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Documental expandido

Estética del pensamiento complejo


Josep María Catalá

Publicado en Pablo Mora et alt. (Eds.):


Fronteras Expandidas. El documental en Iberoamérica
Bogotá, Editorial Pontifica Universidad Javeriana, 2015, ps. 17-39

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Estética en movimiento
Especificar, a estas alturas, que existen imágenes fijas e imágenes en movimiento puede
parecer una obviedad, pero lo cierto es que una afirmación como esta esconde tras su
aparente simpleza un profundo desconocimiento sobre el gran cisma que separa estos
dos tipos de visualidades. Las imágenes en movimiento han sido comúnmente
interpretadas proyectando sobre las mismas la sombra fenomenológica de las imágenes
fijas, como si unas no fueran más que la prolongación técnicamente más sofisticada de
las otras. Sin embargo, cada uno de estos dos tipos de imágenes pertenecen a un
régimen visual distinto que presupone, y a la vez promueve, una forma diferente de
entender la realidad. Mientras que la imagen fija es idealista y cerrada, la imagen en
movimiento es reflexiva y expansiva. Lo que aquella tiende a sugerir, esta lo expone en
el tiempo, de manera que las ideas o emociones que contiene desarrollan su potencial
visualmente. Las imágenes en movimiento de cualquier tipo desdoblan sus
planteamientos mediante la visualización de los procesos cognitivos que contienen, al
contrario de las imágenes fijas que dejan que sea el espectador quien ejecute
mentalmente estos procesos.
Puede que esta función visualizadora se interprete de forma negativa, de la
misma manera que hubo un tiempo, cuando la cultura visual empezó a mostrar su vigor
en el siglo XX, cuando se consideró que las imágenes eran defectivas con respecto al
lenguaje, puesto que supuestamente impedían, al visualizarlos, los procesos
imaginativos que este promovía de manera natural. Lo cierto es, por el contrario, que la
imagen potencia doblemente la imaginación al hacer posible su uso sobre contenidos
imaginarios ya visualizados previamente. El autor de las imágenes propone una
plataforma cognitiva sobre la que el espectador se apoya para llegar más lejos con su
propia capacidad imaginativa. En este sentido, una plasmación visual es por lo menos

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tan efectiva como su equivalente lingüístico, pero procede por caminos distintos que
permiten desarrollos igualmente dispares, los cuales no serían detectados en el otro
medio y, por lo tanto, permanecerían inexplorados. Ello significa que la cultura visual
implica una expansión mental con respecto a la cultura lingüística. Y dentro de esta
cultura visual, la aparición de la imagen en movimiento supone también un proceso
mentalmente expansivo con respecto a la imagen fija.
La toma de conciencia de las verdaderas características de la imagen en
movimiento, de la realidad del nuevo paradigma que implican, no se produjo sin
embargo inmediatamente después de su aparición, sino que fue el resultado de un largo
proceso en el que la mezcla de los avances tecnológicos y el descubrimiento de nuevas
formas retóricas se aliaron para diluir el influjo de la imagen fija y dejar despejado el
camino para el movimiento. Para ello hubo que superar estructuras metafísicas
transcendentales que en la cultura occidental habían privilegiado siempre lo estable
frente a lo inestable. La llegada de la tecnología digital supuso la culminación de este
transcurso y el asentamiento definitivo de la nueva fenomenología.
La aparición, en el seno del nuevo panorama, de modos de expresión distintos,
así como el surgimiento de drásticas variaciones de los antiguos modos, proporcionan
las claves necesarias para comprender el alcance de la actual situación. De entre estas
transformaciones cruciales, el cine documental destaca como el territorio más adecuado
para percibir la esencia de los cambios y sus consecuencias, por el hecho de que este
tipo de cine se refiere, como la fotografía, directamente a la realidad, y lo hace, como el
cine de ficción, a través de procesos visuales en movimiento.
Por ejemplo, la nueva vía del documental expandido, que abarca muy distintas
derivaciones del documental tradicional, nos obliga a plantearnos algunas cuestiones
que parecían resueltas de una vez por todas en el panorama de la modernidad, entre
ellas, la propia esencia del modo documental y los fundamentos del medio fotográfico,
así como las relaciones epistemológicas y estéticas que ambos medios han mantenido
tradicionalmente entre sí.
Después del giro subjetivo que cobró su máxima preponderancia a partir de los
años noventa del pasado siglo, y del posterior giro reflexivo que se desarrolló a partir
del inicio de la actual centuria con el resurgimiento definitivo del film ensayo, pasamos
ahora a un conjunto de nuevas disposiciones basadas en los procedimientos digitales.
Estas formas actuales se despliegan a través de géneros inéditos como el docuweb,
denominado también web documental o documental interactivo, el documental de

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animación y la novela gráfica documental. Con estas configuraciones está íntimamente
relacionada la forma afín, de las instalaciones, las cuales realizan en el espacio físico lo
que ese llamado documental interactivo efectúa en el virtual. Una característica común a
todas estas modalidades es su carácter reflexivo, lo que las convierte en una derivación
del film ensayo. En el docuweb y en las instalaciones, esta relación con el pensamiento
es directa, expresiva, mientras que en el documental de animación y en la novela gráfica
documental se desarrolla, directa o indirectamente, a través de una capa metafórica
superpuesta a las imágenes documentales.
Quizá ningún concepto ha sido tan superado por los acontecimientos en los
inicios del siglo XXI como el de estética. Si el siglo XVIII fue, como se dice, el siglo de
la estética, parece que el tiempo actual corre camino de ser el de la estetización: una
época en la que todo pasa por el tamiz de la estética, pero un período en el que también,
precisamente por ello, la estética como tal pierde sentido. No podemos seguir hablando
de un dominio reservado a la belleza, a lo sensible y a las emociones, apartado de otro
donde residiría la razón, y por tanto el conocimiento estricto, cuando es obvio que,
como sujetos provistos tanto de un cuerpo como de un intelecto, nuestros procesos de
entendimiento solo pueden considerarse completos cuando entra en juego el conjunto de
estos factores y no cuando los dejamos fuera como hasta ahora para acercarnos a ellos
únicamente en el momento en que nada trascendental está en juego. Rancière (2004 )
relaciona la política de la estética con la distribución de lo sensible, entendida como «el
sistema de hechos evidentes de la percepción sensorial que revelan simultáneamente la
existencia de algo en común y las delimitaciones que definen las partes y las posiciones
respectivas dentro del mismo» (p. 13). De ello se deduce que la determinación de los
esquemas que organizan estas distribuciones de lo real es un acto sustancialmente
político que debe sustentarse en procesos reflexivos capaces de delimitar este «reparto de
elementos y posiciones que se basa en una distribución de espacios, tiempos y formas de
actividad que determinan la manera efectiva a partir de la cual algo en común se presta a la
participación y de qué manera varios individuos son partícipes de esta distribución (Ibíd.). Es la
tecnología la que nos permite trabajar directamente con esas distribuciones en ámbitos
como los del nuevo documental, una tecnología que, si por un lado parece que nos
deshumaniza, por el otro consigue esa síntesis entre lo sensible y lo inteligible que nos
convierte finalmente en humanos.
Esta fase de reversión de la estética y su implicación en el proceso de
rehumanización empieza con la fotografía, continúa con el cine y culmina con la imagen

