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La Costurera

–¿Qué pasó muchachas?–dijo una boca pintada de un rojo intenso.


Era Lupe. Había quedado encargada mientras la patrona estaba en los Estados Unidos.
Ubicado en la zona industrial, el taller contaba con unas veinte máquinas de coser.
Pilas de ropa por todos lados, esperando transformarse en prendas. El sonido continuo de las
máquinas reinaba en el lugar.
Bertha era de Puebla, terminó viviendo en Guadalajara después de una tragedia
familiar. Vivía sola en un departamento diminuto, cerca de su tía y prima, su única familia
en la ciudad. Levaba cinco años trabajando en el taller, por lo que fue una sorpresa que Lupe
quedara a cargo; apenas tenía tres años ahí.
–¡Apúrense chamacas! Dejen ese pinche celular y vayan por sus cortes–gritó Lupe,
con una actitud soberbia.
Lo bueno era que Doña Jimena regresaba el lunes. Último día aguantando a la gata
esa.
Bertha no hablaba, prefería enfocarse en su trabajo para salir un poco más temprano,
y así evitar el tráfico y los camiones llenos. Pero esa mañana su mente no dejaba de vigilar a
Lupe. Algo en ella le molestaba más que otros días: su cabellera teñida de un rubio exagerado
y su trenza, en un intento mediocre de copiar el peinado siempre impecable de la patrona; la
voz rasposa que superaba los sonidos de las máquinas; pero sobre todo esa falsa autoridad.
Al mediodía, Lupe no había dejado de platicar con una de las muchachas nuevas.
Pinche tortillera, no puede disimular ni tantito.
Bertha guió mal la costura y estuvo a punto de clavarse los dedos. Se llevó la mano a
la frente y suspiró. Bebió agua, tomó su celular y revisó un mensaje de su tía. Eran sus niños,
una foto que no veía en años. Quebró en un llanto ahogado. ¿Cuántos años ya? No era justo,
nada era justo.
–Qué onda prietita. ¿Qué haces? ¿Viendo fotitos?–la sorprendió Lupe. –Ya sabes que
aquí no se puede usar el celular.
Bertha guardó el teléfono, se limpió las lágrimas y continuó con la costura.
Lupe se retiró lentamente, vigilando todo el taller.
Cerca del final del turno, Lupe se paró en medio del lugar.
–Fue un placer servirles señoritas, ya el lunes regresa la patrona. Y como muestra de
mi agradecimiento, las voy a dejar salir temprano. Pero no le digan a Doña Jime eh cabronas,
o me las chingo a todas–gritó entre carcajdas.
Unas pocas aplaudieron. Las costureras empezaron a preparar su salida.
Cuando Bertha guardaba sus cosas, vio caer en su estación de trabajo una docena de
prendas que necesitaban ser terminadas.
–Dijo Lupe que te las dejara–dijo una de las trabajadoras que pronto abandonó el
edificio.
–Es tu castigo por jugar con el cel, prietita–fue la única respuesta que Bertha escuchó
de los labios rojos.
Fue a su máquina y resignada comenzó a coser. Lupe había retenido también a la
chica nueva. La llevó a la cocina cuando no había nadie más en el taller.
Al cabo de media hora, regresó junto a Bertha. La chica nueva se despidió y salió
apresurada.
–¿Cuánto te falta?–dijo Lupe, en tono amenazador. –No sé qué ve en ti la patrona, si
eres una fodonga.
Bertha bajó la mirada. Empuñó su desesperación por la vida que se le iba, que ya se
le había ido. Miró a Lupe con los ojos perdidos, vio su sonrisa con el labial chorreado y la
trenza deshecha.
El desarmador atravesó su cuello, haciéndola tragar su propia sangre. Segundos
después yacía sin vida.

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