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Jane Flax

Psicoanálisis y feminismo.
Pensamientos fragmentarios

Introducción a la edición española de Silvia Tubert

EDICIONES CÁTEDRA
UNIVERSITAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos
Consejo asesor:

Giulia Colaizzi: Universidad de Minnesota / Universitat de Valencia


María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mercedes Roig: Instituto de la Mujer de Madrid
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo
Olga Quiñones: Instituto de la Mujer de Madrid

Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia

Título original de la obra:


Thinking Fragments: Psychoanalysis, Feminism and Postmodernism
in the Contemporary West

Traducción: Carmen Martínez Gimeno

Diseño de cubierta: Carlos Pérez-Bermúdez

© 1990 by The Regents of the University of California


University of California Press
Berkeley, Los Angeles, California
Published by arrangement with the University of California Press
Ediciones Cátedra, S. A., 1995
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
Depósito legal: M. 13.174-1995
I.S.B.N.: 84-376-1334-5
Printed in Spain
Impreso en Gráficas Rogar, S. A.
Pol. Ind. Cobo Calleja. Fuenlabrada (Madrid)
Introducción a la edición española

Este libro se sitúa en una encrucijada entre diversas dis­


ciplinas y podría muy bien considerarse como una culmina­
ción de la historia de las complejas y polémicas relaciones
entre el psicoanálisis y el feminismo teórico.
Nacidas en la transición del siglo xix al xx, se puede ob­
servar que ambas corrientes de pensamiento comparten al­
gunas peculiaridades interesantes:
1. Tanto el psicoanálisis como el femiñismo, más allá
de sus aportaciones al saber acerca del ser humano, se han
constituido como modos de cuestionamiento de los conoci­
mientos establecidos, por lo que se sitúan en la dimensión
del pensamiento crítico. En efecto, ambos han producido
sendas «revoluciones» científicas, que condujeron a la sus­
titución de unos paradigmas por otros nuevos y a la transfor­
mación de la manera en que el ser humano se percibe a sí
mismo; ambos han incidido profundamente, quizás mucho
más que cualquier otra teoría contemporánea, en la historia
y en la sociedad occidentales de nuestro siglo. Pero, en tan­
to formas del pensamiento crítico, no sabrían constituir sis­
temas cerrados: el psicoanálisis, en la obra de su fundador,
presenta muchos puntos ambiguos, enigmáticos y contra­
dictorios. Son estos problemas no resueltos los que justifi­
can el interés que los textos freudianos siguen suscitando y
los que han dado lugar, precisamente, al desarrollo de una
cantidad considerable de perspectivas o secuelas diferentes
que, sin embargo, no dejan de reivindicar su pertenencia al
campo psicoanalítico. Asimismo, huelga decir que sería
más correcto hablar de feminismos que de feminismo, dada
la diversidad de concepciones, incluso antagónicas, que se
han desarrollado en su seno.
2. Tanto para el psicoanálisis como para el feminismo,
en el eje de sus investigaciones y desarrollos teóricos se lo­
caliza la cuestión de la diferencia entre los sexos. Si bien es
cierto que no existe ningún discurso que no esté marcado
por esa diferencia y por la manera en que se la concibe, la
diferencia misma no había sido abordada nunca por la filo­
sofía, no había llegado a constituirse comofilosofemos, y no
había encontrado otro espacio que el de la literatura, a pesar
de tratarse de una cuestión esencial que atraviesa nuestra
existencia, nuestra experiencia y nuestro conocimiento. En
efecto, para Freud, lo que se presenta como enigma de lafe­
minidad, no se podrá resolver hasta tanto no lleguemos a sa­
ber cómo se ha originado la diferenciación del ser viviente
en dos sexos2. Es decir, el acento se desplaza desde la con­
cepción de la mujer, la feminidad, o la sexualidad femenina
—que no se pueden considerar independientemente sin caer
en alguna forma de esencialismo— hacia el problema de la
diferencia misma, en cuyo seno habrán de constituirse tanto
el hombre como la mujer como sujetos sexuados, o sea, pro­
ductos de una división.
3. Ambos mantienen una relación doble con el pen­
samiento ilustrado: hijos de la modernidad, en el intento
por llevar las premisas de la ilustración hasta sus últimas
consecuencias, han mostrado, por ello mismo, sus límites
y falencias, y han cuestionado sus pretensiones imposibles
—la igualdad, la universalidad, la racionalidad— y sus
promesas incumplidas —el progreso y la felicidad. El

1 G. Fraisse, M. David-Ménard y M. Tort (Ed.), L’exercise du savoir


et la différence des sexes, París, L’Harmattan, 1992.
2 S. Freud, «La feminidad», en Obras Completas, T. El, Madrid, Bi­
blioteca Nueva, 1968.
ejemplo fundamental corresponde a la concepción de la
razón y sus alcances: tanto el psicoanálisis como el femi­
nismo han pretendido ampliar los dominios de la razón
hasta aquellos terrenos a los que aún no había llegado,
pero ello no les impidió demostrar la imposibilidad de que
la razón logre dar cuenta de la totalidad de los problemas
que se le plantean al ser humano en cuanto al conocimien­
to de la naturaleza, la historia y la subjetividad, y de que
ese conocimiento permita lograr un control de las fuerzas
naturales y sociales y de las propias pulsiones que haga
posible, a su vez, alcanzar un progreso indefinido y la fe­
licidad.
Es precisamente esta ambivalencia hacia la ilustración
lo que justifica la opción de Jane Flax (profesora de filoso­
fía y economía política y psicoterapeuta de orientación psi-
coanalítica): introducir un tercero en el diálogo entre femi­
nismo y psicoanálisis, que permita acabar con las acusacio­
nes especulares y fertilice la convergencia que entre ambos
se ha verificado en las últimas décadas. Se trata del postmo-
demismo, del que hemos de decir, igualmente, que no cons­
tituye un cuerpo sistemático de la teoría sino una multiplici­
dad de investigaciones, propuestas y conceptualizaciones,
fundamentalmente de carácter crítico. No es casual que la
participación de un tercero, al alentar la apertura de cada
uno de los otros dos campos, nos permita visualizar una re­
solución productiva de una relación dual que no careció de
enfrentamientos a lo largo de la historia de las ideas de
nuestro siglo, aunque ya he señalado que tampoco faltaron
articulaciones fecundas. Como decía Freud, a veces puede
ser útil, para resolver un problema, sumarle otro nuevo,
como cuando apretamos dos nueces, una contra la otra, para
partirlas.
Es indudable que el interés del psicoanálisis por la sexua­
lidad femenina, que floreció entre los años 1925 y 1935, guar­
da relación con los movimientos feministas de comienzos del
siglo que, más que una verdadera ideología, representaban una
rebelión contra las normas que definían la feminidad burgue­
sa victoriana, si bien es cierto que se extendía a toda la vida
cultural3. Estos movimientos se apoyaron en la explicación de
la opresión de las mujeres proporcionada por las teorías socia­
listas, que entendían que la subordinación del sexo femenino
era un resultado de su falta de participación en los procesos de
producción, marginación que se presenta como el correlato
histórico de su papel reproductivo. Si bien aceptaban este fun­
damento socio-económico, las propuestas feministas se cen­
traban más bien en la posibilidad de una libertad sexual que
apartara a las mujeres de su función reproductiva, aparente­
mente responsable de su discriminación en el ámbito público.
A pesar de su oposición al carácter falocéntrico de la ex­
plicación psicoanalítica de la diferencia entre los sexos, algu­
nas mujeres se interesaron por el psicoanálisis, en la medida
en que estudiaba la sexualidad y por lo tanto representaba un
cuestionamiento de las normas, valores y concepciones esta­
blecidas. Entre ellas se contaban, fundamentalmente, mujeres
cultural y políticamente radicales, que buscaban una profe­
sión diferente de las que tradicionalmente se les habían asig­
nado, como Edith Jacobson, Annie Reich, Helene Deutsch y
Karen Homey. Su participación en el movimiento psicoanalí-
tico, alentada y valorada por el propio Freud, condujo a una
renovación del interés teórico por la sexualidad femenina.
Quizás los interrogantes que formulaban las mujeres en
su búsqueda de una nueva identidad contribuyeron a gene­
rar el debate que se planteó en el seno del psicoanálisis con
respecto a esta cuestión.
Hasta 1923, Freud había considerado que el desarrollo se­
xual infantil en mujeres y varones respondía a cierta simetría,
basada en el complejo de Edipo, que anudaba, para cada uno
de los sexos, el deseo erótico hacia el progenitor del opuesto
y el deseo hostil hacia el progenitor del mismo sexo. Pero a
partir de esa fecha, en que introdujo la noción de fase fálica4
y sistematizó el complejo de castración como dimensión indi-

3 C. Zanardi, «Introduction», en: C. Zanardi (Ed.): Essential Papers


on the Psychology ofWomen, Nueva York-Londres, New York Univer­
sity Press, 1990.
4 La fase fálica es el estadio de organización infantil de la libido
sociable del Edipo, se establece una asimetría entre niños y
niñas, en la medida en que la sexuación de ambos quedará re­
ferida a un único elemento, el falo, y a su ausencia, real o ima­
ginaria5. Fue precisamente la promoción teórica del comple­
jo de castración lo que despertó el rechazo de algunos discí­
pulos de Freud. Aunque la contestación a esta noción y,
especialmente, a su vertiente femenina, la envidia del pene,
comenzó inmediatamente después de su formulación, fue a lo
largo de toda la década siguiene cuando se produjeron los de­
sarrollos más relevantes en lo que respecta a este debate, re­
gistrados en los trabajos de Karen Homey6, Melanie Klein7,
Jeanne Lampl-de Groot8, Helene Deutsch9y Emest Jones10.

(energía propia de la pulsión sexual) que se constituye después de las


fases oral y anal y se caracteriza por una unificación de las pulsiones
parciales bajo la primacía de los óiganos genitales. Pero, a diferencia de
la organización genital puberal, los niños de ambos sexos sólo recono­
cen el órgano sexual masculino y la oposición de los sexos (que sólo en
la pubertad se configurará como la polaridad masculino-femenino) se
identifica con la oposición fálico-castrado. Es en el estadio fálico donde
culmina el complejo de Edipo, que queda así profundamente articulado
con el complejo de castración: miedo a la castración en el varón y envi­
dia del pene en la mujer, ambos resultantes del fantasma de castración
que explica el enigma de la diferencia de los sexos suponiendo que las
mujeres han sido castradas.
5 Es interesante observar la secuencia de los textos escritos por
Freud en esta época: «La organización genital infantil» (1923), «El fi­
nal del complejo de Edipo» (1924) y «Algunas consecuencias psíquicas
de la diferencia sexual anatómica» (1925), donde introduce la fase fáli-
ca, sistematiza las relaciones entre Edipo y castración y, finalmente, re-
formula su concepción de la diferencia entre la configuración sexual de
niños y niñas.
6 K. Homey, «Sobre la génesis del complejo de castración en las mu­
jeres» (1924), en Psicologíafemenina, Madrid, Alianza, 1977.
7 M. Klein, «Los primeros estadios del complejo de Edipo» (1928),
en El psicoanálisis de niños, Buenos Aires, Hormé, 1964.
8 J. Lampl-de Groot, «The evolution of the Oedipus Complex in Wo-
men» (1928), International Journal o f Psychoanalysis, IX, 1928.
9 H. Deutsch, «Psychology of Women in relation to the Function of
Reproduction» (1925), Int. Journal o f Psychoanalysis, VI, 1925.
10 E. Jones, «The Early Development of Female Sexuality», Int. J.
Psa., Vm, 1927; «Thephallic Phase», Int. J. Psa, X iy 1933.
Para estos autores, el complejo de castración no consti­
tuye algo esencial en la construcción del sujeto como tal,
sino que se trata de un miedo que surge de la experiencia de
una persona que ya está constituida como sujeto cuando lo
experimenta. Pero si el sujeto es previo a su paso por el
complejo de Edipo articulado con el complejo de castra­
ción, la diferencia de los sexos también habrá de entenderse
como anterior al mismo, como algo dado, generalmente de­
rivado de las características anatómicas que diferencian a
ambos sexos.
De este modo, es fácil apreciar que, al desconocer la di­
mensión histórica (no se nace hombre o mujer, sino que se
llega a serlo a través de un complejo proceso, en el que tie­
ne una radical importancia la relación del niño o de la niña
con sus padres y su identificación con ellos) y simbólica (la
castración vehiculiza la prohibición del incesto, es decir, in­
troduce la dimensión de las leyes que organizan la cultura
en la subjetividad) de la explicación íreudiana de la organi­
zación de la diferencia entre los sexos, los críticos se vieron
obligados, más allá de la validez de su cuestionamiento del
falocentrismo de la misma, para el que aún hoy no tenemos
alternativas satisfactorias, a recurrir a una explicación bioló­
gica.
Esta tendencia se vio reforzada porque, como conse­
cuencia del cuestionamiento de una explicación que tomaba
como modelo la organización de la sexualidad masculina,
estos autores centraron la discusión en la naturaleza de la se­
xualidad femenina «en sí misma», estudiándola como algo
aislado, dado, independiente de la operación simbólica de
división que la crea, y buscaron esclarecer qué es la mujer,
lo que los condujo a posiciones esencialistas y naturalistas,
de las que Freud había intentado explícitamente apartar al
psicoanálisis. En efecto, en la mayoría de los casos supusie­
ron, de manera manifiesta o implícita, que existen una mas-
culinidad y una feminidad innatas que corresponden direc­
tamente al hombre y a la mujer en tanto cuerpos anatómica­
mente diferenciados. Así, por ejemplo, Karen Homey habló
del «principio biológico de la atracción heterosexual»; Me-
lanie Klein sostuvo que, debido a su sexualidad femenina
«primordial», la niña tiene un conocimiento inconsciente de
la vagina; Emest Jones afirmó, citando el texto bíblico que
refiere cómo «Dios los creó hombre y mujer», la existencia
de una feminidad primaria en la niña, basada en su sexo bio­
lógico11.
En cambio, para Freud, la cultura exige, a partir de la bi-
sexualidad psicológica de ambos sexos (quizás debiéramos
decir, más bien, de la indiferenciación sexual infantil), que
uno de ellos adquiera una primacía de la feminidad y el otro
de la masculinidad: el hombre y la mujer no nacen ya sexua­
dos, sino que devienen tales a través de su historia infantil,
de sus relaciones intersubjetivas originarias en el seno de la
cultura. Lo único que está definido en el momento del naci­
miento es el sexo anatómico, pero no ocurre lo misma con
la posición subjetiva que cada uno habrá de asumir en tanto
ser sexuado, ni con su «identidad» sexual, producto de sus
identificaciones y de la interiorización de ideales culturales
relativos a la feminidad y a la masculinidad, ni con la orien­
tación de su deseo sexual.
Igualmente, resulta imposible estudiar la masculinidad
y la feminidad «en sí mismos», puesto que se trata de tér­
minos relaciónales, que se organizan como tales en función
de la estructuración de la diferencia entre los sexos, produc­
to de una operación simbólica: recordemos el papel fundan­
te que tienen para Freud el paso por el complejo de Edipo,
relato mítico que remite a una estructura propia de la cultu­
ra y por el complejo de castración, dimensión subjetiva de
la prohibición estructurante del orden social, el tabú del in­
cesto.

11 Para más información sobre este debate, ver: J. Mitchell, Psicoa­


nálisis y feminismo, Barcelona, Anagrama, 1974 e «Introduction I», en
Feminine Sexuality, ed. por J. Mitchell y J. Rose, Londres, Mac Millan,
1982; J. Rose, «Introduction II», ibíd.; S. Tubert, La sexualidadfemeni­
na y su construcción imaginaria, Madrid, El Arquero, 1988; J. Rose,
«Feminism and the Psychic», en Sexuality in the Field o f Vision, Lon­
dres, Verso, 1986.
Sin embargo, es necesario señalar que hubo aportacio­
nes de sus discípulas que Freud no dudó en incorporar a su
propia teoría, reconociendo su importancia y convencido de
que las analistas de sexo femenino se hallaban en mejores
condiciones que él mismo para analizar la transferencia ma­
terna de sus pacientes mujeres, no porque él fuera un hom­
bre, sino por su dificultad para colocarse en ese papel. Fun­
damentalmente, se trata de las observaciones de Jeanne
Lampl-de Groot acerca de las relaciones tempranas de la
niña con su madre, que Ruth Mack Brunswick12 identifica­
ría como una fase pre-edípica de radical importancia para el
desarrollo psico-sexual de la mujer. Esto condujo a prestar
mayor atención a la trascendencia de la imagen omnipoten­
te de la madre para los niños de ambos sexos, y a la adhe­
sión más intensa y prolongada de la niña con respecto a su
madre, que más tarde habrían de retomar la mayoría de las
autoras feministas, en un enfrentamiento con Freud que sólo
se sostiene en tanto se niegue lo que Freud dejó escrito so­
bre esta cuestión. La diferencia radica en que las feministas
de orientación psicoanalítica contraponen esta fase preedí-
pica al complejo de Edipo, como si fueran excluyentes,
mientras que Freud los considera como estratos psíquicos
superpuestos.
Paralelamente a la discusión psicoanalítica sobre la se­
xualidad femenina, se desarrolló una controversia acerca de
la significación política del psicoanálisis, que quiero men­
cionar, aunque sólo sea brevemente, porque el feminismo
habría de heredar este doble debate. Otto Fenichel estaba in­
teresado en desarrollar una dimensión política del psicoaná­
lisis como fundamento para la crítica social radical. Su pro­
puesta se diferencia de la llamada izquierda freudiana, re­
presentada por Wilhelm Reich, que tendía a confundir el
conflicto psíquico inconsciente con el malestar cultural, e
intentaba lograr una sexualidad Ubre a imagen de un yo ple­
no y sin fallos, como precondición u objetivo último del

12 R. Mack Brunswick: «The Preoedipal Phase of the Libido Deve-


lopment», The Psychoanalytic Quarterly, Yol. IX, 1940.
cambio revolucionario. Fenichel, en cambio, se planteó el
problema de la teorización del inconsciente y de la sexuali­
dad con toda su complejidad, por un lado, y la necesidad de
explicar la represión ejercida por las normas sociales, por
otro. De este modo, no cae en el error de afirmar que lo psí­
quico tiene la primacía en la determinación de la miseria y
la desigualdad sociales, pero tampoco reduce el inconscien­
te a un mero efecto distorsionado de un mundo social opre­
sivo13.
A partir de 1940 encontramos publicaciones esporádi­
cas sobre la sexualidad femenina en la literatura psicoanalí-
tica europea. Podemos mencionar, a título de ejemplo, las
obras de Marie Bonaparte14y de Helene Deutsch15, dos dis-
cípulas de Freud que, en su pretensión de tomar al pie de la
letra los textos del maestro, acaban distorsionándolos bas­
tante, como suele suceder con las lecturas dogmáticas. En la
década de 1950 la literatura se centró, sobre todo, en la di­
mensión biológica de la sexualidad femenina. El estudio de
Kinsey16, que corresponde a este periodo, es un buen ejem­
plo de ello.
La nueva ola del movimiento feminista, que se puso en
movimiento a partir de 1960, volvió a suscitar el interés por
el estudio de la feminidad, como se puede apreciar en las
discusiones psicoanalíticas de los trabajos de Masters y
Johnson17. También en este período, Robert Stoller sugirió
la existencia de una «identidad nuclear de género» que pre­
cedería al reconocimiento de la diferencia entre los sexos18.
13 Russell Jacoby, The Repression o f Psychoanalysis: Otto Fenichel
and the Political Freudians, Nueva York, Basic Books, 1983.
14 M. Bonaparte, La sexualidad de la mujer (1942), Barcelona, Pe­
nínsula, 1972.
15 H. Deutsch, La psicología de la mujer (1944-45), Buenos Aires,
Losada, 1960.
16 Alfred Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Female, Fila-
delfia, Saunders, 1953.
17 Mary Jane Sherfey, Naturaleza y evolución de la sexualidadfeme­
nina (1966), Barcelona, Barral, 1974.
18 Robert J. Stoller, «The Sense of Femaleness», Psychoanalytic
Quarterly, 37,1968, y Sex and Gender, Nueva York, Aronson, 1968.
En esta década se formularon las críticas más conocidas y
radicales de las feministas al psicoanálisis, como las de Kate
Millet19 y Shulamith Firestone20. Juliet Mitchell21 ha estu­
diado rigurosamente la lucha quijotesca de estas autoras
contra una teoría psicoanalítica inexistente, contra un Freud
cuyos textos no dicen en absoluto lo que ellas le imputan y
critican. Lo mismo sucedió con Simone de Beauvoir quien,
una década antes, anticipó estas críticas, y con Betty Frie-
dan, Eva Figes y Germaine Greer22. Todas coinciden en un
empirismo a ultranza y en atribuir el malestar de las muje­
res exclusivamente a la «realidad externa», negando toda
participación no sólo al inconsciente, sino a cualquier otra
instancia psíquica que no sea la razón. Esto no implica cues­
tionar su contribución al feminismo en general, sino sólo su
lectura del psicoanálisis.
Las teorías psicoanalíticas feministas, tanto europeas
como norteamericanas, fueron elaboradas a partir del estí­
mulo que supuso el auge del movimiento feminista de los
años 70 que, continuando la corriente política de la década
anterior, rompió con el aislamiento histórico de las mujeres.
Por un lado, la imagen de la feminidad se modificó en razón
de la mayor participación de las mujeres en la cultura y del
cambio de su papel en la sociedad. Esto nos permite apre­
ciar cómo las diversas explicaciones e interpretaciones acer­
ca de la sexualidad femenina y de la feminidad se vinculan
con los diferentes escenarios culturales en que se desarro­
llan las teorías. Por otro lado, esta vez los movimientos rei-
vindicativos se acompañaron de un esfuerzo teórico que
cuajó en una producción intelectual que reviste un particu­
lar interés si la observamos desde una perspectiva histórica,

19 K. Millet: Sexual Politics, Nueva York, Doubleday, 1970.


20 S. Firestone: The Dialectic ofSex (1970), Londres, The Women’s
Press, 1979.
21 J. Mitchell: Psicoanálisis y feminismo, op. cit.
22 S. de Beauvoir: El segundo sexo (1949), Buenos Aires, Siglo
Veinte, 1977; B. Friedan: La mística de lafeminidad (1963), Barcelona,
Plaza y Janés, 1975; E. Figes: Patriarchal Attitudes, Nueva York, Faber,
1960; G. Greer, The Female Eunuch.
en razón de las etapas que atravesó: primero fueron los Es­
tudios de la Mujer, un segundo momento corresponde a los
Estudios del Género (que abarcan a hombres y mujeres,
masculinidad y feminidad) y un tercer momento, el actual,
centrado, desde hace unos años, en el estudio de la diferen­
cia entre los sexos, articulada con otros sistemas de diferen­
cias socio-culturales. No es casual que sea en este momento
cuando se hace no sólo posible, sino también necesaria, la
convergencia con el psicoanálisis: los movimientos de mu­
jeres llevaron a la comparación y al análisis de la experien­
cia de las mujeres, a un reconocimiento de sus problemas
comunes y a reformular las cuestiones que habían plantea­
do las teorías psicoanalíticas clásicas.
El movimiento feminista de los Estados Unidos, orien­
tado hacia el objetivo de lograr la igualdad de derechos, se
esforzó por demostrar que no existen diferencias entre los
sexos. Las feministas se ocuparon más de analizar las pre­
siones procedentes del contexto social que sus propias con­
tradicciones internas. Para comprender sus críticas al psi­
coanálisis, es necesario tener en cuenta dos aspectos esen­
ciales:
1. Las críticas no siempre se refieren a la obra de
Freud (y cuando lo hacen, muchas veces revelan lecturas
deficientes), sino a una diversidad de teorías derivadas del
psicoanálisis pero diferenciadas en función de los contextos
culturales en los que se arraigaron; pero esto no suele espe­
cificarse, de modo que el cuestionamiento parece referirse
al psicoanálisis en general y no a la obra de un autor en par­
ticular. Como ha demostrado certeramente Claudia Zanardi,
en el excelente texto ya citado, sería un error ignorar la dife­
rencia entre distintos autores o atribuirla simplemente a di­
vergencias científicas, sin relación con la cultura y el terre­
no social y político en el que se desarrollaron sus teorías.
2. Mientras que en el psicoanálisis europeo las pers­
pectivas teóricas reflejan aún las preocupaciones humanis­
tas y filosóficas que lo marcaron desde el comienzo, ha­
ciendo de él no sólo un método terapéutico sino también
una fuerza cultural y, en ocasiones, política, en Estados Uni­
dos se puede apreciar una vinculación del psicoanálisis con
las prácticas médicas y con la investigación «científica»
(entiéndase experimental) y, al mismo tiempo, una orienta­
ción que acentúa la importancia de los factores sociales,
hasta el punto de sacrificar, en muchos casos, las nociones
de inconsciente y sexualidad, que constituyen sus pilares bá­
sicos. El carácter empirista y pragmático de la cultura nor­
teamericana, orientó al psicoanálisis, representado inicial­
mente por analistas europeos que habían huido del nazismo,
no tanto hacia el análisis del inconsciente y sus derivados
(síntomas, lapsus, sueños) como al estudio y refuerzo del
yo, destacando la necesidad de un desarrollo individual au­
tónomo y del logro de la adaptación social.
Al respecto, Zanardi señala que la incertidumbre de la
identidad social, cultural y política, en un país caracterizado
por la inmigración (tanto de los analistas como de los pa­
cientes que recibían en su clínica), que exige la adaptación a
la nueva sociedad y la renuncia al pasado, ha sido, probable­
mente, lo que condujo a la necesidad de afirmar s\yo y con­
firmar su existencia mediante la producción y la acción.
Desde esta perspectiva, la identidad aparece como una enti­
dad a construir, antes que como algo adquirido a través de
una larga historia política y social, como sucede, en cambio,
en Europa. Por eso, quizás, la psicología del yo que se desa­
rrolló en Estados Unidos a expensas del psicoanálisis tiende
a reforzar la capacidad de control del yo y sus defensas con­
tra los impulsos inconscientes reprimidos, avanzando en una
dirección opuesta a los esfuerzos deconstructivos caracterís­
ticos del método psicoanalítico propuesto por Freud.
Hay un factor más a considerar. En Estados Unidos, la
prohibición del ejercicio del psicoanálisis por no médicos,
lo colocó en manos de una clase médica para la cual el co­
nocimiento aceptado sólo puede ser de carácter técnico y
positivo. De este modo quedaron eliminados los aspectos
humanistas que, lejos de limitar el psicoanálisis a su dimen­
sión clínica, lo convertían en un método para interpretar los
efectos del inconsciente en la historia, la cultura, el arte, la
religión, y todas las manifestaciones del ser humano.
Al mismo tiempo, las mujeres quedaron marginadas de
la profesión, debido a la inaccesibilidad de las escuelas mé­
dicas, que eran un dominio exclusivamente masculino. A tí­
tulo de ejemplo, podemos mencionar el hecho de que,
en 1958, sólo el 9% de los estudiantes de los institutos psi-
coanalíticos acreditados eran mujeres23.
De este modo, el carácter empírico de la literatura «psi­
coanalítica» escrita en esta época pone de manifiesto el
pragmatismo de la cultura norteamericana, su necesidad de
pruebas «científicas», la medicalización de un método tera­
péutico y de investigación que Freud, explícitamente, quiso
poner a salvo del orden médico (y del religioso) y su consi­
guiente empobrecimiento. La escasez de trabajos acerca de
la feminidad da cuenta de la exclusión de la mujer, tanto en
cuanto tema de investigación como en cuanto investigadora.
Los trabajos escritos por analistas mujeres no se apartan de
las normas establecidas. No es casual que la convergencia
de las perspectivas psicoanalíticas y las feministas, que po­
demos apreciar en la actualidad, no procedan tanto de ana­
listas practicantes como de mujeres que trabajan en distintas
disciplinas humanísticas: filosofía, crítica literaria, historia,
antropología.
Volviendo a la teorización feminista desarrollada a par­
tir de los años 70, encontramos que hubo dos maneras de
responder a los interrogantes suscitados por el problema de
la opresión social de las mujeres: o bien se atribuía la res­
ponsabilidad total de su subordinación al condicionamiento
social (como en el caso del feminismo norteamericano), o
bien se intentaba interpretar los conflictos a la luz de un ma­
yor conocimiento del lugar social de las propias mujeres y
analizar sus contradicciones internas (como era más fre­
cuente en Europa). En este proceso, se produjo una recupe­
ración del psicoanálisis como instrumento adecuado para el
autoconocimiento. Como afirma Jacqueline Rose, el psi­
coanálisis tiene un carácter político para el feminismo, en el
sentido de que «llegó a la arena de la discusión en respues­
23 C. Zanardi, op. cit., pág. 11.
ta a las necesidades internas del debate feminista»24. En
efecto, el psicoanálisis y el feminismo, cada uno a su mane­
ra, son formas de pensamiento que socavan la inercia propia
del lenguaje del sentido común y su resistencia a todas las
manifestaciones de conflicto o cambio político. Rose consi­
dera también que el psicoanálisis no explica meramente
cómo las mujeres se colocan en el lugar que la sociedad les
ha destinado, sino que constituye, más bien, uno de los po­
cos espacios en nuestra cultura en los que se reconoce,
como algo que no se reduce simplemente a ser una patolo­
gía individual, que la mayoría de las mujeres no entran sin
sufrimiento en ese lugar. De este modo, es capaz de poner
de manifiesto que en el corazón de la vida psíquica se en­
cuentra una tenaz resistencia inconsciente a aceptar el mo­
delo de identidad asumida por el yo. Por ello podemos afir­
mar que, más allá de sus evidentes diferencias, el psicoaná­
lisis y el feminismo han coincidido en el esfuerzo por
comprender la construcción cultural de la diferencia sexual,
por localizar las causas de la opresión y de la violencia se­
xual, y por deconstruir las formas en que nos vemos afecta­
dos por nuestra inclusión en el orden simbólico patriarcal.
Sin embargo, una de las dificultades que plantea la aproxi­
mación de ambas teorías radica en una disparidad funda­
mental: el psicoanálisis describe sin formular normas ni
preceptos; en la situación clínica, el analista asume una neu­
tralidad ética, en tanto su función consiste en interpretar sin
juzgar. En cambio, el feminismo es prescriptivo y valorati-
vo, precisamente porque tiene un carácter político.
Debemos observar que si el psicoanálisis influyó en las
teorías feministas, también se vio afectado, una vez más,
por los avances de los movimientos de mujeres: en los
años 70 se estableció, paralelamente al florecimiento de la
teorización feminista, un debate análogo al de los años 20
y 30, pero ya no centrado en la obra misma de Freud, sino
en las propuestas de Lacan. Éstas se desarrollaron a partir
de una crítica a la psicología norteamericana del yo, a la di­
24 J. Rose, Sexuality in the Field o f Vision, op. cit., pág. 84 y ss.
solución del concepto de inconsciente en una psicología
normativa y adaptativa, centrada en la identidad y destinada
a reforzarla. En su lectura de los textos de Freud, Lacan dio
primacía al papel del lenguaje y a los efectos del orden sig­
nificante en la constitución del sujeto y en su sexuación. De
este modo, algunos conceptos freudianos, como los referen­
tes al falo y a la castración, que corrían el riesgo de ser in­
terpretados con literalidad, quedaron explícitamente situa­
dos en una dimensión simbólica. En efecto, sabemos que
entre 1924 y 1931, Freud se desplazó desde la descripción
de la niña marcada por su «inferioridad» anatómica, a una
explicación que describe explícitamente el proceso de deve­
nir mujer como una verdadera catástrofe para la complejidad
de su vida psíquica y sexual anterior. Freud siempre subra­
yó el costo psíquico del proceso civilizador —la disposición
a la neurosis y el malestar—, para todos, y especialmente
para la mujer. Lo importante de la explicación psicoanalíti-
ca, desde el punto de vista del feminismo, es que muestra
tanto la sexualidad femenina como la feminidad como re­
sultado de una historia compleja y no como datos a priori:
el camino a la «normalidad» es difícil, por no decir imposi­
ble, y la tarea del psicoanálisis no ha sido la de estudiar de
qué modo se accede a esa normalidad, sino su inevitable fra­
caso. Mientras los críticos de los años 20 y 30 postularon una
feminidad esencial, describiendo una secuencia de desarro­
llo de carácter normativo y un yo coherente, Lacan intentó
retomar los conceptos freudianos de escisión psíquica y del
inconsciente como presión insistente contra la pretensión de
lograr una identidad psíquica sexual homogénea y unificada.
En tanto la teoría de las relaciones objetales, desarrolla­
da a partir de los trabajos de Melanie Klein y sus discípulos,
parte del supuesto, caro a sus revisiones feministas, de la
presencia inmediata encamada en la madre, el psicoanálisis
francés constituye su mito del origen a partir de la ausencia
materna: si la primera, que tuvo una amplia aceptación en el
mundo anglo-americano, invoca o conjura a la madre pre-
edípica, el segundo insiste en su pérdida. Ésta se traduce en
el concepto más generalizado de pérdida originaria, de una
falta constitutiva del sujeto, que parece desplazada y velada
por el lenguaje pero que persiste alentando el deseo incons­
ciente. Es el deseo, precisamente, el que cuestiona la unidad
del sujeto y, en consecuencia, cualquier identidad sexual
unitaria y definitiva. Mientras para la teoría de las relacio­
nes objetales el yo se constituye como una unidad a través
del proceso de diferenciación del objeto primario, para La-
can no es más que una ficción creada por el deseo, organi­
zada en tomo a una fantasía de plenitud e integración de ca­
rácter narcisista y reflejada en la imagen especular. El esta­
dio del espejo corresponde a un momento de alienación del
sujeto, que se halla situado en un orden ajeno a sí mismo.
Tanto la madre como el niño —que desea ser el objeto de
deseo de la primera— están inmersos en el orden simbólico
del lenguaje y de la cultura, en la que el deseo de la madre
está regulado por la ley del padre. Ésta exige que el sujeto se
sitúe de acuerdo con la oposición hombre/mujer. El falo
—es decir, su presencia o su ausencia— es la marca de esta
división y, al mismo tiempo, el significante del deseo, o de
la falta de ser en la que aquél se funda, debido a que tiene la
potencialidad de faltar. Es precisamente el reconocimiento
de esta falte, la castración, la que inicia el proceso intermi­
nable de búsqueda de significación y de intercambios que
forman parte de la cultura25.
De este modo, la organización patriarcal del deseo y de
la prohibición determina los límites dentro de los cuales se
puede desarrollar y experimentar la sexualidad. Son muchas
las feministas que han criticado la equivalencia del orden
simbólico con la ley del padre y el privilegio del falo, de
manera que se reprodujo el cuestionamiento del que ya ha­
bía sido objeto la teoría freudiana. El problema es que este
tipo de críticas siempre se ha acompañado de la eliminación
de las nociones de conflicto interno, deseo, inconsciente y
fantasía, lo que impone la idea de un conflicto puramente
externo, con la realidad social. Se ha pensado, desde la pers­
pectiva feminista, que este noción legitima las reivindica­

25 Jacques Lacan, Écrits, París, Seuil, 1966.


ciones de las mujeres, en tanto que se supone que la repre­
sentación de una subjetividad conflictiva, dividida, captura­
da en el registro de la fantasía, se opone directamente a la
idea de una protesta política legítima. Pero el interés del psi­
coanálisis radica precisamente en que pone en crisis la dico­
tomía en la que descansa la aparente «realidad» de los acon­
tecimientos. Si pensamos, por ejemplo, en el malestar de las
mujeres en la cultura, no podemos verlas ni exclusivamente
como víctimas pasivas, ni como agentes responsables de su
propia subordinación, sino que hemos de rastrear las media­
ciones entre la violencia material y simbólica de que son ob­
jeto, y su realidad psíquica, cuyo carácter problemático se
revela no sólo en el síntoma sino también en el sueño, el lap­
sus, y las formas de deseo que no se dejan encuadrar en el
marco de una subjetividad integrada ni de una identidad ilu­
soria.
Posteriormente, algunas pensadoras feministas llevarían
a cabo una recuperación de las formulaciones lacanianas,
considerando que el psicoanálisis es falocéntrico porque el
orden humano en el que nace y se constituye el sujeto tam­
bién lo es. Lo que hallan de positivo en Lacan es su concep­
ción, de que las identidades sexuales son ficticias y respon­
den a una división simbólica, y no natural, entre hombres y
mujeres, que se construye en el lenguaje.
Sin embargo, al ocuparse más específicamente de la se­
xualidad femenina, Lacan opuso al falicismo monádico
masculino un goce de la mujer que estaría caracterizado por
la infinitud y sería inaprehensible en tanto no entra en el re­
gistro simbólico26. De este modo, asigna a la feminidad la
dimensión de una experiencia mística, en la medida en que
es inefable, y ofrece una definición de la mujer en la que,
una vez más, prima lo imaginario; me refiero, específica­
mente, al ancestral fantasma masculino de una sexualidad
femenina desbordante e incontrolable, peligrosa.
El debate, como ya lie anunciado, fue suscitado por la
insistencia de Lacan en que la feminidad sólo puede enten­
26 J. Lacan, Encoré, París, Seuil, 1975.
derse en términos de un proceso de construcción que remi­
te, a su vez, a la significación del falo y al complejo de cas­
tración como significantes que, desde el orden simbólico,
hacen posible a un tiempo la subjetivación y la sexuación.
La réplica condujo, lamentablemente, a posiciones simila­
res a las que se habían opuesto a Freud cincuenta años an­
tes: la defensa de una supuesta feminidad originaria, la bús­
queda de la especificidad de la sexualidad femenina. En
Francia, esta perspectiva se centró en la relación de la mujer
con el lenguaje.
Tanto Michéle Montrelay27 como Luce Irigaray28, aun­
que desde perspectivas diferentes, afirman que existe una
escena no registrada por lo simbólico. Si la entrada en lo
simbólico es equivalente a la entrada en el lenguaje, lo que
constituye la verdadera feminidad estaría situado en esa es­
cena anterior al lenguaje y a lo simbólico. De este modo, fi­
jan un área alternativa en la que podría desarrollarse esa fe­
minidad prístina, por cuanto consideran que lo femenino es
lo otro que no ha sido suficientemente articulado por la teo­
ría psicoanalítica. La posición de estas autoras resulta tan
contradictoria como la de Lacan mismo29.
En efecto, Lacan construye para la mujer una forma de
sexualidad y de goce que escapan al registro fálico, que pue­
den situarse en otro lado, pero de ese modo queda excluido
de las palabras, puesto que no es posible hablar desde fuera
de lo simbólico. Esto se opone a su explicación de la sexua­
lidad dentro del marco de lo simbólico, a menos que lo in­
terpretemos en el sentido de que el discurso sitúa a la femi­
nidad de ese otro lado. De todos modos, si éste fuera el caso,
el discurso lacaniano repetiría esa misma operación de ex­
clusión.

27 M. Montrelay, L’ombre et le nom. Sur la féminité, París, Minuit,


1977.
28 L. Irigaray, Speculum, de la otra mujer, Madrid, Saltés, 1979; Ese
sexo que no es uno, Madrid, Saltés, 1982.
29 En La sexualidadfemenina y su construcción imaginaria, op. cit.,
realizo un análisis crítico de las obras de Montrelay e Ingaray.
Montrelay e Irigaray, por su parte, al intentar definir la
feminidad al margen del orden falocéntrico, le asignan un
espacio presimbólico, situado fuera del discurso dominante
y correspondiente, supuestamente, a un discurso más cerca­
no al cuerpo. El problema es, una vez más, cómo dar cuen­
ta de aquello que no puede ser simbolizado. En su cuestio­
namiento de la posición lacaniana, paradójicamente, estas
autoras coinciden con él al asignar a la mujer un espacio
inaccesible al orden lingüístico, preedípico o asimilable a lo
psicótico (lo que no entra en lo simbólico y aparece, en con­
secuencia, sólo como real). De todos modos, estos cuestio-
namientos no implican un rechazo global del psicoanálisis;
por el contrario, Montrelay e Irigaray son psicoanalistas que
trabajan a partir de su práctica clínica. Si bien critican el fa-
locentrismo de la teoría, no dejan de reconocer su validez
como método de investigación y tratamiento y como con-
ceptualización acerca del inconsciente y de la sexualidad.
El análisis de Irigaray se basa en el trabajo de Derrida,
crítico del falogocentrismo del pensamiento lacaniano. De­
rrida considera que el privilegio del falo en la teoría es tan
erróneo como el supuesto de una plenitud originaria del ser,
que ignora la condición de la falta a partir de la cual hom­
bres y mujeres pueden organizarse como tales. Su método
deconstructivo desmantela la oposición masculino/femeni­
no para demostrar la desigualdad de los términos implica­
dos en este dualismo, desmontar su jerarquía conceptual
disfrazada y reinscribir los términos de otra manera30.
El feminismo psicoanalítico ha llegado a establecerse en
los medios académicos, aunque los problemas suscitados
por los intentos de articular los dos términos que incluye no
han desaparecido por ello, y las relaciones entre las distintas
interpretaciones que se formulan en este campo siguen sien­
do complicadas. Simplificando un poco la cuestión, pode­
mos decir que a partir de dos libros que tuvieron una enor­
me influencia se organizaron las dos tendencias principales.

30 Jacques Derrida, L’écriture et la différence, París, Seuil, 1967.


[Trad. esp.: La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos, 1989.]
Me refiero a Psicoanálisis y feminismo, de Juliet Mitchell31,
y El ejercicio de la maternidad, de Nancy Chodorow32.
Mitchell fue la primera que intentó utilizar la teoría psi-
coanalítica para comprender la subordinación de las muje­
res. Feminista socialista inglesa, que realizó su formación
clínica después de una trayectoria militante, Mitchell reco­
gió la tradición psicoanalítica freudiana y lacaniana, traba­
jando dentro de un marco ideológico marxista althusseriano
referido, sobre todo, a la concepción de la ideología y de la
revolución cultural. A partir de la lectura lacaniana de Freud,
formuló una interpretación del inconsciente como el espacio
en el que la sociedad patriarcal reprime a la feminidad. Esta
interpretación permitió a las feministas comprender hasta
qué punto los mecanismos de opresión y subordinación pue­
den ser internalizados y reproducidos subjetivamente por las
mujeres. Para Mitchell, el inconsciente está estructurado en
términos del sistema patriarcal de parentesco, y la represión
de lo femenino tiene un eco en la complacencia de las muje­
res, profundamente arraigada, con la ideología patriarcal. En
una sociedad dominada por la ley del padre, tanto los hom­
bres como las mujeres han de reprimir lo femenino; el in­
consciente sería, entonces, el único espacio donde se puede
rastrear esa feminidad reprimida. En efecto, esta perspecti­
va, adoptada también por otra feminista inglesa, Jacqueline
Rose33 mantiene el énfasis freudiano-lacaniano en la fun­
ción del padre, y considera que la diferencia de los sexos, re­
sultado del paso por el complejo de Edipo, se organiza en
tomo a la presencia-ausencia del falo, lo que supondrá estar
incluido o excluido del orden simbólico.
Luce Irigaray también considera que la sociedad andro-
céntrica aliena a las mujeres de sus deseos específicamente
femeninos; la diferencia radica en que, para ella, estos de­
seos están arraigados, esencialmente, en sus cuerpos, y la

31 J. Mitchell, op. cit.


32 N. Chodorow, El ejercicio de la maternidad, Barcelona, Gedisa,
1978.
33 J. Rose, Sexuality in the Field o f Vision, op. cit.
feminidad deriva fundamentalmente de la estructura anató­
mica de sus órganos genitales. De este modo, Irigaray cae
en una posición esencialista y mistificadora, al atribuir una
función liberadora a esa feminidad excluida del orden sim­
bólico, por el mero hecho de estarlo. Como consecuencia de
esta posición, Irigaray propone crear espacios-entre-mujeres
para definir sus propios deseos, recurriendo a la homose­
xualidad como estrategia temporaria para contrarrestar los
efectos del falocentrismo.
Julia Kristeva34 también partió del intento de buscar un
lenguaje exclusivamente femenino que habría que rastrear
en lo preverbal, en lo semiótico, que no está, para ella, fuera
de lo simbólico sino del otro lado de él y, como tal, es la
base potencial para un nuevo orden fundado en el reconoci­
miento de ambos sexos y sus respectivas limitaciones, y de
una ética basada en el rechazo de toda identidad fija pro­
puesta o atribuida a las mujeres. Posteriormente insistió en
la necesidad de reconocer la forma en que el psicoanálisis
aborda la diferencia entre los sexos, argumentando que el
feminismo debe reconciliarse tanto con la feminidad y la
maternidad, que responden a un tiempo cíclico, como con el
orden simbólico, correspondiente a un tiempo lineal, histó­
rico. Para Kristeva, la experiencia de la maternidad sería lo
más reprimido por el orden cultural, por cuanto representa
el punto en que se encuentran y fracasan diferentes dualis­
mos, como cuerpo/lenguaje, naturaleza/cultura, semióti-
co/simbólico. De este modo, trata de responder a lo que
considera como las propuestas de dos generaciones de femi­
nistas: la primera exigía igualdad de derechos con respecto
a los hombres, es decir, un lugar en el tiempo lineal, y la se­
gunda, posterior a mayo del 68, trataba de situarse fuera de
la historia, del tiempo lineal, con el riesgo de caer en una
forma invertida de sexismo. Éste sería el caso de Irigaray,
con su propuesta de crear un espacio-entre-mujeres fuera
del orden androcéntrico existente, ignorando que ese orden

34 J. Kristeva, Poliloque, París, Seuil, 1977; «Women’s Time», Signs,


Yol. 7, núm. 1,1981.
no ocupa un espacio delimitado en el cuerpo social sino que
atraviesa la subjetividad de sus miembros. Sin embargo,
Kristeva no logra salir de la trampa que supone identificar
lo simbólico con la masculinidad y, si bien formula un con­
cepto de la feminidad como algo ajeno a la cultura tal como
la conocemos, acaba repitiendo los estereotipos culturales
ancestrales acerca de la mujer.
El feminismo norteamericano de los años 70, por su par­
te, rechazó el modelo propuesto por la psicología del yo y se
opuso al concepto de autonomía individual, para buscar en
la teoría de las relaciones objetales, dominante en la práctica
psicoanalítica británica, heredera de Melanie Klein y sus
discípulos, un análisis de las relaciones matemo-filiales en
una familia asimétrica caracterizada por la ausencia del pa­
dre. Esta corriente se ocupó de los efectos que esta asimetría
tiene en la niña pequeña, y de la transmisión de los valores
femeninos de madre e hija en una sociedad patriarcal que no
reconoce esos valores. Oponiéndose a la sobre-estimación
de la autonomía y la separación en el desarrollo psicológico
y social, característica de la sociedad norteamericana, desta­
ca la importancia de las relaciones con los otros y de la in­
terdependencia. Su orientación, obviamente, tiene un carác­
ter más empírico y sociológico que el del feminismo psicoa-
nalítico europeo. Aunque se analizó también el repudio de la
feminidad, el acento corresponde más bien a la significación
de la construcción social de una feminidad desvalorizada,
que a los conceptos de represión e inconsciente.
Autoras como Baker Miller, Adrienne Rich, Dinnerstein
y Chodorow sostienen que la institución de la maternidad es
la causa fundamental de la opresión de las mujeres y del
malestar sexual que experimentan en nuestra sociedad tanto
ellas como los hombres35. El sistema de género, institución

35 Jean Baker Miller, Toward a New Psychology ofWomen, Boston,


Beacon Press, 1976; Adrienne Rich, OfWoman Bom: Motherhood as
Experience and Institution, Nueva York, Norton, 1976; Dorothy Din-
nerstein, The Mermaid and the Minotaur, Nueva York, Harper and Row,
1976; N. Chodorow, op. cit.
que se aprende y se perpetúa en la cultura, es para ellas una
polaridad perniciosa que niega a ambos sexos una humani­
dad plena. La familia nuclear es la que crea las identidades
de género que perpetúan el patriarcado y la subordinación
de las mujeres. A diferencia de la perspectiva psicoanalítica
de Mitchell, que se centra en el cuestionamiento de las ver­
dades establecidas y acepta el carácter conjetural de sus pro­
puestas (correlativa de una concepción del sujeto escindido
por la represión), esta línea teórica aspira a alcanzar un co­
nocimiento objetivo, verificable y empírico (correlativo de
la noción de un sujeto capaz de recuperar su plenitud). In­
tenta combatir el falocentrismo mediante el estudio privile­
giado de la figura de la madre pero, al hacerlo, deja de lado
el contexto patriarcal en el que tiene lugar el ejercicio de la
maternidad.
Dorothy Dinnerstein, una de las autoras que mejor
ejemplifica esta tendencia, adopta una perspectiva kleiniana
que acentúa la omnipotencia de la madre. En razón de la au­
sencia del padre, como realidad sociológica, las mujeres
mantienen en la adultez la imagen infantil de una madre to­
dopoderosa, y evitan los riesgos de la libertad sustituyendo
esa representación «mágica» de la infancia por una intensa
dependencia de los hombres. Las personas criadas funda­
mentalmente por la madre habrán de asociar a la mujer con
la naturaleza y experimentarán temor ante su supuesto po­
der. Para modificar esta situación, Dinnerstein propone que
los padres compartan con las madres la crianza de los hijos.
Nancy Chodorow, socióloga feminista inspirada en el
funcionalismo de Talcott Parsons, propuso la misma tesis
desde una perspectiva psico-social, intentando explicar
cómo cada generación reproduce ciertas diferencias genera­
les y casi universales que caracterizan a la personalidad
masculina, a la femenina y a sus respectivas funciones. Cho­
dorow atribuye la diferencia de los géneros al hecho de que
las mujeres son universalmente las responsables de los pri­
meros cuidados que se prestan a los niños. Las madres son
el primer otro significativo a través del cual los varones y las
mujeres adquieren su subjetividad. Este hecho es también
responsable de la subordinación psíquica de las niñas, que
adopta la forma de la feminidad. Las madres estimulan la
diferenciación de sus hijos, porque los experimentan como
distintos de ellas mismas; en cambio, perciben a sus hijas
como extensiones físicas y psíquicas de sí mismas, dificul­
tando su separación y creando una identificación más inten­
sa y una simbiosis más prolongada que en el caso de los hi­
jos. A esto se suma el hecho de que los padres se encuen­
tran, en nuestra sociedad, menos disponibles que las madres,
por lo cual para una hija es mucho más difícil ingresar en
una situación triangular edípica y, de este modo, queda atra­
pada en la relación con la madre. La mujer, en tanto madre,
produce hijas con capacidades maternales y con el deseo de
ejercer la maternidad, que resulta de una relación madre-
hija, e hijos cuyas capacidades y deseos de cuidar a los otros
han sido coartados para prepararlos para su futuro como pa­
dres. Debido a la identificación más prolongada con la ma­
dre, que se extiende a todo el período de la adolescencia, las
mujeres tienen un yo con límites menos firmes y defensivos
que los hombres, y se experimentan a sí mismas de una ma­
nera menos diferenciada y más relacionada con los objetos
externos. En consecuencia, propone también una crianza
compartida, lo que permitiría al niño desarrollar capacida­
des parentales e identificarse con el padre sobre la base de
un vínculo real, y activaría el amor heterosexual en la niña.
En una obra más reciente36, Chodorow amplía sus tesis,
pero dentro de la misma línea teórica.
Podemos apreciar que, en este modelo explicativo, no
hay prácticamente referencias a los conceptos de deseo y de
inconsciente, claves para la comprensión de la subjetividad;
el complejo de Edipo queda reducido a un problema de de-
pendencia-independencia que deriva de la organización fa­
miliar, en el sentido empírico de quién está presente en ese
ámbito y a quién pueden recurrir los niños; en suma, se ha
borrado toda referencia a la mediación de lo simbólico, de

36 N. Chodorow, Feminism and Psychoanalytic Theory, New Haven,


Conn. & Londres, Yale University Press, 1989.
manera que la explicación de los fenómenos psíquicos es
subsidiaria de lo social exclusivamente. Igualmente, Chodo­
row deja intencionadamente de lado la problemática del
cuerpo y las pulsiones, y propone centrar la psicología del
género en el selfy en las relaciones del self con el otro, de
acuerdo con su orientación sociológica.
En tanto Chodorow acusa al freudismo de normativo,
esencialista y absolutista en cuanto a su representación de la
sexualidad, otra importante teórica del feminismo, Toril
Moi, considera que el esencialismo sociológico de Chodo­
row «reintroduce las creencias patriarcales ancestrales acer­
ca de una naturaleza femenina específica», «no logra teori­
zar la dificultad de la construcción de la subjetividad y de la
diferencia sexual»37 y acaba idealizando la relación preedí-
pica madre-hijo, ignorando la vinculación existente entre la
construcción del género y el orden de la representación, es
decir, los efectos del sistema simbólico en la emergencia del
género y de la división de género en la representación.
Aunque no puedo ocuparme de otras autoras, como Jes-
sica Benjamín o Carol Gilligan38, cuyos trabajos se ordenan
en la misma perspectiva que los de Dinnerstein y Chodorow,
si bien cada una tiene sus propios matices diferenciales,
creo que es posible generalizar la observación de que cada
vez que las feministas o los psicoanalistas trataron de librar­
se de la referencia fálica, por rechazar el orden en que éste
se inscribe, de una u otra manera han tenido que descartar la
teoría del inconsciente o de la división del sujeto psíquico
resultante de la represión, que van asociadas a la concepción
psicoanalítica de la sexualidad. De este modo, se restablece
la división dada, ya sea en la anatomía o en la realidad so­
cial, entre los sexos, como división en dos clases y no como

37 Toril Moi, «Patriarchal Thought and the Drive for Knowledge»,


en Between Feminism and Psychoanalysis, ed. Teresa Brennan, Nueva
"York & Londres, Routledge, 1989 (pág. 191).
38 J. Benjamín, The Bonds o f Lave, Nueva York, Pantheon, 1988;
C. Gilligan, In a Different Ibice, Cambridge, Harvard University Press,
1982.
articulación de una diferencia entre ellos. Correlativamente
se restablece la separación absoluta entre normalidad y neu­
rosis (que Freud había disuelto), en tanto se entiende que la
normalidad equivale a devenir hombre o mujer como co­
rresponde; se retoma a las identidades estables de género y
con ello a modelos pre-freudianos de pensamiento.
Si bien es cierto que en la explicación psicoanalítica en­
contramos una referencia tanto a la anatomía como a la cul­
tura, el sujeto sexuado se constituye en una escena diferen­
te de lo biológico, por un lado, y de lo social, por otro. El án­
gulo desde el cual el psicoanálisis enfoca la cuestión no es
ni el dimorfismo sexual anatómico ni la asignación socioló­
gicamente objetivada de un género; se trata de un ángulo es­
trictamente subjetivo. Quizás sea útil introducir en este pun­
to la afirmación lacaniana de que la aparente necesidad (en
sentido filosófico) de la función fálica no nos descubre el
ser sino la contingencia: la función fálica debe concebirse
como una modalidad de la contingencia. En consecuencia,
creo que podemos definir el orden falocéntrico como una
modalidad del orden simbólico y no como el orden simbóli­
co por excelencia. Creo que el identificamos ha dado lugar
a dos posiciones igualmente erróneas: en el intento por des­
prenderse del falocentrismo, algunos reniegan de lo simbó­
lico (la feminidad, para ellos, es ajena al orden simbólico,
fálico y al lenguaje); otros, por mantener la prevalencia de
lo simbólico, asumen el androcentrismo como universal y
necesario.
Es probable que haya sido la comprensión de la parálisis
generada por este dilema lo que hizo posible el surgimiento
de una cantidad de nuevos trabajos, en el campo teórico del
feminismo, centrados en el problema de la construcción de
la diferencia entre los sexos, que recuperan nuevamente las
propuestas psicoanalíticas en su dimensión esencialmente
simbólica. Esta perspectiva permite eludir los riesgos de la
empirización y de la sociologización de la dimensión subje­
tiva de la sexuación, para centrarse en el análisis de los dis­
cursos que construyen la diferencia sexual y, por consi­
guiente, la masculinidad y la feminidad. Esto ha permitido
salir de los impasses a los que habían llegado los Estudios
de la Mujer (posiciones esencialistas, al considerar a la mu­
jer o a la feminidad «en sí misma»; círculos separatistas en
los medios académicos) y las perspectivas del Género (so-
ciologización de la diferencia, reduccionismos al no tomar
en consideración la diversidad de posiciones, prácticas y
discursos de los que participa un mismo sujeto, y la multi­
plicidad de las oposiciones que lo atraviesan, además del
género: clase social, etnia, grupo lingüístico, orientación se­
xual, etcétera). j
Sin embargo, en algunos de los trabajos más recientes
en este campo aún se escuchan los ecos de las dos líneas
teóricas que he mencionado39. La mayoría de los textos pu­
blicados en la década de los 80 se ocupan del complejo de
Edipo. Entienden que a través de esta estructura en la que se
constituye el sujeto, Freud describe los efectos del patriarca­
do como un sistema jerárquico que refuerza la heterosexua-
lidad y coloca a las mujeres en una posición de sumisión y
de mayor predisposición a la neurosis. La división funda­
mental entre las diversas autoras (y algunos autores, ya que
cada vez hay más voces masculinas que intervienen en el
debate) corresponde a su filiación a la teoría freudiano-laca-
niana o a la teoría de las relaciones objetales, que van aso­
ciadas, generalmente, a la importancia relativa que conce­
den a las figuras del padre y de la madre, respectivamente,
en la reproducción de sujetos transmisores de las normas y
los valores patriarcales, y también en función de la eficacia
que acuerdan a la crianza compartida de los niños como so­
lución al problema de la opresión y discriminación de la
mujer.

39 Para una revisión de los libros sobre psicoanálisis y feminismo


publicados en los Estados Unidos entre 1989 y 1990, ver: Judith Ke-
gan Gardiner, «Psychoanalysis and Feminism: An American Huma-
nist’s View», Signs: Journal ofWomen in Culture and Society, vol. 17,
núm. 2 (págs. 437-454) y Michéle Barret, «Psychoanalysis and Femi­
nism: A British Sociologist’s View», en el mismo número de Signs,
págs. 455-466.
Un ejemplo de la posición «matricéntrica» es el traba­
jo de Jean Wyatt40, que idealiza la relación preedípica ma-
dre-hijo y cree que evitar el estadio edípico podrá ser el ca­
mino indicado para transformar la cultura. Su libro se cen­
tra en «el potencial revolucionario y transformador de lo
preedípico en las novelas escritas por mujeres», lo que se
opone, para ella, a «la tendencia conservadora de las fanta­
sías edípicas», en que las niñas se preparan para el amor
romántico, conformista y subordinado a un hombre con
características paternales (págs. 2 y 11). Wyatt piensa que,
si las fantasías nos presentan objetos de deseo, para cam­
biar la forma en que viven las mujeres será necesario que
cambien lo que desean. Éste es uno de los ejemplos más
flagrantes de las confusiones teóricas relativas al psicoaná­
lisis. Es difícil pensar, desde la perspectiva psicoanalí-
tica, que los sujetos pueden cambiar a voluntad la organi­
zación de las fantasías y deseos que son producto de la
historia de relaciones intersubjetivas en la que se constitu­
yeron como sujetos humanos, miembros de una cultura.
Esto equivaldría a negar la fuerza del inconsciente y a su­
poner que se pueden orientar racionalmente las elecciones
que se han plasmado en la infancia del niño, durante la
cual su propia indefensión le impone una dependencia de
otras personas que habrá de modelar sus futuras elecciones
de objeto y la naturaleza de sus deseos. Es lo mismo que
suponer que la crianza compartida del niño eliminará las
diferencias de género, ignorando que los significados de
las acciones que realizan hombres y mujeres no residen en
la acción misma, y que un mismo acto realizado por perso­
nas diferentes, y en distintos contextos (por ejemplo, por
madres y padres) pueden asumir sentidos completamente
diferentes. De hecho, se puede discutir incluso si se trata
de los mismos actos.

40 J. Wyatt, Reconstructing Desire: The Role o f the Unconscious in


Women i Reading and Writing, Chapel Hill y Londres, University of
North Carolina Press, 1990.
Marianne Hirsch41 se centra en la relación madre-hija en
la literatura, pero evita idealizarla y mitificarla, y se guarda
de resucitar la identificación entre feminidad y maternidad.
Hirsch afirma que no conocemos la voz de las madres en
tanto tales, como sujetos, por lo que es necesario acceder al
discurso maternal, tanto en la experiencia como en la teoría,
que pueda articular el poder de la madre con su impotencia,
la autoridad con la invisibilidad, la fuerza con la vulnerabi­
lidad, el amor con el odio que se suscitan en la relación con
la madre. Para ella, las posiciones de madre e hija no se
identifican con unos roles sociales dados, sino que son re­
presentaciones narrativas de la realidad subjetiva y social, y
de la convención literaria.
Madelon Sprengnether42 realiza un estudio de la ambi­
valencia de Freud hacia la figura de la madre en su propia
obra. En los trabajos freudianos, afirma esta autora, la ma­
dre aparece sólo como objeto de los deseos del niño. Sin
embargo, reconoce que los conceptos psicoanalíticos pro­
porcionan una representación de la madre que permite resi-
tuarla en la dimensión simbólica, aun reconociendo su dife­
rencia. Las obras de Hirsch y Sprengnether tienen la virtud
de efectuar un desplazamiento desde el ejercicio de la ma­
ternidad como dato empírico, tal como aparece en autoras
como Dinnerstein y Chodorow, hacia la maternidad como
representación, o conjunto de representaciones, a veces con­
tradictorias, que se construyen discursivamente. De este
modo eluden la antinomia paralizante entre naturaleza y
cultura, pues la maternidad participa de ambas y, finalmen­
te, esa polaridad es también una construcción teórica. En
consecuencia, también las propuestas serán diferentes: no se
pretende ya transformar la organización de la diferencia de
los sexos mediante un cambio de roles en el ejercicio de las

41 M. Hirsch, The Mother/Daughter Plot: Narrative, Psychoanaly-


sis, Feminism, Bloomington, Indiana University Press, 1989.
42 M. Sprengnether, The Spectral Mother: Freud, Feminism and
Psychoanafysis, Ithaca, Nueva York y Londres, Comell University
Press, 1990.
funciones párenteles, sino que se sugiere la necesidad de es­
cuchar las voces hasta ahora obturadas, de proporcionar un
espacio para la palabra, tanto de las mujeres como de las
madres, que permite construir representaciones discursivas
diferentes.
En suma, si las partidarias de la teoría de las relaciones
objetales se autodefinen como matricéntricas y feministas,
oponiéndose a las freudianas y lacanianas a quienes consi­
deran patriarcales y patricéntricas, es porque entienden que
el psicoanálisis reproduce inconscientemente el privilegio
falocrátióo y los supuestos sexistas de la sociedad patriarcal,
y creen que una visión feminista del psicoanálisis debería
centrarse no en los hombres, sean padres o hijos, sino en las
mujeres, como madres e hijas. Sin embargo, no se encuen­
tra una correlación necesaria ni intrínseca entre cada una de
estas orientaciones teóricas y los apelativos de feminista o
patriarcal. Sólo un empirismo ingenuo puede considerar
que lo decisivo radica en el objeto en el que se centra la
atención, cuando en realidad lo que importa es que las cons­
trucciones conceptuales sean capaces de aproximarse a la
verdad (aunque ya no podemos pretender lograr un saber
coincidente con unos hechos que no podemos conocer sino
a través de ese mismo saber, y la aproximación a la verdad
sólo puede ser de carácter asintótico), o que puedan produ­
cir nuevas significaciones.
Por otra parte, el psicoanálisis no sabría centrarse, en
realidad, en la figura del padre o de la madre, puesto que la
narrativa edípica los incluye obviamente a ambos, en tanto
se refiere a una estructura en la que el sujeto encontrará un
lugar como tal y organizará su deseo sexual a partir de la
confrontación con la diferencia de los sexos (y de las gene­
raciones) que sólo puede actualizarse en tanto esa diferencia
se hace presente a través de la discriminación de las figuras
de padre y madre y las prohibiciones correspondientes. Lo
que produce efectos en la sexuación no son directamente los
personajes reales ni los roles sociales que desempeñan, sino
la función simbólica que cumplen al vehiculizar modelos de
masculinidad y de feminidad (y la división masculino/feme­
nino implícita en ellos), con los que el sujeto se identifica, y
al transmitir el tabú del incesto. Además, la noción de un
«punto de vista feminista» introducida en la teorización en
los años 70, se ha hecho insostenible desde que las concep­
ciones postmodemas cuestionaron no sólo la posibilidad del
conocimiento objetivo y definitivo, sino también la catego­
ría misma de mujeres. Es decir, ya no se supone la existen­
cia de un punto de vista universal, común a todas las muje­
res, y la pretensión de lograrlo no es más que la falsa univer­
salización de la perspectiva de un sujeto o de un grupo. El
interés se ha desplazado hacia el estudio de las formas en
que se construye el conocimiento y en que se ejerce y se re­
fuerza el poder a través de esa construcción. Correlativa­
mente, podemos decir que el paradigma de la diferencia
(erróneamente opuesto al de la igualdad, ya que no son lógi­
camente excluyentes) ha entrado en crisis, a pesar de que si­
gue ejerciendo influencia en algunos sectores del pensa­
miento feminista. Uno de los problemas que plantea es que
subraya las comparaciones entre los sexos y omite la hete­
rogeneidad existente entre los miembros de cada uno de
ellos, de modo que unifica a la totalidad de las mujeres y a
sus intereses y reivindicaciones, postulando la ilusoria iden­
tidad femenina que suele remitir, aunque se pretenda lo con­
trario, a posiciones esencialistas, ya sea de tipo biológico o
sociológico43.
Algunos de los trabajos más recientes revelan el intento
de trascender la antinomia igualdad/diferencia, a través de
una concepción de la categoría del género como un proceso
dependiente del contexto histórico y cultural, cuyos efectos
varían según la situación, y que interactúa con otras divisio­
nes construidas, como las correspondientes a la edad, raza,
clase social, grapo étnico, religioso, etc. Judith Butler44, por
ejemplo, considera que las categorías de género se constru­

43 S. Tubert, La sexualidadfemenina y su construcción imaginaria,


Madrid, El Arquero, 1988.
44 J. Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversión o f Iden-
tity, Nueva York y Londres, Routledge, 1990.
yen y reconstruyen continuamente a través de discursos que
ponen de manifiesto su historicidad; no son categorías esta­
bles y trascendentes. Esta autora intenta desnaturalizar y re-
significar las categorías corporales mediante la noción de
parodia de género. Así, por ejemplo, en las prácticas del tra-
vestismo, se juega con la diferencia entre la anatomía y el gé­
nero que se exhibe. Según Butler, estamos en presencia de
tres dimensiones de la corporalidad significante: el sexo ana­
tómico, la identidad de género y la performance de género
(actos, gestos, que parecen revelar una identidad y que, en
realidad, la están fabricando mediante signos corporales y
otros medios discursivos). Al imitar el género, dice Butler, se
pone de manifiesto que el género mismo tiene una estructu­
ra imitativa y es de carácter contingente, dramatiza el meca­
nismo cultural de su fabricación. Pero la noción de parodia
del género no supone que puede haber algún original que se
está imitando, sino que se trata de una parodia de la noción
misma de un original. Así como la noción psicoanalítica de
identidad sexual está constituida por la fantasía de una fanta­
sía, por la transfiguración de un otro que ya es unafigura, la
parodia del género revela que la identidad original es una
imitación sin ningún origen empírico. La coherencia del gé­
nero es una ficción reguladora, que se establece como iden­
tidad reificada en función de intereses y relaciones de poder.
La práctica política feminista, según Butler, no requiere la
postulación de una identidad transhistórica de las mujeres,
sino estrategias de coalición que no presuponen ni fijan a sus
sujetos en un lugar determinado, sino que admiten la posibi­
lidad de posiciones subjetivas complejas y variadas.
Esta perspectiva conduce también a una limitación de
las pretensiones de verdad y cientificidad de las teorías con
las que se trabaja, para limitarse a utilizarlas como instru­
mentos de análisis que permiten reconstruir —o construir—
una variedad de sentidos. Es por ello que el feminismo no se
ha inspirado tanto en la vertiente clínica del psicoanálisis
como en su dimensión de teoría de la cultura y técnica de
lectura de textos de diversos tipos, como la crítica literaria,
los estudios epistemológicos y la teoría cinematográfica.
Elizabeth Grosz45 es una de las autoras que consideran al
psicoanálisis como un método de lectura y de interpreta­
ción, entendiendo tanto al sujeto como a la teoría misma
como construcciones discursivas. Grosz ha formulado una
explicación de los desarrollos lacanianos con una actitud,
que considera como la más adecuada, de «ambivalencia».
Marianne Hirsch tampoco acepta la autoridad epistemo­
lógica del psicoanálisis como teoría, por lo que construye
los textos psicoanalíticos como ficciones útiles para el aná­
lisis feminista y sugiere «leer los textos teóricos como
ficciones y las ficciones teóricas junto con las literarias»
(pág. 11). La deconstrucción de la dicotomía teoría/ficción
puede ser positiva para el psicoanálisis mismo, pero debe­
mos tener en cuenta que la textualización de la teoría psi-
coanalítica presupone, y a la vez exige, dejar de lado su di­
mensión clínica: la mayoría de los trabajos encuadrados en
la literatura, la filosofía y los estudios culturales tienen una
postura crítica con respecto al psicoanálisis como psicotera­
pia. Quizás una de las razones para ello sea la necesidad de
tomar distancia con respecto a los problemas psicológicos o
psicopatológicos. En algunas ocasiones las críticas se orien­
tan hacia las tendencias conservadoras que han investido la
práctica clínica y las instituciones que gestionan el poder
profesional de los psicoanalistas. Pero esta pérdida de con­
tacto con la práctica clínica tiene un alto coste, ya que no se
puede pensar en las proposiciones psicoanalíticas fuera de
la articulación entre teoría y clínica, sin desvirtuarlas. Se
suele desconocer que el dispositivo psicoanalítico ofrece un
espacio en el cual el sujeto puede articular su historia y ac­
ceder al reconocimiento de sus deseos, hablar y ser escucha­
do fuera de los marcos coercitivos del sentido común y de la
convención, dar voz a todo quello (pulsiones, representacio­
nes, significados) que no cuadra con la identidad asumida
por su yo, y que lo hacen fracasar cuando emergen bajo la
forma de síntomas, sueños, lapsus.

45 E. Grosz, Jacques Lacan: A Feminist Introduction, Nueva York y


Londres, Routledge, 1990.
Se puede observar que las relaciones entre psicoanálisis
clínico y discurso académico varían en función de diferen­
cias geográficas y culturales. Así, por ejemplo, el universo
cerrado de la vida académica en los Estados Unidos ha lo­
grado mantener una separación neta entre teoría y clínica,
que no se observa tan claramente en Europa. Igualmente, la
enorme influencia y popularidad de los trabajos de Chodo­
row y otros textos afines es específica de los Estados Uni­
dos; la recepción de estas teorías en Gran Bretaña y otros
países europeos ha sido más parcial y crítica excepto, qui­
zás, en Italia. Aunque no es fácil dilucidar las causas de este
fenómeno, podemos señalar que quizás haya incidido el de­
sarrollo de una crítica feminista de la escuela inglesa de las
relaciones objetales en su país de origen, así como la mayor
influencia de la tradición freudiana y lacaniana en Francia.
Jane Flax es una de las pocas autoras que une la experiencia
clínica a su formación teórica; de ahí el interés que presenta
su obra.
Quizás Conflicts in Feminismo sea la colección de ensa­
yos más importante desde que se editara Feminist Stu-
dies/Critical Studies47. En esta compilación, veintitrés auto­
ras diferentes recogen los debates de polarización—e inclu­
so paralizaron— las intersecciones del feminismo y el
psicoanálisis en los años 80. Los trabajos incluidos pueden
clasificarse en cuatro grupos, según sus objetivos:
• Esclarecimiento de opiniones opuestas.
• Reformulación de los términos de la controversia.
• Estudio de casos situados en el límite entre dos inter­
pretaciones opuestas.
• Conversaciones, diálogos y debates.
En términos generales, se puede apreciar que las conclu­
siones de los diversos análisis tienen algunos puntos en co­
mún, sobre todo en lo que respecta a la necesidad de reco­

46 Manarme Hirsch & Evelyn Fox Keller, Conflicts in Feminism,


Nueva York y Londres, Routledge, 1990.
47 Teresa de Lauretis, Feminist Studies/Critical Studies, Blooming-
ton, Indiana University Press, 1986.
nocer, al mismo tiempo, la similitud y la diferencia entre
mujeres y hombres; la búsqueda de soluciones para los pro­
blemas de las mujeres tanto en la esfera pública como en la
privada; la comprensión del cuerpo de la mujer como algo
que es tan natural como cultural; y el reconocimiento de las
reivindicaciones universalistas de las mujeres, sin abando­
nar la insistencia en las diferencias existentes entre ellas.
La obra de Jane Flax fue publicada también en 1990 en
los Estados Unidos, y podemos muy bien situarla en esta
perspectiva interesada tanto en las áreas fronterizas entre di­
versas disciplinas como en el desmantelamiento de las anti­
nomias y la búsqueda de nuevas articulaciones entre los tér­
minos enjuego. Es por ello que me pareció necesario, para
presentar su trabajo, reseñar la historia de las controversias
que, en cierto modo, aquél culmina al tiempo que resuelve.
S ilvia T ubert
Psicoanálisis y feminismo.
Pensamientos fragmentarios
A la memoria de mi padre, Seth Flax,
y a Kirsten, Phyllis y Fred,
compañeros dentro y fuera de la noche
Blande el herido cirujano
el acero, hurga en la parte
afectada; bajo la mano
sangrienta se adivina el arte
del médico, compasivo, sutil:
resuelve el enigma de la gráfica febril.
Será salud nuestra afección
obedeciendo a la enfermera
moribunda cuya atención
permanente no es nuestra mera
complacencia, sino recordar la maldición
de Adán: hemos de empeorar para la curación.
La tierra entera un hospital,
legado por el arrumado
millonario; el afortunado
muere en él por el paternal
y absoluto cuidado
que no nos abandona y nos aparta del mal.
T. S. Eliot, «East Coker»
Agradecimientos

Supongo que a muchos autores les resultará bastante


traumático el proceso de escribir. Así es en mi caso, aunque
no por la escritura en sí, sino por los hechos que la rodearon.
Comencé la labor preparatoria definitiva para escribir este
libro en el verano de 1985. En enero de 1986, a Eugene
Frankel, que había sido mi esposo durante quince años, le
diagnosticaron por fin un cáncer de páncreas. El 6 de mayo
de 1986 murió.
El borrador básico de este libro se completó en la prima­
vera de 1987. Sin el cuidado constante de mis amigos nun­
ca habría sido capaz de terminarlo y de seguir adelante. So­
bre todo estoy en deuda con Phyllis Palmer, que sufrió todos
los pasos del proceso durante un año, y con Kirsten Dahl,
cuyas llamadas desde New Haven me hicieron salir de mu­
chas noches oscuras. Mervat Hatem, Yvonne Hoffman,
Shelley Rockwell y Jean Kondo Weigí me proporcionaron
un gran apoyo y continuidad. Con Elizabeth Abel, Janet
Adelman, Ted Brown, Nancy Chorodow, Peter Lyman, Har-
vey Mendelson, Judy Stacey y Barrie Thome pude contar
en momentos sorprendentes y cruciales. Entrelazada con el
proceso de la muerte, la escritura continuó. Además de a to­
dos estos amigos, mi obra debe mucho a las largas conver­
saciones sostenidas con Sandra Harding y Nancy Hartsock.
Naomi Schneider, mi editora, se mostró desacostumbrada­
mente reconfortante. Su fe en la valía de este proyecto y en
mi capacidad para terminarlo fue esencial para lograrlo.
Uno de los descubrimientos más sorprendentes para mí
fue lo separados pero al mismo tiempo mezclados que per­
manecen el amor y la muerte. El valor y la resistencia de mi
hijo, Gabriel Flax Frankel, me animaron en muchos senti­
dos, pero debo dar las gracias de forma especial a Fred Ris-
ser por continuar y comenzar de nuevo.
P rim era parte

La conversación
Algo pasa
Sobre la escritura en un estado de transición

De todos modos, todo individuo es hijo de su tiem­


po; de la misma manera, la ñlosofía es su propio tiempo
aprehendido en pensamientos. Es tan absurdo imaginar
que una filosofía pueda transcender su mundo contem­
poráneo como imaginar que un individuo pueda saltar
por encima de su tiempo, más allá de Rodas. [...]
Para agregar algo más a la pretensión de enseñar
cómo debe ser el mundo, señalaremos que, en cualquier
caso, la filosofía siempre llega demasiado tarde para ha­
cerlo. Como pensamiento del mundo, aparece sólo
cuando la realidad se ha consumado, cuando su proceso
de formación ha terminado. [...] Cuando la filosofía
pinta con sus tonos grises, una forma de vida se ha he­
cho vieja. Con sus penumbras no puede rejuvenecerse,
sino sólo entenderse. El búho de Minerva extiende sus
alas sólo cuando llega el ocaso.
G. W. F. H egel,
Filosofía del derecho

En este libro represento, interrogo, yuxtapongo y cons­


truyo conversaciones entre tres importantes modos de pen­
samiento occidental contemporáneo: el psicoanálisis, las
teorías feministas y las filosofías posmodemas. No soy una
participante neutral ni facilito estos diálogos de forma de­
sinteresada. Hay al menos tres objetivos que motivaron su
evocación: un deseo de captar ciertos aspectos de la textura
de la vida social en el Occidente contemporáneo; la fascina­
ción por las cuestiones del conocimiento, el género, la sub­
jetividad y el poder, y sus interrelaciones; y el deseo de ex­
plorar el modo como podrían escribirse las teorías en voces
posmodemas: sin autoridad, con final abierto y orientadas
hacia el proceso.
En parte, estos propósitos surgen de mi trabajo, ya que
combino al menos cuatro identidades y profesiones: tera­
peuta, filósofa, feminista y teórica política. Elegí construir
conversaciones dentro de estos tres modos de pensamiento
debido a que cada uno de ellos parece ser el informante/ha­
blante más apropiado en relación al menos con uno de mis
objetivos o profesiones. Como terapeuta no puedo eludir las
cuestiones relativas a la subjetividad y su formación y de­
formaciones. Las teorías psicoanalíticas son las que abordan
con mayor profundidad estos asuntos. Como filósofa for­
mada en la era epistemológica poskantiana, las cuestiones
del conocimiento y sus límites me resultan ineludibles. El
posmodemismo ofrece las fracturas más radicales y pertur­
badoras dentro de este terreno epistemológico y fuera de él.
Como feminista y mujer, me enfrento a la omnipresencia y
al papel central del género y a la experiencia vivida de sus
estructuras de dominio y subordinación. Las teorías femi­
nistas lo han presentado como un tema de investigación cen­
tral. Como teórica política, no puedo pasar por alto las cues­
tiones del poder y la justicia. Cada teoría proporciona con­
tribuciones importantes para repensar estos temas tradi­
cionales.
La forma conversacional del libro representa un intento
de hallar una voz posmodema, de responder al reto de en­
contrar una vía (entre muchas posibles) para continuar la es­
critura teórica cuando se abandonan los modos de enunciar
o adjudicar la «verdad» que feministas y posmodemos po­
nen en tela de juicio con tanto acierto y profundidad. A pe­
sar de que discrepo de algunos aspectos particulares del
pensamiento posmodemo, su espíritu autoanalítico (que no
siempre ejemplifican los principales exponentes del posmo­
dernismo y menos aún sus discípulos) es una de sus contribu­
ciones más importantes. Un aspecto esencial y especialmente
importante de los planteamientos posmodemos es su rechazo
a evitar el conflicto y las diferencias irresolubles o a sintetizar
estas diferencias en un todo unitario y unívoco. Manteniendo
este espíritu, no intentaré resolver los conflictos existentes
dentro de las teorías que se expongan o entre unas y otras, ni
las conversaciones que entablen darán como resultado una
síntesis grande y nueva. En lugar de una conclusión, suscita­
ré más preguntas sobre este modo conversacional de escritu­
ra y la idoneidad de todas sus voces, incluida la mía.
Cuanto más trabajo y escribo, más se entrelazan los te­
mas del conocimiento, el ego, el género y la voz. Cualquier
teoría que no contemple o borre uno o más de estos temas se
vuelve cada vez menos satisfactoria. Por desgracia, también
va aumentando mi convencimiento de que el psicoanálisis,
las teorías feministas y el posmodemismo se han constituido
precisamente mediante esas cegueras y borramientos. Es una
de las razones por las que decidí ponerlos a conversar entre
ellos. Como otros posmodemos, no creo que pueda darse
una teoría del «todo» perfectamente adecuada y unificada.
Mi tratamiento de estas teorías no se basa en semejante pre­
misa, sino que creo que los teóricos pueden proporcionar
más o menos espacio para una variedad de voces y que pue­
den ser criticados por pasar por alto o reprimir ciertas cues­
tiones que resultan pertinentes para sus proyectos propios.
Mis tentativas de comprender estos temas también se
complican con creces por dos problemas adicionales: el gra­
do de paradoja, de fragmentación simultánea y de burocra-
tización penetrante que presenta la vida social, y las críticas
radicales planteadas por psicoanalistas, feministas y posmo­
demos a las pretensiones de verdad y de autocomprenderse
de los intelectuales. Estos problemas forman parte necesaria
del contexto de este libro. Entre otras consecuencias, las
cuestiones de la voz y el significado se vuelven más sobresa­
lientes pero menos dispuestas a aceptar una solución. ¿Cómo
es posible escribir? ¿Qué significado puede tener escribir
cuando toda proposición y teoría parece cuestionable, la pro­
pia identidad resulta incierta y la posición de los intelectua­
les se concibe de forma alternativa como si se encontrara en­
redada sin remedio en unas relaciones de conocimiento/po­
der opresivas o fuera absolutamente irrelevante para el
funcionamiento del estado burocrático técnico-racional?
Creo que muchas personas de la cultura occidental con­
temporánea comparten esta sensación de malestar, de care­
cer de un terreno firme o punto de referencia, aunque no
siempre lo reconozcan y discutan o lo expongan y experi­
menten del mismo modo1. Algo ha pasado, está pasando a
las sociedades occidentales. Los comienzos de esta transi­
ción pueden fecharse de forma algo arbitraria tras la Prime­
ra Guerra Mundial para Europa y tras la Segunda Guerra
Mundial para Estados Unidos. La cultura occidental se en­
cuentra en medio de una transformación fundamental: está
envejeciendo una «forma de vida». El rechazo de lo viejo
está siendo apresurado por el fin del colonialismo, el levan­
tamiento de las mujeres, la revuelta de otras culturas contra
la hegemonía occidental blanca, los cambios en el equilibrio
del poder económico y político dentro de la economía mun­
dial y una percepción creciente de los costes y beneficios
del «progreso» científico y tecnológico*.

1 Las expresiones y explicaciones de este trastorno varían amplia­


mente. Véanse, por ejemplo, Charles Newman, «The Post-Modem
Aura: The Act of Fiction in an Age of Inflation», Salmagundi, 63-64
(primavera-verano), págs. 5-170; Julia Kristeva, «Women’s Time»,
Signs, 7, núm. 1 (otoño de 1981), págs. 13-35; Christopher Lasch, Ha-
ven in a Heartless World, Nueva York, Basic Books, 1977 [trad. esp.: La
familia. Refugio en un mundo despiadado, Barcelona, Gedisa, 1984];
Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialectic ofEnlightenment, Nue­
va York, Herder & Herder, 1972; y Sheldon Wolin, Politics and Vision,
Boston, Little, Brown, 1960, cap. 10.
* Pronto resultará evidente al lector que el uso que hago de palabras
tales como en transición o transformativo no implica que los cambios
en la cultura occidental nos estén desplazando en una dirección particu­
lar preestablecida (y mucho menos «progresista»). No creo que exista
en la historia una lógica interna e inexorable que los hechos y el análi­
Los intelectuales occidentales no pueden ser inmunes a
los profundos cambios que se están produciendo en la vida
social contemporánea. Estas transformaciones han alterado
profundamente la comprensión de sí mismos de muchos fi­
lósofos y su sentido de certeza. Una de las consecuencias
paradójicas de esta descomposición es que cuanto más evi­
dentes resultan las líneas imperfectas en campos que antes
no presentaban problemas, más queremos contar con algún
medio de entender qué es lo que pasa y se vuelven menos
satisfactorios los medios existentes de pensar sobre la expe­
riencia. Todo ello da como resultado una forma más incómo­
sis revelen por necesidad de la forma más clara y completa. Además,
me resulta evidente que el uso de palabras como nosotros o nuestro en
relación con la cultura occidental es extremadamente problemático. Lo
que una siente y su posición dentro de esta cultura está moldeado y di­
ferenciado por la raza, la clase, la edad, el carácter étnico, el género y la
preferencia Sexual (véanse, por ejemplo, los ensayos de Henry Louis
Gates [ed.], ‘R ace’, Writing and Difference, Chicago, University of
Chicago Press, 1986; Comel West, «The Politics of American Neo-
Pragmatism», en Post-Analytic Philosophy, ed. por Jonh Rajchman y
Comel West, Nueva York, Columbia University Press, 1985; y Cherrie
Moraga y Gloria Anzaldua [eds.], This Bridge Called My Back: Wri-
tings by Radical Women o f Color, Watertown, Mass., Persephone Press,
1981). Cómo identificar y hacer justicia a lo que quizá se tenga en co­
mún o diferencie las experiencias de la gente en el Occidente contem­
poráneo será una tensión persistente en este libro y una de sus metas.
Por supuesto, el mismo «Occidente» no existe en el vacío, sino que
forma parte de un sistema mundial. El lugar que ocupa dentro de este
sistema mundial está en transición, al igual que el sistema en su conjun­
to. (El concepto de ‘sistema mundial’ es complejo y controvertido, y se
ha definido de distintas formas, pero no carece de utilidad. En Barbara
Hockey Kaplan [ed.], Social Change in the Capitalist World Economy,
Beberly Hills, Calif., Sage, 1978; Samir Amin, Giovanni Arighi, Andre
Gunder Frank e Inmmanuel Wallerstein, Dynamics o f Global Crisis,
Nueva York, Cambridge University Press, 1979; y Janet Henshall
Momsen y Janet Townsend [eds.], Geogmphy o f Gender in the Third
World, Albany, University of New York Press, 1987, se presentan im­
portantes variantes.) En su interior, Occidente tampoco es homogéneo;
existen importantes diferencias dentro de Europa y entre las culturas
europeas y las americanas. Sin embargo, la existencia de numerosas
particularidades no niega la posibilidad o la significación de las expe­
riencias compartidas.
da de vértigo intelectual para el que no están claras respues­
tas apropiadas2. Es cada vez más difícil incluso comenzar a
saber cómo comprender lo que estamos pensando y experi­
mentando. Cada modo de pensamiento que expongo contri­
buye a abordar esta confusión y ofrece al menos una vía para
hacerlo. Cada una de las explicaciones se centra fundamen­
talmente en un fragmento de una cultura fragmentadora. Las
feministas hacen hincapié en los efectos disruptivos de los
desafíos a los sistemas de géneros existentes hasta ahora y en
sus transformaciones. Los psicoanalistas repiten y extienden
la afirmación freudiana de que el psicoanálisis socava nues­
tra creencia y orgullo en una excelencia humana particular y
definitiva: la razón. Los posmodemos también cuestionan la
naturaleza y los poderes de la razón, pero sitúan su decaden­
cia y los cambios de nuestra creencia en ella dentro de un re­
lato sobre la muerte de una «metanarrativa»: la Ilustración3.
Los encuentros iniciales con el posmodemismo rompie­

2 Son abundantes las expresiones de este vértigo y sus consecuen­


cias. Entre los ejemplos se encuentran los ensayos que aparecen en Jo-
nathan Arac (ed.), Postmodemism and Politics, Minneapolis, Univer-
sity of Minnesota Press, 1989; Richard J. Bemstein (ed.), Habermas
and Modemity, Cambridge, Mass., MIT Press, 1985 [trad. esp.: Haber-
mas y la modernidad, Madrid, Cátedra, 1989]; y Kenneth Baynes, Ja­
mes Bohman y Thomas McCarthy (eds.), After Philosophy: End or
Transformation?, Cambridge, Mass., MIT Press, 1987,
3 Sobre los efectos perturbadores de las teorías feministas, véanse
Seyla Benhabid y Drucilla Comell (eds.), Feminism as Critique, Minnea­
polis, University of Minnesota Press, 1987 [trad. esp.: Teoríafeminista y
teoría crítica, Valencia, Alfons el Magnánim, 1990]; Carol Paterman y
Elizabeth Gross (eds.), Feminist Chalenges: Social and Political Theory,
Boston, Northeastem University Press, 1986; y Eva Feder Kittay y Diana
T. Meyers (eds.), Women and Moral Theory, Totowa, N.J., Rowman &
Littlefield, 1987. Sobre el psicoanálisis y la razón, véase Sigmund Freud,
«Fixation to Traumas: The Unconscious», en Introductory Lectures on
Psycoanalysis, trad. de James Strachey, Nueva York, W. W. Norton, 1965
[trad. esp.: Freud: Obras completas, Madrid, Biblioteca Nueva]. Sobre el
concepto y las funciones de la metanarrativa, véase Jean-Fran$ois Lyo-
tard, The Postmodem Condition: A Report on Knowledge, Minneapolis,
University of Minnesota Press, 1848, especialmente las págs. 27-37 [trad.
esp.: La condición postmodema, Madrid, Cátedra, 1989].
ron menos mis esquemas intelectuales previos: feminismo,
psicoanálisis y teoría crítica. Paradójicamente, me encontré
tratando de hallar un sentido a esta experiencia situándola
dentro de la metanarrativa que los mismos posmodemos
construyen. Aunque acabé concluyendo que este plantea­
miento era limitado e insatisfactorio, trataré de evocar y de­
finir algunos de sus problemas presentado primero su relato.

