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Tutankamón
Traducción de Manuel Serrat Crespo
El misterio de la vida sigue escapándosenos. Las sombras se
agitan, pero no se disipan jamás por completo.
C.J.
Sinopsis
«¿Desea saber quién es usted realmente?» Así reza la misteriosa y escueta
nota que recibe Mark Wilder, un exitoso abogado neoyorquino a punto de
emprender una prometedora carrera política. La nota lo lleva a El Cairo, donde
conocerá a su autor, Pacomio, el honorable abate de la iglesia de la Suspendida,
quien lleva años practicando en secreto los ritos ancestrales en honor al dios
Amón. Pacomio le revelará,, en efecto, cuál es su verdadera y asombrosa
identidad, y eso va a cambiar su vida para siempre.
El clima político en Egipto, por su parte, no es muy alentador. El rey Faruk,
cuyo insaciable apetito por el lujo y su despreocupación por su pueblo le han
valido el odio de sus súbditos, ha dado inicio a los preparativos para las que serán
sus segundas nupcias. Sus enemigos preparan una rebelión contra el orden
establecido al tiempo que, atentos a sus objetivos geoestratégicos, los agentes de
la CIA y del servicio secreto británico se mantienen expectantes a que la
revolución estalle. Implicado contra su voluntad en el desarrollo vertiginoso de
los acontecimientos, Mark Wilder se verá inmerso en varios frentes de esta
disputa mientras afronta la misión que el viejo sacerdote le ha encomendado: en
compañía de la hermosa Ateya, deberá hallar un valioso tesoro custodiado
durante siglos por la momia de Tutankamón. Un tesoro que es, a la vez, la clave
para comprender el pasado y la fuente del porvenir.
I
Desea saber quién es usted realmente? Vaya a El Cairo dentro de quince días, el
28 de abril de 1951, y acuda a la iglesia de San Sergio, a las 20.00 horas. Alguien se
pondrá en contacto con usted. Así tendrá una oportunidad de saberlo. De lo
contrario, seguirá siendo por siempre un desconocido para sí mismo, y su
existencia sólo habrá sido un espejismo, una ilusión.
Mientras leía por segunda vez aquel increíble mensaje, Mark Wilder chocó con un paseante.
Confuso, pidió perdón, levantó la cabeza y vio el obelisco que se erigió en Central Park en
1881. Lo habían bautizado como «aguja de Cleopatra» pero, en realidad, era obra de uno de
los más grandes faraones del Antiguo Egipto, Tutmosis III. Bajo la protección de Thot, el
dios de los sensatos, el monarca había disfrutado de un largo reinado1 y había redactado el
Libro de la cámara oculta, destinado a conseguir que el alma real reviviese en pleno corazón
de la luz.
Caminando al azar, Mark Wilder no esperaba ese encuentro con la piedra erecta que
atravesaba las nubes y atraía las fuerzas positivas. Los jeroglíficos grabados en el obelisco
evocaban la ceremonia de regeneración de Tutmosis III y su capacidad para transmitir
mágicamente la energía celestial a la especie humana. Un universo muy alejado de la
agitación neoyorquina y del feroz mundo de los abogados mercantiles, uno de cuyos más
brillantes representantes era Mark Wilder, tan brillante que le auguraban una feliz carrera
política que desembocara, por lo menos, en un cargo de senador. Había sido descubierto por
los hombres influyentes del entorno presidencial, entre los que lograba la unanimidad. Era
el símbolo perfecto del milagro norteamericano, y poseía las cualidades requeridas para
ocupar altos cargos al servicio de la patria.
Pero Mark quería descansar algún tiempo. A sus cuarenta y dos años de edad, estaba sin
embargo en plena forma, corría la maratón y plantaba cara a excelentes jugadores de tenis.
En su profesión, en la que acumulaba numerosos éxitos, ya no debía demostrar nada, y
estaba en posesión de una no desdeñable fortuna. Soltero empedernido, había decidido
tomarse un año sabático y permitirse una vuelta al mundo para lavar su espíritu
descubriendo otros países y otras culturas. Dutsy Malone, su mano derecha, sabría dirigir el
bufete y gestionar los asuntos en curso, y en caso de urgencia, siempre conseguiría ponerse
en contacto con su patrón.
