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Enrique Krauze

BIOGRAFIA DEL PODER


Caudillos de la Revolución Mexicana
Prólogo a esta edición.
La Revolución mexicana: mito y realidad.

La Revolución —así, con mayúscula, como un mito de renovación histórica— ha


perdido el prestigio de sus mejores tiempos: nació en 1789, alcanzó su cénit en
1917 y murió en 1989. Pero hubo un país que conservó intacta la mitología
revolucionaria a todo lo largo de los siglos xix y XX: México. Cada dudad del país y
casi cada pueblo tienen al menos una calle que conmemora la Revolución. La
palabra se usa todavía con una carga de positividad casi religiosa, como sinónimo
de progreso social. Lo bueno es revolucionario, lo revolucionario es bueno. El
origen remoto de este prestigio está, por supuesto, en la Independencia: México
nació, literalmente, de la revolución encabezada por el primer gran caudillo, el cura
Hidalgo. Pero la consolidación definitiva del mito advino con la Revolución
mexicana.
El movimiento armado duró diez años: desde 1910 hasta 1920. Durante las dos
décadas siguientes el país vivió una profunda mutación política, económica, social y
cultural inducida desde el Estado por los militares revolucionarios. Hada 1940, la
palabra «revolución» había adquirido su significación ideológica definitiva. Ya no
era la revolución de un caudillo o de otro. La Revolución se había vuelto un
movimiento único y envolvente. No abarcaba sólo la lucha armada de 1910 a 1920,
sino la Constitución de 1917 y el proceso permanente de transformación y creación
de instituciones que derivaba de su programa.
Para quienes habían sido sus protagonistas o simpatizantes, la Revolución quedaría
por siempre ligada a las imágenes épicas y anónimas de un pueblo en armas: el
hombre que en el paredón, a punto de ser fusilado, fuma tranquilamente su
cigarro; los cuerpos colgados de los postes -de ferrocarril, como macabras
banderolas; la soldadera que sigue a su hombre («su Juan»), con el niño en la
espalda envuelto en su rebozo. El pueblo recordaba la Revolución de manera
distinta, no como un hecho perteneciente al orden humano sino al natural o divino,
como los temblores de tierra y las sequías, un cataclismo de proporciones siderales
y orígenes telúricos, algo que había estallado más allá de la Historia, más acá de la
Historia, y que cambió, para bien y para mal, la vida de todos. En todo caso, en
México, el «antes» y el «después» se medía a partir de la Revolución: el 20 de
noviembre de 1910 se convirtió en el parteaguas de la nueva era.
Se había creado una cultura revolucionaria. En la memoria musical habían quedado
grabados los famosos corridos como «La cucaracha» y «lesusita en Chihuahua». La
Revolución era el tema predominante del arte público. ¿Quién no había visto los
murales alusivos a la epopeya de la Revolución que en los antiguos edificios
públicos (la Secretaría de Educación, la Escuela Nacional Preparatoria) habían
pintado desde los años veinte Diego Rivera, losé Clemente Orozco y David Alfaro
Siqueiros? En el cine, estaban de moda películas cuyo tema violento y ranchero
denotaba una fijación en torno al tema revolucionario. El género llamado «novela
de la Revolución» era muy leído. Lejos de idealizar la «gesta revolucionaria», sus
autores (losé Vasconcelos, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela) tomaban en
cuenta el punto de vista del pueblo que había sufrido la guerra, presentaban una
imagen amarga y ambigua de la lucha armada, y mantenían una actitud crítica con
respecto a los logros, reales o supuestos, de la Revolución. Sin embargo, por
encima de los matices, la Revolución -guerra civil y proceso de transformación

