desadecuación en ese mensaje, el MAP realiza un


cálculo ponderado de las posibilidades de escucha y apertura de cada
docente, sin desentenderse de los límites propios de cada discurso.

Por último, el vínculo que el/la MAP entabla con el docente y la presencia
de ambos en el aula está al servicio de que el niño en cuestión no quede
en referencia a un solo adulto; que cada uno se referencie al otro para
descompletarse a sí mismo y autorizar al otro. En esta tarea de sostener a
un niño, se irán sumando otros docentes; se contará con los miembros del
equipo de conducción, con algún auxiliar. Se trata de que el docente no
quede como único responsable de un niño frente a la institución y de que
ese niño no quede solo a merced de un solo adulto.
* Texto extractado del trabajo “Psicoanálisis-educación. Un dispositivo de
intervención en instituciones educativas”, que obtuvo el Premio Facultad
de Psicología 2008, otorgado por la Universidad de Buenos Aires

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