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En los últimos años, como señala Elbaz (1991, p. 10), "la idea de voz ha sido
fundamental para el desarrollo de la investigación sobre los conocimientos y el
pensamiento de los profesores". Esta idea de voz -sigue diciendo Elbaz- "se utiliza
en contraste con un silencio antecedente". Así, Butt y sus colaboradores (I 992, p.
57) dicen que: "La idea de la voz de los profesores es importante porque alude al
tono, el lenguaje, la calidad, los sentimientos que se transmiten por la forma de
hablar o escribir de un profesor. En un sentido político, la ¡dea de la voz de los
profesores se refiere derecho a hablar y a estar representado. Puede representar
tanto la voz individual, única, como la voz colectiva, característica de los
profesores frente a otro grupos"
Los profesores, que, en otro caso, se inclinarían a favor del cambio de ellos
mismos y por ellos mismos, se oponen radicalmente al mismo cuando se les
impone sin contemplaciones y con manifiesta incoherencia desde arriba
(Richardson, 1991; Huberman, 1993). De modo parecido, durante muchos años, el
núcleo fundamental de la investigación educativa sobre la enseñanza y el
aprendizaje dejaba de lado a los profesores. Describía las aulas de los profesores
de forma simplista y, con excesiva facilidad, los hacía responsables del fracaso de
sus alumnos. Igualmente, los estudios sobre la eficacia de la enseñanza y la
interacción en el aula "culpaban al profesor" de los inconvenientes e injusticias que
se vivían bajo su tutela. Por estas razones, Goodson (1992, p. 112) pide que "se
modifique la conceptuación de la investigación de manera que garantice que la
voz del profesor se escuche, clara y articulada". El hecho de reconocer y respetar
las voces de los profesores y el valor del conocimiento y la experiencia que
articulan da a los profesores la adecuada reparación por este prolongado silencio
en el que se les ha mantenido. Sin embargo, creo que, en el caso de algunos
investigadores, puede que el péndulo de la comprensión de los profesores, sus
voces y preocupaciones se haya desplazado ahora al polo opuesto.
Así, Elbaz (1991, p. 15) afirma que "los profesores hablan necesariamente desde
un punto de vista moral; siempre están preocupados por el bien de los
alumnos" (la cursiva es mía). No es fácil conciliar esta afirmación con las pruebas
obtenidas en otras escuelas de pensamiento, acerca de que muchos profesores
cuya vida profesional ha llegado a su punto medio o lo ha rebasado y, por ejemplo,
están "desencantados" o "a la defensiva", no otorgan una prioridad especialmente
elevada al bien de sus alumnos (Huberman, 1993; Sikes, Measor y Woods, 1985;
Riseborough, 1981). De modo semejante, las investigaciones sobre los profesores
de enseñanza secundaria indican que, a menudo , están tanto o más interesados
por su asignatura y por su transmisión satisfactoria que por el bien de sus
estudiantes (Siskin, 1994; Book y Freeman, 1986; Noddings, 1992; Goodson,
1988; Ball, 1989; Hargreaves, Earl y Ryan, en prensa).
Las experiencias de la vida de la clase que tienen los profesores sor muy distintas
de las de sus alumnos. Contemplan el aula desde una posición diferente de la de
sus estudiantes: una posición de poder, de autoridad y (sobre todo en ambientes
urbanos) de relativo privilegio. En las clásicas y gráficas palabras de Waller (1932,
p. I 0), la escuela "es un despotismo en un peligroso estado de equilibrio", dividido
en sociedades de niños y sociedades de adultos y empeorado por el carácter
obligatorio de la asistencia a la misma. Para Waller, el conflicto entre profesores y
alumnos es endémico en la enseñanza obligatoria; algo que no puede ser
eliminado, aunque pueda mejorarse y hacerse más productivo. En fechas mucho
más recientes, Seymour Sarason (1990, p.5) ha afirmado que "las escuelas
seguirán haciendo imposible la deseada reforma en la medida en que evitemos
afrontar .. las relaciones de poder que en ellas se da". Es más -dice-, "alterar lo
Posición de poder de los profesores y de los padres... sin modificar las relaciones
de poder en el aula es limitar drásticamente la oportunidad de mejorar los
resultados educativos"(ibid.). Según Sarason, las relaciones de poder en el aula
están profundamente impresas en nuestras tradiciones escolares, aunque no
sean absolutamente endémicas. Es posible alterarlas, aunque esto exija el tipo
de "intuición, visión y coraje que no abundan entre los líderes de las
organizaciones complejas" (ibid.).
