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El crack up

F. S. Fitzgerald

Febrero de 1936

Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte
dramática de la tarea—los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera—,
los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad,
habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que
vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con
respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no
volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con
rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de
repente.
Antes de seguir con este relato, permítaseme hacer una observación general: la prueba de
una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente
al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo,
ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que
sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con los comienzos de mi edad adulta, cuando vi
a lo improbable, lo no plausible, a menudo lo «imposible», hacerse realidad. La vida era algo
que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el
esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera reunir de ambas cosas. Parecía una cuestión
romántica ser un literato de éxito, uno nunca iba a ser tan famoso como una estrella de cine,
pero la notoriedad que lograra probablemente sería más duradera, uno nunca iba a tener el
poder de un hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería
más independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría
permanentemente insatisfecho... pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna otra.

Mientras transcurrían los años veinte, con mis propios veintes marchando un poco por delante
de ellos, mis dos pesares juveniles —no ser lo bastante alto (o lo bastante bueno) para jugar
al fútbol en la universidad, y no haber sido enviado a ultramar durante la guerra—, se
resolvieron en ensueños infantiles de heroísmos imaginarios que al menos servían para
hacerme dormir en las noches de inquietud. Los grandes problemas de la vida parecían
solucionarse por sí mismos, y si el asunto de solucionarlos era difícil, le dejaba a uno
demasiado cansado para pensar en problemas más generales.

La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a
mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de
luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de «triunfar», y, más que
estas cosas, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y las elevadas intenciones
del futuro. Si lo lograba en medio de los males corrientes —domésticos, profesionales y
personales—, entonces el ego continuaría como una flecha disparada desde la nada a la nada
con tal fuerza que sólo la gravedad podría a la postre traer la a tierra.

Durante diecisiete años, con uno en el medio de deliberado no hacer nada y descanso, las
cosas siguieron así, con la única perspectiva agradable de una nueva tarea para el día
siguiente. Estaba viviendo con ahínco, también, pero:

—Hasta los cuarenta y nueve años todo irá perfectamente —decía—. Puedo contar con eso.
Pues un hombre que ha vivido como yo es lo más que puede pedir.
...Y entonces, diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me
había desmoronado prematuramente.

II

Ahora bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras —puede derrumbarse


mentalmente—, en cuyo caso los otros le despojan de la capacidad de decisión; o
corporalmente, cuando uno no puede sino resignarse al blanco mundo del hospital; o a causa
de los nervios. William Seabrook en un libro nada simpático cuenta, con cierto orgullo y un
final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Lo que le llevó al alcoholismo o
tuvo relación con él, fue un colapso de su sistema nervioso. Aunque quien esto escribe no
estaba tan atrapado—en esa época llevaba seis meses sin probar ni siquiera un vaso de
cerveza—, estaba perdiendo sus reflejos nerviosos... demasiada rabia y demasiadas lágrimas.

Por otra parte, para volver a mi tesis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la
conciencia de haberse derrumbado no coincidió con un golpe sino con un período de
tranquilidad.

No mucho antes había estado en la consulta de un gran médico y escuchado una grave
sentencia. Con lo que, mirando hacia atrás, parece cierta ecuanimidad, yo había seguido con
mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en lo
mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con esta y aquella responsabilidad,
como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y en cualquier caso sólo había sido un
mediocre celador de la mayoría de las cosas dejadas en mis manos, incluidos mi talento.

Pero sentí un fuerte impulso súbito de que debía estar solo. No quería ver a nadie en
absoluto. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida —yo era medianamente
sociable—, pero tenía una tendencia más que mediana a identificarme a mí mismo, mis ideas,
mi destino, con todos aquellos con quienes entraba en contacto. Siempre estaba salvando o
siendo salvado, en una sola mañana podía pasar por todas las emociones atribuibles a
Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y de inalienables
amigos y partidarios.

Pero ahora quería estar absolutamente solo, conque me las arreglé para aislarme
parcialmente de las obligaciones habituales.