Mientras consultaba su programa de viaje, Mark había recibido aquella sorprendente
misiva proveniente de El Cairo. En apariencia, una broma estúpida. Un mes antes, mientras
se las tenía con un coriáceo adversario a quien había terminado derribando, la habría tirado
a la papelera. Pero en vísperas de su partida, se hacía preguntas. Su instinto de cazador lo
prevenía contra una reacción en exceso racional.
Tras recorrer a grandes zancadas Central Park, Mark llegó a su lujoso despacho de
Manhattan. Caminar le había permitido a menudo encontrar soluciones a problemas
complejos, y persistía en evitar al máximo el coche y los ascensores.
Los tres primeros meses de aquel año de 1951 habían estado marcados por algunos
importantes logros de su bufete, considerado como el más efectivo de Nueva York. Los
mejores técnicos hacían cola para incorporarse a su equipo, pero era preciso superar el
obstáculo de Dutsy Malone, de infalible olfato.
1 1504-1450 a.C.
Dutsy, el confidente de Mark y su único amigo verdadero. No sentía celos de su jefe, le
satisfacía plenamente su papel secundario, y vivía una rara felicidad familiar en compañía de
su bella esposa y dos hijas preciosas.
-¡Ah, ya estás aquí! -exclamó Dutsy exhalando una bocanada de su habano-. Antes de
esfumarte, deberías darme tu opinión sobre tres enormes expedientes. Luego, yo me
encargaré de la intendencia. Y puesto que tu año sabático no superará las tres semanas, la
vida normal pronto recuperará su curso. Tres semanas..., ¡exagero! Después de quince días
de hoteles, playas, muchachas tan bonitas como estúpidas y visitas guiadas que te matarán
de aburrimiento, tomarás el primer avión de vuelta a Nueva York.
Seguro de su pronóstico, Dutsy Malone hizo chasquear sus largos tirantes floreados
mientras contemplaba al hombre de fuerza apacible, ancha frente, ojos marrones y aspecto
deportivo por el que sentía, desde siempre, una viva admiración.
-¿Qué te parece esta carta? -preguntó Mark mostrándole el documento.
Dutsy se atragantó.
-¡Puro delirio! ¡No irás a dar importancia a las divagaciones de un loco! ¡Ni siquiera está
firmada!
-No conozco Egipto. Parece una primera escala bastante atractiva.
-Yo sí lo conozco: ¡es un verdadero polvorín! ¿Acaso has olvidado la guerra de 1948? Los
israelíes les dieron una buena somanta a los egipcios, y en El Cairo estallaron graves
disturbios. Fueron incontables los atentados cometidos contra los comercios occidentales,
los grandes almacenes, los cines, los despachos de las sociedades inglesas y francesas y,
naturalmente, los establecimientos judíos. En el barrio judío estallaron bombas que
provocaron decenas de víctimas.
-La guerra ha terminado, Dutsy.
-Sí, pero desde el reconocimiento del Estado de Israel por las potencias occidentales, la
situación sigue siendo extremadamente tensa. Egipto no ha firmado la paz, sino un
armisticio que puede romperse en cualquier momento.
-El rey Faruk2 no tiene fama de ser un conquistador sanguinario -objetó Mark.
-Es retorcido y paciente. Durante el verano de 1948 embargó numerosos bienes
pertenecientes a occidentales. Los más afortunados estaban fuera de Egipto, los demás
fueron encarcelados. Muchos residentes, que vivían en el país desde hacía largo tiempo,
fueron expoliados. Y los soldados de Faruk, ayudados por su policía política, no vacilaron en
cometer asesinatos y matar a militares franceses. Sólo los ingleses consiguieron plantarle
cara. Pero quiere expulsarlos, recuperar el canal de Suez y afirmarse como el jefe espiritual y
temporal de Oriente Medio.
Mark sonrió.
-Según las revistas, más bien pasa el tiempo jugándose enormes sumas de dinero en los
casinos de Alejandría, Montecarlo y Deauville.
Dutsy Malone mascó su cigarro.
-De acuerdo, ese gordo seboso es un manirroto de mucho cuidado. Al parecer, es capaz
de perder más de cincuenta mil dólares en una sola velada, pero no por ello deja de ser un
tipo peligroso que elimina a todos sus oponentes.
-Ése no es mi caso -observó el abogado-. Un simple turista no amenazará su trono.
