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Religión, etica y orden socio-político

Ponencia del Señor Académico de Número don Jaime Antúnez Aldunate

Sesión Ordinaria Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales - Lunes 30 de


noviembre 2009

Una reflexión, por breve que sea, acerca de los tres universos que hoy se nos proponen
–religión, ética, orden socio político-- vista la constante interrelación de los mismos a lo largo de
la historia humana, obliga a una mirada retrospectiva que nos pone de lleno en la compleja
riqueza de esta interrelación.

Parto en tal sentido por decir, respecto de lo primero –la religión-- que no parece que lo que
habitualmente miramos como su contrafigura, el ateísmo, sea simplemente la negación del
teísmo. El ateísmo no significa única y sustancialmente una oposición a la tesis racional sobre
la existencia de Dios. “Por el contrario, es posible que se tenga una idea de Dios, se concluya
que Él existe y ser al mismo tiempo llamado ateo”.  Remontándonos en el tiempo, muy
significativo en este sentido es el hecho que contra Sócrates se intentara un proceso por
“ateísmo”. Su posición fue juzgada peligrosa y condenada porque minaba las raíces
teológico-políticas de la religión compartida por la comunidad. Cinco siglos después, lo mismo
sucedía a los primeros cristianos.

Abocados a la necesidad de definir la figura teórica del ateísmo, descubrimos así que,
históricamente, ésta nace más bien ligada a una causa jurídico-política. Es la causa  que debe
ocuparse de aquellos ciudadanos que rechazan someterse a la ley, porque no creen ni
respetan a los dioses. Quiénes primeramente son definidos como ateos en la historia son,
pues, aquellos que voluntariamente se apartan de una fe compartida y practicada por una
comunidad sociológicamente relevante, así las de Atenas y de la Roma imperial.

Importa darse cuenta que esta originaria figura histórica del ateo, basada en un uso político
de la religión, claramente revela que, en paralelo, es inherente a esa “justificación política” de la
misma, una reductiva indiferencia en relación al nexo entre religión y verdad.

Mucho más tarde, cuando en Europa este nexo entre religión y verdad se halle largamente
posicionado, el ateísmo cambiará entonces de signo y se enfrentará ahora directamente a la
“pretensión” de verdad del cristianismo. Es quizá ocioso recordar en una conversación como
ésta, que la religión revelada no se contenta con proclamar el deber de creer en ella por un
argumento político, sino que, fundamentalmente, reclama ser reconocida como verdadera  por
las mentes y los corazones. La fe es siempre y simultáneamente, al menos en la tradición
cristiana predominante en nuestro hemisferio, una fe por la cual se cree (fides qua creditur) a la

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vez que una fe en lo que se cree (fides quae creditur). No se puede por tanto separar, en el
orbe cristiano, la libre implicación del hombre con aquella fe que profesa, de aquel don que
Dios le propone, el logos, es decir la verdad.

En los primeros siglos del pasado milenio y hasta el comienzo de la modernidad, la figura del
ateo coincide con la de quien rechaza por principio su pertenencia a la comunidad creyente. No
obstante, a partir del siglo XVI y XVII, el ateísmo aleja de sí el estigma de lo im-pío (en sentido
etimológico, aquel que no tiene fe), pasando a partir de ese momento a ser un aliado del
teísmo racionalista, significativa corriente del Iluminismo en su lucha contra la Revelación. El
peligro ya no es más el ateísmo, sino la religión revelada. Se asiste entonces al remozamiento
del argumento teológico-político de la antigüedad, cuestión que alcanza distintas expresiones y
máxima tensión en el proceso que lleva en Francia del absolutismo a la revolución. Yendo al
plano de la filosofía, desde Bayle, que reivindica la honestidad del ateísmo y rechaza el
binomio “ateo-libertino”, este camino entronca más adelante con Feuerbach y Marx. A partir de
ellos, un humanismo a secas, primero teórico y luego práctico, provee el terreno en el cual el
ateísmo sostiene la batalla por la “liberación” del hombre de esa esclavitud en que acusa a la
religión revelada de mantenerlo prisionero. Un ulterior momento de esta parábola, que sólo
puede ser esbozada, pasa de la famosa tesis de Nietzsche sobre la muerte de Dios, y a través
de Freud y Monod, para llegar a su forma actual. Al cabo y en consecuencia, sólo se debe
reconocer lo finito, negándose todo absoluto, llámesele Dios o de otro modo. No hay en esta
vía religión ni filosofía que pueda encontrar respuesta a la cuestión de Dios, la inmortalidad, el
mal, la justicia. Sobre estos temas más bien se debe callar, como ha dicho Wittgenstein, pues
según afirma el mismo, de ello no se puede hablar sensatamente.