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digital. Pero la intervención de estos medios en el impulso no transcurre por el camino
que tradicionalmente se relaciona con ellos, a saber, el de su contribución a un
progresivo realismo o naturalismo que la estética clásica tendría por misión impulsar.
En este sentido, a la estética se la consideraría aliada de la ciencia y la técnica,
otorgándole la misión transcendental de reproducir exactamente el mundo que ellas se
dispondrían a explicar e intervenir. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: la estética, al
transformar, tecnológicamente, su capacidad sensorial y convertirse en un dispositivo de
reflexión, prepara el camino para una ciencia del futuro más comprensiva y compleja,
capaz de abarcar tanto el conocimiento objetivo como el subjetivo, los conceptos y las
emociones, los hechos y los datos, junto con los fenómenos y las interpretaciones.
Las veleidades modernistas de las vanguardias que se inmiscuyeron en el sacrosanto
proyecto mimético se limitaban a alertar sobre el carácter político de la distribución de
lo real, sin realmente suministrar las herramientas para pensar las raíces, formas y
procedimientos de esa distribución ontológica que debe ser perennemente discutida.
La prueba de que este proceso teleológico, destinado a conseguir la fiel
reproducción tecnológica de la realidad, es una falacia se encuentra en la
implementación de la tecnología digital, que supuestamente constituye el escalón más
alto del afanoso transcurso mimético. Con la digitalización de las imágenes, la idea de
realismo ha perdido su conexión con los fundamentos esenciales de la misma, ya que, si
bien la imagen digital es la más inmediata de todas las producidas técnicamente y, por
lo tanto, la más adecuada para la simple imitación, también es la más fácilmente
manipulable y, por consiguiente, la que ofrece un panorama más alejado de las esencias
del realismo vigente al inicio del proceso. La digitalización nos confronta con el
concepto de verosimilitud, pero lo hace desde una perspectiva distinta de la habitual,
desvinculándolo de las estrechas relaciones que tenía con el realismo. La verosimilitud
no es ahora la pariente pobre de este realismo, sino el resultado de un pensar la imagen
y un pensar la realidad a través de la imagen: lo verosímil se construye así, paso a paso,
y estos pasos significan formas de pensar la realidad a la que se hace verdaderamente
verosímil, es decir, comprensible. La digitalización, como pináculo del proceso de
reproducción técnica de la imagen iniciado con la fotografía pero a la vez como
superación de la misma por medio de esta activación intelectual de lo verosímil,
franquea al unísono el impulso realista y el impulso vanguardista, pero lo hace
reuniendo la esencia de ambos en una disposición completamente nueva de la imagen.

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Con la fotografía no solo se satisface, pues, el ideal de la perfecta imitación de la
realidad, sino que se convierte esta realidad en imagen y, por consiguiente, se la dispone
para ser pensada directamente a través de sus modelos fotográficos o parafotográficos.
Con el cine no se aumenta simplemente el realismo de las imágenes, al añadirles el
movimiento del que carecía la fotografía, sino que, de forma más crucial, se introduce
en la imagen la fluidez necesaria para que puedan transitarla formalmente los procesos
reflexivos y emotivos. Todo ello culmina finalmente en los procesos de digitalización
con los que la imagen alcanza la posibilidad de convertirse en sustento de un
pensamiento que podemos denominar complejo, por oposición al pensamiento simple
que hasta el momento había presidido la evolución de los medios, las imágenes y las
ideas sobre la realidad y su comprensión.

Han acertado todos cuantos, con Benjamin a la cabeza, han considerado la técnica
fotográfica como un punto de inflexión transcendental de la cultura. Sin embargo, no se
ha considerado suficientemente la importancia que el dispositivo ha tenido en el
pensamiento. Se ha examinado su relación con las ideas, pero no con la propia textura
del pensar.
La fotografía es ante todo una forma de mirar, es decir, una forma de
posicionarse ante el mundo y organizar una imagen que combine formalmente la
realidad y ese posicionamiento. Una forma de mirar, añado, mediatizada y
esencialmente formalizada por un instrumento que determina tanto la imagen resultante
como al propio observador. Pero la técnica fotográfica no aparece de la noche a la
mañana fruto de la visión adelantada de uno o varios inventores, sino que es el eje en
torno al que gira un paradigma visual, una forma de la imagen que la precede y la
prolonga a otros ámbitos. Puede hablarse por lo tanto de una pre-fotografía, que
encontraríamos en el manierismo perspectivista de pintores como Canaletto o Vermeer,
influidos por las plasmaciones visuales de ese antecedente de la técnica fotográfica que
fue la camera obscura; y de una post-fotografía, es decir, de un modo visual fotográfico
detectable en la obra de muchos pintores y dibujantes posteriores al invento de ese
dispositivo sobre el que se proyecta la sombra de su peculiar estética. Es por ello que
una forma tan aparentemente antitética a la del documental como es el cine de
animación puede llegar a considerarse también documentalista: ya que acarrea en la
forma de sus imágenes la disposición fotográfica a la que el documental en sí parece
adscribirse esencialmente y porque se adhiere además al espíritu básico de este cine.