-No vayas, Mark. Perderás el tiempo. Ve a relajarte unos días al Caribe y luego regresa.
-Saber quién soy realmente... Es tentador.
-¡Santo Dios! ¿Vas a caer, tú, en semejante emboscada?
-La vida a veces es extraña, Dutsy. ¿Acaso no me ofrece la ocasión de desvelar un
2 Sobre Faruk, véase J. Bernard-Derosne, Farouk, la déchéance d'un roi, París, 1953; A. Sabet, Farouk, un roi trahi, París,
1990; G. Sinoué, Le colonel et l'enfant-roi, París, 2006.
misterio?
Malone se golpeó la frente con el puño cerrado.
-¡Y ahora se dedica a la metafísica! Lárgate a divertirte a El Cairo, ve a ver las pirámides y
tu iglesia de San Sergio, saluda a la esfinge de mi parte, y luego regresa. Aquí hay trabajo.
2
En pleno barrio viejo de El Cairo, el abate Pacomio vivía una apacible vejez. El tiempo
parecía haber olvidado al anciano erudito, que poseía una inmensa biblioteca donde se
codeaban textos egipcios, coptos, griegos y arameos. El abate, un experto en la
interpretación de los jeroglíficos, recibía de buena gana a jóvenes investigadores a los que
daba valiosos consejos.
Aquella mañana, su visitante, una comerciante visiblemente inquieta, estaba buscando
otra forma de ciencia.
-¡Padre, ayúdeme, se lo suplico!
-¿Qué le ocurre, hija mía?
-¡Estoy poseída por el diablo!
-¿Por qué dice eso?
-Los clientes ya no me compran, mi marido no siente interés por mí, mis hijos no dejan
de agredirme...
-Está pasando una mala época.
-No, padre, no, ¡es el diablo! Ayer, mis manos se cubrieron de sangre. Todas las noches,
mi cama se mueve, los muebles gimen y una forma negra atraviesa la casa riéndose.
Libéreme de esto, se lo suplico.
-¿Ha consultado usted con su párroco?
-¡El no puede hacer nada por mí! Todos saben que usted es el mayor mago de El Cairo y
que ha salvado ya a centenares de víctimas del demonio. ¡No me abandone, por compasión!
-De acuerdo, echemos un vistazo.
Con los ojos llenos de esperanza, la comerciante se dejó examinar.
El abate Pacomio palpó sus extremidades, puso la oreja sobre su corazón y la mano en su
nuca.
-No cabe duda -concluyó-, en efecto, es usted presa de un afarit, una criatura agresiva
que corroe su aliento y corrompe su sangre.
-¿Va usted..., va usted a salvarme?
-Lo intentaré. Arrodíllese y rece a la Virgen.
La posesa así lo hizo.
El abate revistió un largo hábito blanco, el único color que permitía comunicarse con lo
invisible. Consultó luego un grimorio que databa de la época de los Ptolomeos y pronunció
una serie de fórmulas antiguas dirigiéndose al rey de los demonios. Así, lo obligó a
responderle y a revelarle la identidad del afarit que atormentaba a la infeliz, un roedor
virulento enviado por una pariente envidiosa.
Pacomio modeló entonces una figura de cera, grabó en ella el nombre de la agresora y la
quemó en una copela de bronce.
La posesa comenzó a hacer muecas y cayó de espaldas con los brazos en cruz.
Mientras las llamas consumían el afarit, el abate quemó incienso y derramó agua bendita
sobre la frente, el pecho, las manos y los pies de la paciente.
Luego, más tranquila, ella se levantó.
-¡Me siento bien, muy bien!
-Está usted liberada, hija mía. Pinte de rojo la puerta de su dormitorio y lleve consigo
este talismán.
El anciano entregó a la joven un cuadradito de lino cubierto de indescifrables signos.
-Padre... ¿Cómo puedo agradecérselo? Le daría la mitad de lo que poseo, yo...
-No quiero nada, hija mía. Con verla curada me basta.
La comerciante besó las manos del exorcista.
-¡Que Dios lo mantenga vivo mucho tiempo, padre!
-Hágase según Su voluntad.
Ligera y feliz, la comerciante se esfumó entonces.
Pacomio, por su parte, cerró la puerta de su domicilio con doble vuelta de llave y accedió
a un local subterráneo cuya existencia sólo él conocía.