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social- había adquirido un rango superior a todas las otras etapas de la historia
mexicana.
Al panteón de la patria donde descansaban los aztecas, los insurgentes y los
liberales, comenzarían a llegar, en tropel y a caballo, los nuevos santos laicos: los
caudillos de la Revolución. El santoral cívico se ampliaría con sus fechas de
nacimiento y muerte y la conmemoración de sus hazañas. Ciudades, pueblos,
avenidas, barrios, escuelas, modificarían sus viejos nombres adoptando los de los
nuevos héroes.
Los odios y rencillas que los habían separado en vida, hasta el extremo de matarse
entre sí, parecían meros accidentes frente al mito fundador que los vinculaba: la
Revolución, madre generosa, los reconciliaba a todos.
Más allá del inmenso poder de su mitología, la Revolución mexicana fue, en efecto,
un vasto reajuste histórico en el cual la gravitación del pasado remoto de México -
indígena y virreinal- corrigió el apremio liberal y porfirlsta hada el porvenir.
En su etapa armada, el número de combatientes nunca fue considerable. Incluso
en el periodo más intenso de las hostilidades (a mediados de 1915), los ejércitos
jamás sumaron más de cien mil hombres. La abrumadora mayoría de la población
nacional de quince millones perteneció a la categoría de los «pacíficos». La lucha
nunca cubrió el país entero. Las etapas militares principales estuvieron bien
localizadas. El estado de Morelos, cuna del zapatismo, y el territorio vllllsta de
Chihuahua fueron escenarios permanentes. Hubo acción en el centro del territorio,
al oeste y -en grado algo menor- en la costa del golfo. La capital vivió en estado de
continua aprensión, «con el Jesús en la boca», ocupada alternativamente por
ejércitos enfrentados que la consideraban su premio mayor.
La Revolución comenzó con un movimiento democrático moderno acompañado de
una añeja petición de tierras. Pese a su triunfo inicial, esta primera etapa
desencadenó una reacción autoritaria. La respuesta a esta contrarrevolución generó
fuerzas militares y sociales que, una vez triunfantes, no consiguieron alcanzar un
acuerdo que condujese a la restauración del orden. La disensión llevó a la guerra y
a una escisión centrífuga no muy diferente de la vivida por el país durante la guerra
de Independencia y en la primera mitad del siglo XIX. El triunfo de una facción
devolvió la corriente a su cauce. Las ideas y las políticas fueron sustituyendo
gradualmente a las balas. Durante las últimas dos décadas del proceso, México fue
un laboratorio de cambios revolucionarios bajo los auspicios del nuevo Estado. Al
término del ciclo, en 1940, se había restablecido el orden en el país, en torno a un
edificio político corporativo muy semejante al virreinal.
Una monarquía con ropajes republicanos y revolucionarios. El gobierno personal
seguía siendo -como en tiempos de don Porfirio- un rasgo esencial de la vida
política mexicana.
La revolución encabezada por Madero estalló el 20 de noviembre de 1910 y en
cuestión de meses se extendió a varias zonas del país.
Los principales centros de insurrección fueron los estados de Chihuahua y Morelos.
Francisco I. Madero dirigió en persona las operaciones en Chihuahua, auxiliado por
hombres que se volverían legendarios, como Pascual Orozco y Francisco Villa. Los
campesinos que siguieron a Emiliano Zapata combatieron en Morelos. A principios
de mayo de 1911, Orozco y Villa ocuparon Ciudad Juárez, vecina a El Paso, Texas,
y merced a esta ocupación obligaron al gobierno porfirista a negociaciones que, al
terminar el mes, provocaron la renuncia del dictador. «Madero ha soltado el tigre»,
dijo Porfirio Díaz en Veracruz antes de embarcarse en el Ypiranga, que lo conduciría
al exilio.
Madero sería derribado por un golpe militar debido al general Victonano Huerta.
Fue entonces cuando despertó realmente el «tigre» tan temido por don Porfirio. Se
organizó un movimiento militar de amplia base, destinado a oponerse al usurpador,
en tomo a Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, patriarca de la Revolución
Entre marzo de 1913 y julio de 1914, varios cuerpos del ejército constitucíonalista -