No fue una época desgraciada. Me marché y había menos personas. Descubrí que estaba más
que cansado. Podía estar tumbado, y me alegraba hacerlo, durmiendo o dormitando en
ocasiones hasta veinte horas diarias y en los intervalos trataba resueltamente de no pensar —
en cambio hacía listas—, hacia listas y las rompía, cientos de listas: de jefes de caballería y
de jugadores de fútbol y de ciudades, de canciones populares y pitchers de béisbol, y de
épocas felices y aficiones y casas donde viví, y de cuántos trajes había tenido desde que dejé
el ejército y de los pares de zapatos (no contaba el traje que compré en Sorrento y que
encogió, ni los zapatos y la camisa de vestir y el cuello duro que llevé de un sitio a otro
durante años y que no me puse nunca, porque los zapatos se humedecieron y cuartearon y la
camisa y el cuello se pusieron amarillos y apestaban a almidón). Y listas de mujeres que me
gustaron, y de las veces que había dejado que me desairaran personas que no eran mejores
que yo ni en carácter ni en capacidad.

...Y entonces, de repente, por sorpresa, me encontré mejor.

...Y me rompí como un plato viejo en cuanto oí las noticias.

Ese es el auténtico final de este relato. Lo que había que hacer tendría que apoyarse en lo
que se suele llamar el «abismo del tiempo». Baste decir que al cabo de una media hora de
solitario abrazarme a la almohada, empecé a darme cuenta de que durante dos años mi vida
había sido un despilfarro de recursos que de hecho no poseía, que había estado
hipotecándome física y espiritualmente hasta el cuello. ¿Qué era el pequeño don de vida que
se me devolvía en comparación con eso?... cuando una vez había sido orgullo de orientación y
confianza en una independencia permanente...

Me di cuenta de que en esos dos años, con objeto de preservar algo —tal vez un sosiego
interior, tal vez no—, me había apartado de todas las cosas que acostumbraba amar, que cada
acto de la vida, desde lavarse los dientes por la mañana hasta la cena con un amigo, se había
convertido en un esfuerzo. Comprendí que durante largo tiempo no me habían gustado
personas ni cosas, sino que sólo seguía con la vacilante y vieja pretensión de que me
agradaban. Incluso comprendí que mi amor hacia los que me eran más cercanos se había
convertido sólo en un intento de amar, que mis relaciones informales —con un editor, un
vendedor de tabaco, el hijo de un amigo —eran solamente lo que yo recordaba que debían
ser, de otros días. En el mismo mes llegaron a molestarme cosas tales como el sonido de la
radio, los anuncios de las revistas, el chirrido de las vías férreas, el muerto silencio del campo
—sentía desprecio ante la blandura humana, y de inmediato (si bien secretamente) hostilidad
hacia el esfuerzo—, odiando la noche en la que no podía dormir y odiando el día porque se
encaminaba hacia la noche. Ahora dormía sobre el lado del corazón porque sabía que cuanto
más pronto lo cansara, aunque fuera un poco, más pronto llegaría esa bendita hora de la
pesadilla que, como una catarsis, me permitiría encarar mejor el nuevo día.

Había ciertos sitios, ciertas caras a las que podía mirar. Como la mayoría de los del Medio
Oeste, nunca había tenido más que prejuicios raciales muy vagos, siempre había sentido una
inclinación secreta hacia las encantadoras rubias escandinavas que se sentaban en los porches
de Saint Paul, pero no habían ascendido económicamente lo necesario para formar parte de
lo que entonces era la buena sociedad. Eran demasiado guapas para ser «pollitas» y habían
dejado demasiado pronto la dehesa para ocupar un lugar bajo el sol, pero me recuerdo
caminando ante manzanas de casas sólo para echar una ojeada a sus brillantes cabellos; el
resplandeciente mechón de una chica a la que nunca conocería. Esto son chismorreos
urbanos, desagradables.

Se apartan del hecho de que en aquellos últimos días no podía soportar la visión de celtas,
ingleses, políticos, extranjeros, virginianos, negros (claros ni oscuros), cazadores, empleados
de comercio y clase media en general, todo tipo de escritores (evitaba con muchísimo
cuidado a los escritores porque son capaces de perpetuar los problemas como nadie puede
hacerlo), y de todas las clases en cuanto clases y de la mayoría de las personas en cuanto
miembros de su clase...

Tratando de aferrarme a algo, me gustaban los médicos y las niñas de hasta


aproximadamente los trece años y los niños bien educados de unos ocho años. Tenía paz y
felicidad con estas pocas categorías de personas. Olvidaba añadir que me gustaban los viejos,
hombres de más de setenta años, a veces de más de sesenta, si sus rostros parecían
trabajados por el tiempo. Me gustaba la cara de Katharine Hepburn en la pantalla, sin
importarme lo que se decía de su pretenciosidad, y la cara de Miriam Hopkin, y los viejos
amigos si los veía sólo una vez al año y podía recordar sus fantasmas.