En este precisa dirección y acogiéndose a la misma terminología, Augusto Del Noce ha


subrayado que “el ateísmo se hace destino de la modernidad” desde el momento en que se
transforma en sinónimo de renuncia al fundamento y de radical renuncia también a la pregunta
por el sentido –para Del Noce sentido es un término “fuerte”, abierto a un significado de verdad,
antítesis de lo que otro pensador italiano ha llamado “pensiero debole” -. Así, subraya que la
in-sensa-tezza (el non sens  o, en castellano, la in-sensa-tez) en que el hombre de hoy
prácticamente vive , viene a ser, en buenas cuentas, la constatación del deicidio  ya
proclamado un siglo atrás por Nietzsche.

                   

***

Es a lo mejor un subyacente temor a esa in-sensa-tez, si concordamos con Del Noce, o una
conciencia responsable frente a los grandes problemas que desafían al hombre de nuestro
tiempo, además de  una consideración a la dimensión internacional de los mismos  –un
acontecimiento local puede tener hoy resonancia planetaria casi inmediata--  lo que vuelve en

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este momento a movilizar en la búsqueda de valores éticos comunes, eco por otra parte de un
sentimiento de solidariedad global, que encuentra su fundamento último en la unidad del
género humano.

Luego de la segunda guerra mundial, en 1948 la comunidad de las naciones definió en la


Declaración universal de los derechos del hombre algunos derechos inalienables de la persona
humana; no fueron ni son éstos simplemente una concesión del legislador, sino que fueron
“declarados”, siendo su existencia anterior a la decisión del legislador. La Declaración –como
afirmó Juan Pablo II en su última visita a la ONU--  “permanece como una de las expresiones
más altas de la conciencia humana en nuestro tiempo”, aunque los resultados no siempre han
estado a la altura de las esperanzas, pues emerge siempre de nuevo una tendencia a
reinterpretar los derechos del hombre “en beneficio de un legalismo utilitarista sin reservas” ,
separándolos de la dimensión ética y racional que constituye su fundamento y su fin. Hoy así
escuchamos reclamar la condición de derechos humanos a las cuestiones más absurdas e
irracionales, en cuyo catastro no vale la pena aquí detenerse.

Parece evidente –aunque la vociferación y el vértigo a que estamos constantemente


sometidos no lo dejen fácilmente ver--  que una ética mundial necesita considerar el conjunto
de valores fundamentales y obligantes que desde siglos forman el tesoro de la experiencia
humana la cual, por cierto, es inherente a las grandes tradiciones religiosas y filosóficas. Nada
distinto a ello es lo propuesto por el insospechable Jürgen Habermas, filósofo de la Escuela de
Frankfurt, en sus famosas reflexiones sobre los “fundamentos prepolíticos del Estado
democrático”  , cuestión que acaba de reiterar en sus  Kleine Politische Schriften XI  

La discusión de estos temas no es evidentemente fácil en un contexto cultural en el cual


suena a “incorrección política” la pretensión de sustentar verdades objetivas y universales,
donde parece que sólo el relativismo  es capaz de salvaguardar el pluralismo de los valores y la
democracia, y donde la apología del positivismo jurídico rechaza el caminar hacia una dirección
veritativa de lo justo. En tal perspectiva, el horizonte último del derecho y de la norma moral
serían simplemente las leyes vigentes --expresión de la voluntad del legislador-- consideradas
en dicho horizonte justas por definición. Poco se repara –aquí una vez más la presencia del
vértigo y la irreflexión-- en qué medida este criterio abre amplio camino a la arbitrariedad del
poder más fuerte, a la dictadura de la mayoría aritmética, bien como a la manipulación
ideológica. Intereses y deseos privados, que se oponen a los deberes que derivan de la
responsabilidad social, se transforman así comúnmente en derecho positivo vigente.