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El cine documental mantiene una relación muy estrecha con la fenomenología
fotográfica y, sobre todo, con el imaginario que ella destila, el cual se prolonga a lo
largo de casi dos siglos, precisamente porque está alimentado por el ideario de la ciencia
que es hegemónico durante ese período. La imagen supuestamente objetiva que la
técnica fotográfica produce se ajusta muy adecuadamente a la posibilidad de esa mirada
sobre el mundo, desprovista de cualquier elemento subjetivo que la ciencia persigue.
Por ello el documental, que se contempla como una prolongación de la imagen
fotográfica con una mayor dosis de realismo por la adquisición del movimiento, aparece
en su momento como la rama científica del cine; un cine que, al mismo tiempo, se abre
por un lado a la ficción y por el otro a la experimentación estética de las vanguardias,
dos vías que nutren la rama artística del medio. Esta escisión imaginaria del
cinematógrafo, que alcanza a la propia psicología de los cineastas, y por lo tanto
conforma su carácter, solo se resolverá en la era posvanguardista del nuevo cine
expandido cuyos perfiles empiezan manifestarse en las últimas décadas del siglo XX.

El deseo fotográfico
Se hablado mucho de la mirada documental, pero en cambio muy poco del deseo
documental que reposa detrás de esta mirada, un deseo en realidad mucho más urgente
que el cine documental en sí, de la misma manera que el deseo fotográfico –aquello que
Susan Sontag denomina empeño fotográfico o avidez de la mirada fotográfica-,
expresado en la pre-fotografía y la post-fotografía, se halla también más extendido que
la propia técnica fotográfica. Llega un punto en que ambos deseos, el fotográfico y el
documental, se entremezclan y la fusión genera un afán coleccionista, una intensa
propensión a coleccionar la realidad. Como dice Sontag (2006), “coleccionar fotografías
es coleccionar el mundo” (p.15). Asistimos ahora, con la proliferación de los teléfonos
móviles, a la culminación exasperada de esta tendencia. Estos aparatos, calificados de
inteligentes, están destinados a absorber en su entramado tecnológico otros medios,
entre ellos las cámaras fotográficas propiamente dichas, y, al combinar diversas
funciones comunicativas y expresivas, suponen entre otras cosas la materialización
técnica del deseo de coleccionar lo real, son el instrumento más adecuado para la
satisfacción de este deseo, al que a la vez que incrementan. Es a este coleccionismo, de
origen sentimental, a donde va a parar la atávica tradición mimética de Occidente, de
raíces estéticas. A través del filtro de la tecnología –que, al contrario de lo que ha
afirmado interesadamente la corriente positivista, no produce un tipo de observación

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más objetiva, sino que la subjetiva radicalmente-, la mimesis revela su escondida
cronofobia y la populariza: la fotografía amateur primero y el cine domestico después,
más que instrumentos memorísticos, son dispositivos nostálgicos, destinados a
contrarrestar el imparable paso del tiempo que constantemente destruye la presencia del
presente, poniendo en peligro la aparente estabilidad del yo. El tiempo se opone al
sujeto, no solo porque lo conduce a la muerte, sino sobre todo porque parece
desquiciarlo, ya que hace que la realidad esté en un constante proceso de desaparición,
alejándose de la supuesta sensación de permanencia que el sujeto se adjudica a sí
mismo. En este sentido, la técnica fotográfica se convierte en un instrumento emocional
al que se agarra el sujeto con el fin de estabilizar un mundo para sí.
Insinuaba Benjamin el posible decaimiento contemporáneo de la facultad
mimética, a la que acompaña esa idea de semejanza que tan arraigada está en la
epistemología occidental y que, como nos informó Foucault, articula con sus
mecanismos sectores muy diversos de la misma, sobre todo hasta el siglo XVI. Pero el
pensador alemán prefiere suponer que este proceso es más de transformación que de
verdadera decadencia y que el destino del cambio es esa forma mágica de la astronomía
que es la astrología (Benjamin, 1991, p.86). Sin embargo, considero que ese supuesto
ocaso del impulso mimético, que las vanguardias artísticas certificarían en una fase
avanzada del fenómeno, se transforma más directamente en el impulso coleccionista de
lo real que he mencionado y que supone la satisfacción del deseo documental-
fotográfico o, por lo menos, el intento de alcanzarla. Si Benjamin ve la astrología al
final del camino mimético es porque equipara los conceptos de mimesis y semejanza
con el de analogía y con el sistema de correspondencias que el régimen de lo analógico
genera, es decir, con los fundamentos del pensamiento mágico que lógicamente se
diluye en el seno de una pseudo-ciencia. Pero el deseo documental tiene como
fundamento el pensamiento científico y, por consiguiente, no puede derivar hacia zonas
menos cualificadas. Lo que hace, por el contrario, es trasponer al arte el dispositivo
científico de la observación, como lo demuestra el hecho de que, si bien el cine
documental nace bajo la advocación estética cuando Griergson lo califica de un
tratamiento artístico de la realidad, culmina sin embargo como tal tipo de cine en el
documental observacional de Frederick Wiseman, entre otros, o en las formas tecno-
estéticas del cinéma vérité, a través del cual la cámara se convierte finalmente en un
dispositivo a la vez estético y científico.