Todo más bien inhumano e insuficiente, ¿verdad? Bueno, hijos míos, ése es el auténtico
síntoma del desmoronamiento.

No es un cuadro agradable. Fue inevitablemente llevado de acá para allá dentro de su marco
y expuesto ante diversos críticos. Uno de ellos sólo puede ser descrito como una persona cuya
vida hace que las vidas de los demás parezcan muertas, incluso esta vez en que interpretaba
el papel usualmente poco atrayente de consoladora de Job. A pesar del hecho de que este
relato haya terminado, permítaseme añadir nuestra conversación como una especie de
posdata:

—En vez de compadecerte tanto, escucha —dijo. (Siempre dice «escucha» porque mientras
habla piensa, piensa de verdad.) Conque dijo—: Escucha. Supongamos que no fuera una grieta
que hay en ti... supongamos fuera una grieta del Gran Cañón.

—¡La grieta está en mí! —dije yo heroicamente.


—¡Escucha! El mundo sólo existe a tus ojos... la idea que tienes de él. Puedes hacer que sea
tan grande o tan pequeño como quieras. Y estás tratando de ser un individuo pequeño e
insignificante ¡Por Dios, si alguna vez me derrumbara yo, trataría de conseguir que el mundo
se viniera abajo conmigo! ¡Escucha! El mundo sólo existe a través de tu aprehensión de él, de
modo que es mucho mejor decir que no eres tú quien tiene la grieta, sino el Gran Cañón.

—¿Ya se ha tomado la niñita a todo su Spinoza?

—No sé nada de Spinoza. Lo que sé es...—Habló, entonces, de viejas heridas suyas que
parecían, al contarlas, que habían sido más dolorosas que la mía, y de cómo las había hecho
frente, superándolas, derrotándolas

Reaccioné un poco ante lo que me decía, pero soy un hombre que piensa despacio, y se me
ocurrió simultáneamente que de todas las fuerzas naturales, la vitalidad es la única
incomunicable. En días en que la savia vital le llegaba a uno como un articulo libre de
impuestos, uno trataba de distribuirlo —pero siempre sin éxito—; para seguir mezclando
metáforas, la vitalidad nunca «prende». Se la tiene o no se la tiene, igual que salud u ojos
pardos u honor o voz de barítono. Podría haberle pedido un poco de la que ella tenía,
pulcramente envuelta y lista para cocinar y digerir, pero no la habría obtenido jamás ni
aunque me quedara allí mil horas con el cuenco de hojalata de la autocompasión. Sólo podía
alejarme de su puerta, caminando con mucho cuidado como si fuera de loza cuarteada, y
penetrar en el mundo de la amargura en el que me estaba construyendo una casa con los
materiales que allí se encuentran, y recordarme, una vez que me he alejado de su puerta,
que:

«Sois la sal de la tierra. Pero si la sal ha perdido su sabor, ¿con qué se la salará?» Mateo: 5-13.

Encólese

Marzo de 1936

En un artículo anterior, el autor de estas líneas narró el momento en que se dio cuenta de
que lo que tenía delante de él no era el plato que había pedido para sus cuarenta años. De
hecho —dado que él y el plato eran uno—, se describió como un plato cuarteado, del tipo de
los que uno se pregunta si vale la pena conservar. El director consideró que el artículo sugería
demasiadas cosas pero no las observaba de cerca, y probablemente muchos lectores pensaron
lo mismo, y siempre hay esos para quienes toda revelación personal es despreciable, a menos
que termine con una noble acción de gracias a los dioses por el Alma Inconquistable.

Pero yo ya llevaba demasiado tiempo dándoles las gracias a los dioses, y dándoles las gracias
por nada. Quería meter un lamento en mis historias sin tener ni siquiera el fondo de los
montes Euganeos para darle color. No había ningún monte Euganeo al alcance de la vista.

A veces, sin embargo, al plato cuarteado hay que guardarlo en la despensa, hay que
mantenerlo en servicio como menaje de la casa. Nunca se lo podrá volver a calentar en el
horno ni juntar con los demás platos en el fregadero; no se sacará cuando haya visitas, pero
servirá para poner galletitas avanzada la noche o para guardar restos de comida en la
nevera...

De ahí esta secuela; la continuación de la historia de un plato cuarteado.