E l sueño ha terminado : sobre la teorización


EN UN ESTADO POSMODERNO

Los relatos posmodemos sobre las transformaciones so­


ciales contemporáneas comparten al menos un tema organi­
zativo: se ha producido una descomposición en la metanarra­
tiva de la Ilustración y las transformaciones sociales se en­
tienden como sus síntomas o episodios. La descomposición
de esta metanarrativa fiierza a los filósofos a enfrentarse con
las cuestiones de la voz, el terreno, los propósitos y el signifi­
cado que se suspenden durante y mediante periodos de con­
senso. Para muchos filósofos contemporáneos, parece que la
Ilustración ha fracasado. Las grandes ideas que estructuraron,
legitimaron y dieron coherencia a tanta de la ciencia, filoso­
fía, economía y política occidental desde el siglo xvm han de­
jado de parecer forzosas o incluso verosímiles. La Ilustración
se parece ahora más a un conjunto de creencias heredadas,
desgarradas por contradicciones internas demasiado autoevi-
dentes. Las aspiraciones y aseveraciones económicas y políti­
cas típicas del pensamiento ilustrado parecen haber sido falsi­
ficadas por lo que se suponía que predecía pero que no pudo
explicar: el curso posterior de la historia occidental.
Las ideas ilustradas que ahora parecen problemáticas in­
cluyen conceptos interdependientes tales como la dignidad
y el valor del individuo «monádico» (aislado socialmente y
autosuficiente) y las interconexiones entre razón, conoci­
miento, progreso, libertad y acto ético4. Resulta esencial
4 Me doy cuenta de que es una reducción drástica de ideas comple­
jas. Para consideraciones más matizadas sobre la Ilustración, véanse
para todas las creencias ilustradas la existencia de algo lla­
mado el «yo», una entidad estable y digna de confianza que
tiene acceso a nuestros estados internos y a la realidad exte­
rior, al menos en un grado limitado (pero conocible). La me-
tanarrativa ilustrada también proporciona un lugar privile­
giado a la ciencia y la filosofía (en especial la epistemolo­
gía) como formas de conocimiento. Si la filosofía pierde su
privilegio en relación con el conocimiento y la verdad, la le­
gitimidad de la autoridad filosófica sobre este terreno tam­
bién se pone en tela de juicio por necesidad5.
No cabe duda alguna de que casi al mismo tiempo que
filósofos como Diderot o Kant exponían estas ideas, fueron
atacados, al menos en parte, por otros (por ejemplo, Rous­
seau). Sin embargo, los críticos de la Ilustración permane­
cieron fuera de la corriente principal, en los «márgenes» de
la filosofía, como diría Derrida6. La «historia» parecía pro­
Steven Seidman, Liberalism and the Origins o f Eumpean Social
Theory, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1983;
Robert Anchor, The Enlightenment Tradition, Berkeley y Los Angeles,
University of California Press, 1967; Emst Cassirer, The Philosophy o f
the Enlightenment, Boston, Beacon Press, 1955 [trad. esp.: La filosofía
de la Ilustración, Madrid, FCE, 1993]; y Peter Gay, The Enlightenment:
An Interpretation, Nueva York, Knopf, 1966.
5 Baynes, Bohman y MacCarthy desarrollan esta idea en su «Intro­
ducción general» a After Philosophy.; los problemas del yo son el cen­
tro del ensayo que sigue. Cassirer proporciona una exposición especial­
mente clara sobre la ciencia y la filosofía como conocimiento en los ca­
pítulos 3 y 4 de la Philosophy o f the Enlightenment.
6 Jacques Derrida, Marges de la philosophie, París, Editions de Mi-
nuit, 1972 [trad. esp.: Márgenes de lafilosofía, Madrid, Cátedra, 1989].
Quizás la declaración más sucinta e influyente sobre las creencias ilus­
tradas sea la de Immanuel Kant, «What Is Enlightenment?», reimpresa
con su Foundations o f the Metaphysics ofMoráis, Indianapolis, Bobbs-
Menill, 1959 [trad. esp.: Fundamentación metafísica de las costumbres,
Madrid, Espasa-Calpe, 1990]. Véase también Jean Le Rond D’Alem-
bert, Preliminary Discourse to the Encydopedia o f Diderot, Indianapo-
lis, Bobbs-Mernll, 1963. Para un ataque a muchas de las creencias ilus­
tradas, véase especialmente Jean-Jacques Rousseau, Discourse on the
Sciences and Arts (First Discourse) en The First and Second Discourses,
ed. de Roger Masters, Nueva York, St. Martins, 1964 [trad. esp.:
Discurso sobre las ciencias y las artes, Universidad de Valencia, 1973].
bar que tales críticas eran extravagancias o «ideas quijotes­
cas». Se negaban tercamente a reconocer el progreso sin
precedentes efectuado en la política, la economía y la cien­
cia occidental durante los siglos xvra y xix.
Acontecimientos más recientes ocurridos en la historia
occidental han planteado retos fundamentales a la autocer-
teza de la razón y su «ciencia». Los extravagantes adversa­
rios de la Ilustración más bien parecen ahora profetas. Ya no
resulta autoevidente que exista una conexión necesaria entre
razón, conocimiento, ciencia, libertad y felicidad humana.
De hecho, su relación parece ser al menos parcial e irresolu­
blemente antagónica. La huida de la tutela impuesta por la
razón y el conocimiento que Kant creía que era también el
camino hacia la libertad, parece ahora que quizás conduzca
más bien a una esclavitud más aterradora de los productos
de ese conocimiento.
Las conexiones inherentes que los pensadores ilustrados
planteaban entre ciencia, progreso y felicidad parecen per­
turbadoras e irónicas cuando contemplamos Hiroshima,
Auschwitz o la posibilidad de un «invierno nuclear». Resul­
ta al menos verosímil que nos hallamos enredados sin esca­
pe en una «dialéctica de la Ilustración» en la que, como afir­
maron Horkheimer y Adorno, ésta vuelve sobre el mito7.
Estos mitos incluyen los que justifican los usos políticos del
terror a escala masiva, posibilitado por la existencia de una
ciencia y unas tecnologías «avanzadas». Por ejemplo, los
gobiernos de Estados Unidos y la antigua Unión Soviética
declararon ambos ser el último bastión y garante de la liber­
tad, el progreso y la emancipación humana. Cada uno se
veía como la «ciudad que brilla sobre la colina», donde los
ideales del siglo xvm podían convertirse plenamente en rea­
lidad por fin. No obstante, Estados Unidos y la antigua Ru­
sia se hallaban trabadas en un sistema de destrucción mutua
asegurada (cuyas siglas en inglés resultan en la apropiada
palabra MAD: loco), en el que se tomaba como rehén a todo
el planeta. Se justificaba poner al planeta en un riesgo de
7 Horkheimer y Adorno, Dialectic, en especial las págs. 3-42.
destrucción perpetuo en nombre de la libertad y la emanci­
pación humanas.
Ahora también parece posible que el desarrollo económi­
co no proporcione, o no sólo proporcione, liberación de las
necesidades, como creen los economistas políticos desde
Smith, pasando por Marx, hasta los keynesianos y teóricos
neoclásicos contemporáneos. Más bien, como afirmó Weber,
el precio de tal progreso en Occidente puede ser una «jaula
de hierro» burocrática que lo invada todo8. El bienestar eco­
nómico de algunas personas en Occidente también puede de­
pender o resultar del desarrollo del Tercer Mundo y del sur­
gimiento de clases y regiones inferiores permanentes dentro
del Primer Mundo. De hecho, cuando contemplan su lugar en
el sistema mundial, los occidentales prósperos harían bien en
recordar la respuesta de Adorno al Holocausto:
La culpa de una vida que en realidad simplemente
sofocará a otra vida de acuerdo con la estadística que su­
ple un abrumador número de muertos con un número
mínimo de salvados, como si lo proporcionara la teoría
de las probabilidades, esta culpa es irreconciliable con la
vida. Y la culpa no cesa de reproducirse porque ni por un
instante puede hacerse plenamente presente y conscien­
te. Esto, y no otra cosa, es lo que nos obliga a filosofar9.

A mbivalencia necesaria

No obstante, las relaciones de los filósofos (incluidos


los posmodemos) con la Ilustración son ambivalentes por
necesidad. Es un legado que muchos de nosotros no puede
aceptar o rechazar plenamente, ni destruir o preservar. Fal­
tan alternativas atrayentes para ese conjunto de creencias ca­

8 Véase Max Weber, «Politics as a Vocation», en From Max Weber,


ed. y trad. de H. H. Gerth y C. Wright Mills, Nueva York, Oxford Uni-
versity Press, 1958.
9 Theodor Adorno, Negative Dialectics, Nueva York, Seabury Press,
1973, pág. 364 [trad. esp.: Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1992].
racterísticas. Las que prevalecen en la sociedad parecen ser
teocracias fanáticas, dogmatismos inflexibles, estados abso­
lutistas, caos o un relativismo moral tan paralizador que se
anula en nihilismo.
Si no queremos ser paralizados por adoptar la perspecti­
va del pasado del «ángel de la historia» —«una sola catás­
trofe que sigue acumulando despojos sobre despojos y arro­
jándolos frente a sus pies»—, necesitamos algunos medios
para hallar sentido (o crearlo) a todos los desechos sociales
y filosóficos10. También necesitamos algún medio de (redi­
tuar las prácticas de filosofar dentro de los contextos socia­
les contemporáneos, pues parte del mito familiar que here­
damos como hijos de la Ilustración es que debemos ser ca­
paces de pensar la vía que nos saque de esas confusiones.
Sin embargo, la utilidad, el significado y la legitimidad del
mismo pensamiento se ponen en tela de juicio una vez que
se exponen sus bases problemáticas y convencionales, y las
ilusiones de sus fundamentos. El sentimiento de que los
nuevos modos de pensamiento son parte necesaria en la so­
lución de los dilemas contemporáneos no es una completa
ilusión. Puesto que seguimos contemplando las insuficien­
cias de nuestro pensamiento, no puede ser del todo equivo­
cado o irrelevante buscar modos «revolucionarios» de filo­
sofía que «vislumbren la posibilidad de una forma de vida
intelectual en la que el vocabulario de la reflexión filosófi­
ca heredado del siglo xvn parezca tan absurdo como el vo­
cabulario filosófico del siglo xrn había parecido a la Ilustra­
ción»11.
La extensión y profundidad de nuestra confusión social
e intelectual indica la necesidad de «nuevos mapas del terre­

10 Walter Benjamín, «Theses on the Philosophy of History», en


Illutninations, ed. de Hannah Arendt, Nueva York, Schocken, 1969,
pág. 257 [trad. esp.: Iluminaciones, Madrid, Taurus, 1991].
11 Sobre la idea de las «ilusiones de sus fundamentos», véase Ri­
chard Rorty, Philosophy and the Mirror ofNature, Princeton N.J., Prin-
ceton University Press, 1979, pág. 6 [trad. esp.: La filosofía y el espejo
de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 1989].
no (es decir, de todo el panorama de las actividades huma­
nas) que simplemente no incluyan aquellos rasgos que antes
parecían dominar»12. Sin embargo, es necesario entender las
limitaciones de cualquier filosofía «revolucionaria» y el po­
der del pensamiento aislado de otras capacidades o formas
de acción humanas. Pensar, como tanto feministas como
psicoanalistas insisten, no es una fuente de conocimiento
inocente o la única. Hasta las filosofías revolucionarias lle­
van las marcas de la tradición de la que surgen y contra la
que se rebelan. La rebelión de un filósofo revolucionario se
caracteriza tanto por una ambivalencia en general incons­
ciente hacia el pasado, como por una ruptura absoluta con
él. Precisamente esta ambivalencia es lo más interesante,
porque su análisis puede elucidar el poder del pasado y de
los deseos conflictivos persistentes. Cuanto más fuerte sea
la ambivalencia, más difícil puede resultar a quienes se en­
cuentren atrapados en ella analizar o incluso reconocer su
existencia. Estos deseos se pueden convertir en una fuente
de parálisis social e intelectual o en una conducta e ideas
destructivas con la misma facilidad que en un cambio cons­
tructivo.
Además, como sé por mi propio trabajo, parece haber
una tentación inherente en las formas más abstractas de
pensamiento: confundir la palabra y el hecho. Aquellos de
nosotros que aman la filosofía no son inmunes a las fanta­
sías de «omnipotencia infantil» tan potentes en los procesos
inconscientes. Estas fantasías incluyen la creencia de que si
se desea o piensa algo, es inevitable que ocurra, que el de­
seo o pensamiento es la causa necesaria y suficiente de un
resultado deseado o temido. En la vida intelectual, estas fan­
tasías a veces dan como resultado que se sobreestime el po­
der del pensamiento y su carácter central para la vida huma­
na. Naturalmente, tales fantasías, una forma particularmen­
te atractiva de «consuelo» contra el profundo sentimiento de
impotencia o desesperación, aparecen con más fuerza en

12 Ibíd., pág. 7.
momentos de tensión o confusión13. Así que los filósofos
necesitamos encontrar medios de mejorar nuestra conscien­
cia y desarrollar perspectivas críticas sobre nuestras ideas
más grandiosas y engañosas. Sin embargo, el posmodernis­
mo por sí solo no es un antídoto suficiente para los delirios
filosóficos. El feminismo y el psicoanálisis ofrecen mode­
los alternativos de aprendizaje y medios de hallar sentido a
la experiencia. Hablan de mundos ajenos a los textos, la li­
teratura y el lenguaje. Las feministas y los psicoanalistas
también nos muestran que el pensamiento no es la única
fuente de conocimiento, ni siquiera necesariamente la me­
jor. El establecimiento de conversaciones entre feministas,
psicoanalistas y posmodemos revelará lo estrechos que son
los límites y constrictivas las fronteras de las narrativas pos-
modernas como alternativas a las prácticas filosóficas tradi­
cionales.

La filosofía como analista y paciente

La teoría y la práctica del psicoanálisis tienen mucho


que ofrecer a los filósofos, incluidos los posmodemos y las
feministas. Según la teoría analítica, la ambivalencia es una
respuesta apropiada a una situación de naturaleza conflicti­
va. El problema no radica en la ambivalencia, sino en los in­
tentos prematuros de resolver o negar los conflictos. La fal­
ta de coherencia o conclusión en una situación y la existen­
cia de deseos o ideas contradictorios genera con demasiada
frecuencia una ansiedad tan intensa que se reprimen aspec­
tos de la ambivalencia o de sus orígenes. En tal situación,
suele ser mejor analizar sus orígenes y la falta de capacidad
para tolerarla. Es igualmente importante examinar por qué,
cuando se carece de una certeza absoluta, la voluntad se
queda paralizada.

13 Véase la interesante exposición de Norman Jacobson sobre la


teoría política y sus funciones en Pride and Solace, Berkeley y Los Án­
geles, University of California Press, 1978, cap. 1.
Esta perspectiva me fuerza a cuestionarme la tentación
de construir un «proyecto sucesor» para llenar el vacío deja­
do por los fracasos de la Ilustración14. También me recuerda
los peligros que existen en una defensa contra la ansiedad
inducida por el desorden y el conflicto irresoluble, caracte­
rístico especialmente de los intelectuales. Nos esforzamos
por lograr una gran síntesis en la que las ideas de apariencia
contradictoria se muestren como simples partes de un todo
coherente. Por ejemplo, los posmodemos construyen sus
propias metanarrativas de la «muerte» de la Ilustración o la
«metafísica» de la presencia y con ello violan sus principios
de «aplazamiento» e incertidumbre. La razón (esta vez dis­
frazada de lenguaje) reaparece, persiguiendo con persisten­
cia su astuto plan, a pesar de que parezcan dominar el mun­
do fuerzas entrópicas.
Las condiciones contemporáneas piden modos de filo­
sofar más acordes con una búsqueda analítica de compren­
sión. En esta búsqueda, el proceso de descubrimiento y el
diálogo mediante el que éste se facilita son aspectos intrín­
secos de toda pretensión de verdad. El objetivo del análisis
no es lograr una conclusión o una verdad final que vuelva
innecesaria toda investigación ulterior. Por el contrario, el
analista espera que mediante el proceso de análisis un pa­
ciente supere algunas de las barreras internas al deseo de au-
tocomprenderse. Aunque el análisis se dé por «terminado»,
el proceso analítico continuará cuando el antiguo paciente
sea capaz de ser su propio analista. Para que el proceso fina­
lice y, en consecuencia, el análisis tenga éxito, el analista y
el paciente deben aceptar que toda conclusión es en cierto
modo arbitraria, temporal y convencional.
Los conceptos de comprensión y significado no carecen
de problemas. También existen muchos interrogantes sin re­
solver acerca de los tipos de conocimiento que pueden ge­
nerarse dentro de los procesos psicoanalíticos o basarse en
ellos. Volveremos más adelante sobre algunas de estas cues­

14 Un proyecto sucesor sería isomórfico (y a la misma escala) de la


fallida «gran teoría».
tiones. Sin embargo, seguiré sosteniendo que el modelo de
analista a la vez receptivo y autoconsciente de su carácter
«construccionista» resulta particularmente apropiado para
nuestro momento histórico . Considerarse como un legisla­
dor heroico, «constructor de cimientos», juez neutral o de­
constructor que tiene derecho a evaluar las pretensiones de
verdad y la suficiencia de todas las formas de conocimiento
coloca al filósofo fuera de un tiempo en el que esa certi­
dumbre irreflexiva parece más bien un deseo de poder que
una pretensión de verdad. Creo que lo mejor que podemos
ofrecer en estos tiempos es facilitar las conversaciones entre
diferentes modos de pensamiento, teniendo un cuidado es­
pecial en buscar e incluir esas voces que parecen extrañas o
críticas en las nuestras «nativas».
Sin embargo, a diferencia de los conceptos posmoder­
nos sobre la conversación, mis experiencias analíticas y fe­
ministas me fuerzan a hacer hincapié en los aspectos subje­
tivos o intersubjetivos de la «conversación» o su ausencia.
Los posmodemos pasan por alto u obscurecen con demasia­
da frecuencia los aspectos no lingüísticos de los humanos y,
en consecuencia, en sus relatos se vuelven invisibles los mu­
chos e importantes modos en los que el género, otras rela­
ciones sociales y la vida psíquica interna estructuran a los
hablantes y las formas narrativas-lingüísticas. Como los ca­
pítulos siguientes muestran, prestar atención a estos aspec­
tos puede cambiar profundamente los temas y las estructu­
ras de la conversación.

15 Sigmund Freud, «Constructions in Analysis», en Collected Pa-


pers, vol. 5, Nueva York, Basic Books, 1959.
El pensamiento de transición
Psicoanálisis, feminismo y teorías posmodemas

El cambio profundo aunque poco comprendido, la in-


certidumbre y la ambivalencia parecen invadir el Occidente
contemporáneo. Este estado de transición hace posibles y
necesarias ciertas formas de pensamiento y excluye otras.
Genera problemas que algunos filósofos parecen conocer y
afrontar mejor que otros. En nuestro tiempo, estos proble­
mas incluyen los temas del yo, el género, el conocimiento y
el poder. Ciertas filosofías presentan y representan mejor
«nuestro tiempo aprehendido en pensamiento». Como los
sueños, nos permiten indagar el proceso primario de nuestra
era. A lo largo de este libro, sostendré que el psicoanálisis,
las teorías feministas y las filosofías posmodemas son esos
modos de pensamiento y que ésta es la mejor forma de com­
prenderlos. Estos modos de pensamiento son de transición.
Cada uno de ellos posee cierto discernimiento sobre temas
sociales centrales, las ambivalencias del presente y la posi­
ción que ocupan en él. En importantes aspectos, cada modo
de pensamiento tiene también momentos de anticipación
que ofrecen vislumbres de un futuro que no será una mera
repetición del pasado. Estos modos de pensamiento de tran­
sición son al mismo tiempo síntomas del estado de nuestra
cultura y herramientas necesariamente parciales e imperfec­
tas para comprenderla. Iluminan los problemas más caracte­
rísticos y que se sienten con mayor profundidad en nuestra
sociedad, y algunas de las raíces de nuestra impotencia para
resolver lo que nos hace desgraciados.
Cada modo de pensamiento toma como objeto de inves­
tigación al menos una faceta de lo que se ha convertido en
lo más problemático para mí y muchos otros en nuestros es­
tados de transición: cómo comprender y constituir el yo, el
género, el conocimiento, las relaciones sociales y el cambio
cultural, sin recurrir a modos de pensamiento y ser lineales,
teológicos, jerárquicos, holísticos o binarios. Cada modo de
pensamiento proporciona también una crítica parcial y co­
rrectora de la debilidad de los otros. Como consecuencia, al
crear conversaciones en las que cada teoría es a su vez la
voz dominante pero no la exclusiva, puedo afirmar los dis­
cernimientos y las limitaciones de cada una por separado y
juntas en relación con estos problemas.
En este libro, cada voz dispondrá de un capítulo en el
que predominará. Las voces se escucharán en este orden:
psicoanálisis, teorías feministas y filosofías posmodemas.
Sin embargo, como en cada capítulo las otras dos voces in­
terrogarán y criticarán a la predominante, el lector necesita
conocer algo del carácter de cada una antes de que se ex­
pongan en detalle. En lo que resta de este capítulo, propor­
cionaré una visión general de cada modo de pensamiento,
en especial en relación con las cuestiones del yo, conoci­
miento, género y poder, y algunas de las tiranteces y aspec­
tos complementarios existentes entre ellos.

P ensamiento de transición 1: el psicoanálisis

La hipótesis psicoanalítica de la actividad mental


inconsciente se nos manifiesta, por una parte, como un
desarrollo más de ese animismo primitivo que causó que
nuestra propia conciencia se reflejara a nuestro alrededor
y, por otra parte, parece ser una extensión de las co­
rrecciones sobre la percepción externa. Del mismo modo
que Kant nos previno que no pasáramos por alto el hecho
de que nuestra percepción está condicionada subjetiva­
mente y no debe considerarse idéntica a los fenómenos
percibidos pero que nunca se han discernido realmente,
el psicoanálisis nos pide que no coloquemos la percep­
ción consciente en el lugar del proceso mental incons­
ciente que es su objeto. Lo mental, como lo físico, no es
necesariamente en realidad tal como nos parece a noso­
tros que es. Sin embargo, resulta satisfactorio descubrir
que la corrección de la percepción interna no representa
dificultades tan grandes como la percepción externa, que
el objeto interno es menos difícil de discernir de forma
acertada que el mundo exterior.
S igmund F reud,
«Lo inconsciente»
El lamento del paranoico también muestra que, en el fon­
do, la autocrítica de la conciencia es idéntica a la autoob-
servación y se basa en ella. Que la actividad de la mente
que se hace cargo de la función de la conciencia también
se ha alistado al servicio de la introspección, que propor­
ciona a la filosofía el material para sus operaciones inte­
lectuales. Esto debe tener algo que ver con la tendencia
característica de los paranoicos a formar sistemas espe­
culativos.
S igmund F reud,
Introducción al narcisismo

Con todas sus deficiencias, el psicoanálisis presenta las


teorías mejores y más prometedoras acerca de cómo llega a
existir, cambia y persiste en el tiempo un yo que de forma
simultánea está encamado, es social, «ficticio» y real. El
psicoanálisis tiene mucho que enseñamos sobre la naturale­
za, la constitución y los límites del conocimiento. Además,
a menudo sin intención, revela mucho sobre lo que Freud
llama «el enigma del sexo» y su carácter central en la for­
mación de un yo, un conocimiento y una cultura en su con­
junto. Las teorías psicoanalíticas también nos ayudan a
comprender el poder en sus formas no institucionales: cómo
se entretejen las relaciones de dominio en la urdimbre del yo
y cómo se entrelazan el deseo y el dominio.
Ninguna descripción del psicoanálisis puede estar com­
pleta si no se trata de abordar a su padre fundador, Sigmund
Freud. A pesar de los muchos comentarios sobre su obra,
hacerlo sigue siendo tarea ardua. Las dificultades tienen al
menos dos orígenes diferentes: las funciones mitológicas y
fundamentadoras que la «idea» de Freud representa dentro
de la comunidad psicoanalítica y la complejidad de su obra
en sí. Ambivalencia, ambigüedad, antinomias y paradojas
invaden sus teorías. Las funciones mitológicas y fundamen­
tadoras de la idea de Freud han comenzado a ser confronta­
das desde dentro y fuera de la comunidad psicoanalítica. Sin
embargo, los comentaristas de su obra siguen tendiendo a
ajustar de modo arbitrario las antinomias de sus teorías o
simplemente a suprimir un extremo en favor del otro1. Ade­
más, la mayoría de los comentaristas del psicoanálisis freu-
diano y posfreudiano tienden a pasar por alto o desestimar
los efectos penetrantes, aunque obscurecedores y distorsio­
nantes, del enigma del sexo sobre todos los aspectos de las
teorías y la práctica del psicoanálisis2.
Un planteamiento más fructífero es aceptar la existencia
de estas antinomias e investigar por qué Freud no fue capaz

1 Cfr. las consideraciones diametralmente opuestas sobre el «verda­


dero» Freud en Frank Sulloway, Freud: Biologist o f the Mind, Nueva
York, Basic Books, 1979; y Bruno Bettelheim, Freud and Man’s Soul,
Nueva York, Knopf, 1983. Para ejemplos de confrontaciones, véanse
Clay Whitehead, «Additional Aspects of the Freudian-Kleinian Contro-
versy: Towards a “Psychoanalysis” of Psychoanalysis», International
Journal o f Psychoanalysis, 56 (1975), págs. 383-396; y Marie Balmary,
Psychoanalyzing Psychoanalysis: Freud and the Hidden Fault o f the
Father, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1982.
2 Estas consideraciones faltan, por ejemplo, en la por lo demás ex­
celente revisión de la teoría psicoanalítica de Jay R. Greenberg y Ste-
phen A. Mitchell, Object Relations in Psychoanalytic Theory, Cam­
bridge, Mass., Harvard University Press, 1983.
de reconocerlas o ajustarlas. En el capítulo tercero expondré
sus escritos como una serie de rompecabezas en los que se
abordan, revelan y ocultan los problemas centrales de la fi­
losofía y la vida social occidentales. Su obra resulta paradó­
jica porque culmina y defiende las principales tendencias
del pensamiento ilustrado, en especial su individualismo,
empirismo y racionalismo. No obstante, sus teorías socavan
al mismo tiempo los aspectos epistemológicos y psicológi­
cos del pensamiento ilustrado que intenta rescatar.
Su obra también revela algunas de las fuentes externas e
internas de las relaciones de dominio, en especial las origi­
nadas en el «romance familiar»: sexualidad, género y las
tensiones entre hombres y mujeres, deseo, convenciones
culturales y las demandas del orden social. Al mismo tiem­
po, esta revelación opera en parte para ocultar algunas fuen­
tes de dominio con mayor profundidad, en particular las que
apoyan y se arraigan en relaciones de género asimétricas.
Sin un reconocimiento pleno y la investigación de las anti­
nomias y ambivalencias freudianas, nos arriesgamos a en­
trar en —y repetir— la serie de desplazamientos, contradic­
ciones y represiones que caracterizan su obra cuando mu­
cho como una ruptura radical con el pasado.
Sin duda, es lo que ha pasado en el desarrollo posterior
de la teoría psicoanalítica. Los teóricos posfreudianos sue­
len estar más «aprisionados por el sexo» que Freud. Aunque
las teorías de éste estén flageladas por ambivalencia y anti­
nomias, también proporcionan algunas herramientas para
recobrar el terreno perdido o reprimido en ellas. Trató de su­
ministrar lo mejor que pudo una descripción del desarrollo
psicológico como un proceso, a la vez, corporal, intrapsí-
quico, interpersonal y socio-histórico. Esto es precisamente
lo que me resulta más atrayente y convincente de su obra.
Sin embargo, los escritores psicoanalistas que le siguieron
tendieron a dividir mente y cuerpo, naturaleza y cultura, yo
y otro, razón y sinrazón, masculino y femenino en dualis­
mos irreconciliables, naturalistas o esencialistas. Pero Freud
no siempre se lució. Existen muchos dualismos importantes
en sus teorías: cultura contra naturaleza, el yo contra el otro,
edípico contra preedípico, teoría del impulso (economía de
la libido) contra teoría de las relaciones de objeto, mente
contra cuerpo y analista contra paciente.
Gran parte del carácter o incluso de la existencia de es­
tas divisiones se origina en las relaciones de género y las an­
gustias que producían en Freud. Las relaciones de género
continúan teniendo una importante influencia inconsciente
en la estructura y el contenido de la teoría psicoanalítica
posfreudiana. Esta influencia impregna el psicoanálisis la-
caniano y el de las relaciones de objeto, dos formas contem­
poráneas de la teoría psicoanalítica especialmente impor­
tantes. Mucho del material reprimido en el psicoanálisis tra­
ta del poder de la madre en la vida real y fantástica de los
niños (y de los niños en los adultos) y el miedo a la sexuali­
dad femenina y la autonomía (potencial) de las mujeres.
Parte de lo que se ha perdido en el psicoanálisis es una con­
ciencia feminista del poder del género en nuestras vidas so­
ciales e intrafísicas y en nuestras teorías sobre ellas.
Freud se ocupa de este material sobre todo mediante el
desplazamiento y la negación. Desplaza y reduce los temo­
res preedípicos de aniquilación del yo transformándolos en
edípicos (castración). Evade la posición central de la rela­
ción madre-hijo preedípica insistiendo en que la lucha edí-
pica es el acontecimiento crucial en la historia de la vida de
un individuo y una cultura en su conjunto. Desecha la posi­
bilidad de toda relación real entre yo y madre/otro poniendo
el narcisismo primario como el estado humano natural y al
niño como un organismo gobernado por el impulso y no
como un organismo que busca un objeto.
El psicoanálisis contemporáneo postula opiniones dia­
metralmente opuestas sobre la relación entre el yo y el oteo.
A pesar de lo opuestos que parezcan ser los planteamientos
de Lacan y los teóricos de las relaciones de objeto, compar­
ten una dificultad común3. Estos hijos de Freud heredan sus

3 Las obras de Jacques Lacan incluyen Speech and La.ngua.ge in


Psychoanalysis, trad. de Anthony Wilden, Baltimore, Johns Hopkins
University Press, 1968; The Four Fundamental Concepto o f Psychoa-
angustias acerca del poder de las madres, las mujeres y la se­
xualidad femenina. Lacan y muchos otros niegan que sea po­
sible cualquier relación genuina entre dos yos. Su obra es im­
portante para psicoanalistas y feministas porque, a diferencia
de los psicólogos del yo que una vez dominaron en Estados
Unidos, resalta las cualidades inherentemente ajenas y no so­
ciales del deseo. Sin embargo, está tan acobardado por su des­
cubrimiento del deseo de la madre/otro, que da como resulta­
do la aniquilación (teórica) del yo. Para él, el yo no puede te­
ner una existencia «real» debido precisamente a que llega a
existir en y mediante el deseo de la madre/otro. El deseo del
otro acarrea la pérdida y permanente alienación del yo. Así,
sólo invierte la teoría freudiana del narcisismo primario. En la
teoría lacaniana no hay más que otros, nunca un yo; hasta el
yo es un otro para sí mismo. El análisis no puede ir más allá
de confrontar al paciente con su extrañamiento ontológico.
En contraste, los teóricos de las relaciones de objeto
creen que es posible ser un yo «verdadero», pero sólo me­
diante una relación con una madre «lo bastante buena» que
existe para el niño y en la teoría como un objeto. La teoría
de las relaciones de objeto también es importante para el de­
sarrollo del psicoanálisis, el feminismo y la filosofía, en es­
pecial por el énfasis que otorga a las relaciones preedípicas
(madre-hijo) en la formación de un yo y al juego como
fílente de conocimiento. Por último, esta forma de la teoría
psicoanalítica es mucho más compatible con los proyectos
feministas y posmodemos que la obra de Lacan. Sin embar­
go, a pesar de la posición central del concepto de reciproci­
dad en la teoría de las relaciones de objeto, la madre nunca

nafysis, Nueva York, W. W. Norton, 1973 [trad. esp.: Los cuatro concep­
tosfundamentales del psicoanálisis, Barcelona, Paidós, 1987]; Écrits: A
Selection, Nueva York, W. W. Norton, 1977; y Feminine Sexuality, ed. de
Juliet Mitchell y Jacqueline Rose, Nueva York, W. W. Norton, 1985. En­
tre los teóricos de las relaciones de objeto se incluyen D. W. Winnicott,
The Maturational Processes and the Facilitating Ermronment, Nueva
York, International Universities Press, 1965; y Michael Balint, The Ba­
sic Fault, Nueva York, Brunnel/Mazel, 1979 [trad. esp.: Lafalta básica:
Aspectos terapéuticos de la regresión, Barcelona, Paidós, 1993].
aparece como una persona compleja por derecho propio,
con sus propios procesos que no son sólo isomórficos a los
del niño. Además, no resulta tan acorde con el surgimiento
del niño como objeto que busca, la desaparición en esta teo­
ría de muchas formas de deseo, sexualidad y encamación,
tanto en la madre como en el niño.
En su obra clínica, Freud se enfrenta a la necesidad de
conceptos sobre la subjetividad que puedan hacer justicia a
un yo que de forma simultánea está encamado, es social, de­
sea, es autónomo y está interrelacionado con los otros. Sin
embargo, ni él ni los teóricos del psicoanálisis que le han se­
guido han sido capaces de desarrollarlos. El psicoanálisis
contemporáneo nos presenta objetos sin deseos o deseos sin
objetos relacionados. Estos fracasos continuados dentro de
la teoría psicoanalítica radican en parte en sus desviaciones
y ceguera en cuanto al género. Igualmente importante, de
las confusiones persistentes en el psicoanálisis acerca de los
criterios sobre el conocimiento y la posición que ocupa o las
pretensiones de verdad producidas en —y mediante— la si­
tuación analítica, surgen barreras que impiden que las teo­
rías sobre la subjetividad resulten adecuadas. La influencia
continua de las filosofías del conocimiento ilustradas
—como el empirismo— ha hecho difícil que los psicoana­
listas generen epistemologías más apropiadas para el ejerci­
cio de su profesión. Los efectos oscurecedores del empiris­
mo y el género han dificultado que entendieran o usaran
plenamente la riqueza del material clínico y las complejida­
des de la relación entre paciente y analista. Las percepcio­
nes de las teorías feminista y posmodema puede contribuir
a un análisis mejor de estos impedimentos.

P ensamiento de transición 2: la teoría feminista

¿Tienes alguna noción de cuántos libros sobre las muje­


res se han escrito en el curso de un año? ¿Tienes alguna
noción de cuántos han sido escritos por hombres? ¿Te
das cuenta de que quizás seas el animal más discutido del
universo? [...] ¿Cómo podré encontrar los granos de ver­
dad incrustados en toda esta masa de papel?, me pregun­
té a mí misma y sin esperanzas comencé a recorrer de
arriba abajo la larga lista de títulos. [...] Era un fenómeno
de lo más extraño y en apariencias — aquí consulté la le­
tra M— limitado al sexo masculino. Las mujeres no es­
criben libros sobre los hombres, hecho que no pude evi­
tar recibir con alivio, porque si tenía que leer primero
todo lo que los hombres habían escrito acerca de las mu­
jeres, luego todo lo que las mujeres habían escrito acerca
de los hombres, el áloe que florece cada cien años lo ha­
ría dos veces antes de que pudiera ponerme a escribir.

V irginia W oolf,
Una habitación propia
La teoría feminista se está desarrollando con rapidez. En
realidad, no es siquiera una disciplina, si ésta se define
como un ámbito delimitado de discurso intelectual en el que
existe un consenso general entre quienes lo ejercen en cuan­
to al tema que la ocupa, la metodología apropiada y los re­
sultados deseables. Existe una viva controversia entre las
personas que se identifican como teóricas feministas sobre
cada uno de estos componentes4.
4 Una muestra representativa de las teorías feministas recientes in­
cluirían Barbara Smith (ed.), Home Girls: A Black Feminist Anthology,
Nueva York, Women of Color Press, 1983; Cherrie Moraga y Gloria
Anzaldua (eds.), This Bridge Called My Back, Watertown, Mass., Per-
sephone Press, 1981; Elizabeth Able, Manarme Hirsch y Elizabeth
Langland, The Voyage In: Fictions o f Female Development, Hannover,
N. H. y Londres, University Press of New England, 1983; Zillah R. Ei-
senstein (ed.), Capitalist Patriarchy and the Case for Socialist Femi­
nism, Nueva York, Monthly Review Press, 1979; Hunter College Wo-
men’s Studies Collective, Women ’s Realities, Women ’s Choices, Nueva
York, Oxford University Press, 1983; Sherry B. Ortner y Harriet Whi-
tehead (eds.), Sexual Meanings: The Cultural Construction o f Gender
and Sexuality, Nueva York, Cambridge University Press, 1981; Nancy
C. M. Hartsock, Money, Sex and Power, Nueva York, Longman, 1983;
Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon Thompson (eds.), The Powers
o f Desire: The Politics o f Sexuality, Nueva York, Monthly Review
Pressm 1983; Sandra Harding y Merill B. Hintikka (eds.), Discovering
Reality: Feminist Perspectives on Epistemiology, Metaphysics, Metho-
Sin embargo, es posible identificar metas y propósitos
subyacentes y objetivos conformadores en la teorización fe­
minista. Una meta fundamental es analizar el género: cómo
se constituye y experimenta y qué pensamos o —igualmen­
te importante— no pensamos de él. Su estudio incluye
—pero no se limita a— lo que a menudo se consideran te­
mas feministas característicos: la situación de las mujeres y
el análisis del dominio masculino (o patriarcado). La sensi­
bilidad feminista hacia los efectos del género ha comenzado
a transformar de modo radical los planteamientos acerca del
yo, el conocimiento y el poder. Debido a que en las socieda­
des occidentales contemporáneas las relaciones de género
han sido de dominio, las teorías feministas presentan aspec­
tos compensatorios y críticos. Sus teóricas recobran y ex­
ploran los aspectos de las sociedades que han sido suprimi­
dos, no expresados o negados dentro de los puntos de vista
masculinos dominantes. Las historias de las mujeres y nues­
tras actividades tienen que escribirse dentro de las explica­
ciones y la autocomprensión de culturas enteras.
En este proceso, sin embargo, nuestra autocomprensión
cambia. Las teóricas feministas demandan una nueva cali­
bración de los valores, un replanteamiento de nuestras ideas
sobre lo que es justo, excelente, digno de elogio, moral, y así
sucesivamente. Como vivimos en sociedades en las que los
hombres tienen más poder que las mujeres, tiene sentido
asumir que se consideren más dignas de alabanza las cuali­
dades asociadas a ellos y que el «elogio» al estereotipo fe­
menino se utilice en realidad como un medio para mantener
a las mujeres en sus lugares separados y desiguales. Por

dology and Philosophy o f Science, Boston, D. Reidel, 1983; Alison M.


Jagger, Feminist Politics and Human Nature, Totowa, N.J., Rowman &
Allanheld, 1983; Elaine Marks e Isabelle de Courtivron, New French
Feminisms, Nueva York, Schocken Books, 1981; Joice Trebilcot (ed.),
Mothering: Essays in Feminist Theory, Totowa, N.J., Rowman & Allan­
held, 1984; Alice Jardine, Gynesis: Configurations ofWoman and Mo-
demity, Ithaca, N.J., Comell University Press, 1985; Carol Gilligan, In
a Different Voice, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1982.
ello, las teóricas feministas ofrecen teorías normativas y crí­
ticas que cumplen con la antigua responsabilidad del filóso­
fo de expresar las visiones de justicia y bien. Tales visiones,
quizás paradójicamente para un modo de pensamiento mo­
derno, deben ser prácticas; han de responder a una cuestión
central en la vida humana: ¿cómo hemos de vivir?
Aunque las teóricas feministas compartan un objeto de
investigación común (el género), no existe consenso sobre
las respuestas a cuestiones que surgen una vez que el géne­
ro se vuelve problemático y necesita explicación. Entre és­
tas, se incluyen las siguientes: ¿qué es el género?, ¿cómo se
relaciona con las diferencias anatómicas sexuales?, ¿como
se constituye y mantiene en la vida de una persona y, de for­
ma más general, como una experiencia social a lo largo del
tiempo?, ¿cómo se conecta con otros tipos de relaciones so­
ciales, como clase o raza?, ¿tiene una historia o muchas?,
¿qué hace que cambie a lo largo del tiempo? ¿cuáles son las
relaciones entre género, sexualidad y sentimiento de identi­
dad individual?, ¿cuáles son las relaciones entre heterose-
xualidad, homosexualidad y género?, ¿hay sólo dos géne­
ros?, ¿cuáles son las relaciones entre las formas de dominio
masculino y el género?, ¿puede «mermar» o «mermaría» el
género en sociedades igualitarias?, ¿existe algo «masculi­
no» o «femenino» diferenciado en los modos de pensamien­
to y de relaciones sociales? Si es así, ¿son estas diferencias
innatas o las constituye la sociedad? ¿Son útiles o necesarias
las distinciones de género desde la perspectiva social? En
caso afirmativo, ¿cuáles son las consecuencias para la meta
feminista de obtener «justicia de género»? ¿Cuáles son los
determinantes importantes de las diferencias entre hombres
y entre mujeres, así como entre hombres y mujeres? ¿Hasta
qué punto nuestros conceptos actuales de «objetividad»,
ciencia y conocimiento están limitados por el género o son
parciales? ¿Hay ahora o podría haber métodos de investiga­
ción o teorías sociales que frieran neutrales en cuanto al gé­
nero? ¿Cuáles serían?
Al enfrentamos con semejante conjunto de cuestiones
desconcertantes, es fácil que pasemos por alto la transfor­
mación fundamental que ha ocurrido en la teoría social, al
menos entre la gente que tiene en cuenta las teorías feminis­
tas. El avance y resultado más importante de las teorías y
prácticas feministas es que la existencia del género se ha
convertido en un problema. Como en el desarrollo de cual­
quier nuevo tipo de saber, una de las dificultades más gran­
des es hacer que lo conocido resulte extraño y necesite ex­
plicación. Ahora el género parece ser una fuerza poderosa
que casi lo invade todo en la organización de muchas socie­
dades, en los modos de pensamiento y en la constitución de
cada persona, masculina y femenina. Las teóricas feminis­
tas introdujeron el concepto de «sistema de géneros» para
centrar la atención de los investigadores en aspectos de gé­
nero que incluían estos dos: el género se construye social­
mente y se vuelve un factor independiente y determinante
en la organización de la sociedad.
Su aparente naturalidad se deriva al menos de tres fuen­
tes: la existencia de condiciones sociales que ya no se dan o
están en rápida transición, la existencia de dominio mascu­
lino y la identidad no examinada antes entre género y dife­
rencias sexuales anatómicas. Expondré cada una de estas
fuentes con mayor detalle en el capítulo quinto.

Condiciones sociales
El surgimiento de las teorías feministas fue posible al
menos en parte por la reaparición de los movimientos femi­
nistas a finales de los años sesenta, que se originaron por
—y contribuyeron a— la aparición de culturas de transición
en Estados Unidos y otros lugares. En estas culturas ha ha­
bido transformaciones radicales en la experiencia social, de
tal modo que han dejado de funcionar las categorías de sig­
nificado social y explicación que antes se compartían am­
pliamente. Desde la perspectiva de una feminista norteame­
ricana, las transformaciones importantes incluyen cambios
en la estructura de la economía, la familia, el lugar de Esta­
dos Unidos en el sistema mundial, la intensificación de la
«crisis de legitimación» (la autoridad en declive de las insti­
tuciones sociales antes poderosas) y el surgimiento de gru­
pos políticos con ideas y demandas cada vez más divergen­
tes acerca de la justicia, la igualdad, la legislación social y
los papeles propios del estado. En un universo «descentra­
do» e inestable como ése, parece aceptable cuestionarse
hasta las facetas aparentemente más naturales de la existen­
cia humana, como el género. Este mismo cuestionamiento
produce más conflicto debido a que la inestabilidad cultural
también hace más atractivos los antiguos modos de relacio­
nes sociales. La nueva derecha y los políticos conservadores
como Ronald Reagan invocan y reflejan un deseo de volver
atrás a un tiempo en el que la gente de color, las mujeres y
los países estaban en el lugar «apropiado». Las relaciones
de género pueden convertirse en un foro en el que la gente
intente defenderse contra la angustia de vivir en culturas de
transición.

Dominio masculino
La misma existencia del dominio masculino ha oscure­
cido la naturaleza problemática de las relaciones de género.
Los hombres, como grupo relativamente privilegiado, aun­
que con diferencias internas, tienen menos que ganar al
cuestionar la arbitrariedad y los aspectos injustos de las re­
laciones de género. Se benefician de estas desigualdades de
muchos modos. En la cultura occidental, como en muchas
otras, el género es una división diferenciada y asimétrica, y
una atribución de rasgos y capacidades humanas. Mediante
las relaciones de género se crean dos tipos de personas:
masculinas y femeninas, cada una situada como una catego­
ría excluyente. Sólo se puede ser un género, raramente el
otro o ambos. El contenido real de ser masculino o femeni­
na y la rigidez de las categorías son muy variables a lo largo
de culturas y del tiempo. También existen diferencias muy
importantes en una sociedad determinada entre las mujeres
(y entre los hombres). No obstante, hasta donde hemos sido
capaces de comprender las relaciones de género, han sido
(más o menos) de dominio. Es decir, la organización de los
sistemas de género ha sido (más) definida y controlada (de
forma imperfecta) por una de sus partes interrelacionadas:
la masculina. Por ello, las feministas insisten en que el con­
cepto de poder puede extenderse para incluir y explicar las
relaciones de género asimétricas.
El dominio masculino existe en todo sistema en que los
hombres como grupo oprimen a las mujeres como grupo,
aunque pueda haber jerarquías entre ellos (y las mujeres).
Resulta típico en las sociedades de dominio masculino que
los hombres tengan más acceso y controlen los recursos y
las actividades sociales más valoradas y estimadas (por
ejemplo, en una sociedad religiosa, los hombres serán los
sacerdotes y las mujeres serán excluidas de las funciones re­
ligiosas más importantes o consideradas contaminadas para
ellas). El dominio masculino tiene bases materiales en la
violencia de los hombres contra las mujeres (por ejemplo, la
violación) y en su control de la fuerza laboral, la sexualidad
y la capacidad reproductora femeninas. También tiene una
base psicodinámica como defensa contra la madre infantil y,
el miedo de los hombres hacia las mujeres. El dominio mas­
culino ha asumido muchas formas diferentes durante la his­
toria; se ha ejercido (y sigue ejerciéndose) contra mujeres
diferentes de modos variados, pero continúa siendo una
fuerza dinámica en la actualidad. Ninguna explicación de
una sociedad puede ser adecuada si carece de un análisis su­
til y particularizado de las relaciones de género.
Esta relación de dominio y la existencia del género
como un sistema construido socialmente se ha ocultado de
muchos modos, entre los que se incluye definir a las muje­
res como un «interrogante» o el «sexo» o el «otro» y a los
hombres como el universal o al menos «el ser de la especie»
sin género. En una amplia variedad de culturas y discursos,
los hombres tienden a ser considerados libres de género o
no determinados por él. En el mundo académico contempo­
ráneo, por ejemplo, los investigadores masculinos no se
preocupan acerca de que el hecho de ser un hombre o estu­
diar a los hombres pueda conllevar una parcialidad de géne­
ro, pero se da por sentado de las teorías feministas, por su
misma asociación con las mujeres, que son políticas (no
eruditas) o triviales (no algo en lo que se tenga que trabajar
para comprender por qué la gente tiene ese género preciso).
Muy rara vez ha habido investigadores masculinos que estu­
diaran de forma consciente la «psicología de los hombres»
o la historia de los «hombres», o que hayan considerado la
posibilidad de que lo que sienten los hombres sobre las mu­
jeres y su propia identidad de género pueda afectar cual­
quier aspecto de su pensamiento y actuación en el mundo.
Esta negación de hallarse en sistemas de género y la deter­
minación que conlleva tiene también consecuencias prácti­
cas. Los investigadores masculinos tienden a no leer teorías
feministas ni a pensar en las posibles implicaciones para su
propio trabajo. Se deja a las mujeres la responsabilidad de
pensar sobre el género, pero, porque lo hacemos, ese traba­
jo se devalúa o segrega de la «corriente principal» de la vida
intelectual. Esa devaluación y segregación están presentes
en los discursos psicoanalíticos y posmodemos.

Confusiones de categorías
Otra barrera para nuestra comprensión de las relaciones
de género ha sido su equiparación con «sexo». En este con­
texto, sexo significa las diferencias anatómicas entre mascu­
lino y femenino. Estas diferencias anatómicas parecen per­
tenecer a la clase de «hechos naturales» o a la «biología».
A su vez, la biología se equipara con lo presocial, no social
o natural. Entonces, el género parece estar constituido por
dos términos contrarios o tipos diferentes de seres: masculi­
no y femenino. Puesto que parecen ser tipos de seres opues­
tos o diferentes en lo fundamental, tendemos a no pensar
que el género sea una relación social. Atribuimos «diferen­
cia» a la posesión individual de cualidades distintas. Se con­
sidera el género como un atributo «natural» del «yo». No lo
vemos como una consecuencia y un síntoma de culturas
particulares, históricas y construidas por la sociedad. Ade­
más, sacamos conclusiones morales y políticas de esta dis­
tribución de propiedades naturales. Si el género forma parte
tan natural e intrínseca de nosotros como los genitales con
que nacemos, sería necio o incluso peligroso intentar cam­
biar las convenciones al respecto o no tenerlas en cuenta
como límites prefijados a las actividades humanas.
¿O no sería tan necio? Después de todo, ¿qué es lo natu­
ral en el contexto del mundo humano? Podríamos conside­
rar muchos aspectos de nuestra encamación o biología
como límites prefijados a la acción humana, pero la medici­
na y la ciencia occidentales no dudan en desafiarlos. Por
ejemplo, pocos occidentales se negarían a ser vacunados
contra enfermedades a las que nuestros cuerpos son sensi­
bles por naturaleza, aunque en algunas culturas tales accio­
nes se considerarían violaciones del orden natural.
Como han señalado Weber y otros, la ciencia occidental
tiende a «desencantar» el mundo natural5. De forma cre­
ciente, lo natural deja de existir como opuesto a lo «cultu­
ral» o social. La naturaleza se convierte en el objeto y pro­
ducto de la acción humana; pierde su existencia indepen­
diente para nosotros. Resulta irónico que cuanto más se
extiende ese desencantamiento, más seres humanos parecen
necesitar algo que quede fiiera de sus poderes de transfor­
mación. Hasta logros recientes en la medicina como las
operaciones de «cambio de sexo», uno de esos ámbitos pa­
recían ser las diferencias anatómicas entre hombres y muje­
res. Así, con el fin de «salvar» a la naturaleza de nosotros
mismos, equiparamos sexo, biología, naturaleza y género, y
los contraponemos a lo cultural, social y humano.
Entonces los conceptos de género se convierten en una
metáfora compleja de la ambivalencia de la acción humana
en el mundo natural y como parte de él. Pero, a su vez, el
uso del género como una metáfora para esa ambivalencia

5 Max Weber, «Science as a Vocation», en From Max Weber, ed.


H. H. Gerth y C. Wright Mills, Nueva York, Oxford University Press,
1958.
bloquea la posibilidad de que se siga investigando sobre él,
pues la articulación social de esas ecuaciones no se hace en
realidad de la forma que expresé antes, sino más bien así:
sexo, biología, naturaleza y mujeres; cultural, social y mas­
culino. En el Occidente contemporáneo, a veces se conside­
ra a las mujeres como el último refugio no sólo del mundo
«despiadado», sino también del cada vez más mecanizado y
falsificado. Hasta los discursos posmodemos están marca­
dos por metáforas contradictorias y ambivalentes sobre el
género y la naturaleza. Lo que permanece enmascarado en
muchos modos de pensamiento es la posibilidad de que
nuestros conceptos de biología y naturaleza se originen en
relaciones sociales; que no reflejen sólo una estructura de la
realidad (o lenguaje) preestablecida. Para entender el género
como una relación social, las teóricas feministas han comen­
zado por deconstruir los significados que unimos a biología,
sexo, género y naturaleza . Estos esfuerzos por deconstruir
y sus resultados hasta ahora ambiguos y contradictorios se
expondrán con mayor detalle en el capítulo quinto.

R econsideraciones del género

Una vez que al fin hemos comenzado a identificar estas


barreras de nuestro planteamiento del género, podemos
considerar que al menos tiene tres dimensiones. En primer
lugar, es una relación social independiente y autónoma de
otras, como raza y posición económica, pero que al mismo
tiempo la moldean. Es una forma de poder y afecta nuestras
teorías y prácticas de justicia. En segundo lugar, es una ca­
tegoría de pensamiento, es decir, el género limita o hace
parcial de forma sutil o abierta el pensamiento. Así, los con­
ceptos tradicionales de la epistemología deben transformar­

6 Véase la obra de Evelyn Fox Keller sobre el caracter de género de


nuestras consideraciones sobre el «mundo natural», especialmente su
ensayo «Gender and Science», reimpreso en Harding e Hintikka, Dis-
covering Reality, y «Cognitive Repression in Physics», American Jour­
nal ofPhysics, 47 (1979), págs. 718-721.
se para incluir el análisis de los efectos del género sobre el
pensamiento. Si no investigamos activamente los efectos del
género sobre la sociedad y lo que pensamos de ella, nuestro
conocimiento (sobre el saber y las sociedades) será inade­
cuado. Toda cultura construye ideas sobre el género y, a su
vez, estas ideas ayudan a estructurar y organizar todas las
demás formas de pensamiento y también de práctica, con
frecuencia de modos sorprendentes e inesperados. Por
ejemplo, el género ayuda a estructurar nuestras ideas acer­
ca de la naturaleza y la ciencia, lo público y lo privado, lo
racional y lo irracional. En tercer lugar, el género es un ele­
mento constituyente central en el sentido del yo de cada per­
sona y en la idea de una cultura de lo que significa ser per­
sona. Por ello, las explicaciones adecuadas de la subjetivi­
dad tendrían que incluir investigación acerca de los efectos
del género sobre su constitución y expresión, y sobre nues­
tros conceptos de la «individualidad». Cada cultura identifi­
ca y clasifica de forma algo diferente una escala posible de
atributos y actividades humanas, y asigna unos a un grupo y
otros a otro. Esta clasificación se justifica, entre otras cosas,
por el concepto de género. También puede haber diferencias
basadas en el género en el modo en que se forman, experi­
mentan y mantienen relaciones íntimas con los demás o en
la forma de resolver los conflictos entre las demandas en
competencia del trabajo y la vida familiar. Estas diferencias
no sólo reflejan la influencia de los «papeles sexuales» de­
finidos externamente, sino que evocan y dependen de senti­
mientos que forman parte de la misma fibra del yo. De aquí
que tales sentimientos no sean muy accesibles a nuestra
conciencia racional, aunque puedan ejercer una poderosa
influencia en lo que hacemos.

L as teorías feministas y el oscurecedor « enigma del sexo »

Las teóricas feministas han logrado un progreso formi­


dable en los últimos quince años, pero no están exentas de
los efectos oscurecedores del género sobre su planteamien­
to acerca del yo, el conocimiento, las relaciones sociales y
los sistemas de géneros. Para entender las promesas y limi­
taciones de las teorías feministas, así como su objeto par­
ticular —el género—, debemos situarlas dentro de los con­
textos experimentales y filosóficos más amplios de los que
forman parte y a los que critican. Para seguir progresando,
necesitamos entablar diálogos con los «otros» para aumen­
tar nuestra autoconsciencia, facilitar la recuperación del ma­
terial reprimido dentro de nuestra teoría y mejorar nuestra
complejidad teórica y metodológica. Precisamente poique
los hombres tienen diferentes clases de experiencias limita­
das por el género, los «discursos masculinos» leídos por
sensibilidades femeninas pueden ofrecer importantes per­
cepciones sobre aspectos del género que nuestras experien­
cias femeninas nos impiden ver.
Tanto el psicoanálisis como el posmodemismo tienen
mucho que aportar a los discursos feministas. Las teorías
psicoanalíticas sobre la constitución de la feminidad pueden
aumentar nuestra conciencia de las distorsiones y represio­
nes basadas en el género que se dan dentro de las teorías fe­
ministas. Las filosofías posmodemas pueden hacemos más
críticas acerca de nuestras presuposiciones epistemológicas.
Las teorías feministas no pueden estar exentas de las críticas
implícitas o explícitas de unlversalizar sus pretensiones de
conocimiento efectuadas por los teóricos del psicoanálisis o
el posmodemismo. No pueden ser, ni cabe esperar que sean,
un equivalente feminista de una «ciencia» marxista o empi-
rista falsamente universalizadora. Todo punto de partida fe­
minista será parcial por necesidad y en cierto modo refleja­
rá sólo nuestra incrustación en relaciones de género preexis­
tentes. Toda persona que trate de pensar desde el punto de
vista de las mujeres puede iluminar algunos aspectos de la
sociedad que han sido suprimidos en el planteamiento do­
minante. Pero ninguna de nosotras puede hablar por la «mu­
jer» porque tal persona no existe nada más que dentro de un
conjunto específico de relaciones que ya son de género:
para el «hombre» y para muchas mujeres concretas y dife­
rentes.
Además, entre las importantes lecciones que las teóricas
feministas pueden aprender de las filosofías posmodemas,
está la de prestar atención a las interconexiones existentes
entre las pretensiones de conocimiento, en especial de cono­
cimiento absoluto o «neutral», y el poder. Nuestra búsqueda
de un «punto de Arquímedes» puede ocultar y oscurecer
nuestro enredo en una «formación discursiva» o episteme,
en la que las pretensiones de verdad pueden tomar algunas
formas y no otras7. Tal enredo conlleva consecuencias polí­
ticas y epistemológicas. Toda episteme requiere la supresión
de discursos que difieran del dominante o amenacen con so­
cavar su autoridad. Por ello, la búsqueda dentro de las teo­
rías feministas de un «tema definidor del conjunto» o «un
punto de vista feminista» puede requerir la supresión de vo­
ces importantes y perturbadoras de personas con experien­
cias distintas a las propias. Puede ser una condición necesa­
ria para la aparente autoridad, coherencia y universalidad de
nuestras creencias o experiencias propias.
La misma búsqueda de una causa o «raíz» de las rela­
ciones de género o, más específicamente, de la dominación
masculina, puede reflejar de manera parcial un modo de
pensamiento que se basa en formas particulares de género u
otras relaciones en las que está presente la dominación. Qui­
zás la «realidad» pueda tener «una» estructura sólo desde la
perspectiva falsamente universalizadora del grupo domi­
nante. Quizás sólo en la medida en que una persona o gru­
po pueda dominar el conjunto, pueda parecer que la «reali-
. dad» está gobernada por un conjunto de reglas, estar consti­
tuida por un conjunto privilegiado de relaciones sociales o
ser contada por un «relato». En la construcción de las teo­
rías, si se siguen criterios de mezquindad o simplicidad,
puede llegarse a la supresión o negación de las experiencias
del otro (o los otros). Preferir tales criterios también puede
reflejar un deseo de mantener fuera a los demás.

7 Sobre el problema del punto de Arquímedes, véase Myra Jehlen,


«Archimedes and the Paradox of Feminist Criticism», Signs, 6, núm. 4
(verano de 1981), págs. 575-601.
El posmodemo sería quien, en lo moderno, propone
lo impresentable en la presentación; quien se niega el
disfrute de las buenas formas, el consenso de un gusto
que haría posible compartir colectivamente la nostalgia
de lo inalcanzable, quien busca nuevas presentaciones,
no para disfrutarlas, sino para comunicar un sentido más
fuerte de lo impresentable. Un artista o escritor posmo­
derno está en la posición de un filósofo: el texto que es­
cribe, la obra que produce no están gobernados en prin­
cipio por las reglas preestablecidas y no pueden ser juz­
gados según un juicio determinado, aplicando categorías
conocidas al texto o la obra. Por tanto, el artista y el es­
critor trabajan sin reglas para formular las de lo que ha­
brá de hacerse. Por ello, la obra y el texto tienen los ca­
racteres de un hecho [...].
Por último, debe quedar claro que no nos correspon­
de aportar realidad, sino inventar alusiones de lo conce­
bible que no puede ser presentado. Y no debe esperarse
que esta tarea logre la reconciliación final entre juegos
de lenguaje (que, bajo el nombre de facultades, Kant sa­
bía que estaban separados por un abismo) y que sólo la
ilusión transcendental (la de Hegel) puede esperar totali­
zarse en una unidad real. Pero Kant también sabía que el
precio que había que pagar por tal ilusión es el terror. Los
siglos xix y xx nos han proporcionado más terror del que
podemos tomar. Hemos pagado un precio suficiente­
mente elevado por la nostalgia del todo y el uno, por la
reconciliación del concepto y lo sensible, de lo transpa­
rente y la experiencia comunicable. Bajo la demanda ge­
neral de relajación y aplacamiento, podemos oír los mur­
mullos del deseo de un retomo del terror, de la realiza­
ción de la fantasía de apoderarse de la realidad. La
respuesta es: hagamos la guerra a la totalidad; seamos
testigos de lo impresentable; activemos las diferencias y
salvemos el honor del nombre.

J ean-F rancois Lyotard,


La condición posmodema
Las filosofías del conocimiento posmodemas pueden
contribuir a un entendimiento más preciso y autocrítico de
nuestra teorización y las intenciones que se encuentran bajo
ella. Los filósofos posmodemos, Foucault en especial, tam­
bién ofrecen un replanteamiento radical de los significados y
el funcionamiento del poder, particularmente apropiado para
los estados de transición. Sin embargo, los discursos posmo­
demos resultan deficientes en el tratamiento de los temas del
género y del yo, y también presentan ausencias importantes
en sus discusiones sobre el poder y el conocimiento. Como la
teoría feminista, la filosofía posmodema no es un campo uni­
ficado y homogéneo. Las personas y discursos asociados con
el posmodemismo incluyen a Nietzsche, Foucault, Derrida,
Deleuze, Guattari, Lyotard, Rorty, Cavell, Barthes, la semió­
tica, la deconstrucción, el psicoanálisis, la arqueología, la ge­
nealogía y el nihilismo8. Los posmodemos comparten cuan­
8 Entre las obras más influyentes se encuentran las de Friedrich
Nietzsche, Beyond Good and Evil (Nueva York, Vintage, 1966; [trad.
esp.: Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 1993]) y The Will o f
Power, Nueva York, Vintage, 1968 [trad. esp.: La voluntad de poderío,
Madrid, EDAF, 1981]; Michel Foucault, Power/Knowledge: Selected In­
terviews and Other Writtings 1972-1977, ed. de Colin Gordon, Nueva
York, Pantheon, 1980 [trad. esp.: Un diálogo sobre el poder y otras
conversaciones, Madrid, Alianza, 1988], y Language, Counter-Memory,
Pmctice, ed. de Donald F. Bouchard, Ithaca, N.Y., Comell University
Press, 1980; Jacques Derrida, Marges de la philosophie, París, Editions
de Minuit, 1972, y Writing and Difference, trad. de Alan Bass, Chicago,
University of Chicago Press, 1978; Giles Deleuze y Félix Guattari, On the
Line, Nueva York, Semiotext[e], 1983, y Anti-Oedipus: Capitalism and
Schizophrenia, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1983 [trad.
esp.: El antiedipo: capitalismo y esquizofrenia, Barcelona, Paidós, 1985];
Stanley Cavell, The Claim o f Reason, Nueva York, Oxford University
Press, 1979; Roland Barthes, S/Z, trad. de Mattew Ward y Richard Ho-
ward, Nueva York, Hill & Wang, 1983. Ya existe una extensa y creciente
literatura sobre el posmodemismo. Entre las obras que me han parecido
más útiles se encuentran la de Terence Hawkes, Structuralism and Semio-
tics, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1977; Her-
bert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault: Beyond Structuralism
and Hermeneutics, Chicago, University of Chicago Press, 1982; Harvey
West (ed.), The Idea o f the Post-Modem, Seattle, Henry Art Galery, Uni­
versity of Washington, 1981; Quentin Skinner (ed.), The Retum o f Grand
do menos un objeto de ataque común —la Ilustración—,
pero lo abordan desde puntos de vista muy diferentes y lo
acomenten con varios métodos y por motivos diversos.
A pesar de sus muchas diferencias, estos discursos son
todos «deconstructivos»; tratan de distanciamos y hacer­
nos escépticos ante ideas concernientes a la verdad, el co­
nocimiento, el poder, la historia, el yo y el lenguaje, que
con frecuencia se dan por sentadas en la cultura occidental
contemporánea y sirven para legitimarla. Según los pos-
modernos, muchas de estas ideas que aún predominan se
derivan de un conjunto determinado de hipótesis filosófi­
cas y políticas característico del pensamiento occidental al
menos desde la Ilustración. Por ello, tratan de desplazar la
metanarrativa ilustrada mediante una variedad de estrate­
gias retóricas. Como creen que la filosofía ocupa una posi­
ción de constitución y legitimación dentro de esta metana­
rrativa, se deduce que su deconstrucción es responsabili­
dad de los posmodemos (al menos en cuanto filósofos) y
su contribución más destacada a la cultura occidental con­
temporánea. Para llevar a cabo esta deconstrucción, cons­
truyen relatos sobre la Ilustración en los que las perspecti­
vas dispares de una variedad de pensadores que incluyen a
Descartes, Kant y Hegel se integran en —y reducen a—
una «narrativa maestra». Después, esta narrativa sirve de
adversario contra el que la retórica posmodema puede des­
plegarse.

Theory in the Human Sciences, Nueva York, Cambridge University Press,


1985 [trad. esp.: El retomo de la gran teoría de las ciencias humanas,
Madrid, Alianza, 1988]; Michael Ryan, Marxism and Deconstruction: A
Critical Articulation, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1982;
Vincent Descombes, Modem French Philosophy, Nueva York, Cambrid­
ge University Press, 1982; Fredric Jameson, «The Cultural Logic of Ca­
pital», New Lefi Review, 146 (julio-agosto de 1984), págs. 53-92; Henry
Louis Gates jr. (ed.), “Race ”, Writing and Difference, Chicago, Univer­
sity of Chicago Press, 1986; John Rajchman y Comel West (eds.), Post-
Analytic Philosophy, Nueva York, Columbia University Press, 1985;
Christopher Norris, Derrida, Cambridge, Mass., Harvard University
Press, 1987, y Feminist Studies, 14, núm. 1 (primavera de 1988).
Según los posmodemos, el relato «de la Ilustración»
presenta estos temas y caracteres principales9:
1. Un yo coherente y estable (el autor). La propiedad
más distintiva y valiosa de este yo ilustrado es una forma de
razón capaz de una percepción privilegiada de sus propios
procesos y de «las leyes de la naturaleza». Si, como en la fi­
losofía de Kant, la razón tiene límites necesarios en cuanto
a lo que puede conocer, estos límites, a su vez, pueden ser
conocidos por la razón.
2. Un modo característico y privilegiado de relatar: la
filosofía (el crítico y el juez). El filósofo estipula los crite­
rios para que el relato sea adecuado y se hace evidente que
sólo la filosofía puede satisfacer plenamente estos criterios.
Sólo ella puede proporcionar unos «cimientos» objetivos,
fidedignos y generalizables para el conocimiento y para juz­
gar todas las pretensiones de verdad.
3. Una noción particular de «verdad» (el héroe). El
conocimiento verdadero representa algo «real» e invariable
(universal) sobre nuestra mente o la estructura del mundo
natural. Lo «real» es lo que tiene una existencia indepen­
diente de la del que lo conoce; no es sólo creado o transfor­
mado por la mente en el proceso de conocimiento.
4. Una filosofía política característica (la moral) que
plantea interconexiones complejas y necesarias entre razón,
autonomía y libertad. Para los posmodemos, resulta especial­
mente importante y problemática la creencia ilustrada de que
los conflictos entre la verdad, el conocimiento y el poder sólo
pueden superarse fundamentando las demandas de autoridad
en la razón. La esperanza ilustrada es que si se utiliza el cono­
cimiento al servicio del poder legítimo, se asegurará tanto la
libertad como el progreso. Entonces el conocimiento puede
ser «neutral» (es decir, fundado en la razón universal, no en
«intereses» particulares) y beneficioso para la sociedad.
5. Un medio de expresión transparente (el lenguaje).

9 Lo que sigue es un resumen de algunas de las ideas de Derrida,


Foucault, Lyotard y Rorty. Para más detalles y diferenciación, consúlte­
se el capítulo VI.
Los filósofos ilustrados plantean o conjeturan una teoría del
lenguaje realista o de correspondencias en la que los objetos
no se construyen de forma lingüística o social; sólo se hacen
presentes a la conciencia al nombrarlos o por el uso correc­
to del lenguaje.
6. Una filosofía de la historia racionalista y teológica
(el argumento). Los hechos del argumento no ocurren al
azar; están conectados por una estructura subyacente, signi­
ficativa y racional que la razón puede comprender. El pro­
pósito prefijado de la historia es la perfección progresiva de
los humanos y la realización cada vez más completa de sus
capacidades y proyectos.
7. Una filosofía optimista y racionalista de la naturale­
za humana (desarrollo del carácter). Se dice de los humanos
que son intrínsecamente buenos, capaces de razonar y de ser
gobernados de forma racional. La bondad se desarrollará de
manera natural y se expresará cuando las circunstancias ex­
ternas de la gente se vuelvan más favorables (por ejemplo,
cuando la autoridad sea ilustrada y el mundo natural sea me­
jor controlado y utilizado mediante la ciencia).
8. Una filosofía del conocimiento (una forma ideal).
La ciencia sirve como modelo del uso correcto de la razón
y como paradigma de todo conocimiento verdadero. La
ciencia «progresa» (es decir, adquiere un conocimiento cada
vez más preciso del mundo «real») aplicando y mejorando
su propia y única «lógica de descubrimiento». Los objetos
de la investigación científica existen «fuera», independien­
tes del científico o sujeto.
Los filósofos posmodemos tratan de revelar la naturale­
za contradictoria interna de cada una de estas pretensiones.
También plantean un conjunto de ideas al menos parcial­
mente fuera de las creencias ilustradas. Además reclaman
que sus deconstrucciones puedan abrir espacios desde los
que comiencen a surgir ideas y prácticas diferentes y más
variadas. Las cualidades parciales y problemáticas de sus
logros y demandas pueden percibirse mejor cuando enta­
blan conversación con los psicoanalistas y las feministas.
«LOS MAESTROS DE LA SOSPECHA»:
P osiciones posmodernas

Para quien está acostumbrado a filosofías más conven­


cionales, leer a los posmodemos puede ser un esfuerzo frus­
trante. Estos autores no ofrecen un conjunto de argumentos
lógicos y consistentes o un punto de vista sintético o inclu­
so coherente. En su lugar, presentan una serie de «posturas»
y una polifonía heterogénea de voces10. Este estilo o estilos
resulta congruente con el posmodemismo. Entre los rasgos
y objetivos característicos del pensamiento posmodemo, se
encuentra el desplazamiento de la epistemología y la meta­
física por la retórica. Los posmodemos intentan reemplazar
la búsqueda de una enunciación de la verdad, que piensan
que ha dominado la filosofía occidental desde Platón, con el
arte de la conversación o el habla persuasiva. En conversa­
ción, la voz del filósofo no tendría más autoridad que cual­
quier otra. Un problema estriba en que esta voz sigue ten­
diendo a anular o dirigir a demasiadas otras. También retie­
ne el privilegio de definir el «juego» que se va a desarrollar
y sus reglas.
Algunos temas, mecanismos y jugadas son recurrentes
en la retórica posmodema. Con frecuencia se ponen en cir­
culación declaraciones radicales y dramáticas que tienden a
agrupar ciertos temas de gran carga. Una de las más impor­
tantes es que la cultura occidental está a punto de experi­
mentar o ya ha experimentado, pero se ha negado, una serie
de muertes interconectadas, que incluyen la del Hombre, la
Historia y la Metafísica. Sus anuncios de «muerte» son pro­
clamaciones espectaculares y modos en parte metafóricos
de expresar un conjunto complejo de ideas interdependien-

10 Cfr. Jacques Derrida, «Positions», en Jacques Derrida, Positions,


trad. de Alan Bass, Chicago, University of Chicago Press, 1981 [trad.
esp.: Posiciones, Valencia, Pre-Textos, 1976]; y Foucault, «Two Lecto­
res», en Foucault, Power/Knowledge.
tes. En este momento, sólo voy a indicar algo de la informa­
ción que cada una transmite.

1. La muerte del Hombre. Los posmodemos desean


destruir todos los conceptos esencialistas del ser humano o
la naturaleza. Consideran que todos los conceptos sobre el
Hombre son dispositivos ficticios que adquieren una apa­
riencia naturalista tanto en su construcción como en el uso
repetido en un juego de lenguaje o un conjunto de prácticas
sociales. Para conseguir peso en una cultura dominada por
el «deseo de verdad», los orígenes convencionales de todos
los conceptos sobre el Hombre deben disimularse. De he­
cho, el Hombre es un artefacto social, histórico o lingüísti­
co, no un Ser nouménico o transcendental.
En su planteamiento, el Hombre está realmente «des­
centrado». Sus intentos por imponer un orden o estructura
ficticios o narrativos sobre la experiencia o los hechos se
ven constantemente preconstituidos y socavados por el de­
seo, el lenguaje, el inconsciente y los efectos no intenciona­
dos de la violencia requerida para imponer ese orden. El
Hombre está siempre atrapado en la tela del significado fic­
ticio, en las cadenas del significado, en las que el sujeto es
sólo otra posición en el lenguaje.
Como carácter puramente ficticio, el Hombre no posee
nada que pueda servir como base para salir de esta tela o
para liberarse de ella. No existe un «punto de Arquímedes»,
un momento de autonomía, una razón pura o conciencia
constituyente con un acceso independiente, no lingüístico o
no histórico a lo Real o al Ser del Mundo.

2. La muerte de la Historia. La idea de que la Historia


tiene un orden o lógica intrínseca es otra ficción del Hom­
bre. Éste construye relatos que llama Historia para encon­
trar o justificar su lugar dentro del tiempo. Desea que el
tiempo exista para él; quiere sentirse en casa en el tiempo,
porque el tiempo ha de ser su casa. Crea «narrativas maes­
tras» en las que la Historia es suya, es su sujeto, se convier­
te en el Ser a través del tiempo11. Al término de este rela­
to/historia, la razón o la labor del Hombre se habrá vuelto
plenamente real y, de este modo, nada le será ajeno o distan­
te. Será para siempre el Sujeto Soberano.
La idea de que la Historia existe para su Ser o es éste, es
algo más que otra precondición y justificación de la ficción
del Hombre. También respalda y está bajo el concepto de
Progreso, que es una parte tan importante del relato del
Hombre. La noción de Progreso se basa en la idea de que
existe cierta meta prefijada hacia la que el Hombre se diri­
ge sin parar. Esta meta u objetivo está destinada al Hombre
y lo expresa o realiza al máximo de sus capacidades. Cuan­
to más se aproxime a ella, más se acerca a sí mismo, a su
esencia.
Semejante idea del Hombre y la Historia privilegia y
presupone el valor de la unidad, homogeneidad, totalidad,
acabamiento e identidad. Este relato requiere plantear una
cualidad innata del Hombre que sea la mejor: la razón, la ca­
pacidad de trabajo o la vida política. Todas las otras cualida­
des deben subordinarse o servir a la Única. En yuxtaposi­
ción a este relato y para desplazarlo, los posmodemos cuen­
tan oteo diferente. Lo real es un flujo. La Historia es una
serie de acontecimientos al azar sin un orden intrínseco ni
leyes necesarias que produzcan causalidad o siquiera conti­
nuidad. Así, no existe una razón empírica o lógica que pri­
vilegie la unidad, homogeneidad, acabamiento o identidad
sobre la diferencia, heterogeneidad, alteridad y apertura.
Además, pueden existir razones éticas o políticas para
revocar el valor otorgado a la unidad sobre la diferencia o a
la homogeneidad sobre la heterogeneidad. Para hacer que el
conjunto parezca Racional, los relatos contradictorios de los
demás deben ser borrados, devaluados, suprimidos. Toda
apariencia de unidad presupone y requiere un acto de vio­
lencia anterior. Sólo suprimiendo por la fuerza elementos

11 Jean-Frangois Lyotard, The Postmodem Condition: A Report on


Knowledge, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1984, pági­
nas 27-41.
del flujo, puede adquirir la Historia una apariencia estructu­
rada y unitaria.
De este planteamiento sobre lo Real y la Historia se de­
duce que el conflicto y la violencia son endémicos en el re­
lato del Hombre en el tiempo. No hay final en la Historia,
no hay una totalidad cerrada en la que los «estadios» estén
prefijados, sean acumulativos, irreversibles o progresivos.
No puede haber garantía de que, tras un número finito de lu­
chas, nuestra obra tendrá éxito y se terminará para siempre.
El vencedor siempre temporal de un conflicto particular
puede lograr imponer su relato como la verdad total, pero
todas esas victorias y relatos son por principio inestables y
reversibles. Además, ningún combatiente puede reclamar
con razón, aunque muchos lo hagan, ser sólo el vehículo o
instrumento de un Bien extrahistórico o social. No existe
una posición intrascendental o desinteresada desde la que
pueda ser identificado semejante Bien o desde la que se
pueda decir que la Verdad o el Bien triunfaron realmente en
un caso particular.
3. La muerte de la Metafísica. La filosofía occidental
ha estado bajo el maleficio de la «metafísica de la presen­
cia» al menos desde Platón12. La mayoría de los filósofos
occidentales se propusieron como tarea la construcción de
un sistema filosófico en el que algo real pudiera ser y fuera
representado en el pensamiento. Lo real se entiende como
un sujeto o sustancia externa o universal, que existe «fuera»,
independiente del que la conoce. El deseo del filósofo es
«reflejar», registrar, imitar o hacer presente lo real. Se en­
tiende que tiene correspondencia con la verdad.
Para los posmodemos, esta búsqueda de lo Real oculta
el deseo de la mayoría de los filósofos occidentales, que es
dominar el mundo de una vez por todas al encerrarlo dentro
de un sistema ilusorio pero absoluto, que creen que repre­

12 Derrida, «Violence and Metaphysics», en Derrida, Writing and


Difference [trad. esp.: La escritura y la diferencia, Barcelona, Anthropos,
1989],
senta o corresponde a un Ser unitario más allá de la historia,
particularidad y cambio. Para enmascarar este deseo ideali­
zador, el filósofo debe declarar que este Ser no es el produc­
to, artefacto o efecto de un conjunto particular de prácticas
históricas o lingüísticas. Sólo puede ser el pensamiento de
lo Real.
El filósofo también oscurece otro aspecto de su deseo:
declarar una relación con la Verdad o lo Real o un acceso es­
pecial a ellos. Afirma que, en cierto sentido, la presencia de
lo Real para nosotros depende de él: de la claridad de su con­
ciencia, la pureza de su intención. Sólo el filósofo tiene ca­
pacidad de Razón, el amor a la sabiduría (filo-sofía), los co­
nocimientos de método o la aptitud de construir una lógica
adecuada a lo Real. Del mismo modo que lo Real es el fun­
damento de la Verdad, la filosofía, como representante privi­
legiada de lo Real e interrogadora de las pretensiones de ver­
dad, debe desempeñar un papel «fundamentador» en todo
«conocimiento positivo». De aquí, también, la importancia
de la epistemología en la filosofía moderna. Sirve como me­
dio de purgar, aclarar o delinear la conciencia del filósofo,
para sí mismo y en beneficio de los demás filósofos.
Los posmodemos atacan la «metafísica de la presencia»
y la autocompresión de los filósofos occidentales de varios
modos. Cuestionan las filosofías de la mente, la verdad, el
lenguaje y lo Real que subyacen y fundamentan toda decla­
ración transcendental o fundamental como ésa. Sin embar­
go, desde las perspectivas feminista y psicoanalítica, a veces
parece que los propósitos subyacentes en este ataque son os­
curos y ambiguos. A veces estimo que los posmodemos es­
tán enzarzados, en relación con las filosofías modernas, en
las mismas operaciones estratégicas que Kant aplicó a con­
ceptos sobre la razón más antiguos: someterlos a la crítica
para resituarlos en un terreno más firme sobre el que luego
el filósofo pueda reafirmar la legitimidad continuada de su
mando exclusivo. Sin embargo, las críticas posmodemas de
la «metafísica de la presencia» complementan, corrigen y
fortalecen en muchos sentidos las deconstrucciones psicoa-
nalíticas y feministas de la mente, la verdad, el lenguaje, la
realidad y la filosofía. Las teorías feministas son mucho
más sensibles al «juego» del género (incluida su presencia
oscurecida en los posmodemos) y tanto las feministas como
los psicoanalistas tienen una comprensión más clara de las
complejidades de la subjetividad y la individualidad.
Las posiciones posmodemas sobre la «metafísica» in­
cluyen:
1. «Mentes metafísicas». No hay ni puede haber men­
tes metafísicas; por el contrario, los posmodemos declaran
que lo que llamamos mente o razón es sólo un efecto del
discurso. No existen rasgos inmediatos o indudables de vida
mental. Los datos de los sentidos, las ideas, las intenciones
o las percepciones ya están preconstituidos. Estas experien­
cias sólo se dan en una variedad de prácticas predetermina­
das por el lenguaje o la sociedad y las reflejan. El problema
de la relación existente entre la «mente» y las «cosas en sí»
se vuelve infinitamente más complejo. Ni siquiera se puede
asumir que la mente tenga alguna categoría o concepto uni­
versal, transcendental y a priori que siempre prefigure la ex­
periencia del mismo modo, aunque no pueda conocerse. En
cambio, las categorías o conceptos mediante los que estruc­
turamos la experiencia son variables históricas y culturales.
La «mente» no es más homogénea, legítima ni tiene mayor
consistencia interna a lo largo del tiempo que la Historia.
2. Verdad «metafísica». Para los posmodemos, la ver­
dad es también un efecto del discurso. Cada discurso tiene
su juego de reglas o procedimientos característicos que go­
biernan la producción de lo que va a contar como afirma­
ción significativa o verdadera. Cada discurso o «formación
discursiva» posibilita y limita a la vez. Las reglas de un dis­
curso nos permiten hacer cierta clase de declaraciones, pero
las mismas reglas nos fuerzan a permanecer dentro del sis­
tema y a hacer sólo aquellas declaraciones que se ajustan a
ellas. Un discurso en su conjunto no puede ser verdadero o
falso, puesto que la verdad siempre depende del contexto y
las reglas: son más bien locales, heterogéneos e inconmen­
surables. No existen reglas independientes o transcendenta­
les de un discurso que puedan gobernar todos los discursos
o uno elegido entre ellos. Las pretensiones de verdad son en
principio «indecidibles».
3. «Lenguaje metafísico». Los posmodemos declaran
que las nociones de lenguaje como un medio transparente o
neutral están equivocadas. Cada uno de nosotros ha nacido
dentro de un conjunto de juegos de lenguaje en ejecución
que debemos aprender para se entendidos y entender a los
demás. El significado de nuestra experiencia y nuestra com­
prensión de ella no puede ser independiente del hecho de
que esa experiencia y todo lo que pensemos de ella se capta
y expresa mediante el lenguaje. En el grado en que el pen­
samiento depende de él, el pensamiento y la misma «men­
te» estarán constituidos histórica y socialmente. Las teorías
recientes sobre el lenguaje parecen hacer imposible o caren­
te de sentido toda afirmación de que pueda haber un punto
de vista histórico o transcendental desde el que sea posible
aprehender lo Real e informar sobre ello mediante el pensa­
miento.
4. La «metafísica» de la realidad. Lo real es inestable
y está en flujo perpetuo. La metafísica occidental crea una
falsa apariencia de unidad reduciendo el flujo y la heteroge­
neidad de la experiencia a unas oposiciones binarias y su­
puestamente naturales o esencialistas, que incluyen identi­
dad/diferencia, naturaleza/cultura, verdad/retórica, habla/es­
critura y masculino/femenino. Mediante la construcción de
estas cualidades como opuestas, se revela el deseo del filó­
sofo de controlar y combinar. Los miembros de estos pares
binarios no son iguales. El primero de cada uno está desti­
nado a dominar al segundo, que acaba siendo definido
como el «otro» del primero. Su identidad se determina sólo
por ser el negativo del primero. El otro no tiene un carácter
propio independiente o autónomo; por ejemplo, «mujer» se
define como un hombre deficiente en los discursos de Aris­
tóteles a Freud. Una vez que estas proposiciones son consi­
deradas ficticias, asimétricas y posibilitan el relato del filó­
sofo, puede revelarse una premisa que subyace en todas las
variantes de la metafísica de la presencia: ser el otro, ser di­
ferente al Unico definido, es malo. Es mejor ser definido y
determinado como el otro inferior al Único que estar com­
pletamente fuera del Ser.
5. La «metafísica» de la filosofía. La filosofía es por
necesidad una actividad ficticia y no figurativa. Como pro­
ducto de la mente humana, no tiene una relación especial
con la Verdad o lo Real. El filósofo sólo crea relatos acerca
de esos conceptos y sobre sus propias actividades. Sus rela­
tos no son más verdaderos que cualquier otro. No hay modo
de probar si un relato se aproxima más a la verdad que otro
porque no hay un punto de partida trascendental ni una
mente que no esté atrapada en su propio relato. Los filóso­
fos deben buscar, en cambio, una «diseminación» infinita
de significados. Deben renunciar a todo intento de construir
un sistema cerrado en el que los otros, «postergados» o «so­
brantes» son «empujados a los márgenes» y hechos desapa­
recer en interés de la coherencia y la unidad.

Jugadas posmodemos: deconstrucción,


interpretación y diseminación
Los lectores posmodemos se muestran irrespetuosos
con la autoridad, están atentos a las tensiones o conflictos
suprimidos dentro del texto y son suspicaces ante todas las
categorías «naturales», oposiciones esencialistas y declara­
ciones figurativas. Están dispuestos a jugar con el texto, a
perturbar su aparente unidad, a rescatar sus aspectos hetero­
géneos y desordenados, y su pluralidad de significados y
voces. No se consideran autores (autoridades) o encubrido­
res o descubridores de la Verdad, sino más bien miembros
potencialmente interesados en una conversación en curso.
Su responsabilidad consiste en ofrecer a los que escuchan
una variedad de reglas desde y contra las que se vuelven po­
sibles más reglas.
En una lectura deconstructiva se busca lo que se ha su­
primido dentro de un texto o relato. Esta estrategia puede
funcionar también para una feminista interesada en los efec­
tos del género o un analista que rastree el inconsciente, así
como para un crítico literario. Dada la premisa de que lo
Real es siempre heterogéneo y diferenciado, se deduce que
siempre que un relato aparezca unificado o como un todo,
algo debe haber sido suprimido para sostener esa apariencia
de unidad. Al igual que los materiales reprimidos en el in­
consciente, lo suprimido dentro del relato no pierde su po­
der y afecta el carácter del conjunto. Recobrar lo suprimido
permite que reaparezcan las tensiones y autodivisiones que
son cuando menos una parte igual de importante del relato.
Esta relectura nos transforma &u significado y aminora su
dominio o poder sobre nosotros. El deconstruccionista está
particularmente interesado en las estrategias que utiliza una
obra para declarar su autoridad figurativa y esconder el fa­
llo necesario de todos y cada uno de los proyectos figurati­
vos. Tales fallos proporcionan más pruebas de la falsedad e
imposibilidad de toda teoría o pretensión de conocimiento
representativo.
En ciertos sentidos, la deconstrucción es una forma ra­
dical de la hermenéutica13. Como el lector hermenéutico, el
deconstruccionista se interesa por el significado del texto.
Desea empujarlo a los límites de su propia fuerza explicati­
va. También como el lector hermenéutico, el deconstruccio­
nista cree que no existe significado fuera del texto. Ambos
asumen que se genera en su interior y consigue su fuerza
mediante sus propias estrategias, no por su capacidad preci­
sa de «representar» algo acerca de una «realidad externa».
Tanto en la hermenéutica como en la deconstrucción,
las pretensiones de conocimiento representativo deben
reemplazarse por conceptos de comprensión y métodos de
interpretación. El lector hermenéutico y el deconstruccio-

13 David Hoy esboza muchos paralelismos interesantes entre la her­


menéutica y la deconstrucción en su ensayo «Derrida», en Skinner, The
Retum o f Grand Theory.
nista creen que el conocimiento es un subconjunto hecho
posible por contextos mayores de significado o compren­
sión. La legitimidad o autoridad de una pretensión de cono­
cimiento surge y depende de un conjunto de prácticas lin­
güísticas e interacciones comunicativas. Las pretensiones de
verdad o conocimiento resultan inseparables de la pragmá­
tica, de la práctica y destreza en unos «conocimientos prác­
ticos» contextúales. Estos conocimientos prácticos incluyen
saber cómo hablar y cómo escuchar dentro de un juego de
lenguaje apropiado y según sus reglas. Puede que la filoso­
fía sea capaz de describir cómo es posible comprender en
contextos particulares, pero no es capaz de crear una teoría
universalizadora del conocimiento (una epistemología) que
pueda fundamentar y explicar todo el conocimiento o pro­
bar todas las afirmaciones de verdad porque dependen del
contexto por necesidad. La pragmática, conocer cómo nos
comprendemos mutuamente y los modos diferentes en que
lo hacemos, debe reemplazar a la epistemología. Todo co­
nocimiento es interpretativo y depende de contextos pree­
xistentes o juegos de lenguaje, mediante los que debe ser
expresado. Así pues, no existe un único punto de partida
privilegiado fuera del texto desde el que el hablante pueda
declarar comprender el todo «objetivamente».
Ningún hablante puede afirmar una autoridad especial o
única. Cada lector o hablante puede ofrecer una interpreta­
ción de un texto o las reglas de un juego. Estas jugadas in­
terpretativas pueden surtir efecto sólo si otros participantes
en el juego las aceptan. Los otros jugadores responderán a
ellas y las evaluarán mediante criterios como el interés in­
trínseco de una interpretación, si resulta inteligible y si ge­
nera nuevas jugadas o añade riqueza, profundidad o placer a
nuestra comprensión dentro del juego.
Los escritores posmodemos divergen del pensamiento
hermenéutico tradicional cuando atacan la idea de que el
texto tiene un significado «profundo» cohesivo que es posi­
ble recobrar mediante una interpretación adecuada y sirve
como parámetro contra el que pueden valorarse las interpre­
taciones. Derrida, por ejemplo, sostiene que ningún texto
tiene un significado o autoridad que el intérprete tenga que
defender14. Todo texto contiene muchas antinomias irreso­
lubles, así que no existe ninguna lectura correcta y caben
muchas contradictorias. En lugar de recobrar o construir un
significado «profundo» del texto, Derrida prefiere la «dise­
minación»: el trastocamiento y desplazamiento constante y
sin fin de la autoridad de un texto mediante intervenciones
que crean una comente infinita de interpretaciones y signi­
ficados para él.

¿Jugar en el cementerio? La política delposmodemismo


El compromiso con el juego, la fragmentación y la dife­
renciación, y la preferencia que demuestran por ellos, tiene
un propósito serio, al menos en la obra de escritores como
Foucault, Lyotard, Deleuze y Guattari. Sus polémicas escép­
ticas e irrespetuosas son en parte mecanismos estratégicos
que pretenden perturbar y erosionar el poder de los grandes
discursos «normalizadores», que ponen en acción y legiti­
man modelos de dominación característicos de los estados
occidentales postilustrados15. El poder de estos discursos no
les ha sido delegado por el estado. De hecho, el estado mo­
derno y las «ciencias humanas» coexisten en una red com­
pleja e interdependiente, en la que conocimiento y poder se
hallan inseparablemente entrelazados. Sin embargo, aunque
sus relaciones son un elemento central en los discursos pos­
modemos, el carácter de estas relaciones y las implicacio­
nes que se siguen para la filosofía (incluido el posmodemis­
mo) están lejos de resultar claras. A veces parece que los
posmodemos dicen que todo conocimiento es básicamente
el mismo, así que la filosofía puede ser tan útil (o inútil)
dentro de las redes de conocimiento/poder como cualquier
otro modo de pensamiento. De aquí que pueda ser tan per­

14 Derrida, «Positions», op. cit.


15 Estos «discursos normalizadores» son el tema de los ensayos y
entrevistas de Foucault, Power/Knowledge.
turbador para el estado moderno deconstruir la «metafísica
de la presencia», como trastornar una de sus burocracias
centrales.
Sin embargo, los posmodemos a veces sostienen que el
«conocimiento» no es una entidad homogénea. Hay muchos
juegos de lenguaje insuficientes y locales. Desde esta pers­
pectiva, el juego de la filosofía resulta de interés sólo para
quienes lo practican. Los comprometidos con otros juegos
(por ejemplo, estado/poder/derecho/economía) pueden tole­
rar las prácticas de la filosofía posmodema u otras debido
precisamente a su irrelevancia con respecto a los otros. De
aquí que el posmodemismo pueda estar jugando con los
textos, mientras un sistema social fundamentalmente opre­
sivo y destructivo continúa inmutable e inalterable. Puede
que, hasta cierto punto, los conocimientos «locales» no ha­
yan sido marcados por la red dominante; no obstante, justo
por esta razón, quizás carezcan de potencia contra ella. Pero,
en la medida en que un conocimiento se implica en la red,
¿cómo puede servir como foco de resistencia?
Estas ambigüedades permanecen sin resolver y con
frecuencia ni siquiera se resaltan dentro de los discursos
posmodemos. No obstante, los posmodemos, en especial
Foucault, identifican muchas conexiones interesantes entre
conocimiento, yo y poder. Como las feministas y los psicoa­
nalistas, resaltan el funcionamiento del poder, que a menu­
do se oscurece en otros discursos sobre él, como en los libe­
rales ilustrados.
Por ejemplo, Foucault sostiene que el estado moderno
debe apelar a principios de razón y normas de «naturaleza
humana» para que sus leyes se consideren legítimas y jus­
tas. Pero si la naturaleza humana y la razón no son ordena­
das y metódicas en sí, el fundamento de tales leyes sería
inestable y estaría abierto al desafío constante de otras inter­
pretaciones e intérpretes. De este modo, el estado moderno
depende de la creación y amplia aceptación de una explica­
ción ficticia pero persuasiva de la «naturaleza humana» y
del surgimiento de un grupo de «expertos», cuyo relato so­
bre estas cuestiones será considerado de peso y definitivo.
Las ciencias humanas crean ese sujeto ficticio: el Hom­
bre, un Ser con una esencia fija y regulada que es conocible
por los métodos e investigaciones de las ciencias humanas.
Según su propio relato, estas ciencias sólo «descubren», no
crean, tales leyes. Se dice de ellas que son descriptivas. De
hecho, son prescriptivas también, puesto que mediante ellas
se especifican la moral y las «normas» estadísticas de la
conducta humana. De quienes no actúan de acuerdo con ta­
les leyes se dice que «se desvían» de ellas. Las desviaciones
de las normas que son por definición racionales y naturales
son peligrosas para un orden político basado en las regulari­
dades de la «naturaleza humana». De aquí que tal conducta
desviada deba estudiarse, regularse y castigarse. Toda la po­
blación debe ponerse bajo vigilancia y ser entrenada (ideal­
mente) para gobernarse mediante la aceptación autocons-
ciente o inconsciente de estas «leyes de la naturaleza huma­
na» como principios reguladores de su propia conducta.
Resulta irónico que la demanda ilustrada de fundamen­
tar toda autoridad legítima en la Razón y la Verdad, dé como
resultado un sistema de poder aún más omnipresente y des­
centralizado, ejercido por los sujetos sobre sí mismos bajo
la «tutela» anónima y a menudo no reconocida de los «ex­
pertos» y su «pericia». El hombre se vuelve cada vez más
un «sometido»: «sometido» a las leyes que, se proclama,
constituyen y reflejan su Ser interno. Se dice que la sujeción
a esas leyes constituye la libertad y autonomía, y que asegu­
ran la acumulación de riqueza, racionalidad y progreso para
la población y las especies en su conjunto. Podemos ser a la
vez determinados y «libres».
Estos numerosos ejercicios de poder, a menudo invisi­
bles, se consolidan y coordinan por modelos de prácticas
institucionalizadas y pretensiones de conocimiento dentro
de una «formación discursiva». El poder cesa de ser capta-
ble en conceptos figurativos. No es el efecto de una Volun­
tad o Institución central, identificable con facilidad. Más
bien opera como ejemplos innumerables de coacción; sus
efectos pueden verse siempre que una población parezca ser
homogénea, sin conflictos, ordenada y unificada. Tal orden
depende siempre del sometimiento a saberes localizados y
fragmentados, lo que es una condición necesaria para la
aparición de los discursos de autoridad «totalizadores».
Al interrogar y perturbar esta lógica totalizadora, los
posmodemos esperan abrir espacios en los que reaparezca
la heterogeneidad, discontinuidad y diferencias suprimidas.
La inestabilidad inherente a las relaciones de poder puede
volver a ser puesta en movimiento si la unidad artificial im­
puesta por la narrativa ficticia de las ciencias humanas es di­
suelta. Para escapar a la homogeneidad del discurso domi­
nante, debemos yuxtaponerle modos alternativos que re­
pudien las reivindicaciones de verdad y pretensiones de
omnisciencia de los discursos que ahora nos vigilan. Estos
discursos deconstructivos alternativos deben necesariamen­
te prestar atención a la variedad de experiencias y valorar lo
local y particular que logren encontrar. No pueden ofrecer,
un punto de vista, un sujeto universal, un modo de libera­
ción, desarrollo o felicidad, o una verdad que nos libere, ni
siquiera la decostrucción o el mismo posmodemismo.

