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Temas que se han puesto de moda en estos días, con la llegada del nuevo gobierno ha sido la

ética, transparencia y austeridad. Esto no está demás porque los ciudadanos llevan décadas
reclamando honestidad a los funcionarios públicos. No debemos olvidar que la política es,
antes que nada, una actividad humana, es una actividad que se ejerce por personas y como
tal está regida por la moral, que regula la conducta humana.
La ética política debe orientar el proceso para acceder al poder, regular el ejercicio del poder y
los métodos para mantener o aumentar ese poder.
Esta es diferente a la ética común, al menos en el sentido trivial de que la política es una
profesión regulada por un código moral especial.
También está la ética profesional que versa sobre los actos privativos de la política, y por eso
consta de normas adicionales a las de la ética general, o sea que el político está obligado
actuar acorde con la ética profesional en el trabajo y con la ética común en su vida privada.
Entonces viene la reflexión, qué tan importante, dentro de la escala de responsabilidad que
debe cumplir un gobierno, es la ética política. ¿Es acaso más importante que las reformas
estructurales? Y la sociedad seguramente terminará cuestionando qué será mejor: un político
eficaz o un político ético.
Para la sociedad dominicana el problema mayor está en la falta de ética y moral en el accionar
de sus ciudadanos, incluyendo políticos y empresarios.
Sócrates, ese gran pensador griego fue capaz de establecer con claridad, hace miles de años,
que el problema moral es también político, porque el hombre llamado a cumplir el mandato de
la justicia sólo podrá hacerlo si sus acciones están apegadas a la moral, honestidad y
responsabilidad.
Por lo que tanto yo como muchos dominicanos optaríamos por respaldar políticos que
ejerzan sus funciones con un mínimo de ética, aunque demuestren deficiencia en el
desempeño del cargo.

Asistimos en estos meses, y en particular en las últimas semanas, a la discusión y al


desarrollo judicial de casos de corrupción en los más altos niveles. Estos involucran incluso
a expresidentes de la República, pero también arrojan sombras sobre la ejecutoria de otros
líderes de organizaciones políticas.
Estos hechos podrían resultar aleccionadores para nuestra vida política. O también,
dependiendo de cómo ellos sean tratados, podrían profundizar esa amoralidad o incluso
cinismo sobre los asuntos públicos que desde hace ya varios años promueven diversos
políticos y algunos medios de comunicación.
Un primer aspecto de esta cuestión es el relativo a cómo se desarrolla la intervención de los
órganos encargados de administrar justicia. La acción decidida de la justicia para procesar
actos de corrupción de personajes en posición de poder no ha sido frecuente en nuestra
historia.
Después de que se revelara la corrupción durante el gobierno autoritario de Alberto
Fujimori –la más extendida de la que se tiene noticia en el país— hubo un esfuerzo que
permitió que varios de los responsables fueran sentenciados. Lamentablemente, ese impulso
que habría podido tener un efecto regenerador en nuestra vida cívica, fue decayendo hasta
quedar obstruido durante el segundo gobierno de García Pérez.
No cabe duda de que el país necesita recuperar ese esfuerzo. Pero para que él sea
constructivo es preciso observar imparcialidad. Lo cierto es que la información que ha
venido fluyendo en las últimas semanas, o meses, en relación con el esquema de sobornos
de la empresa Odebrecht, tiene implicancias que no se limitan a los dos presidentes hasta
ahora involucrados por el Poder Judicial, sino que amerita, por lo menos, la investigación
de otros actores políticos, incluyendo candidatos a la presidencia. La sociedad peruana
necesita que la justicia actúe con rigor en todos los casos, de manera que ella pueda ser
percibida como una función positiva de nuestra democracia, y no como una herramienta
peligrosa en manos de grupos políticos particulares.
Recordemos, que, bien entendida, la política es una suerte de ética social y como tal señala
el deber-ser de autoridades y ciudadanos en el terreno de la vida comunitaria. Es por ello
que hemos de entender que los problemas de la ética en la política no se limitan a los actos
de corrupción que conocemos, es decir, al aprovechamiento económico del poder o de la
función pública. Este tipo de actos suelen ser, comprensiblemente, los más impactantes.
Pero, en rigor, las faltas éticas a la función política se extienden a un campo mucho más
amplio y abarcan, en primer lugar, la forma en que las autoridades electas y nombradas se
relacionan con la ciudadanía.
Hemos visto en la última década una tendencia de los políticos a ignorar los compromisos
con su electorado prácticamente al día siguiente de haber sido electos. Hemos presenciado,
también, una falta de interés en atender asuntos esenciales de interés público. Tomemos
pues plena conciencia: todo ello, al igual que la corrupción, degrada nuestra democracia y
reclama de nuestra parte vigilancia y sanción.
Hemos visto en la última década una tendencia de los políticos a ignorar los compromisos
con su electorado.

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