Ahora bien, la cura tipo para alguien que se hunde, es pensar en quienes se encuentran en la
auténtica miseria o sufren físicamente, esto es en todo momento remedio para la melancolía
y consejo diurno bastante saludable para todos. Pero a las tres de la mañana, un paquete
olvidado posee la misma importancia trágica que una sentencia de muerte, y la cura no
funciona, y en una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana, día
tras día. A esa hora la tendencia es negarse a hacer frente a las cosas tanto como sea posible
retirándose a un sueño infantil, pero uno continuamente se ve apartado de ese sueño debido
a sus diversos contactos con el mundo. Uno afronta esas situaciones con tanta rapidez y
cuidado como es capaz y se retira una vez más al sueño, esperando que las cosas se ajustarán
por sí solas debido a una gran gracia espiritual o material. Pero mientras persiste la retirada
hay menos y menos oportunidades de que exista esa gracia; uno no espera que se desvanezca
ni un solo pesar, sino más bien espera ser testigo involuntario de una ejecución, la
desintegración de la propia personalidad...

A menos que la locura o las drogas intervengan, esta fase llega, eventualmente, a un callejón
sin salida, y viene seguida de una calma vacía. En este punto uno puede tratar de calcular lo
que ha perdido y lo que le queda. Sólo cuando me llegó esa calma, me di cuenta de verdad
que había pasado por dos experiencias paralelas.

La primera vez fue hace veinte años, cuando dejé Princeton en segundo curso con un
certificado donde se me diagnosticaba malaria. Se supo, gracias a los rayos X una docena de
años después, que había sido tuberculosis, un caso leve, y al cabo de unos cuantos meses de
reposo volvía a la universidad. Pero había perdido algunos puestos, el principal fue la
presidencia del club Triangle, además de una idea para una comedia musical, y también,
había perdido un curso. Para mí la universidad ya no volvería a ser la misma. Ya no habría
insignias de honor, ni medallas, después de todo. Una tarde de marzo me pareció que había
perdido todas y cada una de las cosas que quería, y esa noche fue la primera vez que anduve
a la caza del espectro de la femineidad, lo cual, durante cierto tiempo, hace que todo
parezca sin importancia.

Años más tarde comprendí que mi fracaso como persona importante en la universidad había
estado bien —en vez de asistir a comités, me aficioné a la poesía inglesa— cuando tuve idea
de qué se trataba, me dediqué a aprender a escribir. Seguir el principio de Shaw de que «si
no consigues lo que te gusta, será mejor que te guste lo que consigues» fue una salida
afortunada, pero en aquel momento me resultó duro y amargo comprender que mi carrera
como líder de hombres había terminado.

Desde ese día nunca he sido capaz de despedir a un mal criado y me sorprende e impresiona
la gente que lo puede hacer. Cierto viejo deseo de dominio personal quedaba roto y se
esfumaba. La vida que me rodeaba era un solemne sueño, y yo vivía de las cartas que escribía
a una chica de otra ciudad. Un hombre no se recupera de tales sacudidas, se convierte en una
persona distinta y, eventualmente, esta nueva persona encuentra cosas nuevas de las que
ocuparse.

El otro episodio paralelo a mi situación presente tuvo lugar después de la guerra, cuando
había vuelto a sobrepasar mis límites. Fue uno de esos amores trágicos condenados por la
falta de dinero, y un día la chica terminó con ellos basándose en el sentido común. Durante
un largo verano de desesperación escribí una novela en lugar de cartas, de modo que la cosa
terminó bien, pero terminó bien para una persona distinta. El hombre con dinero contante y
sonante en los bolsillos que se casó con la chica un año después, abrigaría siempre una
desconfianza constante, una animosidad hacia la clase acomodada, no la convicción de un
revolucionario, sino el odio latente de un campesino. En todos estos años siguientes nunca he
sido capaz de evitar el preguntarme de dónde sacaban el dinero mis amigos, ni de no pensar
que en un momento determinado podría haberse ejercido una especie de droit de seigneur
para entregarle a uno de ellos a mi novia.

Durante dieciséis años viví bastante más como esta última persona, desconfiando de los ricos,
pero trabajando por dinero con el que compartir su movilidad y la gracia que algunos de ellos
añadía a sus vidas. Durante este tiempo muchos de los caballos que montaba habitualmente
fueron alcanzados y derribados —recuerdo el nombre de algunos—, Orgullo deshinchado,
Esperanzas frustradas, Deslealtad, Exhibicionismo, Golpe bajo, Nunca más. Y al rato ya no
tenía veinticinco años, luego ni siquiera treinta y cinco, y nada era igual de bueno. Pero en
todos estos años no recuerdo ni un momento de desaliento. Vi a hombres honestos pasar por
estados de ánimo de abatimiento suicida —algunos de ellos se rindieron y murieron—; otros se
adaptaron y siguieron hasta alcanzar un éxito mayor que el mío: pero mi moral nunca se
hundió por debajo del nivel del autodesprecio cuando tuve que añadir algún feo alarde
personal.