S in conclusiones

Las conversaciones entre las teorías psicoanalítica, fe­


minista y posmodema continuarán. En los capítulos que si­
guen, expondré cada modo de pensamiento con mayor deta­
lle. Mi análisis de cada uno identificará los propósitos de la
teoría según los han definido los propios escritores; exami­
nará la teoría a través de las lentes de las otras dos y en este
proceso identificará importantes ausencias, «carencias» y
represiones dentro de esa teoría; utilizará la comprensión de
lo que cada una deja de explicar para establecer por qué no
logra la finalidad que se plantea; y evaluará la contribución
real y potencial de cada teoría a una comprensión más pro­
funda del conocimiento, el género, la individualidad, el po­
der y la cultura occidental de transición.
De esta disputa amistosa entre algunos de los modos de
teorización más importantes del Occidente contemporáneo,
no surgirá una integración cuidada, una nueva síntesis o Auf-
hebung del psicoanálisis, las teorías feministas y las filoso­
fías posmodemas. Tampoco «resolveré» los problemas o
proporcionaré nuevas teorías sobre el yo, el género, el cono­
cimiento o el poder. No creo que tales resultados sean posi­
bles o deseables. La integración o síntesis negarían necesaria­
mente las diferencias irreductibles entre estos discursos. Bus­
car una síntesis supondría que es posible dar un salto teórico
sobre «la Rodas» de nuestra cultura fragmentada de transi­
ción mediante el ejercicio de una razón «pura» ahistórica.
En lugar de ello, ofreceré una aproximación posible a la
práctica de la filosofía posmodema, autorreflexiva sobre sus
métodos y las limitaciones de conocer y razonar como bases
del saber y sobre éste como fuente de poder. Como muchos
escritores contemporáneos, tengo abundantes interrogantes
sobre mis expectativas y las nuestras acerca de la teoriza­
ción adecuada y los modos de vida social deseables. Aun­
que ninguno de ellos puede resolverse, sigue siendo posible
y necesario proporcionar razones por las que una teoría o
concepto sobre el conocimiento, el yo, el género o el poder
es mejor que otra y en qué sentido. Estos argumentos no se
ofrecen para «privilegiar» una teoría o concepto sobre otro
en un sentido final o absoluto, sino para aclarar mi pensa­
miento lo suficiente como para que los lectores puedan ac­
ceder a él y continuar a su modo.
También he intentado enfrentarme a una tradición filo­
sófica y una tentación: hablar como una crítica desencamada
e impersonal que dice la verdad. Adoptar una voz semejan­
te conlleva negar las limitaciones de visión impuestas nece­
sariamente por la situación social de toda persona, incluida
la mía, que se dan por ser blanca, mujer, sin problemas ma­
teriales, alguien que se beneficia en muchos aspectos de ser
una ciudadana de un país rico y poderoso del Primer Mun­
do. También me siento empujada entre las prácticas y los
conocimientos que surgen de los diferentes tipos de traba­
jos que desempeño, como terapeuta psicoanalista, profeso­
ra de teoría política en una universidad casi negra, escritora
y madre.
Quizá no haya vías para salir de estos dilemas. No obs­
tante, puede haber al menos modos mejores o peores de vi­
vir con ellos. El mejor parecería incluir una lucha continua
para ser conscientes de cómo responden las filosofías y las
personas a las diferencias y ambigüedades: nuestro temor
de borrarlas, nuestro deseo de hacerlo.
Freud declara que la incapacidad de tolerar la ambigüe­
dad es una de las características más pronunciadas del neu­
rótico. Surgen más interrogantes que se abordan de forma
parcial en el último capítulo: ¿alguno de estos tres modos de
pensamiento nos señala curas para nuestra incapacidad de
tolerar diferencias y desasosiego? ¿O la cultura occidental y
sus filósofos más prominentes padecen una «enfermedad de
muerte»?
S egunda parte

Concepciones de los yoes


Freud
Iniciación y omisión en el psicoanálisis

Pero al enfatizar de ese modo el inconsciente en la


vida mental, hemos conjurado a los peores espíritus de la
crítica contra el psicoanálisis. No debemos sorprender­
nos ni suponer que la resistencia que nos oponen estriba
sólo en la comprensible dificultad del inconsciente o el
carácter relativamente inaccesible de las experiencias
que proporcionan pruebas sobre él. Creo que su fuente es
más profunda. En el curso de los siglos, el cándido amor
a sí mismos de los hombres ha tenido que someterse a
dos golpes importantes propinados por la ciencia. El pri­
mero fue cuando supieron que nuestra tierra no era el
centro del universo, sino sólo un diminuto fragmento de
un sistema cósmico de una vastedad apenas imaginable.
Esto se asocia en nuestras mentes con el nombre de Co-
pémico, aunque la ciencia alejandrina ya había afirmado
algo similar. El segundo golpe se produjo cuando la in­
vestigación biológica destruyó el puesto supuestamente
privilegiado del hombre en la creación y demostró su
descendencia del reino animal y su indeleble naturaleza
animal. Esta nueva valoración ha sido efectuada en nues­
tros días por Darwin [...]. Pero la megalomanía humana
habrá sufrido el tercer y más hiriente golpe de la investi-
gación psicológica actual, que trata de probar al ego que
ni siquiera es el dueño de su propia casa, sino que debe
contentarse con una información escasa de lo que pasa
de forma inconsciente en su mente. Nosotros los psico­
analistas no hemos sido los primeros ni los únicos en
pronunciar esta llamada a la introspección; pero parece
ser nuestro destino darle su expresión más contundente y
apoyarla con material empírico que afecta a todo indivi­
duo. De aquí surge la revuelta general contra nuestra
ciencia, el desprecio de todas las consideraciones de cor­
tesía académica y el rechazo de toda limitación impues­
ta por la lógica imparcial.
S igmund F reud,
«Fijación a los traumas: el inconsciente»
En un programa científico, el acto fundacional está
en pie de igualdad con sus transformaciones futuras; sólo
es una entre las muchas modificaciones que hace posible
[...] Por otra parte, la iniciación de una práctica discursi­
va es heterogénea de sus transformaciones ulteriores [...]
La iniciación de una práctica discursiva, a diferencia de
la fundación de una ciencia, eclipsa sus desarrollos y
transformaciones posteriores y se separa necesariamente
de ellos. Como consecuencia, definimos la validez teóri­
ca de una afirmación con respecto a la obra del iniciador.
[...] En consonancia con esta distinción, podemos enten­
der por qué resulta inevitable que quienes practican tales
discursos deban «retomar al origen». [...] Si regresamos,
es debido a una omisión básica y constructiva, una omi­
sión que no es resultado de accidente o incomprensión
[...] esta omisión no accidental debe regularse por opera­
ciones precisas que pueden ser situadas, analizadas y re­
ducidas en un retomo al texto en sí, a un texto primario y
sin adornos, con una atención particular hacia esas cosas
registradas en los intersticios del texto, sus hendiduras y
ausencias. Volvemos a esos espacios vacíos que han sido
enmascarados por la omisión u ocultados en una plenitud
falsa y engañosa [...], esta vuelta, que es parte del meca­
nismo discursivo, introduce modificaciones constante­
mente [...] el retomo a un texto no es un complemento
histórico que vendría a fijarlo a la discursividad primaria
e intensificarlo en la forma de un ornamento que, des­
pués de todo, no es esencial. Más bien es un medio efec­
tivo y necesario de transformar la práctica discursiva. Un
estudio sobre la obra de Galileo podría alterar nuestro
conocimiento de la historia, pero no la ciencia de la me­
cánica; mientras que un reexamen de los libros de Freud
o Marx puede transformar nuestra comprensión del psi­
coanálisis o el marxismo.
M ichael F oucault,
«¿Qu’est ce qu’un auteur?»

Mi retomo a los textos del iniciador y fundador de la


práctica discursiva del psicoanálisis tiene dos propósitos.
Uno es identificar y valorar qué pueden aportar esos textos
a la comprensión de una cultura, pensamiento, yo, género y
justicia de transición. El segundo es examinar hasta qué gra­
do pueden las teorías posmodemas y feministas dilucidar o
transformar las «operaciones precisas» que regulan las omi­
siones constructivas que inician y estructuran estos textos.
A pesar de los muchos problemas y controversias que pre­
sentan sus ideas, Freud nunca ha sido desplazado o reem­
plazado como iniciador y patriarca gobernante dentro del
psicoanálisis, aunque casi desde el principio ha habido hijos
rebeldes que lo han deseado o han proclamado haberlo he­
cho. Hasta los más desafiantes de su progenie, por ejemplo,
Karen Homey o Heinz Kohut, han creído necesario recla­
mar la bendición del padre o su consentimiento colocándose
dentro o como una extensión o concreción de algún aspecto
de su obra1. La pregunta o desafío —¿es esto psicoanáli­
sis?— se falla, si no resuelve, volviendo al texto, a los escri­
tos de Freud, en busca de legitimación.
El regreso a Freud tiene motivaciones que sobrepasan

1 Para los planteamientos de Homey, véase Karen Honey, New


Ways in Psychoanalysis, Nueva York, W. W. Norton, 1939; y Susan
Quinn, A Mind o f Her Own: The Life o f Karen Homey, Nueva York,
Siunmit Books, 1987, en especial el capítulo 15. Kohut cambia un poco
de postura en Heinz Kohut, How Does Analysis Cure?, Chicago, Uni­
versity of Chicago Press, 1984.
las reglas que gobiernan las prácticas discursivas o la políti­
ca y psicodinámica de quienes practican el psicoanálisis.
Ningún escritor contemporáneo ofrece una teoría del yo hu­
mano que iguale el alcance o la complejidad de la de Freud.
Aunque no logra llevar a cabo su proyecto, especifica crite­
rios convincentes para formular un concepto adecuado del
ser humano. Tal concepto debería incluir y explicar a un ser
que a la vez está encamado, desea, es racional, habla, es his­
tórico, social, tiene género, está sometido a leyes «inmuta­
bles», inconscientes y temporales, y es capaz de autonomía
frente a los determinantes sociales y biológicos. El psicoaná­
lisis, como práctica discursiva, incorpora y transciende las
fronteras existentes entre biología, política, historia, antropo­
logía, filosofía y lingüística. Incluye una teoría sobre la men­
te, el desarrollo psicosexual, el género, el conocimiento y la
política, así como una práctica terapéutica y un método de
preparación. El alcance y la profundidad de la obra de Freud
forma parte de su atractivo continuado para mí y otros.
Aparte del alcance y la magnitud de sus ideas, hay otras
razones por las que ha habido retomos periódicos de Freud
en la historia intelectual de Occidente durante el siglo xx2.
Al igual que otros grandes iniciadores, Freud tenía una sen­
sibilidad exquisita, a veces inconscientemente reflexiva,
ante las tensiones y conflictos más importantes de su cultu­
ra. Puesto que su cultura sigue siendo la nuestra en impor­
tante medida, podemos leer su obra en busca de «pista(s) de
las experiencias y reacciones de los hombres ordinarios me­
nos articuladas»3. Sus discursos resuenan con los deseos so-

2 Los teóricos críticos de la Escuela de Frankfurt efectuaron un re­


tomo previo tras su desilusión (al menos parcial) con la teoría y prácti­
ca marxista. Cfr. Max Horkheimer, «Authority and the Family», en
Max Horkheimer, Critical Theory, Nueva York, Herder & Herder,
1972. Puede escribirse una historia interesante del pensamiento occi­
dental contemporáneo investigando las lealtades intelectuales alternati­
vas entre Marx y Freud.
3 Frederick M. Watkins, «Polítical Theory as a Datum of Political
Science», eaAppwaches to the Study ofPolitics, ed. de Roland Young,
Evanston, 111., Northwestern University Press, 1958, pág. 154.
cíales e individuales contemporáneos y ofrecen cierta espe­
ranza de soluciones a los problemas que se sienten de forma
más profunda. Sin embargo, en estos discursos, como en la
psicoterapia, lo que no se dice o lo que se evita suele ser tan
significativo como el contenido del pensamiento manifies­
to. Lo que me resulta más interesante de su obra son los res­
quicios, los actos de represión y desplazamiento dentro de
sus textos. Me interesa darles sentido, pero sin relacionarlos
o especular con la historia y psicodinámica de Freud como
un individuo único y específico. Su obra proporciona más
bien ejemplos y pistas de mecanismos y motivaciones sobre
actos de represión compartidos con mayor amplitud. Gran
parte de su (y nuestro) material reprimido tiene que ver con
el género y las implicaciones del concepto del inconsciente
en las nociones ilustradas del yo y el conocimiento. Tanto
las feministas como los posmodemos han comenzado a re­
velar estos contenidos, utilizando a menudo los propios
conceptos freudianos en las deconstrucciones de sus textos.
Sin embargo, queda mucho más trabajo por hacer.
Dos de las herramientas más útiles para esa tarea han
sido los conceptos freudianos de ambivalencia y represión.
La ambivalencia hace referencia a los estados afectivos en
los que se confiere una energía emocional intensa a deseos
o ideas intrínsecamente contradictorios o excluyentes entre
sí. Aunque no se pueden tener a la vez, no se puede abando­
nar ninguna de ellas. Los escritos de Freud sobre el yo, el
conocimiento, el género y la justicia están invadidos de am­
bivalencia, que no es necesariamente un síntoma de debili­
dad o confusión en su pensamiento. Con frecuencia supone
una resistencia a que el material complejo y contradictorio
se derrumbe en un conjunto ordenado. De hecho, los erro­
res más frecuentes de Freud surgen justo cuando intenta re­
primir su ambivalencia. Como veremos, está en pugna pro­
funda con temas epistemológicos como el modo en que se
constituye el conocimiento (incluido el psicoanálisis) y
cómo puede evaluarse, y acerca de su papel como «funda­
dor» de un discurso. A veces intenta satisfacer su superego
positivista imponiendo un orden represivo e inapropiado so­
bre su material. Surgen otros errores en su pensamiento
cuando intenta negar o reprimir aspectos de su propia ambi­
valencia para hacer pronunciamientos «autorizados» sobre
temas que se han vuelto particularmente controvertidos
dentro de la comunidad psicoanalítica (por ejemplo, la téc­
nica clínica). Su posición (querida pero restrictiva) como
fundador indujo presiones para la codificación que necesa­
riamente entraron en pugna con su deseo de «jugar»: dejar­
se dirigir por su curiosidad imperante y por el placer que le
proporcionaba crear y rehacer ideas. A los posmodemos y
las feministas les intrigan las ambivalencias freudianas y a
veces no son capaces de sostenerlas o hacerles justicia. Los
posmodemos se apropian de su concepto del ego «descen­
trado», pero reducen su complejidad y consecuencias de
forma radical. Algunas feministas rechazan simplemente
toda la teoría psicoanalítica debido a los modos tan ignoran­
tes y ofensivos en que Freud analiza a veces a las mujeres.
Los escritores posmodemos atribuyen con acierto algu­
nas ambivalencias y operaciones represivas de Freud a su
complejo compromiso con las ideas ilustradas. En la prime­
ra parte de este capítulo, expongo las ideas freudianas sobre
el yo, la sexualidad, el inconsciente y el conocimiento, y
muestro cómo incorporan y socavan los preceptos centrales
de la Ilustración. Pero los posmodemos sólo pueden expli­
car algunas de las ausencias y construcciones de los textos
freudianos. Las teóricas feministas declaran con acierto que
sus actos de omisión y represión también se originan en sus
ansiedades acerca del género. En la segunda parte de este
capítulo, sostengo que «el gran enigma del sexo» impregna
y estructura muchos aspectos de las teorías freudianas, in­
cluidos los temas supuestamente neutrales en cuanto al gé­
nero como la técnica psicoanalítica4. Su imposibilidad de
«penetrar» de lleno en este enigma bloquea su capacidad

4 Freud usa esta frase evocativa en su ensayo «Analysis Terminable


and Interminable», en Collected Papers, ed. de James Strachey, Nueva
York, Basic Books, 1959,5, pág. 357. La colección se abreviará en este
capítulo como CP.
para captar hechos esenciales de la realidad interna y exter­
na. A su vez, esta incapacidad prepara el terreno para su
complicidad con los psicoanalistas que le siguieron en una
forma fundamental de dominación de nuestra cultura: la ba­
sada en las relaciones de género y no en su exposición críti­
ca. Su tendencia a conceptuar el género como un aspecto
«biológico», y por ello inmutable, de la vida humana, tam­
bién le conduce a una explicación demasiado pesimista so­
bre el carácter «inevitable» de las relaciones sociales repre­
sivas.
Aunque las deconstrucciones feministas y posmodemas
de la obra freudiana ofrecen muchas percepciones acerca de
las operaciones y las omisiones no accidentales de sus tex­
tos, son inadecuadas por muchas razones. Una de las más
importantes es que ni las feministas ni los posmodemos se
empeñan en una consideración contundente de qué puede
aprenderse sobre el yo o el conocimiento del análisis de la
misma situación psicoanalítica. Al respecto, repiten, en vez
de deconstruir, una de las omisiones de Freud más impac­
tantes y desconcertantes. Volveré sobre este «espacio vacío»
con frecuencia según avance el capítulo. Las nuevas teorías
desarrolladas dentro del psicoanálisis desde Freud han solido
incorporar también muchas de sus omisiones constructivas,
en lugar de deshacerlas o analizarlas. Así pues, es impor­
tante continuar identificando y analizando esas omisiones
puesto que se han convertido en parte de los «mecanismos
discursivos» del psicoanálisis contemporáneo, como vere­
mos en el capítulo cuarto.

A lgunos conceptos fundamentales del psicoanálisis


freudiano : yo , sexualidad e inconsciente

Las teorías de Freud no son monolíticas o uniformes.


Han soportado varias revisiones importantes y los concep­
tos de formulaciones anteriores a menudo coexisten con di­
ficultad con los posteriores. Sus ideas de 1893 difieren en
aspectos muy importantes de las de 1914 o 1937, como él
mismo admite5. Sus teorías han ido aumentado en comple­
jidad de forma constante, en especial cuando la experiencia
clínica le fuerza a enfrentarse con la asombrosa multiplici­
dad de determinaciones incluso para el tipo (aparentemente)
más simple de hecho psíquico. El arrogante Freud de 1893,
que cree que puede construir una teoría determinista de la
mente sobre el modelo de la física de Helmholz, presenta
sólo un pequeño parecido con el más maduro. Según avan­
za su trabajo, cada vez recuerda más a un explorador cuyos
descubrimientos y experiencias exceden más y más sus pro­
pias expectativas y su capacidad de darles un sentido o en­
cuadrarlas en sus marcos teóricos. A veces se tiene la sensa­
ción de que desearía no haber abierto nunca la «caja de Pan­
dora». En 1931, por ejemplo, reconoce públicamente sus
dificultades para captar la naturaleza de la experiencia pree-
dípica que, descubre para su sorpresa, desempeña un papel
tan central en el desarrollo psicológico de las mujeres6. Su
excitación inicial sobre el poder del tratamiento analítico
cede el paso de forma gradual a una creciente modestia
acerca de su eficacia. Finalmente, comienza a desesperar
por sus limitaciones para enfrentarse al poder implacable de
las fuerzas del inconsciente.
Sin embargo, la complejidad en aumento y las muchas
ambigüedades de su obra, no deben oscurecer k persisten­
cia con que persigue y desarrolla ciertas ideas. Éstas y los
huecos y omisiones de sus investigaciones son contribucio­
nes al pensamiento y la cultura de transición, así como sus
síntomas. Dentro de los escritos freudianos están en juego
cuestiones recurrentes a lo laigo del pensamiento y la vida
social contemporáneos: ¿qué naturaleza tiene el ser huma­
no?, ¿cuáles son los orígenes, las limitaciones y los poderes

5 Como en «Analysis Terminable», donde Freud expone las nuevas


dificultades que el descubrimiento de la «modificación del ego» crea
para la técnica analítica. Véase también Sigmund Freud, The Ego and
the Id, ed. de James Strachey, Nueva York, W. W. Norton, 1960, pági­
nas 7-17 [trad. esp.: El yo y el ello, Madrid, Alianza, 1992].
6 Freud, «Female Sexuality», en CP, 5, págs. 253 y 254.
de nuestro conocimiento sobre nosotros mismos y (y en) el
mundo físico?, ¿qué naturaleza tiene la sexualidad huma­
na?, ¿hay reglas «naturales» que gobiernen o limiten su ex­
presión?, ¿qué es el género?, ¿cómo y por qué tienen las re­
laciones de género sus formas actuales?, ¿pueden cambiar­
se estas formas y cuáles serían los riesgos y beneficios de
hacerlo?, ¿cómo se establecen, mantienen y repiten las rela­
ciones de dominación?, ¿hasta qué punto son esas relacio­
nes aspectos necesarios e inalterables de la vida humana?,
¿cómo hemos de entender la enfermedad mental y su rela­
ción con la salud mental?, ¿qué entendemos por «curas» te­
rapéuticas, son posibles y, de serlo, por qué? Freud estaba
preocupado, a veces casi atormentado, por la incertidumbre
de las respuestas. No obstante, sus intentos de responder y
sus frecuentes negativas a plegarse a una conclusión prema­
tura o evitar sus dificultades tienen mucho que ofrecer a
quienes viven y piensan en nuestra propia era de incerti­
dumbre y transición. A medida que sigamos sus escritos so­
bre el yo, el conocimiento, el género, la justicia y la terapia,
algunas de estas comisiones y omisiones resultarán más evi­
dentes.

Constitución, límites y poderes del yo individual


Como declaran los posmodemos, los escritos de Freud
sobre la constitución, los límites y los poderes del yo desa­
fían y refuerzan a la vez las ideas ilustradas sobre los huma­
nos como seres esencialmente racionales. Sus escritos refle­
jan y están estructurados por una ontología característica que
entra en pugna con otras ideas de importantes teóricos, a las
que contradice. Según su parecer, los humanos son original y
primariamente criaturas de deseo. Nuestro ser no está defini­
do por la capacidad de razonar, como creen Platón y Kant;
por la aptitud de hablar, razonar y participar en la delibera­
ción política, como sostiene Aristóteles; o por el poder de
producir objetos de valor y necesidad, como afirma Marx.
Según Freud, «el núcleo de nuestro ser consiste en impulsos
ansiosos e inconscientes» que no pueden ser destruidos.
Cuando mucho, nuestros «procesos secundarios» más racio­
nales serán capaces de dirigir «por los caminos más expedi­
tos los impulsos ansiosos que surgen del inconsciente».
A pesar de que la mayor parte de ellos son siempre inaccesi­
bles a nuestro preconsciente o consciente, seguirán siendo la
fuerza dominante de nuestra vida mental7.
De este modo, la idea freudiana de los humanos es pro­
fundamente materialista. El objetivo básico de la vida hu­
mana, en la medida en que sólo es una, es satisfacer las ne­
cesidades humanas innatas. Sin embargo, la naturaleza de
nuestras necesidades y nuestros deseos está lejos de ser cla­
ra en sus escritos. Como es bien sabido, conceptúa esas ne­
cesidades de dos modos diferentes y hasta cierto punto con­
tradictorios: la teoría de los instintos y la teoría de las rela­
ciones de objeto. Según la primera, el origen de todos los
instintos es somático; los estímulos surgen del cuerpo y los
sentimos como una necesidad o impulso. El sistema nervio­
so y todo el «aparato psíquico» están gobernados por el
«principio de la constancia (o Nirvana)»: todo estímulo se
experimenta porque causa un aumento de tensión y por ello
puede que no resulte placentero8. El objetivo del aparato
mental es reducir esta tensión alterando de algún modo la
fuente de estimulación interna. El propósito de un instinto
«es en todo caso la satisfacción, que sólo puede obtenerse
aboliendo la condición de estimulación en el origen del es­
tímulo». El «objetivo» o ideal del aparato es mantenerse en
un estado constante e incambiable, que no es factible, pues
requeriría que el organismo «se mantuviera en condición

7 Sigmund Freud, The Interpretation o f Dreams, trad. James Stra-


chey, Nueva York, Avon, 1965, págs. 642 y 643 [trad. esp.: La inter­
pretación de los sueños, 3 vols., Madrid, Alianza, 1993]. Freud nunca a-
bandona esta idea. Cfr. uno de sus últimas obras, An Outline ofPsychoa-
nalysis, trad. de James Strachey, Nueva York, W. W. Norton, 1949, pág. 2
[trad. esp.: Compendio del psicoanálisis, Madrid, Tecnos, 1985].
8 La relación exacta entre el principio de la constancia, el del placer
y el del nirvana permanece poco claro en la obra de Freud. Cfr. su en­
sayo «The Economic Problem in Masochism», en CP, 2, págs. 255-257.
desestimulada por completo»9. Puesto que los organismos
humanos no pueden protegerse de todos los estímulos, tra­
tamos de hallar medios de descargar las tensiones que pro­
ducen. Experimentamos como grato y placentero todo lo
que satisface una necesidad. Por ello, los organismos están
gobernados por «el principio del placer», la necesidad de
reducir la tensión (desagrado) mediante la satisfacción del
instinto. Freud afirma que «lo que llamamos felicidad [...]
proviene de la satisfacción (preferiblemente repentina) de
las necesidades que han sido contenidas en un grado ele­
vado»10.
Los humanos son un sistema cerrado con una cantidad
infinita de energía libidinal y agresiva. Las conexiones con
los demás se hacen sólo cuando un individuo decide inver­
tir algo de esta energía en otro. El objetivo de esta conexión
es siempre narcisista. Los otros existen para nosotros como
medios de satisfacer nuestras necesidades, para aliviar la
frustración o para restaurar el equilibrio. Freud distingue en­
tre vinculaciones «narcisistas» y «anaclíticas» a «objetos»
(otras personas), pero un examen más atento revela que el
propósito de ambos tipos de vinculación es la auto-satisfac­
ción, no la preocupación por el otro como un ser que existe
independiente. En la elección de objeto narcisista, se puede
amar «lo que él mismo es (en realidad él mismo) [...] lo que
fue una vez [...], lo que le gustaría ser [... o] alguien que una
vez fue parte de sí mismo». En la elección anaclítica del ob­
jeto, se puede amar a «la mujer que cuida» o «al hombre
que protege»11.
Si pudiéramos mantener el equilibrio físico sólo me­
diante nuestros propios esfuerzos, no tendríamos la necesi­
dad innata de relacionamos con otras personas. Así, desde
esta consideración, los humanos no son sociales por natura­

9 Freud, «Instincts and Their Vicisitudes», en CP, 4, pág. 162.


10 Sigmund Freud, Civilization and Its Discontents, trad. de James
Strachey, Nueva York, W. W. Norton, 1961, pág. 23.
11 Freud, «Qn Narcissism: An Introduction», en CP, 4, pág. 47; véa­
se también «Instincts» en CP, 4, pág. 81.
leza; no tienen deseo o capacidad de buscar o experimentar
a otra persona como un yo que existe independiente. No es
posible la verdadera reciprocidad, aunque podemos cubrir
o racionalizar nuestro egoísmo con ideologías engañosas
como el amor romántico. Las vinculaciones con un objeto
pueden ser incluso peligrosas para el yo. Como existe una
provisión limitada de energía, la cantidad que invertimos en
otros se convertirá en una pérdida neta si nuestra necesidad
deja de ser satisfecha. Es posible que cuanto más energía in­
vierta el yo en otros, más se agote. Con cada vinculación
con un objeto, el yo se arriesga a la «melancolía», una pér­
dida de energía y autorrespeto.
La ambivalencia siempre está presente en las relaciones
amorosas. El amor puede convertirse con facilidad en odio
o sadismo, que a su vez pueden ejercerse sobre el yo o sobre
su (antiguo) objeto. En formulaciones posteriores de la teo­
ría del instinto, el impulso de muerte y el principio de nirva­
na (constancia) preceden a Eros y al principio del placer; «la
relación de odio hacia los objetos es más antigua que la de
amor»12. El amor viola el principio de constancia; las res­
puestas siempre imperfectas de los objetos elevan los nive­
les de tensión y pueden crear desagrado. El odio es una «ex­
presión de la reacción de dolor inducida por los objetos» y
«permanece en una relación íntima y constante con los ins­
tintos de preservación del yo»13.
Esta idea sobre los humanos y sus relaciones se contra­
dice en cierta medida por aspectos de la obra freudiana pos­
terior a 1914, en especial por su introducción de conceptos
tales como el superego, la transferencia positiva y el amor
objetal. En las teorías posteriores de Freud, el yo está par­
cialmente determinado por la cualidad de sus relaciones con
los otros y por el modo como se afrontan y procesan. Aho­
ra declara que el ego se desarrolla introyectando objetos, en
especial «sexuales», a los que el niño tiene que renunciar. Al
introyectar el objeto, el niño lo lleva «adentro». Al identifi­

12 Freud, «Mouming and Melancholia», en CP, 4, pág. 162.


13 Freud, «Instincts», en CP, 4, pág. 82.
carse con el objeto, el niño retiene «dentro» aquello a lo que
tiene que renunciar en el mundo «exterior»14.
En el desarrollo freudiano de la noción del superego,
también parece borrar las disyunciones radicales planteadas
con anterioridad entre yo, otro y cultura. El superego es el
«residuo» y la disolución del complejo de Edipo. El desa­
rrollo del superego conlleva y requiere la interiorización no
sólo de los padres del individuo, sino también del pasado y
de los preceptos contemporáneos de la cultura en su conjun­
to. A su vez, los padres, en especial el padre, derivan parte
de su autoridad de sus papeles como representantes de las
leyes de la cultura. A través del desarrollo del superego, as­
pectos del «mundo exterior» se convierten en parte del yo y
afectan poderosamente el carácter de nuestra experiencia
«interna». Hasta el ello se estructura de forma parcial por
los efectos de las relaciones de objeto y su interiorización.
Para que sea posible la interiorización de una relación
con otra persona, no puede haber una disyunción tan radical
entre el yo y el otro como parece implicar la teoría freudia-
na sobre el narcisismo. La existencia de relaciones persona­
les interiorizadas, que afectan de forma continua el pensa­
miento y los sentimientos del yo, niega la idea de la mente
como un espacio puramente privado, gobernado por los im­
pulsos o autocercado. En las explicaciones posteriores de
Freud sobre la formación del ego y el superego, las relacio­
nes humanas surgen de motivos diferentes a la simple nece­
sidad de reducir la frustración o restaurar un desequilibrio
en la economía libidinal.
A pesar de las muchas contradicciones existentes entre
el modelo de mente y motivación del impulso económico y
el modelo de las relaciones de objeto, Freud (a diferencia de
los analistas que le siguieron, como Lacan y Winnicott)
nunca abandona ninguna de las dos teorías. Ni parecen ha­
cerle feliz las tensiones existentes entre ambas. A pesar de
las afirmaciones de los teóricos posteriores de las relaciones

14 Freud, The Ego, pág. 19.


de objeto, Freud parece impulsado a incorporar el material
de las relaciones de objeto dentro de un modelo económi­
co15. El modelo del impulso económico y la teoría del nar­
cisismo siguen siendo las principales explicaciones para los
fenómenos psíquicos, incluso los relacionados con objetos.
Por ejemplo, Freud explica la disolución del complejo de
Edipo, al menos en los niños, en términos económicos fun­
damentalmente. El niño tiene una intensa inversión libidinal
y narcisista en su pene. Esta inversión entra en conflicto con
la consecuencia potencial de su amor objetal por la madre:
la castración. «Normalmente, en este conflicto la primera de
estas fuerzas triunfa; el ego del niño se aparta del complejo
de Edipo». Así, «el complejo de Edipo sucumbe a la ame­
naza de castración»16.
Freud también explora con sensibilidad algunas de las
vicisitudes del amor objetal. Reconoce el increíble poder
que tiene sobre el yo la viculación con los objetos, incluso
con los muertos. La «melancolía», por ejemplo, es tanto una
enfermedad relacionada con el objeto, como una enferme­
dad «constitucional». En la melancolía, «la pérdida del ob­
jeto se transforma en una pérdida del ego» y «la sombra del
objeto cae sobre el ego»1 .
Sin embargo, Freud explica el poder de los objetos para
el ser en términos económicos, no como lo harían después
los teóricos de las relaciones de objeto, por una necesidad
innata de vinculación o amor objetal. Las vinculaciones se
forman al investir la idea de una persona o relación con
energía libidinal. Cuando una persona ya no nos satisface,
debemos recuperar la energía invertida o el mundo o el yo
se sentirá vacío. Los procesos normales de luto o los proce­
sos patológicos de melancolía son medios de desprender la
energía del objeto y recapturarla para el ego. El principio de

15 Uno de los últimos teóricos de la teoría de las relaciones de ob­


jeto es Harry Guntrip, Personality Structure and Human Interaction,
Nueva York, International Universities Press, 1964, cap. 6.
16 Freud, «The Passing of Oedipus Complex», en CP, 2, págs. 72,272.
17 Freud, «Mouming», en CP, 4, pág. 159.
Nirvana continúa gobernando, incluso en la esfera de Eros o
en las vinculaciones con objetos. La continua atracción de
Freud por reorganizar su material de este modo refleja y es­
conde en parte la ansiedad que sentía hacia el género y la
«ciencia», como veremos más adelante en este capítulo.

Sexualidad e inconsciente
Por supuesto, el concepto freudiano de los humanos
como criaturas de deseo está entrelazado con teorías sobre
la sexualidad y el inconsciente, en las cuales se basa. Los
«componentes de la estructura teórica del psicoanálisis» in­
cluyen las teorías del inconsciente, «el significado etiológi-
co de la vida sexual y de la importancia de las experiencias
infantiles», así como las teorías de la resistencia y la repre­
sión18. Sin embargo, aunque estas teorías se encuentran en­
tre los aspectos más convincentes e inquietantes de su obra,
son algo contradictorias y ambiguas. Sus ideas apoyan tan­
to conceptos radicales como «normalizadores» o regulado­
res de la sexualidad. Por una parte, conceptúa la sexualidad
como el despliegue de estadios innatos, preestablecidos y
psicosexuales (oral, anal, fálico y genital). «No sólo las des­
viaciones de la vida sexual, sino su forma normal están de­
terminadas también por las manifestaciones infantiles de la
sexualidad»19. La satisfacción libidinal es una necesidad hu­
mana básica. «Zonas» diferentes del cuerpo se convierten
en los focos principales de esa satisfacción en puntos pre-
programados del desarrollo psíquico. En «lo que se conoce
como la vida sexual normal del adulto [...] la búsqueda de
placer se pone bajo el dominio de la función reproductiva».
18 Sigmund Freud, An Autobiographical Study, trad. de James Stra-
chey, Nueva York, Basic Books, 1952, pág. 74 [trad. esp.: Autobiografía:
historia del movimiento psicoanalítico, Madrid, Alianza, 1993].
19 Three Essays on the Theory o f Sexuality, tad. de James Strachey,
Nueva York, Basic Books, 1962, págs. 63-66, 68 [trad. esp.: Tres ensa­
yos sobre teoría sexual, Madrid, Alianza, 1993]; Freud, «TTie Passing of
Oedipus», en CP, 2, pág. 270.
Los distintos impulsos de la infancia se combinan «en una
unidad, una impulsión con un solo propósito»: el intercam­
bio heterosexual, de orientación genital20.
Freud es algo ambiguo acerca de si «normalidad» se uti­
liza de modo descriptivo o prescriptivo. Describe «detener­
se en» zonas o estadios anteriores (no genitales) como «fi­
jaciones inmaduras» y afirma que «todo desorden patológi­
co de la vida sexual debe considerarse con toda razón como
una inhibición en el desarrollo». Durante toda su vida, insis­
tió en que la neurosis es causada por «fuerzas sexuales ins­
tintivas»21. De este modo, toda desviación de la heterose-
xualidad genital madura sería considerada como una prueba
prima facie de enfermedad mental o «anormalidad».
No obstante, al mismo tiempo dice que incluso en casos
de la más perversa conducta sexual, como en la relación con
cuerpos muertos, «no debemos apresuramos a asumir» que
esa gente está gravemente enferma. La gente puede estar
«enferma» «sólo en la esfera de la vida sexual» y ser «nor­
mal» en otros aspectos. Las desviaciones de la heterosexua-
lidad tampoco son necesariamente pruebas prima facie de
enfermedad. Los homosexuales no deben separarse «del
resto de la humanidad como grupo de un carácter especial».
Todas las personas «son capaces de elegir un objeto homo­
sexual y, sin duda, en su inconsciente lo han hecho». Sólo
hay una forma de sexualidad. El estado «natural» del niño
es la «perversidad polimorfa», no la heterosexualidad o la
genitalidad. Así, «el exclusivo interés sexual sentido por los
hombres hacia las mujeres es también un problema que ne­
cesita aclaración y no un hecho por sí evidente»22.
También es ambiguo acerca de lo opuestas o disyunti­
vas que resultan la sexualidad «natural» y la «civilizada».
Por un lado, declara que la psicosexualidad no varía con la
historia. El modo de expresar la sexualidad puede ser y
siempre es modificado por la cultura, pero ésta no crea los

20 Freud, Three Essays, pág. 63.


21 Ibíd., pág. 29.
22 Ibíd., págs. 11,27,29,74,77.
impulsos. Siempre habrá antagonismo entre libido o deseo
y cultura, entre seres «naturales» y personas «culturales».
A pesar de la oposición entre naturaleza y cultura, no es tan
absoluta como pudiera parecer en principio. La exigencia o
el deseo no es sólo una sensación corporal. Un trieb (impul­
so) es siempre una representación mental de una necesidad
o carencia. «El concepto es, así, uno de los que se encuen­
tran en la frontera entre lo mental y lo físico» . Una exigen­
cia somática puede traducirse a una física antes de que el or­
ganismo pueda reconocerla y actuar. Este proceso de trans­
formación vuelve los impulsos vulnerables a las influencias
culturales. La pureza de lo «natural» disminuye más con la
complejidad creciente de las concepciones freudianas sobre
el inconsciente. Su concepción inicial sobre éste es relativa­
mente simple. Se expresa mediante el «proceso primario»,
que es su lugar. Las características asociadas con el «siste­
ma inconsciente» incluyen «exención de la contradicción
mutua, proceso primario (motilidad de la catexis), intempo-
ralidad y sustitución de lo físico por la realidad externa»24.
Aunque el proceso primario es a la vez psíquico y somático,
la razón se conceptúa como un proceso «secundario» loca­
lizado dentro del ego o la mente inconsciente. Sin embargo,
cuando Freud vuelve su atención del inconsciente al ego,
descubre que éste tiene sus propios procesos de negación y
defensa. Según las últimas teorías estructurales, los aspectos
del ego y el superego, así como las exigencias del ello, pue­
den ser reprimidas. La «mente consciente» y el ego ya no
coinciden.
Freud introduce ahora el concepto del «inconsciente di­
námico», que incluye los deseos libidinales reprimidos,
otros tipos de conocimiento sobre el yo y sus relaciones con
los objetos y actividades del ego o superego. Partes del in­
consciente pueden incluso no estar reprimidas: «todo lo re­
primido es inconsciente, pero no todo el inconsciente está

23 Ibíd., pág. 34.


24 Freud, «The Unconscious», en CP, 4, pág. 120.
reprimido»25. Las fronteras entre el ego, el superego y el ello
ya no son claras, fijas o impermeables. Como el ego se de­
sarrolla originalmente fuera del ello, es en primer lugar un
«cuerpo-ego» y no está aislado del superego. El mismo su­
perego es a la vez biológico y cultural; es el «resultado» de
factores históricos y biológicos, incluido el complejo de
Edipo y «la prolongada duración en el hombre de la impo­
tencia y dependencia de su infancia»26.
Como sostienen los posmodemos, en las teorías freudia­
nas, el yo se vuelve cada vez más fragmentado, descentrado
y heterogéneo en sus cualidades y dinámicas. Siempre hay
fuerzas que afectan nuestro pensamiento y conducta «racio­
nales», pero estas fuerzas sólo pueden ser (cuando mucho)
conocidas o comprendidas de forma imperfecta. La acción
de nuestro conocimiento está «contaminada» por la influen­
cia de estas fuerzas inconscientes, incluidos el deseo y la au­
toridad. El ego es el único medio de la mente capaz de pen­
samiento. Sólo él puede someter los procesos o percepcio­
nes mentales a la «pmeba de la realidad» u ordenar los
hechos en el tiempo. Sin embargo, el ego no siempre es un
testigo o fuente de información fiable debido a que en sus
relaciones con el ello, «cae demasiado a menudo en la ten­
tación de volverse adulador, oportunista y mentiroso, como
un político que ve la verdad pero quiere mantener su lugar
en el favor popular»27.
Las ambigüedades de las teorías de la libido y el incons­
ciente son también su fortaleza y utilidad. Debido precisa­
mente a que el concepto del instinto (o impulso) es a la vez
psíquico y somático, ofrece la posibilidad de sobrepasar el
dualismo mente-cuerpo, que reaparece en las teorías psicoa-
nalíticas posteriores. Muchos aspectos de la encamación y
las relaciones de objeto no narcisistas desaparecen en la teo­
ría lacaniana. En algunas versiones de las teorías de las rela­
ciones de objeto, el instinto se abandona a propósito. La ex­

25 Freud, The Ego, pág. 8.


26 Ibid., pág. 25.
27 Ibíd., pág. 46.
periencia corporal y los aspectos del deseo no relacionados
con objetos tienden a desaparecer también. «El cuerpo» o
«la biología» se asignan a los intereses de la medicina o la
psiquiatría, y se reformula el psicoanálisis como una ciencia
de «personas». Esto debilita y restringe considerablemente
el psicoanálisis y de forma más general el conocimiento,
puesto que nunca se encuentra una «persona» sin cuerpo.
La medicina y la ciencia contemporáneas, a su vez, suelen
estar demasiado dispuestas a conceptuar los cuerpos como
si existieran con independencia de las personas, deseos y ac­
ciones.
Al conceptuar la sexualidad como la fuerza impulsora
del desarrollo y la enfermedad humanos, Freud no podía
sino incluir los cuerpos, la fantasía y las dimensiones de la
experiencia relacionadas con objetos dentro de su teoría.
A pesar de que a menudo haya estado tentado a reducir el
deseo a «biología» o química, sus aspectos relacionados con
objetos le devolvieron a las relaciones interpersonales. Pero
su atención por la naturaleza obstinada y conflictiva del de­
seo evitó que «normalizara» la sexualidad y la redujera a
cuantos dictados impone una cultura en cuanto a su expre­
sión «natural» y apropiada. Su insistencia sobre los aspectos
polimórficos y frustrantes del deseo, sobre los frecuentes
fallos de los objetos para ajustarse a los deseos, proporciona
un desafío poderoso a nuestra ideología cultural, que resalta
la heterosexualidad, el romanticismo y la negación de la
complejidad del deseo y su frecuente falta de coincidencia
con el «amor».
Ninguna teoría psicoanalítica posterior ha sido capaz de
abandonar la teoría de la libido —y siguen explicando la en­
camación— o trascender los dualismos mente-cuerpo. Nin­
guna teoría puramente biológica ha podido explicar los
elementos interpersonales, culturales y de fantasía de la
experiencia humana o la enfermedad mental. Aunque las
muchas deficiencias de la teoría del instinto y el concepto
freudiano de sexualidad puede que nos tienten a abandonar­
los, estas ideas continúan manteniendo su importancia.
Operan como exigencia y advertencia para que no sucum­
bamos ante un planteamiento dualista o simplistamente uni­
tario de la relación mente-cuerpo. Así, el discurso feminista
y posmodemo pueden apropiarse de las ideas freudianas
acerca de la sexualidad y la encamación, pero deben seguir
analizándolas.

L a ( s) estructura ( s ) de la mente
y el problema del conocimiento

La mentefragmentadora
Como sostienen los posmodemos, la estructura cada vez
más compleja de las teorías freudianas socava los conceptos
de la mente en los que se apoyan los del conocimiento ilus­
trados. Freud construye teorías poderosas y complejas sobre
la mente, que contradicen y desafían muchas epistemolo­
gías contemporáneas. A diferencia de muchos filósofos,
conceptúa la mente como plenamente encamada, conflicti­
va por naturaleza, dinámica, no unitaria y constituida me­
diante procesos que son diferentes por naturaleza y no pue­
den ser sintetizados u ordenados en una organización per­
manente y jerárquica de funciones o control. Tanto la fe
racionalista en los poderes de la razón como la creencia em-
pirista en la fiabilidad del sentido de percepción y observa­
ción se basan y dependen de la capacidad de la mente para
ser determinada, al menos de forma parcial, por los efectos
del cuerpo, las pasiones y la autoridad o convención social.
Sin embargo, las teorías de Freud sobre la mente hacen que
tales creencias se vuelvan muy problemáticas. Sus últimas
teorías incorporan las cualidades que prefieren los posmo­
demos: heterogeneidad, fluidez y alteridad. La distinción
entre determinantes internos y extemos de la experiencia
deja de funcionar. La estructura y los procesos mentales se
vuelven más fragmentados, fluidos y sometidos a alteracio­
nes complejas y a menudo inconscientes. Se hace insosteni­
ble la ecuación mente y pensamiento consciente o razón, o
lo físico y lo consciente.
Cada aspecto de la mente —ego, ello y superego— se
describe y constituye ahora en y mediante las experiencias
internas y externas. Cada una es a la vez física, somática, re­
lacionada con objetos e histórica-cultural. El ello es el «re-
servorio» de la libido y por ello es a la vez psíquico y somá­
tico. También contiene «catexis del objeto» y en cierto sen­
tido también es interpersonal. Es histórico y social porque
contiene importantes «adquisiciones filogenéticas»: cada
individuo hereda todo el desarrollo cultural de la especie y
su sistema de reglas, en especial el tabú sobre el incesto. Las
«estructuras del ego de las generaciones anteriores» dejan
tras de sí sus «precipitados en el ello de su progenie»28.
El ego es una «diferenciación de superficie» del ello; es
«esa parte del ello que ha sido modificada por la influencia
directa del mundo exterior». Sin embargo, «el ego no está
separado del ello de forma abrupta; su parte inferior conflu­
ye con él». El ego «se deriva finalmente de las sensaciones
corporales [y] puede así ser considerado como una proyec­
ción mental de la superficie del cuerpo». También es inter­
personal debido a que «está formado en gran medida me­
diante identificaciones que ocupan el lugar de catexis aban­
donadas por el ello». El ego también es social e histórico.
Debido a que está estrechamente conectado al superego, lle­
va a cabo «represiones a su servicio y a instancias suyas»29.
Toda la estructura del ego puede ser modificada de forma
radical, e incluso conducida a la muerte, por las energías
destructoras del poderoso superego.
Éste tiene «íntimas relaciones» con el ello y acceso di­
recto a sus energías catéxicas (cargadas), en especial a la
agresión, que puede utilizar para sus propios objetivos, in­
dependientes del ego o contra éste. El superego es interper­
sonal debido a que es una derivación y un resultado del
complejo de Edipo. Esta derivación le pone en «relación
con las adquisiciones filogenéticas del ello». Como «here­
dero del complejo de Edipo», se deriva de las vinculaciones

28 Ibíd., pág. 38.


29 Ibíd., págs. 14-16,38 y 42.
a objetos (reprimidas) del ello (el deseo de los hijos hacia
los padres, el miedo a la castración, etc.). De aquí que el
«superego esté siempre próximo al ello y pueda actuar
como representante vis a vis del ego»30. Pero también actúa
como representante de la moralidad puesto que toda la his­
toria social de la especie está interiorizada junto con la auto­
ridad del padre. Una consecuencia paradójica de esta doble
derivación es que el lugar de nuestra consciencia, de la mo­
ralidad, está también interconectado y sobredeterminado
por nuestros instintos, en especial el de agresión. Los aspec­
tos «más elevados» y «rastreros» de la humanidad se en­
cuentran próximos, a veces inextrincablemente conectados.
Cada vez resulta más difícil localizar un aspecto de la
mente capaz de sostener un pensamiento autónomo y puro
(es decir, un pensamiento que no esté afectado por la expe­
riencia corporal, los deseos libidinales, las relaciones de au­
toridad o las convenciones culturales). Puesto que puede ha­
ber partes del ego reprimidas dinámicamente, privilegiadas
y mucho menos completas, resulta inalcanzable una percep­
ción de la operación mental. No se puede «controlar» la par­
cialidad si su origen es el material reprimido dinámicamen­
te inconsciente que es en principio inaccesible a la mente
consciente.
La afirmación freudiana de que el ego puede modificar­
se por sus propios procesos defensivos, así como por su lu­
cha con el superego y el ello, socava la creencia ilustrada en
la relación intrínseca y necesaria entre razón, autodetermina­
ción y libertad o emancipación. El ego puede recurrir a ela­
boradas racionalizaciones para la construcción y el manteni­
miento de su propia prisión de la razón. Puede tratar de aco­
modarse al tutelaje o incluso glorificarlo con la misma
facilidad que expresar el deseo de libertad. No se puede con­
fiar de lleno en las «observaciones empíricas» del ego ni en
sus meditaciones transcendentales, ni asumirse su fiabilidad.
Bajo la influencia inconsciente de deseos no resueltos, el ego
puede volverse rígido, encontrarse atrapado dentro de una
30 Ibíd., págs. 38 y 39.
compulsión por repetir. En este síndrome, los hechos presen­
tes son experimentados y reconstruidos de manera incons­
ciente en la forma del pasado. Las viejas batallas se libran de
continuo en terreno ahora conocido. La capacidad de obser­
var e interpretar los hechos presentes se daña, ya que se con­
sideran de modo inconsciente a través del prisma del pasado;
lo nuevo se transforma en una mera repetición de lo viejo.
«Ser capaz de dar razones» de la acción elegida o la de­
finición del interés propio no pueden tomarse como una
prueba sin más de racionalidad o libertad del inconsciente.
«Una reconstrucción racional» de las razones de una elec­
ción o creencia puede resultar tras el análisis una racionali­
zación elaborada de un deseo o temor, o una preparación
para ellos. La razón se puede convertir en la aliada o sierva
de la sinrazón en otros sentidos. En alianza con el superego,
en nombre de las formas presentes de autoridad, puede su­
primir deseos de verdad y de placer. A partir del miedo a un
superego punitivo, el ego puede aprender a obedecer a las
autoridades (familiares, intelectuales o políticas). Hasta
puede convencerse de que al hacerlo persigue la verdad o
expresa su propia voluntad. El ego puede ser tan dependien­
te o estar tan ligado a su capacidad de autoengaño que su
mismo sentido de la «realidad» se ve amenazado si comien­
za a no elaborar racionalizaciones.

Sueño de ciencia
De este modo, la obra de Freud se anticipa y apoya las
críticas de las teorías tradicionales sobre la mente expresa­
das en la actualidad por los filósofos posmodemos. La
mente pierde su posición privilegiada como un espacio in­
terior privado. No puede ser ni la pizarra en blanco lockea-
na, como requiere el empirismo neobaconiano, ni una
variedad de mónada, como imaginan, por ejemplo, Descar­
tes o Sartre. También se hace insostenible el individualis­
mo radical, al igual que las epistemologías que se basan en
la posibilidad de una autoobservación precisa y un acceso
y control directo y fiable a la mente y sus actividades31.
Aunque sus conceptos sobre la mente y el inconsciente
socavan las divisiones entre mente y cuerpo y razón y sinra­
zón de las que dependen las teorías racionalistas y empiris-
tas sobre el conocimiento, Freud nunca abandona una no­
ción positivista de la ciencia y el deseo de que el psicoanáli­
sis se conceptúe y acepte como tal. «Siempre sintió como
una injusticia supina que la gente rehusara tratar el psicoaná­
lisis como cualquier otra ciencia»32. El curso posterior del
psicoanálisis, en especial en Estados Unidos, se ha visto pro­
fundamente influido por los aspectos positivistas del pensa­
miento freudiano. Por esta razón, así como para comprender
sus textos de forma más adecuada, debemos explorar lo que
entendemos por «ciencia». Sus sueños de ciencia, como mu­
chos sueños, ocultan deseos inconscientes y operaciones de­
fensivas que analizo más adelante en este capítulo.
Aunque le preocupaba la adecuación de las teorías, la for­
mación y los ejercicios (en especial el de la medicina) cientí­
ficos existentes como modelos para el psicoanálisis, Freud
estaba muy influido por el cientifismo de su época. El psi­
coanálisis no va a ser una «poética narrativa», «ficción narra­
tiva» o una explicación filosófica más del relato de la vida
humana. La filosofía y el psicoanálisis representan formula­
ciones irreconciliables y antagónicas de la representación de
la verdad. Sólo la ciencia puede proporcionar conocimiento
31 Por ejemplo, la fenomenología transcendental de Husserl. Cfr. Ed-
mund Husserl, The Crisis ofEuropean Sciences and Transcendental Phe-
nomenology, Evanston, 111.,Northwestern University Press, 1970, en espe­
cial la parte 3B, parágrafo 69 [trad. esp.: La crisis de las ciencias europeas
y la fenomenología transcendental, Barcelona, Crítica, 1991]. René Des­
cartes, Discourse on Method and Other Writings, Baltimore, Penguin,
1968, en especial las meditaciones segunda y tercera [trad. esp.: Discurso
del método. Meditaciones metafísicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1989];
Jean-Paul Sartre, Being and Nothingness, trad. de Hazel Bames, Nueva
"Ybrk, Washington Square Press, 1966, en especial la parte 2, cap. 1 [trad.
esp.: El ser y la nada, Madrid, Alianza, 1989]. Thomas Hobbes, Levia-
than, Baltimore, Penguin, 1987, parte 1 [trad. esp.: Leviatán: la materia,
forma y poder de un Estado eclesiástico y civil, Madrid, Alianza, 1993].
32 Freud, An Autobiographical Study, pág. 111.
que «corresponda» a la realidad. De aquí que sólo a través de
medios científicos se pueda obtener información veraz sobre
«lo que más preocupa a los seres humanos: su propia natura­
leza». El psicoanálisis se merece nuestro interés no sólo
como método de tratamiento, sino sobre todo «habida cuen­
ta de la verdad que contiene» sobre temas tan esenciales33.
Freud se sintió obligado a frenar su inclinación a la «es­
peculación» y en vez de ello se dedicó al estudio de la me­
dicina. Su «propósito original» no era ser médico, sino sa­
tisfacer «una necesidad embriagadora de entender algunos
de los enigmas del mundo en el que vivimos y quizás hasta
colaborar algo en su solución»34. Sólo fundando una nueva
ciencia podía hacer tal contribución. «Hablando estricta­
mente, sólo hay dos ciencias: la psicología, pura y aplicada,
y la ciencia natural»: el psicoanálisis es una «ciencia espe­
cializada, una rama de la psicología»35.
El concepto freudiano de método científico contiene
una curiosa mezcla de principios racionalistas, especial­
mente neokantianos, y empiristas. Sólo hay un método
científico y el «intelecto y la mente son objetos de inves­
tigación científica iusto del mismo modo que todas las co­
sas no humanas»36. Toda ciencia se «basa en observacio­
nes y experiencias llegadas por medio de nuestro aparato
físico». Sin embargo, el sentido de la percepción primario
no puede aportar información directa sobre la realidad.
Aunque «la realidad siempre permanecerá “incognosci­
ble”, el científico puede obtener “percepciones” de las co­
nexiones y relaciones dependientes que se hallan [real­
mente] presentes en el mundo externo». «De algún
modo», estas relaciones que existen en realidad de forma
independiente pueden «reproducirse o reflejarse con fia­
33 Sigmund Freud, «Explanations, Applications and Orientations»,
en Sigmund Freud, New Introductory Lectores on Psychoanalysis, trad.
de James Strachey, Nueva York, W. W. Norton, 1965, págs. 156 y 157.
34 Freud, An Autobiographical Study, pág. 109.
35 Sigmund Freud, «The Question of a Weltanschauung», en Freud,
New Introductory Lectures, págs. 158 y 179.
36 Ibid., pág. 159.
bilidad en el mundo interno de nuestro pensamiento»37.
El psicoanalista, como el físico, descubre «métodos téc­
nicos para llenar huecos en los fenómenos de nuestra cons­
ciencia»38. El analista infiere o interpola procesos que son
incognoscibles pero de los que se asume la existencia real
habida cuenta de los fenómenos observados de forma direc­
ta. Por ejemplo, si un paciente comete un lapsus linguae
(sustituye con una palabra inapropiada la correcta), el ana­
lista infiere que está ocurriendo un proceso inconsciente
que puede explicar tanto éste como su contenido particular.
La conformidad del paciente con la interpretación del ana­
lista y su capacidad de utilizarla para producir más asocia­
ciones se toman como prueba de su entendimiento correcto
tanto del paciente como de los procesos inconscientes. El
analista utiliza la situación analítica y los métodos técnicos
de análisis (esto es, la asociación libre) «del mismo modo
que un físico hace uso de un experimento»39.
Sin embargo, aunque los analistas, como todo científico,
se esfuerzan por comprender algo «real» sobre el «mundo ex­
terior», deben reconocer que el valor de verdad de los proce­
sos inferidos es siempre provisional y abierto a debate. Tales
inferencias, como en toda ciencia, son sólo hipótesis o aproxi­
maciones. Freud trata estas hipótesis como «conjeturas» que
deben estar abiertas a la refutación. Sin embargo, no cree que
la observación esté siempre «cargada de teoría» o sea depen­
diente. Las inferencias o construcciones teóricas son simple­
mente «andamiajes intelectuales» y Freud «está deseando que
sean modificados, corregidos y determinados con mayor pre­
cisión según se acumula y tamiza más experiencia»40.
La hipótesis o inferencia de la existencia de procesos
psíquicos inconscientes «permite que la psicología ocupe su
lugar como ciencia natural semejante a cualquier otra»41. Al

37 Freud, An Outline, págs. 16 y 53.


38 Ibíd., págs. 53 y 54.
39 Ibíd., pág. 54.
40 Ibíd., pág. 16.
41 Ibíd., pág. 15.
igual que otras ciencias, el psicoanálisis insiste en que «no
hay otras fuentes de conocimiento del universo que no sea el
trabajo intelectual sobre observaciones sopesadas con cui­
dado»42. Las psicologías anteriores fracasaron porque no
podían explicar los fenómenos observados y observables
que estudia el psicoanálisis. Esta[s] «psicología[s] del in­
consciente nunca va[n] más allá de las secuencias rotas que
sin duda dependen de algo más»43.
El psicoanálisis se distingue por la búsqueda de este
«algo más» y el rechazo de todo conocimiento «derivado de
la revelación, intuición o adivinación»44. El analista intenta
captar lo real que subyace en las apariencias superficiales y
puede explicar sus huecos empíricamente observables o las
desviaciones de la conciencia «normal» (esto es, sueños,
lapsus). Esta búsqueda y creencia en una realidad estricta­
mente empírica y determinista distingue el psicoanálisis de
la filosofía o la religión. El psicoanálisis comparte, y debe
hacerlo, el Weltanschauung de otras ciencias naturales.
Freud insiste, de forma equivocada según mi opinión, en
que no tiene una Weltanschauung característica.
La explicación de la Weltanschauung freudiana está mol­
deada, cuando menos en medida semejante, por la influencia
de la filosofía ilustrada y la práctica científicaper se. Al igual
que otros pensadores ilustrados, Freud expone los argumen­
tos sobre la superioridad de la ciencia contrastando en parte
sus métodos, propósitos y resultados (idealizados) con los de
la religión o la filosofía. La ciencia sigue siendo indispensa­
ble e irremplazable debido a que sólo al científico le compe­
te obtener conocimiento verdadero. La verdad es el conoci­
miento de «lo que existe fuera de nosotros e independiente de
nosotros y, como la experiencia nos ha enseñado, es decisivo
para el cumplimiento o decepción de nuestros deseos»45.
42 Freud, «The Question of a Weltanschauung», en Freud, New In-
troductory Lecturas, pág. 159.
43 Freud, An Outline, pág. 15.
44 Freud, «The Question of a Weltanschauung», en Freud, New In­
troductor)? Lectores, pág. 159.
45 Ibíd., pág. 170.
A diferencia del filósofo, el científico no se permite la
«sobrevaloración de la magia de las palabras y la creencia
en que los hechos reales del mundo toman el curso que
nuestro pensamiento trata de imponer en ellos». A diferen­
cia de la religión, la ciencia no intenta proporcionamos la
«ilusión» de que el mundo real «se corresponde con nues­
tros anhelantes impulsos instintivos». Sólo la ciencia inten­
ta de forma realista «explicar nuestra dependencia del mun­
do extemo real». La ciencia es la única base para las mejo­
ras en la cualidad de la vida humana. A pesar de las
«relaciones dependientes» y la fragilidad del ego y la razón,
«nuestra mejor esperanza para el futuro es que el intelecto
—el espíritu científico, la razón— pueda establecer con el
transcurso del tiempo una dictadura en la vida mental del
hombre»46.

La situación analítica : conocimiento por la práctica

En gran medida, como por lo demás Freud deseaba, el


psicoanálisis no encaja —ni puede hacerlo— dentro de los
modelos racionalistas de la ciencia o el conocimiento. Ofre­
ce una nueva Weltanschauung, aunque muchas de sus impli­
caciones epistemológicas, ontológicas y éticas han de ser
exploradas o desarrolladas de forma adecuada. Es imposi­
ble comprender la naturaleza de esta Weltanschauung sepa­
rada o fuera de una consideración sostenida de la misma si­
tuación psicoanalítica, aunque los filósofos (incluidos los
posmodemos) y las feministas tratan a menudo la teoría psi­
coanalítica como si existiera aislada y no tuviera interrela-
ciones con las prácticas analíticas.
La principal «herramienta de investigación» para el psi­
coanálisis es la situación analítica. El proceso analítico y el
conocimiento que genera no pueden entenderse o localizar­
se dentro de los conceptos de ciencia tradicionales. El fallo

46 Ibíd., págs. 166,171,174 y 175.


138
de Freud y muchos de sus seguidores en aceptar este hecho
aclara en parte su incapacidad para explicar un fenómeno
central de la situación analítica —la transferencia— y, de
este modo, la eficacia terapéutica del psicoanálisis. Su re­
tención de un modelo de teoría y práctica psicoanalítica
empirista (y en Estados Unidos médica) cumple también
funciones defensivas, que incluye la negación del carácter
esencialmente interrelacionado e intersujetivo del proceso
analítico. Esta actitud defensiva debilita a los teóricos del
psicoanálisis y los vuelve incapaces de hacer un uso pleno
de la rica información clínica que queda descubierta en la
situación analítica y también incapaces de desarrollar una
epistemología que pueda servir como base para una explica­
ción más adecuada de la naturaleza del conocimiento analí­
tico y sus implicaciones para «otras ciencias humanas».
Para ver por qué el psicoanálisis no puede ni debe tratar
de ser una ciencia empírica o natural y comprender mejor
qué clase de conocimiento puede generar, hemos de consi­
derar de forma más precisa el proceso analítico. Los escri­
tos de Freud sobre la situación psicoanalítica revelan contra­
dicciones subyacentes en sus teorías y epistemología. Con
el fin de iluminar por completo sus huecos y omisiones so­
bre el conocimiento y la situación analítica, debemos añadir
una sensibilidad posmodema a los efectos de los sueños de
ciencia ilustrados, junto con una consciencia feminista del
poder penetrante de las relaciones de género. La propia obra
freudiana no está libre de los efectos oscurecedores del
«gran enigma del sexo». Las ansiedades acerca del género
afectan en profundidad sus conceptos sobre el conocimien­
to, supuestamente neutrales en cuanto al género, y la natura­
leza de la práctica psicoanalítica.
¿Qué pensó Freud que estaba haciendo durante todas
esas horas que pasó en su consultorio? Es más fácil decir lo
que no pensaba que es el psicoanálisis, puesto que sus escri­
tos sobre el tema a menudo intentan corregir errores de aná­
lisis. Estos errores son recurrentes también en los escritos
contemporáneos sobre el tema. Por ejemplo, en contra de la
opinión de algunos comentaristas contemporáneos como
Habermas, Freud no creía que el psicoanálisis sea sobre
todo un proceso lingüístico o narrativo47. El factor patológico
en la neurosis no es la ignorancia, sino las «resistencias inter­
nas». La tarea de la terapia es combatirlas. En ese combate, el
discurso es el medio preferido, pero no puede ser el arma
principal. De hecho, «si el conocimiento sobre su inconscien­
te fuera tan importante para el paciente como la inexperien­
cia en el psicoanálisis imagina, sería suficiente para curarle
que fuera a conferencias o leyera libros. Sin embargo, tales
medidas tienen tan pocos efectos sobre los síntomas de la en­
fermedad nerviosa como la distribución de cartas de menú en
tiempo de hambruna a la gente que la padece»48.
En contra de las ideas que Grünbaum le atribuye, Freud
no declara que una percepción cenital o un aumento de ca­
pacidad de autorreflexión sea el factor determinante en el
éxito terapéutico del psicoanálisis49. El significado y la tras­
cendencia de la «percepción» no puede entenderse fuera del
contexto que proporciona sus connotaciones y posición ca­
racterísticas: la relación de transferencia según se experi­
menta en la situación analítica. La capacidad de una percep­
ción y autorreflexión verídicas debe aumentarse mediante
una interpretación precisa de la relación de transferencia.
Sin embargo, mejorar la capacidad de percepción y de inter­
pretación del analista ante la resistencia y la transferencia
son sólo aspectos de un proceso muy complejo.
Transferencia y resistencia, en vez de percepción cenital
o la «discusión de taijas», son los aspectos más definitivos

47 Cfr. Jürgen Habermas, Knowledge and Human Interests, Boston,


Beacon Press, 1971, especialmente el capítulo 10 [trad. esp.: Conoci­
miento e interés, Madrid, Taurus, 1992]; y su Communication and the
Evolution ofSociety, Boston, Beacon Press, 1979, caps. 1-3; y Donald
Spence, Narmtive Truth and Historical Truth: Meaning and Interpreta-
tion in Psychoanalysis, Nueva York, W. W. Norton, 1982.
48 Sigmund Freud, «Observations on “Wild” Psychoanalysis», en
CP, 2, págs. 301 y 302.
49 Adolf Grünbaum; «Epistemological Liabilities of the Clinical
Appraisal of Psychoanalytic Theory», Psychoanalysis and Contempo-
rary Thougth, 2,1979, págs. 451-526.
del psicoanálisis. Sin embargo, es precisamente sobre el
tema crucial de las relaciones de transferencia cuando la
ambivalencia de Freud se vuelve más aguda. Su explicación
de la naturaleza de su relación y la naturaleza epistemológi­
ca de los «datos» que produce es contradictoria y oscura en
extremo50. Casi de forma simultánea, expone la necesidad
del analista de permanecer frío y distante y de ahí que exis­
ta una alianza genuina y positiva entre éste y paciente, no
sólo una relación de transferencia. A veces, el proceso ana­
lítico se describe en el lenguaje de la ciencia natural o medi­
cina, como si el analista fiíera un científico que se enfrenta
a unos datos o un cirujano que debe asegurarse de que el
teatro de operaciones no está contaminado. La situación
analítica también se describe en lenguaje marcial como una
batalla en curso, en la que el analista y el paciente son a ve­
ces aliados y a veces enemigos en una constelación cam­
biante de fuerzas51. Con frecuencia, Freud admite compun­
gido que los «grandes batallones» parecen estar del lado del
paciente.
También insiste en el carácter especial de la relación en­
tre analista y paciente, que debe basarse en «el amor a la
verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad [...] que
descarta cualquier clase de farsa o engaño»52. La forma
práctica de este amor a la verdad es la fidelidad del analista
y paciente a la «regla analítica». Para el paciente, significa
tratar de decir lo que le venga a la mente sin una censura

50 Cfr. Merton M. Gilí, Analysis o f Transference, vol. 1, Nueva


York, International Universities Press, 1982.
51 Freud usa con frecuencia la imaginería marcial. Cfr. Sigmund
Freud, The Question ofhay Analysis, Nueva York, W. W. Norton, 1965,
págs. 61 y 62; y «Analysis Terminable», en CP, 5, pág. 343. Utiliza la
metáfora de un cirujano en «Recommendations for Physicians on the
Psychoanalytic Method of Treatment», en CP, 2; y en «Tumings in the
Ways of Psycho-analytic Therapy», en CP, 2. Sobre la influencia de las
prácticas médicas sobre la comprensión de Freud de sí mismo y el psi­
coanálisis, véase Leo Stone, The Psychoanalytic Situation, Nueva York,
International Universities Press, 1961, págs. 9-66.
52 Freud, «Analysis Terminable», en CP, 5, pp 351 y 352.
previa (asociación libre); para el analista, escuchar «con una
atención constante» sin prejuicios acerca de la importancia
relativa del significado que tenga para el paciente cualquie­
ra de sus asociaciones.
Freud también resulta ambiguo sobre el papel de la su­
gestión en el proceso analítico y sobre la clase de verdad
que surge mediante el análisis. Estos temas están interrela-
cionados porque, según los criterios empiristas sobre la ver­
dad, los «datos» admisibles no deben «contaminarse» en
—o por— el proceso de descubrimiento mediante el que se
obtienen. Freud admite y niega que la eficacia terapéutica
del análisis dependa del poder de sugestión. Lo que se reco­
bra en éste se llama de forma alternativa la «verdad» de lo
que sucedió «real», empíricamente (el modelo arqueológi­
co) y una «construcción» de lo que sucedió53.
Por último, Freud recurre a una cierta idea de transferen­
cia para «resolver» el problema de la contaminación me­
diante la sugestión. Incluso si el análisis depende de la su­
gestión, sus efectos pueden controlarse. Durante el curso de
un análisis, la sugestión puede rastrearse hasta su origen en
los fenómenos de transferencia. Ésta es una enfermedad ne­
cesaria pero reversible, estimulada por la situación analítica
pero causada por la misma dinámica inconsciente del pa­
ciente. Cuando se resuelva la transferencia, las influencias
«contaminantes» de la sugestión también desaparecerán; los
datos producidos en la situación analítica serán limpiados a
medida que avance el proceso.
Este intento de resolver el problema de la sugestión se
basa en ciertas asunciones sobre los orígenes de su poder y
la naturaleza de la relación analítica. Pretende rescatar o
preservar el psicoanálisis como una forma de conocimiento
de base empírica, pero finalmente no lo logra. También fra­
casa como explicación de la situación analítica. El poder de
sugestión se dice que surge de fuentes inconscientes. A una

53 Sigmund Freud, «Constructions in Analysis», en CP, 5, presenta


ambas afirmaciones.
relación actual se le infunde la autoridad y los sentimientos
de una pasada, por lo general paternal. El poder continuo
pero inconsciente del pasado hace a un individuo vulnerable
al juicio de autoridad presente y susceptible a su influencia.
El material de transferencia puede surgir en diferentes
relaciones, incluidas las que existen entre profesor-alumno,
dirigente religioso-seguidor, esposa-esposo y médico-pa-
ciente. Sin embargo, sólo en el análisis se hace objeto de
investigación. El propósito de esta investigación es doble:
diseccionar la transferencia en todas las formas en que apa­
rezca y por último disolverla. Durante el curso de un análi­
sis, las resistencias se transforman en transferencia negativa
o se expresan mediante ésta. Es por este medio sobre todo
como el conflicto interno puede hacerse accesible para «tra­
bajar en él». Después de todo, nadie puede ser colgado in
absentia.
Pueden quedar sin terminar actos previos de represión si
el paciente no es capaz de repetirlos de forma inconsciente
en el proceso analítico. El papel de la interpretación es ayu­
dar al paciente a hallar sentido (literalmente) a las experien­
cias de transferencia, así como a los sueños y lapsus lin­
guete. A medida que avanza el proceso analítico, el ego se
transforma; gana más autonomía y se vuelve menos rígido
en respuesta a demandas inconscientes. La compulsión in­
consciente que se debe repetir es reemplazada de forma gra­
dual por un grado mayor de elección consciente. Sólo pue­
de determinarse si una interpretación o percepción fue verí­
dica una vez que se disuelve la transferencia: en un análisis
logrado, el pasado pierde su poder sobre el paciente de for­
ma gradual y así «todo lo que no es preciso en las conjetu­
ras del doctor se abandona [...] ha de dejarse y reemplazar­
se por algo más correcto»54.
La «objetividad» de las interpretaciones clínicas y la
percepción verídica depende de la capacidad del paciente y

54 Freud, «Analytic Therapy», en Freud, Introductory Lectures, pági­


na 282.
del analista para darse cuenta de los efectos del inconscien­
te sobre ellos mismos y sobre su relación. La neurosis del
paciente y el material de contratransferencia del analista im­
piden el desarrollo de la percepción y de una relación me­
diante la cual tales impedimentos se experimentan como
problemáticos. Resulta presumible que cuanto más se apro­
xime un análisis al ideal, mayor es la probabilidad de que la
«verdad» sobre el pasado del paciente, las defensas del ego
y las fantasías emeijan.
No obstante, ¿qué es la verdad? ¿Cuál es su base y su
posición epistemológica? ¿Por qué debemos nosotros o el
paciente aceptar una afirmación acerca del significado de
experiencias particulares, conocimiento o naturaleza huma­
na basadas en material producido o evocado por el proceso
psicoanalítico? Las respuestas de Freud a estas preguntas
son complejas y finalmente insatisfactorias. Si se sigue la
cuestión de la verdad, se pueden traer a la superficie algunas
de las omisiones constructivas que regulan el discurso psi­
coanalítico. El tratamiento freudiano de esta cuestión se
apoya en varios conceptos interconectados, en particular en
la «objetividad» del analista y en la «pureza» de la relación
de transferencia. Sirviendo de base a estos conceptos se en­
cuentran las teorías del narcisismo y los impulsos, la ciencia
y la verdad. Cada uno de estos conceptos es estructurado
por el deseo de Freud de mantener su sueño de ciencia y por
sus ansiedades acerca del género.
Niega de forma continua que el analista y el paciente es­
tén vinculados en una relación única e íntima. El análisis
usa el narcisismo del paciente, pero no puede transformarlo.
El narcisismo primario es la condición humana original.
Cada persona nace con una cantidad fija de libido. Al prin­
cipio, toda esta energía se fija en el yo. La meta del huma­
no, como la de cualquier otro organismo, es mantener el
equilibrio interno (homeostático). Debido a la indefensión
física inicial de los bebés humanos y a la incapacidad del
ello para ocuparse de probar la realidad, no es posible la au­
tosuficiencia. Debemos dirigimos a los otros para satisfacer
nuestras necesidades. Sin embargo, los otros parecen ser
como «cosas en sí mismas» según la filosofía kantiana55.
Sabemos que deben existir porque, sin ellos, no serían posi­
bles ciertas estructuras físicas y la misma vida. Pero sólo se
puede conocer a las otras personas cuando nosotros las
construimos, nunca como son en sí mismas, separadas de
nuestras fantasías y revestimientos libidinales.
Como las relaciones humanas son sólo una proyección
mutua, si una de las partes puede abstenerse (es decir, evitar
proyectar y usar a los otros como medios de autogratifica-
ción), esta persona se convertiría en una fachada en blanco
o en una pantalla de cine vacía. Ésta es la situación ideal en
el análisis. El analista se abstiene de proyectar y se convier­
te en un «espejo» para el paciente. Las proyecciones del pa­
ciente rebotan contra el espejo como los rayos de luz sobre
un cristal. Estas proyecciones brillan tanto en el espejo del
proceso analítico, que el paciente se ve forzado a reconocer
su existencia como tales. Puesto que el paciente es un narci-
sista por naturaleza y el analista es un espejo, lo que el pa­
ciente ve es él mismo (es decir, sus propios deseos, fanta­
sías, etc. reprimidos), como deseos producidos por él y no
por el analista como persona que actúa sobre él o interactúa
con él. Después de todo es su película, en la que sólo él ac­
túa, dirige, produce y proyecta. Lo que proyecta se deriva
solamente de su propia experiencia pasada reprimida.
Como todos los neuróticos, conoce sólo ese guión.
Estos deseos reprimidos se basan en la posibilidad de
una relación de transferencia y se experimentarán en ella. El
análisis obliga al paciente a reconocer la existencia, el con­
tenido real y el poder de estos deseos. Una vez que se llevan
a la luz de la conciencia, los deseos y los síntomas que los
satisfacen en parte pueden seguirse hasta estadios psicose-
xuales o relaciones de objeto anteriores. De este modo, pue­
de romperse el hechizo del pasado.
El proceso analítico funcionará y la precisión del reflejo

55 Sigmund Freud, «Further Recommendations in the Technique of


Psycho-Analysis. Recollection, Repetition and Working Through», en
CP, 2, págs. 374-376.
del paciente en el espejo sólo podrá garantizarse si el analis­
ta permanece neutral (esto es, se abstiene de proyectar sus
deseos propios, fantasías, etc., sobre el paciente). «El médi­
co debe ser impenetrable para el paciente y, como un espe­
jo, no reflejar nada más que lo que se le muestre»56. El ana­
lista debe estar tan ausente y no relacionado como las expe­
riencias infantiles de la madre/otro en los estadios iniciales
del narcisismo primario. La neutralidad del analista o au­
sencia-abstinencia depende a su vez del éxito de su forma­
ción analítica y su capacidad para una introspección conti­
nua e implacable, que incluye la disposición a reentrar en el
análisis o la supervisión si es necesario.
En esta descripción, la situación analítica es como el la­
boratorio empírico: permite que ocurran fenómenos de for­
ma natural para poderlos repetir en un entorno controlado.
Si un número suficiente de pacientes recrean más o menos
el mismo drama, podemos comenzar a tener cierta confian­
za en las teorías que hemos construido para explicar «los
retorcimientos y vueltas» del proceso psicoanalítico. Pues­
to que la neurosis es sólo una exageración del proceso psi­
coanalítico de la gente «normal», como puede comprobar­
se por el hecho de que todos soñamos, tenemos lapsus y de­
más, la experiencia clínica puede usarse para corroborar
afirmaciones generales sobre la naturaleza humana, la en­
fermedad mental y los procesos psicológicos umversalmen­
te compartidos. Los datos clínicos pueden utilizarse para
corroborar hipótesis psicoanalíticas fundamentales, como
la afirmación de que la etiología de la neurosis estriba en
las vicisitudes de los instintos, en especial en la represión de
los deseos y excitaciones que surgen de «los instintos que
componen la vida sexual» o están asociados con ella. Los
«datos» también determinarán si los instintos que se mani­
fiestan «psicológicamente» como sexualidad desempeñan
un papel prominente o «exclusivo» en la «causalidad de la
neurosis»57.

56 Ibíd., pág. 331.


57 Freud, An Outline, pág. 43.
Sin embargo, un modelo empirista de la situación psi­
coanalista resulta inadecuado. Una explicación tal contradi­
ce directamente otros aspectos del proceso. Freud compara
el psicoanálisis con un proceso arqueológico y declara que
«depende sólo de las técnicas analíticas que podamos lograr
traer a la luz lo que está escondido por completo». Sin em­
bargo, también admite que «muy a menudo» una convic­
ción segura de la verdad de la construcción logra el mismo
resultado terapéutico que una memoria recobrada58. Des­
afortunadamente, «el problema de cuáles son las circunstan­
cias en las que esto ocurre y de cómo es posible que lo que
parece ser un sustituto incompleto produzca un resultado
completo» se deja para una investigación «posterior» nunca
terminada59.
Parece razonable asumir que el hecho de que «una con­
vicción segura de la verdad» pueda tener el «mismo resulta­
do terapéutico que una memoria (real) recobrada» algo ten­
drá que ver con la relación existente entre analista y pacien­
te. Pero aquí nos topamos con una de las paradojas de las
teorías freudianas: ¿cómo puede alguien, sobre todo narci-
sista, tener otras relaciones que no sean las de transferencia?
Cabe suponer que en el caso del análisis, los pacientes aca­
ban cansándose de tratar de implicar al analista abstinente
en su sistema ilusorio y deciden que tal empresa es un des­
perdicio de energía libidinal. Probablemente, los pacientes
también descubren a través del análisis cuáles de sus fanta­
sías preexistentes son beneficiosas e invierten energía libi­
dinal en maximizar la gratificación de las más prometedo­
ras. Lo que no parece posible, ya sea en la situación analíti­
ca o en la teoría freudiana de forma más general, es que un
narcisista gobernado por los impulsos pueda experimentar
también «amor objetal» y mucho menos el aspecto de trans­
ferencia positiva que no surge de los sentimientos agresivos
ni de los deseos eróticos. No obstante, Freud declara que en
el análisis es posible hacer exactamente esto. Así, se estable­

58 Freud, «Constructions in Analysis», en CP, 5, pág. 368.


59 Sigmund Freud, «Dynamics of Transference», en CP, 2, pág. 319.
ce una «alianza de trabajo» o una transferencia «positiva»
con el analista. La transferencia positiva «provoca un resul­
tado satisfactorio en el psicoanálisis, como en todos los de­
más métodos de recuperación»60.
¿Qué es lo que hace posible a los pacientes entrar en una
alianza terapéutica con el analista? ¿Por qué es la alianza el
factor crucial en los efectos recuperadores del psicoanálisis?
¿Cómo y por qué funciona? ¿Qué aspecto(s) de la estructu­
ra mental o de sus procesos dinámicos hace(n) posible una
alianza semejante y mucho menos terapéutica? Freud es in­
capaz de responder estas preguntas. No proporciona una so­
lución adecuada al «enigma» de la transferencia, a pesar de
su carácter central en su teoría y práctica.

Conocimiento: ciencia, género y política

Parte de la solución tanto al enigma de la transferencia


como a la incapacidad de Freud para resolverlo radica en
comprender las relaciones interpersonales del analista y el
paciente. Freud niega con insistencia que exista esta inte-
rrelación. Mantiene una opinión de la situación analítica en
la que el analista es el objeto del paciente, el paciente es el
objeto del analista y cada persona puede ser un sujeto sólo
separado del objeto. Su uso frecuente de la imaginería
bélica para describir el proceso analítico no carece de sig­
nificado. Sin duda, la guerra es una de las prácticas huma­
nas más agresivas y con mayor capacidad de convertirse en
objeto.
Su uso persistente de estas metáforas para el papel del
analista como cirujano, espejo o general resulta especial­
mente desconcertante puesto que su práctica clínica no se
adecúa a las recomendaciones «técnicas» para la práctica
del psicoanálisis. Según los relatos de sus pacientes, Freud
expresaba una preocupación activa por su bienestar. Man­
tenía una correspondencia cálida y extensa con algunos an­
60 Ibíd., págs. 214-319.
tiguos pacientes. Les prestaba dinero mientras se estaban
analizando con él. Al menos una vez, alimentó a un pa­
ciente (el «Hombre Rata») cuando tuvo hambre. En la si­
tuación analítica, también estaba lejos de ser silencioso o
abstenerse. Aconsejaba a sus paciente sobre asuntos tales
como si debían divorciarse o asistir a la escuela médica. In­
cluso les daba charlas durante la hora de análisis sobre los
posibles orígenes de los artefactos de su consultorio y so­
bre la historia de la arqueología, el antiguo Egipto y otros
temas61.
Aunque sin duda existen muchas razones que justifi­
quen su negación de las cualidades intersubjetivas de la re­
lación existente entre el analista y el paciente, dos parecen
especialmente importantes para entender tanto su propia
obra como sus posibilidades y limitaciones como una forma
de conocimiento de transición. Parte de las tensiones y am­
bigüedades de los conceptos freudianos sobre el análisis y el
conocimiento pueden explicarse por sus intentos continuos
de encuadrar el proceso analítico, el material clínico y el co­
nocimiento que generan en categorías inapropiadas. Su ello
clínico socava de forma continua y afortunada su superego
«científico»; no obstante, persigue con insistencia su sueño
de ciencia.
Lo hace en parte debido a la fuerza continua de la narra­
tiva ilustrada. En tiempos de Freud, y en gran medida en los
nuestros, las pretensiones de verdad deben pasar exámenes
empíricos o racionalistas. La «ciencia» y el «conocimiento
fiable» siguen estando confundidos, como lo están en los
escritos freudianos sobre el tema de la verdad y el Weltans-
chauung del psicoanálisis. El poder persuasivo de su narra­
tiva también puede verse en el interminable debate entre los
analistas y otros acerca de si el psicoanálisis es o puede ser

61 Cfr. las explicaciones de las experiencias de los pacientes con


Freud en Hendrix M. Ruitenbeek (ed.), Freud as We Knew Him, Detroit,
Wayne University Press, 1973; y HD, Tribute to Freud, Nueva York,
McGraw-Hill, 1956.
una ciencia62. Si ciencia y conocimiento racional (real) no
estuvieran confundidos, la cuestión de si el psicoanálisis se
«merece» o no una «posición» científica carecería de im­
portancia. No obstante, el mismo Freud cree que si el psi­
coanálisis no es una ciencia, sus pretensiones de verdad no
pueden ni deben ser tomadas en serio. Esta creencia sigue
siendo una influencia poderosa, incluso coactiva, dentro de
la «práctica discursiva» del psicoanálisis. Quizás Freud tam­
bién sintiera la necesidad de legitimar su «objetividad» de
ciencia para contrarrestar el rechazo del psicoanálisis como
una ciencia «judía»63.
No obstante, el psicoanálisis no se ajusta ni puede ajus­
tarse a las narrativas ilustradas del conocimiento. Al tratar
de hacerle cumplir los criterios preexistentes para las pre­
tensiones de verdad, en especial según han sido expuestos o
«reconstruidos racionalmente» por los filósofos de la cien­
cia, los analistas debilitan la innovación y fuerza de sus con­
tribuciones potenciales a la filosofía del conocimiento.
Aunque Freud trata de negar o «controlar» la naturaleza
«contaminada» e intersubjetiva del conocimiento psicoana-
lítico, estas cualidades son las que lo hacen más valioso
como práctica posmodema y como alternativa a los discur­
sos de poder/conocimiento existentes. El psicoanálisis se
entiende mejor como una forma de «trabajo de relación»
que como una ciencia empírica o natural, incluso desde la
propia explicación freudiana del proceso analítico, resulta
claro que los «datos» y métodos del psicoanálisis son rela­
ciónales e intersubjetivos. Su «lógica de descubrimiento»,
como se practica en la situación analítica, entra en conflicto
inmediato y directo con la idea empirista del yo como algo
distinto y separado del objeto. Es inapropiado rechazar los
62 Expongo este debate y sus limitaciones en Jane Flax, «Philo­
sophy and the Philosophy of Science: Critique or Resistance?», Journal
o f Philosophy, 78, núm. 10 (octubre de 1981), págs. 561-569. Véase
también Louis Breger, Freud’s Unfinished Joumey, Boston, Routledge
&KeganPaul, 1981.
63 Cfr. Peter Gay, Freud, Jews and Other Germans, Berkeley y Los
Ángeles, University of California Press, 1981, cpa. 1.
datos generados dentro de esta situación por ser sólo «intui­
tivos», «irracionales» o estar «contaminados desde el punto
de vista epistemológico», puesto que un juicio semejante
presupone exactamente lo que el psicoanálisis pone en cues­
tión. La práctica psicoanalítica desafía el significado, la po­
sibilidad, o si resulta deseable una división absoluta entre el
sujeto y el objeto en la búsqueda de un conocimiento fiable.
El psicoanálisis también pone en cuestión la asunción
de que el pensamiento racional y la acumulación de conoci­
miento fiable requiere la supresión o el control del senti­
miento «subjetivo» y que la «razón» es la única fuente o la
mejor de conocimiento. Los analistas deben tener en cuenta
sus propios sentimientos y ser capaces de usarlos. Han de
poder experimentar los estados sentimentales del paciente
de forma compenetrada. Los estados sentimentales tanto del
paciente como del analista proporcionan una información
importante acerca del mundo interno del paciente, así como
de la relación que existe entre los dos miembros de la alian­
za terapéutica. El paciente necesita a veces usar los estados
sentimentales del analista o verse «contenido en ellos»64.
Una percepción racional sola no es una base adecuada para
producir conocimiento analítico o éxito terapéutico. Final­
mente, la reciprocidad entre analista y paciente, la no sepa­
ración entre el sujeto y el objeto, es la meta del análisis. Su
meta es también cambiar, su objeto (paciente-sujeto) y sus
«leyes de causalidad», no sólo usarlos o descubrirlos, como
en la ciencia natural empírica.
Proporcionar una explicación del sujeto analítico o eva­
luar el conocimiento generado en el análisis requiere una
epistemología que sea a la vez empírica, intersubjetiva y
esté concebida en función del proceso. Una epistemología
semejante no existe, aunque algunos de sus elementos están
64 Sobre las ideas de continente y contenido, véase W R. Bion, At-
tention and Interpretation, Londres, Tavistock, 1970. Sobre los estados
sentimentales de paciente y analista, véase Harold Searles, Counter-
tmnsference and Related Subjects: Selected Papers, Nueva York, Inter­
national Universities Press, 1979; y Michael Balint, The Basic Fault,
Nueva York, Brunner/Mazel, 1979.
presentes en la obra de filósofos como Wittgenstein, Gada-
mer, Hegel, Habermas y Kuhn, así como en una considera­
ción más precisa de la situación analítica65. El material ge­
nerado en la situación clínica nunca será plenamente incor­
porado o se le hará justicia a menos que se capten todos los
aspectos diferentes de su sujeto-objeto. Este sujeto es un ser
encamado, histórico, social, pensante, hablante y deseante,
en relación continua con otros seres semejantes (internos y
extemos), incluido el analista. Los intentos existentes de re-
conceptuar el proceso y el conocimiento generado por el
análisis fracasan en parte debido a que no tienen en cuenta
o sacrifican uno o más de estos aspectos. Para usar este rico
material de lleno, debemos analizar y rechazar el sueño de
ciencia freudiano.
Aunque Freud no logra superar las limitaciones de los
conceptos de conocimiento racionalistas o empiristas, tiene
una visión mucho más amplia de los requisitos necesarios
para la práctica exitosa de esta «profesión imposible». La
instrucción en una «universidad de psicoanálisis» debería
incluir «ramas del saber que están alejadas de la medicina y
con las que el doctor no se encuentra en el ejercicio de su
profesión: la historia de la civilización, la mitología, la psi­
cología de la religión y la ciencia de la literatura. Si no se
encuentra a gusto con estos temas, gran parte de su material
no le servirá de nada a un analista»66.

65 Estoy pensando en Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investiga-


tions, Nueva York, MacMillan, 1970, en especial la parte 2, sec. 9 [trad.
esp.: Investigacionesfilosóficas, Barcelona, Crítica, 1988]; G. W E He­
gel, The Phenomenology o f Mind, Nueva York, Harper & Row, 1967, par­
tes A y B [trad. esp.: Fenomenología, Madrid, Alhambra, 1987]; Hans-
Georg Gadamer, Philosophical Hermeneutics, Berkeley y Los Angeles,
University of California Press, 1976; Habermas, apéndice a Knowledge;
Tilomas Kuhn, The Structure o f Scientific Revolutions, Chicago, Univer­
sity of Chicago Press, 1962 [trad. esp.: La estructura de las revoluciones
científicas, Madrid, FCE, 1990]; la plenitud de Friedrich Nietzsche en
Thus Spoke Zamthustra, Nueva York, Viking Press, 1954, y su intento de
recobrar y revalorizar lo «dionisiaco» también proporciona claves impor­
tantes [trad. esp.: Asi habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 1993].
66 Freud, Question o f Lay Analysis, págs. 93 y 94.
La formación analítica, en especial en Estados Unidos,
no ha logrado cumplir estas normas. Una consecuencia de
restringir el alcance del análisis —sea en nombre de la «or­
todoxia», la ciencia o el progreso— ha sido el empobre­
cimiento de su teoría y práctica. En la formación de los
analistas y en la amplitud de conocimiento e investigación
requeridos, Freud estableció reglas para la práctica discur­
siva del psicoanálisis a las que los analistas contemporá­
neos deben adherirse. El carácter de esta formación propor­
ciona también más pruebas del hecho de que el psicoanáli­
sis no puede ajustarse a las reglas discursivas de la ciencia
ilustrada.
La negativa de Freud a que existiera interrelación entre
paciente y analista también se origina en sus ansiedades so­
bre las relaciones de género. Las teóricas feministas ofrecen
valoraciones ambivalentes y conflictivas del psicoanálisis.
Algunas lo rechazan simplemente por la patente parcialidad
masculina de Freud. Otras han descubierto que las parado­
jas de su teoría son un objeto de análisis útil y revelador. Al­
gunas escritoras tratan de dividir la obra de Freud en las par­
tes afectadas por sus ansiedades y parcialidades acerca de
las mujeres (es decir, los ensayos sobre la «feminidad») y
las que no lo están67. El segundo planteamiento es el más
fructífero. Toda la obra de Freud está invadida, estructurada
y limitada por ansiedades sin examinar acerca del género y
las relaciones que concita.