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El cinéma vérité, precisamente por las confluencias en las que se basan sus
parámetros tecnológicos, supera los límites ideales de lo observacional. Él es el
representante crucial de la revolución tecnológica que implicó la aparición de cámaras y
grabadoras de sonido más ligeras en los años sesenta del pasado siglo, un período en el
que la cámara se aproxima a la fenomenología del sujeto hasta el punto de hacer que
Alexander Astruc piense en la posibilidad de una caméra stylo o cámara pluma que
acercaría el cine a la escritura. Pero esa cámara tan personal no solo se ajusta a la
subjetividad del escritor, sino también a la corporeidad del flâneur, que escribe con el
cuerpo mientas pasea por la ciudad. No es solo la mirada del operador la que se activa,
sino todo el cuerpo, que se mueve con ella. Ahí se encarna la hibridación de los dos
deseos, el fotográfico y el documental, en un mismo dispositivo cuya condición liviana
acelera el proceso de privatización y consecuente subjetivación de los instrumentos de
captura de la realidad que había iniciado la técnica fotografía. A partir de ese momento,
el impulso simplemente observacional deriva hacia la televisión, con la consecuente
pérdida de peso del documental en sí, que da paso al mero reportaje portador de
noticias. Al final de este camino televisivo y su afán de realidad actualizada
superficialmente a cada momento espera el teléfono móvil.

La dificultad del pensar complejo


El afán de coleccionar la realidad, sustrato de lo que podrían considerarse tendencias
antropológicas realistas u observacionales, ha aumentado en detrimento del deseo de
explicarla o comprenderla. Poco a poco, la misma televisión, garante última del
realismo por excelencia, pero de un realismo fútil, se fue decantando, como digo, hacia
la simple información, al suministro de noticias que sustituían la profundidad por el
sensacionalismo, que es el exponente máximo de la superficialidad en todos los
sentidos. Quien al final de este trayecto empuña ahora su teléfono móvil para captar un
suceso, se preocupa más de mostrar esa captura que de analizarla a fondo y sacar
conclusiones. Le basta la imagen para considerar que ha asimilado la realidad, que la ha
adquirido; una sensación que comparte con el sustrato profundo del documentalismo
clásico. Es cierto que, en este caso, las excepciones han sido muy numerosas a lo largo
de la historia, pero también es verdad que, en el fondo de todas ellas, latía la sensación
primaria de que lo esencial era haber capturado una imagen de lo que había ante la
cámara. En este sentido, parecía, y parece, que no era la cámara la que se situaba frente
a la realidad, sino a la inversa, que era la realidad la que venía a situarse dócilmente ante

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la cámara. Era como si la cámara fuera capaz de atraer la realidad hacia su ojo
impersonal. Es cierto que había que salir a buscarla, pero solo porque se creía que era
realmente posible encontrarla esperando en algún lugar, como el pez espera la llegada
del anzuelo del pescador. El río de Heráclito fluye constantemente hacia el mar, donde
se pierde, pero los peces, por el contrario, resisten la corriente y permanecen hasta que
el pescador los extrae del flujo y, curiosamente, los salva de la corriente. Es así como la
realidad se va convirtiendo paulatinamente en imagen y, de ahí, pasa a ser espectáculo,
tal y cómo denunciaba Debord (1999).
Las transformaciones que experimentó el documentalismo durante la década de
los años noventa del pasado siglo, empezando por el llamado giro subjetivo y siguiendo
con un posterior giro reflexivo, pueden considerarse transcendentales, no únicamente
porque abrieron vías prácticamente insospechadas en este campo, sino porque pusieron
de manifiesto un nuevo marco mental, así como una correspondiente nueva forma de
pensamiento de la que a la vez se han hecho notables impulsores con su posterior
desarrollo. En este nuevo ámbito, la imagen deja de ser solo testimonio o espectáculo y
se convierte en acicate de la imaginación creadora.
A pesar de los avances en el conocimiento de los procesos cognitivos y de que se
haya popularizado la idea de Howard Gardner sobre las inteligencias múltiples, que
amplía drásticamente el concepto unidimensional de la mente que regía las
concepciones más clásicas, no cabe duda de que todo proceso racional ha sido
tradicionalmente relacionado con el lenguaje, hasta el punto de considerar que las
imágenes son entes básicamente irracionales. Todavía resuena entre nosotros la
contundente afirmación de Lacan acerca de que el inconsciente está estructurado como
un lenguaje. Por cierto, que la hacía uno de los que, a la postre, más descompondría la
estructura de ese lenguaje para encontrar detrás del mismo los entresijos de lo real y lo
imaginario. Reparemos en que finalmente Lacan recurrió a una rama muy visual de las
matemáticas –la topología o teoría de las propiedades de los cuerpos- para expresar,
mediante la teoría afín de los nudos, aquello que no alcanzaban a decir las palabras
sobre determinados fenómenos psíquicos.
A partir del sustrato lingüístico, el pensamiento, para la concepción clásica de la
racionalidad, se desplegaba de varias maneras características: era mental, es decir,
estaba localizado en las funciones de la mente-cerebro; era local, en el sentido de que
sus procesos se focalizaban a través de una estructura lineal-teleológica (de raíces que
eran también teológicas); y, finalmente, era mecanicista, o sea que estaba articulado por

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una reglas que podían ser más o menos precisas –en unos casos, como en la lógica, muy
precisas-, pero que siempre, de una forma u otra, se desarrollaba mecánicamente, a
través de encadenamientos y enlaces ordenadamente articulados y a la vez cerrados: era
mecánico porque era esencialmente metodológico, y el método no provenía nunca de la
propia forma del pensamiento en sí, sino que era un elemento externo aplicado al
proceso del pensar. Esta forma de exposición, compositiva, puede detectarse igualmente
en un tratado, una novela o una película, incluso en una película documental. No es de
extrañar pues que, cuando a mediados de los años cuarenta, el ingeniero norteamericano
Vannevar Bush (1945) publicó su célebre artículo “As We May Think” en la revista The
Atlantic1 sobre una nueva forma posible de archivar y organizar la información –
materializada en el famoso Memex, aparato cuyo funcionamiento constituía un
antecedente del hipertexto y el hipermedia-, no es extraño, digo, que se refiera
directamente al hecho de que los sistemas de clasificación vigentes hasta el momento no
se adecuaban a cómo funciona en realidad la mente humana, es decir, de forma
asociativa.
Hay depositada en la estructura mecanicista del pensamiento una gran confianza
en el futuro que se plasmaba emblemáticamente en la palabra “Fin”, colocada al final de
alguno de esos trayectos, sobre todo en las películas. Con el “Fin” se cerraban las
conclusiones, los desenlaces y, con ellos, el libro o la película en sí mismos: se
finalizaba el proceso de pensamiento puesto en marcha por esas máquinas finalistas,
productoras de un solo significado heredero de las moralejas que enmarcaban las
antiguas fábulas. Pensar ha sido, en este contexto, acercarse al fin, acompañado siempre
de la mano del autor, garante de la fiabilidad del camino a seguir.
Si creemos en el valor hermenéutico de las alegorías sociales, en su capacidad