La aflicción no tiene necesariamente relación con el desaliento; el desaliento tiene un


germen propio, tan diferente de la aflicción como la artritis es diferente a una articulación
rígida.

Cuando un cielo nuevo dividió al sol la primavera pasada, al principio no lo relacioné con lo
que había pasado hacía quince o veinte años. Sólo gradualmente fue surgiendo un indudable
parecido de familia —un sobrepasar los límites, un arder de la vela por ambos extremos—; un
recurrir a recursos físicos que de hecho no dominaba, como un hombre desbordando su cauce.
En su impacto, este golpe fue más violento que los otros dos, pero era del mismo tipo; una
sensación de que me encontraba de pie a la hora del crepúsculo en una extensión desierta,
con un rifle descargado entre las manos y sin donde disparar. No hay problemas, simplemente
un silencio con sólo el sonido de mi propia respiración.

En este silencio había una enorme irresponsabilidad hacia toda obligación, una deflación de
todos mis valores. Una creencia apasionada en el orden, un menosprecio de motivos y
consecuencias en favor de la conjetura y la profecía, una sensación de que la artesanía y la
industria tendrían su sitio en cualquier mundo, una por una, estas y otras convicciones fueron
barridas. Vi que la novela, que en mi madurez era el medio más potente y dócil para
transmitir pensamiento y emoción de un ser humano a otro, estaba quedando subordinada a
un arte mecánico y público que, tanto en manos de los comerciantes de Hollywood como en
las de los idealistas rusos, sólo era capaz de reflejar los pensamientos más vulgares, las
emociones más obvias. Era un arte en el que las palabras estaban subordinadas a las
imágenes, donde la personalidad se volvía tan inservible que llegaba hasta el inevitable nivel
bajísimo de la colaboración. Ya hacia 1930 tuve la corazonada de que el cine sonoro
convertiría incluso al novelista que más vendiera en algo tan arcaico como las películas
mudas. La gente todavía leía, aunque sólo fuera el libro del mes del profesor Canby —niños
curiosos husmeaban la basura de míster Tiffany Thayer en la librería de los drugstores—, pero
había una irritante indignidad, que para mí casi se había convertido en obsesión, en aquel ver
a la fuerza de la palabra escrita subordinada a otra fuerza, una fuerza más reluciente, una
fuerza más grosera...

Pongo eso como ejemplo de lo que me obsesionaba durante la larga noche; era algo que ni
podía aceptar ni combatir, algo que tendía a hacer inoperantes mis esfuerzos, como las
cadenas de tiendas han liquidado al pequeño comerciante, una fuerza exterior, invencible...

(Tengo la sensación de que ahora doy una conferencia, pues miro un reloj que está en el
escritorio delante de mí y veo cuántos minutos más...)

Bueno, cuando hube alcanzado ese período de silencio, me vi forzado a tomar una medida
que nadie adopta voluntariamente jamás: me vi obligado a pensar. ¡Dios mío, vaya si era
difícil! Había que mover grandes baúles secretos. Durante la primera pausa, me pregunté
exhausto si había pensado antes alguna vez. Al cabo de largo tiempo llegué a las siguientes
conclusiones, tal y como las escribo aquí:

1. Que había pensado muy poco, excepto en los problemas de mi oficio. Durante veinte años
una determinada persona había sido mi conciencia intelectual. Se trataba de Edmund Wilson.

2. Que otro hombre representaba lo que yo pensaba que era la «buena vida», aunque sólo lo
viera una vez cada diez años, y desde la última podrían haberle colgado. Tiene negocios de
pieles en el noroeste y no le gustaría que su nombre apareciese aquí. Pero en situaciones
difíciles he tratado de pensar en lo que hubiera pensado él, en cómo habría actuado él.
3. Que un tercer contemporáneo mío ha sido mi conciencia artística; yo no he imitado su
contagioso estilo, porque mi propio estilo, tal y como es ahora, se formó antes de que él
hubiera publicado nada, pero me sentía empujado hacia él cuando me encontraba en peligro.