67 Kate Millet, Sexual Politics, Nueva York, Doubleday, 1969, re­


presenta un ejemplo temprano e influente de este primer planteamien­
to. Juliet Mitchell, Psychoanalysis and Feminism, Nueva York, Pant-
heon, 1974, en especial las págs. XV-15, representa un ejemplo del ter­
cero. Véanse sus ensayos «Psychoanalysis: Child Development and
Femininity» y «The Question of Femininity and the Theory of
Psychoanalysis», en Juliet Mitchell, Wornen: The Longest Revolution,
Londres, Virago Press, 1984. Mi propia obra representa el segundo
planteamiento. Me refiero a los siguientes ensayos de Freud: «Female
Sexuality», en CP, 5; «Femininity», en Freud, New Introductory Lecto­
res, y «Some Psychological Consequences of the Anatomical Distinc-
tion Betwen the Sexes», en CP, 5.
Las limitaciones de la autoconsciencia freudiana son
sintomáticas de creencias occidentales dominantes y han
sido repetidas en gran parte de la obra psicoanalítica poste­
rior. Un importante legado de la propia «consciencia des­
graciada» de Freud puede hallarse en un duradero conjunto
de antinomias entrelazadas y con género que invaden casi
todo el discurso psicoanalítico, comenzando por el suyo.
Entre las antinomias recurrentes más importantes están las
siguientes:
.
1 naturaleza contra cultura
2. los otros contra el yo
3. la economía de la libido contra la teoría de las rela­
ciones de objeto
4. cuerpo contra mente
5. paciente contra analista
Cada una de estas antinomias tiene que ver con el géne­
ro. Todos los conceptos sobre lo correcto se «inscriben» en
el lado de la masculinidad; los de la izquierda se asocian con
lo femenino. Nunca se puede examinar con éxito el psicoa­
nálisis ni liberarlo de sus limitaciones pasadas sin prestar
mayor atención a los análisis feministas sobre las dinámicas
y efectos de las relaciones de género. No obstante, muchos
analistas, al menos en su obra publicada, continúan pasando
por alto los escritos feministas sobre género y psicoanáli­
sis68. Tampoco los posmodemos han prestado una atención
adecuada a muchos de los efectos oscurecedores del enigma
del sexo sobre el discurso psicoanalítico. Así, para adquirir
un entendimiento más pleno sobre el significado y predomi­

68 Las recientes obras de Spence, Narrative Truth; Gilí, Analysis o f


Transference; y Breger, Freud’s Unfinished Joumey, aunque son exce­
lentes en muchos aspectos, no mencionan los efectos distorsionadores
del género en la obra freudiana o en la teoría psicoanalítica en su con­
junto. Tal ausencia también domina otra obra reciente muy alabada, Jay
R. Greenbeig y Stephen A. Mitchell, Object Relations in Psychoanali-
tic Theory, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1983.
nio de estas antinomias, resulta necesario estudiar el análisis
feminista y posmodemo. Entre sus elementos esenciales se
cuenta una mayor atención a los dualismos de género ex­
puestos arriba. A su vez, la prueba de que hasta los concep­
tos freudianos de apariencia neutral en cuanto al género es­
tán afectados por las relaciones que genera, debe animar a
más psicoanalistas y posmodemos a atender con mayor se­
riedad las teorías feministas.

Naturaleza/cultura: masculino/femenino'. La acultura-


ción es un proceso en el que necesariamente se asigna un
género a la gente. El perverso niño polimorfo se convierte,
o por lo menos así se supone, en el adulto heterosexual,
masculino o femenino en función de sus genitales. En este
proceso, parte de su sexualidad «natural» se sacrifica. De
forma similar, en el ámbito social, a medida que se desarro­
llan las sociedades, se requieren más y más renuncias de los
instintos. Los lazos familiares deben sacrificarse a las de­
mandas de grupos mayores. El tabú del incesto es tanto la
culminación de este proceso como su símbolo. Las mujeres
representan la familia y sus «lazos naturales». Sus deman­
das comienzan a oponerse a las de la cultura, del mismo
modo que el deseo «natural» del hijo por la madre entra en
conflicto con las demandas del padre/cultura.
La división del trabajo basada en el género que invade
nuestra sociedad se repite sin criticar en la teoría freudiana.
En la cultura occidental, la mujer tiene la responsabilidad
primordial de ocuparse de los niños pequeños. La sociedad
occidental también se basa en la división existente entre el
terreno de la producción, en el que se dice que la norma
son las relaciones «instrumentales», y el terreno familiar,
en el que prevalecen las relaciones «afectivas». El terreno
afectivo se asocia con las relaciones «naturales» entre pa­
dre e hijo, esposo y esposa, con la sexualidad y la satisfac­
ción de las necesidades corporales. Supuestamente, estos
lazos afectivos están excluidos del terreno instrumental,
que es también el mundo de los hombres. Para lograr éxito
en él, es necesario comportarse de modo no familiar. Los
otros deben ser tratados como objetos, como medios para
un fin, como competidores para los escasos recursos y re­
compensas.
Las demandas discrepantes de naturaleza y cultura no
son la única fuente de conflicto. También aparece entre las
demandas de la vida familiar y del trabajo constituidas por
la cultura. Estas raíces culturales se ven oscurecidas por los
efectos del género en el pensamiento freudiano. Las relacio­
nes familiares están «naturalizadas» y se equiparan con los
intereses y las actividades de las mujeres. Puesto que las
mujeres pueden quedarse embarazadas y dar a luz, parece
natural que quien carga al niño también lo eduque. De este
modo, parece que la familia es el mundo de la mujer. Cuan­
do la producción se sitúa con mayor frecuencia fuera de la
familia, alguien ha de dejarla: el hombre. Debe retirar su
energía de las mujeres, los hijos y la sexualidad y asociarse
con los hombres, que le hacen demandas muy diferentes y a
menudo conflictivas69.
Al asociar a las mujeres y lo que hacen con la naturale­
za, Freud transforma un producto concreto de la actividad
social en una consecuencia inevitable de la evolución de la
civilización, tan ineludible como la misma «modernidad».
Su pesimismo acerca de la posibilidad de superar o transfor­
mar el malestar de la cultura tiene su origen en su asunción
de la inevitabilidad del conflicto entre naturaleza (impulsos)
y cultura. Una vez que se revelan las raíces al menos en par­
te sociales de este conflicto, surgen nuevas cuestiones.
¿Hasta qué punto es inevitable este malestar? ¿En qué me­
dida Freud, mientras expone aspectos de la cultura burgue­
sa, proporciona un nuevo mito o ideología justificadora de
una más moderna aunque aún patriarcal?
Desde un punto de vista feminista, Freud parece menos
interesado en divulgar los secretos de los padres que en par­

69 Sigmund Freud, Civilization and Its Discontents, Nueva York,


W. W. Norton, 1961, págs. 50 y 51.
ticipar en ellos70. Aún más problemático es su deseo de re­
petir en vez de abrirse paso en el deseo de los padres: prote­
gerse a sí mismos y a sus hijos contra la irrupción de secre­
tos maternales en la consciencia. Después de todo, como el
mismo Freud nos dice, parte del drama edípico yace en el
conflicto entre los deseos del hijo de identificarse con el pa­
dre y derrocarlo. La resolución del complejo de edipo del
niño incluye la identificación con el padre y el abandono de
su deseo de derrocarlo o desplazarlo. En una cultura en la
que el género es una categoría excluyente, el hijo sólo pue­
de entrar en el mundo masculino rechazando y devaluando
el mundo femenino, incluida su propia identificación ante­
rior con su madre y la interiorización de sus relaciones con
ella.
Otros/yo: preedípico/edípico: masculino/femenino. Freud
admite que el primer otro u objeto para el niño o la niña es
la madre. Por fin está dispuesto a reconocer la importancia
de la experiencia preedípica para el desarrollo de las niñas.
Sin embargo, sigue existiendo en el carácter central del pe­
riodo edípico para el niño, para la teoría psicoanalítica en
su conjunto y para la historia y análisis de la cultura en sí.
A pesar de reconocer que sus teorías no incluyen ni pueden
explicar muchos de los aspectos más importantes de la ex­

70 En contra de las afirmaciones de escritores (que no tienen en


cuenta el género) como Peter Gay o Norman Jacobson, Pride and Sola­
ce: The Functions and Limits o f Political Theory, Berkeley y Los An­
geles, University of California Press, 1978. Estos escritores describen a
Freud como un revelador «despiadadamente honrado» de los «secre­
tos» de la cultura moderna. En el reciente libro de Peter Gay, Freud:
A Life for Our Time, Nueva York, W. W. Norton, 1988, menciona los
poderosos lazos que existían entre Freud y su madre y que esta relación
permaneció sin ser abordada por el autoanálisis de Freud durante mucho
tiempo. Aunque Gay sugiere que este material puede que afectara a lo
que Freud escribió sobre las mujeres, no explora esta posibilidad en pro-
fiindidad. No parece considerar el género un factor significativo en la
obra freudiana en su conjunto, cfr. especialmente págs. 501-522 de Freud
[trad. esp.: Freud: una vida de nuestro tiempo, Barcelona, Paidós, 1990].
periencia de las mujeres, continúa declarándose autor de
una comprensión radicalmente nueva del humano y no de la
psicología masculina. Sigue sin querer aceptar la posibili­
dad de que sus conceptos más fundamentales no sean uni­
versales, sino específicos en cuanto a género y determina­
dos por éste, y de aquí que puedan ser delimitados social e
históricamente. Esta parcialidad masculinista es recurrente
en la obra de muchos analistas posteriores, tanto «ortodo­
xos» como lacanianos.
Freud tampoco logra explorar hasta qué grado la rela­
ción preedípica madre-hijo afecta no sólo al desarrollo psi­
cológico de las mujeres, sino a la misma estructura de la
masculinidad. Por ejemplo, expone la primera identifica­
ción del niño con su madre en términos de su efecto en la
posterior «elección de objeto». Así, se reconstruye hacia
atrás hasta la primera relación niño-madre desde su término
«inevitable» en la fase edípica. Los efectos de esta primera
relación sobre la constitución del sentimiento del yo, las de­
fensas del ego y demás raramente se examinan en el niño.
Llega a invertir la relación de poder real entre la madre y
el niño pequeño. Conceptuar a la mujer/madre como «castra­
da» y necesitada de un hijo para adquirir el pene que se echa
en falta vuelve a la madre dependiente de su hijo para la reali­
zación psicológica Tal fantasía revela un nivel de ampulosi­
dad bastante elevado acerca del significado de un hijo para su
madre y sirve, al menos en parte, como una defensa contra el
reconocimiento de su impotencia frente a ella y su temor a que
lo abandone o hiera. Quizás revele más acerca de sus propias
fantasías que sobre las mujeres cuando afirma: «ni siquiera el
matrimonio está asegurado hasta que la esposa ha logrado ha­
cer de su marido su hijo y actuar como madre para él»71.
En general, la «impotencia infantil» se discute en térmi­
nos del «anhelo del hijo por el padre». Freud dice: «no puedo
pensar en ninguna necesidad de la infancia tan fuerte como la
de la protección paterna»72. De nuevo aquí los deseos edípi-

71 Freud, «Femininity», en New Introductory Lectures, pág. 134.


72 Freud, Civilization, pág. 19.
eos se evocan en parte como una defensa conte terrores más
profundos. No sólo se reprimen éstos, sino también los anhe­
los primordiales infantiles, en especial por su fusión con la
primera cuidadora (la madre). Freud muestra mucha resisten­
cia a discutir este aspecto de la experiencia infantil, como
puede verse por su tratamiento de los sentimientos «oceáni­
cos» en el capítulo inicial de El malestar en la cultura. En pri­
mer lugar, dice: «No puedo descubrir este sentimiento “oceá­
nico” en mí mismo». Luego trata de explicarlo como conse­
cuencia de un narcisismo primario. Este sentimiento se
vuelve el «residuo encogido» de un sentimiento «mucho más
global —de hecho, que lo abarca todo— que correspondía a
un lazo más íntimo entre el ego y el mundo cercano a él»73.
¿Qué había en el mundo cerca del ego? ¿Con quién estaba el
«ego» disfrutando un lazo particularmente íntimo? El mismo
Freud declara que la madre es el primer objeto de amor para
el niño y la niña. Así, este «sentimiento oceánico» es como un
residuo de las primeras relaciones madre-hijo.
Su afirmación de haber descubierto el terror humano
más fundamental y oculto —el miedo a la castración que
surge, por supuesto, en la fase edípica— oculta los logros
defensivos más profundos de su propia «identificación» de
la piedra angular de la psicología humana. A la luz del tra­
bajo psicoanalítico posterior sobre las relaciones de objeto,
el miedo a la castración parece ser en parte un desplaza­
miento de ansiedades más primitivas y enterradas a mayor
profundidad: los temores de aniquilación, pérdida del amor,
nuestra agresión y cólera ante la madre por su autonomía y
poder sobre nosotros y nuestro deseo de hacemos con ese
poder74.

73 Ibíd., págs. 12 y 15.


74 Melanie Klein pone un énfasis especial en estos aspectos de la
primera experiencia infantil. Véase «Love, Guilt and Reparation», en
Love, Guilt and Reparation, Nueva York, Dell, 1975 [trad. esp.: Obras
completas, t. 1, «Amor, culpa y reparación», Barcelona, Paidós, 1990].
Para una convincente aplicación feminista de estas percepciones, véase
Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arrange-
ments and the Human Malaise, Nueva York, Harper & Row, 1976.
Es irónico, como otras tantas veces, que el mismo Freud
señale la vía para esta reinterpretación cuando expone la
«protesta masculina». Reconoce que «la “protesta masculi­
na” no es de hecho otra cosa que miedo a la castración»75.
Lo que se teme en la «castración» es la falta o pérdida del
pene, esto es, ser o convertirse en una mujer, puesto que en
el sistema freudiano lo que la define es precisamente esta
«falta» y supone por necesidad la exclusión del mundo mas­
culino más privilegiado, la «asociación constante con hom­
bres» de la que se «depende» para lograr toda «meta cultu­
ral». El acceso al poder y a la estima social sería negado una
vez que desapareciera el «órgano mágico». Por supuesto, en
la medida en que la obra de la civilización (patriarcal) es en
realidad «cada vez más asunto de los hombres», los miedos
y fantasías del niño acerca de volver al «mundo materno» se
reforzarán e intensificarán76.
En la lucha edípica, el padre y el hijo se convierten en
aliados. La identificación del hijo con el padre se vuelve
parte de su fortificación contra el retomo del mundo mater­
no reprimido. Al privilegiar la fase edípica y negar el poder
de la primera relación de objeto, Freud participa y raciona­
liza un acto de represión típica y necesaria para repetir la
cultural patriarcal.
Economía de la libido (teoría del impulso)/teoría de las
relaciones de objeto: femenino/masculino. Un medio de en­
terrar el poder de la madre preedípica es simplemente negar
la posibilidad de interrelaciones humanas reales. La madre
no puede «tenemos» puesto que todos los sentimientos se
derivan de la fantasía generada en el interior. Ella y nuestras
relaciones hacia ella no están en realidad en nuestro interior
ni son una parte interna e inextrincable de nosotros.
Por ello, no es sorprendente que la teoría de las «relacio­
nes de objeto» freudiana se centre en la interiorización del

75 Freud, «Analysis Terminable», en CP, 5, pág. 357.


76 Freud, Civilization, págs. 50 y 51.
padre, mientras que el desarrollo psicosexual preedípico
permanece básicamente conceptuado como endógeno y ca­
rente de objeto. La división entre teoría de las relaciones de
objeto y el modelo de la economía del impulso se relaciona
de forma necesaria con la antinomia del otro y el yo. El ca­
rácter irresoluble de esta división se basa en parte en la pro­
pia ansiedad de Freud acerca de la sexualidad femenina y su
incapacidad de imaginar a la madre como un ser sexual ac­
tivo. Los objetos preedípicos son femeninos y su deseo debe
ser reprimido. Una vez que la sexualidad del objeto es repri­
mida, el niño de Freud queda como una mónada solitaria, no
como una parte de un par interrelacionado. La sexualidad
de la mónada luego parece desarrollarse de un modo prees­
tablecido, gobernado por los impulsos.
Además, esta sexualidad innata se conceptúa como
masculina, no como neutral en cuanto al género. El concep­
to de deseo freudiano está profundamente afectado por la
identificación de sexualidad «activa» y «fálica». Resulta
significativo que llame las fases de la exploración y deseo
sexual en la que entran enjuego por primera vez las fanta­
sías sobre un objeto el periodo fálico. La expresión de deseo
en sus fases más naturales depende de la posesión de un
pene o, en el caso de las niñas, de la fantasía de tener este
«órgano mágico». Sólo un «hombrecito» puede desear a la
madre de forma activa. La sexualidad activa y la condición
femenina pueden reconciliarse sólo llamando a la niñita que
se masturba «hombrecito»77. Aquí un par dualista se reduce
a un uno parcial en cuanto a genero. El niño pequeño nunca
es conceptuado como una mujercita, a pesar del hecho de
que su primera relación de objeto e identificación sea con
una mujer (madre).
El género y sus divisiones se utilizan para oscurecer en
otro aspecto ideas perturbadoras en potencia. El hecho de
que el primer objeto deseado por la niña sea femenino im­
plica que la homosexualidad femenina puede ser una norma

77 Ibíd., pág. 118.


psicosexual. Se rescata la heterosexualidad cambiando el
género a una componente del par madre/hija. Como Freud
da por sentado la heterosexualidad, al menos como una nor­
ma obligada por la cultura, si no es natural, también asume
que la niña debe hacer algo más que renunciar a su deseo fá-
lico por la madre. En el periodo preedípico, el «hombrecito»
debe convertirse en una «niñita» y desarrollar una clase de
deseo apropiado para las niñas y mujeres: una receptividad
pasiva (vaginal) o un anhelo expresado de forma indirecta
por un masculino activo (pene). Debido a que este deseo
transformado, ahora propiamente femenino, es más pasivo,
las niñas no tienen que renunciar a su objeto edípico (el pa­
dre) por completo. Por supuesto, este deseo no es una ame­
naza para el padre o el orden patriarcal, de hecho puede
complacerle. Las niñas permanecen en parte ligadas a sus
objetos edípicos y preedípicos. De aquí que nunca resuelvan
por completo su complejo de Edipo.
Cuerpo/mente: masculino/femenino: A pesar de su pasi­
vidad (sexual), las mujeres están más determinadas y some­
tidas por el cuerpo y sus impulsos. Representan los «intere­
ses de la vida sexual» (y la naturaleza); están asociadas con
sinrazón, sentimiento y proceso primario. Priman la familia
sobre la cultura, el amor sobre el deber, el sentimiento sobre
el pensamiento. Además, el poderoso sentido de «caren­
cia», producido por los cuerpos de las mujeres (castración),
determina el curso de sus vidas en mucha mayor medida
que la «ansiedad de castración» de los hombres determina
las suyas. Los hombres pueden «dominar su ansiedad de
castración»; las mujeres sólo pueden aprender a «someterse
sin acritud» al hecho de su castración.
La disolución incompleta del complejo de Edipo en la
niña significa que su superego nunca se desarrolla de forma
tan plena o poderosa como el del niño. Las niñas carecen de
la consciencia madura de los niños postedípicos puesto que

78 Freud, «Analysis Terminable», en CP, 5, pág. 357.


162
el superego es un «precipitado» y una consecuencia de la re­
solución de la lucha edípica, incluida la identificación (del
niño) con el padre. Al hacerlo, también interioriza y hace
propia la moralidad de su cultura. Sin un superego podero­
so, las mujeres serán «poco capaces» de efectuar las «subli­
maciones de los instintos» que la civilización demanda cada
vez más79.
Además, debido a las complejas relaciones entre el ello,
el ego y el superego, el ego de las niñas (y de las mujeres),
y de ahí su capacidad para el pensamiento racional, también
será menos potente que el de los niños. El ego es una forma­
ción «secundaria», un precipitado del ello que se desarrolla
como resultado de la frustración del niño al tratar de satisfa­
cer sus impulsos, de sostener un equilibrio interno o de pre­
servar la vida. Aunque al principio es un precipitado del
ello, el ego requiere una cierta autonomía de éste y de los
impulsos para desarrollarse. Por ejemplo, a través de su su­
blimación, puede «capturar» algo de la energía libidinal del
ello para sus propios objetivos. Aunque sus demandas pue­
den debilitar al ego, el superego también puede reforzarle la
autonomía requiriendo actos de (impulso) sublimación o re­
presión. Puesto que el superego de las mujeres es más débil
que el de los hombres, será un aliado menos fiable o pode­
roso contra el ello. La capacidad de pensamiento racional
surge al menos en parte de una sublimación de la sexuali­
dad, así que en la medida en que las mujeres son menos ca­
paces de sublimación, también lo serán de razonar.
En la explicación freudiana, las mujeres también sufren
de una herida fundamental e irreversible en su narcisismo.
No están castradas sólo en la fantasía, sino en la realidad, y
la consecuencia inevitable de esta castración es la envidia
hacia el pene. Menos uno, todos los intentos posteriores de
las mujeres por compensar esta herida narcisista (es decir,
sus esfuerzos por lograr una carrera) están condenados al
fracaso. El único bálsamo, aunque parcial, para la herida de

79 Freud, Civilization, pág. 50.


la castración es el embarazo y, de forma más particular, el
nacimiento de un hijo. Al dar a luz a un hijo, una mujer pue­
de utilizar su «defecto» (vagina/agujero) para obtener al
menos temporalmente el órgano deseado (el pene). De aquí
que «una madre sólo obtiene una satisfacción ilimitada me­
diante su relación con un hijo; es la relación más perfecta, la
más libre de ambivalencia de todas las relaciones huma­
nas»80.
En la exposición freudiana del yo corporal de las muje­
res y el modo en que imagina que lo experimentamos, se da
un importante desplazamiento: la construcción social del
género se funde y confunde con el sexo biológico, en espe­
cial en las diferencias anatómicas. Una vez más, como en la
antinomia entre naturaleza y cultura, se acude a la biología
para proteger y ocultar más profundamente el enigma del
sexo. De inmediato y sin ninguna mediación social, las dife­
rencias anatómicas se vuelven determinantes absolutos de
las vidas de las mujeres. La anatomía se convierte en el des­
tino, pero aunque el niño puede rescatar su pene y su autoes­
tima entrando en la cultura, la misma entrada en la cultura
sólo ratifica la inferioridad (anatómica) de las mujeres, de la
que no existe escapatoria. La biología sigue siendo «los ci­
mientos» de todos los estratos psicológicos y el «repudio de
la feminidad debe ser con certeza un hecho biológico, parte
del gran enigma del sexo»81.
Con la división de uno (sexualidad precultural y fálica)
en dos (diferenciaciones de género), el niño reconoce no
sólo la diferencia en los cuerpos, sino una jerarquía social.
El paso de uno a dos supone para Freud y el niño la percep­
ción de que dos es menos que uno; la diferenciación conlle­
va para la niña un sentimiento de pérdida y carencia. Desde
la primera vez que atisba un pene, la niña sabe que el órga­
no del niño es superior al suyo. Puede proporcionar al niño
más placer del que nunca podría obtener del suyo «atrofia­
do». Como buenos economistas de la libido, tanto el niño

80 Freud, «Femininity», en New Introductory Leetures, pág. 133.


81 Freud, «Analysis Terminable», en CP, 5, págs. 356 y 357.
como la niña tienen una razón biológica para repudiar la fe­
minidad, pero sólo a la niña la afrenta. Ésta extiende rápida­
mente su «juicio de inferioridad de su pene atrofiado a todo
su yo»82. De nuevo, la experiencia de la niña de su cuerpo
determina el curso posterior de su desarrollo psicológico.
Freud asume que su equipamiento biológico realmente es
inferior. Por ello, no es necesario explorar posibles raíces
sociales para su baja autoestima o tratar el juicio de la niña
sobre su yo como si fuera un problema.
Freud también asume (al igual que Lacan más tarde)
que el pene es superior en su capacidad de «aportar» signi­
ficado. La niñita de la explicación freudiana trata de inme­
diato al pene como «el significador universal». Tras ver el
órgano del niñito, reconceptúa su clítoris como un pene
atrofiado, en lugar de considerar el pene del niño como un
clítoris aumentado y bastante difícil de manejar. La niñita
comparte la instalación y valoración narcisista que hace el
niño del pene. Asume que hay algo único y que es el pene.
La diferencia se conceptúa de forma automática como una
variación negativa de la norma (masculina).
El total soslayamiento y oscurantismo de los momentos
reduccionistas de Freud resultan especialmente sorprenden­
tes debido a que critica a los demás por adoptar ideas simi­
lares. Por ejemplo, Wilhelm Fleiss es criticado por su incli­
nación a «sexualizar» la represión, «es decir, por explicarla
sobre una base biológica y no puramente psicológica»83. El
paso de lo «puramente biológico» (sexo/cuerpo) a lo «pura­
mente psicológico» (mente/mental) tampoco es una solu­
ción. Un elemento del par sigue privilegiado sobre el otro al
sostener el dualismo y la idea de que uno es siempre mejor
que dos. Al conceptuar las diferencias como antinomias,
Freud supone que puede o debe haber un todo indiferencia-
do, que la totalidad o el equilibrio homeostático es la norma
deseable. La fantasía reprimida y negada de la unidad sim­

82 Freud, An Outline, pág. 50.


83 Freud, «Analysis Terminable», en CP, 5, pág. 355.
biótica vuelve, se une y refuerza el sueño ilustrado de una
ciencia unificada.
Resulta menos importante el hecho de que Freud «real­
mente» favorezca lo psicológico/mental o biológico/físico
como el uno final, que su continua alternancia entre dividir
mente y cuerpo en dos y el deseo de una unidad final. Cuan­
do intenta comprender el género, no logra encontrar sus
propios criterios sobre un concepto adecuado del sujeto. No
es capaz de sostener una idea sobre las facetas corporales y
mentales de la experiencia humana, a la vez diferentes, rela­
cionadas y autónomas.
Esta alternancia entre opiniones dualistas y unitarias so­
bre las relaciones existentes entre cuerpo y mente parece es­
pecialmente rara. Su propia noción del inconsciente de­
muestra que hay algo entre uno y dos. En el inconsciente y
en los actos inconscientes, las fronteras entre mente y cuer­
po se hacen borrosas. Una razón que explica el fracaso de
Freud en hacer un uso pleno de las implicaciones del in­
consciente es su propia ansiedad acerca del género. Se sen­
tía inconscientemente temeroso de que al socavar las duali­
dades de mente y cuerpo, o razón y sinrazón, no expandiría
nuestro conocimiento de la relación que existía entre am­
bos, sino que caería bajo el poder de lo reprimido. Este ma­
terial reprimido incluye la fantasía y temor del niño de un
todo oceánico indiferenciado, la asociación de cuerpos y
mujeres, y el deseo y temor del hijo de reidentificarse y con­
fluir con la madre/cuerpo. Freud teme que el ego o mente
del hijo —esas cualidades «secundarias» que existen de for­
ma inquietante entre el oscuro océano del ello (primario) y
el ego a veces duro y punitivo— se quedaría sin realizar por
el retomo amenazador de lo reprimido. La identidad de gé­
nero opositor del hijo se siente como una de sus principales
defensas contra el socavamiento de la razón por el «enemi­
go» que hay dentro de ella.
Paciente/analista: femenino/masculino: Las ansiedades
de Freud sobre el género entran de forma abierta y sutil en
sus explicaciones del proceso analítico y los tipos de cono­
cimiento que pueden recogerse. La influencia abierta del
género sobre el pensamiento freudiano acerca del proceso
analítico es fácil de percibir. Insiste que aceptar su construc­
ción sobre el significado de la ansiedad de castración es uno
de los factores que determinan el «éxito» de un análisis.
Identifica cinco factores que influyen en el resultado de
todo análisis: 1) los factores constitucionales, como la fuer­
za relativa de la libido, su movilidad, la capacidad del indi­
viduo para cambiar y el poder del impulso agresivo; 2) la
fuerza de las raíces del mecanismo defensivo y el grado en
que el ego ha sido modificado en el curso de la vida de una
persona; 3) la cantidad y cualidad de factores traumáticos
infligidos por el mundo externo; 4) las características per­
sonales del analista, incluido el éxito de su propio análisis;
y 5) el «repudio de la feminidad y cómo logra aceptarlo
cada persona»84.
Al final de su vida, Freud se había vuelto mucho más
pesimista en cuanto a las dificultades de la relación terapéu­
tica y la posibilidad de superarlas. Dada las extraordinarias
demandas que el proceso analítico efectúa tanto en el analis­
ta como en el paciente y el carácter obstinado del incons­
ciente, el análisis adquiere algo de la naturaleza heroica y
trágica de la Odisea.
No obstante, ¿en que medida estas dificultades no están
autoimpuestas, como en toda tragedia? ¿Cuántos análisis
«fracasan» porque el paciente no puede aceptar la construc­
ción freudiana del significado de las diferencias biológicas?
Si Freud hubiera sido capaz de reconocer los aspectos inter­
personales más complejos de la transferencia y la contra­
transferencia, quizás podría haber entendido mejor sus lo­
gros y fracasos clínicos85. Si hubiera sido capaz de concep­
tuar los tipos de conocimiento que surgen a través de las
relaciones con los otros, podría haber utilizado sus expe-

84 Ibíd., págs. 354 y 355.


85 Sigmund Freud, «Fragment of an Analysis of a Case of Histe­
ria», en CP, 3 (el caso de Dora), revela claramente las contribuciones de
la contratrasferencia no analizada al fracaso del análisis.
riendas clínicas para desarrollar más sus percepciones teó­
ricas, como la de las vicisitudes del «amor objetal» y la im­
portancia de los «objetos internos». Si hubiera sido capaz de
respetar el valor y poder terapéutico de la relación analítica,
podría haber pensando en el análisis como un medio de re­
gistrar y recobrar no sólo lo reprimido, sino el poder curati­
vo del «cuidado», ya que una percepción central del análisis
es que nuestras relaciones con los otros pueden enfermamos
y de ahí que esa enfermedad pueda superarse iniciando re­
laciones que ofrezcan la posibilidad de experiencias que
sean diferentes de las pasadas y patogénicas.
No obstante, para Freud, y aún para muchas personas
hoy, esta percepción parece trivial o sin importancia. Este
profundo sentimiento de insignificancia se origina en parte
en las relaciones de género, en especial en la devaluación
dominante del trabajo de las «mujeres» como cuidadoras en
la cultura occidental contemporánea. Las conexiones que
Freud sentía de forma inconsciente entre género, cultura y
conocimiento siguen predominando en la actualidad.
La negación de su relación e importancia se conecta con
el género en otro sentido. La posibilidad de una relación se­
mejante depende de lo que Freud denomina «prehistoria»
humana, especialmente de la capacidad de unirse a otra per­
sona que está unida aunque separada de nosotros de forma
similar. Su resistencia a discutir o revivir estos aspectos de
la experiencia infantil resulta evidente en sus escritos. Estas
experiencias, incluida la identificación primaria con una
mujer (madre o su sustituta), resultan en potencia profunda­
mente inquietantes para un sentimiento del yo masculino es­
tereotípico. Aquí también Freud refleja y revela la experien­
cia y las relaciones «expresadas con éxito» de su tiempo y
todavía en gran medida de los nuestros.
La reconceptuación del psicoanálisis como un «trabajo
de relación» amenazaría la posición social y científica de la
práctica discursiva freudiana. En una cultura en la que las
relaciones afectivas se consideran «naturales» y «femeni­
nas», y el trabajo, instrumental, serio y masculino, el mismo
concepto de trabajo de relación es un oxímoron. Si el proce­
so del psicoanálisis se reconceptúa como «sólo» el estable­
cimiento de una relación con la que luego se trabaja, ¿sería
tomado en serio o incluso considerado un trabajo? Cual­
quiera podría «hacer de madre» o relacionarse. No hay nada
«científico» o «cualificado» en esas prácticas. Es mucho
más congruente con los valores y las relaciones de conoci­
miento/poder de la cultura occidental representar al analista
como un cirujano despiadado, un general intrépido, un cien­
tífico sin emociones en su laboratorio o incluso un «decons­
tructor» heroico e implacable de las ilusiones de la cultura
burguesa.
La fuerte necesidad sentida por padres e hijos, y en me­
nor medida por las hijas, de unirse contra el retomo del
mundo maternal reprimido no ha desaparecido. Nuestra cul­
tura posmodema sigue estando invadida por las divisiones
de género entre naturaleza y cultura, mente y cuerpo, sujeto
y objeto, yo y otro, razón y sinrazón, y femenino y masculi­
no. Por ejemplo, la división existente entre razón y mente y
cuerpo empírico o contingente sigue prevaleciendo en la fi­
losofía contemporánea. El concepto de deconstrucción, o de
los filósofos como destructores de las «ilusiones fundamen-
tadoras» presupone la posibilidad de que éstos rompan la
telaraña y se escapen de las relaciones sociales e ideas en las
que han nacido y mediante las que se convierten en perso­
nas. Otros filósofos siguen pidiendo investigar y presentar
la lógica de una razón desencamada y ahistórica o «acto de
habla». O se presenta la filosofía como protectora privile­
giada, representante y juez de la «racionalidad», como si
cada una de estas afirmaciones fuera una verdad que pre­
sentara pocos problemas o fuera incluso evidente en sí.
Las ansiedades acerca del género y la división entre na­
turaleza y cultura tampoco están ausentes de la ciencia con­
temporánea. Algunos investigadores plegan el género den­
tro del sexo al plantear que el origen de esas «diferencias
naturales» (masculino/femenino) están en el «cerebro» o en
nuestros genes. De aquí se deduce que las diferencias de gé­
nero sean inevitables y sus consecuencias no puedan ser en­
mendadas por la acción humana. De forma alternativa, ante
el temor de que todo descubrimiento o diferencia sería utili­
zado para justificar la jerarquía, otros investigadores insis­
ten en que tener un cuerpo masculino o femenino no supo­
ne ninguna diferencia, o que tales cuestiones no deben ser
investigadas hasta que la dominación basada en el género
sea menos imperante.
En el psicoanálisis contemporáneo, abundan las ansie­
dades acerca del género, sus tratamientos inadecuados y
todo lo relacionado con ello. El examen de dos teorías en
apariencia opuestas y discrepantes mostrará lo fuerte que si­
gue siendo la influencia del padre. Freud continúa determi­
nando la práctica discursiva del psicoanálisis. A pesar de
que algunos de sus hijos han cuestionado sus sueños de
ciencia, sólo unos cuantos, aunque más hijas, han situado,
analizado o redirigido sus «omisiones constructivas» en
cuanto al género.
Lacan y Winnicott
División y regresión en la teoría psicoanalítica

La teoría psicoanalítica lacaniana y la de las relaciones


de objeto son espejos opuestos en cuanto a sus premisas
acerca de la naturaleza del yo, el conocimiento y las relacio­
nes sociales. Hay muchos temas importantes enjuego en los
desacuerdos principales entre estos dos tipos de teóricos del
psicoanálisis, entre los que se cuentan cómo se constituye el
yo, la naturaleza posible de las relaciones entre la gente, la
base y origen(es) del conocimiento y sus características, qué
clase de conocimiento es y puede ser el psicoanálisis, la im­
portancia relativa de la experiencia edípica y preedípica en
el desarrollo psicológico, cómo y por qué se constituye el
género, las posibilidades de existencia de culturas humanas
que no estén muy marcadas por las relaciones de dominio y
alienación, y la naturaleza del proceso psicoanalítico, sus
objetivos y resultados posibles. Encuentro las respuestas de
los teóricos de las relaciones de objeto más satisfactorias
que las de Lacan y me gustaría convencer a los demás de
ello. Sin embargo, la falta de epistemologías apropiadas
para el discurso psicoanalítico me deja en la incómoda po­
sición de hallarme insatisfecha tanto con la postura posmo-
dema de «indeterminación» como con mi propia incapaci-
dad de proporcionar razones adecuadas para mis creencias.
De aquí que, aunque a menudo exprese objeciones o acuer­
do con aspectos de cada teoría, no afirme haber resuelto
ninguno de estos temas o haber hecho innecesario seguir el
debate.
Estos analistas difieren en muchos aspectos, pero tam­
bién existen importantes similitudes entre ellos. Desde
una perspectiva feminista, el psicoanálisis postfreudiano
sigue conformado en parte por las vinculaciones de padres
e hijos contra el pleno retomo del mundo materno repri­
mido. Estos seguidores de Freud, por otra parte tan dife­
rentes, siguen participando en —y repitiendo— algunos
de los actos de represión más importantes del fundador, en
especial los relacionados con los objetos que comparten y
niegan: madres y mujeres. Por ello, los psicoanalistas con­
temporáneos pueden beneficiarse del cuestionamiento de
sus ideas efectuado por las feministas. Los teóricos del
psicoanálisis posteriores también incorporan una nega­
ción regresiva de las tensiones presentes de forma tan pal­
pable y fructífera en la obra de Freud. Tienden a dividir y
negar las relaciones entre muchos aspectos de las antino­
mias freudianas (en especial, las relacionadas con la cons­
titución del yo) o «resolverlas» reprimiendo un extremo.
Así, la tensión productiva que existe entre ellas en la obra
de Freud tiende a perderse dentro de las teorías psicoana-
líticas posteriores. Esa tensión, esa capacidad de sostener
ambivalencia y ambigüedad y la disposición de no afirmar
más de lo que conoce son algunos de los atributos más
fundamentales de Freud. Una sensibilidad posmodema
hacia la represión de la ambivalencia y hacia las ma­
niobras diseñada para disimular o reducir la complejidad
pueden reabrir esos resquicios o divisiones dentro de las
obras de sus seguidores.
Tanto la teoría de las relaciones de objeto como la laca-
niana se han propuesto como sucesoras deseables del análi­
sis «clásico». Por ello, yo también consideraré los proble­
mas internos de cada una y lo que pueden aportar al desa­
rrollo del pensamiento posmodemo y feminista.
J acques L acan : el narcisismo y fetichismo
DEL LENGUAJE Y EL FALO

Porque sigue siendo insuficiente decir que el concep­


to es la misma cosa [...]. Es el mundo de las palabras el
que crea el mundo de las cosas [...]. El hombre habla,
pero es porque el símbolo lo ha hecho hombre.

Jacques Lacan, Escritos

A duras penas serás capaz de rechazar el juicio de


que el filósofo de hoy ha retenido algunos rasgos esen­
ciales del modo de pensamiento animista: la sobrevalora-
ción de la magia de las palabras y la creencia de que los
hechos reales del mundo siguen el curso que nuestros
pensamientos tratan de imponerles. Parecería [...] que
hay un animismo sin acciones mágicas.
S ig m u n d F r e u d ,
«Una acepción del universo»

La ontología del narcisismo


La exploración lacaniana de los aspectos no relaciona­
dos con objetos y no culturales del deseo es una valiosa
contribución al desarrollo de las teorías posmodema y fe­
minista. Proporciona razones útiles para criticar las tenden­
cias acomodaticias y conformistas que han sido predomi­
nantes sobre todo en el psicoanálisis americano. Sin embar­
go, no puedo estar de acuerdo con la afirmación de Lacan
de que su obra representa un regreso «cierto» a Freud. Ni
tampoco considero, a diferencia de algunos escritores, que
su obra sea un complemento o contribución muy promete­
dora al desarrollo de la teorización feminista. De hecho,
como sostendré en este capítulo, con respecto a las cuestio­
nes de género, su obra resulta profundamente engañosa y
aún más invadida de asunciones masculinistas que la de
Freud.
La obra lacaniana es una extensión lógica de ciertos
conceptos que Freud desarrolla, una extensión que requiere
y da como resultado la negación y destrucción de otros as­
pectos de sus ideas. Transforma el concepto freudiano de
narcisismo en una teoría ontológica e incontestable de la na­
turaleza humana. En el proceso, los aspectos relacionados
con el objeto del concepto freudiano del desarrollo de un yo
desaparecen. Las complejas relaciones que Freud al menos
sugiere entre mente y cuerpo y naturaleza y cultura tienden
a ser reemplazadas por oposiciones mucho más simples y
profundamente disyuntivas. El recurso freudiano a la deter­
minación biológica es reemplazado por un llamamiento a la
estructura del lenguaje, supuestamente universal. El «giro
lingüístico» de Lacan puede que parezca permitir una ma­
yor consideración de las fuerzas contingentes (incluidas las
relaciones de género) dentro del psicoanálisis y la cultura,
pero, en realidad, elimina muchas cuestiones prometedoras
sobre el carácter «inevitable» del malestar de la cultura que
Freud sugiere. Es casi imposible identificar los aspectos
históricos variables y cambiantes de las relaciones de domi­
nio una vez que se plantean como efectos de una lógica uni­
versal del lenguaje.
Las técnicas posmodemas resultan de ayuda para
(re)leer a Lacan, en especial su sospecha y rechazo de toda
afirmación universal o fiindamentalista. Los posmodemos
sostienen que tales afirmaciones sirven para oscuros in­
tentos de reducir la compleja multiplicidad inherente en
todo escrito a una unidad inalterable, «natural» e incues­
tionable. La premisa narcisista de Lacan y su concepto de
lenguaje operan exactamente de este modo. Una lectura
deconstructiva de sus escritos también resulta reveladora
debido a su énfasis en el narcisismo y a su propio estilo
narcisista. Como todo universo narcisista, los escritos la-
canianos parecen ser con frecuencia una serie de imágenes
opacas de autorreferencia. A menos que se despoje a sus
conceptos sobre el narcisismo y el lenguaje de su posición
y funciones ontológicas dentro de la teoría, no hay modo
de evitar ser arrastrado a sus textos y quedar aprisionado
en ellos1. Así pues, desde el terreno feminista y posmoder­
no, agruparé cuatro de las afirmaciones lacanianas más
importantes: que el narcisismo es un aspecto «irreducti­
ble» de la «naturaleza» humana; que el lenguaje posee una
estructura invariable y universal, y siempre actúa para di­
vidir o castrar a todos los «sujetos»; que el lenguaje (el
Otro) opera como una fuerza independiente y sus efectos
sobre el sujeto no tienen dependencia o interacción con las
relaciones del niño con los «otros» reales, en especial con
la madre; y que el «falo» no está de ningún modo relacio­
nado con el «pene», ni quiere significar eso.
En realidad, estas cuatro afirmaciones resultan proble­
máticas incluso dentro del funcionamiento de los textos la-
canianos. La premisa narcisista tiene sin duda propósitos
defensivos y faltan pruebas de su posición ontológica. La
relación existente entre (madre/otro y Otro [lenguaje]) es
más compleja de lo que estaría dispuesto a aceptar Lacan.
Muchas de las funciones o los efectos que atribuye al len­
guaje son posibles o comprensibles (dentro de su teoría y

1 Esto ocurre, por ejemplo, cuando los comentaristas tratan estas


premisas como pruebas de la «verdad» radical (aunque desagradable)
de la obra de Lacan. Algunos de ellos pasan por alto el hecho de que
una ontología narcisista por definición está cerrada en sí misma y ex­
cluye al otro, por lo que no puede refutarse dentro de sus propias premi­
sas. Entre los escritores más acríticos con las premisas lacanianas o que
están atrapados por ellas incluiría a Jane Gallop, The Daugther’s Seduc-
tion: Feminism and Psychoanalysis, Ithaca, N.Y., Comell University
Press, 1982; Stuart Schneiderman, Jacques Lacan: The Death of an In­
telectual Hero, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1983; Ju-
liet Mitchell, «Introduction-I» y Jacqueline Rose, «íntroduction-II» a
Jacques Lacan, Feminine Sexuality, trad. de Jacqueline Rose, Nueva
York, W. W. Norton, 1985. Catherine Clément, The Lives and Legents
of Jacques Lacan, trad. de Arthur Goldhammer, Nueva York, Columbia
University Press, 1983, presenta un planteamiento más complejo y dis­
tanciado de la obra lacaniana [trad. esp.: Vidas y leyendas de Jacques
Lacan, Barcelona, Anagrama, 1982]. Sherry Turlde, Psychoanalytic
Politics: Freud’s French Revolution, Cambridge, Mass, MIT Press,
1981, sigue siendo de mucha utilidad para situar a Lacan y sus ideas en
su contexto social e histórico.
para el desarrollo del niño) sólo si se sitúan dentro del con­
texto de las relaciones madre-hijo. Por último, también exis­
te una relación compleja entre «falo» y pene. Aunque Lacan
declara que son distintos desde el punto de vista teórico, no
es siempre así en sus textos. De hecho, el significado de al­
gunas de sus afirmaciones con respecto al falo dependen de
la imposibilidad de hallar una disyunción fundamental entre
estos términos dentro de nuestros juegos de lenguaje y las
formas de vida existentes. A pesar de su arrogancia narcisis­
ta, Lacan no logra escapar de uno de sus propios manda­
mientos: ninguno de nosotros puede crear un nuevo lengua­
je; las palabras tienen significados y operan de formas que
escapan a nuestras intenciones (conscientes). De este modo,
mi lectura de los textos lacanianos está moldeada por la ne­
gativa de ver las cosas de este modo. En su lugar, exploraré
cómo se manifiestan y funcionan estas afirmaciones dentro
de sus textos y las razones y consecuencias de sostener tales
posiciones. Ofrezco una explicación alternativa de sus tex­
tos para convencer al lector de que las imágenes lacanianas
quieren obscurecer ciertas condiciones de su propia inteligi­
bilidad.
En contra de sus premisas, los textos de Lacan se leen
mejor como unafenomenología de lo que puede confinarse
dentro del universo narcisista. Aunque trata de persuadimos
de que el narcisismo es el estado natural del ser humano,
como Winnicott, creo que es un aspecto del desarrollo hu­
mano, pero no su único punto final o inevitable. Lacan pro­
porciona una poderosa evocación de la posición narcisista,
pero también revela algunos de los propósitos defensivos
para los que puede servir permanecer en ella (e insistir en su
carácter inevitable). Las fantasías y perspectivas narcisistas
invaden su obra y asumir que ningún otro punto de vista
puede ser cierto o real es una característica del narcisismo.
No se puede escapar a la condición propia; la experiencia
propia representa la verdad del conjunto. De acuerdo con
ello, Lacan insiste en que «no se puede hacer demasiado
hincapié en el carácter irreductible de la estructura narcisis­
ta [...], la etapa narcisista en el sujeto puede encontrarse en
todas las fases genéticas del individuo, en todos los grados
de logro humano en la persona»2.
La premisa narcisista estructura su conceptuación de la
primera y muy significativa fase del desarrollo humano
—el estadio del «espejo»— y su tratamiento del lenguaje.
Lacan imagina que está constituida por una serie de encuen­
tros entre un «bebé» y una imagen reflejante, un espejo. Se
trata de un objeto reflejante, no de la mirada amorosa de una
persona que «anticipa» la totalidad del bebé como en los re­
latos de Winnicott o Kohut3. Los bebés se identifican con la
imagen del espejo; están «predestinados» a hacerlo. La ima­
gen (imago) del espejo es un mostrador grandioso para el
carácter «prematuro» de los bebés, hundidos como están en
la «incapacidad motora y la dependencia de cuidados». Los
bebés «insuficientes» asumen esta imagen «especular» con
«júbilo». La imagen es una «matriz simbólica» en la que el
«yo se precipita en una forma primordial». Resulta signifi­
cativo que para Lacan este yo se convierta en ser sólo antes
de que «se objetifique en la dialéctica de identificación con
el otro y antes de que el lenguaje le restaure, en lo universal,
su función como sujeto»4.
Este yo tiene ya una cualidad paradójica, al ser a la vez
ficticio y el aspecto más real y permanente de la vida men­
tal. Al faltar un otro que esté realmente fuera para establecer
una comparación y un control fiable, todo narcisista se en­
frenta al dilema penoso y persistente de la relación entre
2 Jacques Lacan, Écrits: A Selection, trad. de Alan Sheridan, Nue­
va York, W. W. Norton, 1977, pág. 24.
3 Clément, The Lives, resalta el carácter central de este concento
dentro de la obra de Lacan. Véase especialmente su exposición del es­
tadio del espejo en las págs. 84-92. El planteamiento de Winnicott pue­
de consultarse en D. W Winnicott, «Nfirror Role of the Mother and Fa­
mily in Child Development», en Playing and Reality, Nueva York, Ba­
sic Books, 1971 [trad. esp.: Realidady juego, Barcelona, Gedisa, 1982].
En este ensayo, Winnicot menciona las discusiones de Lacan sobre el
mismo tema y algunas de sus diferencias. Heinz Kohut expone el signi­
ficado y la importancia del reflejo, de forma extensa, en The Anafysis
of the Self, Nueva York, International Universities Press, 1983, parte 2.
4 Lacan, Ecrits, pág. 2.
imagen y realidad. El yo es ficticio debido a que está com­
puesto por una «sucesión de fantasías que se extienden de
una imagen corporal fragmentada a una forma de totali­
dad»5. La totalidad se construye con una serie de esas imá­
genes de fantasía. Este yo es «real» porque es su único mo­
mento de existencia antes de que comience la «alienación»
inevitable de su «determinación social» posterior. Tras ese
momento, el sujeto se verá enzarzado en una serie perpetua
de «síntesis dialécticas mediante las que debe resolver como
yo su discordancia con su propia realidad»6. Pero a pesar de
lo que Lacan parece decir, debe haber bastante de lo «real»
en este primer yo para registrar lo que sigue como desacuer­
do o distanciamiento de sí mismo.
Como para todo narcisista, la relación entre el yo prima­
rio y todo aquel que no pueda reconocer en el espejo preci­
pita una «lucha a muerte». Este yo proyecta su necesidad de
mismidad en el otro y supone que lo que el otro quiere es su
completa capitulación o aniquilación. Así, Lacan sostiene
que la entrada del otro en el campo del yo hace que el yo pri­
mario asuma «la armadura de una identidad alienante que
marcará con su rígida estructura todo el desarrollo mental
del sujeto»7.
Lacan asocia las relaciones con los otros con la libera­
ción de agresividad, «negatividad existencial» y paranoia.
Un concepto narcisista del yo lo «vuelve un aparato para
el que toda estocada instintiva constituye un peligro, aun­
que deba corresponder a una maduración natural». Tam­
bién se deduce que la «misma normalización de esta ma­
duración» es considerada por Lacan «dependiente, en el
hombre, de una mediación cultural»8. Nada del yo prima­
rio le empuja hacia relaciones de cooperación o reciproci­

5 Ibíd., pág. 4.
6 Ibíd., pág. 2.
7 Ibíd., pág. 4.
8 Ibíd., págs. 5 y 6. Obviamente, Lacan recurre mucho aquí a las
ideas de Hegel, en especial a sus nociones sobre la dialéctica y la «con­
ciencia desdichada». Cfr. G. W. F. Hegel, The Phenomenology ofMind,
trad. de J. B. Baillie, Nueva York, Harper & Row, 1967, parte 3B. Sin
dad con otros fuera de él. Tales relaciones deben ser im­
puestas desde fuera.
Siguiendo la teoría freudiana del instinto hasta la exclu­
sión de todo lo demás de su obra que la contradiga, Lacan
asume que el periodo preedípico es precultural y no social o
interactivo. Las madres existen para los bebés sólo como ex­
tensiones de sus propios cuerpos, como fuentes de frustra­
ción o satisfacción de sus necesidades. De acuerdo con la
premisa narcisista, Lacan presupone que los bebés quieren
respuestas totales, inmediatas y perfectamente cronometra­
das a sus deseos o necesidades y experimentan toda desvia­
ción de ellas como una penosa frustración.
La «demanda» es incondicional. Lo que se pide es un
estado de disposición sin esfuerzo e invisible (sin objeto).
La misma necesidad de pedir algo (esto es, toda experiencia
de «falta» o ausencia) desgarra esta unidad simbiótica sin
costuras y envía al bebé a una crisis existencial. La expe­
riencia de la carencia hace mella en la ampulosidad narcisis­
ta; el bebé no es autosuficiente y no puede existir en un uni­
verso sin otros; la imagen del espejo no es todo. Aunque La­
can atribuye esta experiencia de carencia a la intervención
del lenguaje, ocurre por primera vez antes del desarrollo de
la capacidad de hablar en el bebé. De aquí que, como en
otros aspectos de la teoría lacaniana, la madre/otro y el Otro
se confundan. Pero su jugada tiene dos ventajas: mientras
desplaza los temas de las interrelaciones al lenguaje, tam­
bién reduce la herida narcisista. Un narcisista se verá más
bien dividido por el funcionamiento impersonal del lengua­
je que por su dependencia de un otro real.
En el universo narcisista, todo fallo del otro de anticipar­

embargo, a diferencia de Hegel, Lacan no cree que sea posible ninguna


Aufhebung de esta fase. En su obra, la conciencia de uno mismo nunca
puede ir más allá del reconocimiento de su estado permanentemente di­
vidido. Véase también Jacques Lacan, «The Subject and the Other: Ap-
hanisis», en The Four Fundamental Concepto o f Psychoanalysis, trad.
de Alan Sheridad, Nueva York, W. W. Norton, 1981, págs. 219 y 220
[trad. esp.: El Seminario, t. 11, «Los cuatro conceptos fundamentales
del psicoanálisis», Barcelona, Paidós, 1987].
se y responder por adelantado se experimenta como traición
o pérdida. No verse perfectamente «reflejado» en los otros
fuerza al bebé a reconocer su dependencia de ellos e induce
una crisis de autoestima o pérdida de la perfección narcisis­
ta. La misma necesidad de pedir lo que se quiere destruye la
capacidad de disfrutar lo que se recibe e invalida los dones
de los otros. Pedir se asocia con la falta de perfección del yo
y dar se asocia con el poder del otro.
Lacan proporciona sin duda una conmovedora descrip­
ción del dilema narcisista: «la demanda borra [...] la parti­
cularidad de todo lo que puede darse transmutándolo en una
prueba de amor, y la misma satisfacción de la necesidad que
obtiene se degrada [...] a no ser nada más que la trituración
de la demanda de amor»9. Los narcisistas son incapaces de
tolerar su dependencia de otro exterior al yo y la experimen­
tan como una pérdida de omnipotencia y una amenaza hacia
la perfecta unidad del yo (aniquilación). Al mismo tiempo,
desean profundamente a otro que pueda ser un espejo per­
fecto del yo y su consumación. Estas intensas ambivalencias
y deseos contradictorios son recíprocos y no un juego de
suma cero en el que la ganancia de una persona es invaria­
ble ante la pérdida de otra. Las relaciones humanas tienen
que «ser articuladas, por supuesto, como algo circular entre
el sujeto y el otro: desde el sujeto llamado al Otro, al sujeto
de lo que él mismo ha visto aparecer en el campo del Otro,
volver desde el otro. Este proceso es circular, pero, por su
9 Lacan, «The Meaning of the Fallus», en Feminine Sexuality, pági­
nas 80 y 81. Mi comprensión del narcisismo se apoya no sólo en las ex­
plicaciones de Freud, sino también en la obra de Kohut, Kemberg y
Masterton. En la obra de los tres últimos escritores, se trata el narcisis­
mo no como una condición ontológica preestablecida, sino más bien
como una condición patológica y cambiable en potencia. Sobre el narci­
sismo, véanse Sigmund Freud, «On Narcisism: An Introduction», en
Collected Papers, vol. 4, trad. de Joan Riviere, ed. de James Strachey,
Nueva York, Basic Books, 1959. Esta colección se abreviará en este ca­
pítulo como CP; Kohut, Anafysis of the Self, Otto Kemberg, Bordeñine
Conditions and Patological Narcissistic and Borderiine Disorders, Nue­
va York, Brunnel/Mazel, 1981. Kohut también distingue entre las formas
de narcisismo sanas y autoafirmantes y las patológicas y autoaislantes.
naturaleza, sin reciprocidad. Puesto que es circular, es disi­
métrico»10.
Lacan plantea estos dilemas como «verdades» ortológi­
cas sobre la naturaleza humana, no como consecuencias de
su concepción de la naturaleza de la demanda. Los humanos
están divididos y alienados por naturaleza debido precisa­
mente a que las necesidades deben articularse (en el lengua­
je), deben dirigirse a Otro que existe independiente de nos­
otros. La alienación es el efecto «precisamente de la misma
forma de dar significado y del hecho de que se emita el
mensaje desde el lugar del otro»11. Desea negar que la divi­
sión tenga algo que ver con los «efectos» de la «dependen­
cia real». Aunque esta jugada puede aliviar las heridas del
sentido de autoestima narcisista, también tiene consecuen­
cias teóricas importantes. La posición narcisista no puede
ser tratada como un momento en el proceso del desarrollo
humano del que se logre salir. Más bien, una vez que se ha
conceptuado como un efecto de la estructura del lenguaje, la
división se vuelve tan inmutable como el hueco que existe
entre significante y significado.

Sujetos y sometimiento
Al «dar una forma significativa» a las necesidades, la
gente se convierte en «sujetos» y están sometidos a dos
Otros puramente exteriores: el «deseo» del otro y la misma
estructura universal del lenguaje. Aunque Lacan trata a los
dos como si fueran idénticos, no creo que el lenguaje sea la
única fuerza que opere en su relato. El otro lado de la fanta­
sía de la omnipotencia infantil es un sentimiento de total im­
potencia y sometimiento. La demanda se trasmuta en deseo.

10 Jacques Lacan, «The Subject and the Other: Alienation», en


Four Fundamental Concepto, pág. 207.
11 Lacan, «The Meaning», en Lacan, Feminine Sexuality, pág. 80.
Véase también Jacques Lacan, «From Love to the Libido», en Four
Fundamental Concepts, pág. 188.
En lo sucesivo, el sujeto desea ser deseado por el Otro.
Como el sujeto proyecta su propio narcisismo en el Otro,
asume que sólo si el sujeto se convierte en el objeto del de­
seo del otro puede obtener su deseo (ser amado). Los narci-
sistas creen que los demás deben ser exactamente como
ellos, deficientes o completamente superiores. Una premisa
narcisista fundamental es que nadie ama a alguien a menos
que ese amor satisfaga sus necesidades propias. Ello es po­
sible sólo si el objeto llena un vacío (carencia) dentro del yo.
El narcisista cree que «no suigirían objetos si no fueran para
mi uso»12. El niño debe descubrir la «carencia» en la ma­
dre/otro e intentar llenarla para ser deseado y amado por
ella.
Como deben dar una forma significante a sus necesida­
des, los niños también quedan sometidos a la estructura del
lenguaje y constituidos por ella. Lacan afirma que el len­
guaje está gobernado por una lógica extrínseca a cada suje­
to. Hablar es una actividad extrínseca a la naturaleza del su­
jeto puesto que nadie crea su propio lenguaje13. Pero la pre­
misa narcisista parece moldear el tratamiento lacaniano del
lenguaje. Asume que si algo no se autocrea, debe ser ajeno
y enajenante. El lenguaje y sus leyes se consideran impues­
tas al sujeto desde el «exterior» por la cultura que es «ajena»
a él.

12 Lacan, «From Love», en Four Fundamental Concepts, pág. 191.


13 Lacan, «The Meaning», en Four Fundamental Concepts, pág.
79. Mi critica a la teoría del lenguaje lacaniana se deriva en parte del
tratamiento otorgado por Hanna Pitkin a los pasos paralelos de la cien­
cia social hacia conceptos nominalistas y pseudovacíos o la neutraliza­
ción de la historia social y los significados y el uso del lenguaje. Véase
Hanna Pitkin, Mttgenstein and Justice, Berkeley y Los Angeles, Uni­
versity of California Press, 1972, en especial los caps. 5, 6 10 y 11.
Ludwig Wittgenstein, Philosophical Investigations, trad. de G. E. M.
Anscombe, Nueva York, Macmillan, 1970, presenta una teoría del len­
guaje muy diferente a la de Lacan. También avanza desde una teoría del
lenguaje puramente figurativa pero sitúa las discusiones del lenguaje
posteriores en relación con las «formas de vida», no una «lógica bina­
ria» abstracta y ahistórica.
Su noción del lenguaje es también muy formal y nomi­
nalista. Se constituye por una cadena de «elementos mate­
rialmente inestables» y «efectos determinados por el doble
juego de combinación y sustitución en el significante, junto
con los dos ejes de metáfora y metonimia que generan el
significado»1 . En esta teoría es central la oposición y la
fractura existente entre «significante» y «significado». El
primero es la palabra o concepto que de forma algo arbitra­
ria nombra o representa a la «cosa». Sin embargo, como el
otro, no es una etiqueta pasiva fijada a un objeto que perma­
nece como era antes. «El significante tiene una fruición ac­
tiva en la determinación de los efectos en los que lo signifi-
cable parece someterse a su marca y convertirse mediante
esta pasión en el significado»15.
La estructura del lenguaje y la necesidad del niño de ser
el deseo del Otro le producen como significado, enajenado,
dividido y sujeto que se define por estas cualidades. El otro
se define como «el lugar mismo al que se apela por el recur­
so del habla en toda relación en que interviene». «Es ahí
donde el sujeto, de acuerdo con una lógica previa a todo
despertar del significado, encuentra su lugar significante»16.
Los conceptos de deseo y de lenguaje se intersecan y
producen la noción lacaniana de inconsciente. El «lugar sig-
nificador» es el inconsciente. A diferencia de Freud, Lacan
cree que «no hay nada en el inconsciente que esté de acuer­
do con el cuerpo»17. El inconsciente es puramente lo que
puede ser descubierto y expresado o no puede ser expresa­
do en el campo del Otro. «El inconsciente está estructurado

14 Lacan, «The Meaning», en 79.


15 Ibíd., pág. 78.
16 Ibíd., pág. 79. Véase también Lacan, «The Subject», en Four
Fundamental Concepts, pág. 203: «El Otro es el lugar en el que se sitúa
la cadena del significante que gobierna todo lo que pueda presentarse al
sujeto; es el campo de ese ser viviente en el que el sujeto ha de apare­
cer», y pág. 207.
17 Lacan, «Seminar of 21 January 1975», en Feminine Sexuality,
pág. 165.
como un lenguaje»18. El «ello» (ga) es lenguaje e incons­
ciente. Ambos están constituidos por las reglas invariantes
que gobiernan el juego o dialéctica de significante y signifi­
cado. Es parte de la «condición humana» que no sea sólo el
hombre quien hable, sino que en él y mediante él hable el
ello (pz), que su naturaleza esté tejida por los efectos en los
que podemos encontrar la estructura del lenguaje, en cuyo
material se convierte»19.

Universales y agujeros (todos): padres y madres


dentro de la economía libidinal
En la doble determinación del sujeto por el otro y por el
lenguaje, surgen y convergen la sexualidad, el género y el
papel especial del «falo» como significante universal. «La
relación de privación o carencia de ser simbolizada por el
falo, se establece por derivación de la carencia de tener en­
gendrada por una frustración particular o global de la de­
manda»20. Los niños quieren ser queridos por ellos mismos
(es decir, quieren la gratificación total, sin objeto ni tensión,
de sus deseos). Sin embargo, esta demanda es un «espejis­
mo». Los niños descubren o creen que el Otro responderá
sólo si se convierten en su deseo. Pero lo que la madre de­
sea «es el falo», del que «carece». «El niño desea ser el falo
para satisfacer su deseo.» Como no puede serlo realmente,
el deseo del Otro «impide al sujeto satisfacerse con la pre­
sentación al Otro de algo real que puede tener»21.
Así, el sujeto experimenta enajenación y división en la

18 Lacan, «The Subject», en Four Fundamental Concepto, pági­


na 203.
19 Lacan, «The Meaning», en Four Fundamental Concepto, pági­
na 78.
20 Jacques Lacan, «Guiding Remarks for a Congress on Feminine
Sexuality», en Feminine Sexuality, pág. 91.
21 Lacan, «The Meaning», en Four Fundamental Concepto, págs. 83.
«dialéctica de la demanda de amor y la prueba del deseo»22.
El significante del deseo de la madre (el falo) es ajeno (otro)
al niño. La demanda de amor del niño produce una división
dentro del yo. El deseo de amor se transforma en el deseo de
ser algo que no se es y no se puede ser para satisfacer el de­
seo del Otro. Resulta claro de esta explicación que el Otro
es la madre y también el lenguaje, ya que éste no puede de­
sear el falo ni carecer de él. En la dialéctica de la demanda
y el deseo, el niño aprende que la misma madre tiene caren­
cias. Ella tampoco tiene falo y no puede satisfacer su propio
deseo. La madre «carece» de perfección narcisista y por ello
es un objeto imperfecto o «castrado». El niño descubre para
su desilusión que el Otro es simplemente otro «sujeto divi­
dido por la Spaltung (división) significadora»23. La madre
«carece» de algo que hace que el niño no «sea» algo.
Por supuesto, Lacan (¿como el niño?) asume que la mis­
ma madre es una narcisista a la que sólo se puede satisfacer
restaurándole la perfección narcisista. Como Freud, cree
que una mujer/madre sólo busca deshacer su «castración».
Quiere llenar su «falta» o agujero. Sin embargo, a diferen­
cia de Freud, cree que ni siquiera tener un hijo proporciona­
rá a la mujer satisfacción o alivio a la herida narcisista. No
es posible que la madre se satisfaga con nada «real» que un
bebé tiene para ofrecer. La identificación bebé (niño) = pene
no ejerce su magia porque el falo existe sólo en un
planosimbólico. Se basa —y circula— en una cadena de
significado que no tiene un referente biológico «reab>. De
aquí que no se pueda lograr su acceso por medios biológi­
cos (es decir, mediante la posesión de un pene o teniendo un
bebé masculino). La castración es un efecto del lenguaje y
el deseo, no una herida anatómica o física.
Aquí nos podemos detener un momento y preguntarpor
qué la madre carece de falo si es sólo un artefacto lingüísti­
co. Lacan insiste en que el falo significa un conjunto de es­

22 Ibíd.
23 Ibíd.
tructuras lingüísticas/culturales que preceden al sujeto y que
de hecho «nos determinan como sujetos»24. Estas estructu­
ras incluyen no sólo la lógica binaria del lenguaje, sino tam­
bién su equivalente isomórfíco: las «estructuras elementales
del parentesco»25. Un determinante primario de estas es­
tructuras de parentesco es el tabú de incesto, la «ley del pa­
dre» que regula la circulación de las mujeres entre los hom­
bres. Como Freud y Lévi-Strauss, Lacan cree que la interio­
rización del tabú de incesto es el acto fundacional de la
cultura. Se requiere alguna fuerza externa para desgarrar la
poderosa, precultural y dualista relación madre/hijo. De for­
ma similar, el vínculo erótico del hijo hacia la madre debe
ser roto para que se vea forzado a buscar una esposa fuera
de la familia. Las familias se convierten en aliadas inter­
cambiando mujeres/esposas entre ellas y comienzan a con­
fluir en grupos sociales mayores, gobernados por reglas ba­
sadas en el parentesco.
Los lazos preedípicos son tan fuertes que nada «inter­
no» en la madre o el hijo puede hacer que se separen (o di­
vidan). La ley introducida por el padre debe intervenir des­
de el «exterior». El tabú de incesto, apoyado por la amena­
za de castración, fuerza al hijo a salir del mundo corporal,
sin fisuras ni palabras, de la simbiosis narcisista a una exis­
tencia como sujeto cultural, universal y con un género espe­
cífico. El falo significa el «Nombre del Padre». Pone su
marca en el hijo/sujeto. El lugar en el mundo, la sexualidad
y el género están determinados por el hecho de ser marca­
dos por el falo y tener o no acceso a él. El Nombre/Ley del
Padre es equivalente a la misma cultura.
Todos los seres hablantes «se inscriben» en el lado
masculino, sin que importe cuáles puedan ser sus atributos

24 Jacques Lacan, «From Interpretatíon to the Transference», en


Four Fundamental Concepts, pág. 246 [trad. esp.: Las estructuras ele­
mentales del parentesco, Barcelona, Paidós, 1991].
25 Lacan basa este argumento en uno paralelo de Claude Levi-
Strauss, The Elementary Structures of Kinship, Boston, Beacon Press,
1969, especialmente las págs. 3-68,478-497.
físicos. Para hablar se debe entrar en el reino de lo simbó­
lico y ser constituido por él: el juego de los significantes y
significados y el «significante universal» (el falo). Quie­
nes no tienen acceso al falo y, por ello, al mundo de la cul­
tura y el lenguaje (lo simbólico), son llamadas «mujer»:
«La mujer sólo existe en tanto que excluida por la natura­
leza de las cosas que son la naturaleza de las palabras, y ha
de decirse que si hay algo de lo que se quejan bastante en
este momento, es sin lugar a dudas de que sólo ellas no sa­
ben qué están diciendo, que es toda la diferencia entre
ellas y yo»26.
La «mujer» no es «un todo»; es el «conjunto vacío». La
mujer en sí no existe y [...] no significa nada»27. La mujer es
el elemento binario necesario opuesto al falo. Su «carencia»
significa «no ser un todo», sin lo que la significación no se­
ría posible ni necesaria. El descubrimiento del niño de la ca­
rencia en la madre le fuerza a reconocer las «grietas» que,
de forma invariable, existen entre las personas. Hablar indi­
ca esta grieta y tiende un puente sobre ella.
La «esencia» de la mujer como «no todo» afecta profun­
damente su sexualidad. «Tiene, en relación con lo que la
función fálica designa jouissance, un jouissance comple­
mentario». Sin embargo, debido a que éste está más allá o
fuera del mundo de lo simbólico (lo fálico), la mujer no pue­
de saber o decir nada sobre él. Sólo puede saber «que lo ex­
perimenta. [...] Sabe cuando ocurre. No les ocurre a to­
das»28. El «orgasmo vaginal» que Lacan asocia con este
jouissance complementario «ha mantenido inviolada la os­
curidad de su naturaleza»29. Es de suponer que la mujer pue­
de experimentarlo y conseguirlo sólo si permanece «fuera»
de la función fálica y en la oscuridad.

26 Jacques Lacan, «God and the Jouissance of the Woman. A Love


Letter», en Feminine Sexuality, pág. 144.
27 Ibíd., pág. 145.
28 Ibíd., págs. 144 y 145.
29 Lacan, «The Meaning», en Four Fundamental Concepts, pági­
na 89.
Sin galanterías: género, conocimiento,
lenguaje y castración
La obra de Lacan no puede contribuir mucho a los nue­
vos conceptos feministas sobre el género. Sostiene que la
identidad de género es una construcción puramente cultural,
que surge como consecuencia de la lucha edípica o, de for­
ma más precisa, del complejo de castración inconsciente. El
género parece estar constituido y marcado por la castración,
y se obtiene a través de la relación con el falo. Como signi­
ficado (sujeto), se es inscrito dentro y/o fuera de la función
fálica. El complejo de castración instala al sujeto en «una
posición inconsciente sin la que sería incapaz de identificar­
se con el tipo ideal de su sexo o responder sin un riesgo gra­
ve para las necesidades de su pareja en la relación sexual o
incluso recibir de forma adecuada las necesidades del niño
así procreado»30.
Sin embargo, la obra de Lacan es profundamente antife­
minista en su contenido e implicaciones. Parece irónico que
algunas escritoras hayan declarado que el análisis lacaniano
es el planteamiento psicoanalítico más útil para la teoriza­
ción feminista31. Su obra señala la represión de las mujeres
dentro del discurso occidental y, por ello, en su opinión,
dentro de la cultura y la misma conciencia. Su aparente hin­
capié en el género como construcción cultural parecería ser
congruente con las ideas de muchas feministas. Sin embar­
go, en un nivel más profundo, su teoría, aún más que la de
Freud, oculta aspectos esenciales de la cultura de dominio
masculino y su deconstrucción puede contribuir al análisis
de la cultura patriarcal. Su planteamiento lingüístico hace a
esas culturas equivalentes a la cultura como tal. El dominio
masculino se vuelve inanalizable en la teoría e ineludible en

30 Ibíd., pág. 75.


31 Cfr. Gallop, Daughter’s Seductioir, Mitchell y Rose, «Introduc-
tion».
la práctica. Desplaza el centro del análisis de las relaciones
sociales y de poder a la estructura y efectos supuestamente
universales/ahistóricos de la lógica del lenguaje. Al igual
que Freud se desvía a la «biología» y los razonamientos bio­
lógicos para evitar «penetrar» más en el «gran enigma del
sexo» que en un principio él mismo descubrió, Lacan des­
pliega el «lenguaje» de modo similar y defensivo.
Una perspectiva posmodema nos alerta del hecho de
que tanto Freud como Lacan apelan a la misma «defensa se­
cundaria» para sus actos iniciales de desplazamiento y re­
presión: la supuesta autoridad impersonal de la ciencia.
Ambos sostienen que el psicoanálisis es y debe ser una
«ciencia». Ambos declaran que se basa en algo «real» que
quiere explicar (esto es, fuera de la acción o el control hu­
manos). En el caso de Lacan, lo real es la estructura y los
efectos del lenguaje. Conceptúa el psicoanálisis como «la
ciencia del inconsciente. De éste he deducido una topología
que intenta explicar la constitución del sujeto»32. Como se
supone que la ciencia es «neutral» y objetiva, se soslayan
otras cuestiones sobre lo que pueda haber enmascarado o
excluido en esta jugada. La estructura de la teoría lacaniana
confirma la afirmación posmodema de que los conceptos
universalistas ocultan actos de dominación y que las oposi­
ciones binarias son inseparables de las jerarquías implícitas
o explícitas. Sin embargo, las consecuencias y razones de
tales actos se entienden mejor en la obra de Lacan no como
ejemplos y efectos de la «tiranía de la metafísica», sino más
bien en relación con significados políticos más antiguos de
la tiranía.
Para deconstruir las teorías lacanianas sobre el narcisis­
mo y el lenguaje, se requiere una teoría explícitamente polí­
tica y sensible al género. Desde una perspectiva feminista,
parece que mucho del material oculto bajo la máscara cien-
tifista de Lacan está relacionado con —o concierne a—
cuestiones de género. En su obra (como en la de Freud), re­

32 Lacan, «The Subject», en Four Fundamental Concepts, pági­


na 203.
sulta especialmente predominante el oscurecimiento del de­
seo femenino y el temor, la negación y el desplazamiento
del poder de las mujeres en la primera experiencia infantil.
Para comprobarlo, volvamos a las cuestiones planteadas an­
tes. ¿Por qué la madre carece de falo? Si el falo existe pura­
mente en lo simbólico, ¿por qué no puede al menos propa­
garse a través de ella? ¿Por qué es lo primero que desea la
madre o cualquier otro? ¿Por qué es el falo un objeto de de­
seo tan poderoso pero oscuro en la teoría lacaniana? ¿Por
qué significa el «Nombre del Padre y su ley? ¿Puede todo
esto tener algo que ver con el deseo del padre (del que La­
can casi nunca habla)? ¿Pueden marcar la teoría lacaniana el
deseo de los padres reales, encamados, constituidos históri­
camente y no sólo simbólicos, así como el hijo y la madre?
Dentro del «orden fálico», la madre/mujer debe llegar a
desear un falo que ha de creer que les falta a ella y a todas
las mujeres. Aunque Lacan afirma que tanto hombres como
mujeres carecen de falo y están castrados (por el lenguaje),
las consecuencias de esta carencia y deseo no parecen ser
las mismas para ambos géneros. Parte del deseo de las mu­
jeres se constituye y refleja su iniciación en las estructuras
de parentesco de la cultura, en especial las del matrimonio
heterosexual. Esta iniciación requiere que la mujer cambie
su «libido» de su primer objeto (la madre) a uno masculino
(padre/esposo).
Debido a que Lacan sostiene que la sexualidad toma su
forma puramente en la subjetividad del Otro y su ley, no de
la «naturaleza», la heterosexualidad debe entenderse como
un producto cultural. Así, el deseo de la mujer por Otro, que
se inscribe en el lado de la masculinidad, tiene que ser una
consecuencia y un producto de la ley significada por el falo
y un sometimiento al deseo del otro (masculino). Una vez
más, este Otro no es simplemente el lenguaje. Esta ley pare­
ce requerir que la mujer desee no sólo un falo, sino ser el
«objeto» de deseo de un ser con un cuerpo con anatomía
masculina. «Todas» las mujeres deben enfrentarse a una
«verdad» sobre el «misterio de la feminidad» o más allá de
ésta: «Es válido para todas las mujeres, y por razones que se
encuentran en la misma base de las formas más elementales
de intercambio social [...] el problema fundamental de su
condición es aceptarse como un objeto de deseo para el
hombre»33. Así, la mujer no puede contentarse con el cuer­
po de su madre o el propio. «El intercambio social» (no el
lenguaje) estipula que, a diferencia del hombre, su deseo no
puede quedarse en el campo de otra mujer. No ha de ser el
objeto de deseo de la mujer. Ésta también puede llegar a de­
sear que su hijo lleve el apellido del padre y no el suyo (es
decir, que el niño tenga un padre «legal»). Éste es uno de los
significados de su deseo de que el niño sea el falo, para que
lleve la marca del apellido del padre. «Mujer» y «hombre»
aquí son las únicas posiciones en el lenguaje que una perso­
na de cualquier género puede ocupar. Para que las afirma­
ciones lacanianas adquieran un sentido, tenemos que asumir
que el «misterio de la feminidad» hace referencia a una con­
dición compartida por las personas de anatomía femenina
(las mujeres).
Lacan no aduce una explicación satisfactoria para todos
estos notables desplazamientos del deseo femenino. Sim­
plemente los atribuye a la naturaleza del deseo como tal. A su
vez, utiliza su explicación del deseo femenino como un
ejemplo y una prueba de la «verdad» de su misma teoría del
deseo. Hace una serie de afirmaciones circulares e interde-
pendientes: la cultura es un sistema simbólico; el parentes­
co es un sistema simbólico; el lenguaje es un sistema simbó­
lico; de aquí que todos los sistemas simbólicos deban tener
la misma estructura binaria. Si hay una serie de oposiciones
binarias, debe haber alguna (falo/castración) que estructure
a las otras. Si hay una serie de oposiciones, alguna síntesis
dialéctica previa debe haberse roto en partes. Hay un yo nar­
cisista roto por el Otro; hay un yo dividido por (en) deseo y
demanda. Lo que está partido en dos no puede volver a jun­
tarse. Hay un par roto por el padre. El par es precultural/lin­

33 Jacques Lacan, «Intervention on Transference», en Dora ’s Case:


Freud-Hysteria-Feminism, ed. de Charles Bemheimer y Claire Kahane,
Nueva York, Columbia University Press, 1985, pág. 99.
güístico; así pues, la Ley del Padre debe intervenir desde el
exterior. Este «exterior» es la cultura, el lenguaje, el paren­
tesco, el C/r-significante que hace todos los otros posibles y
divide el falo. Estamos de vuelta al mundo de los espejos y
las imágenes fragmentadas que de algún modo han de cohe­
sionarse en una verdad «universal» e inevitable. Pero no nos
hemos dado cuenta de que la voz de Lacan está haciendo ta­
les afirmaciones y pidiéndonos que accedamos a su autori­
dad. Esta dimensión ficticia va a desaparecer tras la escena
de las pretensiones de verdad de la «ciencia».

La carencia lacaniana: lenguaje y poder

Fuera del salón de los espejos, los aigumentos de Lacan


me parecen «otros». Resulta irónico que su resonancia a
algo «real» —un real distinto a su «todo» (la lógica univer­
sal del lenguaje)— les conceda más fuerza persuasiva de la
que de otro modo tendrían. Esto real está ligado al hecho de
que la cultura es masculina, no como efecto del lenguaje,
sino como consecuencia de las relaciones de poder reales a
las que los hombres tienen mucho más acceso que las muje­
res. De aquí que el fundador (Freud) sea mucho más hones­
to acerca de la «realidad» que Lacan. No nos pide creer que
los hijos están castrados del mismo modo o en el mismo
grado que las hijas o que la lucha edípica y la iniciación a la
cultura tienen las mismas consecuencias para niños y niñas.
En la teoría freudiana, la anatomía es el destino; los padres
reales quieren que sus hijos y no sus hijas hereden y admi­
nistren su ley y el(los) poder(es) que conlleva. A los hijos se
les promete el acceso a las mujeres (esposas) y el poder so­
bre ellas cuando crezcan. Freud enmascara el poder bajo la
biología; Lacan afirma que todos somos prisioneros del len­
guaje. Pero el pensamiento del fundador es más transparen­
te y señala dinámicas más útiles para la teorización feminis­
ta que el de Lacan.
La misma teoría del lenguaje lacaniana es imprecisa. El
lenguaje es mucho más significado que significante. Sus
efectos reales dependen tanto de las formas de vida que refle­
ja como de las que constituye. Por ejemplo, la coherencia y el
poder convincente de las nociones lacanianas sobre el falo
como significante universal gira sobre las relaciones sociales
preexistentes (es decir, un sistema de géneros) que opera para
crear opuestos binarios con «huecos» insalvables entre los
dos términos. El concepto lacaniano de la «lógica binaria»
universal que supuestamente gobierna el lenguaje, puede que
refleje la importancia preexistente del número «dos» en
nuestra cultura. Estamos acostumbrados a dividir las cosas en
dos desde el momento del nacimiento. Con frecuencia, lo pri­
mero que se pregunta sobre un recién nacido es si es niño o
niña. Dentro de este sistema de géneros se constituyen dos ti­
pos de seres opuestos pero no iguales. La división de las co­
sas en dos y el sistema de géneros en su conjunto parecen
apoyarse en diferencias «naturales» o lógicas «externas». Sin
embargo, estas diferencias o modos de contar obtienen su
prominencia especial y capacidad de comunicar significado
como un efecto del sistema de géneros, no debido a una lógi­
ca independiente de las relaciones sociales.
Las aproximaciones nominalistas al lenguaje (incluida
la de Lacan) son imperfectas por naturaleza. Ningún signi­
ficante (ni siquiera el falo) existe fuera de un «juego de len­
guaje» en el que su significado y funciones dependen de
prácticas históricas y usos pasados de la palabra. Por ejem­
plo, el término falo depende en parte, en cuanto a sus efec­
tos retóricos o pretensiones de verdad, de su uso en los jue­
gos de lenguaje y las formas de vida social preexistentes,
que son condiciones no reconocidas pero necesarias para la
credibilidad de la teoría lacaniana. La noción de falo como
significante universal apela y depende para su efecto retóri­
co de la inevitable equivalencia de falo y pene en el lengua­
je ordinario. Las afirmaciones lacanianas de que el falo
existe sólo en un plano simbólico, que no significa pene y
que toda relación entre significante y significado es arbitra­
ria, son falsas. ¿Nos convencería si declarara que la madre
carece, digamos, de «un ratón» o que su deseo por el niño es
ser el «papel parafinado»?
Por lo menos Freud tiene una retórica más transparen­
te y precisa. Al contrario de las afirmaciones lacanianas,
Freud es bastante claro en que usa pene y falo de forma in­
tercambiable, y en que cree que el investimiento narcisista
que hace el niño de su pene como órgano «superior» está
justificado tanto por la realidad como por su fantasía. Sin
embargo, lo que no hace Freud (como Lacan) es situar su
afirmación dentro de un contexto social particular. Dentro
de una sociedad de dominio masculino, la posesión de un
pene o el acceso a un falo resulta particularmente valioso
y todo aquel interesado en ciertos tipos de poder o privile­
gio se preocuparía por su pérdida o falta. En sociedades
donde no exista este dominio masculino, la posesión de un
pene/falo perdería ese carácter destacado que se le atribu­
ye de forma tan poco creíble.
Toda la noción de un significante universal refleja —y
depende de— nuestra experiencia de que algo o alguien y
no otros tiene el poder para ordenar nuestro mundo. El falo
no significa la cultura en sí, sino más bien una cultura en la
que «lo que se denomina» civilización ha sido principal­
mente la obra de los hombres (como seres encamados que
poseen pene). Sin embargo, si tratamos, como Lacan, cultu-
ra/lenguaje/Ley del Padre como estructuras y equivalentes
universales, no hay modo de invertir el juego de significan­
te y significado. El falo nunca es significante. No podemos
preguntar qué determina el lugar del falo como «significan­
te universal» dentro de la teoría lacaniana o en la cultura.
Lacan nos deja con la alternativa de cultura fálica o ninguna
en absoluto. Así pues, repite, en lugar de analizarlo, el desa­
rrollo edípico «normal» del niño, su «investidura» narcisis­
ta en el pene/falo y su decisión de acceder a la ley del padre
y materializarla en lugar de cuestionarla o desafiarla.
La teoría lacaniana también reñeja, en lugar de analizar­
lo, el deseo del padre: que las mujeres se consideren a sí
mismas y experimenten la sexualidad como el «objeto» del
deseo del hombre. Las mujeres no han de cuestionar el de­
recho de los hombres a tener acceso a ellas, a «intercambiar­
las» o a definirlas. Aunque las nociones freudianas de la en­
vidia hacia el pene y la castración femenina presentan pro­
fundas imperfecciones, Lacan consigna a la mujer como ser
femenino encamado a una inexistencia absoluta en la cultu­
ra y no a una imperfecta e inferior. Al cambiar el terreno del
psicoanálisis del desarrollo psicosexual de las personas con­
cretas a una teoría del lenguaje y los sistemas simbólicos su­
puestamente «neutral» y universalista, oscurece más los orí­
genes sociales del género y las asimetrías de poder que ori­
gina. Una vez más, se afirma y oculta la autoridad del
padre; su deseo se privilegia y protege.
No sólo se identifica a la mujer con el Otro, sino que se
la relega a su ámbito, es la diferente, el cuerpo, el instinto,
carece de falo, está castrada. Si estamos en nuestros cuerpos
y disfrutamos de ellos, estamos a perpetuidad fuera de esta
cultura y todas las posibles. A la mujer, en la teoría lacania­
na, se la coloca en un doble aprieto. Se la acusa de introdu­
cir la «diferencia» en la experiencia humana. No obstante,
como mujeres, no podemos hablar literalmente, no sabemos
qué experimentamos y no podemos decir nada a los hom­
bres (¿significantes?) que constituyen la cultura.
La teoría lacaniana también revela una capitulación más
a la ley del padre (en este caso, Freud). La importancia que
otorga Freud al carácter central del complejo de edipo pue­
de entenderse de forma parcial como una negativa y defen­
sa contra el retomo de la relación e identificación previas
con la madre. En los textos lacanianos opera una represión
similar. En la medida en que se asocia a las mujeres con lo
presimbólico, aparecen como lo reprimido. No obstante,
como todo material reprimido, continúan afectando la diná­
mica de todo el yo, pues ser reprimido no es estar ausente.
Lo reprimido es omnipresente como fuerza inconsciente
dentro de la psique y por ello en la misma cultura. Este ma­
terial reprimido no puede hacerse consciente por la teoría
lacaniana puesto que lo relega a lo presimbólico y de este
modo a lo inexpresable y no conocible. Sin embargo, lo pre­
simbólico persigue tanto a los sistemas simbólicos como al
sujeto.
La antinomia que presenta la teoría lacaniana entre lo
simbólico y lo presimbólico y su negación del significado o
la posibilidad de relaciones sociales recíprocas en lo pre­
simbólico tienen un origen parcial en la represión de la ex­
periencia infantil de la madre amada y temida. El anhelo del
bebé (y del bebé dentro del adulto) de fusión se convierte,
como medio de defensa, en la noción de carencia lacaniana.
Aún más que en la obra freudiana, la poderosa madre de la
infancia se reconcibe como el Otro «castrado», no conoci­
ble e inalcanzable. Una vez que se niega la posibilidad de
que el yo del bebé esté en relación con otro, la formación
del yo sólo puede darse mediante actos de alienación. El yo
es necesariamente siempre un falso yo en el sentido de Win-
nicott, pero a diferencia de éste, Lacan cree que no es posi­
ble otro yo «verdadero».
Sin embargo, como he sostenido, es mejor leer la obra
de Lacan como una descripción del niño que queda atrapa­
do en su fase de separación o en la posición narcisista y es
incapaz de verse en el otro. Su noción de carencia puede en­
tonces entenderse como una negación de la relación previa
y no como un dilema inherente e irresoluble de la condición
humana o como algo intrínseco a la naturaleza del deseo. La
historia social del sujeto se transforma en un dilema univer­
sal, abstracto y existencial. Ciertos aspectos de su existencia
se ocultan en lugar de ser deconstruidos de forma radical,
como declara Lacan. El sujeto se convierte en una clave lin­
güística para oscurecer en parte su propia prehistoria.
Para finalizar, recrea el mito de un yo solipsista y desen­
camado. A pesar de su autoimagen heroica como un valien­
te invalidador nietzscheano de la cultura burguesa, diluci­
dando nuestra primera alienación y yos fracturados, repite
en lugar de desmantelar una corriente dominante del pensa­
miento occidental moderno de Descartes a Sartre. El sujeto
no está «descentrado». Se propone una forma de yo incom­
pleta y estereotípicamente masculina como eje de la cadena
de significantes que dicen constituir la cultura. No es sor­
prendente que el falo asuma el papel de «significante uni­
versal» en su teoría o que desee relegar a las mujeres al si­
lencio presimbólico.
U n espacio d e tra n s ic ió n : l a s r e la c io n e s d e o b je to
y ese o s c u r o o b je to d e l d e seo

La derivación de necesidades religiosas de la impo­


tencia infantil y el anhelo por el padre que suscita me pa­
recen incontrovertibles, en especial puesto que el senti­
miento no se prolonga simplemente de los días de la ni­
ñez, sino que es sostenido de forma permanente por el
miedo al poder superior del destino. No puedo pensar en
ninguna necesidad de la infancia tan fuerte como la de la
protección paterna. Así, el papel desempeñado por el
sentimiento oceánico, que podría buscar algo parecido a
la recuperación de un narcisismo sin límites, es desban­
cado del primer plano. El origen de la actitud religiosa
puede retrotraerse claramente hasta el sentimiento de im­
potencia infantil. Quizás haya algo más atrás, pero en el
presente está envuelto en oscuridad.
S ig m u n d F r e u d ,
El malestar en la cultura

En el trabajo psicoanalítico y sus afines, se descubre


que todos los individuos (hombres y mujeres) tienen en
reserva un cierto miedo a la mujer. Algunos individuos
lo sufren en mayor medida que otros, pero puede decirse
que es universal, aunque es bastante diferente a afirmar
que un individuo tema a una mujer particular. Este mie­
do a la mujer es un poderoso agente en la estructura so­
cial y es el responsable del hecho de que en muy pocas
sociedades una mujer lleve las riendas políticas. También
es responsable de la inmensa cantidad de crueldad hacia
las mujeres, que puede encontrarse en costumbres que
son aceptadas por casi todas las civilizaciones. El origen
de este miedo a la mujer es conocido y se relaciona con
el hecho de que a comienzos de la historia de todo indi­
viduo que se desarrolla bien, es sano y ha sido capaz de
encontrarse a sí mismo, existe una deuda con una mujer,
una mujer que se dedicó a ese individuo como bebé y
cuya devoción fue absolutamente esencial para su desa­
rrollo. La dependencia original no se recuerda y de este
modo no se reconoce la deuda, excepto en la medida en
que el temor a la mujer represente el primer estadio de
este reconocimiento.
D. W. WlNNICOTT,
The Family and Individual
Development

Las relaciones de la teoría de las relaciones


de objeto con sus Otros (posibles)
Existen muchas deficiencias en la teoría de las relacio­
nes de objeto, en especial en el tratamiento de género, se­
xualidad y poder. Sin embargo, la obra de sus teóricos tiene
mucho que contribuir al desarrollo de teorías mejores sobre
el yo, el género, el conocimiento y la justicia. Además, cier­
tos aspectos, en especial el rechazo de las nociones ilustra­
das de razón y conocimiento y el énfasis en la importancia
de los cuidados matemos en la constitución de un yo, resul­
tan particularmente compatibles como complementos a los
proyectos posmodemos y la teorización feminista34.
Quizás como corresponde a una perspectiva psicoanalí­
tica en la que se resalta el carácter social y la interacción in­
terpersonal, la teoría de las relaciones de objeto no tiene un
fundador. Sin embargo, haré un uso particular y extenso de
la obra de D. W. Winnicott, que precede, informa y en mu­
chos sentidos es más rica y compleja que los escritos de
analistas de las relaciones de objeto estadounidenses tales
como Kemberg o Masterson y psicólogos del yo como Ko­
hut. A diferencia de otros muchos analistas, Winnicott refle­
xiona con consistencia acerca de las relaciones existentes
entre simbolización, cultura y experiencia preedípica. Su
concepto de «espacio de transición» (que es también el es­
pacio del que puede surgir una cultura) resulta especialmen­

34 Véase en especial D. W. Winnicott, «Mind and Its Relation to the


Psyche-Soma», en Through Paediatrics to Psycho-analysis, Nueva
York, Basic Books, 1975.
te intrigante y ha sido poco utilizado por otros analistas y fi­
lósofos. El énfasis que otorga al juego y a las fuentes extra-
rracionales del pensamiento y la creatividad complementa y
podría profundizar y mejorar las críticas posmodemas de
las ideas ilustradas sobre estos temas.
De forma ocasional, Winnicot se muestra sensible a
cuestiones de género, aunque sus escritos carecen de una
explicación sustancial y crítica de su formación y significa­
do dentro de la identidad individual, la teoría psicoanalítica
(en especial en su propio concepto de «madre bastante bue­
na») y la cultura en su conjunto. No obstante, el hincapié so­
bre el carácter central de la relación madre/hijo dentro de la
obra de Winnicott y la de otros teóricos de las relaciones de
objeto nos permite al menos reconocer y comenzar a desha­
cer la represión y distorsión de la experiencia preedípica que
domina tanto las teorías de Lacan y Freud.
Winnicott también posee un sentido extraordinario para la
experiencia infantil y el trabajo clínico35. Es capaz de avanzar
y retroceder con facilidad en esas experiencias para pensar so­
bre sus implicaciones en las disputas que existen dentro de la
teoría psicoanalítica. De este modo, su obra ejemplifica hasta
qué grado el psicoanálisis es una forma de trabajo relacional
en la que teoría y práctica se informan, se corrigen y depen­
den una de otra de forma constante. Winnicott nos muestra
los tipos de conocimiento que se generan o pueden generarse
mediante la interacción entre analista y paciente o madre e
hijo si ésta se combina con una reflexión disciplinada e inter­
subjetiva. A este respecto, su obra me resulta también más útil
que la de Lacan poique al menos nunca expone el contenido
específico de su trabajo con los pacientes. Sin duda, Lacan
plantea un hueco irreducible entre el analista como el que
«debe saber» y el deseo del paciente. En el análisis, como en
otras partes, la intersubjetividad genuina es imposible. Cono­

35 Para un ejemplo de su trabajo clínico, véase D. W. Winnicott, The


Piggle: An Account of the Psychoanalitic Treatment ofa Little Girl, Nue­
va York, International Universities Press, 1977 [trad. esp.: Psicoanálisis
de una niña pequeña: The Piggle, Barcelona, Gedisa, 1980].
cimiento y deseo no pueden ser integrados o reconciliados36.
Sin embargo, como Lacan, los teóricos de las relaciones de
objeto sólo resaltan un aspecto de las complejas teorías freudia­
nas sobre el desarrollo del ser y sus relaciones con el otro(s). En
cierto modo, esto resulta útil, puesto que les permite explorar
con mayor profundidad el descubrimiento freudiano de la ad­
herencia tenaz que los objetos, incluso los muertos, tienen so­
bre el «ego». Como señaló Freud en 1917, «puede observarse
de forma universal que el hombre nunca abandona de buena
gana una posición libidinal, ni siquiera cuando ya le está atra­
yendo una sustituía»37. Hasta llega a sostener de forma ocasio­
nal que «el primer determinante de la ansiedad, que el mismo
ego introduce, es la pérdida de percepción del objeto (que se
equipara con la misma pérdida del objeto)»38. El «objeto» a que
se hace referencia aquí es la madre del bebé. Aunque los teóri­
cos de las relaciones de objeto difieren algo entre sí, su proyec­
to general es similar: comprender al «individuo» como produc­
to de las relaciones sociales con las personas reales en interac­
ción con el desarrollo desplegado de su «psico-soma» único39.