En este problemático contexto de lo moral, algunos proponen una ética de la discusión, en la


línea de una comprensión “dialogal” de la moral. En realidad estamos aquí ante otra versión
más de ética formal, que esquiva la mirada respecto de las orientaciones morales de fondo,
limitándolo todo a un mero procedimiento de búsqueda de compromisos por las partes.  

Que la comunidad humana sea capaz, a la luz de la razón, de reconocer, de acuerdo con la
naturaleza del hombre, las orientaciones fundamentales del actuar moral y expresar esto de
modo normativo bajo la forma de preceptos y mandamientos, es algo que podemos
sobradamente constatar. Bastaría en tal sentido mirar el desarrollo de distintas culturas,

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incluidos los varios procesos de mestizaje entre ellas y, en fin, la historia de las civilizaciones,
en particular de la nuestra.

“Cuando la idea de ley natural surgió con los filósofos estoicos -- reflexiona Rémi Brague-- la
idea de naturaleza se refería al orden cósmico. Este orden no se diferenciaba radicalmente de
lo que los estoicos llamaban Dios. Estaba orientado [este orden] hacia la obtención del bien: el
interés en lo propio conducía sin ruptura de continuidad hacia un interés en lo que es más
‘propio’ del hombre, es decir, su razón. Por consiguiente, la ley natural, la ley racional y la ley
divina coincidían en cuanto a su esencia” , precisa Brague.  No puede sorprender que ese
vínculo entre la conciencia moral y lo divino atraviese los principales eslabones de la sabiduría
griega y cristiana –absorbida y proyectada la primera por la segunda--, pasando luego de la
antigüedad a la Edad Media y expresándose tanto en los autores no cristianos como en lo
Padres de la Iglesia o los escolásticos. Fue probablemente el filósofo estoico Séneca, el
primero en formular explícitamente esta vinculación cuando dice: “Dios (o: un dios) está cerca
de ti, contigo, en tu interior… Un espíritu sagrado mora en nosotros, que observa y advierte lo
bueno y malo que hacemos” .  Más tarde Pablo hizo suya la idea de conciencia de los estoicos
y vio en ella el equivalente para los gentiles de lo que era la ley mosaica para los judíos, como
queda de manifiesto en el capítulo segundo de su Carta a los romanos.

Es interesante constatar cómo, en el marco nada lineal de la filosofía contemporánea, esta


unidad conceptual vuelve también a hacerse notar. Recuérdese lo que mencionamos sobre el
non sens y la radical renuncia a la pregunta por el sentido y sus consecuencias, según lo
advierte Del Noce. En efecto, también Jacques Derrida, filósofo francés contemporáneo,
haciéndose eco de Nietzsche, nos dice ahora que la idea de significado trascendental está
intrínsecamente vinculada con la noción de un Logos eterno que impregna todo el universo. En
otras palabras, la idea de un mundo con significación e inteligibilidad presupone a Dios. Así lo
expresa en síntesis:  “El signo y la divinidad tienen el mismo lugar y momento de nacimiento.
La edad del signo es esencialmente teológica”

                    *  *  *

Es claro que la noción que se tenga del orden socio-político estará en directa relación con la
idea del hombre que nos inspire. Tanto los antiguos como los medievales comprendían este
orden a la luz de una noción de la naturaleza humana hoy pérdida y que Aristóteles explica en
el primer libro de su Política : el estado natural no es un estado bruto, sino por el contrario, un
estado en perfecto desarrollo. “Desde este punto de vista, la naturaleza humana no es lo innato
en el hombre en oposición con lo adquirido. Y esta naturaleza no se opone en absoluto con lo
que llamamos cultura, polarización hoy tan recurrida. Esta idea de la naturaleza como el estado
en bruto de algo, proviene en realidad de Epicuro, y fue exhumada en el siglo XVII por los