4. Que un cuarto hombre había llegado a dictarme mis relaciones con otras personas cuando
tales relaciones iban bien: cómo comportarme, qué decir. Cómo hacer que la gente, al menos
durante un momento, fuera feliz (al revés de las teorías de la señora Post sobre cómo hacer
que todos se sientan incomodísimos mediante una especie de vulgaridad sistemática). Esto
siempre me dejaba confuso y hacía que deseara salir a emborracharme; pero este hombre del
que hablo había entendido el juego, lo había analizado y había ganado, y su palabra a mí me
bastaba.

5. Que mi conciencia política casi no había existido a lo largo de diez años salvo como
elemento de ironía en mis argumentos. Cuando volvió a interesarme el sistema dentro del que
debía de funcionar, fue un hombre mucho más joven que yo quien despertó mi interés, con
una mezcla de pasión y de aire puro.

Conque ya no había un «Yo» —ni una base sobre la que organizar la propia estima—, salvo mi
ilimitada capacidad para el trabajo duro que parecía haber dejado de tener. Era raro no tener
un yo: ser como un niño pequeño al que han dejado sólo en una casa enorme y que sabía que
ahora podía hacer todo lo que quisiera, pero descubría que no quería hacer nada...

(En el reloj ha pasado la hora y apenas he abordado mi tesis. Tengo algunas dudas de si esto
sea de interés general, pero si alguien quiere saber más, todavía queda mucho, y el director
me lo dirá. Si ya han tenido bastante, díganmelo —pero no demasiado alto, porque tengo la
sensación de que alguien, no estoy seguro de quién, duerme profundamente—, alguien que
podría haberme ayudado a mantener la tienda abierta. No es Lenin, y tampoco es Dios.)

Manéjese con cuidado

Abril de 1936

He hablado en estas páginas de cómo un joven excepcionalmente optimista experimentó el


derrumbamiento de todos los valores, una quiebra de la que apenas se enteró hasta mucho
después de que se produjera. He relatado el periodo sucesivo de desolación y de necesidad de
seguir, aunque sin el apoyo de las conocidas heroicidades de Henley, tipo: «Mi cabeza está
ensangrentada, pero no doblegada.» Pues una revisión de mis responsabilidades espirituales
indicaba que yo no tenía una cabeza individual que se doblegara o no. Una vez había tenido
corazón, pero eso era casi lo único de lo que podía estar seguro.

Por lo menos había un punto de partida para salir de la ciénaga en la que me revolcaba:
«Sentía… por tanto existía.» En una época u otra había habido muchas personas que me
habían respetado, acudían a mí en momentos difíciles o me escribían desde muy lejos,
confiando implícitamente en mis consejos y en mi actitud hacia la vida. El más estúpido de
los tratantes en chabacanerías o el más desaprensivo Rasputín capaz de influir en el destino
de muchas personas, ha de tener cierta personalidad, conque el asunto se convirtió en la
búsqueda del porqué y en qué había yo cambiado, dónde estaba la grieta a través de la que,
sin yo mismo saberlo, mi entusiasmo y mi vitalidad se habían estado escapando de modo
prematuro y constante.

Una noche de cansancio y desesperación hice mi maleta y me fui hasta un sitio situado a más
de mil kilómetros para pensar en ello. Tomé una habitación de a dólar en un pueblo triste
donde no conocía a nadie y gasté todo el dinero que llevaba encima en un surtido de carne en
lata, galletas saladas y manzanas. Pero no me dejen sugerir que el cambio de un mundo más
bien lleno de cosas a un relativo ascetismo era una Búsqueda Magnifica —yo sólo quería
tranquilidad absoluta para pensar en por qué se había desarrollado en mi una actitud triste
hacia la tristeza, una actitud melancólica hacia la melancolía y una actitud trágica hacia la
tragedia—, por qué había llegado a identificarme con tos objetos de mi horror o compasión.

¿Parece una distinción sutil? No lo es; una identificación semejante supone la muerte de todo
logro. Es algo como eso lo que les impide funcionar a los locos. Lenin no soportó
voluntariamente los sufrimientos de su proletariado, ni Washington los de sus tropas, ni
Dickens los de sus pobres de Londres.

Y cuando Tolstoi intentó tal fusión con los objetos de su interés, resultó algo falso y un
fracaso. Menciono estos casos porque son los de los hombres que nos resultan más conocidos.