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así llamado porque el movimiento aspiraba a restaurar el orden constitucional
violado por Huerta- reconocieron la autoridad de Carranza como comandante en
jefe.
Mientras la guerra se concentró en derrotar a Huerta, Carranza mantuvo unidas las
facciones, pero no bien el usurpador renunció y partió al destierro (el 15 de julio de
1914), la Revolución fue incapaz de administrar su propia victoria. Ateniéndose
más o menos al libreto de la Revolución francesa, los jefes militares se reunieron
en una convención (octubre de 1914) que se desarrolló en la ciudad de
Aguascahentes. Tenía por propósito elegir el nuevo gobierno y definir la dirección
futura de México. Para entonces era evidente el enfrentamiento entre Villa y
Carranza. La convención produjo un gobierno que Carranza se negó a reconocer;
inmediatamente estableció su propio gobierno en el puerto de Veracruz. Los
dirigentes tuvieron que escoger si estaban con Villa o con Carranza. En aquel
momento el movimiento zaparista rebasó su base en Morelos y unió sus fuerzas a
las de Villa. Ambos otorgaron su apoyo a Eulalio González, el presidente designado
por la convención. Alvaro Obregón y Francisco Villa, dos colosos militares, habrían
de enfrentarse -en la primavera de 1915- en el Bajío, la meseta central de México.
Con la aplastante victoria de Obregón, el gobierno de la convención se deshizo y el
nacionalista Venustiano Carranza se convirtió en presidente.
Había pasado la hora de los tres dirigentes revolucionarios de aquellos caudillos
cuyo propósito fue la «liberación» de México: Madero, «el Apóstol de la
Democracia», con su Plan de San Luis proyectado para salvar a México de la
dictadura; Zapata, «el Caudillo del Sur», cuyo Plan de Ayala intentaba devolver la
tierra a los campesinos; y Villa, «el Centauro del Norte», una fuerza ciega que no
se atenía propiamente a ningún programa sino a un afán implacable, y a menudo
sangriento, de «justicia».
Llegó entonces la hora de los jefes, quienes procurarían encauzar el torrente de la
Revolución. Uno de ellos. Carranza, deseaba un México civilizado, bajo gobernantes
civiles. El otro, Obregón, quería un México civilizado bajo gobierno militar. Por un
tiempo trabajaron juntos. Carranza convocó un congreso constituyente a principios
de 1917, y en febrero del mismo año fue proclamada en Querétaro una nueva
Constitución genuinamente revolucionaria, que otorgaba al Estado poderes
políticos, responsabilidades sociales y jurisdicciones económicas similares a los
ostentados por la antigua monarquía española.
Carranza ocupó la presidencia de 1917 a 1920. Cuando éste intentó hacer de un
civil su sucesor, el poderoso Ejército del Noreste -bajo el mando .aparente de
Adolfo de la Huerta (si bien el verdadero jefe era Alvaro Obregón)- se alzó contra él
y lo derrotó. A finales de mayo de 1920 los dirigentes militares oriundos de Sonora
asumirían el poder y lo conservarían quince años.
Alvaro Obregón fue presidente de 1920 a 1924. Su empeño por mantenerse en el
poder, directa e indirectamente, desencadenaría una guerra civil entre los jefes
sonorenses. A fin de cuentas lo sucederían dos generales, más bien estadistas que
jefes o caudillos. Uno de ellos fue un austero maestro de escuela primaria, elevado
por la Revolución al grado de general, presidente de 1924 a 1928 y después «Jefe
Máximo» desde 1928 hasta 1934: Plutarco Elias Calles. El otro, que ocupó el cargo
en 1934, fue Lázaro Cárdenas, uno de los generales más jóvenes de la Revolución.
Al terminar su periodo, en 1940, el Estado mexicano había alcanzado una
configuración sólida: un presidente omnipotente elegido cada seis años sin
posibilidad de reelección pero con derecho de designar a su sucesor dentro de la
«familia revolucionaria», más un partido único (o casi) que servía al monarca-
presidente en múltiples fundones de control: social, electoral y político.
Se han organizado revoluciones en torno a ¡deas o ideales: libertad, igualdad,
nacionalismo, socialismo. La Revolución mexicana constituye una excepción por
haberse organizado, primordialmente, alrededor de personajes. Cada uno generaba
un «ismo» específico a su zaga: maderismo, zapatismo, villismo, carrancismo.

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obregonismo, callismo, cardenismo. «¡Viva Madero!», proclamaba el lema pintado
Inacabablemente en los muros del país. «¡Vámonos con Pancho Villa!», gritaban los
jinetes de la División del Norte, que seguían al «Centauro» impulsados por apego
directo a su persona. «¡Por mi general Zapata!» luchaban y morían los campesinos
de Morelos.
Este elemento carismático fue menos intenso en el caso de Carranza, comandante
en jefe del ejército constitucionalista, o incluso en el del «invicto» general Obregón,
pero en sus ejércitos reinaban una disciplina y obediencia absolutas. Con
admiración y miedo, ambición y fe, los callistas eran leales a su Jefe Máximo, así
como los cardenistas siguieron al más popular «señor presidente» que México haya
visto jamás. Difícilmente podrá reducirse la Revolución mexicana a las biografías de
siete personas, pero sin el conocimiento de las vidas específicas de estos
personajes la Revolución mexicana se vuelve incomprensible. Habría de repetirse la
experiencia del siglo xix: el poder encamado en figuras emblemáticas.
En estos hombres algo había de peculiar, original e incluso inocente. No se parecían
a los conductores de otras revoluciones, que en nombre de la humanidad defendían
principios abstractos, amplios sistemas ideológicos, prescripciones para la felicidad
universal. Los caudillos, jefes y estadistas mexicanos actuaron de acuerdo con las
modestas categorías que les eran propias. No tenían en cuenta la historia universal
sino la historia de la patria. Exceptuando a Madero, no eran leídos ni instruidos, no
habían viajado por el mundo y ni siquiera conocían por completo su propio país,
sino apenas su propia región, su propio estado, su propio suelo natal. Al igual que
los sacerdotes insurgentes, sus acciones estaban teñidas de actitud mesiánica:
deseaban redimir, liberar, imponer justicia, presidir el advenimiento final del buen
gobierno. Las historias locales de las cuales partieron, sus conflictos familiares, sus
vidas antes de elevarse al poder, sus más íntimas pasiones, todos éstos son
factores que podrían haber sido meramente anecdóticos de haberse encarnado en
hombres sin trascendencia pública o en políticos que operaban en una democracia.
Pero no pudieron serlo en México, donde la concentración del poder en una sola
persona (tlatoani, monarca, virrey, emperador, presidente, caudillo, jefe o
estadista) ha representado la norma histórica a lo largo de los siglos.

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