36 Para la opinión de Lacan sobre la situación psicoanalítica, véase su


«Intervention on Transference», en Bemheimer and Kahane, In Dora’s
Case. Schneiderman explica su propio análisis con Lacan en Jacques La­
can [trad. esp.: Lacan: la muerte de un héroe intelectual, Barcelona,
Gedisa, 1986].
37 Sigmund Freud, «Mouming and Melancholia», en CP, 4, pág. 154.
38 Sigmund Freud, Inhibitions, Symptoms andAnxiety, trad. de Alix
Strachey, Nueva York, W. W. Norton, 1959, pág. 96.
39 Para una exposición sobre algunas de las diferencias entre los teóri­
cos de las relaciones de objeto, véase Jay R. Greenberg y Stephen A. Mit­
chell, Object Relations in Psychoanalytic Theory, Cambridge, Mass., Har­
vard University Press, 1983, parte 2. Además de los escritos de Winnicott,
también he recurrido a Harry Guntrip, Personality Structure and Human
Interaction, Nueva \brk, International Universities Press, 1961, y Psychoa-
nalitic Theory, Therapy and the Self, Nueva York, Basic Books, 1971; Me-
lanie Klein, Lave, Guilt and Reparation, Nueva York, Dell, 1977, Envy and
Gmtitude, Nueva York, Dell, 1975 [trad. esp.: Obras completas, 1 3, «Envi­
dia y gratitud», Barcelona, Paidós, 1988], Namative of a Child Amfysis,
Nueva York, Dell, 1975 [trad. esp.: Obras completas, t. 4, «Relato del psico-
nálisis de un niño», Barcelona, Gedisa, 1986]; y W. R. D. Fairbaim, Psycho­
analytic Studies ofthe Personality, Boston, Routledge & Kegan Paul, 1952.
En contraste con Lacan, afirman que el niño acaba reconocien­
do, aceptando y disfrutando la existencia independiente de las
personas que le cuidan40. Sin embargo, este hincapié en la rela­
ción con el objeto supone también ciertas pérdidas, en particu­
lar un oscurecimiento de los aspectos no relacionados con ob­
jetos de la sexualidad y el deseo, y una desexualización de la
madre y de la relación madre/hijo.
La teoría de las relaciones de objeto es más compatible
con el posmodemismo que el análisis freudiano y lacaniano
porque no requiere un perspectiva fija o esencialista de la
«naturaleza humana». Su lógica sugiere que ésta puede te­
ner muchas formas. Del mismo modo que cambian las rela­
ciones sociales y las estructuras familiares, lo haría la natu­
raleza humana. De igual manera que cambia el tipo de obje­
tos y sus relaciones que un niño interioriza, lo harían
también «el niño» y la misma naturaleza de la «niñez».
Pero, en contra de la opinión de muchos posmodemos, los
teóricos de las relaciones de objeto ofrecen argumentos de
peso sobre la importancia de un «yo nuclear» estable. La ex­
plicación que presenta Winnicott del desarrollo psicológico
es especialmente importante. Distingue entre un yo «falso»
que es sobre todo rígido, intelectualizado y controlador, y
otro alternativo «verdadero» que tiene muchas de las carac­
terísticas del posmodemo «descentrado», pero menos defi­
ciencias. Desde la perspectiva de las teorías de Winnicott,
casi todas las críticas posmodemas acerca del yo describi­
rían y apuntarían en realidad a uno falso. Las ideas de los
teóricos de las relaciones de objeto fomentan y apoyan las
sospechas de las teóricas feministas (y otras) acerca del pro­

40 La negación de Lacan de la posible existencia de un yo real y de


la posibilidad y fuerza de una relación social temprana ayuda a explicar
su hostilidad hacia los teóricos de las relaciones de objeto. Está muy
ávido por reemplazar el énfasis que los analistas de las relaciones obje­
tivas otorgan a las relaciones concretas entre madre e hijo por el carác­
ter central que concede a la «función fálica». Véanse, por ejemplo, sus
comentarios iniciales en «Guiding Remarks», en Lacan, Feminine Se­
xuality, pág. 87.
yecto posmodemo de abandonar todo el lenguaje del deseo
o el deseo por un yo. Sin embargo, el yo verdadero de Win-
nicott es notablemente agenerado y asexual. De aquí que las
teorías feministas y lacanianas puedan desplegarse para
identificar e interrogar algunos de los huecos existentes en
la obra de los teóricos de las relaciones de objeto.

El desarrollo de un yo en el (los) contexto(s)


de las relaciones de objeto
«El niño pequeño como tal no existe»41. Los relatos de
los teóricos de las relaciones de objeto sobre el desarrollo de
un yo se encuentran entre las contribuciones más valiosas
para la teorización de transición. Winnicott y otros teóricos
ofrecen explicaciones más satisfactorias acerca del origen
de un ser en las relaciones con otros, de la naturaleza de la
«necesidad» infantil, del origen de la consciencia y de la
agresión y sus usos. Estos teóricos plantean al menos una
pretensión esencialista. Su principio más básico es que los
seres humanos por naturaleza «buscan objetos». Necesita­
mos relaciones reales y no sólo proyectadas o narcisistas
con otros. Buscamos objetos para la satisfacción intrínseca
de esa relación, no sólo para reducir las tensiones impulsi­
vas. Si los objetos del entorno infantil son «lo bastante bue­
nos», los humanos se desarrollarán como seres que busca­
rán y encontrarán tales relaciones. Las torturas que Lacan
retrata como aspectos intrínsecos del deseo —ilusión, hue­
cos invariables e insuperables, alienación y autoalejamien-
to— son tratados por los teóricos de las relaciones de obje­
to como expresiones de una formación patológica del yo
falso que debe analizarse y superarse.
Mediante las relaciones con otras personas, sean malas
o bastante buenas, un neonato poco formado pero capaz en
potencia se desarrolla como ser humano. Las experiencias

41 D. W. Winnicott, «Anxiety Associated with Insecurity», en


Through Paediatrics, pág. 99.
corporales del niño (oral, anal, etc.) no pueden separarse de
las relaciones de objeto infantiles, que las moldean y dan
significado. No hay impulso sin un objeto. De aquí que los
impulsos «instintivos» no puedan distinguirse o tratarse por
separado de los aspectos relaciónales.
El «nacimiento psicológico del bebé humano» no ocu­
rre de forma simultánea a su nacimiento físico42. Este últi­
mo es un acontecimiento nítido que tiene lugar en un perio­
do finito y fácilmente determinado; el nacimiento psicoló­
gico es un proceso complejo que dura aproximadamente los
tres primeros años de vida y surge de la interacción de pro­
cesos físicos, relaciónales y mentales. «De forma gradual,
los aspectos psíquicos y somáticos de la persona en creci­
miento se ven envueltos en un proceso de interrelación mu­
tua. En un estadio posterior, el individuo siente que el cuer­
po vivo, con sus límites, y con un interior y un exterior, for­
ma el núcleo del yo imaginativo»43.
Como la psique y el soma están tan interrelacionados,
las alteraciones en las relaciones de objeto pueden expresar­
se tanto física como mentalmente. Por ejemplo, los déficit
en las primeras relaciones pueden expresarse a través de des­
órdenes alimentarios infantiles o adultos, enfermedades psi-
cosomáticas o la división del funcionamiento mental del
soma y la totalidad de la experiencia de la psique44. En el úl­
timo ejemplo, nos «encontramos con que el funcionamien­
to mental se convierte en algo en sí mismo, reemplazando
42 Esta frase es de Margaret Mahler. Véase Margaret Mahler, Fred
Pine y Anni Bergman, The Psychologiacl Birth of the Human Infant,
Nueva York, Basic Books, 1975. Su obra tiene una posición ambigua.
Quiere retener y rescatar la teoría freudiana sobre los impulsos, pero sus
observaciones y el esquema de desarrollo que deriva de ellas no confir­
ma esta teoría ni está de acuerdo con ella. Su obra ha sido utilizada con
más éxito por los teóricos y clínicos inclinados por las relaciones de ob­
jeto (por ejemplo, Masterton).
Winnicott, «Mind and Its Relation», en Through Paediatrics,
págs. 246 y 247.
44 Para una explicación correcta del modo en que pueden darse los
desórdenes alimentarios en los adultos, véase Hilda Bruch, The Golden
Cage: The Enigma ofAnorexia Nervosa, Nueva York, Vintage, 1979.
prácticamente a la buena madre y haciéndola innecesaria.
[...] Ése es un estadio muy incómodo, en especial porque la
psique del individuo es “seducida” por esta mente desde la
íntima relación que la psique tenía originalmente con el
soma. El resultado es una mente-psique patológica»45.
El desarrollo psicológico, somático y cognitivo de los
niños es un proceso que se efectúa mediante una relación
cambiante entre madre e hijo. Parece haber ciertos potencia­
les, disposiciones o «constituciones» y rasgos del carácter
innatos dentro de los seres humanos (por ejemplo, la capa­
cidad de andar y hablar, diferentes niveles de aptitud para
tolerar la tensión y la vulnerabilidad para la depresión)46.
Sin embargo, incluso estos potenciales se logran o compen­
san de forma más apropiada con relaciones de objeto lo bas­
tante buenas. Las que son lo bastante malas pueden retrasar
o distorsionar el proceso de desarrollo, incluidos logros «fí­
sicos» como andar o cognitivos como el uso del lenguaje y
la simbolización.
La relación del niño con su madre pasa también por un
proceso de desarrollo. Aunque al priricipio la madre debe
hacer el mayor esfuerzo para adaptarse a su bebé, ambos
miembros del dúo acaban aprendiendo a ser sensibles a las
necesidades y sentimientos del otro. Cada uno acaba tratan­
do de que sus necesidades al menos se reconozcan, si no se
satisfacen. Las tareas más importantes del niño durante los
primeros tres años de vida son establecer una relación estre­
cha con quien le cuida, normalmente la madre, y luego su­
perar esa relación mediante el proceso de separación-indivi­

45 Winnicott, «Mind and Its Relation», Thtxmgh Paediatrics, págs.


246 y 247.
46 La investigación reciente sobre la infancia indica que incluso el
neonato es un ser mucho más complejo y capaz de lo que creían (o si­
guen creyendo) muchos analistas (incluido Lacan). Para unos resúme­
nes excelentes de la investigación reciente sobre el desarrollo infantil,
véanse Kenneth Kaye, The Mental and Social Life of Babies, Chicago,
University of Chicago Press, 1982 [trad. esp.: La vida mental y social
del bebé, Barcelona, Paidós, 1986]; y Daniel Stem, The Interpersonal
World of the Infant, Nueva York, Basic Books, 1985.
dualización47. Separación significa establecer un sentido
firme de diferenciación de la madre, de ser un mi/yo dife­
rente de otro pero en relación con él. También supone un
profundo sentido de poseer las propias fronteras físicas y
mentales, incluido un cuerpo con un interior y un exterior,
y un yo con acceso a tres realidades: interior, de transición y
exterior. La individualización supone establecer un rango de
características, experiencias corporales, habilidades, rasgos
de personalidad y un mundo interno que es únicamente el
propio «yo verdadero» o núcleo creativo de ser y estar vivo.
Separación e individualización son dos «sendas» del de­
sarrollo; no son idénticas pero pueden reforzarse o imposibi­
litarse mutuamente. Por ejemplo, nos podemos separar de la
madre para escapar de sus respuestas inapropiadas. El yo
que resulta de esa separación es probable que sea «falso»,
construido con reacciones a golpes del exterior más que por
la formación de los propios impulsos creativos, el movi­
miento hacia la separación y la facilitación de la madre de
respuestas a ese movimiento e impulsos. Una separación se­
mejante probablemente también requerirá un rompimiento
o negación de lazos con el otro. El falso yo siente que la re­
lación plantea de forma invariable una amenaza a su exis­
tencia separada. Es probable que este falso yo esté asolado
por sentimientos de muerte, inutilidad, irrealidad, rigidez y
la incapacidad de entablar y disfrutar relaciones recíprocas
con otros. El falso yo está marcado por una «disociación en­
tre actividad intelectual y existencia psicosomática»48. Las
personas con un falso yo posiblemente estarán inundadas de
deseos de ser un «impostor» o «pretendiente»: división en­

47 Los conceptos de simbiosis y separación-individualización son


de Mahler. Winnicott pone objeciones al término simbiosis debido a
que sus orígenes son demasiado biológicos para que le resulte acepta­
ble. Cfr. Winnicott, «Interrelating Apart from Instinctual Drive and in
Terms of Cross Identifications», en Winnicott, Playing and Reality,
pág. 30.
48 D. W. Winnicott, «Ego Distortion in Terms of True and False
Self», en D. W. Winnicott, The Maturational Processes and the Facili-
tating Environment, Nueva York, International Universities Press, 1965.
tre un yo extemo que «actúa» y un mundo interior de cuali­
dades, sentimientos y anhelos muy diferentes.
Existe un momento muy importante en la experiencia
de un bebé que precede a su primera relación de objeto con
su madre. En este estadio, que dura aproximadamente los
primeros seis meses de vida,
la unidad no es el individuo, la unidad es una estructura
ambiental-individual. El centro de gravedad del ser no
comienza en el individuo, sino que está en toda la estruc­
tura. Mediante una técnica de cuidados infantiles, mante­
nimiento y gestión general lo suficientemente buena, la
cáscara va siendo sustituida de forma gradual y el grano
(que nos ha parecido todo el tiempo un bebé humano)
puede comenzar a ser un individuo [...]; con una técnica
lo bastante buena, el centro de gravedad de un ser en la
estructura ambiental-individual puede residir en el cen­
tro, en el grano y no en la cáscara. El ser humano que
ahora desarrolla una entidad desde el centro puede ser si­
tuado en el cuerpo del bebé y de este modo puede co­
menzar a crear un mundo externo al mismo tiempo que
adquiere una membrana limitante y un interior49.

Los neonatos aún no poseen un sentido firme de sus


fronteras corporales. Yo y No-yo aún no se diferencian ple­
namente y sólo se van distinguiendo de forma gradual den­
tro y fuera del yo. El bebé es muy sensible al estado de áni­
mo de la madre, sus sentimientos y respuestas, pues se dan
dentro de «la estructura ambiental-individual» que ahora es
su realidad primaria. Los teóricos de las relaciones de obje­
to declaran que esta fase es «el abono primordial a partir del
que se forman todas las relaciones humanas posteriores»50.
Sin un entorno sano al comienzo, es difícil que el bebé logre
el sentido de «continuidad de ser» que le hace desarrollarse
hacia un posible yo verdadero. La frustración sólo resulta

49 Winnicott, «Anxiety Associated», en Through Paediatrics, pági­


na 99.
50 Mahler, Pine y Bergman, Psychological Birth, pág. 48.
lacerante durante un corto tiempo. El bebé necesita una res­
puesta cercana a la «perfección» sólo al comienzo.
Para que esta fase sea adecuada para el niño, la madre
debe entrar en un notable estado propio, que Winnicott deno­
mina «preocupación maternal principal» . Es un estado de
alta sensibilidad hacia el niño que se retira de forma gradual
tras las primeras pocas semanas de vida. Para que la madre
pueda entrar en él, debe hallarse disponible emocionalmente
para el niño de un modo consistente y libre de conflicto en la
medida de lo posible. Debe ser capaz de disfrutar la proximi­
dad sensual y emocional de la relación sin perder su sentido
de separación. Ha de preocuparle el bienestar del niño sin de­
sarrollar una sobrecarga narcisista en él como una mera exten­
sión de su propio yo para que pueda también comenzar a de­
jar que el niño se separe. Sus deseos infantiles de fundirse en
la relación deben haber sido satisfechos de modo adecuado en
su niñez. Si no es el caso, las necesidades del bebé puede que
le susciten resentimiento y hostilidad o envidia. La madre,
durante este periodo, requiere un apoyo adecuado, tanto emo­
cional como material, de los adultos que tengan posibilidad de
alimentar y reforzar su sentido de la autonomía.
La separación-individualización se inicia aproximada­
mente a los seis meses y continúa casi hasta el final del ter­
cer año. A diferencia de Freud o Lacan, Winnicott y otros
teóricos de las relaciones de objeto creen que el movimien­
to hacia la separación se genera por los propios impulsos in­
ternos del niño. Pero no es fundamentalmente una respues­
ta defensiva a los fallos de la madre en reducir los niveles de
tensión interna del niño (frustración). Según Winnicott, la
frustración carece por completo de importancia en la prime­
ra fase del desarrollo infantil. El fracaso de la madre en
adaptarse no produce frustración al comienzo, sino la «ani­
quilación del yo del bebé», es decir, una interrupción radical
del sentido de ser y la seguridad del niño52.

51 D. W. Winnicott, «Primary Maternal Preoccupation», en Winni­


cott, Through Paediatrics.
52 Ibíd., pág. 305.
Tras la primera fase, la necesidad de un buen entorno se
vuelve «relativa». En realidad, el niño empieza a necesitar
un «fallo de adaptación graduado cuidadosamente»53. Este
fallo, si cuadra con las capacidades de crecimiento infanti­
les, las permite desarrollarse y florecer. El bebé puede cre­
cer separado de la madre pero manteniendo la relación. Si la
madre es lo bastante buena, «la actividad mental del niño
convierte un entorno bastante bueno en uno perfecto, es de­
cir, vuelve un fallo de adaptación relativo en un éxito. Lo
que libera a la madre de la necesidad de ser casi perfecta es
la comprensión del bebé»54.
Su comprensión de la madre y la relación existente en­
tre ellos permite al bebé «construir la idea de una persona en
la madre. Desde este ángulo, el reconocimiento de la madre
como persona llega por lo habitual de forma positiva y no
surge de su experiencia como símbolo de la frustración»55.
Los bebés también se benefician en otros sentidos de los
fallos apropiados de las madres, que proporcionan un espa­
cio para que expresen su agresión y descubran que tanto
ellos como sus madres pueden sobrevivir a ella: «Los im­
pulsos agresivos no proporcionan una experiencia satisfac­
toria a menos que exista oposición. La oposición debe llegar
del No-yo que de forma gradual resulta distinguible del
Yo». La agresión no tiene por qué poner en peligro necesa­
riamente el objeto o entrar en conflicto con Eros. Por el con­
trario, «es el componente agresivo el que con más seguridad
conduce al individuo a la necesidad de un No-yo o un obje­
to que se siente externo»56.
El descubrimiento del Otro a través de sus fallos gradua­

53 D. W. Winnicott, «Aggresion in Relation to Emotional Develop-


ment», en Through Paediatrics, pág. 216.
54 Winnicott, «Mind and Its Relation», en Through Paediatrics,
pág. 245.
55 Winnicott, «Primary Maternal», en Through Paediatrics, pági­
na 304.
56 Winnicot, «Aggresion in Relation», en Through Paediatrics,
pág. 215. Véase también «The Use of an Object», en Playing and Rea-
lity, págs. 93 y 94.
les permite al bebé aceptar la existencia de la realidad exter­
na. Para Winnicott, a diferencia de Lacan o Freud, el reco­
nocimiento de la realidad externa no resulta en principio do-
lorosa ni es el producto de la acomodación renuente del
niño a los golpes externos. Su sentido creciente de la reali­
dad externa supone más de un golpe al narcisismo infantil o
ilusión de omnipotencia. La ilusión narcisista no es siempre
o solamente de felicidad. También es aterradora y merma la
capacidad infantil de embarcarse en fantasía y objetividad y
disfrutar de ambas. La fantasía «es sólo tolerable en toda su
expresión cuando la realidad objetiva se aprecia bien. Lo
subjetivo tiene un valor tremendo pero es tan alarmante y
mágico que no puede disfrutarse excepto como un paralelo
de lo objetivo»57.
La agresión del niño, cada vez un ego más integrado y
capaz, la confianza en la existencia continua de una madre
que puede ser no-yo y en mí, y los fracasos graduados de la
madre proporcionan motivaciones para la separación. Ade­
más, las habilidades locomotoras del niño se están desarro­
llando en este periodo, así que puede distanciarse física­
mente de la madre. Estos desarrollos físicos refuerzan su
sentido de separación. Es duro para él sentirse separado has­
ta que literalmente puede andar para alejarse de la madre.
No se requiere una «ley del padre» puramente externa y co-
hercitiva para poner en práctica y consolidar el proceso de
separación infantil.
El niño explora y desarrolla de forma continua la sepa­
ración, luego regresa a la madre para «recargarse». La pre­
sencia potencial de la relación entre madre e hijo permite a
éste abandonarla y también tolerar sus ausencias. Puede es­
tar solo sin sentirse abandonado58. De forma gradual, inte­
rioriza la relación diádica con la madre y se vuelve parte de
su realidad psíquica interna. Ambos miembros de la diada

57 D. W. Winnicott, «Primitive Emotional Development», en


Through Paediatrics, pág. 153.
58 Cfr. D. W. Winnicott, «The Capacity to Be Alone», en Through
Paediatrics, págs. 270 y 271.
deben aprender a dejar que desaparezca el lazo primitivo sin
rechazar al otro. La ambivalencia presente a lo largo de
este proceso se intensifica de forma gradual. El niño quie­
re tanto regresar a un estado menos diferenciado, como
teme ser envuelto en él. Quiere usar a la madre de forma
implacable para sus propios propósitos, pero también sien­
te una preocupación creciente hacia ella como una persona
separada y culpa por el carácter destructivo en potencia de
tales impulsos.
A diferencia de Freud y Lacan, Winnicott sostiene que
«el niño sano tiene una fuente de sentimiento de culpa per­
sonal y no necesita ser enseñado a sentirse culpable o preo­
cupado». Esta capacidad de culpa surge de las primeras in­
teracciones entre madre e hijo. No es una consecuencia de
la imposición de la ley/cultura paterna, la resolución del
complejo de Edipo y la formación del superego: «Durante
un largo periodo, el niño pequeño necesita a alguien que no
sólo sea amado, sino que acepte la fuerza (sea niño o niña)
en términos de una entrega restauradora y compensadora.
En otras palabras, el niño pequeño debe continuar teniendo
la oportunidad de dar en relación con la culpa que forma
parte de la experiencia instintiva, pues es el modo de cre­
cer»59.
Sólo si las entregas del niño se rehúsan persistentemen­
te, este sentido de culpa y el conflicto entre «experiencia
instintiva» y amor objetal se volverá inmanejable. Entonces
el niño desarrollará un superego demasiado punitivo y fu­
rias asesinas o reprimirá la capacidad de preocuparse y se
alejará del yo y el objeto. Este alejamiento puede explicarse
mejor por la incapacidad de la madre de recibir lo que el
niño tiene realmente que ofrecer, no por la naturaleza del
deseo en sí y la inevitable disyunción de los deseos de la
madre y el niño.

59 D. W. Winnicott, «The Depressive Position in Normal Emotional


Development», en Winnicott, Through Paediatrics, págs. 270-271.
La noción de Winnicott del «espacio de transición» es
una de sus contribuciones más importantes al (posible) pen­
samiento postilustrado. Socava más aún la distinción que
Freud y Lacan tratan de mantener entre proceso primario
(ello) y proceso secundario (ego). Rompe de manera decisi­
va con los valores ilustrados al identificar las capacidades
de jugar, «utilizar» y «relacionarse con» objetos, en vez de
la razón, como las cualidades más características del «ser»
humano. Su noción de espacio de transición comparte algu­
nas de las cualidades que los posmodemos atribuyen a la
«escritura», pero al estar este espacio definido por fronteras
menos grandiosas, proporciona un modo más útil de pensar
acerca de ciertos aspectos de la experiencia. Además, debi­
do a que sitúa el desarrollo de la capacidad de razonar den­
tro del desarrollo de la relación entre madre e hijo, su expli­
cación es más compatible con la teorización feminista. La
razón ya no parece una adquisición frágil y provisional que
depende de la existencia de una autoridad patriarcal o del
sometimiento del niño a la lógica ajena del lenguaje y la ley
del padre. El espacio de transición y los fenómenos relacio­
nados comienzan a surgir durante la fase de separación-in-
dividualización (desde los seis meses hasta los dos años).
En este periodo, la euforia inicial del niño, que surge del
descubrimiento de sus fuerzas y habilidades, disminuye
cuando advierte las limitaciones y las posibilidades de lo
que puede hacer. Aprende con dolor y alegría que no es om­
nipotente y que tampoco su madre es todopoderosa.
Una dimensión de los fenómenos de transición es que
hacen «posible al individuo sobrellevar el inmenso choque
de la pérdida de la omnipotencia» de la madre y el yo60. La

60 Winnicott, «Creativity and Its Origins», en Through Paediatrics,


pág. 71.
creación y el uso del espacio y objetos de transición permi­
te al niño separarse y apreciar a la madre como una persona
real. La separación no requiere que éste transforme inevita­
blemente a la madre antes omnipotente o fálica en la opues­
ta de la desilusión narcisista: un «conjunto vacío», castrado
y con carencias.
El espacio de transición es un área «intermedia» entre
la ilusión infantil de omnipotencia y la «percepción objeti­
va basada en probar la realidad»61. Al principio, con unos
cuidados maternales lo bastante buenos, la experiencia del
niño es casi completamente ilusoria. La casi perfecta adap­
tación de la madre al hijo le permite tener la ilusión de om­
nipotencia, que el mundo está bajo su control mágico. A di­
ferencia de Freud, Winnicott considera que ese pensamien­
to mágico depende de la respuesta de la madre al hijo y no
es una característica invariable del «proceso primario». Si
la madre no responde de forma adecuada al niño en los pri­
meros meses de vida, éste no será capaz de usar la ilusión y
entonces carecerá de la aptitud para emplear los fenómenos
de transición y en consecuencia soportar la experiencia de
la desilusión que ha de seguir. «La tarea final de la madre es
desilusionar de forma gradual al bebé, pero no tiene espe­
ranzas de lograrlo si al principio no ha sido capaz de dar
una oportunidad suficiente para la ilusión»62.
Paradójicamente, la ilusión adecuada proporciona la
base para que el niño crea por vez primera en un mundo ex­
terior. Para Winnicott, a diferencia de Lacan, no existe una
distinción absoluta entre las dimensiones ilusorias, simbóli­
cas y reales de la experiencia: «La adaptación de la madre a
las necesidades del bebé, cuando es lo bastante buena, pro­
porciona a éste la ilusión de que existe una realidad externa
que corresponde a su propia capacidad de crear [...]. Para el
observador, el niño percibe lo que la madre representa real­
mente, pero no es toda la verdad. El bebé percibe el pecho

61 D. W. Winnicott, «Transitional Objects and Transitional Pheno-


mena», en Playing and Reality, pág. 11.
62 Ibíd.
sólo en la medida en que un pecho puede ser creado justo
allí y entonces»63.
Los niños pasan al espacio de transición cuando co­
mienzan a colocar al objeto fuera de su control omnipoten­
te. Sólo pueden hacerlo si han tenido unos cuidados mater­
nos lo bastante buenos y si la realidad de su objeto no se
pone en cuestión:
El objeto y los fenómenos de transición inician a
cada ser humano en lo que siempre será importante para
ellos, esto es, un área neutral de experiencia que no será
puesta en duda. Del objeto de transición puede decirse
que supone un acuerdo entre nosotros y el bebé de que
nunca preguntaremos: «¿Tú lo concebiste o te lo presen­
taron desde fuera?» Lo importante es que no se espera
una decisión al respecto. La pregunta no debe ser formu­
lada64.

En el espacio de transición, el bebé comienza a percibir


el objeto como un «fenómeno externo, no como una entidad
proyectiva». De nuevo, aquí hay una paradoja: el objeto de
transición es a la vez ilusorio y real. «El bebé crea el objeto,
pero éste estaba allí, esperando ser creado y convertirse en
un objeto al que se ha infundido un espíritu libidinal»65.
Pasa de la «relación con el objeto» solipsista, en la que ope­
ran los mecanismos e identificaciones proyectivas, al «uso
del objeto», en la que éste es parte de una realidad compar­
tida. Para que el niño «use» un objeto, éste debe existir in­
dependiente del yo. El niño descubre de forma gradual que
este objeto que creó era una madre con sus propiedades, que
estaba allí fiiera del niño. Los fenómenos de transición le
ayudan a sobrellevar «la tensión de relacionar la realidad in­
terior y exterior»66.

63 Ibíd., pág. 12.


64 Ibíd.
65 D. W. W innicott, «The Use o f an Object and Relating Through
Identifications», en Playing and Reality, pág. 89.
66 Winnicott, «Transitional Object», en Playing and Reality, pág. 13.
Al pasar de relacionarse con un objeto a usarlo, surge
otra paradoja: el bebé debe «destruir» el objeto antes de ser
capaz de usarlo. Lo destruye en la fantasía, pero el objeto
(afortunadamente) sobrevive (es decir, la madre no toma re­
presalias por la ira del bebé y no lo rechaza). Esta sobrevi­
vencia del objeto permite al bebé percibirlo con una existen­
cia exterior y autónoma de su mundo interno. Su anterior
relación con el objeto hace su destrucción posible y signifi­
cativa a la vez. «De este modo, se crea un mundo de reali­
dad compartida en el que el sujeto puede usar y puede re-
troalimentar una sustancia distinta a la propia en el suje­
to»67.
Así, el niño puede tener relaciones con un otro que es
real (es decir, las relaciones de objeto del niño pueden cons­
truirse con la experiencia real de un otro). Los humanos no
están condenados a un mundo en el que sólo haya huecos
que nunca pueden superarse entre el yo y el otro. La posi­
ción narcisista en la que sólo hay «representaciones» o
«ideas» internas de objetos que están vivos porque se ha in­
vertido en ellos energía libidinal y sólo en esta medida, es
únicamente un aspecto de nuestra experiencia con los otros.
El espacio de transición supera los huecos entre el yo y
el otro y entre la realidad interna y exterior. Es el espacio del
juego y de la vinculación con posesiones especiales «no-
yo» (una manta, un juguete, etc.) que siempre deben estar a
mano del bebé. Su capacidad para elegir y utilizar un objeto
de transición también señala que ha comenzado a iniciarse
en el proceso de simbolización. «El objeto es un símbolo
del bebé y la madre (o parte de la madre). El uso de un ob­
jeto simboliza la unión de dos cosas ahora separadas, el
bebé y la madre, en el punto temporal en que se inicia su se­
paración»68.
La capacidad de jugar y el proceso de simbolización

67 Winnicott, «The Use of an Object», en Playing and Reality, pági­


na 94.
68 D. W. Winnicott, «The Location of Cultural Experience», en Pla­
ying and Reality, pág. 97.
asociado con ella acaba expandiéndose «en una vida creati­
va y en toda la vida cultural del hombre»69. La cultura,
como el juego, existe en esta área tercera, el espacio poten­
cial entre la vida interior del individuo y la realidad objeti­
va. Sin nada que se pueda usar (una tradición externa), no
son posibles la creatividad o la cultura. La transformación
creativa del individuo de lo que existe independiente en la
realidad compartida es lo que distingue al arte de los sueños
o de la ilusión individual. Pero el individuo puede trasfor-
mar creativamente lo que se le ofrece, aportando en parte
algo de la realidad interna en el proceso. El sujeto no es sólo
«significado», sino que también puede perturbar o transfor­
mar la cadena prefijada.
Así, a diferencia de Lacan o Freud, Winnicott no consi­
dera la simbolización y la misma cultura como algo ajeno al
individuo, impuesto sobre el yo interior. Ni la cultura se
construye con la represión y sublimación de los impulsos
instintivos o a partir de una lógica puramente externa a los
«sometidos» a ella. La cultura surge de ese tercer espacio
que queda entre nosotros, proporcionándonos placer, el sen­
timiento de estar vivos y continuidad. En este espacio, cada
individuo relativamente sano lleva a cabo el proceso que
dura toda una vida de controlar la tensión de reconciliar la
realidad interna y la externa: «Se asume que la tarea de
aceptación de la realidad nunca se completa, que ningún ser
humano está libre del esfuerzo de relacionar la realidad in­
terna y la externa, y que el alivio de esta tensión lo propor­
ciona un área de experiencia intermedia [...] que no puede
cuestionarse (artes, religión, etc.) Esta área intermedia está
en continuidad directa con la del juego del niño pequeño
que se “pierde” jugando»70.
Sin embargo, a diferencia de los posmodemos, Winni­
cott no nos pide creer que este espacio sea todo lo que hay,

69 Ibíd., pág. 102.


70 Winnicott, «Transitional Objects», en Playing and Reality, pági­
na 13.
que no existe nada fuera del (con)texto de juego. Tal afirma­
ción representa un derrumbamiento de todas las realidades
en una (el área tercera o intermedia). Winnicott hace hinca­
pié en que podemos utilizar y disfrutar este espacio sólo si
permanece «neutral». Pedir a otro aceptar nuestro objeto
creativo como equivalente o inclusor de la realidad exterior
es exponer al yo y al otro a la locura. Esta afirmación tam­
poco deja lugar para las cualidades puramente objetivas e
idiosincrásicas de la realidad interna. Pero desafiar a al­
guien a que haga que su objeto creativo se ajuste a la reali­
dad externa, como en el «realismo socialista», también des­
truiría la integridad y significación del tercer espacio.

Una intervenciónfeminista: sobre la desaparición


del poder, el género (y el sexo)
Desde un punto de vista feminista, en las explicaciones
de Winnicott y otros teóricos de las relaciones de objeto, se
pierde un constituyente y determinante central del yo en for­
mación71. La teoría de las relaciones de objeto carece de una
explicación crítica y sostenida de la formación del género y
sus costes para el yo y la cultura en su conjunto. Sus teóri­
cos declaran que, al final del tercer año, habrá sido estable­
cida una «identidad nuclear» o una distorsionada. Ahora sa­
bemos que el género es un elemento central de esta identi­
dad nuclear. En contra de la teoría freudiana centrada en el

71 Así lo afirman teóricas feministas como Nancy Chodorow, The


Repmduction of Mothering: Psychoanalysis and the Sociology of Gen-
der, Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1978 [trad.
esp.: El ejercicio de la maternidad, Barcelona, Gedisa, 1984]; Dorothy
Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arrangements and
the Human Malaise, Nueva York, Harper & Row, 1976; y Juliet Mit-
chell, Psychoanalysis and Feminism, Nueva York, Pantheon, 1974, y
Women: The Longest Revolution, Londres, Virago, 1984, parte 3. Win-
nicott tiene cosas interesantes que decir sobre el género en «Creativity
and Its Origins», en Playing and Reality, págs. 76-85; y The Family and
Individual Development, Nueva York, Tavistock, 1968, págs. 163-165.
complejo de Edipo, el sentimiento de género del niño se es­
tablece del año o año y medio a los dos años de edad y tie­
ne poco que ver con la comprensión de la sexualidad o la re­
producción72.
Sin embargo, a diferencia de los teóricos de las relacio­
nes de objeto, al menos Freud y Lacan (de forma intencio­
nada o no) nos ayudan a considerar que en las sociedades de
dominio masculino este sentimiento del género no es neu­
tral. Darse cuenta del género significa reconocer que hom­
bres y mujeres no son valorados por igual, que los hombres
son más estimados y poderosos que las mujeres. Así pues,
convertirse en alguien con género supone empezar a tenerlo
en cuenta y en cierta medida interiorizar asimetrías de poder
y estima.
En realidad, las observaciones de los teóricos de las re­
laciones de objeto apoyan esta misma conclusión. Por ejem­
plo, en su estudio sobre niños sanos, Mahler anota que a los
veintiún meses existen diferencias de desarrollo significan­
tes entre niños y niñas. Las niñas parecían más «deprimi­
das» y «estaban enredadas con mayor persistencia en los as­
pectos ambivalentes de la relación madre-hijo»; los niños
«mostraban una tendencia a separarse de la madre y a dis­
frutar actuando en el mundo más amplio»73. Quizás los ni­
ños podían «disfrutar actuar» más que las niñas porque am­
bos géneros ya habían sentido que el mundo es mucho más
amplio para los masculinos que para las femeninas.
Parte de la ceguera hacia el género que existe en la teo­
ría de las relaciones de objeto puede explicarse por el hecho
de que sus teóricos dan por sentada la división del trabajo
existente en la que la madre u otras mujeres se ocupan pri­

72 Sobre el género y la identidad nuclear, véanse Robert Stoller,


«Facts and Fancies: An Examination of Freud’s Concept of Bisexua-
lity», en Women & Analysis, ed. de Jean Strouse, Nueva York, Dell,
1974; y John Money and Anke A. Ehrhardt, Man and Woman, Boy and
Girl, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1972, en especial las
págs. 176-194.
73 Mahler, Pine y Bergman, Psychological Birth, pág. 102.
mordialmente de cuidar al resto. A diferencia de las teóricas
feministas, estos analistas no suelen explorar las consecuen­
cias negativas de este concierto. Ni consideran la posibili­
dad de que no haya surgido de las necesidades biológicas,
sino de una serie de relaciones y estructuras sociales cuya
repetición es esencial para la existencia y mantenimiento
del dominio masculino.
Como expondremos con mayor detalle en el capítulo
quinto, las teóricas feministas han hecho hincapié al menos
en una de las consecuencias de este concierto para criar a
los hijos. La meta ideal del «proceso de maduración» para
los teóricos de las relaciones de objeto es la «reciprocidad».
Aunque nunca se logra por completo, idealmente, en unas re­
laciones sociales lo bastante buenas, a los tres años se alcan­
za una solución en la que ambos miembros de la diada ma-
dre-hijo llegan a aceptar su lazo (mutuamente) y su separa­
ción. Esta solución es la base de una relación recíproca
verdadera entre la pareja y crea la posibilidad de que luego el
hijo establezca relaciones recíprocas con otros posteriores.
Sin embargo, los consultorios de los terapeutas están lle­
nos de personas que son incapaces de crear o sostener tales
relaciones. La cultura occidental contemporánea está llena
de quejas sobre la falta de intimidad y los manuales popula­
res de psicología exponen cómo lograrla. Una tendencia re­
currente en la cultura occidental contemporánea es culpar
de las dificultades de relación y desarrollo a los cuidados
maternales que no son lo bastante buenos. Por desgracia, las
teorías psicoanalíticas pueden ser utilizadas, y lo han sido,
para reforzar y legitimar esta acusación74. Gran parte de cul­

74 Los ejemplos de esta inculpación incluyen al Instituto de Investi­


gación Social de Francfort, «The Family», eaAspects ofSociology, Bos­
ton, Beacon Press, 1972; y Christopher Lasch, Haven in a Heartless
World, Nueva York, Harper & Row, 1977, en especial el cap. 8. Sobre la
tendencia de culpar a la madre, véase también Nancy Chodorow y Susan
Contratto, «The Fantasy of the Perfect Mother», en Retihinking the Fa­
mily: Some Feminist Question, ed. de Barrie Thome con Marilyn Yalom,
Nueva York, Longman, 1982; y Bonnie Dill, «The Dialectics of Black
Womanhood», Signs, 4, núm. 3 (primavera de 1979), págs. 543-555.
pa debería dirigirse hacia las convenciones sociales en las
que tienen que realizarse los cuidados maternales, incluido
el sistema de géneros. Ha de prestarse mayor atención a los
efectos de las asimetrías de género y al hecho —y sus con­
secuencias— de que sólo uno esté presente y deba respon­
sabilizarse de ese periodo formativo del desarrollo humano.
¿Por qué los padres, qüe después de todo pertenecen al gru­
po del género dominante, han de estar exentos de culpa por
las consecuencias de nuestras convenciones sociales?
Las teóricas feministas han comenzado a clasificar al­
gunas de estas consecuencias. Sostienen que bajo los con­
ciertos existentes, incluso con madres lo bastante buenas, no
es posible lograr una reciprocidad plena en las relaciones
humanas75. El contexto social del desarrollo incluye no sólo
la relación inmediata niño-cuidadora, sino también relacio­
nes sociales más generales que afectan al niño a través de su
interacción con la cuidadora. Ésta proporciona a la relación
una serie compleja de experiencias que incluyen no sólo la
historia personal y los sentimientos de ser de un género par­
ticular, sino también todo el ámbito de la experiencia social:
trabajo, amigos, interacción con las instituciones políticas y
económicas y demás. Las relaciones de clase, raza y domi­
nio masculino, supuestamente abstractas y suprapersonales,
entran en la construcción del desarrollo humano «indivi­
dual».
La correlación entre estas relaciones sociales más gene­
rales y el desarrollo individual nunca es simple y directa. La
relación cuidadora-niño está mediatizada no sólo por las
cualidades particulares de cada una, sino también por lo que
el niño trae al mundo, su constitución innata, las variantes y
distorsiones inevitables que se dan en las incorporaciones
de experiencia en el estado preverbal de la infancia y des­

75 Chodorow, The Reproduction of Mothering, y Dinnerstein, The


Mermaid and the Minotaur, exponen algunas de sus razones con mayor
detalle. Véase también Jane Flax, «Contemporary American Families:
Decline or Transformation?», en Families, Politics and Public Policy,
ed. de Irene Diamond, Nueva York, Longman, 1983.
pués en el curso del proceso inconsciente, las características
particulares de cada familia (esto es, el número de miem­
bros presente) y las normas culturales, religiosas, de clase y
étnicas, ya que afectan las normas de criar a un niño.
A pesar de todas las variaciones del desarrollo humano,
también parece haber tendencias ampliamente compartidas.
Algunas de ellas, como revela Freud por el ejemplo así
como por la teoría, tienen que ver con el género. En la cul­
tura occidental contemporánea, como han recalcado las teó­
ricas feministas, el niño, a los cinco años, posiblemente ha­
brá reprimido sus partes «femeninas», sus memorias de su
primera experiencia y muchas capacidades de relación. Ha­
brá desarrollado el «desprecio normal» por las mujeres que
es una parte fundamental de la identidad masculina dentro
de las culturas de dominio masculino76. La niña, precisa­
mente por su continuo lazo ambivalente con la madre (que
perdura en parte debido a que comparten la identidad de gé­
nero), no puede reprimir de forma tan completa su experien­
cia preedípica y sus capacidades de relación. El niño trata la
ambivalencia inherente en el proceso de separación-indivi­
dualización mediante la negación de haber tenido relación,
mediante la proyección (las mujeres son malas; causan estos
problemas) y mediante la dominación (dominando temores
y deseos de regresión o reidentificación con la madre me­
diante el control, la despotenciación y la devaluación de su
objeto original).
Estas defensas se vuelven parte de la conducta masculi­
na ordinaria hacia las mujeres adultas y hacia todo lo que
parezca similar a ellas o bajo su control (potencial): el cuer­
po, los sentimientos, la naturaleza. La capacidad de contro­
lar y mantener el control se convierte en una necesidad y en
un símbolo de masculinidad. Las relaciones se vuelven
competiciones de poder. La agresión se moviliza para dis­
tanciarse del objeto y luego para quitarle su poder. La niña

76 Sigmund Freud expone esto en «Some Psychological Conse-


quences of the Anatomical Distinction Betwen the Sexes», en CP, 5.
Véase también Chodorow, The Repmduction ofMothering, cap. 11.
busca relaciones incluso a expensas de su propia autonomía.
Así, los dos géneros llegan a complementarse mutuamente
en una simetría bastante grotesca.
Al centrarse en la diada madre-hijo, los teóricos de las
relaciones de objeto hacen posible la reconsideración del
poder materno en las vidas inconscientes de hombres y mu­
jeres. Es un paso importante en el proceso de hacer justicia
a la subjetividad de las mujeres y acabar con la represión de
nuestras experiencias como madres y como personas que
han recibido cuidados maternales. Sin embargo, a pesar de
la afirmación de los teóricos de las relaciones de objeto de
que la relación madre-hijo es recíproca y constituye a am­
bos, la madre aparece en su teoría básicamente como objeto
del niño y desaparece como persona separada. No existe
como alguien que tiene sus propios deseos y cuya realidad
no es capturada de forma plena o precisa en la experiencia
del niño sobre ella y sus relaciones'7.
Dentro de la teoría de las relaciones de objeto, se cuen­
ta el relato del desarrollo humano desde el punto de vista del
niño. Los aspectos separados de los procesos de desarrollo
de la madre como tal y del hijo no se consideran de forma
adecuada. No se investiga de lleno hasta qué punto cada
miembro de la diada tiene procesos únicos e internos. La
madre y el hijo se representan engañosamente como iso-
mórficos. En realidad, hay procesos de desarrollo específi­
cos para cada miembro de la diada, así como fusión, reci­
procidad e interacción entre ellos. La madre atraviesa un
proceso de fusión, separación y reciprocidad al igual que el
niño, pero su experiencia de esta secuencia de desarrollo y
el significado que tiene para ella no puede ser idéntico a un
relato del proceso del niño o confundirse con éste.
Además, a pesar que estos teóricos resaltan la sociabili­
dad innata de los humanos, la diada madre-hijo se abstrae

77 Winnicott presenta una interesante exposición del «odio» inevi­


table y necesario de una madre suficientemente buena hacia su hijo en
«Hate in the Countertransference», en Through Paediatrics, págs. 201
y 202.
con frecuencia de todas las demás relaciones sociales. Estas
relaciones entran dentro de las cualidades de la unidad diá-
dica y de cada uno de sus miembros, y ayudan a formarlas.
Incluyen otras relaciones de objeto de la madre y el hijo con
el padre, los hermanos y otros lazos de parentesco/afecto
significantes. Quizás esta abstracción sea en parte una con­
secuencia lógica de contar el relato desde el punto de vista
del niño. Es natural que éste se dé menos cuenta (o lo haga
de modo diferente) que un padre de los efectos de estas re­
laciones sociales. Sin embargo, suelen existir diadas en las
familias y también están enredadas en una tela mayor de re­
laciones sociales de clase, raza y otras. Estas relaciones so­
ciales pueden impedir o facilitar un cuidado infantil lo bas­
tante bueno. La situación de los miembros de la familia en
la economía política, por ejemplo, tiene efectos directos so­
bre el tipo de recursos de que se dispone o la clase de golpes
que afectan a sus familias.
Aunque parte del yo del niño se constituye mediante in­
teriorización de quien le cuida, en el proceso incorpora más
de su experiencia de las personas específicas. Como sugie­
ren aspectos de la teoría freudiana del superego, el niño
también interioriza las relaciones de objeto pasadas y pre­
sentes de la madre, el padre y otros que le cuiden. Hasta
cierto punto, todas las historias sociales entran a formar par­
te del yo del niño. Una teoría adecuada sobre el desarrollo
humano desde la perspectiva de las relaciones de objeto,
tendría que incluir una explicación de todos estos niveles y
tipos diferentes de relaciones sociales y sus interacciones,
determinaciones mutuas y posibles antagonismos. Tendría
que incluir un concepto de familia extendido: no sólo como
un juego de relaciones inmediatas entre individuos, sino
también como estructuras permeables situadas dentro de
otras estructuras sociales que las determinan en parte y que
incluyen las de producción, cultura y raza, clase y sistemas
de géneros. Los teóricos también habrían de recobrar y ex­
tender la innovadora percepción freudiana de que estas es­
tructuras pueden ser, y son a menudo, fuentes de modos mu­
tuamente contradictorios y antagonistas de organizar el yo y
las relaciones con los otros. La cultura es una fuente de con­
flicto y relaciones de dominio, así como un espacio para la
creatividad y el juego.
La teoría de las relaciones de objeto es similar a la obra
de Freud en varios sentidos. Desde una perspectiva feminis­
ta, una de las similitudes más importantes es que sus teóri­
cos repiten la negación y represión freudianas de los aspec­
tos sexuales de la maternidad y de la sexualidad femenina
dinámica más en general. Resulta sorprendente la ausencia
de cualquier discusión extensa de estos temas en su explica­
ción del proceso de desarrollo. Así, a pesar de afirmar la po­
sibilidad de un yo coherente, siguen las divisiones dentro de
su teoría, que incluyen las existentes entre la madre encar­
nada, sexual, deseante y agresiva, y la buena, nutricia y fa­
cilitadora.
La teoría de las relaciones de objeto representa un avan­
ce sobre las freudianas en la medida en que se presenta al
menos parte de la labor y experiencia de las mujeres como
«facilitadoras» del desarrollo humano. Sin embargo, el con­
cepto de madre buena, aunque intenta captar y validar lo que
hacen las mujeres como criadoras de los niños, también re­
fleja fantasías sobre ellas muy arraigadas en la sociedad. Por
ejemplo, las divisiones prevalecientes en la cultura entre la
mujer «buena», pura, retraída y la mala, sexual, egoísta y
autodeterminada se repiten en este concepto. La madre bue­
na parece no tener una vida aparte de su relación con el
niño, ningún otro trabajo o actividad de placer, ni una sexua­
lidad independiente o relaciones con otros adultos, o inclu­
so con los hermanos del bebé. Está total y exclusivamente
dedicada a un niño.
Estos huecos dentro de la teoría de las relaciones de ob­
jeto indican que, a pesar de las razones justificables de los
teóricos para hacerlo, la teoría de la libido freudiana no pue­
de ser simplemente abandonada o rechazada. Al plantear
una teoría de la libido o un concepto dejouissance, Freud y
Lacan señalan la existencia de una sexualidad autónoma y
poderosa que la mujer puede experimentar, a pesar de que
quizás esté reprimida en las sociedades de dominio mascu­
lino y en la propia obra de estos teóricos. Pensar acerca de
la fuerza y las imperfecciones de las teorías de Freud y La­
can nos recuerda la necesidad de explicaciones más adecua­
das sobre la sexualidad y el género, y de las múltiples inte­
racciones y determinaciones mutuas de los procesos psico­
lógicos y somáticos. Los mismos teóricos de las relaciones
de objeto no han abordado de lleno estas cuestiones.
Freud y Lacan también presentan los interrogantes no
resueltos de la relación, necesaria o posible, entre género
y sexualidad, y entre deseo y amor objetal. Sugieren cues­
tiones como las siguientes: ¿el hecho de que tenga un
cuerpo femenino supone por necesidad que mi experien­
cia de la sexualidad y de mí misma como ser encamado
diferirá siempre de la de los hombres? ¿Cómo y de qué
modo? ¿Es posible experimentar deseo no relacionado
con objetos? ¿Ese deseo y su expresión son dimensiones
importantes de la naturaleza humana que no deben ser su­
primidas o negadas?

Un análisis posmodemo del dilema:


cuando la indecisión no es lo bastante buena
Disyunción y diseminación: Winnicott y Lacan sostie­
nen propuestas radicalmente diferentes acerca de la natura­
leza del ser humano, el desarrollo de la mente y la relación
de los individuos con los otros y con la cultura. Podríamos
decir con cierta ironía que comparten una suposición cru­
cial: que el sujeto se convierte en ser en el campo del Otro.
Sin embargo, casi todo lo demás diverge a partir de esta pre­
misa común. Las diferencias principales entre ambos inclu­
yen las siguientes:
1. Aunque para Lacan el hecho de su constitución por
el Otro lleva de forma invariable a la alienación, el autodis-
tanciamiento y la división, para Winnicott tales consecuen­
cias pueden darse si el niño «carece» de unos cuidados ma­
ternales lo bastante buenos.
2. Lacan cree que el niño puede entablar sólo «relacio­
nes de objeto». Se relaciona con los objetos a través de la
proyección; el objeto existe sólo como un medio de gratifi­
cación/reducción de la tensión. Winnicott sostiene que, con
una madre razonablemente sensible, el niño puede pasar de
este modo al uso del objeto. De este modo, el objeto debe ser
real y externo y no simplemente la proyección del niño. El
fracaso al desarrollar la capacidad de «usar» los objetos indi­
ca un déficit en el entorno infantil; no es una necesidad de la
naturaleza del deseo ni una consecuencia invariable de ella.
3. Para Lacan, la simbolización es fálica; se impone
desde el «exterior» por una cultura «masculina» tras pertur­
bar la diada madre-hijo. Winnicott cree que la capacidad de
simbolización surge de la capacidad de usar un objeto y es
simultánea a ésta. El primer ejemplo de simbolización es
colocar al objeto fuera del control omnipotente del bebé y
«sustituir» su relación con algo (por ejemplo, un juguete o
una manta). La simbolización surge del espacio de transi­
ción y en él; no es impuesta por la realidad «externa» y ob­
jetiva o la lógica «universal» e impersonal del lenguaje.
4. Lacan cree que existe un «hueco» permanente entre
el sujeto y el Otro, el yo y la cultura. Para Winnicott, este
hueco es un «espacio» que hace posibles y necesarios el jue­
go y la cultura. La incapacidad del niño de superar y contro­
lar este hueco indica un fallo de la respuesta ambiental. No
tiene raíces ontológicas e inevitables en la naturaleza del ser
humano como tal.
5. Para Lacan, cualquier elemento externo (objetos, cul­
tura, lenguaje) se nos impone y nos aliena. Winnicott consi­
dera que, aunque desde el punto de vista adulto lo externo es
algo preexistente, esto no es así para el bebé. El niño descu­
bre la realidad externa. Si se dan las condiciones que permi­
tan al bebé utilizar la realidad externa, este descubrimiento
supone una oportunidad rara y una experiencia de creativi­
dad, y no de alienación.
6. Lacan, como Freud, sostiene que no existe un im­
pulso interno para separarse y convertirse en un ser autóno­
mo. Winnicott afirma que la separación no es el resultado
de la ilustración, sino una mezcla de los impulsos internos
del bebé y las respuestas óptimas de la madre a ellos.
7. Lacan, como Freud, cree que no hay deseo interno,
capacidad o motivo para percibir o experimentar al otro como
un ser independiente. Según la opinión de Winnicott, la agre­
sión nos obliga a colocar al objeto fuera de nuestro control
omnipotente. En las condiciones adecuadas, esta pérdida de
omnipotencia no tiene que suponer sólo daño o pérdida nar­
cisista. Pueden obtenerse muchos beneficios al permitir al
objeto existir independientemente de nosotros, incluida la ca­
pacidad de destruir al objeto, dejarle sobrevivir y sentimos
preocupados por él. Dentro de un entorno lo bastante bueno,
el niño llega a desear y puede reconocer y apreciar un objeto
que existe independientemente de él.
8. En la teoría de Winnicott, hay tres realidades a las
que una persona sana siempre tiene acceso: interna, exterior
y de transición. Lacan sostiene que en la medida en que so­
mos personas (culturales), sólo hay una realidad extema: el
deseo del Otro, la lengua y la Ley del Padre.
9. Según Winnicott, una frustración escalonada es nece­
saria para el bebé; no es siempre así, ni sólo dolorosa. Esta
frustración puede hacer reales los objetos si se experimenta
con una madre bien adaptada, que responde adecuadamente
al comienzo de la vida del niño. Lacan y Freud creen que la
frustración es siempre dolorosa e intolerable y causa un daño
al yo para el que debe haber alguna compensación o defensa.
10. La teoría de Winnicott sobre el desarrollo humano es
interactiva e implica un entorno individual/objeto y un entor­
no/cultura. La de Lacan, como la tendencia predominante en la
obra de Freud, es individualista y supone un individuo moná-
dico en lucha perpetua con Otros ajenos (deseo, cultura, etc.).
11. Winnicott y Lacan tienen conceptos muy diferentes
sobre el bebé. El de Winnicott es mucho más capaz que el de
Lacan o Freud. El de la teoría de Winnicott no es tan impoten­
te o informe como el de Lacan. Es capaz de desarrollo y cam­
bio en lo que quiere o necesita. Tampoco el deseo es fijo, sino
que pasa por su propio desarrollo complejo. En las obras de
Lacan o Freud, dentro de nosotros, el deseo y el niño siempre
son los mismos: imposibles de satisfacer, con insaciables de­
seos e inalterable apetencia de satisfacción sin tensión.
El concepto de psique lacaniano es sobre todo mentalista
y abstracto. Sostiene que el desarrollo de la mente es equiva­
lente a —y depende de— la adquisición de la Ley del Padre y
la inscripción en ella por la lógica binaria del lenguaje. Su psi­
que está radicalmente separada del soma; ni siquiera el in­
consciente tiene nada que ver con el cuerpo. Winnicott sostie­
ne que el funcionamiento psíquico normal no puede reducir­
se a sus aspectos intelectuales, cognitivos o lingüísticos. La
mente es sólo un aspecto de la psique y, en una persona sana,
debe formar con el soma un todo interactivo aunque diferen­
ciado. Además, Winnicott afirma que el desarrollo de la men­
te depende y surge de la relación madre-hijo y su gradual con­
versión de una adaptación casi perfecta a las necesidades del
bebé a una serie de fallos escalonados en la capacidad de res­
puesta. Mediante estos fallos, los bebés desarrollan sus pro­
pias capacidades mentales. Pueden deshacer y superar los
fallos matemos, convirtiéndolos en logros de adaptación.
A través de este proceso, asumiendo e incorporando la conti­
nuidad del trasfondo de un entorno lo bastante bueno, el niño
desarrolla una psique-soma de complejidad creciente.
12. En opinión de Winnicott, el niño tiene una necesi­
dad real de dar a la madre (real) y de hacer que ésta reciba
sus regalos. Su rechazo persistente crea en él una patología.
Sin embargo, en su teoría, a diferencia de la de Lacan, el de­
seo implacable de la madre no hace que rechace los regalos
del niño de manera invariable. Si una madre lo hace, no es
debido a que el contenido de los regalos nunca pueda satis­
facer su verdadero deseo de que el niño sea el falo. Más
bien representa un fallo de empatia por su parte. No puede
ver que el niño necesita que reciba el regalo para reparar su
destrucción (fantástica).
13. Lacan y Winnicott comprenden de forma comple­
tamente diferente la naturaleza, los instrumentos terapéuti­
cos y los propósitos de la situación psicoanalítica. Para La­
can, la interpretación, hacer consciente el inconsciente a tra­
vés del discurso, es el elemento esencial del análisis. Los
fenómenos de transferencia entran en juego sólo cuando el
analista comete un error (es decir, compromete su neutrali­
dad y viola la postura correcta como una superficie reflec­
tante impersonal o espejo). El objetivo del análisis es en­
frentar a los pacientes con la imposibilidad de su deseo me­
diante la frustración e inducirlos a aceptar la alienación y el
autodistanciamiento como la realidad necesaria de «ser».
Para Winnicott, un análisis semejante supondría y ejem­
plificaría la complicidad del analista con el yo falso de sus pa­
cientes. Recalca la importancia de los aspectos relaciónales
del análisis. A veces, el analista debe proporcionar los cuida­
dos maternales lo bastante buenos (adaptación a las necesida­
des del paciente) que faltaron en la infancia. En este estadio
del análisis, la interpretación resulta irrelevante o tiene una
cualidad completamente diferente. Su propósito sería expre­
sar los sentimientos que experimentan los pacientes y que es­
tán presentes para ellos, no pensamientos o deseos incons­
cientes. El analista ayuda a nombrar y expresar estos senti­
mientos de modo que puedan contener o administrar un grado
de experiencia que parece estar amenazando o desorganizan­
do el yo o sus objetos. Los pacientes no necesitan «hacer
consciente lo inconsciente»: su problema puede que sea una
capacidad demasiado pequeña de represión y no demasiado
grande. A veces el analista debe indicar si es capaz de respon­
der de forma empática, entrar en, no ser destruido por, o inclu­
so hacerse cargo y «digerir» algunos de los sentimientos, im­
pulsos o necesidades de los pacientes. En este punto, ser un
espejo impersonal y refractario sería repetir los malos cuida­
dos maternales recibidos por los pacientes en la infancia.
Teoría y práctica: Parece que Lacan y Winnicott «leen
el texto» (bebé/niño/desarrollo humano) de un modo casi
completamente diferente. La elección de lecturas no es
«neutral» en sus implicaciones filosóficas o prácticas. Para
los analistas en ejercicio, la elección de una «lectura» su­
pondría una diferencia enorme en el modo de responder e
interactuar con los pacientes o formar a otros analistas. En
este punto, donde se intersecan habla o lectura y acción, la
«indecisión» no parece ser un final o guía satisfactoria o uti-
lizable. Como analistas, trabajamos con otras personas para
quienes cuentan nuestras respuestas. De hecho, nuestros fa­
llos o falta de comprensión pueden a veces amenazar la
vida, como sucede al trabajar con pacientes muy frágiles,
casi psicóticos o suicidas.
Supongamos que una paciente llega a mí quejándose de
una sensación de irrealidad, imposibilidad de llegar a otra
persona o interactuar con ella, con el sentimiento de que
todo es arbitrario o impuesto desde el exterior y carente de
significado. ¿Debería asumir que esta paciente padece una
división entre un falso yo y uno verdadero y que estos sen­
timientos son expresiones o consecuencias de vivir con el
yo verdadero escondido e inaccesible? ¿O debería asumir
que el problema de la paciente consiste en que piensa que lo
tiene, que en realidad es la naturaleza del ser humano y que
su dificultad es que todavía no ha reconciliado el yo-distan-
ciamiento del deseo?
Sin duda, Winnicot suscribiría el primer planteamiento
y Lacan el segundo. ¿Cómo he de decidir y escoger un
modo de acción? Mi paciente parece desgraciada con su
condición actual, pero un lacaniano diría que no tengo dere­
cho a engañarme o engañarla con que otro estado es posible.
Un teórico de las relaciones de objeto diría que los lacania-
nos sólo están representando sus propios falsos yos y su nar­
cisismo sin tratar.
Debe tomarse una decisión; un planteamiento descarta
el otro. ¿La elección no puede tomarse poique los «textos»
son ontológicamente abiertos o porque los ortodoxos, laca-
nianos o analistas de las relaciones de objeto no ofrecen
unos criterios de decisión adecuados? Creo que la segunda
posibilidad se aproxima más a la situación. En la tercera
área entre la ilusión y la realidad objetiva, donde ambas cuen­
tan y tampoco pueden pasarse por alto, donde mi paciente y
yo estamos sentadas, fracasa el posmodemismo en cualquier
forma existente. Faltan epistemologías apropiadas. La indeci­
sión o diseminación es irresponsable y la objetividad «pura»
(empirista o racionalista) es inapropiada, como en una inves­
tigación de la «topología de la mente». Dos personas con
cuerpos y sentimientos, y también habla, que necesitan acción
y cambio están presentes en el espacio analítico. Mi paciente
y yo no somos, o no sólo somos, conjuntos gobernados por la
lógica binaria del lenguaje, que tampoco ofrece respuestas a
nuestras cuestiones. Ni somos sólo dos relatos o textos que se
cruzan en busca de un final temporal mutuamente agradable.
No soy una científica en un laboratorio enfrentándome a una
pieza o corriente de «datos» completamente diferentes de mí
y a los que no afecto. Los teóricos de las relaciones de objeto
sostienen que necesitamos una «ciencia de las personas», pero
lo que habría en la actualidad es vago e inespecífico.
Cabría sostener que el posmodemismo representa un
avance sobre los planteamientos tradicionales porque nos
fuerza a reconocer que no podemos elegir entre estas teorías
del conocimiento o personas con gran confianza; esa con­
fianza podría ser parcialmente ilusoria o incluso peligrosa.
Sin embargo, debemos elegir y las vidas humanas indivi­
duales, quizás a diferencia de los textos, no son abiertas has­
ta el infinito. A menudo se llega al término, aunque no lo
hayamos elegido necesariamente; mi paciente podría suici­
darse mientras continúo con mis pensamientos e incerti-
dumbres. En este punto, el deseo y el ejercicio de la analis­
ta, incluso el de una de las relaciones de objeto, y el crítico
literario o filósofo posmodemos entran en conflicto. Aun­
que en muchos sentidos la teoría de las relaciones de objeto
puede ser la que más complemente el espíritu del posmo­
demismo, éste no es un objeto lo bastante bueno para el de­
sarrollo de la analista, que debe ser responsable ante los
otros de su trabajo en aspectos que no lo es el crítico litera­
rio. No considerar esta diferencia representa que la «reali­
dad» intersubjetiva se desplome en ilusión.
Regresamos, con bastante desgana, al desafío freudiano,
que sigue manteniendo su fuerza a pesar del hecho de que
Freud tampoco pudiera resolver estas cuestiones. También
es en parte responsable del deseo desplazado pero recurren­
te entre los analistas de ser científicos o desarrollar una
ciencia. Freud nos recuerda:
Si lo que creemos fuera realmente indiferente, si las
cosas no fueran como las distingue el conocimiento en­
tre nuestras opiniones por corresponderse con la reali­
dad, podríamos construir puentes lo mismo de cartón
que de piedra, podríamos inyectar a nuestros pacientes
un decagramo de morfina en lugar de un centigramo, y
podríamos usar gas lacrimógeno como narcótico en lu­
gar del éter. Pero hasta los anarquistas intelectuales repu­
diarían con violencia tales aplicaciones prácticas de su
teoría78.

Desde la perspectiva del analista, nuestras elecciones


teóricas o interpretativas tienen importancia. Con toda hon­
radez, sin embargo, debo reconocer que en la actualidad ca­
recemos de razones intersubjetivas persuasivas para decidir­
nos. Freud, Lacan y Winnicott nos ofrecen cada uno algunos
fragmentos del «texto» y oscurecen otros. Las teóricas fe­
ministas y los posmodemos nos alertan acerca de algunos
de sus huecos y jugadas oscurecedoras, pero no pueden lle­
narlos todos, por separado ni juntos, ni llevar el material
perdido a la plena consciencia. Además, tanto la teoría fe­
minista como la posmodema necesitan de las interpretacio­
nes e intervenciones del analista. Cada modo de teorización
muestra y sufre sus propias formas de represión, negación
y desplazamiento, como veremos en los dos próximos capí­
tulos.

78 Sigmund Freud, «The Question of a Weltanschauung», en New


Introductory Lectures on Psychoanalysis, trad. de James Strachey, Nue­
va York, W. W. Norton, 1965, pág. 176.
T ercera parte

Género(s) y malestar
Feminismos
Relatos sobre el género

Una mujer comprende la finitud, la entiende desde el


fondo, y por lo tanto es hermosa (considerada en lo
esencial, toda mujer es hermosa), por lo tanto es encan­
tadora (lo que ningún hombre es), por lo tanto es feliz
(feliz como ningún hombre es o puede ser), por lo tanto,
se podría decir que su vida es más feliz que la del hom­
bre; porque la fínitud quizá pueda hacer feliz a un ser
humano, la infinitud como tal nunca puede hacerlo [...].
La mujer explica la finitud, el hombre está a la caza de
la infinitud. Así debe ser y cada uno tiene su dolor pro­
pio; la mujer caiga a los hijos con dolor, pero el hombre
concibe las ideas con dolor, y las mujeres no tienen que
conocer la angustia de la duda o el tormento de la deses­
peración [...]. Pero debido a que la mujer explica la fini­
tud, es la vida más profunda del hombre, pero una vida
que siempre debe ser ocultada y escondida, como siem­
pre lo están las raíces de la vida. Por esta razón, odio
toda esa palabrería sobre la emancipación de la mujer.
Dios nos libre de que eso llegue a suceder. No puedo de­
cirte con cuánto dolor traspasa este pensamiento mi co­
razón, ni qué apasionada exasperación, qué odio siento
hacia todo aquel que da rienda suelta a esa palabrería
[...]; en caso de que se extendiera ese contagio, en caso
de que penetrara también en la que amo, mi esposa, mi
gozo, mi refugio, las verdaderas raíces de mi vida, en­
tonces realmente me faltaría el valor, entonces la pasión
de mi alma se apagaría, entonces sé bien lo que haría,
me sentaría en la plaza del mercado y lloraría, lloraría
como ese artista cuya obra ha sido destruida y que ni si­
quiera recuerda lo que él mismo ha pintado.
S 0REN K ie r k e g a a r d , O lo uno o lo otro
Tener una aventura con el filósofo también supone
salvaguardar esos componentes del espejo que no pue­
den reflejarse [...] Material reproductivo y espejo dupli­
cador, la mujer del filósofo también tiene que avalar ese
narcisismo que con frecuencia se extiende sobre una di­
mensión transcendental. [...]
La mujer del filósofo debe también ser hermosa,
aunque de modo secundario, y exhibir todos los
atractivos de la feminidad, para distraer una mirada que
con demasiada frecuencia se deja transportar por las
contemplaciones teóricas.
Esa mujer —y puesto que el discurso filosófico do­
mina la historia en general, la esposa/mujer de todo
hombre— se plega así al servicio del yo del filósofo en
todas sus formas. Y en lo que respecta a la celebración
de la boda, está en peligro de no ser más que la media­
dora requerida para las celebraciones del filósofo consi­
go mismo y con sus compañeros.
L uce I rigaray, «Questions»
Las mujeres agotan su valor disipando espejismos y
se quedan aterrorizadas en el umbral de la realidad.
SlMONE DE BEAUVOIR,
El segundo sexo

E l su rg im ie n to d e u n a c u e s tió n c la r a m e n te fem in ista :


LA «OTRA» DICE NO

En 1949, Simone de Beauvoir, una de las madres funda­


doras de la teoría feminista contemporánea, describió las vi­
das limitadas y limitantes del «segundo sexo». Perfiló los
muchos modos en los que la «mujer» es definida y restrin­
gida en su ser como la «otra» (siempre inferior) del hombre.
En las culturas de dominio masculino, ninguna escapa a las
consecuencias de esa posición. Hasta la más «independien­
te» sigue estando mutilada y deformada por las ideas y rela­
ciones sociales que afectan con mayor profundidad a sus
hermanas menos afortunadas.
De Beauvoir insiste, como lo harían las teóricas femi­
nistas posteriores, en que esa mutilación no constituye ex­
clusivamente la «esencia» de la mujer, ni es un reflejo de
ella. Más bien es una consecuencia de ideas y fuerzas histó­
ricas, y por ello, susceptibles de cambio. Sin embargo, reco­
noce que esa transformación no será fácil para los indivi­
duos ni para la sociedad en su conjunto. La mujer debe ser
el agente principal de su propia transformación y la de las
culturas de dominio masculino; no obstante, hasta la más
privilegiada o dotada lleva las marcas de su experiencia
como la otra inferior: timidez, pasividad, modestia, irres­
ponsabilidad, «mala fe». La «mujer independiente» puede
convertirse en una excelente teórica, adquirir una competen­
cia real; pero se verá forzada a repudiar todo lo que en ella
es «diferente». Denuncia «esta modestia razonable que has­
ta ahora ha establecido los límites del talento femenino [...]
nunca nadie ha pisoteado toda prudencia en el intento de
surgir más allá del mundo establecido»1.
No existían movimientos de mujeres muy visibles o ac­
tivos cuando De Beuvoir escribió su libro. Quizás ni siquie­
ra podría haber previsto —aunque seguramente tenía espe­
ranzas en ello— algunos de los notables cambios (pero muy
insuficientes) que han ocurrido en las relaciones de género
desde el resurgimiento del feminismo a finales de los años
sesenta. Las teóricas feministas tienen una profunda deuda
con estos movimientos de mujeres. Para muchas, incluida
yo misma, la participación en sesiones de concienciación y
otras actividades de los movimientos hizo que se volvieran
conscientes aspectos de la experiencia que con demasiada
frecuencia habíamos dado por sentados. Esas experiencias

1 Simone de Beauvoir, The Second Sex, Nueva York, Bantam,


1961, pág. 667 [trad. esp. Obras completas, Madrid, Aguilar, 1977].
incluían el miedo a la violación y el embarazo no deseado,
la ausencia de profesoras, la parcialidad masculinista de
muchos campos académicos, la violencia ejercida contra las
mujeres, las restricciones, distorsiones y explotación de la
sexualidad de las mujeres, la división sexual del trabajo y
nuestra exclusión de la mayor parte de los puestos de poder
político y económico.
Al igual que muchas otras mujeres, trataba de hallar
sentido y contribuir a estas transformaciones en mi concien­
cia y en la de las otras, y traducir en cambios sociales y po­
líticos nuestras ideas en desarrollo. Como muchas mujeres
de la vida académica e intelectual, intentaba encuadrar lo
que estaba aprendiendo sobre nuestras experiencias e histo­
rias (fuera de la «corriente principal» del mundo académi­
co) en las estructuras teóricas preexistentes (liberalismo,
marxismo, psicoanálisis, teoría crítica), sólo para darme
cuenta de que no podían explicar gran parte de este mate­
rial. En realidad, poco a poco se hizo evidente que estas es­
tructuras tampoco estaban libres de los efectos del género y
por ello acababan inhibiendo nuestra comprensión. Enva­
lentonadas y estimuladas por la existencia de movimientos
de mujeres cada vez más activos y diversos, y los resultados
insatisfactorios de nuestros intentos de «añadir mujeres»
simplemente y «mezclamos» en los modos de ser y pensar
preexistentes, muchas teóricas feministas hemos llegado a
la conclusión de que no hay otra elección que ir más allá del
«mundo establecido»2.

2 Una muestra representativa de las teóricas feministas contempo­


ráneas incluiría a Barbara Smith (ed.), Home Girls: A Black Feminist
Antology, Nueva York, Kitchen Table, Women of Color Press, 1983;
Cherrie Moraga y Gloria Anzaldua (eds.), This Bridge Called My Back,
Watertown, Mass., Persephone Press, 1981; Elizabeth Abel, Marianne
Hirsch y Elizabeth Langland, The Voyage In: Fictions o f Female Deve-
lopment, Hannover, N.H., y Londres, University Press of New England,
1983; Zillah R. Einsenstein (ed.), Capitalist Patriarehy and the Casefor
Socialist Feminism, Nueva York, Monthly Reivew Press, 1979; Vivian
Gomick y Barbara K. Morgan (eds.), Woman in Séxist Society, Nueva
York, Mentor, 1971; Annette Kuhn y Ann Marie Wolpe (eds.), Femi-
La superación de nuestra «modestia razonable» es una
de las características más definidoras, excitantes y promete­
doras de las teorías feministas contemporáneas. La «risa de
Medusa» resuena aún con más fuerza a través de los textos
feministas3. Nuestras teóricas insisten en que tenemos que
descubrir una relación social fundamental —el género— y
que si no se dedica una estrecha atención a su naturaleza y
efectos casi infinitamente variables, la teorización será defi-

nistn and Materialism, Boston, Routledge & Kegan Paul, 1978; Hun-
ter College Women’s Studies Collective, Women ’s Realities, Women s’
Choices, Nueva York, Oxford University Press, 1983; Elaine Marks e
Isabelle de Courtivron (eds.), New French Feminisms, Nueva York,
Schocken Books, 1981; Joyce Trebilcot (ed.), Mothering: Essays in Fe­
minist Theory, Totowa, N.J., Rowman & Allanheld, 1984; Sherry B.
Ortner y Harriet Whitehead (eds.), Sexual Meanings: The Cultural
Construction o f Gender and Sexuality, Nueva York, Cambridge Univer­
sity Press, 1981; Nancy C. M. Hartsock, Money, Sex and Power, Nueva
York, Longman, 1983; Ann Snitow, Christine Stansell y Sharon
Thompson (eds.), The Powers ofDesire: The Politics o f Sexuality, Nue­
va York, Monthly Review Press, 1983; Sandra Harding y Merrill B.
Hintikka (eds.), Discovering Reality: Feminist Perspectives on Episte-
mology, Metaphysics, Methodology and Phylosophy o f Science, Bos­
ton, D. Reidel, 1983; Carol C. Gould, Beyond Domination: New Pers­
pectives on Women and Philosophy, Totowa, N.J., Rowman & Allan­
held, 1983; Martha Blaxall y Barbara Reagan (eds.), Women and the
Workplace, Chicago, University of Chicago Press, 1976; Isaac D. Bal-
bus, Marxism and Domination, Princeton, N.J., Princeton University
Press, 1982; Bell Hooks, Feminist Theory: From Margin to Center,
Boston, South End Press, 1984; Audre Lorde, Sister Outsider, Tru-
mansberg, N.Y., Crossing Press, 1984; Gloria T. Hull, Patricia Bell
Scott y Barbara Smith, All the Women Are White, All the Blacks are
Men, But Some ofUs Are Brave: Black Women s’ Studies, Oíd Westbury,
N.Y., Feminist Press, 1982; Sandra Harding, The Science Question in
Feminism, Ithaca, N.Y., Comell University Press, 1986; y Virginia Sa-
piro, The Political Integration o f Women, Urbana, University of Illinois
Press, 1984. Sobre la historia de la «segunda ola» del feminismo, véan­
se Vicky Randall, Women and Politics: An International Perspective, 2a
ed., Chicago, University of Chicago Press, 1987; Ethel Klein, Gender
Politics, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1984; y Sara
Evans, Personal Politics, Nueva York, Vintage, 1980.
3 Helene Cixous, «The Laugh of the Medusa», en Marks y De
Courtivron, New French Feminisms.
cíente. Además, puesto que los sistemas de género parecen
suponer relaciones de dominación, quien se sienta preocu­
pado por los temas del poder y la justicia debe albergar la
misma preocupación por sus operaciones. Los sistemas de
género son también un aspecto importante del contexto den­
tro del que se constituye un yo. Por ello, deben ser de inte­
rés para todos los que estudian los temas de individualidad,
subjetividad y conocimiento.
La identificación y el cuestionamiento de las culturas
falocéntricas se han vuelto más autoconscientes y seguros.
La cortesía se está desvaneciendo. No sin ambivalencia, an­
siedad o temor, las feministas han comenzado incluso a re­
clamar en lugar de repudiar «lo que la “mujer” [tenga] en
ella que es “diferente”». El estereotipo masculino ya no se
acepta como medida de excelencia, virtud o humanidad. Ya
no asumimos, como hicieron De Beauvoir y otras, que «me­
diante la obtención de la misma situación que ellos [los
hombres], la [mujer] encontrará la emancipación»4. Estas
creencias parecen ahora estar impregnadas de asertos pro­
blemáticos (y de género) acerca de la individualidad, la li­
bertad, la creatividad, la dominación y el valor relativo de lo
diario, o tender a lo que a veces se denomina «actividad sen­
sual». Estos asertos se han convertido en el tema de una in­
vestigación feminista cada vez más crítica5.
Con mayor audacia, las feministas han construido nue­
vos estilos: relatos sobre el género desde el punto de vista de
las mujeres. En ellos, han cambiado de forma radical las ex­
pectativas sobre la trama, los personajes centrales y la mo­

4 De Beauvoir, Second Sex, pág. 673. Véase también Betty Friedan,


The Feminine Mystique, Nueva York, Dell, 1963, págs. 332-364.
5 Sobre la reconsideración de lo cotidiano, véanse Nancy Hartsock,
«The Feminist Standpoint: Developing the Ground for a Specifícally
Feminist Historical Materialism», en Harding e Hntikka, Discovering
Reality, Caroline Whitbeck, «Afterword to the “Maternal Instinct”», en
Trebilcot, Mothering, Dorothy Smith, «A Sociology for Women», en
The Prism ofSex: Essays in the Sociology ofKnowledge, ed. de J. Sher-
man y E. T. Beck, Madison, University of Wisconsin Press, 1979; y
Sara Ruddick, «Maternal Thinking», en Trebilcot, Mothering.
ralidad aceptable. Muchas feministas, incluida yo misma,
sostendríamos ahora que el «problema de las mujeres» o la
«cuestión de las mujeres» se ha etiquetado o concebido de
forma equivocada. En el proceso de quitar a la mujer de la
posición que ocupaba como otra inferior al hombre, las teó­
ricas feministas han descubierto «que el problema sin nom­
bre» tiene otro diferente6. Al conceptuar a la mujer como el
problema, repetimos, en vez de deconstruir o analizar, las
relaciones sociales que nos construyen o representan en pri­
mer lugar como un problema. Si se se sigue definiendo de
este modo, la mujer permanece en su posición tradicional:
la «culpable», la desviada, la otra.
Es más productivo y preciso situar a hombres y mujeres
como personajes dentro de un contexto mayor: las relacio­
nes de género. Desde esta perspectiva feminista, ambos son
prisioneros del género, aunque de modos muy diferenciados
pero interrelacionados. Que los hombres parezcan ser y en
muchos casos sean los guardianes, o al menos los albaceas,
dentro de una sociedad, no debe impedimos ver hasta qué
punto ellos también son gobernados por las reglas del géne­
ro. Sin embargo, en contra de las opiniones de algunos pos­
modemos, esto no significa que hombres y mujeres ocupen
una posición equivalente en lo fundamental, como signifi­
cados/sujetos «divididos». Uno de los rasgos distintivos de
las teorías feministas es la afirmación de que las relaciones
de género, al menos como hasta ahora han sido organizadas,
son formas (variables) de dominación. Las teóricas feminis­
tas están más motivadas en parte por una preocupación acti­
va por la justicia y un deseo de contribuir a la superación del
sometimiento femenino. Las desigualdades entre los hom­
bres importan mucho: a los hombres individuales, a las mu­
jeres y a los niños conectados con ellos y a quienes les preo­
cupa la justicia. Sin embargo, esto no niega ni debe soslayar
el hecho de que los hombres como grupo siguen estando
privilegiados en relación con las mujeres en la mayoría de

6 Friedan, Feminine Mystique, cap. 1.


las sociedades y que existen fuerzas sistemáticas que gene­
ran, mantienen y repiten las relaciones de género de domi­
nación. Uno de los propósitos del estudio del género para
las teóricas feministas es comprender cómo operan estas
fuerzas en sociedades específicas, con la esperanza de que
ello pueda contribuir a eliminar su dominación. Sin embar­
go, como veremos más adelante en este capítulo, las cues­
tiones de las relaciones entre los sistemas de género y la do­
minación masculina, y entre conocimiento, poder y teoría se
han vuelto cada vez más controvertidas entre estas teóricas.
La inserción de hombres y mujeres en los contextos de las
relaciones sociales de género ha tenido un efecto paradójico
sobre la posición y autocomprensión de las teóricas feminis­
tas. Han comenzado a preguntarse varias cuestiones impor­
tantes acerca de la posición de nuestros relatos sobre el géne­
ro. Tanto la teoría psicoanalítica como la posmodema pueden
ser útiles (y de hecho en algunos casos las han estimulado)
para desarrollar más estas cuestiones. Si hombres y mujeres
han sido formados mediante sistemas de géneros, el pensa­
miento de las mujeres (de las feministas) debe estar moldea­
do, mediante formas complejas y a veces inconscientes, por
las relaciones de género. ¿Cómo pueden estos relatos ser en
algún sentido más ciertos, más precisos, menos distorsiona­
dos o más «objetivos» que otros? ¿Los relatos que cuentan las
feministas sobre el género son más francos, se merecen más
nuestra atención o respeto? ¿O sólo son diferentes, otra voz o
una corriente (esperanzadora) bienvenida y discordante den­
tro de «la conversación de la humanidad»?7.
Incluso por la lógica de un psicoanálisis feminista, las mu­
jeres (y las feministas) no pueden estar libres de los efectos de
convertirse en personas dentro de un sistema de géneros parti­
cular. Como veremos más adelante en este capítulo, convertir­
se en persona femenina dentro de la cultura occidental con­

7 Esta expresión pertenece a Richard Rorty, Philosophy and the Mi­


trar ofNature, Princeton, N.J., Princeton University Press, 1979, págs.
389-394 [trad. esp.: La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid,
Cátedra, 1989].
temporánea supone desarrollar un yo con mayores probabili­
dades que otros de ser estructurado en ciertas formas y afecta­
do por cientos conflictos. Muchos de los dilemas del yo típica­
mente femenino se centran en tomo a los conflictos existentes
acerca de la sexualidad, las diferencias, el poder, la autonomía
y la unión o sociabilidad. Estos conflictos estructuran, influ­
yen y se reflejan en las teorías feministas, del mismo modo
que los dilemas de un sentimiento del yo típico masculino se
reflejan en los escritos no feministas o masculinos. Por ello, un
psicoanálisis sensible hacia el género tiene mucho que contri­
buir al desarrollo de las teorías feministas y no feministas.
Las filosofías posmodemas del conocimiento también
pueden colaborar para lograr una autocomprensión más pre­
cisa de la naturaleza y los problemas presentes en la teoriza­
ción feminista. Las nociones feministas de teoría se han
vuelto cada vez más complejas y a menudo contradictorias.
Las feministas se han sentido atraídas al menos por dos con­
ceptos muy diferentes de su proyecto de teorización. Una
concepción deriva de las ideas ilustradas acerca del conoci­
miento, la verdad y la libertad; la otra deriva de las críticas
posmodemas a esas ideas. Las teóricas feministas han trata­
do de mantener dos posiciones epistemológicas diferentes.
La primera es que la mente, el yo y el conocimiento están
constituidos por la sociedad y lo que podemos saber depen­
de de nuestras prácticas y contextos sociales. La segunda es
que las teóricas feministas pueden descubrir verdades de
todo el conjunto como «en realidad es». Quienes apoyan la
segunda posición rechazan muchas ideas posmodemas y
deben apoyarse en ciertas asunciones sobre la verdad y el
sujeto cognoscente que cada vez me resultan más dificulto­
sas. Para obtener esa verdad (es decir, la explicación «real»
de los convenios de género en cualquier tiempo es x...) se
requeriría la existencia de un «punto de Arquímedes» fuera
de la autocomprensión actual y social y más allá de nuestro
encastramiento en ella. Desde ese punto, podríamos obtener
y representar una visión «objetiva» de todo el conjunto. Lo
que vemos e informamos no habría de ser transformado por
las actividades de la percepción y por informar de nuestra
visión en lenguaje. El objeto visto (conjunto social o conve­
nio de género) tendría que ser aprehendido por una mente
que estuviera lo suficientemente vacía de las desviaciones
de su sociedad y ser transcrito de modo casi perfecto por un
lenguaje transparente.
Este tipo de «verdad» es el terreno necesario para «un
punto de vista feminista» que pueda ser más veraz que los
anteriores (masculinos). La noción de punto de vista femi­
nista, equivalente epistemológica y éticamente a la posición
que Marx y Lukács asignan al del proletariado, ha sido muy
productiva e influyente en el desarrollo de las teorías femi­
nistas, pero resulta muy problemática8. Se apoya en asertos
y motivaciones no examinadas y cuestionables, que inclu­
yen el optimismo de que la gente actuará de forma racional
en sus «intereses» y que la realidad tiene una estructura que
una razón más perfecta puede descubrir mejor. A su vez, es­
tos asertos se apoyan en una apropiación acrítica de las
ideas ilustradas expuestas en el capítulo primero. Además,
la noción de ese «punto de vista» da por supuesto que los
oprimidos no están dañados de algún modo fundamental
por su experiencia social. Por el contrario, esta posición sos­
tiene que su relación con la realidad que se «encuentra fue­
ra», esperando nuestra representación, y su capacidad para
comprenderla no son sólo diferentes, sino privilegiadas y
unitarias.
Este planteamiento también presupone relaciones socia­
les de género en las que existe una categoría de seres que
son o pueden ser el otro en virtud sobre todo de su sexo, es
decir, asume el carácter de un otro uniforme que los hom­
bres asignan a las mujeres. Este punto de vista requiere que
las mujeres, a diferencia de los hombres, estén libres de la
determinación que conlleva su participación en relaciones
de dominio, por ejemplo, las originadas en las relaciones de
raza, clase u homofobia. Todas estas barreras a la objetivi­

8 Para una exposición del punto de vista feminista, véase Hartsock,


«The Feminist Standpoint», en Harding e Hintikka, DiscoveringReality
y Money, Sex and Power, y Harding, The Science Question, caps. 6 y 7.
dad desaparecerán de algún modo, y quedará sólo una rela­
ción no mediada con la verdad y la realidad.
Sandra Harding sostiene que estas diferencias son nece­
sarias y fructíferas. No podemos abandonar la postura ilus­
trada porque nuestra cultura es de transición. Al menos exis­
te la aspiración de que las pretensiones de verdad deben ser
justificadas por un razonamiento «objetivo», y que la ver­
dad y el poder deben conectarse. Por ello, las teóricas femi­
nistas han de vivir en la ambivalencia y explotarla, y retener
ambos discursos por razones políticas y filosóficas9. El mis­
mo argumento de Harding está demasiado ligado a las pre­
misas ilustradas. Sigue queriendo dejar abierta la posibili­
dad de que prevalezca, que (en última instancia) la verdad y
no el poder decida las pretensiones de conocimiento o los
conflictos sobre la justicia.
Encuentro poco apoyo para su optimismo en la historia
de la política occidental. Cualquiera que contemple la histo­
ria de Occidente en el siglo xx, tiene derecho a ser escépti­
co acerca de su representación, al haber sustituido la razón
y la ley por la autoridad o la resolución de los conflictos.
Como sostiene Weber, el gobierno de la ley no es completa­
mente distinto o independiente o está exento de la fuerza o
la violencia10. Toda cultura que retiene la posibilidad de una

9 En Sandra Harding, «The Instability of the Analytical Categories


of Feminist Theory», Signs, 11, núm. 4 (verano de 1986), págs. 645-
664). Creo que su argumento se apoya en parte en una apropiación de­
masiado acrítica de una equiparación clave de la Ilustración entre cono­
cer, nombrar y emancipación. Entre las feministas más críticas con el
legado ilustrado se encuentran Alice A. Jardine, Gynesis: Configura-
tions ofWoman and Modemity, Ithaca, N.Y., Comell University Press,
1985; Julia Kristeva, «Women’s Time», Signs, 1, núm. 1 (otoño de
1981), págs. 13.35; Kathy E. Ferguson, The Feminist Case Against
Bureaucmcy, Philadelphia, Temple University Press, 1984; y Luce Iri-
garay, Speculum of the Other Woman, tad. de Gillian C. Gilí, Ithaca,
N.Y., Comell University Press, 1985.
10 Véase Max Weber, «Politics as a Vocation», en From Max We­
ber, ed de H. H. Gerth y C. Wright Mills, Nueva York, Oxford Univer-
sity Press, 1958; y Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialectic o f
Enlightenment, Nueva York, Herder & Herder, 1972.
aniquilación nuclear como último recurso para su «defen­
sa», me parece atrapada más en el mundo de pesadilla kaf-
kiano que en el soleado del imperativo categórico kantiano.
Por consiguiente, seguimos demasiado apegados a los tér­
minos del discurso o juego de ilusiones imperante, si espe­
ramos que la verdad o su búsqueda pueda liberamos. Ade­
más, esta esperanza puede ser peligrosa. Bajo su hechizo,
quizás nos veamos atrapados en complicidad con una peli­
grosa ilusión(es) trascendentales): la posibilidad de una en­
tidad «real» no conflictiva, una «nostalgia» por el «todo o el
uno» o la creencia de que se puede «dominar la realidad» de
una vez por todas, ilusiones que pueden producir sólo un
«regreso al terror», del que nuestro siglo ya ha tenido sin
duda más que suficiente1 .
Aunque la obra de las teóricas feministas se ha vuelto
cada vez más variada y compleja, siguen siendo válidas
nuestras reclamaciones acerca del carácter central de las re­
laciones de género en la constitución del yo, el conocimien­
to y el poder, y la asimetría de estas relaciones y sus muchas
consecuencias, y merecen mayor investigación. Estas de­
mandas no han sido reconocidas o incorporadas de forma
adecuada en la obra de otros teóricos, incluidos los psicoa­
nalistas y posmodemos. Su ausencia continuada de otros
discursos es una de las razones por las que volveré a contar
algunos de los relatos más importantes acerca del género y
continuaré insistiendo en que tienen un lugar dentro de las
conversaciones de los otros.
Las teóricas feministas han proporcionado útiles hipóte­
sis para el estudio concreto de las relaciones de género en
sociedades particulares, pero cada esquema explicativo
también es imperfecto, inadecuado y demasiado determinis­
ta. Prestaré atención a algunos de los huecos y omisiones de
estos relatos, así como a sus principales líneas arguménta­
les. Emplearé algunas de las perspectivas del psicoanálisis y

11 Jean-Fran§ois Lyotard, The Postmodem Condition: A Report on


Knowledge, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1984, pági­
nas 81 y 82.
el posmodemismo para revelar y explicar en parte eleccio­
nes particulares de argumento, así como algunos de sus hue­
cos y omisiones. Tras considerar algunos de ellos con mayor
detalle, volveré a cuestiones sobre el carácter y la posición
posible de la teorización feminista. Sostendré que muchas
de sus indeterminaciones son necesarias y productivas. Un
cierre prematuro y los intentos de construir teorías concep­
tuadas como sucesoras y analogías de las «grandes teorías»
del pensamiento occidental impedirán que siga desarrollán­
dose12. Aunque en última instancia los planteamientos femi­
nistas no sean «lo bastante buenos», proporcionan entornos
que hacen más fácil la evolución de sus teorías que el orden
(los órdenes) ilustrado(s).