Era una bruma peligrosa. Cuando Wordsworth decidió que «había muerto una gloria de la
tierra», no sintió impulsos de morirse con ella, y Keats, la partícula vehemente, nunca cejó
en su lucha contra la tuberculosis, y ni en sus últimos momentos renunció a la esperanza de
estar entre los poetas ingleses.

Mi autoinmolación era algo empapado en oscuridad. Resultaba perfectamente evidente que


no era moderna, aunque la viera en otros, la viera en una docena de hombres de honor e
industria después de la guerra. (Se lo oí a ustedes, pero es demasiado fácil: entre esos
hombres había marxistas.) He estado cerca de un famoso contemporáneo mío que jugó con la
idea de la Gran Huida durante seis meses presencié cómo otro, igual de eminente, se paró
meses en un manicomio incapaz de soportar ningún tipo de contacto con sus semejantes. Y de
los que se rindieron y sucumbieron podría hacer una lista.

Esto me llevó a la idea de que quienes han sobrevivido, han logrado algo así como la fuga
total. Se trata de un término muy amplio y no mantiene paralelismo con la fuga de una cárcel
cuando uno seguramente se dirige hacia una cárcel nueva o se verá obligado a volver a la de
antes. Los famosos «evadirse» o «huir de todo» son una excursión dentro de una trampa,
hasta si la trampa incluye a los Mares del Sur, que sólo son para los que quieren pintarlos o
navegarlos. Una fuga total es algo de lo que uno no puede recuperarse; es algo irreparable
porque el pasado deja de existir. Así, dado que no podía seguir cumpliendo con las
obligaciones que me había impuesto la vida o que me había impuesto yo mismo, ¿por qué no
romper la cáscara vacía que llevaba cinco años fingiendo que rompía? Debía seguir siendo
escritor porque se trataba de mi única manera de vivir, pero debería renunciar a cualquier
intento de ser persona, de ser amable, justo o generoso. Había multitud de monedas falsas
que pasan por ahí en vez de éstas, y yo sabía dónde las podría conseguir a cinco el dólar. En
treinta y nueve años un ojo observador ya ha aprendido a distinguir dónde se agua la leche y
se añade arena al azúcar, dónde se pasa una baratija de cristal por un diamante y la escayola
por piedra. Ya no habría más entrega de mí mismo, toda entrega quedaría proscrita a partir
de entonces y tendría un nuevo nombre, y ese nombre era Derroche.

La decisión hizo que me sintiera exuberante, lo mismo que cualquier cosa que sea a la vez
auténtica y nueva. Como una especie de comienzo había todo un montón de cartas que tenía
que tirar a la papelera en cuanto volviera a casa, cartas que pedían algo a cambio de nada:
leer el manuscrito de éste, conseguir la publicación del poema de aquél, hablar gratis por la
radio, hacer notas de presentación, conceder esta entrevista, ayudar en el argumento de esta
obra de teatro, en esta situación familiar, llevar a cabo este acto de consideración o caridad.

El sombrero del ilusionista estaba vacío. Sacar cosas de él había sido durante largo tiempo
una habilidad manual, y ahora, para cambiar de metáfora, estaba después del nombre final
de la lista de ayudas, y para siempre.

La abominable sensación de ímpetu continuaba.

Me sentía como esos hombres con ojos como platos que solía ver en el tren de cercanías de
Great Neck quince años atrás, hombres a quienes no preocupaba si el mundo se hundiría en el
caos al día siguiente o si sus casas se salvaban. Ahora yo era uno de ellos, alguien con
sencillos principios que decían:

«Lo siento, pero los negocios son los negocios.»

0:

«Debería de haberlo pensado mejor antes de meterse en ese lío.»

0:

«No soy la persona indicada para eso.»

Y una sonrisa... ¡Sí, me conseguiré una sonrisa! Todavía estoy trabajando esa sonrisa. Debe
combinar las mejores cualidades de un director de hotel, de una vieja comadreja
experimentada en sociedad, de un director de colegio en día de visitas, de un ascensorista de
color, de un marica marcándose un perfil, de un productor consiguiendo material a mitad del
precio de su valor en el mercado, de una experta enfermera al empezar en un nuevo empleo,
de una modelo en su primer anuncio, de un extra esperanzado que pasa cerca de la cámara,
de una bailarina de ballet con un dedo del pie infectado, y por supuesto, el gran resplandor
de amable agrado común a todos los que, desde Washington a Beverly Hills, tienen que existir
en virtud de la mueca.