El espacio entre los profesores y sus alumnos no está siempre ni sólo en función
de la edad ni de las diferencias de poder. Como indican las palabras de Sarason,
también se deriva del carácter complejo de muchas escuelas, en cuanto
organizaciones. Las contingencias de la gestión de grandes grupos, la
impersonalidad que acompaña las grandes dimensiones y las relaciones
fragmentarias que provoca la especialización excesiva hacen difícil el
conocimiento mutuo de profesores y alumnos (Hargreaves, Earl y Ryan, en
prensa). Con el fin de reducir el tamaño de las escuelas y de crear unas relaciones
más significativas entre profesores y alumnos, se han propuesto e implantado las
miniescuelas, las escuelas medianas, las subescuelas y los horarios por bloques
(p. ej., Sizer, 1992).
No obstante, el trabajo de mis colaboradores y mío indica que, sin prestar una
atención paralela a la redistribución del poder y a la apertura de la comunicación
entre profesores y alumnos, estos cambios en la organización sólo tendrán, en el
mejor de los casos, unos efectos desiguales en las relaciones de clase y
no servirán para reducir las diferencias de percepción entre profesores y
estudiantes. En un estudio sobre proyectos piloto de reestructuración escolar de
los grados 7°, 8° y 9°, en Ontario (Canadá), que incluía seis estudios de casos de
escuelas, pudimos examinar dos casos de agrupaciones estables de estudiantes
recién implantadas en el 9° grado, en los que pequeños grupos de profesores
trabajaban con unos 90 alumnos reunidos en el mismo grupo en casi todas las
clases (puede verse el estudio completo en: Hargreaves, Leithwood y Gérin-
Lajoié, 1993). Se mantuvo bajo observación a los profesores y a diversos alumnos
de 9° grado, seleccionados de forma aleatoria, a quienes se entrevistó por
separado, reuniéndolos después. Es evidente que, por sus comentarios favorables
a la fórmula de agrupación estable de alumnos o cohortes de estudiantes, a los
profesores les gustaba esa modalidad de agrupación, pero no a los alumnos.
Por regla general, el sistema de cohortes les gustaba a los profesores porque les
permitía conocer bien a sus alumnos. Por otra parte, las reuniones de los
profesores de una cohorte permitían realizar, entre todos, muchas cosas en
beneficio de los alumnos. Cuando se preguntó a una profesora qué puntuación
daría, entre I y 10, al sistema de cohortes, dijo: "En cuanto al tamaño (se
consideraba que el tamaño del grupo completo era demasiado grande), un cuatro;
y un diez, en relación con su utilidad o con la actuación profesional... Conoces a
tus alumnos mucho antes y de forma mucho más profesional... Descubres los
puntos fuertes de los alumnos en las asignaturas... Mucho más rápido, porque
tienes que preguntar a otras personas: "¿Bueno, qué estoy haciendo mal?"; y la
salida está ahí"
En consecuencia, las voces que articulaban tanto los profesores como los
alumnos sobre el sistema de cohortes eran diferentes e, incluso, disonantes.
Donde los profesores veían una comunidad, los alumnos veían, sobre todo,
monotonía. Esa disonancia es corriente, incluso en ambientes innovadores, con
profesores profundamente preocupados por sus alumnos, cuando falta la
comunicación y la comprensión recíprocas en clase y fuera de ella. Cuando se
llevan a cabo modificaciones, los alumnos no suelen participar en la innovación ni
se les susle explicar por completo (Rudduck, 1991). Por regla general, se les
considera como objetos de evaluación, en vez de participantes en ella
(Hargreaves y cols., 1993). Y la comunicación de los profesores con los padres de
los alumnos en reuniones o mediante informes suele producirse en torno a los
alumnos o al margen de ellos, de manera que no es habitual que ellos mismos
participen en este proceso.