R elatos feministas sobre el género

Las teóricas feministas han construido una variedad de


relatos interesantes sobre cómo se producen, reproducen y
mantienen los sistemas de género, y sobre cómo y por qué
se hacen dominantes. Algunos temas, acuerdos y desacuer­
dos son recurrentes a lo largo de estos relatos. Cada uno
tiende a situar un conjunto de procesos como los cruciales y
definitivos en las relaciones de género. Algunas de las teó­
ricas más influyentes ofrecen sólidos argumentos sobre el
carácter central de un «sistema de sexo/género», la organi­
zación de la producción o la división sexual del trabajo, las
prácticas de maternidad y los procesos de representación,
significación o lenguaje. En estos relatos y en los desacuer­

12 Sobre el concepto de «gran teoría», véase Quentin Skinner (ed.),


The Retum o f Grand Theory in the Human Sciences, Nueva York, Cam­
bridge University Press, 1985. En la introducción de Skinner a este li­
bro, menciona el «movimiento de mujeres» como una fiiente de percep­
ciones para el resurgimiento de una gran teorización (pág. 6), pero, como
es el caso a menudo, ni siquiera cita una obra de la teoría feminista y
mucho menos incluye una revisión de esa teorización en su recopila­
ción. Estos «vacíos y omisiones» se repiten en todos los ensayos impre­
sos en el volumen.
dos entre las teóricas feministas, están enjuego el significado
y la naturaleza de la sexualidad y sus relación(es) con la ana­
tomía del género; los significados y valores de la «diferen­
cia», incluida la importancia y el significado relativos de las
diferencias entre las mujeres, así como entre éstas y los hom­
bres; las fuentes de poder dentro de las sociedades, incluido el
significado relativo de las relaciones de producción, la divi­
sión sexual del trabajo, los conciertos sobre la crianza de los
hijos, las organizaciones de parentesco y familiares, el control
de la sexualidad y la capacidad de las mujeres para cargar con
los hijos, y los procesos de significación y lenguaje. Obvia­
mente, cada uno de estos relatos presenta muchas implicacio­
nes para lograr una compresión del yo, el conocimiento, el gé­
nero y el poder. Además, puesto que la teorización feminista
supone cierto compromiso con la transformación social, tam­
bién están enjuego los temas de la práctica. Quienes adopten
un relato determinado privilegiarán ciertos ámbitos de activi­
dad sobre otros y sostendrán que algunas prácticas carecen de
importancia relativa o incluso son contraproducentes.

El sistema de sexo/género: naturaleza, cultura


y relaciones de género
Gayle Rubin ofreció una de las primeras explicaciones
contemporáneas sobre las relaciones de género. Su desafío
a las ideologías sobre la sexualidad y el género que predo­
minaban en la sociedad fue sorprendente y productivo para
muchas lectoras feministas. Para Rubin, la sexualidad no
está relacionada con la genitalidad anatómica. Sitúa el ori­
gen de los sistemas de géneros y el dominio masculino en la
transformación del sexo biológico bruto en género y en los
funcionamientos de las estructuras de parentesco y la divi­
sión sexual del trabajo. Su obra suscita importantes pregun­
tas acerca del significado y las relaciones de naturaleza, cul­
tura, encamación, sexualidad, heterosexualidad y poder, que
siguen siendo controvertidas entre las teóricas feministas.
Define el sistema de sexo/género como «el conjunto de
convenciones mediante los cuales una sociedad transforma
la sexualidad biológica en productos de la actividad huma­
na, y en los que se satisfacen estas necesidades sexuales
transformadas». Sostiene que «el sexo, tal como lo conoce­
mos —identidad de género, deseo y fantasías sexuales, con­
ceptos sobre la infancia—, es un producto social». Resulta
importante distinguir entre «capacidad y necesidad humanas
de crear un mundo sexual y los modos empíricos opresivos
en los que han sido organizados los mundos sexuales». El
problema no es la biología o la existencia de la familia, sino
lasformas particulares de la organización social de la biolo­
gía, el parentesco y la crianza de los hijos. Los sistemas de
parentesco, entre otras cosas, «están hechos de formas con­
cretas de sexualidad organizada desde la sociedad y las re­
producen. Estos sistemas de parentesco pueden observarse y
son formas empíricas de los sistemas de sexo/género»13.
Luego toda teórica feminista necesitaría analizar los sis­
temas de parentesco para comprender cómo está organizada
la sexualidad y cómo se produce el género. Como Lacan,
Rubín recurre a la obra de Lévi-Strauss. Sostiene que la
esencia del parentesco es el intercambio de mujeres entre
los hombres. El tabú de incesto es un medio de regular este
tráfico. Los intercambios cimientan las relaciones entre los
grupos y proporcionan poder a los hombres. Quienes po­
seen «regalos» para intercambiar pueden entrar en el siste­
ma de obligación y deuda, y acumular poder y lealtad. «La
subordinación de las mujeres puede ser considerada como
un producto de la relación por medio de la cual se organizan
y producen sexo y género. La opresión económica de las
mujeres es derivada y secundaria. Pero existe una economía
de sexo y género y lo que necesitamos es una economía po­
lítica de los sistemas sexuales»14.

13 Gayle Rubin, «The Traffic in Women: Notes on the “Political


Economy” of Sex», en Toward an Anthwpology o f Women, ed. de
Rayna Rapp Reiter, Nueva York, Monthly Review Press, 1975, pági­
nas 159, 166,168 y 169.
14 Ibíd., pág. 177.
Un factor crucial en la economía política del sexo es la
división del trabajo de acuerdo con el sexo. Esta división
funciona como un tabú que «exacerba las diferencias bioló­
gicas entre los sexos y, de este modo, crea el género»15.
También asegura que los hombres y las mujeres se deseen
mutuamente y requieran los servicios del otro, con lo que
se consolidan las relaciones heterosexuales. El sistema de
género no es el resultado natural de la diferencia biológica;
más bien, las diferencias de sexo se crean y acentúan repri­
miendo las similitudes entre los sexos. Parte de nuestra ads­
cripción a un género o nuestra iniciación en el sistema de
sexo/género es la canalización del deseo sexual exclusiva­
mente hacia los miembros del género contrario. Es necesa­
ria la restricción de la sexualidad femenina para que los
hombres puedan repartir las mujeres entre ellos. La homo­
sexualidad femenina perturbaría las normas de parentesco
e intercambio al permitir lazos más estrechos entre las mu­
jeres.
Rubin sostiene que el psicoanálisis resulta central para
la teoría feminista porque «describe el residuo dejado den­
tro de los individuos por su confrontación con las reglas y
normas de la sexualidad de las sociedades en las que han na­
cido». El psicoanálisis nos permite comprender cómo los
niños polimorfos y bisexuales son transformados mediante
las relaciones sociales en identidades heterosexuales con un
género específico. También revela el dolor que conlleva de
forma inevitable esa transformación. La obtención de la
identidad femenina es un proceso de represión y restricción
«basado en gran medida en el dolor y la humillación»16. La
culminación de este proceso es la «domesticación de las
mujeres», que aprenden a vivir con su opresión. La familia
es el origen de la opresión de las mujeres porque, bajo el do­
minio patriarcal, por su mediación se adscribe el género a
mujeres y hombres, repitiendo hombres que dominan y mu­
jeres que se someten.

15 Ibíd., pág. 178.


16 Ibíd., pág. 183,197.
El concepto de sistema de sexo/género es un elemento
cmcial en las teorías feministas sobre la familia. Puede usar­
se para contrarrestar la tendencia hacia el determinismo bio­
lógico presente en algunos textos feministas radicales17. Es
una herramienta de utilidad para analizar las formas de la
familia y su variación en el tiempo. No obstante, aunque
Rubin sostiene que los sistemas de género/sexo son produc­
tos de la actividad humana y siempre existen dentro de un
contexto social-político, no es capaz de definir las relacio­
nes entre éstos y otras formas de intercambio, como la eco­
nomía. Este hueco en su teoría se debe en parte al uso del
estructuralismo. El sistema de sexo/género parece correr
«paralelo» a otras formas de la actividad humana y no inte-
ractuar con ellas18.
Según Rubin, «el paso próximo en la agenda es el análi­
sis marxista de los sistemas de sexo/género»19:
Los sistemas sexuales no pueden entenderse, en el
análisis final, en un aislamiento total. Un análisis de
cuerpo completo de la mujer en una sociedad determi­
nada, o a través de la historia, debe tener en cuenta todo:
la evolución de formas de mercancía en mujeres, los sis­
temas de tenencia del suelo, los acuerdos políticos, la
tecnología de subsistencia, etc. Igualmente importante,
los análisis económicos y políticos resultan incompletos
si no consideran a las mujeres, el matrimonio y la sexua­
lidad20.

No obstante, su método estructuralista hace difícil res­


ponder una cuestión cmcial: ¿cuál es la relación entre las
«leyes» del sistema de sexo/género y las del desarrollo eco­
17 Las obras del feminismo radical que tienen un tenor determinis­
ta incluyen a Mary Daly, Gyn/Ecology: The Metaethics o f Radical Fe­
minista, Boston, Beacon Press, 1978; y Andrea Dworkin, Woman Ha-
ting, Nueva York, Dutton, 1974.
18 Para una crítica más completa del estructuralismo de Rubin, véa­
se el apéndice a Hartsock, Money, Sex and Power.
19 Rubin, «The Traffic in Women», pág. 205.
20 Ibíd., págs. 209 y 210.
nómico? La opresión de sexo se origina en el sistema de
sexo/género y no es un «reflejo» de las fuerzas económicas.
Puesto que afirma que el movimiento de la clase trabajado­
ra (marxista) y el movimiento de las mujeres tratan «fuentes
diferentes de descontento humano», es de suponer que las
fuerzas económicas no son un «reflejo» del sistema de
sexo/género21. En el plano teórico, no existe un terreno co­
mún para explicar las interacciones mutuas del intercambio
de mujeres y de mercancías. En términos prácticos, las rela­
ciones entre la transformación del sistema de sexo/género y
la del sistema de clases tampoco se especifica. Esta falta de
especificidad parece implicar una división similar a la en­
contrada en la obra de Juliet Michell: entre la opresión de
las mujeres que surge de la familia y la explotación que sur­
ge de la organización de la producción22. En los escritos de
Rubin, sin embargo, la dinámica de la opresión se analiza
con mayor detalle y no insiste en que los factores económi­
cos sean determinantes en «última instancia».
Además, y para mayor fatalidad, las distinciones de Ru­
bin entre sexo y género se apoyan en una serie de oposicio­
nes que otras feministas y yo encontramos cada vez más
problemáticas y difíciles, en especial la oposición biológi­
ca/natural (sexualidad) y social/cultural. Esta división entre
natural (sexualidad) y cultural puede estar originada y re­
flejar las convenciones de género. Su recurrencia en la obra
de Rubin refleja en parte la influencia de sus fuentes, en es­
pecial las de Lacan y Freud, leídos al modo lacaniano.
Como sostengo en los capítulos tercero y cuarto, la teoría
freudiana sobre los impulsos y la relectura que de ella hace
Lacan reflejan de forma parcial un motivo inconsciente:
negar y reprimir aspectos de la experiencia infantil que son
relaciónales (por ejemplo, la dependencia del niño con la
primera persona que le cuida, que casi siempre es una mu­

21 Ibíd., pág. 203.


22 Juliet Mitchell, Women’s Estate, Nueva York, Pantheon, 1971,
págs. 101,171 y 172.
jer, y su conexión con ella). En consecuencia, al utilizar los
conceptos de Freud y Lacan, debemos prestar atención a lo
que esconden y revelan, en especial a las influencias no re­
conocidas de las ansiedades acerca del género sobre sus
conceptos supuestamente neutros en lo que a éste se refie­
re. Rubin, como Mitchell, no critica de modo suficiente sus
fuentes.
Aunque resulta importante desenmascarar los usos anti­
feministas de la categoría de «natural» y la refundición de
sexo y género, el simple hecho de hacer de sexo (biología) y
género (social/cultural) oposiciones excluyentes no consti­
tuye una alternativa adecuada. Como mínimo, una solución
semejante no nos deja una vía coherente para discutir el he­
cho de la encamación (es decir, nunca encontramos una per­
sona cuya experiencia vivida no haya sido mediada por el
cuerpo). La encamación es a la vez natural y cultural.
Rubin no es la única en tener dificultades al conceptuar
el significado y las relaciones entre lo natural/cultural. El
problema con el que se enfrentan las feministas al pensar a
través de los significados que asignamos a lo «natural» se
extiende por todo su discurso. Estas dificultades pueden
encontrarse en la obra de teóricas cuyas premisas son dife­
rentes en otros aspectos a las Rubin. Por ejemplo, Jean
Bethke Elshtain proporciona un modelo instructivo del
modo en que pueden utilizarse las supuestas propiedades
«naturales» (de los bebés) para limitar lo que una «feminis­
ta reflexiva» debe pensar. En sus escritos recientes, se vuel­
ve (de nuevo) responsabilidad de las mujeres rescatar a los
niños de un mundo que de lo contrario sería instrumental y
desamparado. Es evidente que cree que la teoría psicoana­
lítica se encuentra exenta de la hermenéutica dependiente
del contexto, que afirma caracterizar todos los demás tipos
de conocimiento sobre las relaciones sociales. Utiliza el
psicoanálisis como garantía de sus pretensiones absolutas o
fundacionales sobre la naturaleza de las «necesidades rea­
les humanas» o «las relaciones humanas más básicas». Su
uso de las teorías psicoanalíticas sobre la formación del yo
viola su propia definición de verdad como «una búsqueda
dinámica y social de la transformación y del conocimiento
reconstructivo»23.
Como las feministas que critica, Elshtain corta el discur­
so por las bases sociales e históricas de nuestras concepcio­
nes, incluidas las de la naturaleza y el desarrollo del «yo».
Su práctica teórica viola así sus propios criterios para un
discurso emancipador. Ese discurso debe incluir «el repudio
de los moralismos vergonzantes, inductores de culpabilidad,
y la ausencia de afirmaciones condensadas»24. Como el pa­
dre del psicoanálisis, Elshtain no es inmune a la tentación de
evocar los «cimientos biológicos» para impedir que se siga
hablando cuando el discurso amenaza con ir demasiado le­
jos. El frecuente uso inapropiado de lo «biológico/natural»
podría parecer una buena razón para continuar distinguien­
do el concepto de «género» del «sexo».
Sin embargo, aunque inicialmente resultó de ayuda y si­
gue siendo importante desde el punto de vista político, el
concepto de un sistema de sexo/género parece requerir, tras
una reflexión posterior, más análisis de los significados que
fijamos a biología/sexo/género/naturaleza. Como nos he­
mos vuelto más sensibles a las historias sociales de los con­
ceptos, cada vez ha resultado más claro que la disyunción
sexo/género se apoya en oposiciones problemáticas y espe­
cíficas de la cultura (es decir, las del cuerpo y la mente), al
igual que «naturaleza» y «cultura». A medida que algunas
feministas comienzan a repensar estas «oposiciones», sur­
gen nuevas cuestiones: ¿la anatomía (cuerpo) no tiene rela­
ción con la mente?, ¿qué diferencia supone en la constitu­
ción de mis experiencias sociales que tenga un cuerpo espe­
cífico femenino? Volveré a ellas más adelante en este
mismo capítulo.
A pesar de la complejidad creciente de estas cuestiones,
la mayoría de las feministas seguirían insistiendo en que las

23 Jean Bethke Elshtain, Public Man, Prívate Woman, Princeton,


N.J., Princeton University Press, 1981, págs. 314, 328, 329, 331-333 y
310.
24 Ibíd., pág. 311.
relaciones de género no son equivalentes —o no lo son
sólo— a la anatomía o una consecuencia de ella. Cualquie­
ra estará de acuerdo en que hay diferencias anatómicas en­
tre hombres y mujeres. Estas diferencias anatómicas pare­
cen situarse sobre todo en —o ser la consecuencia de— las
contribuciones diferenciadas que hombres y mujeres hacen
a una necesidad biológica común: la reproducción física de
nuestra especie. Sin embargo, la mera existencia de esas di­
ferenciaciones anatómicas es un hecho descriptivo, una de
las muchas observaciones que podemos hacer sobre las ca­
racterísticas físicas de los humanos. Parte del problema de
deconstruir los significados de biología/sexo/género/natura­
leza es que el sexo/género ha sido uno de los pocos ámbitos
en los que la encamación (usualmente femenina) puede dis­
cutirse de lleno en los discursos (no científicos) occidenta­
les. Muchos otros aspectos de nuestra encamación parecen
también notables e interesantes, por ejemplo, la increíble
complejidad de la estructura y el funcionamiento de nues­
tros cerebros, la indefensión extrema y relativamente pro­
longada del neonato humano comparado con la de otras es­
pecies relacionadas, y el hecho de que cada uno de nosotros
morirá.
Los humanos masculinos y femeninos nos parecemos
físicamente mucho más de lo que diferimos. Nuestras simi­
litudes son aún más impactantes si comparamos a los huma­
nos con (digamos) sapos o árboles. Así que, ¿por qué deben
asumir las diferencias anatómicas entre humanos masculi­
nos y femeninos ese significado en el sentido de nosotros
mismos como personas? ¿Por qué se debe «dependen) de
esos complejos significados y estructuras sociales o deben
ser justificados por una gama relativamente restringida de
diferencias anatómicas?
Una posible respuesta a estas cuestiones es que las dife­
rencias anatómicas entre masculinos y femeninas están co­
nectadas y son consecuencia parcial de una de las más im­
portantes funciones de las especies: su reproducción física.
Así, podríamos argumentar que, puesto que la reproducción
es un aspecto tan importante de nuestra vida como especie,
las características asociadas con ella serán mucho más so­
bresalientes para nosotros que, digamos, el color del pelo o
la altura.
Otra posible respuesta podría ser que, para que los hu­
manos puedan reproducir físicamente la especie, hemos de
mantener relaciones sexuales. Nuestras diferencias anató­
micas hacen posible y necesaria para la reproducción física
cierto ajustamiento de órganos masculinos y femeninos dis­
tintivos. Para algunos humanos, este «ajustamiento» es tam­
bién muy deseable y placentero. De aquí que nuestras dife­
rencias anatómicas parezcan estar inextrincablemente co­
nectadas con la sexualidad y en cierto sentido incluso sean
su causa.
De este modo, parece haber un juego de interrelaciones
complejo y preestablecido: pene o clítoris, vagina y pechos,
cuerpos masculinos o femeninos característicos; sexuali­
dad; reproducción (alumbramiento y bebés); sentido del yo
como distinto, género diferenciado (es decir, como persona
sólo masculina o femenina); relaciones de género como una
categoría excluyente «natural». Creemos que hay dos tipos
de humanos y cada uno de nosotros sólo puede ser uno de
ellos.
Un problema que se presenta con todas estas asociacio­
nes en apariencia obvias y naturales, es que puede que asu­
man precisamente lo que tratamos de explicar: las relacio­
nes de género. Vivimos en un mundo en el que el género es
tanto una relación social constituyente como una relación de
dominación. Por ello, la comprensión que hombres y muje­
res tienen de la anatomía, la biología, la encamación, la se­
xualidad y la reproducción en parte se origina, refleja y debe
justificar o cuestionar las relaciones de género preexisten­
tes. Su existencia nos ayuda a ordenar y comprender los he­
chos naturales de la existencia humana. El género puede
convertirse en una metáfora para la biología, del mismo
modo que ésta puede convertirse en una metáfora para el
género.
Consideremos, por ejemplo, cómo experimentamos
nuestro cuerpo y el de otras personas. Sin duda, una de las
primeras cosas que percibimos de la gente es si son mascu­
linos o femeninas. ¿Pero por qué debe ser así? ¿No presupo­
ne el carácter destacado del género como relación social (es
decir, existen categorías preexistentes sobre hombres y mu­
jeres y muchas consecuencias sociales para corresponder a
uno o a otro)?
Consideremos también cómo señalamos y acentuamos
en Occidente nuestra complicidad con esa categorización
—a través de modos de vestirse, de caminar y de hablar— y
la ansiedad que experimentamos si no podemos encajar a
una persona dentro de una u otra de las categorías del géne­
ro25. Sin embargo, podemos señalar la rebelión social rom­
piendo las reglas de género acerca del vestido (por ejemplo,
los hombres antibelicistas de los años sesenta tendían a de­
jarse el pelo largo y a llevar ropa de colores y joyas).
Un modo de adelantar el discurso feminista es sustituir
el problema de la encamación por el de la relación entre
sexo y género. Esto supone un paso teórico similar al que
conlleva el desplazamiento de la «cuestión de la mujer» del
centro de nuestra atención y su colocación en el análisis de
las relaciones de género. El concepto de encamación está
determinado por la afirmación de que, como sostiene Win­
nicott, la unidad humana fundamental es un psico-soma,
que al mismo tiempo es altamente individual y ya está inte-
rrelacionado con otros. La unidad psique-soma es interacti­
va; su naturaleza nunca es fija o invariable y sus aspectos
son a la vez interdependientes y diferenciados. Las diferen­
cias anatómicas sexuales quizá sólo sean una de las muchas
dimensiones con las que se puede diferenciar el psico-soma.
Sin embargo, el significado de estas diferencias disminuiría
si enfocamos e investigamos la complejidad de la unidad to­
tal. Al pensar siempre en un psico-soma, nos enfrentaría­

25 En Charlotte Perkins Gilman, Women and Economics, Nueva


York, Harper & Row, 1966, escrito en 1898, hay una brillante exposi­
ción de las transformaciones y usos sociales de las características físi­
cas de las mujeres. Los logros recientes de las atletas femeninas nos ha­
cen cuestionamos los límites «naturales» de los cuerpos femeninos.
mos constantemente con los problemas de significado e in­
terpretación. ¿Cómo experimentamos este proceso de dife­
renciación? ¿Cómo se registra en la psique y es afectado por
ésta? ¿Cómo interpreta el soma la diferenciación psíquica y
otros tipos de experiencia? ¿Cómo altera el cambio en un
aspecto de la unidad sus cualidades en conjunto? Este enfo­
que también nos permitiría volver problemáticos los cuer­
pos de los hombres, al igual que los de las mujeres. Los de
los hombres también son unidades psicosomáticas con cua­
lidades variables e invariables.
Esta estrategia también evitaría los peligros de una alter­
nativa posmodema. Como expondré en el capítulo sexto
con mayor detalle, un planteamiento posmodemo es equipa­
rar lo «femenino» (ahora supuestamente desconectado de la
biología y entendido que existe sólo en un plano «simbóli­
co») con «el cuerpo». Luego, el cuerpo/femenino es valora­
do sobre la mente/masculino. En este planteamiento, las
oposiciones de mente/cuerpo, cultura/naturaleza se mantie­
nen. Todo lo que se cambia es la clasificación de los miem­
bros de la pareja.

La organización de la producción
y la división sexual del trabajo
Las feministas socialistas han desarrollado un segundo
estilo de relatos sobre el género. Hacen hincapié en la im­
portancia de las relaciones de producción para la determina­
ción del poder en las sociedades. Las fuerzas económicas
tienen un carácter central en sus explicaciones de los oríge­
nes y la repetición del dominio masculino. Estas teóricas
han hecho importantes contribuciones a nuestra compren­
sión del sistema de géneros, pero al situar los problemas fe­
ministas acerca de la producción dentro de las estructuras
marxistas obscurece muchos aspectos de los sistemas de gé­
nero y la parcialidad masculinista de la misma teoría mar-
xista. Irónicamente y quizás a pesar de sus intentos, las teó­
ricas feministas socialistas proporcionan en última instancia
las bases para una potente crítica del marxismo como teoría
y práctica social, centrándose en el género.
Sitúan la causa fundamental de las convenciones de gé­
nero en la organización de la producción o la división sexual
del trabajo26. Como los «ortodoxos» marxistas, sostienen
que la historia tiene una naturaleza y una lógica que se desa­
rrollan de forma gradual en el tiempo. La naturaleza de la
historia se entiende mejor en términos de «materialismo».
Según Marx, un examen de la actividad productiva —es de­
cir, las relaciones de los propietarios con los productores, por
un lado, y las «fuerzas» de producción (tipos de maquinaria,
acumulación de capital y técnicas usadas en la producción),
por el otro— revelará los determinantes del carácter de toda
la actividad humana y los medios apropiados para transfor­
mar las fuerzas opresivas de la organización social27.
En la forma más rigurosa de este planteamiento, la opre­
sión de las mujeres se consideraría un derivado de las rela­
ciones de clase. Esta opresión se «desvanecería» tras una re­
volución socialista, junto con la explotación de una clase por
otra. En las formas menos ortodoxas del feminismo socialis­
ta, se utilizan categorías fundamentales del marxismo, como
la extracción de la plusvalía y la división del trabajo, para
desarrollar explicaciones específicamente feministas acerca
de la opresión de las mujeres. La mayoría de las feministas
socialistas reconocen que estos conceptos marxistas, así
como los de trabajo y producción, no se han aplicado —y
muchas veces puede que excluyan— a muchas clases de ac­
26 Véase la recopilación de ensayos en Einsenstein, Capitalist Pa-
triarchy, y Kuhn y Wolpe, Feminism and Materialism, como muestra de
algunas de las mejores obras de las feministas socialistas; véase tam­
bién Lydia Saxgent (ed.), Women and Revolution, Boston, South End
Press, 1981.
27 Sobre el método de Marx, véase Karl Marx y Frederick Engels,
The Germán Ideology, Nueva York, International Publishers, 1970, en
especial la parte primera [trad. esp.: La ideología alemana, Barcelona,
Eina, 1988]. Para una aplicación y extensión de su método, véase Karl
Marx, Capital, Nueva York, International Publishers, 1967, vol. 1, espe­
cialmente la primera parte [trad. esp.: El capital (O. C.), Madrid, Siglo
XXI, 1975],
tividades desempeñadas tradicionalmente por las mujeres
(entre otras, el cuidado de los niños o las tareas domésticas
sin salario). Ninguna de estas actividades, por ejemplo, pro­
duce de forma directa «plusvalía». De aquí que no cuenten
como trabajo «productivo» dentro del sistema capitalista28.
Las feministas socialistas han adoptado diversas estrate­
gias para superar estas omisiones en la teoría marxista. Una
de las más directas es analizar el modo de producción utili­
zando las categorías marxistas clásicas, pero con una sensi­
bilidad feminista hacia las relaciones de género. Por ejem­
plo, han empleado el concepto de división del trabajo para
destacar que la fuerza laboral está segmentada por el géne­
ro al igual que por la división entre propietarios y producto­
res. Existe una «división sexual del trabajo» en la organiza­
ción de la producción. Muchas mujeres están empleadas en
ocupaciones que son femeninas en un 70 por 100 o más.
Sostienen que no es una coincidencia que estas ocupaciones
sean también menos retribuidas que las que requieren una
educación y cualificación semejante pero en las que predo­
minan los hombres29. Estas escritoras exponen la relación
lógica que existe entre los estereotipos de género y algunas
de las cualificaciones y conductas requeridas en el «trabajo
de las mujeres» —por ejemplo, cuidar a los niños (maestras
de escuelas elementales) u organizar y limpiar lo que ensu­
cian los hombres (secretarias). Estos estereotipos hacen pa­
recer natural que las mujeres realicen algunos tipos de tra­
bajos y no otros. A su vez, la devaluación del estereotipo
femenino refuerza y contribuye a una devaluación del «tra­
bajo de las mujeres» y los salarios que pueden exigir.
Las ideas marxistas sobre una división (sexual) del tra­
bajo y un intercambio desigual (extracción de la plusvalía)
también se han aplicado a las relaciones familiares. Las so­
cialistas feministas sostienen que existe una división sexual

28 Sobre el trabajo productivo y no productivo, véase Marx, Capi­


tal, págs. 84-94,177-211.
29 Sobre la división sexual del trabajo, véanse los ensayos reunidos
en Blaxall y Reagan, Women in the Workplace.
del trabajo en casa, donde la mayor parte lo realizan las mu­
jeres (cuidado de los niños, limpieza, preparación de las co­
midas, etc.)- Así, los hombres se benefician en las familias
de un «intercambio desigual». Se aprovechan «materialmen­
te» del trabajo de las mujeres, por ejemplo, al obtener un
tiempo de ocio extra y servicios que no tienen que realizar
por sí mismos. La economía capitalista también saca pro­
vecho del trabajo no asalariado de la mujer, pues de otro
modo los salarios habrían de subir para cubrir la compra
de estos servicios en el mercado, con lo que los beneficios
de los patrones descenderían. A su vez, la «doble jomada»
de las mujeres les hace más difícil competir con los hom­
bres en la fuerza de trabajo asalariada porque también de­
ben dejar tiempo y energía para sus responsabilidades do­
mésticas30.
Otra estrategia feminista más reciente, que pretende su­
perar la parcialidad en cuanto a género existente en la teoría
marxista, ha sido ampliar el concepto de producción o tra­
bajo para incluir casi todas las formas de la actividad huma­
na. La categoría de trabajo es ahora reemplazada por «acti­
vidad sensual» o producción «sexual/afectiva»31. De este
modo, muchas de las actividades que típicamente realizan
las mujeres y están excluidas del análisis marxista tradicio­
nal pueden ser incluidas dentro de una categoría de análisis
que ahora es más «perfectamente materialista». La creación
de plusvalía no es ya la característica distintiva del trabajo
«productivo» (real). En su lugar, toda actividad que contri­
buye a la producción o reproducción de la vida humana ha
de considerarse trabajo «real» y «material». El cuidado de
los niños y las tareas domésticas estarían incluidas dentro de
este concepto ampliado de actividad productiva.
Las teóricas feministas socialistas han realizado diver­
sas contribuciones importantes al discurso feminista. En

30 Sobre la «doble jomada», véanse los ensayos de Hartmann y


Boulding en ibid.
31 Ann Ferguson, «On Conceiving Motherhood and Sexuality: A Fe­
minist Materialist Approach», en Trebilcot, Mothering.
primer lugar, perfilan las relaciones de dominación que
afectan profundamente la calidad de las vidas de las muje­
res en el trabajo asalariado y las familias. En una economía
en la que tantas cosas necesarias para la vida deben com­
prarse en los mercados de bienes, el lugar que se ocupe en
la economía política afecta profundamente la calidad de vi­
da de las mujeres. Es incuestionable que las mujeres como
grupo tienen menos privilegios dentro de la economía y me­
nos acceso a controlarla que los hombres. Las feministas
socialistas también han colaborado en la deconstrucción de
la representación popular pero engañosa de las familias
como «refugios en un mundo implacable». Muestran que
son también lugares de trabajo para las mujeres, donde la­
boran para construir y mantener refugios para hombres y ni­
ños. Sin su dura labor, éstos no existirían, pero precisamen­
te por su participación desigual en el trabajo, las relaciones
de poder y los beneficios de la vida familiar, sus intereses y
experiencias no son siempre los mismos que los de los
hombres y niños.
Además, como corresponde a una teoría materialista, el
feminismo socialista tiene implicaciones más directas para
la práctica que algunos otros tipos de teoría feminista. Los
movimientos para lograr un valor equiparable, el desmante-
lamiento de la segregación ocupacional por sexos, el reco­
nocimiento social y la compensación por el trabajo domés­
tico y la reorganización de la reproducción de la vida diaria
tienen una profunda deuda con el análisis y las actividades
socialistas feministas. A su vez, el no poco éxito de estos
movimientos han mejorado los salarios de las mujeres y ani­
mado a otras a presionar para obtener convenios económi­
cos y familiares más equitativos.
Resulta irónico, sin embargo, que la consideración de la
posición económica y de los trabajos de las mujeres tam­
bién revele una omisión fundamental dentro de la teoría fe­
minista socialista, una omisión también presente en otras
formas de la teoría feminista. Está claro que las relaciones
de raza y las de clase y género desempeñan un papel clave y
determinante en la distribución de recursos dentro de las es­
tructuras familiares. Las mujeres de color como grupo son
más pobres y presentan más probabilidades de tener que
sostener una familia, en el aspecto económico y en todos los
demás, que las mujeres blancas32. Hasta el momento, no ha
habido una explicación socialista satisfactoria para estos he­
chos. En la mayor parte del discurso socialista feminista, así
como en otros discursos feministas, el significado de la raza
se reconoce (cuando mucho) con un suspiro de culpa y lue­
go se reasume la línea argumental «principal»33. El hecho
de que el feminismo socialista no pueda explicar las desi­
gualdades de raza no se trata como un problema que ponga
en cuestión si la teoría en su conjunto resulta adecuada. Pa­
rece que la «cuestión de la raza» se considera de modo aná­
logo al enfoque que otorga el marxismo ortodoxo a la
«cuestión de la mujer», una singularidad interesante, pero
que no puede hacer tambalear la confianza en la corrección
de la teoría en sí.
Desde una perspectiva metateórica, el feminismo socia­
lista también plantea otros problemas. Este sistema explica­
tivo incorpora los defectos históricos y filosóficos del aná­
lisis marxista. Los marxistas (incluidas las feministas socia­
listas) aplican de manera acrítica a todos los ámbitos de la
vida humana y a todos los periodos históricos, los concep­
tos que Marx debió haber utilizado para describir una forma
particular de la producción de bienes34. Estos conceptos in­

32 Véase Phyllis Marynick Palmer, «White Women/Black Women:


The Dualism of Female Identity and Experience in the United States»,
Feminist Studies, 9, núm. 1 (primavera de 1983), págs. 151-170, sobre
las diferencias económicas entre las mujeres negras y blancas.
33 Cfr. la crítica de Gloria Joseph en «The Incompatible Menage a
Trois: Marxism, Feminism and Racism», en Sargent, Women and Revo-
lution.
34 Cfr. Balbus, Marxism, especialmente el cap. 1; Jane Flax, «Do
Feminists Need Marxism?», en Building Feminist Theory, ed de Quest
Staff, Nueva York, Longman, 1981; y Jane Flax, «The Family in Con-
temporary Feminist Thought: A Critical Review», en The Family in Po-
litical Thought, ed. de Jean Bethke Elshtain, Amherst, University of
Massachusetts Press, 1982, págs. 232-239.
cluyen las categorías de trabajo (es decir, productivo y no
productivo), el carácter central de la producción en la orga­
nización y cultura de una sociedad, la importancia del inter­
cambio, la creación de la plusvalía y la producción de bie­
nes dentro de la «economía» y la definición de clase sólo en
términos de la relación individual con los medios de pro­
ducción. Marx y los maixistas que le siguieron repiten, en
lugar de deconstruir, la mentalidad capitalista al hacer esen­
cial lo que en realidad es un producto de un juego histórico
y variable particular de las relaciones sociales35. Esta jugada
teórica no sólo distorsiona la vida en la sociedad capitalista,
sino que sin duda no resulta apropiada para todas las demás
culturas.
El planteamiento feminista socialista más tradicional re­
pite el carácter privilegiado que otoiga el marxismo a la pro­
ducción y la división del trabajo. Así pues, quienes lo adop­
tan, incorporan las asunciones concomitantes y problemáti­
cas en cuanto a la naturaleza y carácter central del trabajo en
sí. En la teoría marxista, el trabajo (definido como la trans­
formación de objetos naturales u otros en cosas con un uso
o valor de intercambio) se trata como la «esencia» de la his­
toria y el «ser» humano. Bajo la influencia de estas asuncio­
nes, las feministas socialistas acaban por realizar afirmacio­
nes reduccionistas como la siguiente: «La familia puede de­
finirse con exactitud como relaciones de propiedad entre
hombres y mujeres, y las relaciones sociales de la familia
son esas relaciones de propiedad en acción»36. Entre otros
problemas, esa afirmación no tiene en cuenta la existencia y
las actividades sensuales de la gente real en las familias (por
ejemplo, los niños, para quienes al menos parte de sus expe­
riencias formativas y familiares no tienen nada que ver con

35 Cfr. Albert O. Hirschman, The Passion and the Interests, Prince-


ton, N.J., Princeton University Press, 1977, para una interesante exposi­
ción del surgimiento y la construcción histórica de una mentalidad ca­
pitalista específica.
36 Annette Kuhn, «Structures of Patriachy and Capital in the Fa­
mily», en Kuhn y Wolpe, Feminism and Materialim, pág. 53.
la producción). Pocas mujeres describirían sus experiencias
de embarazo y crianza de un hijo sólo en términos de pro­
ducción de una mercancía de fuerza laboral para el mercado.
Hasta una breve consideración del vasto (y con género)
número de actividades humanas excluidas de la definición
ortodoxa de la actividad humana «esencial» (trabajo) debe­
ría obligamos a plantear cuestiones (posmodemas) sobre la
afirmación de que sea una esencia humana, de la historia o
el ser humano. ¿Qué clase de relaciones de dominio —de la
naturaleza o las mujeres— se encuentran bajo esas visiones
unitarias? Puesto que los marxistas declaran que la suya es
una teoría materialista en la que teoría y práctica están es­
trechamente relacionadas, también parece justo examinar
las políticas reales de los estados existentes que se autode-
finen como socialistas para responder a estas cuestiones: no
revelan un elevado nivel de sensibilidad hacia las prácticas
ecológicas o las necesidades de las mujeres37. Por ello, pa­
rece razonable mantener una actitud suspicaz hacia esas
afirmaciones esencialistas y sus implicaciones filosóficas y
políticas.
Los intentos del feminismo socialista de «ampliar» el
concepto de producción para incluir la mayoría de las for­
mas de la actividad humana no han logrado superar tampoco
los defectos de la teoría marxista. Un ejemplo de los proble­
mas que se siguen de esta apropiación todavía relativamen­
te acríticade los conceptos marxistas puede encontrarse, por
ejemplo, en la propuesta de que debe incorporarse una nue­
va categoría, «producción sexual/afectiva», dentro de los
conceptos más tradicionales de trabajo y producción. Esta
nueva categoría pretende incluir todo, desde las relaciones

37 Cfr. Balbus, Marxism, sobre los problemas ecológicos del mar­


xismo; e Hilde Scott, Does Socialism Libérate Women? Boston, Beacon
Press, 1974; Judith Stacey, Patriarchy and Socialist Revolution in Chi­
na, Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1983; y
Gail Warshofsky Lapidus, Women in Soviet Society, Berkeley y Los
Angeles, University of California Press, 1978, sobre las mujeres en las
sociedades socialistas.
genitales hasta el cuidado de los niños. Todas las actividades
que entran en esta categoría se describirían y analizarían se­
gún el modo marxista usual (es decir, se investigaría la divi­
sión del trabajo, la distribución del excedente, etc., dentro
de estas actividades y como constitutivas de ellas). Por
ejemplo, para «probar» que las mujeres están explotadas se-
xualmente, tendríamos que construir una «medida empíri­
ca» de las «aportaciones masculinas y femeninas, las re­
compensas de estos procesos de producción y el control que
ejercen sobre ellos». En última instancia, tal «prueba reque­
rirá un modelo físico de satisfacción sexual y acción se­
xual» para que se pueda medir con «objetividad» la canti­
dad precisa de energía intercambiada38.
Esta clase de argumento ilustra las distorsiones de la ex­
periencia bajo la tiranía de ciertos esquemas teóricos. Por
ejemplo, la fantasía o el intercambio verbal no tendrían lu­
gar dentro de esta concepción de la sexualidad. ¿Realmente
todos los placeres tienen una base o medida física? Esta cla­
se de argumentos, a pesar de ser bien intencionados, no sólo
distorsionan la experiencia, sino que también eluden una
cuestión esencial: ¿por qué ampliar la producción en lugar
de despojar a este concepto, o a cualquier otro que tenga un
carácter tan central, de esos poderes de autoridad?
Las categorías más básicas del análisis marxista, a pesar
de haber sido ampliadas o reelaboradas radicalmente por las
feministas, repiten la devaluación e invisibilidad de aspectos
importantes de la experiencia de las mujeres, tan frecuentes
en las culturas y los discursos de dominio masculino. A me­
dida que ha madurado el discurso feminista, se ha vuelto
más evidente hasta qué punto estas nociones son parciales y
están ligadas al género. Es difícil evitar la cuestión de si una
apropiación feminista del marxismo no requeriría una trans­
formación tan radical de todo el sistema que acabaría sien­
do irreconocible para su fundador. Las teóricas feministas
puede que se encuentren inadvertidamente en la posición
que Marx imaginó para el proletariado, que acabaría asu­
38 Ferguson, The Feminist Case, págs. 160 y 161.
miendo el capitalismo de frente: «la toma de» sus medios de
producción derrocaría toda una estructura histórica y la
reemplazaría con una nueva.
Las feministas socialistas han sido renuentes a recono­
cer las implicaciones deconstructivas de sus propios esfuer­
zos. Estas feministas revisan o rompen con algunos de los
principios del marxismo ortodoxo, en especial con sus in­
tentos por recalcar la importancia del género, al igual que la
de la clase, en la estructura de todas las relaciones sociales
y la historia. Sin embaigo, continúan utilizando el vocabu­
lario del fundador a pesar de los huecos existentes entre la
práctica discursiva de Marx y los significados de sus pro­
pios descubrimientos. Trasladarlos a su vocabulario y acep­
tar su autoridad socava o transmuta muchas de las percep­
ciones innovadoras del feminismo socialista.
Desde una perspectiva feminista «no aliada», los filóso­
fos (o filosofías) que declaran representar experiencias ex­
cluidas del «pensamiento burgués» no están más libres de la
parcialidad de género que sus predecesores. Marx revela
más de lo que pretende cuando expone su propia versión del
credo ilustrado: «Y como todo lo natural ha de tener su co­
mienzo, el hombre también tiene su acto de llegar a ser —la
historia— que, sin embargo, es una historia conocida para él
y, por consiguiente, como acto de llegar a ser, es un acto
consciente y autotranscendente. La historia es la verdadera
historia natural del hombre»39.
Desde una perspectiva feminista, el acto «consciente»
marxista de «llegar a ser» es también un acto de olvido o,
menos caritativamente, el llegar a ser del «hombre» supone

39 Karl Marx, Economic and Philosophical Manuscripts o f 1844,


en The Marx-Engels Reader, 2a ed., ed. de Robert C. Tucker, Nueva
York, W. W. Norton, 1978, pág. 116 [trad. esp.: Manuscritos, economía
y filosofa, Madrid, Alianza, 1993]. Balbus, Marxism, caps. 1-3, resalta
la relación de Marx con los presupuestos ilustrados y su repetición, en
especial las concernientes a la naturaleza y la historia. También revela
de forma convincente la ceguera hacia las relaciones de género sin las
que las categorías básicas del análisis marxista se derrumbarían.
o requiere un acto simultáneo de represión, porque el primer
acto específico preciso para que cada hombre (o mujer) ten­
ga historia es que nazca. Como Adrienne Rich ha señalado
de modo tan elocuente, esto ha significado que cada uno de
nosotros sea «nacido de mujer»40. Las mujeres individuales,
no la «historia», han sido invariablemente nuestras madres.
Puede que parezcan sutilezas semánticas. Sin embargo,
las sustituciones de conceptos indiferenciados como «llegar a
ser del hombre» por otros más históricos, variables y específi­
cos en cuanto a género, como «madres» o «alumbramiento»,
no son naturales ni accidentales. Nuestro(s) acto(s) «conscien­
te autotranscendente de llegar a ser» se origina en parte y está
envenenado al no reconocer los aspectos de género e historia
de nuestra «historia natural»41. Esta historia natural incluye el
contexto en el que nos hemos encontrado por vez primera a
nosotros mismos y hemos llegado a ser personas: nuestra in­
tensa dependencia, pronto experimentada de forma ambiva­
lente, del cuidado de los otros. La división del trabajo en la
mayoría de las culturas es tal, que el primer «otro» de que de­
pendemos será probablemente femenino. Este aspecto de
nuestra historia se ha suprimido tan completamente de la teo­
ría marxista como de su supuesta contraria, el liberalismo. De­
senterrar esa historia requiere más atención a la experiencia
vivida, a menudo reprimida, y a las herramientas teóricas me­
diante las que decidimos comprenderla.

Reescribir la historia natural: la crianza de los hijos,


las familias y las relaciones sociales de género
Sólo cuando las feministas contemporáneas comenza­
ron a reconsiderar su hostilidad inicial hacia el psicoanáli­
sis, se hizo evidente que la organización de la crianza de los

40 Adrienne Rich, OfWoman Bom: Motherhood as Experience and


Institution, Nueva York, W. W. Norton, 1976.
41 Dorothy Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur: Sexual
Arrangements and the Human Malaise, Nueva York, Harper & Row,
1976, en especial las págs. 76-82,207-228.
hijos dentro de la familia tiene consecuencias fundamenta­
les y sorprendentes para casi todos los aspectos de la exis­
tencia humana. Utilizando diversas estructuras psicoanalíti-
cas, algunas teóricas feministas comenzaron a sostener que
los conciertos para la crianza de los niños son elementos
centrales en la construcción de la identidad de género y el
yo, y en el origen y repetición de las relaciones de género de
dominio masculino. Además, las consecuencias de la crian­
za contemporánea de los niños (ligada al género) se extien­
den a casi todos los aspectos de la vida social, moldeando
profundamente el carácter de las relaciones de poder, el co­
nocimiento y la economía. Los análisis feministas sobre los
conciertos para criar a los niños (en especial las relaciones
madre-hijo) han sido muy importantes en el desarrollo de la
teorización feminista. La exploración en curso de estas rela­
ciones y su significado dentro del yo y la vida social ha sido
muy productiva. Sin embargo, paradójicamente, la estructu­
ra de esta misma obra está impregnada de profundas confu­
siones, ambivalencias y cuestiones no resueltas sobre las
prácticas, el significado y la importancia relativa de las fa­
milias, los cuidados maternales, la sexualidad y el poder, y
sobre la adecuación de cualquiera de los planteamientos psi-
coanalíticos existentes para la teorización feminista y otras
formas.
La obra de Juliet Mitchell, Dorothy Dinnerstein y Nancy
Chodorow ha sido especialmente importante para el desa­
rrollo de los análisis feministas sobre los cuidados materna­
les, la crianza de los hijos y las relaciones de género. Estas
escritoras están de acuerdo en ciertas premisas básicas: el
carácter central del inconsciente en la vida humana, la dife­
rencia entre sexualidad biológica y organizaciones de géne­
ro, y la importancia de los conciertos para la crianza de los
hijos y, en consecuencia, de la familia, en la construcción de
la identidad de género. A pesar de estas zonas de acuerdo,
las tres escritoras difieren sobre la influencia de los proce­
sos psicodinámicos en estructuras sociales como la econo­
mía y sobre el grado en que estas estructuras influyen en los
procesos psicodinámicos. También difieren en el tipo de
teoría psicoanalítica que adoptan y, en consecuencia, en la
importancia relativa de las relaciones preedípicas y edípicas
en la constitución de un yo y una vida social, en su concep­
ción del inconsciente y en las prácticas políticas que se de­
ducirían de sus ideas.
Juliet Michell fue de las primeras feministas que sostu­
vieron la importancia de las ideas freudianas para el desa­
rrollo de las teorías feministas sobre las relaciones de géne­
ro. Aunque su obra proporcionó una contundente defensa
de una forma particular de psicoanálisis (lacaniano) y tuvo
influencia entre las feministas, en última instancia no seña­
ló una vía que condujera a lograr la apropiación del psicoa­
nálisis para la teoría feminista. Mitchell sostiene que la teo­
ría freudiana debe comprenderse como una explicación del
modo en que cada individuo llega a adquirir una «ley pa­
triarcal» y cómo esta adquisición determina la estructura
psíquica. El análisis freudiano de la psicología de la mujeres
no debe leerse como una prescripción —esto es, una justifi­
cación del sufrimiento de las mujeres y su «lugar» bajo el
patriarcado—, sino más bien como una descripción de las
consecuencias inevitables para el desarrollo psíquico de las
relaciones sociales patriarcales. El masoquismo femenino,
la envidia del pene y su superego más débil deben compren­
derse como resultados de la imposición sobre ellas de la ley
patriarcal. La teoría freudiana es revolucionaria en su conte­
nido porque revela, con mayor profundidad y de forma más
completa que cualquier otra teoría psicológica, la miseria
que sufrirán las mujeres mientras vivan bajo la «Ley del Pa­
dre»42.
La opinión de que la teoría freudiana debe leerse como
una explicación del desarrollo psicológico que tiene su ori­
gen en las relaciones patriarcales y no en la biología, es la
contribución más importante de Mitchell a los análisis femi­
nistas de la psicodinámica. Pero su obra se ve perjudicada
por una rígida insistencia en la más ortodoxa y acrítica acep­

42 Juliet Mitchell, Psychoanalysis and Feminism, Nueva York,


Pantheon, 1974, págs. XV-XXIII, 113-119.
tación de la reconstrucción lacaniana de todo concepto freu-
diano importante. No considera los efectos sistemáticos de
la parcialidad hacia el género de estas teorías o que incluso
los conceptos supuestamente «neutrales» puedan estar liga­
dos al género o ser diferenciados por éste. No reconoce el
discurso en marcha entre los psicoanalistas para calibrar si
son aceptables la teoría íreudiana y su interpretación laca­
niana o los desarrollos postfreudianos alternativos dentro del
psicoanálisis, como la teoría de las relaciones de objeto43. El
inconsciente existe para Mitchell (como para Lacan) como
una estructura corpórea fuera de la historia y las relaciones
sociales. A pesar de recalcar la importancia de la sexualidad
y la fantasía dentro de la teoría psicoanalítica, también redu­
ce el inconsciente a una serie de estructuras, signos y símbo­
los. Siguiendo a Lacan, racionaliza el inconsciente, el mis­
mo aspecto de la psique que está constituido por la experien­
cia preconsciente, preverbal y prerracional, y en la que
cuerpo y social, interno y externo aún no se distinguen.
En su análisis de la familia, la complejidad de la políti­
ca sexual y de su interacción con otras formas de política se
reduce a «las adquisiciones de la ley patriarcal» por cada in­
dividuo y las contradicciones entre su ley y la «organización
social del trabajo»44. Se pierde la intensidad de los deseos y
fantasías presentes en el inconsciente y el modo en que
afectan y son afectados por las relaciones sociales. Al cons­
truir esta interpretación simbólica y estructuralista de los
procesos inconscientes, Mitchell, como Freud y Lacan,
vuelve aún más opaco el poder del periodo preedípico y la
madre y su impacto en el desarrollo psicológico de mujeres
y hombres. En su teoría, la sexual y otras formas de política
son estructuras paralelas, no interactuantes; así se hace difí­

43 Las principales teorías alternativas que Mitchell discute en


Psychoanalysis son las de Wilhelm Reich y R. D. Laing. Ni siquiera en
su obra más reciente, por ejemplo los ensayos sobre el psicoanálisis de
Women and Revolution, Londres, Virago, 1984, se aborda cualquier
otro tipo de psicoanálisis que no sea la obra de Freud y Lacan.
44 Mitchell, Psychoanalysis, pág. 413.
cil captar las interrelaciones existentes entre las estructuras
y la dinámica de todo el conjunto.
La obra de Dorothy Dinnerstein y Nancy Chodorow
proporciona una concreción que falta en el análisis de Mit-
chell. Facilitan una explicación más profunda y compleja
del inconsciente, su poder y su carácter central en la vida
humana, en especial en la familia y en la constitución y re­
petición de las relaciones de género. A diferencia de Mit-
chell, también comienzan a resituar las relaciones madre-
hijo dentro (y como fuerzas importantes) de la historia. Din-
nerstein intenta explicar el origen de la división sexual del
trabajo, cómo se repite y su influencia no sólo en las relacio­
nes de las mujeres con los hombres, sino también en las re­
laciones de los humanos con la naturaleza y el carácter de la
misma historia. Según esta autora, los conciertos sociales
actuales para criar a los niños, en los que sólo las mujeres
son responsables de su cuidado, son el origen de nuestro
malestar presente y de la conducta que amenaza con des­
truir todas las formas de vida. Así, la organización vigente
de la familia está lejos de ser neutral o sólo privada; la orga­
nización familiar no sólo oprime a las mujeres y los niños,
sino que amenaza la misma supervivencia de la especie hu­
mana y su hábitat.
En gran medida, Nancy Chodorow está de acuerdo con
las premisas de Dinnerstein, pero intenta situar la dinámica
que ésta suele exponer de manera ahistórica dentro de la re­
lación específica de la madre hacia la hija o la madre hacia
el hijo. Su obra es también de miras más restringidas y me­
nos osada desde el punto de vista filosófico. Se limita explí­
citamente a efectuar un análisis de uno de los aspectos de las
relaciones sociales del capitalismo occidental: la «reproduc­
ción de los cuidados maternales».
Sitúa los orígenes de la división sexual del trabajo den­
tro de la biología. Debido a los cerebros mayores de los hu­
manos, los niños nacen antes en términos de madurez y ca­
pacidades que cualquier otra especie y son dependientes du­
rante más tiempo. Durante gran parte de la historia humana,
una mujer pasaba la «mayor parte» de su «vida adulta más
vigorosa embarazada o amamantando. [...] Debido a estos
impedimentos para una movilidad de mayor alcance, ha
sido quien por lógica ha cuidado de la salud y ha hecho las
tareas domésticas»45. A pesar de la capacidad que compar­
ten las mujeres con los hombres de «hacer historia», estas
condiciones previas las atan prioritariamente a la crianza de
los hijos.
Los humanos se enfrentan a un dilema fundamental: te­
nemos el poder y la necesidad de crear entornos por noso­
tros mismos. En cierta medida, podemos vencer y dominar
la naturaleza y a otras personas; no obstante, la capacidad de
controlar nuestro entorno nunca es total y soportamos solos
la responsabilidad de nuestro destino. Las tensiones entre
responsabilidad y falta de control llevan a un deseo de elu­
dir el pleno conocimiento de este dilema fundamental y a
hallar un chivo expiatorio o un medio sobrehumano que nos
saque de él.
A lo largo de la historia, las mujeres han servido de chi­
vo expiatorio, papel que sólo es posible porque cuidan de
los bebés y por el carácter peculiar de la infancia humana.
El desarrollo mental y emocional de los bebés es mucho
más rápido que su desarrollo físico: tienen necesidades an­
tes de que sean capaces de satisfacerlas por ellos mismos.
Como Winnicott, Dinnerstein sostiene que la madre es el
primer vínculo crucial de la vida con el mundo. Es la media­
dora entre el bebé sensible, los impulsos naturales que le
son propios y el mundo exterior. Con todos sus placeres y
frustraciones, la relación entre madre y bebé es nuestro pri­
mer encuentro social importante y nuestra primera expe­
riencia de amor. La experiencia de la dependencia y de los
deseos poderosos cuya satisfacción está fiiera de las fuerzas
del bebé sucede antes de que los humanos sean capaces de
hablar, pero no antes de que seamos conscientes de esas ex­
periencias. Quedan vivas en nuestro inconsciente en forma
de fantasía, estados sentimentales y deseo, y afectan de for­

45 Dinnerstein, The Mermaid and the Minotaur, pág. 20.


ma especial nuestra sexualidad, impulsándonos a buscar a
otros que puedan satisfacer nuestros deseos y con quienes
podamos recobrar algo del gozoso estado infantil. No obs­
tante, este mismo estado está lleno de terror porque está im­
pregnado por el recuerdo de nuestra incapacidad y por una
ansiedad que amenaza al yo adulto. De aquí que busquemos
la experiencia sexual y relaciones íntimas, pero que también
fraternos de hacerlas seguras limitando su intensidad e in­
tentando dominar o desvalorizar a quien amamos.
El recuerdo alcanza las primeras experiencias infantiles.
Los procesos posteriores, racionales y expresados, están te­
ñidos con esas experiencias anteriores. Nos enfrentamos por
vez primera con el dilema humano general (el deseo de do­
minio y creatividad contra el miedo a la responsabilidad)
dentro de la relación madre-hijo. Lo experimentamos en
una relación con una mujer nada más o muchas. Como sólo
las mujeres cuidan de los bebés, reprimimos el recuerdo de
esta experiencia, nuestra impotencia infantil y el temor a la
madre. De este modo, los humanos concluyen culpando a
las mujeres de su malestar y no se enfrentan al dilema exis-
tencial más general: nuestro destino como especie.
La experiencia infantil reprimida continúa ejerciendo
una poderosa influencia, aunque desconocida, sobre nues­
tros pensamientos y conducta inconscientes. Los hombres
deben negarla y afirmar una forma dominante de racionali­
dad para hacer historia. A lo largo de ésta, los hombres han
tendido a alejarse de sus sentimientos y cuerpos, y a distan­
ciarse de la naturaleza para dominarla. Deben excluir a las
mujeres de la historia para mantener un refugio «natural» al
que puedan volver tras sus proezas históricas, que suelen
destruir la naturaleza. Las mujeres son nuestro contacto
principal con la humanidad y la naturaleza. Insisten y per­
manecen ancladas en las formas de relación primeras y se
niegan a participar en hacer historia, que desprecian. Estas
actividades inconscientes distorsionan las que hacen los
hombres y el desarrollo psicológico de ambos. Su resultado
es una forma insana de heterosexualidad dependiente.
Chodorow sostiene que la negación de la relación y la
necesidad de hacer historia, y la identificación de las muje­
res como madres no son productos de la biología o la elu-
sión del destino humano. Más bien son consecuencia de
ciertas formas de relaciones familiares que se dan dentro de
un contexto social específico, que refuerza las relaciones
dentro de la familia y a su vez es reforzado por éstas. Re­
curriendo a la teoría de las relaciones de objeto, señala que
los humanos se forman mediante las relaciones sociales.
Sin embargo, a diferencia de Winnicott y otros teóricos de
las relaciones de objeto, hace hincapié en que las relacio­
nes sociales familiares no pueden comprenderse separadas
de otras formas de relaciones sociales, en especial clase y
género.
Está particularmente interesada en la reproducción de
los cuidados maternales: cómo y por qué sólo las mujeres
los otorgan (por ellos entiende la alimentación y cuidado de
los bebés), cómo se repite este modelo y cómo afecta al de­
sarrollo psicológico de las mujeres. Chodorow, al igual que
Rubin, considera a la familia un elemento central del siste­
ma de sexo/género. La división sexual y familiar del traba­
jo, en la que las mujeres y madres participan más que los
hombres en las relaciones afectivas interpersonales, produ­
ce en las hijas y los hijos una escisión de las capacidades
psicológicas que los lleva a reproducir esta división sexual y
familiar del trabajo. Las mujeres como madres producen hi­
jas con capacidades para otorgar cuidados maternales y el
deseo de hacerlo. Estas capacidades y necesidades se cons­
truyen y surgen de la misma relación entre la madre y la
hija. En contraste, las mujeres como madres (y los padres
como no madres) producen hijos cuyas capacidades y ne­
cesidades de crianza han sido cortadas y reprimidas de for­
ma sistemática. Esto los prepara para su papel familiar pos­
terior menos afectivo y para su participación fundamental
en el mundo laboral y la vida pública interpersonal y extra-
familiar.
Las mujeres se quedan primordialmente en casa debido
a que es donde se dan los cuidados maternales. Sin duda, la
división sexual del trabajo proporciona una base para dife-
rendar lo «público» de lo «doméstico». Sin embargo, estas
esferas no son iguales y como «la esfera pública domina a la
doméstica [...], Tos hombres dominan a las mujeres»46.
Chodorow recalca la importancia de la experiencia in­
fantil tanto para el desarrollo psicológico como para la crea­
ción del género. Los bebés desarrollan un yo interiorizando
sus relaciones con la primera persona que los cuida, por lo
general la madre. Para cuando hace su aparición el padre
como persona significativa en la vida del niño, el núcleo de
su identidad ya se ha establecido. Por ello, las relaciones con
el padre están menos cargadas de afectividad.
Los cuidados maternales tienen consecuencias impor­
tantes pero diferentes para niños y niñas. Estas últimas, al
ser del mismo género que la madre, tienden a no desarrollar
fronteras del yo firmes; nunca se separan por completo de la
madre, que suele tratar a la hija como una extensión de sí
misma y no la incita a que establezca una identidad separa­
da. Los niños experimentan y son experimentados por la
madre como un «otro». Ésta impulsa al hijo a la diferencia­
ción, motivada y reforzada por el género diferente. Debido
a que nunca llegan a resolver su unión primera con la ma­
dre, las niñas siguen preocupándose más por los temas rela­
ciónales. Los niños parecen ocuparse de los temas de dife­
renciación y acción en el mundo exterior. Deben rechazar
los aspectos femeninos de sí mismos y la primera relación
con la madre para ser masculinos; las niñas no pueden ni de­
ben rechazarla.
De este modo, existe una base psicológica profunda
para la posterior diferenciación de papeles. Las niñas tienen
una capacidad potencial mayor para las relaciones íntimas,
pero los hombres las han reprimido y han vuelto su interés
al exterior. Las niñas deben rechazar a la madre como prin­
cipal objeto de amor para hacerse heterosexuales, a pesar de
sus lazos emocionales sin resolver, pero los niños deben

46 Nancy Chodorow, The Reproduction o f Mothering: Psychoa­


nalysis and the Sociology o f Gender, Berkeley y Los Angeles, Univer­
sity of California Press, 1978, pág. 10.
mudar su amor por la madre a otra mujer. Este cambio no
suele ser absoluto en la niña, pues retiene un triángulo emo­
cional interno formado por la madre/padre/yo. «Los hom­
bres tienden a permanecer como secundarios desde el pun­
to de vista emocional» para las mujeres47.
Éstas satisfacen sus necesidades de relación convirtién­
dose en madres; el bebé crea una nueva situación triangular:
esposo/esposa/hijo. Los hombres satisfacen su necesidad de
actividades de carácter no relacional y ocultan su miedo a
volver al estado infantil participando en el mundo no fami­
liar del trabajo y controlando a las mujeres. Los hombres
necesitan a las mujeres y las mujeres heterosexuales necesi­
tan a los hombres para saciar un deseo de unión emocional
y física. En parte, en especial para los hombres, esto es una
repetición de la unión simbiótica de la primera infancia,
aunque más segura y controlada. No obstante, a los hom­
bres les resulta difícil y amenazador satisfacer las necesida­
des emocionales de las mujeres porque tuvieron que repri­
mir sus capacidades de relación para hacerse masculinos.
Así que las mujeres se concentran en sus hijos para satisfa­
cer sus necesidades relaciónales. De este modo, mujeres y
hombres tienen una motivación diferente pero igual de po­
derosa para repetir la familia, la personalidad de género y
los cuidados maternales ofrecidos por las primeras.
Según Chodorow y Dinnerstein, la única solución a este
ciclo interminable es la participación activa de los hombres
en el cuidado infantil. En esas circunstancias, sostiene Din­
nerstein, tendríamos que madurar ambos como especie y
como individuos. Para las dos escritoras, compartir el cuida­
do de los hijos tendría los beneficios siguientes:
La masculinidad no se ligaría a la negación de la de­
pendencia y la devaluación de las mujeres. La personali­
dad femenina se preocuparía menos de la individualiza­
ción y los hijos no desarrollarían miedos a la omnipoten­
cia maternal y expectativas por las cualidades únicas de

47 Ibíd., págs. 169 y 170.


autosacrificio de las mujeres. Esto reduciría las necesi­
dades de los hombres de guardar su masculinidad y su
control de las esferas sociales y culturales que tratan y
definen a las mujeres como secundarias e impotentes, y
ayudaría a éstas a desarrollar la autonomía que se les ha
solido quitar al hallarse demasiado inmersas en las rela­
ciones .
Las obras de Dinnerstein y Chodorow comparten mu­
chos puntos fuertes y débiles, aunque se centran en aspectos
algo diferentes. Ambas recalcan el poder del inconsciente,
los residuos de la infancia en la vida adulta y el consecuen­
te carácter central de los conciertos para la crianza de los hi­
jos en el desarrollo individual y la historia en su conjunto.
En la obra de Dinnerstein, los conciertos de crianza de los
hijos tienen más poder para determinar la historia de lo que
admite Chodorow, aunque ambas están de acuerdo en que,
sin un cambio radical en ellos, la posición de las mujeres no
se alterará en lo fundamental. A diferencia de las pensado­
ras que se centran en los papeles o condicionamientos se­
xuales, ambas nos permiten comprender lo ligado que está
el género con el núcleo de nuestra identidad y, por ello, lo
difícil que es cambiar el núcleo de nuestros yos. Su explica­
ción de la importancia de las relaciones madre-hijo en el de­
sarrollo del ser y la constitución del género y otras relacio­
nes sociales aumenta las percepciones de las teóricas de las
relaciones de objeto y corrige algunas de sus limitaciones.
Sus análisis sobre las formas particulares de identidad de
género, creadas mediante la crianza de los hijos dominada
por las mujeres, explica parcialmente el fenómeno que iden­
tifican las feministas radicales —el deseo masculino de do­
minar a las mujeres—, aunque no pueden aclarar el origen
de la división sexual del trabajo.
Sus análisis concretos de la primera infancia contrarres­
tan el carácter abstracto que otorgan al tratamiento de los hi­
jos las feministas socialistas. Toman en cuenta la inevitable

48 Ibíd., pág. 218.


influencia de la primera experiencia sobre los niños y su ne­
cesidad de un cuidado fiable y amoroso, así como su socia­
bilidad y maleabilidad dentro de unos límites definidos. Su
obra nos recuerda dos formas poderosas de la experiencia
humana: la indefensión infantil y un anhelo persistente del
gozo infantil irresponsable. También nos proporciona la
base para una crítica de la interpretación marxista de la fa­
milia, como una institución puramente dependiente o
ideológica. El sistema de género/sexo interiorizado de for­
ma psicodinámica proporciona un motivo y reforzamiento
para todas las formas de diferenciación, incluida raza, cla­
se y fuerza laboral estratificada según el sexo. Su plantea­
miento más interactivo del desarrollo psicológico aporta
un terreno más adecuado para integrar los intereses del
marxismo, el feminismo y el psicoanálisis que el uso que
hacen Rubin y Mitchell del estructuralismo. Podemos co­
menzar a entender el sistema de sexo/género como algo
que surge de una serie de relaciones sociales en interac­
ción, incluidas las de las familias, más que como una es­
tructura paralela a las demás.
También hay problemas en la obra de Dinnerstein y
Chodorow, algunos compartidos y otros específicos de cada
una. Dinnerstein trata la biología de un modo determinista y,
en consecuencia, su obra sufre algunos de los problemas ex­
puestos previamente en la sección sobre lo «natural». Tam­
bién asume que todas las personas comparten cierto destino
ahistórico y universal. El apego de hombres y mujeres a los
conciertos familiares y sociales actuales parecen tener su
origen último en un motivo psicológico general y universal:
evitar el dilema humano. Esta afirmación carece de especi­
ficidad; no nos permite comprender el modo en que el mo­
tivo general se traduce en las formas concretas de relaciones
sociales que lo expresan. Aunque todos nacemos indefensos
y dependientes, crecemos y morimos, el modo en que expe­
rimentamos estos procesos está mediado por la sociedad. El
dilema de responsabilidad contra control imperfecto sólo
puede surgir en ciertas condiciones sociales y no lo sienten
todas las personas en todos los tiempos. Puede que suija el
dilema por el desmoronamiento de la religión y la comuni­
dad. También puede ser consecuencia de una cierta forma
de individualismo aislado y las expectativas sobre cuánto
control debe tener la gente, más predominantes en la cultu­
ra contemporánea occidental que en ninguna otra. Las mu­
jeres tienden a ser culpadas de todo lo que una cultura per­
ciba como dilema y Dinnerstein nos ayuda a comprender a
qué es debido. Pero el carácter de los dilemas cambia con el
tiempo. La abstracción presente en su teoría puede superar­
se sólo si se integra un análisis político, económico y psico­
lógico más profundo en la dinámica que sugiere.
A pesar de que la obra de Chodorow es más específica
desde el punto de vista histórico, tampoco sitúa adecuada­
mente la maternidad y la crianza de los hijos en un contex­
to político, económico y social. Aunque es universal que las
mujeres hayan tenido la responsabilidad principal en el cui­
dado de los hijos, su contenido y el de otros aspectos del tra­
bajo femenino y las familias ha cambiado. Debe explorarse
la relación entre la división del trabajo dentro de las familias
y su efecto sobre la relación con otras divisiones del trabajo
(por ejemplo, la clase). Si bien Chodorow tiene cuidado en
declarar que su análisis surge en los países capitalistas occi­
dentales y es aplicable a ellos, no expone las diferencias de
clase y raza en la crianza de los hijos y lo que implican para
una teoría general de los cuidados maternales y la psicolo­
gía social.
En la obra de ambas escritoras se sugiere una psicolo­
gía social acertada, pero no se desarrolla de lleno. Sus ob­
servaciones sobre la relación de las familias con otras es­
tructuras sociales no están integradas de forma adecuada
en la explicación del desarrollo de la personalidad. El con­
cepto de relaciones sociales que permitiría esa integración
está sin desarrollar. En sus obras correspondientes, al igual
que en el psicoanálisis más en general, los padres aparecen
primordialmente como los objetos de los hijos. La plena
experiencia de los padres y su influencia sobre los hijos no
se analiza. Este análisis sería un modo de empezar a inves­
tigar las interacciones de las relaciones sociales dentro de
la familia con las formas de relaciones sociales externas a
ella49.
En ambas escritoras, el análisis de la maternidad parece
ser sobre todo una expresión de la neurosis de los deseos y
fantasías infantiles no resueltos de las mujeres. No se expo­
nen sus otros aspectos, tanto negativos como positivos, sus
satisfacciones y costes muy reales. Las restricciones econó­
micas, políticas y sociales y las barreras para una buena pa­
ternidad y sus modelos cambiantes no se reconocen plena­
mente, ni se integran en la explicación de la psicodinámica.
Permanece la impresión de que estos problemas sólo resi­
den en la familia; aunque ésta no es claramente la postura de
Chodorow, puede que sea la de Dinnerstein.
Los escritos feministas sobre el tema sugieren ciertas
conclusiones sobre la naturaleza de las familias:
1. La división sexual del trabajo, en especial la respon­
sabilidad exclusiva de las mujeres sobre los hijos pequeños,
que es un rasgo persistente en la historia, es un factor crucial
en la opresión de éstas y su análisis.
2. Comprender las familias, sus historias, psicodiná­
mica y relaciones con otras estructuras sociales es una tarea
central de la teorización feminista.
3. Las familias son estructuras complejas, compuestas
por muchos elementos: el sistema de sexo/género, las dis­
tintas relaciones con la producción y otras estructuras socia­
les, la ideología y las relaciones de poder.
4. Las familias (al menos las formadas a lo largo de la
historia) son opresivas para las mujeres y son una fuente
primordial para el mantenimiento y repetición del género y
la identidad, y el dolor y sufrimiento endémico por ser fe­
menina.
5. Las familias, según están constituidas en la actuali­
dad, deben ser cambiadas. Como mínimo, ello requiere la

49 Lilian B. Rubin, Worlds o f Pain: Life in the Working-Class Fa­


mily, Nueva York, Basic Books, 1976, es un buen ejemplo de este plan­
teamiento.
participación igual de hombres y mujeres en el cuidado de
los hijos pequeños.
6. El género es creado por las relaciones sociales ex­
perimentadas por primera vez en la familia; no está deter­
minado sólo por la biología o limitado por ella. La hetero­
sexualidad se construye también socialmente, mediante las
relaciones en la familia. Estas relaciones también re-crean
una «norma» familiar: que las familias por definición son
«nucleares», compuestas (al menos) por una pareja hetero­
sexual.
7. Los papeles diferentes que desempeñan hombres y
mujeres tanto dentro como fuera de las familias no son na­
turales, sino que surgen y son la expresión de una compleja
serie de relaciones sociales: dominio masculino, heterose­
xualidad, sistemas económicos, estructuras legales e ideoló­
gicas y primeras experiencias infantiles y sus residuos in­
conscientes. Todas estas relaciones interactúan y se refuer­
zan mutuamente, aunque algunas puede que sean más
determinantes que otras, lo cual también puede variar con el
tiempo.
8. Nada humano permanece inalterable o es absoluta­
mente inmutable, incluido el carácter de la infancia, la se­
xualidad, la familia, la «naturaleza» humana (aunque Din­
nerstein discreparía en este punto) y las variaciones que
cada uno de ellos sufre por el género. Todo lo humano tiene
una historia social y unas raíces sociales. Hasta la biología
está mediada por las relaciones sociales o puede verse en
potencia afectada o transformada por ellas; la biología no es
sólo un hecho bruto expresado de forma inmediata o direc­
ta en la vida humana.
Una consideración cuidadosa incluso de las mejores ex­
plicaciones feministas sobre la crianza de los hijos y las re­
laciones de género, pone en evidencia que las prácticas de
crianza y los conciertos familiares no son la causa originan­
te o única de las relaciones o identidades asimétricas de gé­
nero. Un análisis de las prácticas de crianza de los hijos no
puede explicar por qué las mujeres tienen la responsabilidad
fundamental de ocuparse de los hijos, sólo algunas de las
consecuencias que se derivan de este hecho. En otras pala­
bras, las prácticas de crianza de los hijos o los convenios fa­
miliares que algunas escritoras presentan como causales
presuponen las mismas relaciones sociales que tratamos de
entender: una división de las actividades humanas basada en
el género y, por ello, la existencia de juegos de relaciones de
género construidos socialmente y el carácter sobresaliente
(peculiar y que necesita explicación) del género en sí50.
Las teorías feministas sobre la familia también dejan sin
respuesta muchas cuestiones importantes y las escritoras ci­
tadas discreparían sobre las respuestas y su significado rela­
tivo. ¿Qué motivos y necesidades sanas empujan a la gente
a las familias? ¿Cuál es el mejor modo de satisfacerlos?
¿Cómo decidimos qué constituye una necesidad «sana» o
incluso una necesidad? ¿Cómo interactúan, refuerzan y en­
tran en conflicto diferentes tipos de relaciones sociales y
cómo cuajan en estructuras sociales? ¿Cómo varía este pro­
ceso a lo largo del tiempo? ¿Cómo podemos comprender las
familias en este contexto? ¿Cómo varían por clase, raza y
periodo histórico? ¿Qué consecuencias tienen estas varia­
ciones para la psicodinámica, el género y la posición de las
mujeres? ¿Qué barreras sociales y económicas existen para
las buenas relaciones «familiares» y cómo pueden superar­
se? ¿El feminismo y la liberación de las mujeres requieren
la eliminación del género o la diferenciación de acuerdo con
el género? ¿Existen aspectos positivos en esta diferencia­
ción de género? ¿Cuáles son las consecuencias de las dife­
rentes respuestas a estas preguntas para la organización de
la vida familiar? ¿Es la «familia» como tal la que oprime a
la mujer o es la familia de dominio masculino (o capitalista)
la que la oprime? ¿Cómo serían las relaciones familiares no
opresivas? ¿Qué necesitan realmente los niños para madurar

50 Para un ejemplo de tales argumentos, cfr. Balbus, Marxism,


págs. 303-352. Balbus sigue pareciendo hallarse bajo el hechizo (meta-
teórico) de Marx en su búsqueda de una causa o un principio ordenador
que estructure toda la historia humana.
como adultos sanos? ¿Cómo pueden satisfacerse esas nece­
sidades? ¿Impone la biología algún límite a las relaciones
sociales? ¿Cómo podemos saber cuáles serían y cómo po­
drían incorporarse en una sociedad no opresiva? ¿Son Din­
nerstein y Chodorow demasiado ingenuas y optimistas acer­
ca de los beneficios y consecuencias de compartir la crian­
za de los hijos? ¿Infravaloran el grado en el que el conflicto
interno, la división y la representación de esa experiencia fí­
sica es endémico e inseparable de la «condición humana»,
sin que importe cuáles puedan ser nuestros acuerdos para la
crianza?

Re-presentación de la diferencia (sexual):


textos, cuerpos y escritura equivocados
Uno de los temas más controvertidos entre las teóricas fe­
ministas (en especial las de Estados Unidos y Francia) duran­
te los últimos cinco años, ha sido el significado y valor de la
«diferencia». El asunto es complejo y en realidad incorpora
muchas cuestiones interrelacionadas, que incluyen hasta qué
punto la sexualidad tiene carácter corporal y de género; si
hay algo característicamente «femenino» y, en ese caso,
cómo podría recobrarse, valorarse y expresarse; y qué dife­
rencias son las más significativas: las de género, las existen­
tes entre hombres y mujeres o las que se dan entre las mismas
mujeres. Las teóricas de la diferencia también se interesan
por la importancia de las relaciones preedípicas en la consti­
tución del yo (especialmente el yo de las mujeres) y los temas
de lenguaje y poder. El surgimiento de tales teorías expresa y
demuestra las distancias que las teóricas feministas han sido
capaces de interponer entre nuestros discursos y los falocén-
tricos. No obstante, estos discursos feministas también están
marcados por los efectos del género y otras relaciones de do­
minio, como las de la raza. Hay muchas huellas de estas rela­
ciones en los discursos sobre la diferencia. Las ansiedades
hacia los cuidados maternales, las diferencias, la agresión, la
raza y el poder que tiende a operar en la consciencia (e in­
consciente) de la mujer blanca occidental contemporánea se
encuentran presentes y efectivos de forma poderosa.
Las teóricas de la diferencia tienen una gran deuda y de­
pendencia con las explicaciones feministas y psicoanalistas
del desarrollo femenino. Las teóricas estadounidenses de la
diferencia tienden a basarse en el psicoanálisis de las rela­
ciones de objeto; las francesas están más influidas por La­
can51. Cualquiera que sea la forma de psicoanálisis que in­
corporen, estas teóricas recalcan el carácter central de la re­
lación entre madre e hija como fuerza fundamental y
determinante continua en la psique y actividad de las muje­
res. De hecho, en los escritos de algunas teóricas como Ci-
xous, la relación madre-hija parece sobrepasar en importan­
cia todas las demás influencias posibles, excepto la del mis­
mo sistema «simbólico».
Aunque las teóricas de la diferencia están de acuerdo
con el carácter central de las relaciones madre-hija en la
constitución de lo femenino, discrepan sobre la importancia
relativa de lo «simbólico» (sistemas de significación o re­
presentación). Un grupo de escritoras tiende a recalcar el
efecto de estos sistemas sobre las relaciones e identidades
de género (de dominio masculino); un segundo grupo hace
hincapié en los efectos de la actividad de las mujeres y la di­
visión sexual del trabajo52. Este segundo grupo se inclina a

51 Las teóricas de la diferencia difieren entre ellas, por supuesto. En


esta categoría tan amplia incluiría la obra de Luce Irigaray, Héléne Ci-
xous, Sara Ruddick, Carol Gilligan, In a Different Voice, Cambridge
Mass., Harvard University Press, 1982; Julia Kristewa, Desire in Lan-
guage, Nueva York, Columbia University Press, 1980, y The Future of
Dijference, ed. de Hester Eisenstein y Alice Jardine, Nuw Brunswick,
N.J., Rutgers University Press, 1985. Además, algunas feministas esta­
dounidenses trabajan con una estructura lacaniana. Cfr., por ejemplo, la
mayor parte de los ensayos recogidos en Charles Bemheimer y Claire
Kahane eds.), In Dora s Case: Freud-Hysteria-Feminism, Nueva York,
Columbia University Press, 1985.
52 La obra de Cixous, Irigaray y Toril Moi, Sexual Textual Politics,
Londres, Methuen, 1985, ejemplifica el primer énfasis; la de Carol Gi­
lligan, Sara Ruddick y Caroline Whitbeck, «The Maternal Instinct», en
Trebilcot, Mothering, ejemplifica el segundo.
considerar las relaciones de género y otras relaciones socia­
les, como las de clase o raza, más constitutivas de sistemas
de representación, incluidos lenguaje y filosofía, que lo
contrario. Este segundo grupo de escritoras también se cen­
tra en las prácticas maternales de las mujeres como lo que
constituye, al menos en parte, nuestro pensamiento, ética y
sentido del yo. El primer grupo recalca la primacía de la se­
xualidad (o placer) de las mujeres y su represión en la cul­
tura falocéntrica. Volveré a exponer estas diferencias des­
pués de considerar las ideas o temas compartidos por el pri­
mer grupo de escritoras.
En la siguiente exposición me centraré en las teóricas de
la diferencia que resaltan la represión del placer/sexualidad
de las mujeres como algo esencial para su represión o au­
sencia y silencio en la cultura occidental. Los intereses y
fuentes de estas escritoras se intersecan con los míos: La­
can; el posmodemismo, Derrida en especial; los efectos del
falocentrismo sobre la estructura y el contenido de la filoso­
fía occidental y Freud. El segundo modo de discurso sobre
la diferencia que se centra en las actividades y consecuen­
cias de los cuidados maternales es igualmente importante,
pero no le haré justicia aquí. Más bien empleo sus escritos
para identificar las carencias, omisiones y huecos del pri­
mer modo de discurso, en especial en lo relacionado con
cuestiones de poder, actividad práctica y los muchos otros
determinantes diferenciados (y diferenciadores) de la expe­
riencia de las mujeres.
Como hemos visto, las conexiones aparentes entre las
relaciones de género e importantes aspectos naturales de la
existencia humana, como el nacimiento, la reproducción y
la sexualidad, hacen posible a la vez una combinación de lo
natural y lo social y una distinción demasiado radical entre
ambos. Se ha reconsiderado el género (la división de las
personas y rasgos y capacidades humanos en hombre y mu­
jer) y ha permitido y entrado en la construcción de muchas
otras categorías arbitrarias y excluyentes. En la cultura occi­
dental moderna, se combina lo natural y lo social en nues­
tra comprensión de la mujer. En nuestra comprensión del
hombre, se hace una disyunción radical entre lo natural y lo
social. Las mujeres simbolizan y se identifican con el cuer­
po, la «diferencia», lo concreto. También se dice que estas
cualidades tiñen y definen las actividades más asociadas
con ellas: la crianza, los cuidados maternales, ocuparse de
los demás y relacionarse con ellos, la «conservación». Tam­
bién se dice que nuestras mentes reflejan las cualidades de
nuestras actividades y cuerpos estereotípicamente femeni­
nos. Se dice que razonamos o escribimos de forma «dife­
rente» y que tenemos «intereses» y motivos diferentes a los
de los hombres. Se dice de los hombres que tienen poderes
superiores para el razonamiento abstracto (mente), que son
los «dueños» de la naturaleza y que son más agresivos y mi­
litaristas.
Dados los pasados y presentes abusos ideológicos y po­
líticos sobre las mujeres que esas afirmaciones reflejan y
apoyan a la vez, el resurgimiento de declaraciones similares
entre las feministas acerca de la diferencia de las mujeres ha
estimulado una controversia y ansiedad enormes53. ¿Es éste
el comienzo de una transvaloración genuina de valores o
una retirada a modos tradicionales de entender el mundo?
En nuestros intentos de repensar y revalorar lo «tradicional­
mente» femenino, ¿acabaremos participando en la repeti­
ción de un «ángel» ligeramente reconcebido dentro de una
casa algo más espaciosa y placentera desde el punto de vis­
ta estético?
Las feministas embarcadas en desarrollar un discurso
sobre la diferencia de las mujeres declaran que el daño más
notable es una cooptación de sus nuevas energías liberadas
en la repetición o extensión de la casa patriarcal. Estas escri­
toras afirman que sólo la exploración y valoración de la di­
ferencia de las mujeres o una escritura genuinamente «fe­

53 Judith Stacey, «The New Conservative Feminism», Feminist Stu-


dies, 9, núm. 3 (otoño de 1983), págs. 559-583; y Domna Stanton,
«Difference on Trial: A Critique of the Maternal Metaphor in Cixous,
Irigaray and Kristeva», en The Poetics o f Gender, ed. de Nancy Miller,
Nueva York, Columbia University Press, 1986.
menina» puede proporcionar el material para un espacio
fuera de los confines de la cultura falocéntrica. Todo inten­
to de negar o reprimir aspectos de nuestra «existencia» fue­
ra del temor a la apropiación (malversación), opiniones o
poder falocráticos acabará repitiendo el odio a sí mismas, su
falta de conocimiento sobre sí mismas y la confinación, y
de ese modo seremos vencidas por nosotras mismas. Según
dos importantes escritoras francesas, Héléne Cixous y Luce
Irigaray, la diferencia de las mujeres parece existir al menos
en dos dimensiones interconectadas: la psicológica (que in­
cluye la sexualidad y posiblemente también la biología) y la
simbólica (que incluye la escritura y la filosofía). Estos te­
mas de deseo y lenguaje están necesariamente conectados
con (y en las formas feministas subvierten) las relaciones de
poder.
Según Cixous e Irigaray, existen diferencias psicológi­
cas fundamentales entre mujeres y hombres. Las primeras
están más influidas y menos aisladas de los modos de expe­
riencia preedípicos. Como Chodorow, estas escritoras de­
claran que la niña, a diferencia del niño, retiene gran parte
de su identificación y unión inicial con la madre. Debido a
que la relación preedípica entre madre e hija está menos re­
primida, los yos de las mujeres permanecen más fluidos, in-
terrelacionados y menos separados de las experiencias cor­
porales que los de los hombres. El poder continuado de lo
preedípico dentro del yo más fluido de las mujeres tiene
efectos directos sobre su sexualidad: «Ninguna mujer apila
tantas defensas contra los impulsos instintivos como los
hombres. Tú no apuntalas las cosas, no tapias las cosas del
modo que lo hace él, no te retiras del placer de forma tan
“prudente”»54. El placer o la sexualidad de la mujer es uno
de los mayores ámbitos de su diferencia. Su sexualidad
(contra Freud) nunca es verdaderamente fálica/genital.
A diferencia del placer del hombre, el de la mujer nunca se

54 Héléne Cixous, «Sorties», en Héléne Cixous y Catherine Clé-


ment, The Newly Bom Woman, Minneapolis, University of Minnesota
Press, 1986, pág. 93.
centra en un órgano o se orienta a una meta: la liberación
(de.la tensión) oigásmica. Es más bien plural: «La mujer tie­
ne órganos sexuales más o menos en todas partes [...]. La
geografía de su placer está mucho más diversificada, es más
múltiple en sus diferencias, más compleja, más sutil que lo
que se imagina comúnmente»55.
Esta sexualidad femenina fluida y sin límites no puede
conceptuarse con los parámetros masculinos. Sin embargo,
aunque «no debiera esperarse que el deseo de las mujeres
hablara el mismo lenguaje que el de los hombres», ha sido
(mal) representado dentro de los discursos (falocéntricos)
existentes. En la medida en que la mujer o su deseo existe
en estos discursos, ha sido como una otra, un espejo o «va­
lor de uso» para el hombre. Hasta sus orgasmos «son nece­
sarios como una demostración de la potencia masculina [...]
Las mujeres están allí como testigos. Se las forma para so­
meterse a una economía exclusivamente falocrática»56. Lo
que se reprime y no puede representarse en «la lógica que
ha dominado Occidente desde el tiempo de los griegos» es
la «interacción del deseo entre los cuerpos de las mujeres,
sus órganos/lenguajes»57. Como consecuencia de esta repre­
sión y falta de representación, la sexualidad de las mujeres
se convierte en el «continente oscuro» hasta para ellas mis­
mas. «A la mujer le asquea la mujer y la teme»58.
Los hombres y el discurso masculino tienen una rela­
ción ambivalente con la mujer y el continente oscuro de su
sexualidad: lo aman y temen a la vez. «Las palabras han
sido capaces de circular demasiado, de perder su informa­
ción, de despojarse de su uso. Al menos dejemos a las mu­
jeres permanecer como eran al comienzo, hablando poco

55 Luce Irigaray, «Questions», en This Sex Wich Is Not One, Ithaca,


N.Y., Comell University Press, 1985, pág. 28.
56 Ibíd., pág. 199. Sobre la mujer como espejo del hombre, véase
también Virginia Woolf, A Room of One’s Own, Harmondsworth, En-
gland, Penguin, 1963, págs. 37 y 38 [trad. esp.: Una habitación propia,
Barcelona, Seix Barral, 1992].
57 This Sex, págs. 25,196.
58 Cixous y Clément, Newly Bom Woman, pág. 68.
pero originado que lo hagan los hombres: permanecer como
guardianas debido a su misterio, a todo el lenguaje»59. La
mujer y su sexualidad siguen siendo el exterior (necesario),
la frontera que define y preserva el interior: «Una mujer
sirve (sólo) como mapa proyectivo con el fin de garantizar
la totalidad del sistema [...]. Una mujer—¿paradójicamen­
te?— serviría así en la proposición como vínculo copula­
tivo»60.
El placer femenino significa la mayor amenaza para el
discurso masculino debido precisamente a su fluidez y a su
doble papel como frontera y exterior. La mujer representa la
diferencia en un plano filosófico y psicológico/sexual. El
discurso masculino está constituido por una lógica binaria
(logocentrismo) en la que «una ley organiza lo que es pen-
sable mediante oposiciones»61. El logocentrismo está inex-
trincablemente conectado con el falocentrismo. Las oposi­
ciones binarias y asimétricas, mediante las que se estructura
este discurso, están relacionadas de algún modo con el
«par» hombre/mujer. Al «llevar a la luz el destino que le
toca a la mujer, su entierro», se revelará la verdad del dis­
curso (masculino): «El plan logocéntrico siempre ha sido,
inadmisiblemente, crear los cimientos para (establecer y
fundar) el falocentrismo, para garantizar al orden masculino
un razonamiento igual a la misma historia»62.
La lógica interna del logocentrismo es la «mismidad».
No puede existir una verdadera diferencia dentro del discur­
so masculino. El otro siempre es reducido a ser el otro del
mismo, su inferior, su reflejo, su «exceso», por ello se le si­
gue definiendo como una extensión de él. El discurso (mas­
culino) se presenta como «indiferente» desde el punto de

59 Catherine Clément, «The Guilty One», en Cixous y Clément,


Newly Bom Woman, pág.29.
* Irigaray, This Sex, págs. 108 y 109.
61 Cixous y Clément, Newly Bom Woman, pág. 67; Irigaray, This
Sex, págs. 128-130.
6* Cixous y Clément, Newly Bom Woman, págs. 64 y 65; Irigaray,
Speculum of the Other Woman, en especial págs. 13-66,203-240.
vista sexual. En esta afirmación se oculta la erradicación de
las diferencias entre los sexos en sistemas que en reali­
dad son sólo «autorrepresentaciones de un “sujeto masculi­
no”»63.
Por consiguiente, la inserción de la especificidad feme­
nina en esos discursos rebatiría la afirmación de la indife­
rencia sexual y particularizaría esos discursos como mascu­
linos. La particularidad femenina interrumpiría esos discur­
sos unitarios y sólidos. Lo mismo se fragmentaría en una
multiplicidad. El monopolio homosexual («la valoración
exclusiva de las necesidades/valores del hombre, del inter­
cambio entre hombres») que ordena toda la vida social y la
cultura sería destruido64.
Dado el poder y el carácter central atribuido a los siste­
mas (falocéntricos) de representación en la constitución del
género, la subjetividad y la cultura en su conjunto, puede
entenderse el significado que tiene para la mujer su propia
habla. Las teóricas de la diferencia rechazan la meta femi­
nista liberal de la igualdad como algo adecuado o incluso
apropiado para la emancipación de las mujeres, porque «las
mujeres simplemente “iguales” a los hombres serían “como
ellos”, y de ese modo no serían mujeres»65. En lugar de ob­
tener la igualdad con los hombres, las mujeres deben esfor­
zarse por «escribir» (de forma literal y metafórica) lo feme­
nino. Al hacerlo, «ratificarán a la mujer en algún lugar dife­
rente al silencio, el lugar reservado para ella mediante lo
simbólico»66.
Es tiempo de que las «mercancías» (las mujeres como
valor de uso para los hombres) se nieguen a ir al mercado,
mantengan «“otro” tipo de comercio entre ellas mismas»67.
Escribir lo femenino se centra con decisión en la mujer: ha­

63 Irigaray, This Sex, pág. 74; véase también Cixous y Clément,


Newly Bom Woman, págs. 70 y 71,78-83.
64 Irigaray, This Sex, pág. 171.
65 Ibíd., pág. 166.
66 Cixous y Clément, Newly Bom Woman, pág. 93.
67 Irigaray, This Sex, pág. 196.
blar de su deseo, el placer en su cuerpo y el de otras muje­
res. Esta escritura identifica la constitución y apropiación
del cuerpo de la mujer como objeto sexual para el hombre
como el elemento central de su opresión. Se entiende la he-
terosexualidad como una expresión y un factor esencial que
contribuye a la represión de su deseo. Liberado de su apro­
piación falocéntrica, el deseo plural de la mujer correrá en­
tre objetos y actividades de todo tipo: su propio cuerpo, los
hombres, las mujeres y la misma escritura.
La escritura proporciona una experiencia anticipadora
de la liberación. Resulta terapéutica al devolver a la mujer el
placer reprimido y prohibido. También ayuda a crear un es­
pacio colectivo e interpersonal en el que las mujeres puedan
por fin hablarse de ellas mismas. «Mientras no llegue, de
momento se encuentra en este otro lugar que perturba el or­
den social, cuyo deseo hace existir la ficción. No una fic­
ción antigua»”8. Como siempre han hecho los hombres, las
mujeres se apropiarán de los medios de representación para
su (representación propia. Los hombres siempre han «es­
crito desde el cuerpo», el papel del «falo» como significan­
te primordial no es accidental o arbitrario. Yuxtaponer la es­
critura femenina al discurso falocéntrico permite que se
transforme el sistema de significación y su «significado»
—el sujeto y sus modos de consciencia. Esta transforma­
ción es una consideración necesaria pero no suficiente para
un aspecto de la revolución69.
No obstante, no creo que el deseo, incluso en su forma
«femenina», pueda ser tan liberador. Estas criticas radicales
del discurso falocéntrico siguen siendo demasiado las bue­
nas hijas de sus madres. Aquí podemos hacer un útil uso del
psicoanálisis contra las (auto)presentaciones feministas.