1
Tomado de la página: http://cs.brown.edu/memex/ (21-4-2018)

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para expresar el inconsciente antropológico de una cultura, encontraremos en la
prototípica plasmación visual de la labor de algunos santos relacionados con la
enseñanza, como San Juan Bautista de La Salle o San José de Calasanz, la puesta en
imágenes más acertada de la organización mental de la que estamos hablando. Con ella
no solo se alegoriza la pedagogía, como trasfondo del pensamiento teleológico clásico,
sino también el componente teológico del mismo que he mencionado antes y que la
Ilustración secularizó creyendo que inauguraba un nuevo proyecto exento de hipotecas.
En las alegorías encontramos, por cierto, una muestra eminente de las posibilidades del
pensamiento visual, incluso cuando se trata de un pensamiento inconsciente. Las nuevas
formas del documental instauran un renovado dispositivo retórico en el que la metáfora
y la alegoría despliegan capacidades inusitadas.
El desarrollo del pensamiento complejo que se despliega en el terreno de la
imagen no anula los antecedentes del pensamiento racional, sino que se superpone a
ellos, abriéndolos a nuevas perspectivas. Así, al pensamiento lingüístico se suma una
ignorada forma visual de reflexión; al pensamiento mental se le une la posibilidad de
una extensión tecnológica del mismo; el pensamiento mecanicista adquiere, por su
parte, formas fluidas; y el pensamiento local se ve ampliado por una idea global,
expansiva de este.
La imagen actúa por medio de campos de significado que se expanden en todas
direcciones y propugnan, por tanto, conexiones múltiples. En las alegorías clásicas del
barroco esta multiplicidad de vectores es muy evidente, como sucede también en la
publicidad contemporánea, pero puede darse el caso de que, como en la imagen
emblemática del fundador de La Salle o la del de las Escuela Pías, se produzca la
condensación de significados múltiples en una formación concreta. Podemos pensar que
hay, pues, dos tipos de alegoría: una analítica y otra sintética. Pero hay que tener en
cuenta que estos dos tipos de organización alegórica establecen a su vez la posibilidad
de dos tipos de lectura alegórica, de manera que el receptor de las alegorías puede, si
ejecuta una operación hermenéutica completa, aplicar sobre cualquiera de las
modalidades los dos tipos de mirada.
La estructura enunciativa del cómic es un buen ejemplo de esta doble
articulación visual, aunque en este caso no sea estrictamente alegórica. Así, la página de
un cómic o una novela gráfica aparece fragmentada a través de una sucesión de viñetas
que, a la vez, se ofrecen al lector como configuración visual completa a nivel de toda la
página. Por el contrario, algunos autores privilegian la página y elaboran

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configuraciones globales que contienen, de todas formas, detalles que deben
contemplarse sectorialmente. En ambos casos, la mirada compleja debe ser doble, la
diferencia reside en cuál de ellas es la más básica, la que se ofrece como puerta de
entrada a la imagen.
De esta manera, lo narrativo y lo pictórico se combinan para estructurar una
información que circula a muy diversos niveles: emocional, visual, textual, político,
estético, científico, etc. Un buen en ejemplo es el manifiesto en forma de cómic del

Bjarke Ingels Group, o BIG, de Copenhague, titulado Yes Is More: An Archicomic on


Architectural Evolution (2010). Con la particularidad de que este cómic documental
estaba acompañado por una instalación presentada en el Danish Architecture Center de
Copenhague en 2009, la cual a su vez tiene una representación en la web.2
Paralelamente a estas formaciones alegóricas y estructurales que sustentan un
determinado tipo de pensamiento visual, aparece la descomposición de la linealidad del
pensamiento lingüístico en sí. Lo vemos en el hipertexto, pero también detectamos el
fenómeno en las formas topológicas empleadas por Lacan para expresar la complejidad
del sujeto y sus manifestaciones. En ambos casos, la línea expositiva se complica, se
retuerce y forma nudos complejos que implican relaciones indiscernibles por otras vías.

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Ver: http://www.virtualworks.dk/tours/BIG/YIM360/ (21-4-2018)

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No se trata solamente de síntomas del nuevo imaginario, sino también de
instrumentos efectivos de pensamiento. Son radiografías de procesos mentales, pero
también indicativos de cómo pensar de forma distinta a través de organizaciones que
son primordialmente visuales. Aparece de nuevo aquí la doble mirada –que de hecho
puede llegar a ser múltiple: en el pensamiento lingüístico, lo visual es un epifenómeno,
una virtualidad que se oculta tras la estructura del lenguaje, visible en el texto o audible
en la palabra; en cambio en el pensamiento visual, lo que aparece en primer término es

el campo de la imagen y es a partir de este marco que se desarrolla el lenguaje para


explicitar el significado. El lenguaje recobra protagonismo pero se amolda a la
estructura de lo visual; su linealidad básica no domina las ideas, sino que se acomoda a
la forma que la visualidad les ha conferido previamente. Claro está que si la imagen se
contempla desde el deseo mimético y la mirada no descubre en ella su forma intrínseca
sino solo el pálido reflejo de la realidad que se supone que representa, nada se
descubrirá de los tránsitos que el pensamiento ejecuta gracias a ella. Habría que dejar
sentado de una vez por todas que esa célebre indicación de Wittgenstein, heredera de
otra similar de Spinoza, sobre el hecho de que existe una relación de isomorfismo entre
la imagen (él habla de proposiciones, pero las equipara a las imágenes) y la realidad,
solo puede tener un sentido pleno para nosotros si la entendemos como explicación
imaginaria del mundo. Es decir, si consideramos que la estructura de la imagen no es un
simple reflejo de la estructura del mundo, sino que impone sobre el mundo una
estructura imaginaria a través de la que pensamos ese mundo.
Para Spinoza, el orden de las cosas es el mismo que el orden de las ideas, lo cual
puede ser entendido como un requisito racional por el que las ideas deben amoldarse al
orden establecido, y fijo, de las cosas, o bien puede tomarse como una apertura post-
racional que permite extraer nuevas ideas de la reordenación de las cosas. Es de la