Sin embargo, otros profesores tenían que buscar experiencias análogas más
remotas para hacerse una idea de la abolición de la segregación. Por ejemplo, un
profesor que, muchos años antes, había dado clase en una escuela elemental,
decía que "habiendo enseñado en la escuela elemental durante once años, no me
preocupa excesivamente esto. Yo ya lo he hecho antes". Otro profesor, a quien le
faltaba poco para jubilarse, recordaba su primer año de ejercicio para encontrar
algún sentido práctico concreto a la eliminación de la agrupación de alumnos por
niveles de aprovechamiento. Para él, la abolición del sistema consistía en volver "a
la antigua aula" en la que estuvo dando clase durante un año en el decenio de
1950. Más en general, cuando se les pedía a los profesores que imaginasen cómo
sería la clase no segregada por niveles, muchos imaginaban que consistiría en
establecer alguna forma de segregación dentro de la misma clase -dividiéndola en
tres o cuatro grupos diferentes a los que se enseñaría de forma distinta o con
ritmos diferentes-. En este caso, parecía que los profesores se basaban en su idea
de los niveles básico, general, avanzado y enriquecido, para reinscribirlos en un
ambiente imaginario de aulas no segregadas.
Lo que tengan que decir los profesores acerca de la eliminación de las clases
segregadas por niveles o sobre cualquier otro cambio depende, en parte, del
conocimiento y la experiencia concretos que tengan al respecto. Los contextos y el
desarrollo de la carrera docente de los profesores enmarcan este conocimiento y
su experiencia de forma concreta, que puede hacerlos amplios o restringidos, ricos
o pobres. Oakes, Ray y Hirshberg (1995), por ejemplo, describen cómo la visión
que tienen los profesores de las posibilidades y perspectivas prácticas de la
abolición de la segregación por niveles está limitada, con frecuencia, por las
concepciones de la inteligencia lineales, singulares y relacionadas con la raza y
por la aquiescencia de los profesores en relación y prácticas conocidas que
apoyan la segregación. En este sentido, el valor de las voces de los profesores, en
cuanto evaluadores de cambios aceptables o viables, depende, en parte, de los
contextos en los que estos profesores hayan trabajado, de los conocimientos que
hayan extraído de la enseñanza en esos contextos y de los contextos de los
conocimientos, prácticas y diálogo que aún no hayan experimentado.
Conclusión
En este artículo, sostengo que debemos revisar nuestra forma de conceptuar y
representar las voces de los profesores y la voz del profesor en la investigación
educativa y en el diálogo sobre el cambio educativo, más en general. Después de
todos los esfuerzos realizados para hacer sitio en la investigación educativa a la
voz de los profesores, no quiero que este artículo sirva de pretexto para volver a
silenciarla de nuevo. Todas las voces de los profesores merecen ser escuchadas,
con independencia de lo marginales o pasadas de moda que puedan ser. En
consecuencia, creo que la práctica de la investigación educativa debería seguir
otorgando una importante prioridad a escuchar, representar y patrocinar la voz del
profesor.
Sin embargo, el hecho de utilizar determinadas voces de profesores como voces
paradigmáticas (como ejemplos y como muestras ejemplares) ha llevado a que
gran parte de la bibliografía sobre la voz del profesor se haya convertido en
singularidades románticas que reivindican su reconocimiento y celebración. La
bibliografía que me preocupa representa las voces de los profesores de forma
descontextualizada, -aisladas de las de otros, profesores (diferentes), de los
modos de enseñanza que dan lugar a esas voces concretas y de otras voces que
también tienen algo que decir ,acerca de la enseñanza y el aprendizaje, aunque
sea divergente con resto a aquéllas-. He señalado que son muchas las voces de
los profesores; no sólo una. Y, además de las de los profesores, hay otras voces
que también merecen ser articuladas, escuchadas. y patrocinadas. En el contexto
actual de reforma y reestructuración, quizá sea el momento de reunir las distintas
voces en torno a la enseñanza -las de los alumnos con las de los profesores: las
de éstos con las de los padres- y correr el riesgo de la cacofonía en nuestro
esfuerzo para construir una auténtica comunidad.
Me parece que, por encima de todo, lo más importante no es que nos limitemos a
presentar las voces de los profesores, sino que las re-presentemos crítica y
contextualmente. Desde el punto de vista del investigador, Britzman (1991, p. 13)
ha dicho que "asumir uno voz crítica... no significa destruir ni devaluar los
esfuerzas de las demás... (sino que)... una voz crítica no sólo se preocupa por
representar las voces propia y de otros, sino de describirlas, considerarlos y
evaluarlos". Desde el punto de vista de los profesores, Aronowitz y Giroux (1991,
p. 104) advierten que "los profesores tienen que dejar espacios en sus aulas para
que puedan escucharse sus propias voces, junto con los de sus alumnos, como
porte de un diálogo más amplio y un encuentro crítico con las formas de
conocimiento y las relaciones sociales que estructuran el aula y se articulan con
las formas de autoridad social y política que operan en la sociedad dominante"