68 Cixous y Clément, Newly Bom Woman, pág. 97.


69 Héléne Cixous y Catherine Clément, «Exchange», op. cit.,
pág. 157. Su hincapié en la libido y las cualidades revolucionarias de la
imaginación recuerdan el periodo romántico-estético de Herbert Mar-
cuse. Cfr. Herbert Marcuse, An Essay on Liberation, Boston, Beacon
Press, 1969; y TheAesíhetic Dimensión, Boston, Beacon Press, 1978.
Esta explicación de lo femenino reprime elementos del de­
seo de la mujer que suelen estar prohibidos por las madres,
así como por las culturas de dominio masculino: la agresión
a las mujeres, su deseo de separación, autonomía y dominio.
Hay demasiadas fuerzas ausentes en estas explicaciones de
las relaciones madre-hija, el deseo femenino o el «pensa­
miento maternal»: la ira de la madre, su envidia hacia la li­
bertad (potencial) de su hija, su deseo de que su hija sea la
misma y no diferente o separada de ella. Estas hijas silen­
cian la violencia psicológica, y con cierta frecuencia física,
que existe entre madres e hijas. Rara vez hablan de la nece­
sidad que la madre tiene de ellas y su consecuencia frecuen­
te: el temor por parte de la hija de que si se separa y diferen­
cia de la madre, ésta resultará herida de forma irremediable
o le hará daño o abandonará. La competencia entre las mu­
jeres y su deseo —no estar en el círculo fluido e intermina­
ble del intercambio, sino más bien ser única, la mejor o re­
conocida como otra, diferente, distinta, cerrada, sólo en sí y
para sí— permanece sin expresarse70.
El temor de la hija a la diferenciación, la separación, las
fronteras, se expresa también en la falta de discusión entre
estas teóricas de las diferencias entre las mujeres. En alguna
medida, puede ser cierto que «una larga historia ha puesto a
todas las mujeres en la misma condición sexual, social y
cultural. Sean cuales fueren las desigualdades que puedan
existir entre las mujeres, todas sufren, incluso sin darse cla­
ramente cuenta, la misma opresión, la misma explotación
de sus cuerpos, la misma negación de su deseo»71.
«Sean cuales fueren las desigualdades que puedan exis­
tir entre las mujeres»: no son tan pequeñas ni carentes de
consecuencias. Afectan a sus relaciones mutuas y nuestras
experiencias particulares de la opresión, el deseo o la mater­
nidad. Esas diferencias pueden parecer menores sólo a quie­
nes son menos desiguales que las demás.

70 Desarrollo más esta crítica en «Re-membering the Selves», Mi­


chigan Quarterly Review, 26, núm. 1 (enero de 1987), págs. 92-110.
71 Irigaray, This Sex, pág. 164.
Si escuchamos algunas voces de las mujeres de color es­
tadounidenses, por ejemplo, resultará claro que en sus me­
lodías puede haber algunos temas compartidos, pero los to­
nos son diferentes de los de muchas mujeres blancas. Las
relaciones sociales, por ejemplo, la raza, que estructura —y
se refleja en— los escritos de las mujeres de color, no pue­
de tener un significado menor en sus vidas. El significado
de las diferencias de raza es al menos tan sobresaliente en
las vidas de las mujeres de color como las de género, como
ilustra Jessie Redmond Fauset en este pasaje de su novela:
«El color, o más bien no tenerlo, le parecía a la niña el pre-
rrequisito absoluto para la vida con la que siempre soñaba.
Una podía liberarse de un sentido del deber demasiado obs­
taculizado^ podía superarse la pobreza; los médicos domi­
naban la debilidad; pero el color, la mera posesión de una
piel negra o blanca, era claramente uno de esos legados for­
tuitos de los dioses»72. A diferencia de las mujeres de color,
las blancas poseen muchas razones para reprimir el signifi­
cado que esas relaciones tienen para nosotras y las mujeres
de color. Al contrario que estas últimas, las blancas tienen
el «privilegio» de «olvidar» o no darse cuenta de las opera­
ciones de raza y muchas oportunidades sancionadas por la
sociedad para hacerlo. Entre estas razones se encuentran
nuestras complejas relaciones con los privilegios del racis­
mo, nuestra complicidad en su mantenimiento y nuestra
culpa.
Las voces de las mujeres de color también ponen en evi­
dencia que es equivocado asumir que hay o puede haber una
experiencia (o discurso) de la sexualidad femenina. La de

72 Jessie Redmond Fauset, Plum Bun: A Novel Without a Moral,


Londres, Pandora Press, 1985, pág. 54. Esta novela, publicada original­
mente en 1928, es la historia de una mujer lo bastante clara para «pa­
sar» por blanca, los beneficios y costes que descubre al hacerlo y las
dolorosas perversidades de las relaciones raciales e individuales en Es­
tados Unidos. Sobre el carácter central y la diversidad de las relaciones
raciales en las vidas de las mujeres de color, véanse también los ensa­
yos reunidos en Smith, Home Girls, Moraga y Anzaldua, This Birdge;
y Hooks, Feminist Theory.
las mujeres negras se ha representado como primitiva, po­
tente, «libre» de las limitaciones culturales y la moralidad,
en contraste con la histeria delicada y reprimida de la mujer
blanca de clase media. A su vez, esta representación se ha
utilizado para justificar y negar el abuso sexual continuado
contra las mujeres negras y la ausencia de ternura y respeto
en las relaciones con ellas. Como escribe Barbara Smith:
Tradicionalmente, las mujeres negras han sido re­
nuentes a hablar del sexo con sus hijas. «Mantén tu ves­
tido bajado y tus bragas subidas» es un sermón de esta
reticencia. Al mismo tiempo, todas las mujeres negras
han sido consideradas animales sexuales por la sociedad
en su conjunto y a veces también por los hombres ne­
gros. En un contexto tan cargado, considerar las dimen­
siones de la sexualidad lesbiana ha sido totalmente tabú.
La represión sexual, emparejada con una explotación se­
xual ostensible, ha contribuido a una compleja mezcla
psicológica. ¿Quién sabe lo que pensamos y, lo que es
más importante, lo que sentimos? Pero nos corresponde
a nosotras, con la ayuda de cada una, descubrirlo73.
Tampoco puede haber una experiencia y discurso uni­
forme de los cuidados maternales. El contexto del racismo
crea presiones definidas sobre las mujeres de color. Su
«práctica maternal» está constituida en parte por una lucha
contra las políticas de contención de la natalidad y contra
una interpretación errónea de la fuerza requerida para la su­
pervivencia pura como un matriarcado «castrante». Alice
Walker describe algunos de los dolorosos dilemas con que
se enfrentan las mujeres negras:
Las mujeres negras son llamadas, en el folclore que
tan bien identifica la posición de alguien en la sociedad,
«la muía del mundo» porque nos han acarreado los far­
73 Barbara Smith, «Introduction», en Smith, Home Girls, pág. VLV
Para un resumen histórico de la «historia sexual» de Estados Unidos y el
lugar que ocupan las mujeres negras en ella, véase Barbara Omolade,
«Hearts of Darkness», en Snitow, Stansell y Thompson, Powers ofDesire.
dos que todos los demás —todos los demás— se nega­
ban a cargar. También se nos ha llamado «matriarcas»,
«supermujeres» y «putas mezquinas y malvadas», por no
mencionar «castradoras» y «tía zafiro*». Cuando hemos
abogado por comprensión, se ha distorsionado nuestro
carácter; cuando hemos pedido sólo que se ocuparan de
nosotras, se nos han tendido apelativos vacíos de inspira­
ción, luego hemos sido golpeadas en la esquina más ale­
jada. Cuando hemos pedido amor, se nos han dado hijos.
En pocas palabras, hasta nuestros regalos más simples,
nuestros trabajos de fidelidad y amor, han sido atropella­
dos en nuestras gargantas74.
Así pues, la práctica de los cuidados maternales varía se­
gún la raza. Como madres, las mujeres de color de Occidente
se enfrentan a dilemas que no comparten con las mujeres blan­
cas. Uno de los más importantes es cómo criar hijos que pue­
dan autorrespetarse y que tengan un sentimiento de esperanza
y capacidad cuando viven en culturas que de forma rutinaria
socavan su dignidad y el sentimiento de ser una persona legí­
tima o de valor. Audíe Lorde describe algunas de las contra­
dicciones que llenan las experiencias de las madres negras:
Las mujeres negras transmitimos a nuestros hijos un
odio que abrasó nuestros propios días de juventud, espe­
rando haberles enseñado algo que puedan utilizar para
crear su propio camino nuevo y menos costoso para so­
brevivir [...]. Me senté a escuchar a mi hija hablar sobre

* En inglés, «Sapphire’s Mama». La palabra mama se emplea, en


lenguaje vulgar, para referirse a una mujer sexualmente atractiva y por
lo general madura. El zafiro es una gema azul oscuro. (N. de la T.)
74 Alice Walker, «In Search of Our Mothers’ Gardens», en In
Search of Our Mothers ’s Gardens: Womanist Prose, New York, Har-
court, Brace, Jovanovich, 1983, pág. 237. Sobre la mala interpretación
de las cualidades y experiencias de las mujeres negras, véase Bonnie
Thomton Dill, «The Dialectics of Black Womanhood», Signs, 4, núm. 3
(primavera de 1979), págs. 543-555; Michelle Wallece, Black Macho
and the Myth of the Super Woman, Nueva York, Dial, 1978; y Angela
T. Davis, Women, Race and Class, Nueva York, Random House, 1981,
en especial págs. 3-29.
el mundo retorcido en el que estaba determinada a rein­
tegrarse, a pesar de todo lo que se le había dicho, porque
considera el conocimiento de ese mundo como parte de
un arsenal que puede usar para cambiarlo por completo.
La escuché ocultando mi dolorosa necesidad de volverla
a atrapar en la telaraña de mis protecciones más peque­
ñas. Me senté observando mientras lo expresaba —lo
que realmente quería—, hiriendo poco a poco, sintiendo
su ira crecer y menguar, sintiendo su enojo levantarse
contra mí porque no podía ayudarle a hacerlo o hacerlo
en su lugar, ni me lo permitiría75.
Este dilema afecta profundamente el carácter de la
alianza y las tensiones entre madres e hijas de las familias
negras y las de otros «grupos minoritarios», del mismo
modo que la existencia del racismo afecta la necesidad y las
experiencias de las mujeres de color dentro de las familias
de modo más general. Paule Marshall escribe acerca de al­
gunas de las complejidades de las experiencias compartidas
por las familias negras:
Selina escuchaba. La voz de su madre siempre era
una extensa red lanzada que atrapaba todo lo que estaba
a su alcance. Se balanceó indefensa ahora dentro de su
dominio, amando su color brillante, amando y odiando a
la madre por el dolor de su infancia. La imagen de su pa­
dre, pavoneándose por el pueblo como un muchacho y
saltando sobre las olas en algún juego tosco, declinaba
ante la de la niñita huyendo de los fantasmas del amane­
cer con la cesta en la cabeza. Le parecía a Selina que su
padre llevaba esos días alegres en su sonrisa irresponsa­
ble, mientras que el aspecto formidable de su madre era
la culminación de todo lo que había sufrido [...], le ate­
morizaba en su interior el pensamiento de esos recuerdos
siempre enfrentándose dentro de la madre. Tenía miedo

75 Audre Lorde, «Eye to eye», en Sister Outsider, pág. 158; véase


también Bemice Johnson Reagon, «My Black Mothers and Sisters or
on Beginning a Cultural Autobiography», Feminist Studies, 8, núm. 1
(primavera de 1982), págs. 81-96.
de que la vencieran pronto y acabaran matándola, y de
quedarse sin ella. Entonces el mundo se derrumbaría,
porque, a pesar de todo, ¿no era la madre su único sos­
ten?76.
Al considerar la diferencia, las mujeres blancas deber
reconocer y enfrentar la importancia de la oposición ne­
gro/blanco que ha estructurado de forma tan profunda la
historia de Occidente y, mediante la colonización, la del res­
to del mundo. Las mujeres (de color y blancas) no pueden
estar exentas de las muchas consecuencias sutiles y no suti­
les de esta oposición binaria y asimétrica. Las mujeres blan­
cas no pueden entrar en un discurso significativo si perma­
nece excluida la «diferencia» de las mujeres de color, cual­
quiera que ésta sea. ¿Por qué iban a escuchamos las mujeres
de color cuando las mismas categorías de nuestra escritura
prohíbe que se nombren esas diferencias77?

76 Paule Marshall, Brown Girl, Bwwnstones, Oíd Westbury, Conn.,


Feminist Press, 1981, pág. 46. Véase también Lorde, «Eye to eye»,
op. cit., y Gloria I. Joseph y Jill Lewis, Common Differences, Garden
City, N.Y., Doubleday, 1981, págs. 75-126.
77 Sobre las barreras y costes de «las diferencias no expresadas»,
véase Maxine Baca Zinn, Lynn Weber Cannon, Elizabeth Higginbot-
ham y Bonnie Thomton Dill, «The Cost of Exclusionary Practices in
Women’s Studies», Signs, 11, núm. 2 (enero de 1986), págs. 290-303;
Marie C. Lugones y Elizabeth V Spelman, «Have We Got a Theory
for You! Feminist Theory, Cultural Imperialism and the Demand for
the Woman’s Voice», in Women and Valúes, ed. de Marilyn Pearsall,
Belmont, Calif., Wadsworth, 1986; Palmer, «White Women/Black
Women»; Audre Lorde, «Age, Race, Sex and Class», en Lorde, Sister
Outsider; y Margaret A. Simons, «Racism and Feminism: A Schism
in the Sisterhood», Feminist Studies, 5, núm. 2 (verano de 1979), pági­
nas 384-401. Sin embargo, no creo que la solución a estas prácticas ex-
cluyentes sea, como Donna Haraway manifiesta en «A Manifestó for
Cyborgs», Socialist Review, 80 (1983), págs. 65-107, crear una mítica
«mujer lo más oprimida posible» (del Tercer Mundo, que trabaja en una
fábrica de una compañía multinacional en un estado represivo y pobre)
y hacerla representar a la mujer como tal. Esta táctica da como resulta­
do la objetivación de las experiencias increíblemente diversas de las
mujeres de color y, en consecuencia, recrea su ausencia de la teoría fe­
minista como seres concretos.
La categoría de «discurso» o de lo simbólico parece tan
problemática y homogeneizada como la de «mujer» o lo fe­
menino. Resulta irónico para un discurso que recalca tanto
la multiplicidad, que dentro de uno de sus conceptos centra­
les —lo simbólico— se pleguen actividades y organizacio­
nes tan variadas como el estado, el derecho, la producción
de bienes, la televisión y los anuncios, y los textos literarios.
Todas estas actividades y organizaciones dispares son trata­
das como «lo mismo» (es decir, como sistemas de significa­
do o representación). Se dice que hay una lógica común que
gobierna a todas. Una consecuencia de este planteamiento
unitario es que se tratan campos muy diferentes como si
fueran isomórficos. El desplazamiento de la «autoridad» del
autor de un texto se vuelve tan «revolucionario» como de­
rrocar la autoridad de un estado o ley. Escribir crítica litera­
ria se convierte en equivalente de cualquier otra actividad en
el ámbito simbólico, por ejemplo, la acción política. Por
consiguiente, la crítica literaria puede efectuar afirmaciones
como la siguiente: «En gran medida como cualquier otra
crítica radical, la crítica feminista puede considerarse el pro­
ducto de una lucha cuyo principal interés es el cambio polí­
tico y social; su papel específico es extender esa acción po­
lítica general al dominio cultural. Esta batalla cultural/polí­
tica tiene necesariamente dos flancos; debe trabajar para
hacer realidad su objetivo mediante cambios institucionales
y a través de la mediación de la crítica literaria»78. Como re­
vela esta cita, un problema que existe en este pensamiento
unitario es que los textos, los signos o la significación tien­
den a cobrar vida propia o a convertirse en el mundo. Pron­
to parece que «nada» existe fuera de un texto; todo es un co­
mentario o un desplazamiento de otro texto, como si la acti­
vidad humana modal fuera crítica literaria o escritura. Este
planteamiento oscurece la proyección de su actividad propia
en el mundo y niega la existencia de la variedad de prácticas
sociales concretas que entran en la constitución del lengua­

78 Moi, Sexual Textual Politics, pág. 23.


je en sí y lo reflejan. El hecho de que una variedad de acti­
vidades puedan o deban ser representadas en la consciencia
no las iguala a todas ni implica que el modo «mejor» de
analizarlas sea en términos de esa representación.
La falta de atención a las relaciones sociales concretas y
las diferencias cualitativas que existen entre ellas, como la
distribución del poder, da como resultado, como en la obra
de Lacan, el oscurecimiento de las relaciones de domina­
ción, incluidas las que se dan entre las mujeres, como las de
raza. Tratadas de este modo, las relaciones de dominación
tienden a adquirir un aura de inevitabilidad o a equipararse
con el lenguaje como tal. La atención pasa de las muchas y
variadas fuentes de la opresión de las mujeres a «si pode­
mos o no escapar realmente de la estructuración impuesta
por el lenguaje»79.
El discurso se convierte en un sistema cerrado en el que
la escritora se vuelve una prisionera de las oposiciones que
intenta deconstruir. Por ejemplo, gran parte de lo que se ha
escrito sobre la diferencia parece asumir y perpetuar una
disyunción radical e incluso ontológica más que una dis­
yunción construida por la sociedad entre signo/mente/mas­
culino y cuerpo/naturaleza/femenino. La prescripción de al­
gunas feministas para recobrar (o restituir) la experiencia fe­
menina —«escribir desde el cuerpo»— parece problemáti­
ca sin asumir y sostener este tipo de disyunción (cartesiana).
Sin ella, ¿cómo podría ser emancipador el deseo femenino o
existir «fuera» o perturbar el discurso y la cultura falocéntri-
cos? No obstante, puesto que se dice del cuerpo (preedípi-
co) que es presocial y prelingüístico, ¿qué podría decir éste
a los sujetos hablantes ya formados por los sistemas existen­
tes de significación? El punto final de esta lógica parece ser
que la mujer como tal sería consignada una vez más al silen­
cio. Dentro de las fronteras de esta práctica discursiva, qui­
zás Lacan es más honesto que sus críticas y apropiadoras fe­
ministas.

79 Elaine Marks e Isabelle de Courtivron, «Introductions», en New


French Feminisms, pág. 4.
P risioneras del género : ambivalencia y ansiedad
EN LA TEORÍA FEMINISTA

Todos los relatos presentados como explicaciones de las


relaciones de género pueden ser más o menos importantes,
estar interrelacionados o constituidos en parte por concier­
tos de género en un contexto particular. Como en toda for­
ma de análisis social, el estudio de las relaciones de género
reflejará por necesidad las prácticas sociales que intenta
comprender.
Desde una perspectiva psicoanalítica, las tensiones y re­
presiones que se suelen encontrar dentro de las identidades
femeninas parecen reflejarse y representarse también en el
discurso feminista. Éste está marcado por la ambivalencia,
las omisiones y los huecos. Bajo estos huecos y motivándo­
los en parte, hay sentimientos contradictorios sobre la se­
xualidad, la maternidad y la autonomía, que entran en la es­
tructura del discurso feminista en sus formas presentes. La
ansiedad y la necesidad de desprendemos de nuestras pro­
pias ambivalencias o negarlas se revelan en el planteamien­
to de concepciones, de tal modo que sólo una perspectiva
pueda ser «correcta» o propiamente feminista. Esta intole­
rancia y el deseo de un cierre prematuro también indican la
incrustación de las teóricas feministas en los mismos proce­
sos sociales y estructuras psicológicas que tratamos de criti­
car y nuestra necesidad de una autorreflexión teórica más
sistemática y autoconsciente.
Tal como se practica hoy la teorización feminista, pare­
ce que perdemos de vista la posibilidad de que cada una de
nuestras concepciones de una práctica pueda captar un as­
pecto de un conjunto de relaciones sociales más complejo y
contradictorio. Enfrentadas a relaciones complejas y cam­
biantes, tratamos de reducirlas a todos simples, unificados e
indiferenciados. Buscamos el cierre o la respuesta correcta
o el «motor» de la historia del dominio masculino. La com­
plejidad de nuestras cuestiones y la variedad de enfoques se
toman como signos de debilidad o fracaso para cumplir con
las restricciones de las teorías preexistentes, en lugar de
considerarlos síntomas de la permeabilidad y omnipresen-
cia de las relaciones de género y la necesidad de nuevos ti­
pos de teorización.
Algunas de estas jugadas reductoras u opositoras se han
hecho evidentes al yuxtaponer la variedad de relatos sobre
las relaciones de género. Entre ellas incluiría los siguientes:
la reducción de la «encamación» a una glorificación de los
aspectos definidamente femeninos de nuestra anatomía80.
Esta reducción limita una consideración de las muchas otras
formas en las que experimentamos nuestra encamación (por
ejemplo, los múltiples placeres no sexualizados o los proce­
sos de vejez o dolor). También repite la identificación mu­
jer y cuerpo, como si los hombres no lo tuvieran también.
De modo alternativo, existe una tendencia a negar, o dese­
char simplemente, la significación de la experiencia corpo­
ral dentro de las vidas de hombres y mujeres, y a reducirla a
un subconjunto de «relaciones de producción» o reproduc­
ción.
Dentro del discurso feminista, las mujeres a veces pare­
cen ser las únicas que «soportan» encamación y diferencia.
Así, consideramos los argumentos de quienes se denominan
a sí mismas feministas por la necesidad de preservar una di­
visión del trabajo basada en el género como la última barre­
ra contra el poder del estado despersonalizador y atomizan­
te. En estos argumentos, la familia se plantea como un reino
íntimo y afectivo de relaciones humanas, de lazos de paren­
tesco, sobre todo entre madres, hijos y parientes femeninos.
Esta «familia» se opone a los reinos impersonales del esta­
do y el trabajo (los mundos de los hombres)81. O, a veces,
las feministas sólo niegan que haya alguna diferencia signi­
ficante entre hombres y mujeres o que, en la medida en que

80 La obra de Cixous e Irigaray parece ejemplificar esta tendencia


y sus problemas.
81 Elshtain presenta estos argumentos en Public Man, cap. 6, y en
su Introducción a Elshtain, The Family in Political Thought.
tales diferencias existan, la mujer debe parecerse más al
hombre o participar en sus actividades. O se entiende la fa­
milia sólo como el lugar de la batalla del género y la «repro­
ducción» de las personas, una economía política en minia­
tura con su propia división del trabajo, fuente de excedentes
(el trabajo de la mujer) y producto (los hijos y trabajadores).
Las complejas fantasías, deseos y experiencias conflictivas
que las mujeres asocian con la familia y el hogar suelen que­
dar sin expresión ni reconocimiento82. Al carecer de este au­
toanálisis, les resulta difícil a las feministas reconocer algu­
nos de los orígenes de nuestras diferencias o aceptar que no
todas compartimos el mismo pasado o las mismas necesida­
des en el presente83.
La sexualidad femenina se reduce a veces a una expre­
sión del dominio masculino, como cuando MacKinnon de­
clara que «la socialización de género es el proceso median­
te el cual las mujeres acaban identificándose como seres se­
xuales, como seres que existen para los hombres»84. Entre
muchos otros problemas, esta definición deja sin explicar
cómo las mujeres podrían sentir deseo por otra mujer y la
amplia variedad de experiencias sensuales distintas que de­
claran tener: por ejemplo, en la masturbación, al dar de ma­
mar o en el juego con los hijos. O se dice que la «esencia»
de la sexualidad femenina tiene su origen en los lazos pri­
marios cuasi biológicos entre madre e hija85.
Se dice de nuestras fantasías y mundos internos que sólo
tienen expresión en símbolos, no en relaciones sociales rea­

82 Stacey, «The New Conservative Feminism», proporciona una ex­


posición acertada de los planteamientos feministas sobre a familia, a
menudo confusos.
83 Como señala Smith en su introducción a Home Girls.
84 Catherine Mackinnon, «Feminism, Marxism, Method and the
State: An Agenda for Theory», Signs, 1, núm. 3 (primavera de 19829,
pág. 531.
85 Cfr. la obra de Cixous; también Adrienne Rich, «Compulsory
Heterosexuality and Lesbian Existence», Signs, 5, núm. 4 (verano de
1980), págs. 515-544. Stanton proporciona una aguda crítica de las
asunciones ontológicas y esencialistas de estas escritoras.
les, como cuando, por ejemplo, Iris \bung declara que la di­
ferenciación de género como «categoría» sólo hace referen­
cia a «ideas, símbolos y formas de la consciencia»86. En esta
posición, la fantasía, nuestros mundos interiores y la sexua­
lidad pueden estructurar las relaciones «íntimas» entre los
hombres y las mujeres en sus casas, pero rara vez se consi­
dera que entren en la estructura del trabajo y el estado y los
moldeen. Así, la teoría feminista recrea su propia versión de
la división «público/privado». De forma alternativa, como
en algunas explicaciones feministas radicales, se presentan
los impulsos «innatos» masculinos, en especial la agresión
y la necesidad de dominar a los demás, como el «motor», la
sustancia y la teología de la historia87.
Las teóricas feministas han perfilado muchas de las formas
en que los cuidados maternales moldean la conciencia femeni­
na, pero solemos seguir considerando «los cuidados paterna­
les» como algo en cierto modo extrínseco a la conciencia de
hombres e hijos88. La importancia de los modos de crianza
para la posición de las mujeres y el sentido del yo de hombres
y mujeres es recalcado por estas teóricas; no obstante, segui­
mos escribiendo una teoría social en la que se da por sentado
que todos somos adultos. Por ejemplo, dos recientes recopila­
ciones de teoría feminista centrada en los cuidados maternales
y la familia, casi no contienen exposiciones de los hijos como
seres humanos concretos o los cuidados maternales como una
relación entre personas89. La «persona» característica sigue pa­
86 Iris Young, «Is Male Gender Identity the Cause of Male Domi-
nation?» en Trebicot, Mothering, pág. 140. En este ensayo, Young repi­
te la división que Mitchell plantea en Psychoanalysis and Feminism en­
tre parentesco/género/superestructura y clase/producción/base.
87 Como en Shulamith Firestone, The Dialectic of Sex, Nueva York,
Bantam, 1970 [trad. esp.: La dialéctica del sexo: en defensa de la revo­
lución feminista, Barcelona, Kairós, 1976]; MacKinnon, «Feminism»;
y Dworkin, Woman Hating.
88 Sobre este punto, véase en ensayo de Nancy Chodorow y Susan
Contratto, «The Fantasy of the Perfect Mother», en Rethinking the Fa­
mily, ed. de Barrie Thome con Marilyn Yalom, Nueva York, Longman,
1983.
89 Trebilcot, Mothering, y Thome y Yalom, Rethinking the Family.
reciendo ser en esta teoría un individuo adulto autosuficiente.
Nuestra educación como mujeres en esta cultura nos
alienta con frecuencia a negar todas las sutiles formas de
agresión que el hecho de estar en íntima relación con otros
puede evocar y suponer. Gran parte de la exposición de los
cuidados maternales y lo que se considera característica­
mente femenino tiende a evitar discutir la ira y agresión de
las mujeres, cómo las interiorizamos y representamos sobre
nuestros hijos y nuestros yos internos. Puede que las muje­
res no sean menos agresivas que los hombres. Quizás expre­
semos nuestra agresión de modos diferentes y en parte
disfrazados o negados, pero igualmente sancionados por la
cultura. A veces las teóricas feministas también tienden a
oponer «autonomía» y «estar en relación». No consideran
que, para los adultos, las formas de estar en relación pueden
ser claustrofóbicas si no tienen autonomía, y ésta sin estar
en relación puede degenerar fácilmente en dominio.
Al insistir en la existencia y la fuerza de esas relaciones
de dominio, no debemos caer en el punto de vista de la víc­
tima: es decir, hemos de evitar considerar a las mujeres como
seres totalmente inocentes que obran en consecuencia90. Esta
perspectiva nos impide considerar los ámbitos de la vida en
los que las mujeres han actuado, no están totalmente deter­
minadas por la voluntad del otro y los modos por los que al­
gunas mujeres tienen poder sobre los otros y lo ejercen (por
ejemplo, los privilegios diferenciales de raza, clase, preferen­
cia sexual, edad y situación en el sistema mundial)91.

90 Considero el ensayo de Mackinnon, «Feminism», un ejemplo de


este punto de vista. Véase también Jeffner Alien, «Motherhood: The
Annihilation of Women», en Trebilcot, Mothering.
91 Entre las fuentes recientes más importantes de esta obra se inclu­
yen Haleh Afshar (ed.), Women, State and Ideology: Studiesfrom Afri­
ca and Asia, Albany, State University of New York Press, 1987; Paula
S. Rothenberg (ed.), Racism and Sexism: An Integrated Study, Nueva
York, St. Martin’s Press, 1988; Janet Henshall Momsen y Janet Town-
send, Geography of Gender in the Third World, Albany, State University
of New York Press, 1987; y Johnnetta B. Colé (ed.), All American Wo­
men: Lines that Divide, lies that Bind, Nueva York, Free Press, 1986).
Algunos de los problemas de la teoría feminista reflejan
—y se originan en— las dificultades que tenemos para pen­
sar de forma relacional sobre el género, así como en los mo­
dos en que pensamos o no lo hacemos acerca del pensa­
miento en sí. Las dificultades del pensamiento tienen raíces
sociales, que incluyen la existencia de relaciones de domi­
nación, así como las consecuencias psicológicas de nuestros
modos actuales de criar a los hijos. Para que el dominio se
sostenga es preciso negar la interrelación e interdependen­
cia de un grupo y otro. Pueden investigarse las conexiones
sólo hasta que comienzan a ser peligrosas desde la perspec­
tiva política. Por ejemplo, pocas feministas han explorado
cómo nuestra comprensión de las relaciones de género, el
yo y la teoría está constituida en parte mediante la experien­
cia de vivir en una cultura en la que las relaciones asimétri­
cas de raza son un principio organizativo central de la socie­
dad92. Las relaciones de dominación se transforman en pro­
hibición mediante el pensamiento.
La empresa de la teoría feminista está cargada de tenta­
ciones y trampas. Puesto que como mujeres hemos sido par­
te de todas las sociedades, nuestro pensamiento no puede
estar libre de los modos de autocompresión de las culturas
en las que vivimos. Nosotras, como los hombres, interiori­
zamos las concepciones de género dominantes de masculi-
nidad y feminidad. A menos que lo consideremos una rela­
ción social, y no un conjunto de seres opuestos y diferentes
por naturaleza, no seremos capaces de identificar de lleno la
parte de hombres y mujeres en las sociedades particulares y
cómo nos afectan.
Las teóricas feministas siguen enfrentándose a una cuá­
druple tarea: necesitamos 1) expresar los puntos de vista fe­
ministas sobre los mundos sociales en los que vivimos y

92 Entre las excepciones de falta de autorreflexión de las mujeres


blancas sobre la importancia de la raza se encuentra Palmer, «White
Women/Black Women»; véanse también los diálogos entre Joseph y
Lewis, Common Differences; y Lugones y Spelman, «Have We Got a
Theory for You!»
dentro de ellos; 2) pensar cómo nos afectan estos mundos;
3) pensar de qué modo puede nuestro pensamiento sobre
ellos estar implicado en las relaciones de poder/conocimien­
to existentes y 4) pensar también sobre los modos en los que
estos mundos deben y pueden ser transformados.
Seguimos necesitando investigar todos los aspectos de
una sociedad para hallar las expresiones y consecuencias de
las relaciones de dominio. Esta exploración está lejos de ha­
berse completado; hemos identificado sólo las manifesta­
ciones menos sutiles del falocentrismo. Puesto que queda
tanto por conocer acerca de la constitución y efectos de las
relaciones de género, debemos asumir primero que estas re­
laciones son sociales, esto es, que no son el resultado de la
posesión diferenciada de propiedades naturales o desiguales
entre las personas, hasta que se acumulen pruebas de lo con­
trario.
También debemos recobrar y explorar los aspectos de
las relaciones sociales que han sido suprimidos, no se han
expresado o se han negado dentro de los puntos de vista de
los dominadores (masculinos). Necesitamos recobrar y es­
cribir las historias de las mujeres y nuestras actividades en
las explicaciones y relatos que las culturas cuentan sobre sí
mismas. No obstante, también necesitamos pensar sobre
cómo las llamadas actividades «de mujeres» están constitui­
das en parte por su situación dentro de la telaraña de las re­
laciones sociales que construye toda «sociedad». Necesita­
mos conocer de qué modo están afectadas y también afectan
o hacen posibles o compensan las consecuencias de las acti­
vidades «masculinas» y también su implicación en las rela­
ciones de clase o raza.
Las teóricas feministas han hecho descubrimientos
innovadores y han prendido una nueva luz en el continente
oscuro de las vidas de las mujeres. También hemos comen­
zado la tarea de investigar los efectos de las relaciones de
género y el dominio masculino a lo laigo de las historias y
las culturas. No obstante, estos mismos discursos son nece­
sariamente limitados. Demasiadas teóricas blancas han pa­
sado por alto o marginado las voces de las mujeres de color
en Occidente y a lo largo del mundo. Como Foucault, no
creo que tales omisiones sean accidentales, innecesarias o
no estén relacionadas con el carácter del «conjunto»93.
Como veremos en la exposición de la categoría de «madre»
o «mujer», la consideración disciplinada de la multiplicidad
de experiencias de mujeres o madres concretas destruye la
representación unitaria o la pretensión de verdad de la voz
(dominante).
Por consiguiente, sostendría, a pesar de una incompren­
sible atracción por el mundo (aparentemente) lógico y orde­
nado de la Ilustración, que la teoría feminista pertenece con
mayor propiedad al terreno de la filosofía posmodema. Las
nociones feministas del yo, el conocimiento y la verdad
contradicen demasiado a las ilustradas para ser contenidas
dentro de sus categorías. La(s) vía(s) del futuro feminista no
puede(n) consistir en revivir o apropiarse los conceptos ilus­
trados sobre la persona o el conocimiento. Nuestras vidas y
alianzas están con quienes quieren descentrar más el mun­
do, aunque, como veremos en el capítulo sexto, las feminis­
tas y los psicoanalistas deben mostrarse suspicaces ante sus
motivos y visiones también. Las teóricas feministas, como
otros posmodemos, deben alentamos a tolerar, invitar e in­
terpretar la ambivalencia, ambigüedad y multiplicidad, así
como a exponer las raíces de nuestras necesidades de impo­
ner orden y estructura, sin que importe lo arbitrarias y opre­
sivas que sean. Si hacemos bien nuestra labor, la «realidad»
aparecerá aún más inestable, compleja y desordenada que
ahora. En este sentido, quizás estaba en lo cierto Freud
cuando declaró que las mujeres eran las enemigas de la ci­
vilización94.

93 Michel Foucault, Power/Knowledge, ed. de Colin Gordon, Nue­


va York, Random House, 1981, págs. 109-133.
94 Sigmund Freud, Civilization and Its Discontents, Nueva York, W.
W. Norton, 1961, págs. 50 y 51.
C uarta parte

Cuestionamiento del conocimiento


El posmodemismo
El pensamiento en fragmentos

Nadie sabe quién vivirá en esta jaula en el futuro o si


al final de este tremendo desarrollo surgirán profetas
completamente nuevos, o habrá un gran renacimiento de
viejas ideas e ideales, o tampoco si habrá una petrifica­
ción mecanizada, embellecida con una especie de au-
toimportancia convulsiva. Porque del último estadio de
este desarrollo cultural, se podría decir ciertamente:
«Especialistas sin espíritu, sensualistas sin corazón; esta
nulidad imagina que ha alcanzado un grado de civiliza­
ción nunca antes logrado».
M ax W eber ,
La ética protestante y el espíritu del capitalismo
Pero el talento pierde su significación tan pronto
como el poder cesa de obedecer las reglas y elige en su
lugar la apropiación directa. Entonces se interrumpe el
medio tradicional de la inteligencia burguesa, que es la
discusión. Los individuos ya no pueden hablarse y sa­
ber: por lo tanto, apuestan por una institución seria y res­
ponsable que requiere la aplicación de toda la fuerza dis­
ponible para asegurar que no haya una conversación
propia y al mismo tiempo tampoco silencio.
M a x H o rk h eim er y T h e o d o r A d o r n o ,
La dialéctica de la Ilustración
Nos preguntamos por el significado de una necesi­
dad: la necesidad de albergarse dentro de la conceptua­
ro n tradicional para destruirla [...] ¿esconde algún re­
curso indestructible e imprevisible del logos griego?
¿Algún poder de desarrollo ilimitado por el cual aquel
que intente repelerlo sería también ya atajado?
Jacques D errida ,
«Violencia y Metafísica»

F ragmentos

Al igual que la categoría «teoría feminista», «filosofía


posmodema» no corresponde a ningún discurso real o uni­
ficado. Las personas y los modos de pensamiento reunidos
bajo la categoría de posmodemismo son bastante heterogé­
neos en cuanto a la voz, el estilo, el contenido y los intere­
ses. Jacques Derrida, Richard Rorty, Jean-Frangois Lyotard
y Michel Foucault son cuatro escritores particularmente in­
fluyentes asociados con el posmodemismo. No obstante, di­
fiere el enfoque y la importancia que asignan a ciertos te­
mas. Derrida se ocupa en especial de cuestiones ontológicas
que incluyen la «tergiversación» del ser, la «escritura» y la
«tiranía de la metafísica». A Rorty le interesa la epistemolo­
gía y la historia de la filosofía, en particular las prácticas y
conceptos tradicionales de filosofía y verdad, y sus alterna­
tivas. Lyotard y Foucault se centran en las relaciones entre
verdad, poder, legitimación y «sujeto». Al hablar de «pos­
modemismo», corro el riesgo de violar algunos de sus valo­
res centrales: heterogeneidad, multiplicidad y diferencia.
Sin embargo, los posmodemos declaran que la naturaleza
«ficticia» y no unitaria de los conceptos no tiene que negar
su significado o utilidad. Por ello, asumiré que es posible
hablar de «posmodemismo». Aunque su interior es variado,
los discursos posmodemos están unificados en la identifi­
cación de ciertos temas de conversación como los más apro­
piados y necesarios para «nuestro» tiempo. Son los siguien­
tes: 1) la cultura occidental contemporánea (su naturaleza y
los mejores modos de comprenderla); 2) el conocimiento
(qué es, quién o qué lo construye o genera y sus relaciones
con el poder; 3) la filosofía (sus crisis e historia, cómo de­
ben entenderse ambas y cómo deben practicarse, en caso de
que se pueda; 4) el poder (si existe, dónde y cómo se man­
tiene y puede superarse); 5) la subjetividad y el yo (cómo se
han formado nuestros conceptos y experiencias sobre ellos
y qué significan o pueden significar, si es que significan
algo); y 6) la diferencia (cómo conceptuarla, preservarla o
rescatarla. Los posmodemos también coinciden en su re­
chazo de ciertas posiciones. Todos repudian los conceptos
racionales figurativos y objetivos de conocimiento y ver­
dad; la teorización grandiosa y sintética que pretende com­
prender la Realidad como un todo unificado; y todo concep­
to del yo o la subjetividad en los que no se entiendan como
productos y efectos de las prácticas discursivas.
Además, los posmodemos comparten una estructura co­
mún dentro de la que intentan conceptuar la cultura occi­
dental contemporánea. Todos la definen por su batalla con­
tra el modernismoK Mi desacuerdo y desilusión principales

1 Estoy en deuda con los ensayos siguientes, que clarifican las rela­
ciones entre posmodemismo, modernismo y la «crisis» de la filosofía:
Richard J. Bemstein, «Introducción» a Habermas and Modemity, ed.
de Richard J. Bemstein, Cambridge, Mass., MIT Press, 1985; Kenneth
Bayes, James Bohman y Thomas McCarthy, «General Introduction»,
en After Philosophy: End or Transformation, ed de Kenneth Baynes, Ja­
mes Bohman y Thomas McCarthy, Cambridge, Mass., MIT Press,
1978; Alice A. Jardine, Gynesis: Conjigurations of Women and Moder-
nity, Ithaca, N.Y., Comell University Press, 1985; Jonathan Culler, On
Deconstruction: Theory and Criticism After Structuralism, Ithaca, N.Y.,
Comell University Press, 1982 [trad. esp.: Sobre la deconstrucción,
Madrid, Cátedra, 1984]; Andreas Huyssen, «Mapping the Postmo-
dem», en The Crisis of Modemity: Recent Critical Theories of Culture
and Society in the United States and West Germany, ed. de Gunter H.
Lenz y Kurt L. Shell, Boulder, Colo., Westview Press, 1986; Samuel
Weber, «Demarcations: Decontructions, Institutionalization and Ambi-
valence», en Lenz y Shell, Crisis of Modemity, John Rajman, Michell
Foucault: The Freedom of Philosophy, Nueva York, Columbia Univer­
sity Press, 1985; Jonathan Arac, «Introduction» en Postmodemism and
Politics, ed. de Jonathan Arac, Minneapolis, University of Minnesota
Press, 1986; David Hoy, «Jacques Derrida», en The Retum of Grand
con el pensamiento posmodemo es que esa lucha, y por
consiguiente su entendimiento de la cultura occidental con­
temporánea, se (re)sitúa y entiende sobre todo como si estu­
viera dándose dentro de la historia de lafilosofía occidental.
El discurso posmodemo está constituido por una serie de
tentativas para cerrar las puertas o los caminos de regreso a
los modos de pensamiento o promesas de felicidad ilustra­
dos. Esto es precisamente lo que encuentro más valioso y
problemático. A diferencia de la obra de otros críticos radi­
cales como Habermas o Marcuse, los posmodemos cuestio­
nan si es necesario y deseable completar el «proyecto de
modernidad» o hacer efectivas las promesas «emancipado­
ras» de la cultura burguesa/ilustración2. Al rechazar la pers­
pectiva teológica de la historia implícita en tales afirmacio­
nes, los posmodemos nos animan a crear modos de pensa­
miento y práctica alternativos, fuera del imperativo de este
proyecto. La ruptura de la equiparación de modernidad,
ilustración y emancipación abre un espacio para explorar el
«lado oscuro» de la razón y la modernidad con mayor pro­
fundidad de lo que fueron capaces Horkheimer y Adorno3.
Los posmodemos van más allá de su crítica para poner en

Theory in the Human Sciences, ed. de Quentin Skinner, Nueva York,


Oxford University Press, 1985; Mark Philp, «Michel Foucault», en
Skinner, The Retum; Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel Fou­
cault: Beyond Structuralism and Hermeneutics, 2a ed., Chicago, Uni­
versity of Chicago Press, 1982; y Vincent Descombres, Modem French
Philosophy, Nueva York, Cambridge University Press, 1980.
2 Si se buscan argumentos sobre la necesidad de proteger, redimir o
cumplir las promesas de la Ilustración y la modernidad, véanse Jürgen
Habermas, «Neo-Conservative Culture Criticism in the United States
and West Germany: An Intellectual Movement in Two Political Cultu­
res» y «Questions and Counterquestions», ambos en Bemstein, Haber-
mas and Modemity; Herbert Marcuse, «On Hedonism», en Negations,
Boston, Beacon Press, 1968; y también Martin Jay, «Habermas and
Modemism», en Bemstein, Habermas and Modemity.
3 De forma más notable en Max Horkheimer y Theodor Adorno,
The Dialectic of Enlightenment, trad. de John Cumming, Nueva York,
Herder and Herder, 1972; pero véase también Max Horkheimer, Criti­
que of Instrumental Reason, Nueva York, Seabury, 1974.
duda las ideas de que la razón sea el terreno necesario para
la filosofía o la libertad y que surgirá una cultura emancipa­
dora si —o cuando— los aspectos «negativos» de la moder­
nidad (o «modernización», según los términos de Haber-
mas) pueden ser «Aufheben». Para los abogados de la mo­
dernidad, los posmodemos dicen que necesitamos «algo
más». Pero no está claro lo que pueda ser, ni en la filosofía
ni en la práctica. Esta «carencia» es una de las razones por
las que el posmodemismo tiene más éxito como una crítica
de la filosofía y la modernidad que como una teoría de lo
posmodemo como tal.
El posmodemismo es una valiosa forma de disciplina
que los filósofos se autoimponen. Los posmodemos gene­
ran advertencias y limitaciones intradiscursos: no, eso no se
puede hacer. Esa vía refuta la ampulosidad, la ilusión, la ti­
ranía seductora de la metafísica, lo verdadero y lo real. Tam­
bién expresa, refleja y ejemplifica un cambio tardío en la
conciencia filosófica y algunas de sus paradojas y limitacio­
nes. Constituye una respuesta a los cambios fundamentales
de la cultura occidental y las consecuencias epistemológicas
y sociopolíticas de esas transformaciones. En el ámbito del
saber, el posmodemismo representa los intentos filosóficos
de adaptarse al desplazamiento de la filosofía de toda rela­
ción privilegiada con la verdad y el conocimiento. Desde el
siglo xvn, la filosofía de la cultura occidental se ha visto
desplazada de forma gradual de su posición de enunciadora,
representante o garante de la verdad, primero por las cien­
cias naturales y luego por las denominadas ciencias «huma­
nas». A pesar de las escaramuzas de retaguardia que pueden
encontrarse en la «filosofía de la ciencia» o los intentos de
los positivistas lógicos por convertir en ciencia la filosofía,
nadie, a excepción de unos cuantos filósofos, presta una
atención real a los juicios epistemológicos de éstos. Quizás
puedan evaluar si ciertas «pretensiones de verdad» son «de
garantía», pero quienes ejercen las supuestas prácticas pro­
blemáticas continúan, en general, sin preocuparse ni sentir­
se afectados por los juicios que vierten sobre ellos los filó­
sofos. Los científicos no concederían a la filosofía un lugar
como «la reina de las ciencias», ni tampoco acudirían a ella
para lograr una comprensión más precisa de su propia «ló­
gica de descubrimiento».
Los repetidos ataques de los filósofos contra el psicoa­
nálisis o la «razón técnica» son en parte batallas por territo­
rio y dominio4. A pesar de sus afirmaciones, los posmoder­
nos no están dispuestos a abandonar este campo. Aunque
Platón consideraba la poesía y la tragedia sus rivales en la
representación de la verdad, en la actualidad el conflicto se
da entre la filosofía y las ciencias del «hombre» y la natura­
leza. Pero si hablamos de la práctica, en la cultura occiden­
tal contemporánea el filósofo no puede producir nada de
manera literal y figurada. En consecuencia, la filosofía ya
ha perdido. Quizás Marx estaba más acertado de lo que pen­
saba cuando declaró: «Los filósofos sólo han interpretado
el mundo de varios modos; sin embargo, lo importante es
cambiarlo»5. Pero esto no puede hacerlo la filosofía.
Enfrentado con la impotencia de la filosofía en un mun­
do occidental cada vez más materialista y no metafísico, el
filósofo en ciernes podría seguir varias estrategias. En lugar
de practicar filosofía «pura», cabría establecer una alianza
con la ciencia y crear una nueva forma de «razón práctica»
como, por ejemplo, en las «ciencias políticas» neokantianas
y weberianas. O cediendo el mundo «material» a los cientí­
ficos o negando su existencia, se puede intentar reclamar el
mundo «textualizándolo». El lenguaje desempeña un papel
mediador doble en la siguiente serie de afirmaciones. No
puede haber pensamiento (práctico) sin lenguaje y el pensa­
miento dentro del mundo moderno no tiene un efecto prác­
tico sin ser transformado en escritura o textos que son «di­

4 La obra de Adolf Grünbaum; por ejemplo, «Epistemological Lia-


bilities of the Clinical Appraisal of Psychoanalytic Theory», Psychoa­
nalysis and Contemporary Thought, 2 (1979), págs. 451-526, es un
ejemplo de la reafirmación del papel del filósofo como juez de las pre­
tensiones de conocimiento.
5 Karl Marx, «Theses on Feuerbach», reipresas en The Marx-En-
gels Reader, ed. de Robert C. Tucker, Nueva York, W. W. Norton, 1978,
pág. 145.
seminados». De aquí que no haya un mundo fuera del texto.
Los filósofos pueden reclamar territorio; se reasegura su
puesto como teóricos de la escritura o el texto. Al afirmar
«conocer» la heterogeneidad e indecisión infinitas de los
textos, los filósofos pueden desplazar o «poner en juego»
cualquier pretensión de verdad entre las demás. «No hay
verdad» es simplemente el equivalente y opuesto de «éstas
son las condiciones que toda pretensión de verdad debe
cumplir». Ante el fracaso y la impotencia de los filósofos
para cambiar el mundo, se puede efectuar una contrademan­
da: todo es interpretación de varias formas interminables. El
lector es atraído a una discusión (kantiana) acerca de lo que
no puede conocerse, lo que no puede hacerse. El filósofo es
necesario para mostramos nuestros errores, limitaciones y
«excesos».
Pero, ¿quién es ese «nosotros»? Aquí surge una mezcla
sospechosa pero seductora del filósofo y «los otros». Sin
duda, un factor importante que contribuye al desplazamien­
to del filósofo o a la crisis de confianza es la revuelta de los
otros contra toda voz autorizada unificadora. Las voces de
los otros incluyen modos de conocimiento formal no filosó­
ficos. Igualmente importantes son los que Foucault denomi­
na los «discursos sometidos». Entre ellos están las voces de
las mujeres y la gente de color de todo el mundo. Estas vo­
ces han enunciado una «gran negativa», a una escala que ni
siquiera Marcuse se atrevió a soñar.
Las voces de los otros socavan de forma radical las pre­
tensiones de representación de los filósofos, que tienen mu­
chos componentes diferentes: que hay una verdad que debe
representarse, que la historia tiene un sujeto, que hay un
proyecto emancipador, que hay una forma de progreso que
una razón puede discernir y convertir en realidad. Aquí tam­
bién los filósofos pueden aceptar el desplazamiento o tratar
de reclamar terreno. Puede que intenten dictar la forma que
esas voces deben tomar (conversación), cortar los relatos
ruidosos de experiencias alternativas proclamando la inexis­
tencia de la subjetividad o prevenir demandas de justicia
molestas y heterogéneas, desconectando toda posible inte-
rrelación de conocimiento(s), verdades y emancipaciones).
Como veremos en este mismo capítulo más adelante, cada
una de estas tácticas aparece hasta cierto punto dentro de los
textos posmodemos.
Como el psicoanálisis y las teorías feministas, el posmo­
demismo es ambivalente y ambiguo como modo de pensa­
miento de transición. En su conclusión con respecto a la
Ilustración, el posmodemismo tiene mucho que contribuir a
la deconstrucción de ciertas formas y prácticas de pensa­
miento autoritarias, incluidas las suyas propias. Aunque
corta ciertas jugadas hacia «atrás», los mismos artefactos
posmodemos hacen más difícil que se escuche a los otros.
Existe el peligro de ser seducidos por sus pretensiones de li­
berar el juego de las diferencias. Desafortunadamente, los
filósofos posmodemos no están libres del deseo de poder
cuyos efectos investigan en otros lugares. El resultado fre­
cuente es una cooptación de los otros y la desaparición de
las huellas de esas maniobras. Este doble borrado quizá ex­
plique parte de la oscuridad de la escritura posmodema; de­
ben borrarse las huellas cuando se dejan.
Por último, sostendré que, al enumerar los problemas
más fundamentales de la cultura occidental contemporánea,
los posmodemos, como los teóricos críticos antes que ellos,
sucumben al «canto mitológico de las sirenas»6. Aunque se
supone que la filosofía se convertirá sólo en una voz en la
«conversación de la humanidad», lo que el filósofo «hace

6 «Desafío y encaprichamiento son una y la misma cosa, y quien­


quiera que las desafíe se pierde debido a ello para el mito contra el que
se plantó», Horkheimer y Adorno, The Dialectic, págs. 58 y 59. Es una
nota de la Digresión I en Horkheimer y Adorno, The Dialectic, en la
que los autores utilizan la historia de Ulises y las Sirenas como metáfo­
ra para las relaciones complejas que existen entre el mito, la Ilustración
y la seducción o astucia de la razón. Sobre las relaciones entre el pos­
modemismo y los temas anteriores de la teoría crítica, véase Rainer Na-
gale, «The Scene of the Other: Theodor W. Adorno’s Negative Dialec­
tic in the Context of Post-structuralism», en Arac, Postmodemism and
Politics, y Albrecht Wellmer, «Reason, Utopia and the Dialectic of En-
lightenment», en Bemstein, Habermas and Modemity.
en realidad» —conversación o escritura— retiene un lugar
privilegiado dentro de gran parte del pensamiento posmo-
demo. Así pues, trataré el discurso posmodemo como un
conjunto de relatos variado, necesariamente imperfecto y
parcial sobre la cultura occidental contemporánea. Estos re­
latos toman algunos elementos importantes de una trama
más compleja, pero oscurecen otros. Su carácter incomple­
to no es lo que me preocupa. Como otros posmodemos, no
creo que sea posible tomar la «verdad» o el «todo». El pro­
blema consiste más bien en que los posmodemos reprimen,
excluyen y borran ciertas voces y cuestiones que creo que
deben escucharse e incluirse. Entre ellas se encuentran mu­
chas de las ideas y relaciones sociales que tanto las teóricas
feministas como los psicoanalistas piensan acertadamente
que son esenciales para comprender el yo, el conocimiento
y el poder. Por ello, los discursos posmodemos deben com­
plementarse con los otros, que han de someterlos a interro­
gación.

DECONSTRUCCIONES POSMODERNAS DE PENSAMIENTO

Es una paradoja del posmodemismo: si la filosofía es


tan problemática como el conocimiento y si sus pretensio­
nes de ser la representante de la verdad tienen tan pocas ga­
rantías, ¿por qué es merecedora de atención, incluso como
objeto de crítica? Parte de la respuesta se encuentra en la
equiparación posmodema de conocimiento y filosofía.
Resulta paradójico que los posmodemos acepten princi­
pios fundamentales de la Ilustración: la identificación de la
cultura occidental y su autocomprensión con la razón y la
razón con la filosofía. Creen que la historia de Occidente es
la historia de la razón y la filosofía. Es una historia negati­
va, en la que la dominación, la exclusión y la asimetría son
los verdaderos efectos escondidos. La cultura occidental
está prisionera de la metafísica. Por ello, comprender el fra­
caso de la Ilustración sólo puede lograrlo una crítica de la
razón inmanente. El centro de esta crítica debiera ser la filo­
sofía puesto que se considera la principal representación y
representante de la razón. Las relaciones de dominio se en­
tienden como efectos de este aprisionamiento, no como su
origen o fuente.
Una deconstrucción (posmodema) de la historia de la fi­
losofía occidental revela al menos tres errores en el núcleo
de la cultura y el pensamiento occidentales: 1) una distor­
sión de lo real que necesariamente supone la supresión de la
diferencia (la violencia de la metafísica); 2) una obsesión
con las cualidades redentoras o emancipadoras de la verdad,
sobrevaloradas y mal comprendidas; y 3) la constitución del
«yo» como el «sujeto» del saber en el sentido doble de suje­
to de y sometido a. Estos tres errores se encuentran necesa­
riamente en la construcción del pensamiento/filosofía occi­
dental. No pueden ser resueltos, evitados o superados dentro
de su contexto. En consecuencia, el develamiento de estos
errores debe conducir a la convicción de que es necesario
desplazar las prácticas de la corriente principal de la filoso­
fía occidental (¿y la cultura?). Los deconstruccionistas no
pretenden contraponer unafilosofa alternativa que «resuel­
va» de forma más adecuada los problemas del ser, la verdad
o la subjetividad. Más bien desean convencemos para que
no volvamos a plantear las antiguas preguntas, para que
cambiemos los temas de conversación por completo.
Derrida, Rorty, Foucault y Lyotard conceptúan la filoso­
fía sobre todo como una episteme, como saber y como co­
nocimiento sobre el saber. Este concepto refleja un aspecto
de la práctica filosófica. Desde Kant, la filosofía se ha sos­
tenido en parte reivindicando una perspectiva especial sobre
los «cimientos» del conocimiento humano y las condiciones
que lo hacen posible. La epistemología proporciona una
base firme a la reina de las ciencias. Otras formas de filoso­
fía como la ética o la estética no son fundamentales y de ahí
que sean menos importantes.
Estos escritores no tratan esta sobrevaloración de la
epistemología como un curioso subterfugio de algunos filó­
sofos profesionales, que debe comprenderse en relación con
la sociología o la historia de la profesión. Más bien creen
que revela algo de la «esencia» de la misma filosofía. A su
vez, se dice que el concepto occidental «dominante» de fi­
losofía revela y refleja ciertos problemas y cualidades fun­
damentales de la cultura occidental. En la medida en que
toda experiencia es textual o interpretativa, los modos de
pensamiento no pueden ser separados de los modos de ser.
Rorty sostiene, por ejemplo, que «no se comprenderá Occi­
dente a menos que se comprenda cómo era preocuparse por
el tipo de temas que habían preocupado a Platón» \
Así, en los escritos posmodemos, se sigue formulando
el concepto de conocimiento partiendo de que lo origina y
expresa el pensamiento, aunque éste debe entenderse en re­
lación con el lenguaje y no como la intención o conciencia
de un sujeto colectivo o individual. Con excepción de Fou­
cault, los posmodemos definen y limitan el conocimiento a
lo que puede ser expresado lingüísticamente. Bajo la cober­
tura del «desplazamiento» de la filosofía, continúa una acti­
vidad tradicional: una investigación sobre las condiciones
de posibilidad, significado y limitaciones de nuestro conoci­
miento vía una crítica de la razón y la filosofía.
El privilegio sostenido de la filosofía en relación con
el conocimiento se revela por el hecho de que la investiga­
ción toma la forma de una deconstrucción de la epistemo­
logía y la metafísica. No se exploran planteamientos alter­
nativos. No existen alternativas; por ejemplo, Melanie
Klein postula la existencia de un instinto epistemófilo que
surge y se expresa en la curiosidad del bebé por el cuerpo
de la madre y en su exploración8. La investigación de las
condiciones del conocimiento se encuadra entonces en
otra sobre las prácticas de crianza, la fantasía, el desarro-

7 Richard Rorty, «Pragmatism and Philosophy», en Baynes, Boh-


man y McCarthy, After Philosophy, pág. 47.
8 Véase, por ejemplo, Melanie Klein, «The Importance of Symbol-
Formation in the Development of the Ego», en Melanie Klein, Love,
Guilt and Reparation, Nueva York, Delta, 1975. No afirmo que el plan­
teamiento de Klein sea el correcto; sin embargo, menciono su obra para
sugerir que puede haber muchas más formas radicales de «desplazar la
filosofía» que las críticas internas o las teorías sobre la escritura.
lio del niño y la neurofisiología, y así sucesivamente. No
obstante, no cabe duda alguna de que éste no es un plan­
teamiento posmodemo. Para los posmodemos, el conoci­
miento y la filosofía, así como el conocimiento y la razón,
y el conocimiento y el sujeto, están inextrincablemente
unidos. Tanto la investigación sobre la naturaleza del co­
nocimiento como la posibilidad de cambiar la compren­
sión de conocer se sitúan en el terreno de la historia de la
filosofía.
Sin embargo, para todo aquel formado en los modos
de filosofar relativamente tradicionales, leer los textos
posmodemos es una tarea frustrante. En la filosofía tradi­
cional está intrínseca la demanda de «proporcionar razo­
nes», de ofrecer un conjunto de argumentos por los que x
es mejor que y. Es precisamente este tipo de discurso el
que intentan desplazar los posmodemos. Derrida declara
que la meta no es el fin de la filosofía, sino leerla de un
modo determinado, que genera una serie de interpretacio­
nes a través de las cuales surge un relato. Se construye una
entidad ficticia, por ejemplo, la «filosofía». La narrativa
debe llevar a la conclusión de que es imposible filosofar
del modo tradicional. El relato del conocimiento, la filoso­
fía y el pensamiento se vuelve una narrativa de su propia
deconstrucción, considerada como tal (como en la dialéc­
tica hegeliana) por una conciencia que puede captar la
«esencia» oculta de la filosofía. Esta esencia está com­
puesta por autorreflexión, actos de exclusión y autogene-
racióri, intertextualidad y falta de relación con lo real. La
imposibilidad y autocontradicciones de la «filosofía» no
se demuestran en un argumento lógico y acumulativo.
Tanto la lógica como toda noción de avance hacia la «ver­
dad» son sospechosas. La estrategia es construir una na­
rrativa alternativa, cuya fuerza retórica sea desplazar la au­
tocomprensión tradicional de la corriente principal del
pensamiento occidental.
Gran parte de la fuerza de esta contranarrativa se deriva,
como sostienen los posmodemos, de otras formas de filo­
sofía, de sus propios actos de exclusión y construcción. Es
importante resaltar desde el comienzo que la filosofía que
los posmodemos intentan desplazar es una ñcción, elegida
(en cierto sentido) como un efectivo mecanismo retórico.
La historia de la filosofía puede contarse de modos muy di­
ferentes. Mediante la lógica del posmodemismo, sólo pue­
de juzgarse si estos relatos son adecuados por los efectos
producidos o por si abren o permiten más conversación in­
teresante y en qué medida. Tampoco podría ser «cierto»
sólo un relato (una historia) de la filosofía. Los posmoder­
nos declaran que la construcción y elección de un relato so­
bre los demás no está gobernado por su relación con la ver­
dad, sino por factores menos inocentes, que incluyen un de­
seo de poder constituido en parte por (y que expresa) un
deseo de no escuchar oteas voces o relatos. Sin embargo,
desde un punto de vista feminista o psicoanalista, las ausen­
cias que los posmodemos evocan y atienden en sus discur­
sos o en los de los otros no son necesariamente las más so­
bresalientes9.
La tendencia posmodema de derrumbar las historias de
la filosofía y cultura occidentales quizás resulte más eviden­
te en la obra de Jacques Derrida, que escribe: «Lo que me
ha parecido necesario y urgente en la situación histórica que
nos es propia es una determinación general de las condicio­
nes necesarias para el surgimiento y los límites de la filoso­
fía, de la metafísica, de todo lo que conlleva y conllevó»10.
Cree que la distorsión del Ser es intrínseca a la «fundación»
de la filosofía occidental, que ha sido dominada por la me­
tafísica de la presencia, por el deseo y la reivindicación de
representar lo real. Lo real de la filosofía no es lo Real del

9 Tengo una gran deuda con Naomi Schor, «Dreaming Dissimetry:


Barthes, Foucault and Sexual Difference», en Men in Feminism, ed. de
Alice Jardine y Paul Smith, Nueva York, Menthuen, 1987, por alertar­
me acerca de algunos de estos vacíos.
10 Jacques Derrida, «Positions», en Positions, trad. de Alan Bass,
Chicago, University of Chicago Press, 1981, pág. 51. Citaré mucho a
Derrida en este apartado porque recalca la importancia del estilo como
contenido; mi estilo de escritura es bastante diferente al suyo.
Ser, sino más bien un artefacto y una consecuencia de cier­
tas prácticas filosóficas, que suponen inclusión y exclusión.
Las exclusiones no son neutrales o extrínsecas a los discur­
sos o las culturas que siguen a la fundación, sino que deter­
minan y dominan su textura.
La deconstrucción que efectúa Derrida de la distorsión
de lo Real presupone —y depende de— sus propias premi­
sas ontológicas, con frecuencia encubiertas. Para él, lo Real
tiene una esencia (mística). Es heterogéneo, infinitamente
abierto y gobernado por el azar. La tarea del filósofo es in­
vocar lo Real y no representarlo. Todo intento de represen­
tación da como resultado una reducción de lo Real a lo que
puede estar presente en la conciencia y, en consecuencia, se
convierte en su equivalente (lo mismo). Estos intentos vio­
lentan el Ser. Encierran su «otredad», azar y heterogeneidad
dentro de la homogeneidad de una conciencia cuyos conte­
nidos deben ser transparentes y no ajenos a sí misma. Todas
las jugadas y conceptos clave de Derrida (diferencia, azar,
aplazamiento, espaciado, escritura, complemento, huella y
otro) están ligados al intento de evocar un Real no racional
sin transformarlo en el Mismo de la conciencia, la razón y
la lógica. Como veremos, estos conceptos también resultan
estar relacionados inextrincablemente con otro: «mujer».
Como en la obra de Lacan, la «Mujer» sale a escena y repre­
senta el «otro» de muchos modos complejos y parcialmente
«velados».
La crítica primordial de Derrida a la principal corriente
de la filosofía occidental se dirige a su incapacidad de res­
petar «el Ser y el significado del otro». Desde Sócrates, la
filosofía occidental ha estado dominada por «una Razón
que sólo recibe lo que da, una razón que no hace nada más
que recordarse a sí misma». Su «ontología es tautología y
egología [...] Siempre ha neutralizado al otro, en todo el sen­
tido de la palabra». De este modo, las filosofías occidenta­
les han sido filosofías de violencia o de poder. En su supre­
sión, exclusión y transformación del Otro en el Mismo,
«toda la tradición filosófica, en su significado y en su fon­
do, haría causa común con la opresión [...]. Ver y conocer,
tener y desear, desarrollado sólo dentro de la opresiva y lu­
minosa identidad del mismo». La equiparación dentro de la
filosofía de lo Real con lo que puede verse a la luz de la ra­
zón proporciona una coartada «para la violencia histórica de
la luz: un desplazamiento de la opresión técnico-política en
la dirección del discurso filosófico»11.
La ontología de la filosofía occidental nos permite y re­
quiere de nosotros que desplacemos la mirada «del origen
del mundo» al oteo. Este otro es «el inaccesible, el invisible,
el intangible, secreto, separable, invisible». Es ausencia y no
fenoménico. Es la huella, no un Ser perfectamente visto y
re-presentado en el pensamiento. Es diferencia (alteridad
sin contradicción o fin): «la infinitud que ningún pensa­
miento puede encerrar y que prohíbe todo monólogo». La
alteridad del otro es completamente irreductible, es decir,
infinitamente irreductible y «el infinitamente otro sólo pue­
de ser el Infinito»12.
El otro puede ser invocado mediante el habla pero nun­
ca aprehendido o representado por ella. Se mueve por los
textos y entre ellos en una economía general del juego de
significados infinito. Sólo puede ser abordado por el deseo,
no por la Razón. La relación apropiada con él es de respeto
y separación, no de consunción o dominio. No puede cap­
tarse su verdad y representarse de una vez por todas. De este
modo, el otro es el límite de la Razón puesto que es «impen­
sable e imposible». No puede ser re-presentado mediante
conceptos o en un discurso logocéntrico (el discurso cohe­
rente de la razón). El otro «interrumpe todas las totalizacio­
nes históricas mediante su libertad de hablar»13. No tiene
obligación de significar, de ser, de concluir; excede todo
significado, verdad, unidades o totalidades. Es escritura, no

11 Jacques Derrida, «Violence and Metaphysics», en Jacques Derri­


da, Writting and Difference, trad. de Alan Bass, Chicago, University of
Chicago Press, 1978, págs. 91, 92 y 96.
12 Ibíd., págs. 103 y 104. En su ser como «rostro» y «ausencia», el
«otro» de Derrida tiene muchas similitudes con la «madre» de Lacan.
13 Ibíd., págs. 103,147.
filosofía. La represión de la escritura/el otro/diferencia
constituye «el origen de la filosofía y la episteme, y de la
verdad como la unidad de logos yfono». La unidad y homo­
geneidad del pensamiento, el sistema, el sujeto, la Razón, lo
Real se hace posible y se «perturba» mediante esta repre­
sión. Las huellas de lo reprimido se encuentran en todas par­
tes dentro de estas unidades aparentes para quienes saben
cómo evocarlas, porque «la represión, como dice Freud, no
repele ni evade o excluye una fuerza exterior; contiene una
representación interior dentro de su mismo espacio de re­
presión». Estas huellas «ya no pueden ser representadas
nada más que por la estructura y el funcionamiento de la es­
critura»14.
A diferencia de la filosofía, la escritura no está ligada
al mito de una «forma de presencia originaria o modifica­
da»15. En ella, el juego de diferencias circula por los tex­
tos. Estos, como el otro, no significan. No hay nada (ya no
hay presencia allí) que traten de representar para la con­
ciencia. Los textos no pueden ser unívocos puesto que es­
tán formados por signos escritos, signos que ya existen,
siempre han existido, dentro de un sistema de relaciones.
Como un (o muchos) sistema(s) de relaciones, la signifi­
cación no tiene un origen o autor únicos. Tampoco un tex­
to. No es el producto de la conciencia de un autor singular
que hace presente algún aspecto de la experiencia, la his­
toria o el pensamiento. La escritura real significa actuar,
evocar y operar dentro del «escenario de la escritura» y
que éste opere en uno. Este escenario no es de presencia,
intencionalidad o conciencia, sino más bien de huella,
otro, diferencia y cambio. «La huella es el borramiento de
la individualidad, de la propia presencia, y está constitui­
da por la amenaza o angustia de su desaparición irreme­

14 Jacques Derrida, «Freud and the Scene of Writing», en Writing


and Difference, págs. 196, 200. Sobre el ser, la escritura y el otro, véase
también «Difference», en Margins o f Philosophy, trad. de Alan Bass,
Chicago, University of Chicago Press, 1982, en especial las págs. 25-27.
15 Derrida, «Freud» en Derrida, Writing Difference, págs. 211-212.
diable, de la desaparición de su desaparición». «El sujeto»
de la escritura no existe si por él entendemos la soledad
soberana del autor. El sujeto de la escritura es un «sistema
de relaciones entre estratos [...] la psique, la sociedad, el
mundo»16.
La escritura ofrece al menos una alternativa parcial
más allá de la violencia de la metafísica. Escribir es abrir­
se al azar, liberarse del vínculo compulsivo con «el signi­
ficado, el concepto, el tiempo y la verdad» que ha domi­
nado el discurso filosófico occidental. Supone riesgo, jue­
go, pérdida de sentido y significado. Rescata lo «poético
o extático [...] de todo discurso», incluso de la filosofía.
Pero para «correr este riesgo en el lenguaje, para salvar lo
que no quiere ser salvado [...] debemos redoblar el lengua­
je y recurrir a artificios, estratagemas, simulacros». Escri­
bir «excede el logos (del significado, el dominio, la pre­
sencia, etc.)». A diferencia del filósofo, el escritor renun­
cia «al deseo de guardar, de mantener su certeza de sí
mismo y la seguridad del concepto» contra el desliza­
miento hacia el no significado o el exceso de significado,
que es la «no base» de un «desconocimiento»17. Este des­
conocimiento no es un «momento» (en sentido hegeliano)
del conocimiento, sino el otro absoluto, la diferencia, el
complemento.
En este sentido, escribir es «transgredir toda la historia
del significado y todo el significado de la historia, y el
proyecto de conocimiento que siempre los ha combinado».
Es «absolverme del conocimiento absoluto, devolverlo a
su lugar como tal, situarlo e inscribirlo dentro de un espa­
cio en el que ya no domina». La escritura se dedica a «la
destrucción indefinida del valor». Sus predicados no están
ahí para «significar algo, para anunciar o significar, sino

16 Ibíd., págs. 227 y 230. Sobre este punto, véase también «Signa-
ture Event Context», en Margins.
17 Jacques Derrida, «From Restricted to General Economy: A He-
gelianism Without Reserve», en Writing and Difference, pági­
nas 259,260,263 y 268.
para hacer que el sentido se deslice, denuncie o se desvíe
de él»18.
Escribir no puede ser la consumación o Aufhebung de
la filosofía. Más bien, al liberar las huellas poéticas que
hay en su interior, al desear al Otro y evocarlo, la escritu­
ra puede deshacer la «violencia de la metafísica». «El len­
guaje no violento, en el último análisis, sería un lenguaje
de pura invocación». Funcionaría sin el verbo «ser» pues­
to que la «predicación es la primera violencia»19. Libera­
da de la obligación de significar, de presentar al ser y su
unidad en un lenguaje transparente, la escritura efectúa la
destrucción desde dentro del discurso filosófico. «Multi­
plica las palabras, las precipita una contra otra, las sumer­
ge también, en una sustitución infinita e infundada cuya
única regla es la afirmación soberana del juego fuera del
significado»20.
El «surgimiento intruso» en la escena de la escritura
plantea la cuestión incontestable del «habla y el significa­
do»21. Escribir es también el espacio del otro: de la disemi­
nación, de una multiplicidad «irreductible y generativa, el
complemento y la turbulencia de una cierta carencia fractu­
ra el límite del texto, prohibiendo su formalización exhaus­
tiva y cerrada»22. Sólo dentro de ese espacio podemos espe­
rar enfrentamos al Ser sin nombre, lo Real (no representa­
do). Éste también es el espacio para las «estrategias» de
lecturas infinitas, no para representar lo Real en una totali­
dad final encerrada. Este espacio ha de ser el des-plaza-
miento de la filosofía.
El concepto de Derrida sobre lo Real es algo contradic­
torio. Por una parte, se dice que todo concepto finito y uni­
tario de lo real es simplemente un efecto de un conjunto de­

18 Ibíd., págs. 269-272.


19 Derrida, «Violence», en Writing and Difference, pág. 147.
20 Derrida, «From Restricted to General Economy: A Hegelianism
Without Reserve», en Writing and Difference, pág. 274.
21 Jacques Derrida, «Implications», en Positions, pág. 14.
22 Derrida, «Positions», en Positions, pág. 45.
limitado de estrategias filosóficas (deconstruibles) o recla­
maciones metafísicas sobre la naturaleza del Ser. Por otra,
Derrida hace enunciaciones categóricas sobre lo Real. Es
«realmente» heterogéneo, fluctuante, infinitamente abierto
y gobernado por el azar, no una lógica o un telos inmanente
que se desarrolla inexorable a lo largo del tiempo. Además,
hay una práctica, la escritura, que parece tener una relación
privilegiada con lo Real.
Si se toma en serio, esta consideración de lo Real y de la
«escritura» socavan o dificultan muchos conceptos filosófi­
cos tradicionales sobre la Verdad y sobre la relación de ésta
con la emancipación, la libertad o la justicia. Aunque Rorty,
Foucault y Lyotard presentan algunas opiniones diferentes
sobre lo Real, todos atacan la «metafísica de la presencia».
Tratan la «filosofía, la verdad, la bondad y la racionalidad
[como] nociones platónicas entrelazadas»2^. Los posmoder­
nos intentan desconectar y dislocar estas nociones en los
discursos filosóficos y políticos/prácticos. Todos estos filó­
sofos asumen que cualquier teoría trascendental o figurativa
sobre la verdad es falsa por necesidad. Esta conclusión se
deduce de estos principios posmodemos: lo metafísico afir­
ma la naturaleza de la realidad y lo epistemológico, la natu­
raleza del pensamiento/mente como fuera en sí mismo no
trascendental, histórico, lingüístico y dependiente del con­
texto.
Si la realidad es infinitamente abierta y fluctuante, ge­
nera, como los textos, un número infinitamente grande de
interpretaciones posibles y material para interpretaciones.
La limitación es sólo un efecto de una estrategia filosófica,
al igual que todos los sistemas que declaran basarse en axio­
mas evidentes o trascendentales. La verdad no puede con­
ceptuarse en términos de integridad, adecuación, transcen­
dencia o autoidentidad. No puede ser la representación o re­
flejo de una sustancia externa o universal («presencia») o
sujeto porque no existe ninguno. La verdad ya no puede en­

23 Richard Rorty, «Pragmatism and Philosophy», en Baynes, Boh­


man y McCarthy, After Philosophy, pág. 28.
tenderse en términos de su correspondencia con lo Real
puesto que esto siempre excede nuestro pensamiento y se
escapa de él. Como dice Derrida, el problema no es que no
haya verdad, sino que hay «demasiada»24.
El «origen» del pensamiento en todo caso es «precon-
ceptual». Excede y es distinto de toda lógica o sistemas ló­
gicos. Los posmodemos sostienen que el pensamiento es
irreductiblemente lingüístico; sólo puede practicarse me­
diante «juegos de lenguaje» o «discursos» históricos y de­
pendientes de un contexto. El efecto de la verdad sólo se
produce a través del discurso, esto es, a través de sistemas
de significación o práctica. «No hay un criterio que no ha­
yamos concebido en el curso de crear una práctica, ninguna
norma de racionalidad que no sea un llamamiento a dicho
criterio, ninguna argumentación rigurosa que no obedezca a
nuestras propias convenciones»25. Pero estos mismos siste­
mas han sido generados por las interpretaciones de anterio­
res sistemas semejantes. De aquí que también sean infinita­
mente abiertos, heterogéneos y estén sujetos a más interpre­
tación y cambio. Para nosotros no hay realidad fuera de
estos sistemas puesto que, como Rorty sostiene, «no hay
modo de pensar sobre el mundo o nuestros propósitos a no
ser utilizando nuestro lenguaje». No podemos estar en desa­
cuerdo con «las tradiciones, la lingüística y el otro, dentro
de los que hacemos nuestro pensamiento y autocrítica, y
comparamos con algo absoluto». Así, debemos «abando­
nan) la noción de verdad como completa correspondencia
con la realidad, porque «nunca nos enfrentamos con la rea­
lidad a no ser bajo una representación elegida»26.
La noción de verdad como correspondencia con lo Real
se basa en parte en ideas equivocadas sobre la filosofía y la
ética. Desde Platón, algunos filósofos han considerado la
idea de una verdad absoluta y transcendental una base nece­

24 Derrida, «Positions», en Positions, n. 32, pág. 105.


25 Rorty, «Pragmatism», en Baynes, Bohman y McCarthy, After
Philosophy, pág. 60.
26 Ibíd., págs. 32,33 y 57.
saria y condición de posibilidad para logros humanos desea­
dos, tales como la justicia. En cierto modo, «plantear cues­
tiones sobre la naturaleza de algunas nociones normativas
(por ejemplo, la “verdad”, la racionalidad”, la “bondad”)»
se ha considerado que estaba necesariamente conectado con
salvar la «esperanza de obedecer mejor esas normas»27.
Por el contrario, «no ayudaría a decir algo cierto pensar
sobre la Verdad, ni ayudaría a actuar bien pensar sobre la
bondad, ni ayudaría a ser racional pensar acerca de la racio­
nalidad»28. La verdad es sólo el nombre de una propiedad
que todas las enunciaciones ciertas comparten, o una clase
de honor que otorgamos a prácticas o ideas que armonizan
con nuestros presupuestos culturales. No es posible sostener
una discusión filosófica interesante acerca de esas nocio­
nes. Ni debemos esperar que los conflictos sobre el signifi­
cado de la verdad, el bien y otros puedan ser resueltos por la
filosofía. Las controversias perennes sobre estas nociones a
lo largo de la historia de la filosofía indican la futilidad de
esta expectación. En su lugar, la única prueba para la verdad
es pragmática: si algunos modos de hablar y de actuar son
«mejores» o «dan resultado» dentro del contexto de las ne­
cesidades de una cultura particular en un momento determi­
nado.
«El conocimiento es poder, una herramienta para mane­
jar la realidad». Diferentes clases de pensamiento nos ayu­
dan a manejar aspectos diferentes de la realidad. Ningún
tipo de pensamiento, ni siquiera la ciencia, tiene una rela­
ción privilegiada con la realidad o puede producir una Ver­
dad no contextual. «La ciencia moderna no nos ayuda a sa­
lir adelante porque le corresponda, sólo nos ayuda a salir
adelante sin más»29.
Rorty sostiene que una cultura posmodema también es
filosófica. En ésta, se abandonará la filosofía, entendida
como el deseo, el intento y la reivindicación de ser capaz de

27 Ibíd., pág. 28.


28 Ibíd.
29 Ibíd., págs. 30 y 31.
escindir las oraciones en «una división superior e inferior:
las oraciones que corresponden a algo y las que son “ver­
dad” sólo por cortesía o convención». En su lugar, el filóso­
fo ya no reivindicará ninguna relación especial con la Ver­
dad o lo Real, incluso a través de la «escritura». Todo lo que
los escritores posmodemos pueden o deben hacer es «com­
parar y contrastar las tradiciones culturales» y los lenguajes.
Se embarcarán en un proceso de «oponer vocabularios y
culturas» con la esperanza de ver la cohesión de las cosas en
el más amplio sentido30. El filósofo ayuda a mantener «la
conversación de la humanidad» al proporcionar informa­
ción sobre las posibles «autoimágenes alternativas» que los
humanos han tenido y pueden elegir de nuevo. Al hacerlo,
esta filosofía puede contribuir a la «edificación» humana
(por ejemplo, el proyecto de hallar modos de hablar nuevos,
mejores, más interesantes y más fructíferos). Estos nuevos
modos de hablar también lo son de rehacemos. Edificar la
filosofía es «romper la costra de la convención y evitar que
el hombre se engañe con la noción de que se conoce o cono­
ce cualquier otra cosa a no ser bajo representaciones optati­
vas»31. Aunque edificar filosofías puede tener un efecto in­
quietante, las elecciones acerca de los modos de rehacemos
sólo puede efectuarla un proceso social de discusión «lento
y doloroso»32. En ningún caso los filósofos u otros descu­
brirán cómo «son las cosas realmente» y determinarán de
una vez por todas las cuestiones de cómo debemos vivir.
Tener esta opinión de la filosofía es también abjurar o al
menos cuestionar la relación de los filósofos con la legiti­
mación. A diferencia de Rorty, Lyotard y Foucault exploran
los aspectos más siniestros de la relación entre conocimien­
to y poder. A diferencia de Derrida, ni Lyotard ni Foucault
creen que la «escritura» pueda proporcionar un espacio más

30 Ibíd., págs. 32, 54.


31 Richard Rorty, Philosophy and the Mirror ofNature, Princeton,
N.J., Princeton University Press, 1979, pág. 379.
32 Rorty, «Pragmatism», en Baynes, Bohman y McCarthy, After
Philosophy, pág. 62.
allá o fuera del poder. Según Lyotard, todo intento de buscar
la Verdad, en lugar de jugar dentro de un juego de lenguaje
circunscrito, supone una obligación de «legitimar» sus re­
glas. Todo juego de lenguaje genera sus propias reglas acer­
ca de cómo jugar, qué cuenta como jugada, etc. Pero, por
definición, estas reglas dependen del contexto y son válidas
sólo dentro de un juego particular. Los juegos y sus reglas
son inconmensurables. En consecuencia, las pretensiones
más generales de verdad tendrían que hacerse construyendo
un «metadiscurso» que tenga la apariencia de universalidad
y neutralidad. Este discurso supone una reivindicación de
autoridad «legitimada» por una relación particular con la
Verdad: «El conocimiento narrativo resurge en Occidente
como un modo de resolver el problema de legitimar las nue­
vas autoridades. Es natural en una narrativa problemática de
una cuestión semejante solicitar el nombre de un héroe
como respuesta: ¿quién tiene derecho a decidir por la socie­
dad? ¿Quién es el sujeto cuyas prescripciones son normas
para aquellos a quienes obliga?»33
Este intento produce luego «un discurso de legitimación
con respecto a su posición propia, un discurso llamado filo­
sofía»34. Estos «metadiscursos» toman la forma de una
«gran narrativa» en la que se oscurece la relación del cono­
cimiento con el poder y con juegos de lenguaje específicos.
Lyotard sostiene que dos narrativas de ese tipo han domina­
do el mundo moderno occidental: la narrativa de la Ilustra­
ción y la narrativa del espíritu. En la narrativa ilustrada, el
filósofo es el representante de la verdad universal y de la hu­
manidad, cuya emancipación ocurrirá mediante el aprendi­
zaje y el desarrollo de dicha verdad. El modelo de esa narra­
tiva es Kant, por supuesto. En ella, «todos los pueblos tienen
derecho a la ciencia. Si el sujeto social no es ya el sujeto del
conocimiento científico, se debe a que ha sido prohibido

33 Jean-Frangois Lyotard, The Postmodem Condition: A Report on


Knowledge, trad. de GeofFBennington y Brien Massumi, Minneapolis,
University of Minnesota Press, 1984, pág. 30.
34 Ibíd., pág. XXIII.
por sacerdotes y tiranos. El derecho a la ciencia debe ser re­
conquistado». Puede serlo creando un estado ilustrado (es
decir, representativo). La propagación de los nuevos domi­
nios del saber a la población es el medio de obtener la liber­
tad y el progreso para el pueblo y la nación en su conjunto.
Sólo un pueblo ilustrado puede crear y sostener un estado
ilustrado. Éste «recibe su legitimidad no de sí mismo, sino
del pueblo», a quien debe enseñarse a demandar y obedecer
a un estado basado en la razón y la autoridad racional35.
A su vez, las pretensiones de poder deben efectuarse ba­
sándose en pretensiones de conocimiento. «La conexión de
conocimiento, legitimidad y poder dan surgimiento a una
idea de conocimiento [universal] socialmente útil pero neu­
tral y a la creación de organismos y profesiones cuya tarea
es propagar y aplicar este conocimiento a la población para
emanciparla más». Así, conocimiento, poder y emancipa­
ción son inseparables e interdependientes en la narrativa
ilustrada; «su épica es el relato de la emancipación [del pue­
blo] de todo lo que le impide gobernarse»36!
La segunda narrativa, la del espíritu, es más filosófica.
Su modelo es Hegel. En ella, «la filosofía debe restaurar la
unidad para aprender [...] esto sólo se puede lograr en un
juego de lenguaje que una las ciencias como momentos de
la conversión del espíritu». El narrador de este relato es un
«metasujeto» cuya tarea es «el proceso de formular la legi­
timidad del discurso de las ciencias empíricas y la de las ins­
tituciones directas de las culturas populares». En contraste
con la metanarrativa anterior, «el conocimiento encuentra
primero la legitimidad en sí mismo y es quien tiene derecho
a decir lo que son el estado y la sociedad». Este conocimien­
to también comienza a especular sobre cómo conoce lo que
conoce, sobre cómo otros saberes conocen lo que conocen y
sobre el lugar que ocupan todos los demás saberes dentro de
su sistema de conocimiento. Esta narrativa asume que

35 Ibíd., pág. 31.


36 Ibíd., págs. 32, 35.
«existe un significado que hay que conocer y, de este modo,
confiere legitimidad a la historia (y en especial a la historia
del aprendizaje)». Este metasujeto capta la realidad como la
historia en desarrollo de un sujeto que también es la «base»
del aprendizaje, la sociedad y el estado. Desde esta posición
transcendental, «el verdadero conocimiento [...] se compo­
ne de enunciaciones narradas que están incorporadas en la
metanarrativa de un sujeto que garantiza su legitimidad»37.
En la misma medida que la filosofía se interesa en «funda­
mentar» y constituir estas narrativas, está implicada en las
prácticas contemporáneas y opresivas de legitimación y po­
der. Estas dos grandes narrativas condicionan y moldean
nuestra creencia en que verdad y justicia están necesaria­
mente relacionadas. Por el contrario, como Foucault, Lyo­
tard sostiene que «la verdad está fuera de este mundo»38.
Las pretensiones de verdad deben entenderse siempre en re­
lación con las prácticas políticas y sociales, no como una
correspondencia abstracta con lo Real.
Lyotard define al posmodemo en términos de «incredu­
lidad hacia las metanarrativas». Este derrumbamiento de la
creencia en las metanarrativas contribuye a «la crisis de la
filosofía metafísica y de la universidad que en el pasado de­
pendía de ella». Aunque no privilegia la escritura como
Derrida, Lyotard equipara al posmodemo con «quien bus­
ca difundir un sentido más fuerte de lo impresentable». La
obligación del filósofo posmodemo no es «proporcionar
realidad» o representar la humanidad o el espíritu, sino
«inventar alusiones de lo concebible que no puede ser re­
presentado». La verdad se desacopla de la representación
de lo Real y es colocada en el espacio de lo estético, lo
«sublime», el «acontecimiento» de «trabajar sin reglas
para formular las reglas de lo que habremos estado ha­
ciendo»*9.

37 Ibíd., págs. 33-35.


38 Michel Foucault, «Truth and Power», en Power/Knowledge, ed.
de Colín Gordon, Nueva York, Pantheon, 1980, pág. 131.
39 Lyotard, The Postmodem Condition, págs. XXTV, 81.
LOS LÍMITES DEL DISCURSO POSMODERNO:
EL SUJETO DEL CONOCIMIENTO

La obra de Foucault es en muchos aspectos radicalmen­


te diferente de la de Derrida, Rorty y Lyotard, y proporcio­
na críticas agudas y precisas sobre algunas de las ideas de
otros posmodemos. La importancia que otorga al poder y la
dominación y los modos en que se conceptúan ha sido muy
productiva y estimulante para un mayor desarrollo de los
discursos sobre la justicia. Sin embargo, en el tratamiento
que otorga a las cuestiones del yo y la subjetividad, compar­
te muchas de las imprecisiones de otros posmodemos. Su
falta de atención a las relaciones de género y la debilidad de
sus alternativas al biopoder necesitan de la crítica y el com­
plemento de feministas y psicoanalistas.
Como Foucault sostiene, la noción de un escritor de
vanguardia (intelectual) que puede escapar de alguna mane­
ra a las reglas de la «formación de discurso» dominante de
su cultura es una ilusión al servicio propio. Mediante la
«teorización continuada de la escritura» , el escritor trata
de mantener el privilegio ilustrado del «intelectual univer­
sal» que hace de voz y representante de una conciencia gene­
ral, un sujeto libre o al menos cierto «otro» transcendental
que escapa o está fuera de las contingencias y las relaciones
de poder de nuestro tiempo. Al conceder una posición pri­
mordial a la escritura, «simplemente reinscribimos en térmi­
nos transcendentales la afirmación teológica de su origen sa­
grado o una creencia crítica en su naturaleza creativa»41.