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“realidad” que parte Wittgenstein al afirmar que, así como un hecho atómico es una
composición de "cosas", también una proposición atómica es una composición de
palabras y que lo que hay en común entre la realidad (el hecho) y el lenguaje (la
proposición) es la forma de la composición que queda reflejada en la estructura lógica
de la proposición. Pero el orden tecno-estético actual nos lleva a darle la vuelta a esta
relación para hacerla imaginativamente operativa, no con el fin de negar absurdamente
la realidad, sino para acercarse a ella desde el otro lado, un lado que se acostumbra a
ignorar, puesto que la realidad, debido a nuestra mente aún perspectivista, la seguimos
imaginando como una superficie plana con un solo lado. Si lo que tienen en común el
lenguaje (o la imagen) y la realidad es una misma estructura lógica, parece obvio que el
lenguaje o la imagen no son solamente reflejos de una realidad preestablecida, sino que
pueden ser también formas de cambiar esa realidad, extrayendo de la misma capaces de
extraer facetas hasta entonces escondidas. No hace otra cosa el lenguaje, por supuesto;:
pero ahora debemos aceptar que también puede hacerlo la imagen, sobre todo la imagen
tecnológicamente activada. Esta activación tecnológica de la imagen es la base capaz de
articular las nuevas formas de pensamiento.
La imaginación arquitectónica, con la que tan relacionados están los
docuwebs, los cómics –documentales o no- y las instalaciones, señalan claramente esta
posibilidad de cambiar la realidad a través de pensar sus estructuras.

Mente y tecnología
Los procesos de visualización del pensamiento y el trascurso análogo de pensar
visualmente están relacionados, pues, con las características de las tecnologías
contemporáneas de la información y el conocimiento. En este sentido, se hace necesario
acudir a las ideas del antropólogo Roger Bartra (2006) con su concepto de exocerebro,
según el cual el cerebro humano ha ido expandiendo su capacidad a medida que se iban
creando herramientas y técnicas cada vez más complejas que ofrecían a los seres
humanos nuevas maneras de relacionarse con la realidad. Ello implica que el cerebro no
es un órgano cerrado, ni siquiera encerrado en su propia plasticidad interna, sino un
sistema a partir del que se expanden innumerables ramificaciones destinadas a
conectarse tanto con las tecnologías como con las estructuras e instituciones sociales,
entendidas estas también como tecnologías. Las ideas de Bartra siguen la estela de las
que André Leroi-Gourhan expresó en su clásico El gesto y la palabra, si bien el
antropólogo mexicano va más lejos que el francés, puesto que este se contentaba con

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describir los procesos de hominización y socialización que ocurren en paralelo con la
evolución de las técnicas y el lenguaje, sin realmente plantear el fenómeno de un
cerebro en constante y efectiva expansión a través de la relación entre estos ámbitos. En
realidad, Leroi-Gourhan se interesaba más por las herramientas simples que por las
tecnologías complejas, pero ello no impide que sus planteamientos globales del
fenómeno humano ayuden a comprender las ideas de Bartra. McLuhan, por su parte,
también se aproximó a esta perspectiva al entender que las tecnologías suponían una
extensión de los sentidos, pero se quedó igualmente corto en este caso, puesto que la
extensión transcendental no es la de los sentidos, sino la de la mente. Pero es cierto que
el teórico canadiense en La galaxia de Gutemberg sí detectó el cambio que en la
estructura del pensamiento implicaba la aparición de una tecnología tan significativa
como la imprenta. Sin embargo, todas estas perspectivas, la de Roger Bartra incluida,
tienen un carácter muy general y es por ello que se complementan tan fácilmente. Pero
lo que en realidad me interesa extraer de las mismas es la posibilidad de una
aproximación concreta a la transformación de las funciones reflexivas, más allá del
cambio global de la mente del que provengan.
Mi idea es que hablar de cerebro es excesivamente reduccionista y además tiende a
anclar la posible comprensión de estos procesos en la fase mecanicista y local del
pensamiento. Yo diría que lo que se expande no es el cerebro en sí, sino la mente. Es
cierto que la equiparación del concepto “cerebro” con el de “tecnología” sitúa los dos
términos a un mismo nivel material, pero deja fuera los procedimientos que se
desprenden de la articulación de los dispositivos cerebral-tecnológicos; es decir, no
detecta el carácter fluido de las nuevas formas de reflexión. Así resolvemos también la
eterna polémica entre la esencialidad de la mente o la del cerebro, delimitando con
claridad los dos niveles fenomenológicos y sus especificidades: el cerebro, como el
ordenador, es el sustrato material de procesos que, a nivel mental, equivalentes al
software, son mucho más dúctiles y complejos.
Es la mente la que se expande, pues, a través de las nuevas formas tecnológicas,
pero no lo hace de manera mecánica, como nos podría hacer suponer su equiparación
reductiva con el cerebro; es decir, no lo hace por el simple hecho de que existe la
tecnología concreta, y sin importar el uso que se haga de ella, sino que debe tenerse en
cuenta que estas tecnologías son plataformas que permiten expansiones determinadas a
partir del uso que se haga de las mismas. Así sucede con el propio lenguaje y su

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relación con el pensamiento: la existencia potencial del lenguaje no supone ningún tipo
de beneficio, que no se vislumbra más que cuando aquel se activa a través del habla.
La tecnología permite nuevas articulaciones del pensamiento y, por lo tanto,
promueve la aparición de nuevas formas retóricas. De esta manera la mente no es algo
difuso de difícil localización, sino que se revela como el resultado de hacer efectivas las
potencias tanto del cerebro como de la tecnología, constituyéndose de esta manera en un
ámbito que se extiende desde el cuerpo a la sociedad. Como indica el propio Bartra, esto
implica una mentalización de la tecnología y de la sociedad, de la misma manera que
también el propio pensamiento adquiere basamentos materiales.
En este entendimiento de las formas tecnológicas del pensamiento debemos
incluir de manera crucial las funciones de la imagen, de lo visual. En este sentido, las
imágenes aparecen como aparatos, como dispositivos tecnológicos de un refinamiento
infinitamente mayor que el de las máquinas que las producen. La imagen, como el
lenguaje, se sitúa así a un nivel superior con respecto al sustrato material-tecnológico
que la produce y posibilita.