La voz también, estoy trabajando la voz con un profesor. Cuando la haya perfeccionado, la
laringe no producirá tono alguno de convicción, exceptuada la convicción de la persona a
quien hablo. Dado que su deber principal será el de sonsacar la palabra «sí», mi profesor (un
jurista) y yo nos estamos concentrando en eso, pero en horas extra. Estoy aprendiendo a
infundirle esa dureza cortés que hace a las personas sentir que, lejos de ser bienvenidas, ni
siquiera son toleradas y que en todo momento se hallan bajo constante y mordaz análisis.
Tales situaciones, naturalmente, no coincidirán con la sonrisa. Esto lo reservaré
exclusivamente para esos de quien no tengo nada que obtener, gente vieja y gastada, o
jóvenes que luchan. A ellos no les importará qué coño—, de todos modos es lo que consiguen
la mayor parte de las veces.

Pero basta. No es un asunto frívolo. Si uno de ustedes fuera joven y se le ocurriera escribirme
solicitando verme para aprender a ser un lúgubre literato que escribe obras sobre el estado
de agotamiento emocional que a menudo se apodera de los escritores en sus comienzos —si
fuera usted tan joven y tan fatuo como para hacer eso—, ni me molestaría en acusar recibo
de su carta, a no ser que estuviera usted relacionado con alguien muy rico e importante. Y si
usted se estuviera muriendo de hambre junto a mi ventana, saldría rápidamente y le sonreiría
y diría algo (a no ser que sólo le diera la mano) y me quedaría por allí hasta que alguien
sacara una moneda para telefonear a la ambulancia, y eso si es que viera que había en ello
algo provechoso para mí.

Por fin ya he llegado a ser sólo un escritor. La persona que persistentemente he intentado
ser, se convirtió en tal carga que la he «soltado» con tan poco remordimiento como el de una
negra que da suelta a su hombre el sábado por la noche. Déjese a las buenas personas
funcionar como tales, que los médicos tan agobiados de trabajo mueran en servicio activo,
con una semana de «vacaciones» al año que pueden dedicar a ocuparse de los asuntos de su
familia; y que los médicos con poco trabajo se ocupen de casos de a dólar cada uno; déjese
que maten a los soldados para que entren inmediatamente en el Valhala de su profesión. Este
es su contrato con los dioses. Un escritor no necesita de semejantes ideales a menos que se
los forje para sí mismo, y este escritor ha renunciado. El viejo sueño de ser un hombre
completo, en la tradición de Goethe-Byron-Shaw, con un toque norteamericano de opulencia,
una especie de combinación de J. P. Morgan, Topham Beauclerk y san Francisco de Asís, ha
sido relegado al montón de basura de las hombreras que un día utilizó un joven estudiante en
el campo de fútbol de Princeton y de la gorra de ultramar nunca usada en ultramar.

¿Y qué? Esto es lo que ahora pienso: que el estado natural del adulto consciente es una
infelicidad específica. También pienso que en un adulto el deseo de ser de mejor fibra de la
que es, «un esfuerzo constante» (como dicen los que se ganan el pan diciéndolo), sólo
termina por añadirse a esa infelicidad con el fin de nuestra juventud y esperanzas. Mi propia
felicidad, en el pasado, a menudo se acercaba a algo así como a un éxtasis que no podía
compartir ni siquiera con la persona a la que más quería, sino que tenía que agotarla
caminando por tranquilas calles y callejas, y de él sólo quedaban fragmentos que destilar en
los renglones de un libro, y creo que mi felicidad, o talento para el autoengaño o lo que se
quiera, era una excepción. No era lo natural sino todo lo contrario —tan artificial como la Era
de Prosperidad—; y mi experiencia reciente marcha en paralelo con la ola de desesperación
que azotó a la nación cuando se terminó la Era de Prosperidad.

Me las arreglaré para vivir con la nueva sabiduría, aunque me haya llevado varios meses esta
seguro del hecho. Y lo mismo que el risueño estoicismo que ha permitido al negro
norteamericano soportar las condiciones intolerables de su existencia le ha costado su sentido
de la verdad, en mi caso hay también un precio que pagar. Ya no me gustan el cartero, ni el
tendero, ni el editor, ni el marido de mi prima, y a su vez yo les desagrado a ellos, conque la
vida nunca volverá a ser muy agradable, y el letrero de Cave Canem está permanentemente
colgado justo encima de mi puerta. No obstante trataré de ser un animal correcto, y si me
tiran un hueso con bastante carne, hasta puede que les lama la mano.

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