¿Quién podría haber supuesto que bajo el hábito de un monje copto, venerado por toda
la comunidad cristiana de El Cairo, se ocultaba el último sacerdote del dios Amón? Pese a la
cristianización de Egipto, a la que había sucedido la invasión árabe, la tradición iniciática de
los Antiguos no se había interrumpido jamás. La mayoría de los adeptos, es cierto, habían
abandonado una tierra que se había vuelto inhóspita para refugiarse en Occidente, fundar
allí comunidades y construir catedrales donde, de una forma simbólica, seguía formulándose
el mensaje. Pero algunos clanes habían sobrevivido, a trancas y barrancas, en el propio
Egipto.
Hoy, ese largo linaje amenazaba con extinguirse.
La capilla subterránea de Pacomio era una morada de eternidad construida por sus
antepasados durante los últimos fulgores de la civilización faraónica. El umbral de granito
rosado, el suelo de plata, dos pilares en forma de loto, un zócalo para la barca solar, de
acacia, una mesa para ofrendas y un naos que contenía la estatuilla de oro de la diosa Maat,
encarnación de la rectitud y la exactitud del universo. Todas las mañanas, en nombre de los
iniciados que habían pasado al Oriente eterno, Pacomio, cuyo nombre significaba «Fiel de
Khnum», el dios alfarero con cabeza de carnero que se encargaba de moldear seres vivos en
su torno, celebraba el ritual del despertar de las potencias divinas. Así, preservaba una
parcela de armonía en un mundo presa de las peores locuras, de los desórdenes y la
crueldad.
Muy pronto su corazón dejaría de latir y se reuniría con los antepasados. Pero antes
debía transmitir la información tan esencial que poseía sin poder explotarla personalmente,
y cumplir una misión cuya importancia superaba su persona y su época. Tal vez esa gestión
se demostrara inútil, pero había prometido llevarla a cabo y cumpliría la palabra dada, so
pena de ser condenado por el tribunal de Osiris y ver cómo su alma era arrojada como pasto
al devorador.
Así pues, el último sacerdote de Amón había escrito a Mark Wilder para invitarlo a una
entrevista durante la cual le revelaría su verdadera identidad.
Pero un brillante abogado mercantil norteamericano, con infinitas ambiciones,
¿prestaría la menor atención a una carta tan extraña?
Pacomio pronunció las fórmulas de «salida de la voz», de «ofrenda que da Faraón» y de
«llegada en paz» del alma reunida, formada por Ra, el sol del día, y por Osiris, el de la noche.
Una suave luz llenó el santuario y el celebrante se sintió transportado hasta sus
predecesores, que, durante milenios, habían mantenido el vínculo entre lo visible y lo
invisible.
Amón, «el dios oculto», el Uno engendrando lo múltiple sin dejar de ser Uno, ¿aceptaría
responder, por su parte?
Tras finalizar el ritual, Pacomio contempló la copia de la carta que había enviado a Mark
Wilder.
Al pie del documento había aparecido el jeroglífico de las dos piernas en movimiento,
cuyo significado no admitía ninguna duda: Mark Wilder acudiría.
3
Mark se había dormido nada más despegar la aeronave, y se despertó cuando aterrizaban
en El Cairo. El avión le parecía el lugar de relajación ideal. En pleno cielo, inalcanzable, por
fin podía entregarse a un sueño reparador.
Las formalidades del desembarco se efectuaron entre un alegre bullicio de gente, aunque
los policías y los aduaneros no tuvieran un aspecto especialmente amable. Tras recuperar su
equipaje, el abogado aprendió su primera palabra en árabe, una de las más importantes:
bakchich, «propina». El arte supremo consistía en dosificarla en función del interlocutor.
Edificado en pleno desierto, cerca de Heliópolis, un antiguo paraje convertido en un
elegante arrabal de la capital, el aeropuerto conectaba la vieja tierra de los faraones con el
mundo moderno.
Mientras buscaba al corresponsal encargado de recibirlo, de acuerdo con la promesa de
la agencia de viajes, una fuerte voz lo interpeló:
-¡Mark! ¿Eres tú...? ¿Realmente eres tú?
-¡John!
-¡Es un enorme placer volver a verte! ¿Turismo o negocios?
-Turismo.
-¿Tu hotel?
-Mena House.
-¡Excelente elección! Si quieres, te llevo.