La aparición del hipertexto señalaba ya el camino hacia la disolución del


pensamiento lineal y local, en dirección a formas expansivas del mismo. Con su
implementación se abría un ámbito de desarrollo espacial, cuya efectividad el lenguaje
había descartado (a pesar de que pudiera analizarse a posteriori, por ejemplo a través del
juego entre sus formas diacrónicas y sincrónicas), pero que la moda de los mapas
mentales y los mapas conceptuales acabó posteriormente de concretar. La expansión de
los conceptos, en principio ilimitada, que proponen los mapas conceptuales encuentra su
complemento en las formas subjetivas de los mapas mentales. Si aquellos son capaces
de establecer constelaciones de carácter neo-objetivo, estas subjetivan el conocimiento,
estableciendo una radiografía del saber personal. En ambos casos, tanto el sustrato

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espacial como los dispositivos estéticos sirven para matizar y profundizar determinados
conceptos. Se presentan como la cartografía de un efectivo proceso de pensamiento.

El espacio encantado
Los conceptos básicos de espacio y tiempo experimentan drásticas transformaciones en
este panorama. En primer lugar, el espacio pierde su carácter de contenedor indiferente
y pasa a formar parte integrante de los procesos reflexivos y comunicativos; luego, el
tiempo se introduce en estas articulaciones espaciales a través del movimiento y su
propia transformación tecnológica y licúa las formas espaciales, hace que lo que antes
era mecánico sea ahora fluido. Las formas resultantes son, pues, una hibridación de
espacio, tiempo y pensamiento.
Para comprender este proceso es esencial la fenomenología de las instalaciones.
El desplazamiento del cine hacia el museo es un indicio también de las nuevas formas
de articulación de la realidad y del saber, que superan el antiguo concepto de
representación. El fundamento de las instalaciones se asienta sobre la potenciación del
espacio y la función visual de la metáfora. Comparadas con el documental tradicional –
al fin y al cabo, veremos enseguida el vínculo que el modo instalación mantiene con las
webs documentales-, las instalaciones nos muestran el enriquecimiento expresivo que
supone desarticular la linealidad de ese tipo de cine, a favor de una valoración
conceptual del espacio, paralela a una función hermenéutica del mismo. Los planos –
entendidos como formas para-fotográficas donde reposa la esencia de la realidad- se
sucedían linealmente, anulándose unos a otros. No tenían otra posibilidad de
alimentarse recíprocamente que la que se desprende de esa vaga idea de Eisenstein
acerca de una dialéctica visual generadora de síntesis de imágenes o planos capaces de
promover nuevas ideas en la mente del espectador. En la instalación se presentan los
“planos” en forma de distintos medios, a través de articulaciones espaciales que
visualizan no solo los elementos sino también sus posibilidades de conexión.
Lo que una instalación hace en el espacio físico, lo realiza la web documental en
el espacio virtual de Internet. Lo que el visitante de una instalación efectúa con todo su
cuerpo, paseándose por el espacio real que la compone, el visitante de un docuweb lo
realiza paseándose mentalmente por el espacio virtual que se establece a través de la
interacción con las articulaciones visuales de la propuesta. En ambos casos, existe un
proceso de pensamiento activado por las relaciones que se establecen, mediante el
movimiento entre los elementos que componen las obras.

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Nuestro pensamiento se ha fundamentado en dos ideas esenciales del
espacio. Un espacio entendido como contenedor sin atributos específicos (Newton) o un
espacio relacional que adquiere los atributos de los elementos que lo forman y sus
relaciones (Leibniz). Wittgenstein confiesa en el Tractatus (1921) no poder imaginar
una cosa sin espacio, pero sí un espacio vacío (2.01.21), pero al mismo tiempo afirma
que tampoco nos podemos imaginar ningún objeto fuera de las posibilidades de su

unión con otros (2.01.31). Realiza así una postrera síntesis entre los espacios
newtoniano y leibniziano. Prácticamente al mismo tiempo, Aby Warburg descubre un
nuevo tipo de espacio al empezar su trabajo con el Atlas Mnemosyne: Wittgenstein
publica el Tractatus en 1921, Warburg empieza a trabajar en el Atlas en 1924.
En realidad, este nuevo tipo de espacio ya lo había detectado Mallarmé cuando
en su poema “Una tirada de dados no abolirá el azar”, distribuía los versos por la página
sin respetar la estructura básica del texto, cuyas frases acostumbran a distribuirse
formando una línea continua que va de una lado a otro de la página y que continúa
debajo de esa línea. Por el contrario, Mallarmé hacía visible la página del libro y
colocaba sobre ella las palabras como si fueran objetos en la tela de un pintor. Pero iba
más allá que el espacio de la pintura, puesto que, como nos recuerda Deleuze, el pintor
al acercarse a la tela ya contempla sobre la misma un determinado esquema que se
opone a la libertad que esta en principio le ofrece. Por el contrario, Mallarmé actuaba
sin ese esquema, de alguna manera como acabarían haciendo los pintores del
expresionismo abstracto. Lo que Mallarmé hizo con las palabras lo efectuará Warburg

18
con las imágenes. Descubre por lo tanto un espacio imaginario o, dicho de otra forma,
materializa el espacio de la imaginación; hace que se pueda operar sobre el mismo de
forma distinta a cómo se hace en una imaginación reglamentada por la linealidad del
lenguaje.