40 Ibíd., pág. 127.


41 Michel Foucault, «What Is an Author?», en Language, Counter-
memory, Practice, ed. de Donald F. Bouchard, Ithaca, N.Y., Comell
University Press, 1977, pág. 120. Rorty también se muestra crítico ha­
cia el concepto de escritura de Derrida. No cree que haya un «más allá»
y su concepto de «lenguaje» es muy diferente al de éste. Cfr. Richard
Rorty, Conseqmnces o f Pragmatism, Minneapolis, University of Min­
nesota Press, 1982, caps. 6 y 8.
A diferencia de Rorty, Foucault no está prendado de la
autocomprensión y las prácticas de la «cultura burguesa
posmodema»42. Para él, el rasgo más importante de la cul­
tura contemporánea es el proceso mediante el cual los hu­
manos se convierten en «sujetos» del conocimiento. La
«conversación» de esta cultura genera ejercicios de «biopo-
der» y autodecepción aún más sutiles y extensos, en lugar
de oraciones más interesantes sobre nosotros mismos. Tam­
bién se muestra mucho más atento que Rorty al conflicto y
la polifonía de la cultura occidental. En lugar de conceptuar
a la cultura occidental como un conjunto de «jugadas» rela­
tivamente benignas entre «participantes» bastante iguales y
homogéneos, la presenta como una lucha en curso entre ele­
mentos heterogéneos que no pueden ser asimilados. «La
historia que nos soporta y determina tiene forma de guerra
más que de lenguaje»43. Hay discursos dominantes y margi­
nales, ejemplos innumerables de los efectos del poder y la
resistencia local a él. La perspectiva de Foucault proporcio­
na más espacio para el reconocimiento y análisis de las re­
laciones de dominio dentro de la cultura «burguesa» occi­
dental.
Como Lyotard y Rorty, conceptúa el conocimiento
como histórico, contingente y siempre generado por cues­
tiones pragmáticas orientadas a la acción. Sólo puede ser
producido dentro de las «formaciones discursivas», de las
que es un efecto, que se originan en acontecimientos histó­
ricamente específicos y a menudo al azar. Son discontinuas
tanto en su interior como a lo largo del tiempo. En su inte­
rior, una formación discursiva suele estar compuesta de ac­
tividades heterogéneas. «Lo que se encuentra en los co­
mienzos históricos de las cosas no es la identidad inviolable
de su origen, sino el desacuerdo de otras cosas, su dispari­

42 Cfr. Richard Rorty, «Postmodemist Bourgeois Liberalism», en


Hermeneutics and Praxis, ed. de Robert Hollinger, Notre Dame, Ind.,
University of Notre Dame Press, 1985.
43 Foucault, «Truth and Power», en Power/Knowledge, pág. 114.
dad»44. A lo largo del tiempo, estas formaciones son incon­
mensurables. No son todas aproximaciones (mejores, peo­
res o progresistas) a una «cosa no dicha o a algo no pensa­
do que flota sobre el mundo, entrelazado con todas sus for­
mas y acontecimientos»45.
A diferencia de Rorty, Foucault resalta el papel del con­
flicto y la violencia dentro de «nuestras» prácticas; «debe­
mos concebir el discurso como una violencia que ejercemos
sobre las cosas, o sobre todos los acontecimientos, como
una práctica que les imponemos; en esta práctica es donde
los acontecimientos del discurso encuentran el principio de
su regularidad»46. Los cambios discursivos no ocurren
como resultado de la introducción de una teoría mejor o el
surgimiento de una mente grandiosa y creativa. Son un efec­
to de los cambios en las batallas incesantes por el poder que
son un elemento constitutivo de la historia. Los cambios
discursivos ocurren cuando la violencia se inflige sobre la
violencia y «el resurgimiento de nuevas fuerzas [...es] lo su­
ficientemente fuerte para dominar a quienes ocupan el po­
der»47.
Un discurso es un sistema de posibilidades de conoci­
miento. Las formaciones discursivas están configuradas en
parte por conjuntos de reglas usualmente tácitas que nos
permiten identificar algunas afirmaciones como verdaderas
o falsas, construir un mapa, modelo o sistema clasificatorio
en el que estas afirmaciones puedan organizarse y nombrar
a ciertos «individuos» como autores. Las reglas proporcio­
nan la.precondición necesaria para la formación de afirma­
ciones. Él lugar, la función y el carácter de quienes conocen,
los autores y las audiencias de un discurso también son fun­
44 Michel Foucault, «Nietzsche, Genealogy, History», en Langua-
ge, pág. 142.
45 Michel Foucault, «The Discourse on Language», en el apéndice
a Michel Foucault, The Archaeology ofknowledge, trad. de A. M. She-
ridan Smith, Nueva York, Harper Colophon, 1976, pág. 229 [trad. esp.:
La arqueología del saber, México, Siglo XXI, 1991].
46 Ibíd.
47 Foucault, «Nietzsche», en Language, pág. 151.
dones de las reglas discursivas. Todas las formaciones dis­
cursivas nos capacitan a la vez para hacer ciertas cosas y nos
confinan a un sistema necesariamente delimitado. La «ver­
dad» sólo es un efecto de las reglas del discurso. Puesto que
no existen reglas que no hayan sido generadas por un dis­
curso, no hay un punto exterior desde el que podamos afir­
mar que juzgamos la verdad, la falsedad o la «adecuación»
de un discurso en su totalidad. La relación existente entre
palabras y cosas es siempre parcial y se origina en reglas y
compromisos discursivos que no pueden justificarse racio­
nalmente. Estas reglas tácitas suelen exponerse sólo cuando
un objeto del discurso es modificado o transformado.
Las bases de un discurso pueden situarse sólo en el po­
der; «todo conocimiento se basa en la injusticia»48. El «de­
seo de conocimiento» no puede separarse del deseo de
poder aunque, según está constituido en la actualidad en
nuestra cultura, «el hecho de poder se excluye de forma in­
variable del conocimiento». La cultura contemporánea efec­
túa esta exclusión en parte enmascarando el poder y nuestro
sometimiento a él en el discurso del «humanismo». Me­
diante este discurso, se dice al hombre occidental: «aunque
no ejercites el poder, puedes seguir siendo un gobernante.
Mejor aún, cuanto más te niegues el ejercicio del poder,
cuanto más te sometas a los que están en el poder, más au­
menta tu soberanía»49.
Como otros posmodemos, Foucault intenta debilitar el
dominio de la «teoría del sujeto» y destruir conceptos sobre
éste como «pseudosoberano». Para efectuar esta decons­
trucción, adopta una estrategia con dos jugadas clave cuan­
do menos. La primera es destruir toda pretensión esencialis-
ta acerca de la «naturaleza humana», demostrando los orí­
genes históricos y la contingencia de esas nociones. Como
Rorty y Derrida, niega que haya algo real «en nuestro pro­
fundo interior» que no sea un producto de la práctica y los

48 Ibíd., pág. 163.


49 Michel Foucault, «Revolutionary Action: “Until Now”», en Lan-
guage, págs. 221 y 222.
discursos en los que literaria y figurativamente encontramos
nuestros «yos». La segunda jugada es situar la constitución
del sujeto occidental contemporáneo y nuestras experien­
cias aparentes de subjetividad dentro de dos tipos de prácti­
cas: disciplinaria y confesional. Estas prácticas son elemen­
tos importantes dentro de la forma de poder dominante (bio-
poder) en las sociedades occidentales contemporáneas.
También están conectadas con —y afectan a— ciertos tipos
de saber que surgen en el curso de los siglos xvm y x e x en
Europa: las ciencias humanas.
Foucault estudia el triángulo de poder, derecho y verdad.
Cuestiona el «modo» del poder. ¿Qué reglas del derecho po­
nen en práctica las relaciones de poder en la producción de
los discursos sobre la verdad? En nuestra cultura, debemos
producir la verdad; no puede haber ejercicio de poder a no
ser mediante la producción de la verdad. Estas «verdades»
reflejan los «hechos de la naturaleza humana» según los re­
velan las ciencias biológicas y humanas. Estos discursos
nos cuentan qué es ser humano. «Normalizan» al «indivi­
duo» que constituyen y nombran estos discursos. El indivi­
duo que ha constituido el poder se convierte en el vehículo
de dicho poder. Éste no puede comprenderse en términos de
represión o dominio. Es una fuerza «productiva». No sólo
«pesa sobre nosotros como una fuerza que niega pero que
atraviesa y produce cosas, sino que induce placer, formas de
conocimiento, produce discurso»50.
El «individuo» aparece por primera vez mediante el po­
der disciplinario. En el siglo xvm surgieron nuevas formas
de conocimiento, que permitieron extraer de los cuerpos
tiempo y trabajo con regularidad creciente. La salud, el vo­
lumen y la condición de la población humana se estudia
para crear estas fuerzas sometidas. Se desarrollan los sabe­
res más abstractos que hacen posibles tales estudios y mejo­
ran la fuerza y eficacia de esa sujeción. El propósito del po­
der disciplinario es asegurar un cuerpo público coherente.

50 Foucault, «Truth and Power», en Power/Knowledge, pág. 119.


340
Para ligar los elementos heterogéneos de una población se
producen conceptos y prácticas de «normalización». Estas
prácticas son apoyadas y ejercitadas por el estado y los nue­
vos cuerpos de saber, en especial la medicina y las ciencias
humanas. Bajo la rúbrica humanística del interés del estado
y la obligación de crear y proteger el «bienestar» de sus ha­
bitantes, se instituye de forma creciente la vigilancia de sus
miembros. El estado necesita expertos para acumular el co­
nocimiento que requiere y ejecutar las políticas que dicen
llevar a efecto y maximizar este bienestar y protección. En­
tre los ejemplos de ese saber y sus prácticas asociadas se en­
cuentran la medicina, la educación, la salud pública, las pri­
siones y las escuelas.
Los conceptos sobre desviación, enfermedad, inadapta­
ción, etcétera son productos de los mismos discursos que
crean lo normal. Estos conceptos también enumeran los pe­
ligros de los que debe protegerse lo normal. Justifican la ne­
cesidad de un conocimiento nuevo y mejor para controlar
los problemas y para el ejercicio del poder. Este conoci­
miento es a la vez individual y global. Supone el estudio de
«rasgos» específicos poseídos por los individuos que cau­
san sus desviaciones y la búsqueda de métodos que puedan
aplicarse a todos esos individuos para obtener los resultados
disciplinarios deseados sobre la población en su conjunto.
La «prevención» de la enfermedad o el delito requiere al
menos la extensión potencial de esos saberes y prácticas a
cualquiera. El interés del estado es asegurar una conducta
regular, no sólo perseguir los delitos una vez cometidos.
Cuanto más pacífica (es decir, controlada) sea una pobla­
ción, más se legitima y asegura el poder del estado. Los fra­
casos de las prácticas disciplinarias se convierten en la base
de los «expertos» para pedir más recursos y poder para bus­
car y ejercer su conocimiento en nombre del bien público.
Una nueva forma de poder, el «biopoder», comienza a sur­
gir. Se distingue de las otras formas de poder por el carácter
concreto y preciso de su conocimiento de los cuerpos huma­
nos. Se basa en una «“incorporación” del poder real y efec­
tiva que lleva a la práctica. Circula entre las vidas concretas
de los individuos y poblaciones en las que se origina me­
diante medios múltiples y variados»51.
Además de los procesos de normalización y disciplina,
el sujeto individual también se crea mediante prácticas con­
fesionales. Los modelos principales de estas prácticas son el
psicoanálisis y la psiquiatría. Estos discursos producen la
sexualidad como una fuerza peligrosa que existe dentro de
nosotros y que sólo puede ser controlada por la persona que
ejerce la vigilancia sobre sí misma. Se dice que esa vigilan­
cia conduce al «autoconocimiento» y la liberación de los
efectos de esas fuerzas. Sin embargo, para obtener ese auto-
conocimiento y autocontrol, el individuo debe consultar a
un experto cuyo saber proporciona un acceso privilegiado a
este aspecto peligroso del «yo» de la persona.
Estos discursos crean la idea de que hay algo «profundo
en nuestro interior», algo corporal pero que puede ser cono­
cido parcialmente por la conciencia, una fuente de placer y
peligro a la vez. Al transformar el placer en «sexualidad»,
estos discursos/prácticas confesionales dan surgimiento, a
su vez, a más prácticas/conocimientos de autocontrol y au­
toconocimiento. Nos enseñan que tenemos un «yo» indivi­
dual sobre el que es posible el conocimiento. Este ser se
considera y experimenta como algo profundo y de base. Sin
embargo, esa experiencia no es «cierta» en un sentido onto-
lógico o esencialista. Sólo es un efecto de una subjetividad
constituida mediante ciertos discursos, en especial el psi­
coanálisis freudiano. En otros discursos no existen tales no­
ciones y, por ende, experiencias.
¿Qué sostienen las esmeradas «genealogías» del poder
de Foucault? Nos dice que el deseo de saber y el deseo de
poder no pueden separarse. Cabe suponer que sus investiga­
ciones han sido motivadas, al menos en parte, por deseos o
intereses que quizás no resulten evidentes en el contenido
de esos mismos estudios. La obra de Foucault tiene una in­
tención ética o «positiva», ligada con la libertad. Espera al
menos facilitar mejores resultados en las luchas en curso,
51 Ibíd., pág. 125.
aunque sumergidas, entre el «conocimiento/prácticas some­
tidas», heterogéneas y localizadas, y las fuerzas del biopo-
der. Sin embargo, su noción de libertad o el lugar posible de
la oposición comparte muchas de las debilidades de la de
Derrida y Lyotard. Tiene un molde estético o incluso ro­
mántico que por su naturaleza excluye importantes relacio­
nes sociales de mayor consideración. Contrapone una anti­
gua idea griega de la «bios como un material para una obra
de arte estética» con la moderna noción de una tecne del yo.
La ética de esta antigua tecne es estética; está ligada con el
esfuerzo de «hacer que la vida de cualquiera se convierta en
una obra de arte». Foucault sostiene que «desde la idea de
que el yo no se rinde a nosotros, creo que sólo existe una
consecuencia práctica: tenemos que creamos como una
obra de arte»52. La libertad, la ética y la «individualidad» se
situarían en la actividad creativa del individuo, ya que crea
y recrea sin cesar al «yo». Las nuevas formas de conoci­
miento serían generadas por las prácticas de hacer del yo y
la vida propios de un objeto bello.

A usencias significativas: el género y la subjetividad


EN LOS DISCURSOS POSMODERNOS

Como muchas feministas y psicoanalistas, creo que los


posmodemos hacen valiosas contribuciones para socavar
las ideas imperfectas sobre el yo, el conocimiento y el poder
que siguen prevaleciendo en el Occidente contemporáneo.
Sin embargo, también hay muchas tensiones y huecos im­
portantes entre los discursos feministas y psicoanalistas y
los del posmodemismo. En primer lugar, resulta muy evi­
dente que está ausente una discusión extensa de las relacio­
nes de género como algo esencial que constituye la cultura
occidental contemporánea. El mismo posmodemismo su­

52 Michel Foucault, «On the Genealogy of Ethics: An Overview of


Work in Progress», en Dreyfus y Rabinow, Michel Foucault, pági­
nas 235-237.
giere que debemos poner en duda la relación que existe en­
tre los actos de exclusión y la base y aparente coherencia de
todo discurso. La ausencia de toda consideración seria de
los discursos feministas o de las relaciones de género afecta
en profundidad la textura de las obras posmodemas. Ningu­
na de las metáforas para lo posmodemo (escritura, lo subli­
me, conversación o prácticas estéticas) parece congruente
con las preocupaciones de los discursos o prácticas feminis­
tas. Es cuestionable si alguno de los espacios abiertos por el
posmodemismo sería cómodo o habitable para quienes es­
tán preocupadas por los temas de género y la justicia de gé­
nero.
En segundo lugar, las narrativas posmodemas sobre la
subjetividad son inadecuadas. Según la construyen los pos­
modemos, sólo aparecen dos alternativas: un yo unitario y
esencialista «falso» u otro «verdadero» igualmente no dife­
renciado pero constituido en su totalidad por la historia o el
texto. La naturaleza de esta dicotomía está determinada en
parte por la ausencia de toda consideración sistemática del
género o las relaciones de género. Dentro de los discursos
posmodemos no hay un intento de incorporar o hacer justi­
cia a la especificidad de las experiencias o deseos de las mu­
jeres como se discuten por éstas mismas. Sus experiencias
de la subjetividad sugieren que hay alternativas a las dos
presentadas dentro de los discursos posmodemos.
Desde un punto de vista psicoanalítico, los discursos
posmodemos sobre la subjetividad son ingenuos y autoilu-
sorios. Los posmodemos no parecen darse cuenta de las po­
sibles diferencias existentes entre un yo nuclear y uno unita­
rio. Aunque declaran considerar que el yo y los conceptos
sobre él se han constituido desde la historia, no consideran
de forma adecuada algunas de las más importantes relacio­
nes sociales en su formación (por ejemplo, las primeras re­
laciones madre-hijo, la división sexual del trabajo en la
crianza de los hijos). Resulta paradójico que, aunque pare­
cen criticar y rechazar toda forma de subjetividad «profun­
da» o no social, haya ciertos elementos en la teoría de cada
escritor que en realidad la presupongan. La capacidad para
la experiencia estética o mística (Lyotard, Derrida, Fou­
cault), la posibilidad de expresar oraciones nuevas e intere­
santes (Rorty) y el deseo de resistirse a los discursos totali­
zadores (Foucault) requieren una subjetividad «profunda».

El género: su ausencia y efectos


en los espacios posmodemos
Los discursos posmodemos, o incluso los comentarios
sobre ellos, carecen de toda discusión seria sobre las teorías
feministas, aun cuando éstas solapan, complementan o apo­
yan las ideas de sus escritores. La obra de Rorty, por ejem­
plo, no contiene referencias a las críticas feministas sobre la
filosofía o sus discusiones sobre la ciencia y la filosofía de
la ciencia que corren paralelas a las suyas propias y las real­
zarían. La exclusión de toda consideración de las relaciones
de género tiene consecuencias políticas e intelectuales en su
obra. Contribuye a su sentimiento de pulcritud sobre «nues­
tra» cultura burguesa contemporánea y su mixtificación. La
identidad de este «nuestra» nunca está clara. Rorty nunca
especifica qué prácticas y experiencias, de las que se dice
que constituyen esta cultura, se incluyen dentro de estos pa­
rámetros. El problema de la desigualdad se excluye de su
pragmatismo. Las feministas y quienes se interesan por re­
laciones de dominio como el racismo deben preocuparse
por la posibilidad de que existan formas de vida inconmen­
surables y desiguales en una cultura aparentemente singular.
Rorty menciona que nuestra cultura incluye muchas comu­
nidades diferentes. Sin embargo, nunca explora de forma
sistemática la posibilidad de que algunas de estas comuni­
dades se hallen inmersas en relaciones de dominio sistemá­
ticas y profundas. A pesar de recalcar las bases históricas,
específicas y pragmáticas de todo pensamiento, no logra re­
conocer que en una cultura las experiencias de algunas per­
sonas o grupos puedan ser radicalmente diferentes de los de
otros. En tales situaciones, el problema es cómo desarrollar
una capacidad de participar en una traducción empática en
lugar de hacerlo en una «conversación». Es engañoso y pe­
ligroso asumir que todos participamos en el mismo «juego
de lenguaje» más o menos. No resulta evidente el modo en
que pueden reconocerse, y mucho menos resolverse, me­
diante la conversación, las parcialidades y limitaciones sis­
temáticas dentro de una cultura53.
A pesar de resaltar la constitución social e histórica de
las prácticas y de los individuos a través de estas prácticas,
sus «compañeros» de conversación tienen una cualidad ex­
trañamente abstracta. No cuestiona qué tipos de conversa­
ción podrían existir entre compañeros fundamentalmente
desiguales. Nunca están marcados por relaciones sociales
asimétricas. Tales relaciones no afectan ni limitan los tipos
de jugadas que la gente hace o los tipos de conversaciones
que puedan imaginar, recibir con agrado y sostener. Se pa­
san por alto los problemas que suscita Foucault sobre los
discursos marginados o sometidos, o la crítica del consenso
que Lyotard ofrece. Una sensibilidad más feminista hacia
las asimetrías basadas en el género interrumpiría esta forma
de inconsciencia feliz.
Foucault menciona a las mujeres como uno de los ele­
mentos sometidos o marginados dentro de la cultura con­
temporánea. Resalta la necesidad de prestar atención a las
formas pequeñas, locales y diferenciadas de los aconteci­
mientos y el poder, de los que se dice que constituyen la
«historia». Sin embargo, no considera la pretensión feminis­
ta de que la historia de hombres y mujeres son diferentes y
heterogéneas en aspectos importantes. Las historias de Fou­
cault parecen esto-totalmente desinformadas de todo cono­
cimiento de las narrativas feministas sobre sus principales

53 Richard J. Bemstein, «Philosophy in the Conversation of Man-


kind», en Hollinger, Hermeneutics and Praxis', Paul A. Bove, «The Ine-
luctibility of Difference: Scientific Pluralism and the Critical Intelligen-
ce», en Arac, Postmodemism and Politics', y Comel West, «The Politics
of American Neo-Pragmatism», en Post-Analytic Philosophy, ed. de
John Rajman y Comel West, Nueva York, Columbia University Press,
1985, expone este problema desde un punto de vista no feminista.
temas (la sexualidad y el biopoder). La consideración siste­
mática de las relaciones de género afectaría en profundidad
sus genealogías de la sexualidad, la subjetividad, el poder y
el conocimiento54. Muchas de sus afirmaciones históricas
parecen dificultosas cuando se contraponen a las narrativas
feministas. Por ejemplo, su noción de biopoder como única
forma de poder moderna es contraria a muchas explicacio­
nes feministas de la historia. Según estas explicaciones, los
cuerpos de las mujeres siempre han sido «colonizados»,
aunque de modos diferentes, por la intersección de conoci­
miento y poder55. Las batallas en tomo a la conceptuación y
el control de los cuerpos de las mujeres ha sido un rasgo
predominante pero variable desde el punto de vista histórico
en todas las culturas. Quizás lo que distingue a la cultura
moderna no es la introducción del biopoder en sí, sino más
bien las extensiones de su poder (en formas nuevas y anti­
guas) a diferentes grupos de hombres, así como de mujeres.
La ausencia de toda consideración sistemática del géne­
ro resulta especialmente enigmática, puesto que Foucault
declara estar escribiendo «historias del presente» que de al­
gún modo serán de utilidad para los grupos marginados.
Desde una perspectiva feminista, ninguna historia precisa
del presente podría pasar por alto el carácter central de las
relaciones de género y sus luchas, que resuigieron con ple­
na fuerza a finales de los años sesenta.
El tratamiento que otorga Derrida al género también es
problemático. Declara que una de las dicotomías falsas y
asimétricas producidas por la violencia de la metafísica es la

54 La obra de Kathy Ferguson sugiere algunas de las alteraciones


que resultarían. Véase especialmente The Feminist Case Against Bu-
reaucracy, Philadelphia, Temple University Press, 1984, cap. 2.
55 Sería interesante, por ejemplo, comparar Woman’s Body, Wo-
man ’s Right: A Social History of Birth Control in America, Nueva York,
Viking Press, 1966, de Linda Gordon, con los métodos y relatos de
Foucault en relación con el género; véase también Ferguson, The Femi­
nist Case, en especial el prólogo y el cap. 5; y Susan Rubin Suleiman
(ed.), The Female Body in Western Culture, Cambridge, Mass., Harvard
University Press, 1985.
de hombre/mujer. Una lectura deconstructiva de este discur­
so invertiría primero la asimetría del par. La escritura debe
efectuar una transvaloración de los valores. Las cualidades
atribuidas o asociadas a la «mujer» deben ser rescatadas de
su concepto falocéntrico ordinario (es decir, el cuerpo sería
exaltado sobre la mente, el sentimiento sobre el pensamien­
to, el placer sobre el trabajo y la producción, lo no cultural
[otro] sobre la cultura, el estilo sobre la verdad). En estas in­
versiones se comenzaría por «leer como una mujer». Ésta
opera desde «fuera» y perturba la metafísica, la lógica y los
conceptos de la cultura falocéntrica. «Fuera de las profundi­
dades, infinitas e insondables, absorbe y distorsiona todo ves­
tigio de esencialidad, de identidad o de propiedad. Y los dis­
cursos filosóficos ciegos zozobran en esos bajíos y son preci­
pitados a esas profundidades sin fondo para su ruina»56!
Por supuesto, la inversión no es suficiente. También
debe efectuarse una deconstrucción «positiva» del par hom­
bre/mujer. Debe desconectarse mujer (y hombre) y la mis­
ma diferencia sexual de toda referencia histórica, específica
o biológica. Debe desesencializarse la mujer y ponerla en
juego entre otros signos igualmente innecesarios, indetermi­
nados y sin referencia. «No existe cosa tal como una mujer,
como una verdad en sí misma de la mujer en sí misma».
Tampoco hay «verdad en sí misma de la diferencia sexual
en sí misma»57.
Como signo, la mujer tiene los efectos y afectos siguien­
tes, además de su carácter generalmente perturbador: es a
quien la verdad no obligará a manifestar su verdadera opi­
nión. Es «escepticismo, disimulación y remolinos de ve­
los»58. Es «demasiado inteligente para creer en la castración

56 Jacques Derrida, Spurs: Nietzsche ’s Styles, trad. de Barbara Har-


low, Chicago, University of Chicago Press, 1979, pág. 51 [trad. esp.:
Espolones (Los estilos de Nietzsche), Valencia, Pre-Textos, 1981]. Mi
lectura de este texto se ha beneficiado del análisis de Jardine que apare­
ce en Gynesis, cap. 9. Sin embargo, su lectura me parece insuficiente­
mente crítica sobre la naturaleza de género de las categorías de Derrida.
57 Derrida, Spurs, págs. 101, 103.
58 Jardine, Gynesis, pág. 194.
o anticastración» (su opuesto exacto). Por ello, la mujer no
quiere nada con el feminismo, puesto que «el feminismo
también busca castrarla. Quiere una mujer castrada, preña­
da de estilo». A diferencia del «filósofo dogmático mascu­
lino», la mujer renuncia a toda pretensión de «verdad, cien­
cia y objetividad». Está más allá de la metafísica. Su poder
«afirmativo» y dionisíaco es que «juega al disimulo, a la or­
namentación, al engaño, al artificio, a la filosofía de un ar­
tista». Al afirmar que está más allá de la metafísica, la
«cuestión de la mujer anula la oposición determinable de
verdadero y no verdadero [...]. Después de lo cual la cues­
tión del estilo se libera como una cuestión de escritura»59.
Más allá de la metafísica, la mujer resulta ser idéntica a —o
intercambiable con— la escritura, el otro, el ser, el comple­
mento, la huella.
La deconstrucción de la mujer en Derrida puede parecer
compatible con aspectos del discurso feminista. Su dis-
tanciamiento de los conceptos biológicos, esencialistas o
ahistóricos sobre el género parecen congruentes con la in­
tención de muchas feministas. No obstante, sus escritos me
desasosiegan profundamente. Sus conceptos sobre la mu­
jer/género tienen una cualidad transcendental. Plantea un
conjunto de elecciones constrictivo en el que las mujeres
siempre terminan significando la «diferencia sexual», a pe­
sar de declarar que la libera. Afirma que la mayoría de los
conceptos sobre la mujer son esencialistas y erróneos. La
única alternativa son los conceptos que no hacen referencia
a ningún ser histórico y específico, constituido mediante
conjuntos diferenciados de experiencia social. La mujer
como escritura/otro/estilo está «fuera» de toda historia con­
creta y experiencia o determinación corporal. Este conjunto
de elecciones excluye la posibilidad de considerar que las
diferencias surgen de experiencias no textuales e históricas,
así como de las de raza y de diferencias de clase. La especi­
ficidad de ser mujer en culturas localizables y separadas se

59 Derrida, Spurs, págs. 61,65,67, 107.


ha perdido. La falta de una consideración social e histórica
de la mujer también conduce a oscurecer su constitución en
las relaciones de dominación que no han dejado de existir
«afirme» o no el artificio y estilo.
En la cultura occidental moderna, las mujeres ocupan
una «posición cultural liminal específica que está en cierto
modo conectada, a través de una madeja enmarañada de
mediaciones, con su diferencia anatómica, con su feminei­
dad». Como Derrida elimina la consideración de lo concre­
to, más adelante las diferencias femeninas históricas impi­
den la exploración de un espacio que sólo ha empezado a
serlo: «el continente negro como la noche al que la cultura
patriarcal ha connotado firmemente como femenino y por
ello despreciado». Incluso aunque la crítica cultural tenga
ese poder, es demasiado pronto para derribar el «gueto don­
de lo femenino ha sido confinado y degradado, necesitamos
delimitar sus fronteras y excavar sus cimientos para salvar
las reliquias utilizables y rechazar el patriarcado, porque ha­
cerlo es quizás la única oportunidad que tenemos de cons­
truir una sociedad posdeconstruccionista que no repita sim­
plemente la nuestra»60.
Existe otro problema en el planteamiento de Derrida. Pa­
rece repetir el lugar de la mujer como el otro indiferenciado
del hombre en vez de conceptuarlos a ambos como consti­
tuidos por sistemas de relaciones de género separadas en las
que existen. No hay una deconstrucción interna del concep­
to de «mujer» de forma que pueda hablarse de las muchas
diferencias entre ellas. En vez de eso, se la confunde con
tantas otras muchas categorías complejas (escritura, estilo,
ser, otro), que esa deconstrucción se hace aún más difícil.
También falta una consideración de las fantasías del
«hombre» sobre la mujer o los efectos que tiene sobre él de­
finirse en relación con el otro/mujer. A pesar de la retórica
de «leer como una mujer» o desplazar el «falocentrismo»,
los posmodemos no se dan cuenta de la profunda naturale­

60 Schor, «Dreaming Dissymmetry», pág. 110.


350
za de género que presentan su reexplicación e interpretacio­
nes del relato occidental y las estrategias que oponen a sus
narrativas maestras. Los posmodemos siguen honrando al
Hombre como el único autor y personaje principal de estos
relatos, aunque esté muriendo al acabarse su tiempo. Re­
cuentan la historia contemporánea de Occidente mediante
los relatos de las tres muertes: la del Hombre, (su) la Histo­
ria y (su) la metafísica. Lo que la mujer haya hecho en todo
este tiempo (pasado) queda «fuera» por definición y según
las convenciones de su relato/línea.
Los posmodemos no cuestionan si la mujer «es» el
«exceso», el «maigen» o el «complemento» sólo en virtud
de estar situada dentro de un discurso y cultura falocéntri-
cos y como efecto de ello. Este «efecto» no es producido
por —ni es una consecuencia de— la estructura del «len­
guaje» (o su lógica «binaria») o el carácter ineludible de la
«intertextualidad». Es producido por la lógica y dinámica
del sistema de géneros e identidades contemporáneo, que
incluye la represión y negación de los actos de supremacía
de las mujeres incluso por parte de los escritores de «tex­
tos» posmodemos. Una de las bases que posibilitan el fa­
locentrismo y sus consecuencias es la represión y nega­
ción de tales actos.
Sin embargo, en lugar de «deconstruir» estos actos de
represión, Derrida construye una teoría sobre ellos. Si real­
mente quisiera efectuar una inversión o desesencializar el
par hombre/mujer, podría asignar al «hombre» las caracte­
rísticas estereotípicas asociadas con la «mujer»: estilo, arti­
ficio, etcétera. No obstante, como en el caso similar de La­
can, la coherencia y verosimilitud de su discurso depende de
la congruencia de las cualidades que asigna a la mujer y el
significado social generalizado que se le asocia.
Despojados de su juego de palabras, de su retórica opa­
ca y narcisista, los escritos de Derrida se hacen eco de la
metafísica falocéntrica. Cuerpos y mentes son dos entidades
completamente distintas. Quienes participan en el pensa­
miento racional se inscriben en el lado de la masculinidad y
la cultura. No obstante, se puede llegar a ser una mujer sin
tener un cuerpo femenino. Mediante la escritura, algunos
pueden eludir el falocentrismo que aprisiona a los otros. El
«estilo» de la mujer es peligroso para la cultura puesto que
ha estado fuera de ella. La mujer/escritura/el otro es así una
fuerza impensable, mística y dionisíaca fuera o más allá del
tiempo. Es lo real, el desorden que el hombre ha intentado
someter y poseer en el curso de la construcción de la racio­
nalidad, la verdad y la cultura.
En realidad, no hay nada nuevo o «posmodemo» en ta­
les afirmaciones. Temas similares han sido recurrentes en la
filosofía occidental, por ejemplo, en la obra de Platón o
Rousseau61. Lo que sigue «ausente» (prohibido) es la in­
corporación de la «mujer» como ser encamado, deseante,
concreto y diferenciado dentro de la cultura, el lenguaje, go­
bernando o pensando en nuestros propios términos y no
como «otra» del hombre, «Objeto de deseo» o construcción
lingüística. La mujer posmodema se encuentra en la misma
posición que la Sofía de Emilio. Es buena porque está fuera
de la política y su «bondad» (fuera) es necesaria para la con­
servación de la cultura y la individualidad del hombre62. La
diferencia más importante que puedo ver entre la posición
de Rousseau y la de Derrida es que quiere identificarse con
la mujer, leer como ella, convertirse en ella o (al menos) que
la envidia abiertamente según la ha definido. Sigue sin que­

61 Para una discusión de Platón, véase Luce Irigaray, Speculum of


the Other Woman, trad. de Gillian C. Gilí, Ithaca, N.Y., Comell Univer­
sity Press, 1985, en especial «Plato’s Hysteria». Sobre Rousseau, cfr.
Susan Moller Okin, Women in Western Political Thougth, Princeton,
N.J., Princeton University Press, 1979, en especial la parte 2. También
he expuesto los efectos (inconscientes) de las relaciones de género so­
bre las filosofías de Platón y Rousseau en Jane Flax, «Political Philo­
sophy and the Patriarcal Unconscious: A Psychoanalytic Perspective on
Epistemology and Metaphysics», en Discovering Reality: Feminist
Perspectives on Epistemology, Metaphysics, Methodology and Philo­
sophy of Science, ed. de Sandra Harding y Merrill Hintikka, Boston, D.
Reidel, 1983.
62 Cfr. Okin, Women in Western, para una discusión más detallada
sobre este punto.
rer que hable por sí misma o, como señala Irigaray, que ha­
blen entre ellas sin él63.

Subjetividad: cuestionesfeministas y psicoanalíticas


La ausencia o desaparición de la mujer concreta y de
las relaciones de género sugiere la posibilidad de que el
posmodemismo no se oponga sólo o simplemente al falo-
centrismo, sino que también pueda ser «su último ardid»64.
Una consideración más estrecha de la crítica posmodema a
la subjetividad y sus posibles funciones y propósitos defen­
sivos proporciona más apoyo a esta sospecha. Los escritos
de Derrida, Lyotard y Foucault sobre la subjetividad son
contradictorios. Aunque denuncian toda noción esencialis-
ta o universalista sobre la naturaleza humana, su obra tam­
bién incorpora una dimensión profundamente románti­
ca/estética.
Tanto Lyotard como Derrida recobran una forma de
subjetividad transcendental en su relación con el otro irre-
presentable. Como en el modernismo elevado, el escritor
(escrito/texto) resurge como héroe. Contra las trivialidades
de la cultura de masas, «libra una guerra contra la totalidad
[y] activa las diferencias» que tienen su origen (no origina­
rio) en el otro irrepresentable65. La escritura transgrede los
límites del lenguaje y al menos evoca algo más allá o fuera
de las prácticas culturales contemporáneas. Debe existir una
facultad transcendental para que el artista/escritor pueda en­
trar en la «escena de la escritura» o ser afectado por ésta, o
para que cualquiera tenga una experiencia de lo sublime, se­
gún lo definen Lyotard o Derrida. Esta facultad no puede

63 Luce Irigaray, «Commodities Among Themselves», en This Sex


Wich Is Not One, trad. de Catherine Porter, Ithaca, N.Y., Comell Uni­
versity Press, 1985.
64 Es una sugerencia de Schor. Véase su «Dreaming Dissym-
metry», pág. 109.
“ Lyotard, The Postmodem Condition, pág. 82.
ser simplemente el entrelazamiento de las «mismas» prácti­
cas históricas y sociales convencionales mediante las que se
dice que se produce «el más allá» o no se podría ir «más
allá» de lo establecido. Pasar la metáfora del artista-autor in­
dividual a «la escritura» o «lo sublime» no puede lograr
ocultar la congruencia de su planteamiento con la idea mo­
dernista de «cultura elevada» acerca de la obra de arte y el
artista. Según esta consideración, el arte «verdadero» sólo
significa y hace referencia a sí mismo; no obstante, al mis­
mo tiempo, éste y el artista pueden representar una dimen­
sión «más elevada» de la realidad y «estar íuera de las pala­
bras de la tribu»66.
En la obra de Foucault, lo estético se conecta con la sub­
jetividad, en su idea de reemplazar las tecnologías del yo
con el ideal de hacer de la propia vida una obra de arte. Sin
embargo, paradójicamente, a pesar de criticar la mixtifica­
ción que hace Derrida de la escritura, no se plantea la cues­
tión de qué formas de vida hacen posible semejante noción
en cuanto a su propio ideal estético. Un rehacer del yo tan
constante supone su planteamiento aislado en la sociedad
individualista. Excluye la posibilidad de afectos o responsa­
bilidades duraderos hacia oteo en quien pueda descansar la
estabilidad y la «continuidad del ser»67. De hecho, a pesar
de su crítica al «humanismo» de Sartre, este yo estético pa­
rece tener algo de la misma vacuidad y cualidades proyecti-
vas de la mónada sartreana, que la lleva a deshacerse del
«cieno de la historia» en su constante búsqueda de la liber­
tad68. No veo cómo esta búsqueda tan individualista y ato-

66 Cfr. la acertada crítica de Richard Rorty a Lyotard en «Habermas


and Lyotard on Postmodemity», en Bemstein, Habermas and Moder-
nity.
67 No se pueden integrar los rasgos de la madre suficientemente
buena según los presenta D. W. Winnicott (cfr . cap. 4) con la subjeti­
vidad estética de Foucault.
68 Cfr. Jean-Paul Sartre, Being and Nothingless, Nueva York, Was­
hington Square Press, 1966, en especial las págs. 747 y 748. Foucault
tota de distinguir sus opiniones de las de Sartre en «On the Genealogy
of Ethics», en Dreyfiis y Rabinow, Michel Foucault, pág. 237.
mista de la «vida hermosa» pueda reconciliarse, por ejem­
plo, con el cuidado de los niños o con la participación en
una comunidad política69. Es profundamente antitética con
los planteamientos feministas del yo en relación con los
otros. Y a pesar de la crítica que hace Foucault de la noción
del «intelectual universal», delata una esperanza romántica
de que lo hermoso pueda rescatamos de los «discursos tota­
lizadores» de la cultura occidental contemporánea.
A pesar de sus estéticas, estos escritores continúan ne­
gando que exista una subjetividad «profunda». Por ello en­
tienden toda clase de experiencias que no han sido «coloca­
das dentro» de la persona por las prácticas y discursos inme­
diatos de su cultura. Una persona es sólo un «tejido» de esas
prácticas. No hay nada más. Resulta obvio que tal conside­
ración implica o supone un rechazo de los modos en que los
psicoanalistas han concebido el inconsciente, los impulsos,
la constitución innata, el proceso primario y la fantasía. Esto
resulta particularmente evidente en la obra de Rorty, que re­
chaza el planteamiento freudiano sobre el inconsciente
como una «caldera oscura» y su concepto de la mente, es­
tructurada por conflictos intrínsecos y necesarios entre sus
tres partes (ego, ello y superego)70. En su lugar, debemos

69 Sobre los problemas de reconciliar la política y las ideas de Fou­


cault, véase Rajchman, Michel Foucault, cap. 2; y Dreyfus y Rabinow,
Michel Foucault, págs. 253-264. Los problemas del género o de la
crianza de los hijos no se abordan en ninguna de estas obras. Poco an­
tes de su muerte, Foucault sin duda estaba replanteando algunas de sus
ideas sobre la subjetividad. Véase Luther H. Martin, Huck Gutman y
Patrick H. Hutton, Technologies of the Self, Amherst, University of
Massachusetts Press, 1988.
70 Richard Rorty, «Freud and Moral Reflection», en Pragmatism ’s
Freud: The Moral Disposition of Psychoanalysis, ed. de Joseph
H. Smith y William Kerrigan, Baltimore, Johns Hopkins University
Press, 1986. Derrida reconstruye de forma natural el inconsciente como
la escena de la «escritura», el otro y el azar. Véase «My Chances/Mas
chances: A Rendezvous with Some Epicurean Stereophonies», en Ta-
king Chances: Derrida, Psychoanalysis and Literature, ed. de Joseph
H. Smith y William Kerrigan, Baltimore, Johns Hopkins University
Press, 1984.
leer a Freud como si hubiera poblado «el espacio interno
[...] con análogos de personas, grupos de creencias y deseos
con coherencia interna». La mente no es una interacción di­
námica y a menudo conflictiva de impulsos somáticos y
fuerzas del ego y el superego. Más bien es una «conversa­
ción» entre tres participantes. Todas estas «personas» tienen
«relatos» interesantes que contar acerca de sus experiencias.
No hay una disyunción fundamental entre el proceso prima­
rio y el secundario, sino que el inconsciente se define como
«un inconsciente racional, que no puede tolerar más la in­
consistencia de lo que puede hacerlo la consciencia»71.
De este modo, no hay ninguna parte de nosotros mismos
que sea fundamentalmente extraña, ajena, inaccesible al dis­
curso. No obstante, como en otras discusiones de Rorty so­
bre la «conversación», estos «compañeros» tienen una cua­
lidad extrañamente abstracta y armoniosa. Son trozos de un
«yo» que surge en sus partes y como todo de la nada y exis­
te sin relación con los otros, el deseo o el cuerpo. Estos
compañeros nunca fueron niños que tuvieron padres hacia
los que experimentaron sentimientos complejos de amor y
odio. Las ideas freudianas del ego constituido en parte por
los precipitados de sus relaciones de objeto y de los conflic­
tos intra e interpersonales entre los deseos múltiples de un
yo y sus «otros» simplemente han desaparecido.
Los posmodemos han hecho importantes contribucio­
nes a la deconstrucción de las formas (aparentemente) uni-
versalizadoras de las concepciones del yo. Se unen a las teó­
ricas feministas en considerar estos conceptos como arte­
factos (blanco, masculino) de la cultura occidental. Sin
embargo, su crítica de la subjetividad difiere en aspectos
fundamentales tanto de los planteamientos psicoanalíticos
como de los feministas. Parecen confundir dos conceptos
diferentes y de distinta lógica sobre el yo: uno «unitario» y
uno «nuclear». Todas las formas posibles del yo se confun­
den con los yos unitarios, mentalistas, deserotizados, domi­

71 Rorty, «Freud», en Smith y Kerrigan, Pragmatista s’ Freud, pági­


nas 5,7.
nantes y de oposición que critican acertadamente. Ha sido
importante señalar que estas formas de yo se solapan y son
congruentes con las definiciones de «masculinidad» que
han sido recurrentes en la cultura occidental. También es
cierto que la propia obra de Freud en muchos sentidos refor­
zó y revalidó con un disfraz científico estas concepciones
occidentales tradicionales del yo y la masculinidad. Como
fundador de la práctica psicoanalítica, sin duda afectó pro­
fundamente la práctica discursiva de los analistas posterio­
res. En consecuencia, al replantear la cuestión de la subjeti­
vidad, sería necio no interrogar ni considerar con escepticis­
mo los discursos psicoanalíticos sobre este tema. Sin
embargo, las críticas posmodemas a la subjetividad siguen
siendo incompletas y simplistas. No proporcionan unas ba­
ses convincentes para abandonar todos los discursos posi­
bles concernientes a la subjetividad.
Trabajo con gente que padece el «síndrome límite». En
esta enfermedad, el yo se encuentra en fragmentos doloro­
sos e incapacitadores72. Los pacientes límite carecen de un
yo central sin el que no es posible el registro y el placer de
una serie de experiencias de nosotros mismos, los otros y el
mundo exterior. Quienes celebran o abogan por un yo «des­
centrado» parecen ilusoriamente ingenuos y no se dan cuen­
ta de la cohesión básica dentro de ellos mismos que hace de
la fragmentación de experiencias algo distinto a un aterra­
dor deslizamiento hacia la psicosis. Esos escritores parecen
confirma: las mismas afirmaciones de aquellos a quienes
han despreciado por hacerlas, que un sentido de la continui­
dad o «seguir siendo» es una parte tan importante del yo
central que se convierte en un bagaje que se da por sentado.
A las personas que tienen un yo central les resultan casi ini­
maginables las experiencias de quienes carecen de él o lo
han perdido.

72 Expongo parte del tratamiento de un paciente límite en Jane


Flax, «Remenbering the Selves: Is the Repressed Gendered?» Michi­
gan Quarterly Review, 26, núm. 1 (invierno de 1987), págs. 92-110.
Las experiencias de los pacientes límite demuestran vi­
vidamente la necesidad de un yo central y el daño que pro­
duce su ausencia. Sólo cuando un yo central empieza a co­
hesionar, se puede entrar en —y usar— el espacio de transi­
ción, en el que las diferencias y fronteras entre yo y otro,
interior y exterior, y realidad e ilusión se agrupan u omiten.
Los textos posmodemos pertenecen a este espacio y lo uti­
lizan. Es ampuloso y engañoso declarar que no existe otro
espacio o que sólo éste es suficiente.
Muchas feministas (incluida yo misma) son escépticas
ante los motivos de quienes niegan la existencia de la subje­
tividad o de una realidad «exterior» constituida en parte por
relaciones de dominio no textuales. Dadas las formas par­
ticulares del yo y la represión (política y psicodinámica) que
las mujeres pueden experimentar en la cultura occidental,
las teóricas feministas tienen un interés especial en construir
conceptos del yo que hagan justicia a toda la complejidad de
la subjetividad y los espacios en los que probablemente se
encuentre. Es posible y más deseable construir tales concep­
tos sobre la subjetividad que «reprimir nuestras intuiciones
sobre ella» o abandonar el tema por completo73.
Cabe construir planteamientos del yo en los que no se
experimente la diferencia como irreconciliable o la existen­
cia de los otros como una amenaza a priori para conseguir
lo que se quiere. De este modo, no cae en el sentido de alie­
nación y enajenación permanente que Lacan atribuye al yo
«descentrado» o no unitario. A diferencia de la visión pos-
moderna, un ser como ése tampoco sentiría la necesidad de
abjurar del uso de la lógica, el pensamiento racional o la ob­
jetividad, aunque puede jugar con ellos. Tampoco se perde­
ría e imaginaría que el yo es sólo el efecto del pensamiento
o el lenguaje en lugar de ser también su causa. Sabría
además que es social, dependiente de los otros para su exis­

73 Rorty, «Pragmatism and Philosophy», en Baynes, Bohman y


McCarthy, After Philosophy, pág. 52, sugiere que «algunas intuiciones
deben reprimirse de forma deliberada».
tencia. Pero, al mismo tiempo, podría experimentarse como
poseedor de un mundo interno que nunca es exactamente
como otro. Aprecia el hecho de que los otros también po­
seen un mundo semejante. Podría reconocer el deseo de su
aspecto sexual y la autonomía del deseo y sus objetos. Tole­
raría, o disfrutaría incluso, la tragedia y la comedia del de­
seo: el fallo frecuente de los objetos y aun de nuestro propio
deseo de adecuarse a nuestros anhelos o planes «raciona­
les», el extrañamiento y alteridad de ese aspecto deseante y
de ese mismo aspecto en los otros.
Vislumbrar un yo semejante es también confrontar una
paradoja: no puede existir plenamente dentro de la cultura
contemporánea. Las fuerzas de represión no están sólo den­
tro de las formaciones individuales, metafísicas, metanarra-
tivas o discursivas, sino también en las relaciones sociales.
Estas fuerzas sociales son demasiado poderosas, están de­
masiado fragmentadas y son demasiado profundas para que
un individuo o análisis individual las comprenda o supere.
La existencia de relaciones de género asimétricas y las asi­
metrías de raza fomentan y refuerzan las divisiones y repu­
dios de partes del yo. La homofobia se utiliza para obligar a
la represión de aspectos del deseo, la sexualidad y las rela­
ciones con los otros. Estas fuerzas entran en la estructura de
nuestro mundo «interno» y la ayudan. En consecuencia, la
consideración de este yo múltiple, su ausencia, represión y
mutilación nos empuja «fuera» a emprender la existencia
como agentes que pueden enfrentarse de forma agresiva con
la cultura y su malestar.
Los posmodemos intentan persuadimos de que debe­
mos ser suspicaces ante toda noción de yo o subjetividad,
porque puede estar ligada y apoyar mitos «humanistas» pe­
ligrosos y opresivos. Sin embargo, soy muy suspicaz ante
los motivos de quienes nos aconsejen tal postura justo cuan­
do las mujeres han comenzado a recordar sus yos y a recla­
mar una subjetividad de agentes, antes sólo disponible para
unos cuantos hombres blancos privilegiados. Es posible
que, de forma inconsciente, en lugar de compartir esa sub­
jetividad (revisada) con los «otros», los privilegiados nos
reafirmen que era «realmente» opresiva para todos ellos.
Como mujeres (más o menos) bien formadas, quizás siga­
mos estando demasiado dispuestas a abandonar nuestra
actuación y ambiciones propias. Nuestra elección no se li­
mita a un yo «masculino», excesivamente diferenciado y
unitario o ninguno en absoluto. Debemos sospechar de
quienes revisen la historia (y, en consecuencia, nuestra
memoria colectiva) para construir alternativas tan imper­
fectas. Al recuperar o reconstruir los aspectos reprimidos
del yo —nuestra ira, nuestras conexiones con otras muje­
res, nuestras atracciones y nuestro miedo hacia ellas, nues­
tro odio hacia nosotras mismas—, las mujeres de la «se­
gunda ola» del feminismo han comenzado a recobrar la
memoria, como una experiencia diferenciada aunque co­
lectiva (historia). Esta «nueva» memoria proporcionó a
muchas mujeres un poderoso impulso hacia la acción (po­
lítica) y la necesidad de relaciones sociales más justas. Al
hacer una valoración respetuosa de estas experiencias, po­
demos encontrar alternativas a las metáforas y espacios de
la escritura, estética y conversación posmodemas y modos
para incorporarlos. Sin embargo, sin hacer hincapié en la
justicia, estos espacios posmodemos amenazan con con­
vertirse en otra «jaula de hierro».
Las experiencias de la terapia y el surgimiento de la
conciencia feminista sugieren que, sin un acceso a todos
los aspectos del yo, no puede emerger la memoria en su
plenitud. Sin un lugar y una participación en la memoria
colectiva y si no se recuenta o reconstruye, no puede sur­
gir o sostenerse un sentido del «nosotros/as», en el que
cada yo es una parte y del que cada yo es responsable. Sin
un sentido de un yo entre nosotros/as, no es posible la po­
lítica como justicia (distributiva)74. Los posmodemos no
han ofrecido conceptos o espacios adecuados para la prác­
tica de la justicia. ¿Qué recuerdos o historia tendrán nues­
tras hijas si nosotras no hemos hallado modos de contarla

74 Hanna Pitkin, «Justice: On Relating Prívate and Public», Politi-


cal Theory, 9, núm. 3 (agosto de 1981), págs. 327-352.
y practicarla? Si no recordamos nuestros yos, ¿cómo pode­
mos actuar? Estas preguntas pueden estar excluidas de los
discursos posmodemos existentes, pero muchas feministas
insisten en retomarlas. No podemos arriesgamos a esa re­
presión (de nuevo).
Sin conclusiones
Género, conocimiento, yo y poder en transición

S in conclusiones

Una cuestión fiindamental y no resuelta que domina este


libro es cómo justificar —o incluso formular— las eleccio­
nes teóricas y narrativas (incluida la mía propia) sin recurrir
a la «verdad» o la dominación. Estoy convencida de que po­
demos y debemos justificar nuestras elecciones ante nos­
otros mismos y los otros, pero no tengo claro qué formas
significativas deben asumir esas justificaciones. No me re­
sulta de ayuda pensarlo en términos de una búsqueda de re­
presentaciones «menos falsas» porque las críticas posmo­
demas a la representación son demasiado convincentes1.
Más bien sostendría que es necesario y difícil al mismo

1 Sandra Harding me ha sugerido en correspondencia privada que


el dualismo verdadero/falso necesita ser deconstruido. Sostiene que
quizás pueda haber conceptos de falsedad que no dependan de una no­
ción de verdad. Me parece una sugerencia interesante, pero no de una
utilidad inmediata para mis propósitos.
tiempo desplazar la verdad/falsedad con los problemas del
significado(s). Una combinación del concepto de Foucault
sobre el poder/conocimiento y la noción de Wittgenstein de
los juegos de lenguaje resultaría de ayuda para revisar las
cuestiones del significado, aunque no puedo dar más deta­
lles aquí de esta intuición. Al igual que el uso del lenguaje,
la interpretación del significado no es sólo un proceso pri­
vado o infinito, sino que las reglas pueden ser una parte tan
importante del juego que sea difícil hacerlas conscientes.
Tampoco pueden entenderse sólo dentro del lenguaje o
como si éste las generara, ya que el lenguaje y las reglas dis­
cursivas reflejan contextos complejos de relaciones sociales
y poder en los que se sitúan. Una resolución de estos proble­
mas, o incluso una respuesta seria, requeriría un libro y mu­
cha más comprensión de la que dispongo. También es posi­
ble que este mismo anhelo de significado refleje experien­
cias de esta cultura y modos de pensamiento anticuados.
Quizás sea mejor analizar sólo los deseos de significado y
aprender a vivir sin fundamentos.
Sin embargo, he sostenido que algunas teorías e inter­
pretaciones sobre ellas son más útiles para comprender
nuestra cultura de transición que otras y he aducido las razo­
nes de mis elecciones. Estos argumentos no pretenden «pri­
vilegiar» una teoría, es decir, presentar su «verdad», su
oportunidad, o dejarla fuera de cuestión. Es importante acla­
rar y fundamentar estas creencias para que el lector pueda
responder y continuar la conversación. Seguir modos pro­
metedores de comprender nuestra experiencia no es necesa­
riamente buscar la «verdad» o el poder en un sentido ilustra­
do. Más bien supone un compromiso de responsabilidad y
esperanza de que hay otros «fiiera» con quien es posible la
conversación. También supone y refleja un compromiso con
los conceptos no narcisistas de subjetividad, asumir que hay
otros fuera que existen independientemente de mis fantasías
sobre ellos. Como estos otros no están (sólo) en «mi cabe­
za», si quiero conversar con ellos, debo tratar de hacer inte­
ligibles mis significados e intenciones. Un deseo como éste
puede existir al margen de —e inmotivado por— toda no­
ción de «comunicación no distorsionada» o capacidad co­
municativa2.
El temor a que invitar a un discurso de duración inde­
finida sobre estas cuestiones conduzca necesariamente a la
dominación de un planteamiento o grupo sobre los otros
refleja un sentimiento inflado del poder de la escritura y el
pensamiento, y una negación de la autonomía de los otros.
También revela la incapacidad de escapar a las categorías
ilustradas, de tal modo que la afirmación de que «esto pa­
rece tener sentido de x en estas condiciones y por estas ra­
zones, pero con estos problemas» se convierte en equiva­
lente a «esto tiene que ser cierto (para ti y para todos)». La
búsqueda de inteligibilidad y significado no es necesaria­
mente lo mismo que la imposición de la razón. No tiene
por qué enredamos con la «metafísica de la presencia». Se
pueden buscar significados sin asumir que sean raciona­
les, libres de un contexto o fijados «para siempre», o que
puedan obtenerse sólo mediante el uso de la razón o que
dependan de ella. El juego, la estética, la empatia o la uti­
lización por los estados sentimentales de otros también
son fuentes de significado e inteligibilidad. Aunque los
posmodemos aciertan al sostener que muchos filósofos
occidentales confunden razón y significado, carece de ga­
rantías la pretensión de que un compromiso con la inteligi­
bilidad o el significado nos vuelva a atrapar necesariamen­
te en la metafísica de la presencia. Los significados pue­
den construirse de manera inconsciente e intersubjetiva,
sin que el constructor asuma que son trozos «encontrados»
de lo Real o Verdadero.

2 Sobre la noción de Jürgen Habermas sobre la capacidad comuni­


cativa y algunos de sus problemas desde una perspectiva feminista, véa­
se Nancy Fraser, «What’s Critical About Critical Theory: The Case of
Habermas and Gender», in Feminism as Critique, ed. de Seyla Benhabib
y Drucilla Comell, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1987.
Los planteamientos de Habermas se encuentran en Jürgen Habermas,
The Theory of Communicative Action, Boston, Beacon Press, 1984 [trad.
esp.: Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1992],
Además, no creo que sea posible operar sin —o abjurar
de— elecciones y presupuestos teóricos o fuera de ellos.
Existen muchos objetivos y funciones importantes mezcla­
dos dentro de los procesos de reclamación de significado (e
incluso en las nociones de verdad más antiguas). Necesita­
mos considerar cómo funcionan tales reclamaciones dentro
de diferentes juegos de lenguaje y cuáles de esas funciones
deberíamos querer preservar, aunque fuera con formas alte­
radas. Puesto que nuestro pensamiento siempre se da dentro
de estructuras teóricas, sociales y lingüísticas preexistentes,
no es posible pensar, argumentar o escribir sin presuposicio­
nes. Pero las ligaduras de nuestro pensamiento no siempre
llevan a la dominación, a actos de violencia sobre las cosas y
los otros. Más bien puede que se combinen verdad, domina­
ción, argumentación e inteligibilidad cuando quienes partici­
pan en las discusiones no tratan de aclarar los presupuestos o
pretenden no tenerlas o que no están situadas dentro de con­
textos sociales que moldean nuestro pensamiento y hacen a
algunos participantes más poderosos que otros. Así, a dife­
rencia de Rorty, no creo que podamos arreglárnoslas sin una
conversación epistemológica, sino que necesitemos aclarar­
nos más acerca de los puntos de esa conversación, que tie­
nen mucho más que ver con la explicabilidad que con la pu­
rificación de la autoconsciencia o razón o motivaciones
«fundamentales». Puesto que hasta las conversaciones más
completas con los otros dejarán necesariamente en funcio­
namiento ciertas fuerzas sociales inconscientes o muy com­
partidas, precisamos recordatorios y espacios para poner en
duda el conocimiento. Sin embargo, puede que ninguna de
estas charlas tenga consecuencias sobre las desigualdades o
relaciones de dominio y sus efectos sobre la conversación.
A diferencia de Rorty, creo que las conversaciones occiden­
tales contemporáneas son con demasiada infrecuencia auto-
correctoras. A menudo se requieren enérgicas acciones po­
líticas antes de que se generen oraciones «más interesantes»
y se cambien los sujetos.
P ensam iento de transición y fragmentos
DE LA CULTURA OCCIDENTAL CONTEMPORÁNEA

A lo largo de este libro, he sostenido argumentos sobre


el significado y la utilidad de ciertas teorías y sobre el carác­
ter central de ciertos temas dentro del Occidente contempo­
ráneo y nuestra compresión de él. He sostenido que el psi­
coanálisis y las teorías feminista y posmodema tienen mu­
cho que enseñamos acerca del carácter y la importancia de
sus objetos de investigación particulares: género, conoci­
miento, yo, poder y justicia.
Cada teoría es también defectuosa en muchos sentidos.
Sin advertirlo, cada una de ellas proporciona razones y
pruebas de su falta de adecuación a algunas de las ideas
que plantea pero que no puede abandonar. Ninguno de es­
tos modos de pensamiento por separado puede considerar­
se la base de una teorización social adecuada; juntos se co­
rrigen mutuamente, pero siguen siendo limitados. Resulta
irónico que los tres tipos de teoría fallen de lleno al expli­
car, interpretar o deconstruir los aspectos de la experien­
cia, la cultura y la filosofía que identifican como dificul­
tosos. El fracaso de cada una de ellas en llevar a la prácti­
ca sus proyectos propios y sus contribuciones —que se
refuerzan y pugnan entre sí— para comprender la cultura
occidental contemporánea reflejan el carácter incompleto
necesario de todas las conversaciones sobre cuestiones que
tienen que ver con los modos como vive la gente. Las con­
versaciones sobre —y dentro de— culturas fragmentadas
y de transición es probable que sean particularmente poli­
fónicas.
A pesar de las muchas imperfecciones, debilidades y
omisiones que existen dentro de estas teorías y en las con­
versaciones que he construido entre ellas, han surgido mu­
chos temas y percepciones importantes y prometedoras so­
bre las mismas y las cuestiones que investigan. En lo que
queda de capítulo, voy a resumirlas y a plantear más interro­
gantes acerca de algunos de estos temas.

El género

El psicoanálisis y las teorías posmodemas son parciales


y están ligadas al género tanto de forma manifiesta como
sutil. A pesar del énfasis concedido dentro del psicoanálisis
a las relaciones de género en la organización del yo y la cul­
tura en su conjunto, el relato que cuenta excluye y oscurece
la sexualidad femenina y los modos de relación no edípicos.
Este material reprimido también afecta profundamente los
relatos psicoanalíticos sobre el conocimiento, el proceso
psicoterapéutico, la naturaleza de la sociedad, las relaciones
interpersonales, la encamación humana y la individualidad.
El posmodemismo también es inadecuado por su trata­
miento o elusión del género. Algunos escritores abordan o
intentan integrar los posmodemismos con una variedad de
feminismos3. No obstante, su obra suele ser desconocida
dentro de la de escritores como Foucault, Lyotard o Rorty.
A pesar de la retórica de «leer como una mujer» o desplazar
el «falocentrismo», muchos posmodemos parecen no darse
cuenta de la naturaleza tan profunda de género que presenta
su propio relato e interpretación de «la» historia occidental
y las estrategias que oponen a las «narrativas dominantes».
El «hombre» retiene su lugar privilegiado como el único au­
tor y personaje principal de sus relatos. Si el relato o relatos
fueran contados desde dentro de las experiencias de las mu­
jeres, los episodios dramáticos puede que no fueran las tres
muertes, sino más bien una serie de luchas en curso: alum­
brar o evitarlo; ser representadas o evitar ser como nos ter­

3 Cfr. Julia Kristeva, Desire in Language, Nueva York, Columbia


University Press, 1980. Es ambivalente en cuanto al significado del fe ­
minismo y su relación con su obra. Véase también Luce Irigaray, Spe-
culum o f the Other Woman, trad. de Gillian C. Gilí, Ithaca, N.Y., Cor-
nell University Press, 1985.
giversan; ser concretas en el tiempo y que las actividades
propias ordenen el tiempo y las concepciones de la historia;
no existir como la eterna, «femenina», «otra» o «misterio­
sa» fuente de la vida.
En las filosofías posmodemas, la mujer suele seguir uti­
lizándose como la otra o el espejo del Hombre; cuando exis­
te, es como la depositaría de las cualidades que el Hombre
se ha negado a sí mismo y que ahora desea reclamar. El ha­
bla de la mujer está constreñida por esas reglas o debe per­
manecer (y quizás permanezca) silenciada. Como con tanto
acierto señala Irigaray, la mujer es «para ellos esencialmen­
te anárquica y ateológica. Porque el imperativo que se les
impone —pero sólo desde el exterior y no sin violencia— es
“disfrutar sin ley” [...] cuando ese extraño estado del “cuer­
po” que los hombres denominan placer de las mujeres apa­
rece, es gratuito, accidental, imprevisto, “complementario”
a lo esencial»4.
La «mujer» suele retener su «posición» más antigua
dentro de los discursos posmodemos: «La mujer como úte­
ro, el útero inconsciente del lenguaje del hombre; por su
parte, ella no tendría relación con “su” inconsciente a no ser
con uno marcado por una desposesión esencial. En ausen­
cia, éxtasis [...] y silencio. La existencia que no alcanza o va
más allá de cualquier tema»5. Quizás hasta las cualidades
que algunos posmodemos atribuyen al Ser (flujo, anarquía,
caos, etc.) son en parte proyecciones, condensaciones o des­
plazamientos de sus fantasías sobre el Ser de las mujeres en
el Ser como tal.
Como cualquier modo de pensamiento, las mismas teo­
rías feministas no están libres de los efectos del género. Se­
gún los teóricos del psicoanálisis, las actuales prácticas so­
ciales estructuradas por el género crean hombres que tienen
dificultades para reconocer las relaciones de interdependen­
cia de la gente. Estas mismas prácticas sociales producen

4 Luce Irigaray, This Sex Which Is Not One, trad. de Catherine Por-
ter, Ithaca, N.Y., Comell University Press, 1985, págs. 95 y 96.
5 Ibíd., pág. 94.
mujeres que tienen dificultades para reconocer las diferen­
cias dentro de las relaciones. En cada género, estas prácticas
sociales producen una disposición para tratar la experiencia
como si fuera sólo de un tipo u otro y no tolerar las diferen­
cias, la ambigüedad y el conflicto. En las teorías feministas,
estas dificultades se encuentran y se reflejan en el trata­
miento o falta de reconocimiento de las diferencias entre las
mujeres, así como en los escritos sobre otros temas diversos,
que incluyen: sexualidad, agresión, hijos, maternidad, en­
camación, ética y las virtudes y atributos «tradicional» o
«estereotípicamente femeninos»; las relaciones apropiadas
entre los dominios «público» y «privado» y su significado;
la dominación masculina, y las formas apropiadas de la mis­
ma teorización feminista.
Sus teóricas sólo han comenzado a analizar de forma
crítica cómo nuestras experiencias nos predisponen y capa­
citan para pensar de ciertos modos pero no de otros. Entre
esas experiencias se encuentran convertirse en persona en
una sociedad en la que la clase, la raza y el género constitu­
yen las relaciones sociales y en la que las pretensiones de
conocimiento se conectan de forma integral con el poder. La
aplicación de la teoría psicoanalítica al proceso y el conteni­
do de la teorización feminista puede revelar actos femeni­
nos de represión y desplazamiento. Al hacer conscientes ta­
les actos, las teóricas feministas pueden comenzar a recono­
cer y superar el género y otras cegueras relacionadas.

El conocimiento

Desde una perspectiva posmodema, las teorías feminis­


tas y el psicoanálisis parecen ingenuas e irreflexivas acerca
de las premisas epistemológicas de las que cada una depen­
de. Ambos modos de pensamiento apelan a nociones sobre
la razón, la ciencia y la objetividad que los filósofos posmo­
demos han deconstruido por completo y de forma efectiva.
Por ejemplo, la noción de que existe un punto de vista femi­
nista que es más cierto y no sólo diferente del anterior mascu­
lino parece basarse en muchos presupuestos apropiados de
forma acrítica del pensamiento ilustrado. Entre ellas se en­
cuentra el optimismo de que la gente puede identificar sus
«intereses» y actuar racionalmente según ellos, y que la rea­
lidad tiene una estructura que una razón más perfecta o me­
nos «parcial» puede retratar de modo más adecuado.
Muchos psicoanalistas siguen comprometidos con los
proyectos positivistas de Freud. Intentan legitimar sus pre­
tensiones de conocimiento «probando» que el psicoanálisis
es una «ciencia»6. Por ésta entienden cierto sistema de afir­
maciones figurativas o empíricas. Esa empresa parece inú­
til o al menos anacrónica a la luz de las filosofías de la
ciencia recientes y las relaciones de poder/conocimiento.
También oscurece las cualidades más interesantes y signi­
ficativas de la situación psicoanalítica y las implicaciones
epistemológicas.
Los discursos posmodemos sobre el conocimiento tam­
bién son problemáticos. La retórica radical acerca de los
dualismos que existen en la filosofía occidental ocultan el
grado hasta el que el posmodemismo sigue siendo su prisio­
nero. Sigue sospechando de las estrategias que intentan so­
cavar la metafísica o la filosofía, identificando y luego yux­
taponiendo el opuesto «suprimido» a un concepto «unita­
rio». No podemos desplazar de forma efectiva la metafísica
de la presencia diciendo que todo «es en realidad ficticio» o
un flujo. Son también enunciaciones ontológicas que bus­
can reclamar el terreno tradicional de la filosofía.
Una psicoanalista o feminista puede también cuestio­
narse el deseo posmodemo. El paso hacia la interpretación,
la lingüística y la retórica oculta una forma de deseo dife­
rente, pero aún dominante, dentro del posmodemismo: el
deseo de desplazar al filósofo como «maestro artífice», ora­
dor o escritor dentro de la «conversación» de la «humani­
dad». ¿Por qué una crítica radical de la cultura occidental

6 Donald Mclntosh, «The Empirical Bearing of Psychoanalytic


Theory», International Journal o f Psychoanalysis, 60 (1979), pági­
nas 405-431, proporciona un comentario excelente sobre esta literatura.
debe privilegiar algo, y muchos menos la escritura o la con­
versación, como metáfora, modelo o constituyente de la ex­
periencia humana? ¿Por qué no jugar con diversas metáfo­
ras, incluida la crianza de los hijos u otras menos verba­
les/lingüísticas, como el baile o la pintura?

El yo
En los tres modos de pensamiento, la concepción ilus­
trada de un yo unitario o esencialmente racional está «des­
centrada». La noción psicoanalítica del inconsciente socava
la creencia de que sea posible tener un acceso privilegiado,
un conocimiento preciso o un control de la propia mente.
Tanto las teorías sobre los «impulsos» de Freud como sus
posteriores planteamientos estructurales sobre la mente ero­
sionan las distinciones entre razón y sinrazón, y mente y
cuerpo, esenciales para los conceptos ilustrados del yo.
No obstante, en ciertos sentidos, como afirman los pos­
modemos, el pensamiento freudiano sigue dentro del pro­
yecto ilustrado. Su énfasis en el poder liberador de la per­
cepción racional; su concepto individualista del yo; su des­
confianza en lo «irracional», incluidas «ilusiones» como la
religión o el inconsciente; y su insistencia en la importancia
para el individuo y la cultura de la defensa del ego y la ra­
zón contra las demandas «irracionales» del deseo o la auto­
ridad, lo colocan firmemente dentro de las «narrativas
maestras» de la Ilustración. Las jugadas de Freud y Lacan
para situar y combinar a las mujeres, lo irracional, el deseo
y la naturaleza «fuera» y contra la cultura también resultan
congruentes con la persistencia de estas narrativas a las que
contribuyen.
Las teóricas feministas también desplazan las ideas uni­
tarias, esencialistas y asocíales o ahistóricas del yo al anali­
zar los modos en los que el género entra en él y lo constitu­
ye en parte, así como nuestras ideas sobre él. Han demostra­
do que los relatos que los filósofos o psicólogos cuentan
sobre «el yo» tienden sobre todo a reflejar las experiencias,
problemas y actos de represión de un yo masculino, occi­
dental y blanco estereotípico7. Las ideas sobre «el» yo de­
penden de la existencia de juegos de relaciones sociales es­
pecíficos, incluido el género. Por ejemplo, Kant y otros fi­
lósofos distinguen nuestro yo fenoménico y encamado de
otro nouménico (superior), racional y transcendental. El yo
nouménico puede ser libre debido precisamente a que se le
quita la contingencia empírica. La posibilidad y verosimili­
tud de tales distinciones se apoya en parte en la existencia
anterior de una división del trabajo basada en el género. En
ella, las mujeres se hacen responsables de los procesos cor­
porales y los representan, dejando «libres» a los filósofos
(masculinos) para contemplar el mundo nouménico. A su
vez, la falta de participación consciente en estos procesos y
la existencia de toda una clase de personas que comparte ex­
periencias sociales similares hace creíble la división entre lo
nouménico y lo fenoménico.
Sólo cuando entran en el discurso filosófico o lo cues­
tionan personas con un juego diferente de experiencias, es­
tas distinciones pierden su «verosimilitud» intuitiva. Enton­
ces surgen cuestiones diferentes (por ejemplo, no cuál es la
relación entre mente y cuerpo, sino más bien por qué debe
asumirse que esa distinción es significativa o central para el
discurso filosófico o por qué lo contingente se considera
sólo como una íuente de aprisionamiento). Esta valoración
de lo contingente y el predominio de ciertas cuestiones den­
tro de la filosofía refleja en parte la prevalencia de las rela­
ciones de dominio en las que sólo los aprisionados se ocu­
pan de nuestra existencia contingente.
Las teóricas feministas, como los psicoanalistas de las
relaciones de objeto, recalcan la importancia central de las

7 Cfr. Naomi Scheman, «Individualism and the Objects of Psycho-


logy», y Jane Flax, «Political Philosophy and the Patriarcal Uncons-
cious», ambos en Disconvering Reality, ed. de Sandra Harding y Merill
Hintikka, Dordrecht, D. Reidel, 1983; y Sandra Harding, The Science
Question in Feminism, Ithaca, N.Y., Comell University Press, 1986, en
especial los caps. 7-9.
relaciones íntimas sostenidas con otras personas o su repre­
sión en la constitución, estructura y experiencias progresi­
vas de un yo. En esta explicación psicoanalítica feminista, el
yo pierde sus cualidades asocíales y aisladas, y vuelve a
conceptuarse como un complejo «mundo interior», con su
propio sistema de relaciones internas. Cada yo está consti­
tuido en parte por redes de relaciones, fantasías y expectati­
vas sobre «objetos internos». A diferencia de los teóricos de
las relaciones de objeto, sin embargo, las feministas prestan
atención a la situación de las personas (y familias) dentro de
contextos más amplios de relaciones sociales. Algunas de
estas relaciones están estructuradas mediante el dominio,
por lo que las feministas plantean que la familia, por ejem­
plo, está constituida por mucho más que las diadas (o de for­
ma ocasional tríadas) que presentan las explicaciones de las
relaciones de objeto.
Aunque las teóricas feministas parecen socavar las pro­
piedades esenciales del yo ilustrado, tampoco son capaces
de abandonarlo por completo. Las relaciones de la teoriza­
ción feminista con el proyecto posmodemo de deconstruir
el yo y la Ilustración son ambivalentes por necesidad. En
muchos sentidos, las mujeres nunca «tuvieron» una Ilustra­
ción. Su discurso no pretendió incluir a las mujeres y su co­
herencia depende en parte de que se nos siga excluyendo8.
Conceptos tales como la autonomía de la razón, la verdad
objetiva y el progreso universalmente beneficioso mediante
el descubrimiento científico son muy atrayentes, en espe­
cial para quienes han sido definidas como incapaces o sólo
objetos de tales hazañas. Además es consolador pensar que
la Razón puede triunfar y lo hará, que quienes proclaman
ideales como la objetividad y la verdad responderán a argu­
mentos racionales. Si no existen bases objetivas para distin­
guir entre creencias falsas y verdaderas, parece que sólo el
poder puede determinar el resultado de las pretensiones de

8 Susan Moller Okin, Women in Western Political Thought, Prince­


ton, N.J., Princeton University Press, 1979, en especial los caps. 7, 10
verdad en disputa. Es una perspectiva amedrentadora para
quienes carecen de poder o están oprimidos por el de los
otros.
Las feministas también dependen en parte de los ideales
ilustrados por los modos en que se han formulado las recla­
maciones y visiones de una justicia de género. Conceptos
como derechos naturales, garantías procesales e igualdad se
basan en parte en ciertas ideas sobre las propiedades huma­
nas innatas o esenciales. Se supone que estas propiedades
exigen al estado actuar porque se le requiere como parte de
su obligación contractual de proteger los derechos que no
creó. Estos «derechos naturales» preexistentes también pre­
tenden ser barreras contra la intervención estatal, como, por
ejemplo, en el uso de la doctrina del «derecho a la intimi­
dad» para legalizar el aborto. Aunque se han planteado mu­
chos argumentos razonables sobre las limitaciones de los
conceptos y prácticas ciudadanas ilustrados y liberales, no
existen alternativas convincentes9. Dado el enorme riesgo
que conlleva, es razonable que las feministas se muestren
escépticas a abandonar estas prácticas antes de que la mayo­
ría de las mujeres hayan disfrutado de lleno sus beneficios
reconocidamente limitados y ambiguos.
La retórica posmodema sobre «el yo» es a la vez uno de
sus rasgos más intrigantes y decepcionantes. Como las teó­
ricas feministas, los posmodemos intentan particularizar y
hacer históricas todas las nociones del «yo». Sin embargo, a
diferencia de éstas y de los psicoanalistas, los deconstructo­
res posmodemos del yo vacían la subjetividad de todo sig­
nificado o contenido posibles. El deseo posmodemo es vol­
ver la conversación sobre el yo tan anacrónica e irrelevante
como serían las discusiones sobre «el éter» para los físicos
contemporáneos.
Con todo, este deseo no puede estar por encima de toda
sospecha. En los discursos posmodemos, hay elementos
que resultan incoherentes sin una noción implícita de un yo.

9 Un ejemplo reciente lo constituye Carol Paterman, Participation


and Political Theory, Nueva York, Cambridge University Press, 1970.
Por ejemplo, Foucault resalta la existencia e importancia de
los «discursos suprimidos» y las formas de conocimiento
locales y parciales. Es incomprensible que estos discursos
puedan persistir a pesar de los aspectos «disciplinarios y de
vigilancia» del poder sin la existencia de cierta forma de
«yo». Algo debe existir dentro y entre las personas que no
sea sólo un efecto del discurso dominante. De otro modo,
¿cómo podría continuar el conflicto y la lucha contra la do­
minación aun en la formación discursiva más totalitaria?
Sin cierta noción del yo, no puede desarrollarse por
completo una de las proposiciones más sorprendentes de
Foucault. Destaca las interrelaciones e interdependencia de
conocimiento y poder, en especial en la génesis de las «cien­
cias humanas». Parte de su poder se basa en la capacidad de
la gente para adaptar su conducta y gobernarse de acuerdo
con las pretensiones de verdad dominantes en esas «cien­
cias». El poder sólo se ejerce sobre personas «libres»; exis­
te sólo si alguien tiene varias posibilidades de acción abier­
tas pero elige el que es acorde con los deseos de otro. La ca­
pacidad de elegir en un sentido significativo requiere la
existencia de una voluntad humana que no es sólo un efecto
del discurso. Foucault cree que el poder se ejerce como mi­
les de elecciones individuales o actos de libre albedrío, no
como una masiva imposición externa de represión por parte
de un estado policial. De este modo, resulta difícil hallar
sentido a su teoría sin imputar la existencia de una cualidad
mental semejante al superego freudiano. De otro modo, no
podemos explicar cómo dominan a la gente las formaciones
discursivas o cómo pueden constituir a la gente como «suje­
tos» que luego se observan y regulan a sí mismos.
Otra razón para ser suspicaces acerca de los tratamien­
tos posmodemos del yo es el completo descuido hacia as­
pectos de las subjetividades originados en las relaciones so­
ciales íntimas, desplazadas por la insistencia posmodema en
un «yo» como una «posición en el lenguaje» (Derrida) o un
efecto del discurso (Foucault). Desde un punto de vista psi­
coanalítico y feminista, es sorprendente que la estrategia
primordial adoptada por estos posmodemos para decons-
truir los conceptos «esencialistas» del yo sea yuxtaponer su
noción como algo «ficticio» e insistir en ella. Una estrategia
alternativa consistiría en sostener que «el yo» es social y
presenta género en algunos aspectos importantes. En conse­
cuencia, todo yo o concepto de yo debe ser diferenciado, lo­
cal e histórico. El género puede ser usado como palanca
contra las nociones esencialistas o ahistóricas del yo. Sin
embargo, una deconstrucción feminista apuntaría a situar al
yo y sus experiencias en relaciones sociales concretas, no
sólo en convenciones ficticias o puramente textuales.
Un yo social llegaría a existir en parte mediante las rela­
ciones afectivas y fuertes con otras personas. Estas relacio­
nes con los otros y nuestros sentimientos y fantasías sobre
ellas, junto con las experiencias de la encamación también
mediatizada por esas relaciones, pueden llegar a constituir
un yo «interno» que no es sólo ficticio ni «natural». Este yo
es al mismo tiempo encamado, con género, social y único.
Es capaz de contar historias y concebirse y experimentarse
de todos estos modos.
En la mayoría de las culturas, la primera persona con la
que tenemos una relación social íntima es una mujer: una
madre o sus sustitutas o allegadas. Por ello, muchas feminis­
tas, incluida yo misma, sospechamos de las teorías que re­
quieren la negación del carácter central de la relación huma­
na o eludir los modos en que estas relaciones se convierten
en parte de un complejo mundo interior o una subjetividad
distintiva. Las teóricas feministas han sostenido que la re­
presión, en especial la efectuada por los hombres, de estas
relaciones primeras y los aspectos relaciónales de nuestra
subjetividad es necesaria para la repetición de las culturas
de dominio masculino. Una teórica feminista podría muy
bien preguntarse si ciertos deconstructores posmodemos
del yo no son sólo los últimos en una larga fila de estrategias
filosóficas motivadas por la necesidad de eludir, negar o re­
primir la importancia de las experiencias de la primera in­
fancia, en especial la relación entre madre e hijo, en la cons­
trucción del yo y la cultura más en general. Quizás sea me­
nos amenazador no tener yo que tenerlo saturado por los
recuerdos de la poderosa madre de la infancia, los anhelos de
ella, la identificación suprimida con ella o el terror hacia ella.

El poder y la justicia
Por sus propias lógicas, ni las teóricas feministas ni los
posmodemos pueden declararse neutrales o indiferentes en
cuanto a política. Los posmodemos afirman que el conoci­
miento y el poder están inextricablemente entrelazados. La
obra de Foucault nos anima a volver a conceptuar el poder y
la complejidad de sus operaciones. No obstante, aunque en­
cuentro convincente mucho de lo que tiene que decir sobre
los cambios de la naturaleza del poder y el estado, las mu­
chas ausencias de sus discursos y los de otros posmodemos
son preocupantes.
Los discursos posmodemos contienen al menos presu­
puestos tácitos sobre el potencial emancipador de liberar las
diferencias y rechazar las totalidades. Sin embargo, más allá
de esto no está claro que el posmodemismo tenga o pueda
ofrecer una visión positiva de la justicia o de una vida bue­
na. Un proyecto deconstructivo debe despejar espacios en
los que puedan florecer muchas formas de vida locales o de­
sordenadas. Pero, hasta ahora, los posmodemos han tenido
poco que decir sobre cómo o por qué los discursos totaliza­
dores se contraerían o cesarían su expansión imperialista.
Tampoco tienen mucho que decir acerca de las prácticas y
saberes concretos que pueden reemplazar los actuales.
En cierto modo, el posmodemismo hace más difícil dis­
cutir las cuestiones de justicia y poder. Estos fragmentos
perturban las narrativas maestras de Occidente y los juegos
de lenguaje en los que términos como libertad y emancipa­
ción adquieren significado. Al considerar su significado,
empezamos a dudar acerca de hablar de nuestro bien o pres­
cribirlo para los otros. Es difícil separar el discurso norma­
tivo de los ejercicios de poder potenciales o conceptuarlo de
otro modo que no sea dominación.
Escritores como Rorty sostienen que el pragmatismo o
el pluralismo están en consonancia con los proyectos pos­
modernos. Sin embargo, como sabe cualquiera que conozca
la historia del pensamiento político occidental, el pluralismo
o el pragmatismo presentan muchos problemas como teoría
o práctica10. Los posmodemos pasan por alto o no recono­
cen muchas de estas importantes dificultades. Los proble­
mas políticos intrínsecos tanto en el pluralismo como en el
pragmatismo incluyen de qué modo resolver el conflicto
existente entre voces que compiten; cómo asegurar que to­
dos tengan oportunidad de hablar; cómo lograr que todas las
voces cuenten lo mismo; cómo afirmar si la igualdad o la
participación son necesarias en todos los casos o en cuáles
de ellos; cómo efectuar la transición desde el presente en el
que muchas voces no pueden hablar, están necesariamente
excluidas, o no son escuchadas por una más pluralista;
cómo instilar y garantizar la preferencia de la palabra sobre
el uso de la fuerza; y cómo compensar por las consecuen­
cias políticas de una distribución y control de los recursos
desigual. La ausencia de discurso sobre estas cuestiones re­
fuerza la sospecha de que la política deconstructiva puede
ser más atractiva para quienes están acostumbrados a —y
confían en— que sus voces se escuchen en casi todas las
conversaciones y por ello no sienten una necesidad particu­
lar de preocuparse por tales «detalles».
Las teóricas feministas no comparten ni pueden com­
partir esa confianza. Las narraciones feministas de la Histo­
ria del Hombre se centran en las relaciones de dominación.
No recuentan primordialmente la Historia como la de la ti­
ranía de la «metafísica de la presencia», sino más bien como
la persistencia de asimetrías de poder entre hombres y mu­
jeres; la negación del Ser, la igualdad y la justicia a las mu­
jeres por los hombres mediante relaciones sociales concre­
tas; y la lucha ganada en parte de las mujeres contra estas re­

10 Cfr. Richard Rorty, «Postomodemist Bourgeois Liberalism», en


Hermeneutics and Praxis, ed. de Robert Hollinger, Notre Dame, Ind.,
University of Notre Dame Press, 1985; y Jean-Frangois Lyotard y Jean-
Loup Thebaud, Just Gaming, Minneapolis, University of Minnesota
Press, 1985.
laciones de dominio. Las teóricas feministas buscan en la
historia explicaciones para las experiencias de las mujeres,
razones y métodos para la lucha contra el dominio y prue­
bas de que esa lucha merece la pena.
Aunque Rorty pueda estar en lo cierto al señalar que ha­
blar sobre la «justicia» en abstracto quizás no nos ayude a
hacerlo bien, también existen muy buenas razones para que
no nos detengamos. Planteamos de forma puramente prag­
mática examinar nuestras prácticas actuales no resulta satis­
factorio puesto que la justicia suele percibirse mejor por su
ausencia. Nuestras prácticas no obligan necesariamente a la
autocrítica o a la crítica o reflexión social. De hecho, como
señalan las teóricas críticas, puede operar para negar o des­
armar estas cualidades. La asunción implícita de Rorty de
que las conversaciones pueden ser autocorrectoras sugiere
más interrogantes sobre el posmodemismo. ¿Está ligado al
«triunfo de la terapéutica» y refleja así nuestro tiempo de
otro modo? ¿Los posmodemos asumen de manera tácita
que el conocimiento de nuestras ausencias y actos de repre­
sión es en sí mismo una fuerza liberadora? ¿Para quién?
En la medida en que todas las prácticas políticas y visio­
nes sobre la justicia se han visto afectadas por —o refleja­
das en— la existencia del dominio masculino, las teóricas
feministas también se sienten obligadas a ofrecer algo nue­
vo: conceptos de justicia que no presupongan o requieran
relaciones de género asimétricas para su realización. Al sen­
tirse oprimidas ahora, las feministas no pueden ser indife­
rentes ante cómo están ocurriendo las transformaciones.
Dado los desilusionantes resultados de las supuestas prácti­
cas innovadoras previas, las feministas tampoco tienen razo­
nes para confiar en que lo que aparezca en estos espacios
deconstructivos potenciales sea para nuestro propio bien1

11 Véase, por ejemplo, Judith Stacey, Patriarchy and Socialist Re-


volution in Socialist China, Berkeley y Los Angeles, University of Ca­
lifornia Press, 1983; Hilda Scott, Does Socialism Liberate Women?
Boston, Beacon Press, 1974; y Sheila Rowbotham, Women, Resistance
and Revolution, Nueva York, Vintage, 1974.
El psicoanálisis ha tenido una relación ambivalente con
los temas del poder y la justicia. Freud nunca es renuente a
señalar la irracionalidad de la conducta social y política
existente. Como sus predecesores ilustrados, cree que la
única esperanza para el progreso humano es el gobierno de
la razón y la sustitución de la superstición por la ciencia
dentro del individuo y de la sociedad en su conjunto. Tam­
bién se da buena cuenta del dolor infligido a —y experi­
mentado por— los individuos en el esfuerzo por adaptarse a
las normas sociales. Trata de vislumbrar modos de reducir
los costes de vivir en sociedad para el individuo y el grado
de conflicto y violencia dentro de las culturas. Como otras
ciencias, cree que el psicoanálisis podría ser una forma de
conocimiento emancipadora puesto que contribuye al desa­
rrollo de una sociedad más racional.
Sin embargo, Freud y Lacan también creen que la socie­
dad debe necesariamente exigir sacrificios de los indivi­
duos. Siempre habrá conflictos entre los impulsos asocíales
o antisociales y las exigencias de la cultura. Estos conflictos
tienen sus orígenes en la oposición intrínseca que existe en­
tre los objetivos de la naturaleza (impulsos) y los de la cul­
tura; por ello, nunca desaparecerán. Nuestra infelicidad en
la sociedad puede que disminuya dentro de un orden más
racional, pero nunca terminará. El psicoanálisis sólo puede
enseñamos a soportar la infelicidad que surge de renunciar
al deseo de forma más estoica y con menos esfuerzo.
Freud y Lacan rompen con la narrativa ilustrada porque
no declaran que un conocimiento preciso y el desarrollo de
la sociedad den como resultado necesario el aumento de la
felicidad humana. No obstante, desde mi punto de vista fe­
minista y posmodemo, ambos escritores suscriben los dis­
cursos totalizadores y falocéntricos, y los proporcionan apo­
yo. Freud en particular construye una noción de subjetividad,
en especial la subjetividad femenina, que invita a —y requie­
re— una vigilancia y control social e individual constante.
Su noción romántica de las «fuerzas naturales» poderosas e
irracionales (deseo) que existen dentro de los individuos es
el opuesto necesario, binario y asimétrico de las ideas ilustra­
das del ego o la Razón como representante de las fuerzas del
orden y del principio de realidad contra, en este caso, el caos
interior. Sus teorías proporcionan legitimación y apoyo a las
prácticas de vigilancia, regulación y control.
En lugar de fomentar el desarrollo de un yo más «fluido»,
Freud acaba intentando unificar las fuerzas de la mente bajo el
control del Uno (ego) en alianza con lo Real (el principio de
realidad). Desplaza los conflictos existentes dentro de la cultu­
ra a los existentes entre «naturaleza» y cultura; en consecuen­
cia, vuelve sus orígenes sociales opacos e inaccesibles, espe­
cialmente en las relaciones de género y el discurso de la de­
pendencia. Deja como legado al psicoanálisis un juego de
dualismos que siguen gobernando su discurso hoy en día:
cuerpos como naturaleza opuesta a la mente y la cultura, razón
o ley opuestas a un yo relacionado con objetos, masculino
opuesto a femenino, lo correcto o la justicia opuestos al deseo,
el individuo dependiente de la comunidad pero opuesto a ella.
Dentro de estos dualismos, pueden acomodarse la
«Gran Negativa» y el «esteticismo revolucionario» de Mar-
cuse, la conformidad social de Hartmann y la psicología del
ego, el autoritarismo hermético de Lacan y el entorno faci­
litador de Winnicott12. Como su fundador, estos seguidores
de Freud fluctúan entre una dolorosa percepción del conflic­
to y una reconciliación con las exigencias de la cultura con­
temporánea. Lo que queda sin expresarse es una sospecha
de que las «exigencias de la cultura» puedan representar
simplemente una acomodación de los hijos dentro de un
discurso que es una «formación de compromiso» entre sus
propios deseos y temores. Dentro de este discurso quizás se
escuchen a veces los susurros de otros suprimidos: las voces
de las mujeres, «mercancías entre ellos», y un deseo de pla­
12 Herbert Marcuse, Eros and Civilization, Boston, Beacon Press,
1955 [trad. esp.: Eros y Civilización, Barcelona, Ariel, 1989]; Heinz
Hartmann, Ego Psychology and the Problem of Adaptation, Nueva
York, International Universities Press, 1958; Jacques Lacan, Ecrits: A
Selection, Nueva York, W. W. Norton, 1977; y D. W. Winnicott, The
Maturational Process and the Facilitating Environment, Nueva York,
International Universities Press, 1965.
cer y justicia más allá de la reconciliación estoica, la «ley
del Padre», lo irrepresentable, la escritura, la «perversidad
polimorfa», o incluso una conversación polifónica13.
Cuando llego al final de este libro, muchas cuestiones
que me motivaron a escribirlo permanecen sin respuesta,
incluidas las siguientes: ¿Siguen estando necesariamente
motivadas la discusión del conocimiento y las teorías pro­
metedoras por una creencia ilustrada de que éste puede libe­
ramos? ¿Debemos discutir el conocimiento como una nega­
ción o elusión de las relaciones de poder más profundas que
«realmente» nos controlan? ¿Podemos tratar las creencias
ilustradas como una serie importante de cuestiones que si­
guen teniendo valor separadas de sus respuestas irremisible­
mente contaminadas? Si la justicia tiene algo que ver con la
adecuación (Platón), ¿podemos tener teorías y prácticas de
justicia fragmentadoras y fragmentarias, y seguir preocu­
pándonos por hacer lo justo?14¿Cuáles son las relaciones de
conocimiento y poder? ¿Todo conocimiento inflige necesa­
riamente violencia sobre las cosas, nosotros mismos y otras
personas? ¿La obra de (algunos o todos) los intelectuales es
sólo jugar con «las más bonitas y naturales flores azules de
la cultura burguesa»?15 Aunque estas cuestiones permane­
cen sin una respuesta que me satisfaga, detrás de ellas se ex­
tiende una pesadilla recurrente, que no es inusual entre
quienes reflexionan sobre las experiencias en el Occidente
contemporáneo. En esta pesadilla, hay «realmente» algo
«fuera de allí» después de todo: un Leviatán (hobbesiano),
contento sólo con observar mientras y únicamente durante
el tiempo en que nos divirtamos en otro lugar. Dejo este sue­
ño para que lo interpreten otros a su gusto y si lo desean.

13 Irigaray, This Sex, caps. 9 y 11.


14 La cuestión de actuar rectamente inicia el diálogo sobre la justi­
cia en Platón, The Republic, trad. de Alian Bloom, Nueva York, Basic
Books, 1968 [trad. esp.: La República, Madrid, Alianza, 1993].
15 Richard Rorty, «Habermas and Lyotard on Postmodemity», en
Habermas and Modemity, ed. de Richard J. Bemstein, Cambridge,
Mass., MIT Press, 1985, pág. 174.
índice

Introducción a la edición española .......................... 7


P sicoanálisis y feminismo . P ensamientos fragmentarios . 43
Agradecimientos ..................................................... 49
Primera parte
LA CONVERSACIÓN

Capítulo primero. Algo pasa: sobre la escritura en un


estado de transición .............................................. 53
Capítulo II. El pensamiento de transición: psicoanáli­
sis, feminismo y teorías posmodemas .............. 68
Segunda parte
CONCEPCIONES DE LOS YOES
Capítulo III. Freud: Iniciación y omisión en el psicoa­
nálisis ................................................................. 111
Capítulo IV Lacan y Winnicott: división y regresión en
la teoría psicoanalítica .......................................... 171
Tercera parte
GÉNERO(S) Y MALESTAR
CapítuloV Feminismos: relatos sobre el género ....... 235
Cuarta parte

CUESTIONAMIENTO DEL CONOCIMIENTO


Capítulo VI. El posmodernismo: el pensamiento en
fragmentos ..... ................................................... 311
Capítulo VIL Sin conclusiones: género, conocimiento,
yo y poder en transición ...................................... 362

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