Mark divisó entonces a un tipo bajito que, sobresaliendo a duras penas entre la multitud,
blandía un cartel con su nombre.
-Me esperan, y...
-No te preocupes, yo resuelvo el problema.
El individuo de baja estatura pareció especialmente satisfecho con su bakchich y John se
apoderó del carro del equipaje.
-No quisiera perturbar tu agenda -dijo Mark.
-¡Acabas de desembarcar en Oriente, amigo! Aquí, el tiempo es elástico. Tranquilo: he
acompañado a un cliente hasta el aeropuerto y mi próxima cita está fijada hacia medianoche
en casa de un político. El Cairo nunca duerme. Y por la tarde los funcionarios tienen por
costumbre echarse una larga siesta.
Con cuarenta y tantos años bien llevados, muy moreno y de talla media, John Hopkins
era un comerciante internacional de fácil contacto. Un tipo despierto, gran viajero, capaz de
pactar complejos contratos con países dudosos, había recurrido varias veces al bufete de
Mark Wilder, y siempre había quedado muy satisfecho con ello. Más allá de las relaciones
comerciales, ambos hombres habían simpatizado y habían jugado buenos y muy disputados
partidos de tenis, antes de entregarse a los placeres de la gastronomía.
El Mercedes de John Hopkins se zambulló en el caos circulatorio.
-Aquí, sólo rige una regla del código de circulación: intimidar al adversario -precisó-. Las
señales son puramente decorativas. ¡Bienvenido a El Cairo, Mark! Una ciudad agotadora,
simple y complicada a la vez. Al este, los barrios viejos, con un número incalculable de
mezquitas y palacios más o menos en ruinas; al oeste, los barrios modernos, un retazo de
Europa con hoteles, tiendas y clubes privados. Allí se celebran soberbias recepciones donde
se apretuja la gente elegante. ¡La buena vida, ya sabes, si uno tiene dinero!
El Mercedes adelantó un autobús atestado; racimos humanos se agarraban a las
ventanas.
-La superpoblación es el principal problema -prosiguió John-. Más de seis millones de
habitantes en El Cairo en 1930, ¡muy pronto se doblará esa cantidad! Y la cosa amenaza con
proseguir exponencialmente. Los campesinos siguen abandonando sus campos para
instalarse en la ciudad, donde esperan encontrar mejores condiciones de vida. Y las
prohibiciones del gobierno no los detienen. Se construyen, aquí y allá, inmuebles a toda
prisa, y la gente se amontona en locales a menudo insalubres, lo bastante como para
explotar en cualquier momento. Sin embargo, el país es rico y las industrias locales
funcionan a buen ritmo. Aunque una pequeña minoría lo aprovecha al máximo. El otro
problema es la inflación galopante que arruina a las clases medias. En resumen, riqueza y
miseria se codean de un modo sorprendente. A veces, se raciona la harina, el azúcar o el
petróleo. Y menos del dos por ciento de los egipcios poseen más de la mitad de las tierras
cultivables. Añade a todo ello el rencor y la decepción del pueblo tras la derrota militar de
1948, y comprenderás la gravedad de la situación.
-Y tú ¿por qué estás aquí? -preguntó Mark.
-Algodón. He invertido mucho y quiero recuperar mis fondos. Desgraciadamente, acaba
de estallar un escándalo en la Bolsa de Alejandría. ¡Algunos especuladores manipularon las
cotizaciones y se han dejado atrapar! Como, al parecer, la esposa de un ministro está
implicada en el fraude, todo el mundo está que trina. Pero dime, Mark... ¿y si me echaras
una manita para salir del embrollo?
-Estoy de vacaciones, John.
-Conociéndote, ¡apuesto que no más de una semana!
-Necesito descanso y, sin duda, hay muchas cosas que ver en Egipto.
-¡No quedarás decepcionado! De todos modos..., recuperarás muy pronto la afición al
trabajo, y realmente necesitaré tu ayuda para evitar un desastre.
-Ya veremos, John. ¡Cuidado!
Cuando el Mercedes pasaba por delante de la Ópera, un bólido rojo le cortó el paso.
John dio un brusco volantazo y consiguió evitar el choque, aunque no pudo evitar rozar
a un grupo de peatones que lanzaron gritos de espanto antes de detenerse a pocos
centímetros de la acera.