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fundadores de la filosofía política moderna, especialmente por Thomas Hobbes. Se apoya en la


ficción de un estado de la naturaleza en el cual el hombre estaría regido por una preocupación
de autopreservación, que debe asegurar mediante una guerra permanente entre todos los
hombres”.  Mors tua, vita mea! Dicho estado, como sabemos, debía resolverse mediante el
artificio de una suerte de contrato.

Como apunta el cardenal, ahora Papa, Joseph Ratzinger, en su libro-debate con Paolo Flores
de Arcais, de reciente edición, el ulterior y actual intento de dar una nueva fundamentación al
ethos desde el punto de vista de la teoría evolucionista  –pretendiendo convertir ésta teoría en
una philosophia universalis y destilando incongruentemente “lo que es racional de lo que es en
sí irracional”- con su concepto clave en el modelo de selección (no se discuten aquí las
pruebas científicas de los procesos microevolutivos), ahonda en esa concepción de lucha por la
supervivencia, victoria del más fuerte, adaptación con éxito, y resulta lo más inapropiado, dice,
para “una ética de la paz universal, del amor al prójimo y de la necesaria abnegación de cada
uno”.

Conviene quizá concluir trayendo a nuestro tema otro fenómeno cultural con raíces en el siglo
XVII y que podemos identificar con el conocido intento del teólogo y hombre de leyes holandés
Hugo Grocio de fundamentar la ley natural “etsi Deus non daretur”, como si Dios no existiese.
No era una tesis sino una hipótesis, incluso rechazada como “impía” por el propio Grocio, pero
que servía para excluir metodológicamente la religión y garantizar la paz en un contexto de
guerras de religión. Dicha estrategia para asegurar las bases de la convivencia podía contar,
en todo caso, con el respaldo de las grandes convicciones de fondo creadas por el cristianismo
en Europa. A partir de esa fundamentación se desarrolla sin embargo, gradualmente, un
proceso secularizante que acaba por separar totalmente a Dios de la conciencia pública y
relegarlo a la esfera privada. Este vuelco hacia la razón individual como fundamento del orden
público, tuvo también el efecto de desligar paulatinamente a las personas “de la tradición a la
cual pertenecían y donde encontraban el significado y el alimento de las certezas morales
básicas para su vida privada y social”.  Desprovistos los individuos de sus antecedentes
históricos y culturales, la identidad moral vino a ser puramente formal.

Este intento, hoy llevado al extremo, de plasmar las cosas humanas dejando completamente
de lado a Dios, ha encaminado a la deshumanización o incluso al abandono total del hombre.
“No se ha instaurado el orden radiante del antropocentrismo, aquel que debió haberse erigido
sobre las ruinas de Dios”, fue la irónica queja del recién fallecido Lezek Kolakowski.   Habría,
en consecuencia, que prestar atención a la sugerencia de Benedicto XVI en su discurso en el
Subiaco, poco días antes de ser elegido Papa, de “poner al revés el axioma de los iluministas y
decir: también quien no llega a encontrar el camino de la aceptación de Dios debería buscar
vivir y orientar su vida ‘veluti si Deus daretur’, como si Dios existiese”.  Era éste, nos recuerda,
el consejo que ya Pascal daba a sus amigos no creyentes.

La dignidad del ser humano, muy anterior a cualquier derecho humano, fundamento
irrenunciable de un orden socio político, reclama en nuestros días desesperadamente –además
de una presencia ancha y vital del “Logos”-- esa condición de ser único e irrepetible que le
garantizó por tantos siglos la civilización judeocristiana, civilización de la cual aprendimos que

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Dios nos llama a cada uno por nuestro propio nombre.

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