Didi-Huberman, al estudiar el concepto de Atlas relacionado con la obra de


Warburg, distingue entre el cuadro y el tablero (“table”, en francés), como dos
superficies antitéticas. Mientras que en el cuadro se establece una configuración visual
fija para siempre, con el tablero se puede estar variando constantemente los elementos
situados sobre el mismo. Este espacio de juego, -espacio imaginario pero a la vez
material-, es también un espacio de pensamiento. La colocación y combinación de las
imágenes sobre los tableros de Warburg eran una forma de pensar a la vez sobre las
imágenes y con las imágenes.3
Tanto las webs documentales como las instalaciones utilizan este tipo de espacio
imaginario: las primeras, combinando espacios relacionales, formados por el

movimiento interactivo de sus partes, con la materialización alegórica de las propias


relaciones (la forma de las interfaces o de las páginas); las segundas, transformando el
espacio newtoniano de los museos o salas de exhibición (espacio-contenedor) en

3
Ver la magnífica página de Cornell University dedicada al Atlas Mnemosyne de Warburg:
http://warburg.library.cornell.edu/ (25/04/2018)

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espacios imaginarios sobre los que se juega con la combinación de elementos, igual que
Warburg combinaba imágenes sobre sus paneles. Al mismo tiempo, en las instalaciones
se proponen relaciones que en la web están determinadas visualmente a través de las
interfaces. En las instalaciones el visitante efectúa mentalmente las conexiones,
mientras que en la web las realiza a través del gesto que le conecta con la interfaz. Pero
este gesto es también una forma de pensar o conlleva un proceso reflexivo.

La imagen interfaz
Estas disposiciones nos trasladan a un nuevo tipo de formación visual que
denomino imagen interfaz y que supone la superación de la imagen perspectivista
imperante en nuestra cultura casi ininterrumpidamente desde el Renacimiento. La
imagen interfaz implica también la aparición de un nuevo modelo mental que se
superpone a los anteriores, basados en el teatro griego y en la cámara oscura (Catalá,
2010). Podría decirse que la imagen interfaz se basa en la interactividad con las
imágenes, sino fuera porque el concepto de interactividad, tan utilizado desde hace unos
años como el emblema de las nuevas tecnologías, pertenece de hecho al paradigma
anterior. Supone una relación espectatorial con las imágenes, solo que en este caso
aparentemente superada por la posibilidad de intervenir en ellas.
Esta capacidad de intervenir es, sin embargo, crucial, puesto que implica la
conversión del espacio newtoniano de la imagen perspectivista en un espacio relacional
imaginario. El régimen de la interfaz implica, sin embargo, una relación más profunda
con la imagen que la simple intervención superficial en el desarrollo o despliegue de la
misma. Supone un proceso hermenéutico por el que se establece una conversación entre
el usuario y la tecnología a través de formas visuales que abren estados de conocimiento
y producen formas de reflexión paralelas. Por otro lado, el concepto básico de
interactividad, además de seguir pensando en una serie de relaciones lineales y
mecanicistas entre el espectador y la representación, no tiene en cuenta que con la nueva
imagen interfaz se producen sistemas ecológicos caracterizados por la circulación fluida
entre sus distintos componentes: el usuario, el autor (o autores), la tecnología, las
formas audiovisuales y las referencias, datos o formas de conocimiento
correspondientes.
El espectador de un documental típico, que es seguidor pasivo de los procesos
mentales del autor, se incorpora a través de la interfaz de la web documental a esos
procesos mentales, los hace suyos y los conduce a su manera. El autor le ofrece unas

20
herramientas basadas en las imágenes o las formas documentales, aquello que antes
configuraba los planos cinematográficos. Los datos del documental, que anteriormente
se inscribían en imágenes que, como las de la pintura, estaban pre-fijadas por el autor,
con la justificación de que eran imágenes de la realidad que no podían por tanto ser
alteradas, se convierten ahora en formas abiertas susceptibles de ser pensadas de nuevo.
Lo que antes he indicado acerca de la inversión del isomorfismo wittgensteiniano se
hace realidad en las webs documentales.
Pero el autor o autores de la web han intervenido también en el nuevo proceso de
pensamiento-interfaz al confeccionarla, puesto que han diseñado determinadas
relaciones entre las imágenes y las han modificado mediante procedimientos
metafóricos y alegóricos. Así como en el documental tradicional los procesos de
pensamiento son previos al documental en sí, en la web documental los pensamientos
están visualizados e incorporados al sistema, de manera que van al encuentro del
usuario, quien no solo incorpora sus propias reflexiones, sino que las efectúa a través de
los espacios, las formas y las relaciones que se le suministran. Se puede argüir que lo
mismo sucede con el documental tradicional, pero, en ese caso, el pensamiento de las
imágenes está oculto por su proverbial naturalismo, y la reflexión que suscitan no
permite una respuesta inmediata, es decir, no promueve el inicio de un proceso
dialéctico. Además, el pensamiento del espectador es ajeno a la forma de las imágenes
en sí: las imágenes transmiten información, pero no son a la vez herramientas para
pensar, mientras que es esto lo que sucede en las webs documentales. Una web
documental no solo informa y anima a pensar, sino que plantea una determinada forma
de pensamiento, que puede ser distinta en cada ocasión, puesto que se amolda a una
situación mental concreta a través de la que se presenta la realidad.

Bibliografía

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Valencia: Pre-Textos.

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crítica de la violencia y otros ensayos. Trad. Roberto Blatt. Madrid: Taurus.

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Madrid: Taschen.

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Catalá, J.M., (2010), La imagen interfaz. Representación audiovisual y conocimiento en


la era de la complejidad. Bilbao: Servicio Editorial de la Universidad del País Vasco.

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textos.

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(eBook Edition).
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Rancière, Jacques, (2004), The Politics of Aesthetics. Nueva York: Continuum.

Sontag, S., (2006), Sobre la fotografía. Trad. Carlos Gardini. México D.F: Santillana
Ediciones Generales.

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