-¡Ese loco merecería estar en la cárcel! Pero nadie se atreverá a detenerlo.
-¿Por qué? -se extrañó Mark.
-¡Porque se trata del rey Faruk en persona! Conduce sus Rolls-Royce y sus Cadillac como
un enfermo, siempre pisando a fondo el acelerador. ¿Has visto el color de esa bomba
rodante? ¡Rojo vivo! Está reservado para su inmenso parque automovilístico, de modo que la
policía de carretera no lo intercepta. Sin embargo, con veinticuatro años sufrió un grave
accidente. Pero cualquiera diría que eso lo azuzó a correr más aún... Cierto día, otro
psicópata intentó adelantarlo..., ¡y el rey disparó contra sus neumáticos! Los oídos de los
cairotas están enfermos de los aullantes bocinazos de Faruk, que imitan el son de un clarín,
las notas de un organillo o los gemidos de un perro atropellado.
-¿Y ese tipo gobierna Egipto?
-¡De momento, Mark, sólo de momento! Debe reconocerse que su política resulta eficaz
y que el ejército, a pesar del creciente descontento, sigue obedeciéndole. En fin, olvida todo
esto y pásalo bien. En el Mena House no te resultará difícil.
Situado al pie de las pirámides, el lujoso hotel había sido, en su origen, un pabellón de
caza del jedive Ismail. Luego, en 1869, durante las fiestas celebradas con ocasión de la
apertura del canal de Suez, el edificio había recibido a los huéspedes ilustres antes de abrirse
al turismo. Los ingleses apreciaban su sombreada terraza, donde la hora del té se convertía
en una verdadera delicia. Amuebladas al estilo oriental, las vastas habitaciones evocaban un
palacio de Las mil y una noches. En el jardín, cuidado con extremada atención, la piscina
parecía un oasis donde sólo era posible soñar y relajarse. Unos serviciales empleados se
encargaron del equipaje de Mark, y un atento maitre ofreció su mejor mesa a los dos
norteamericanos.
-Vengo aquí con frecuencia -reconoció John-. El lugar es tranquilo, alejado de la
agitación de El Cairo. Te aconsejo la lechuga y las cebollitas frescas para empezar. Luego, el
cordero asado con pasas de Corinto te sentará muy bien. ¡E incluso beberemos un vino
francés!
Mark experimentaba extrañas sensaciones. Por primera vez en toda su vida, le faltaban
puntos de orientación y se preguntaba si realmente había aterrizado. Muy cerca, la Gran
Pirámide de Keops era el impresionante testigo de aquella entrevista inesperada.
Apenas acababa de poner un pie en Egipto y, sin embargo, ya sabía que no se parecía a
ningún otro país. Pese a la modernidad, la magia del pasado seguía latente, y sucediera lo
que sucediese, no lamentaría haber contemplado ese cielo, de un azul de inolvidable
encanto, y respirado ese aire, de una pureza que nacía de su alianza con el desierto.
-John, se me ha ocurrido una idea extravagante. ¿No serás tú el autor de esta carta?
El abogado entregó el documento a su amigo, que lo leyó con rapidez.
-No, Mark, yo no te escribí esta sorprendente nota. De lo contrario, la hubiera firmado.
¡De ningún modo, nunca me habría puesto en contacto contigo de esta forma! «Saber quién
es usted realmente...» ¿Qué significa eso?
-Tal vez no tarde en comprenderlo.
-A primera vista, parece una broma.
-Que por lo menos me habrá permitido descubrir Egipto.
-La parte vieja de El Cairo merece una visita, y San Sergio es una hermosa iglesia. ¡De
todos modos, no olvides las pirámides!
-Tranquilo, les reservo mi primera visita.
-No te entregues demasiado a la pereza. En cuanto lo consideres oportuno, llámame a
este número y hablaremos de mis problemas con el algodón. No lo lamentarás, sabré ser
generoso. Hasta pronto, Mark.
El abogado metió en el bolsillo de su chaqueta la tarjeta de visita de John Hopkins.
Embriagado por el esplendor del paisaje, salió del Mena House y se dirigió a la llanura de las
pirámides.
4
Una excelente noche, un suntuoso desayuno en el jardín del Mena House, la visita a la
Gran Pirámide de Keops, un largo paseo por la llanura de Gizeh para contemplar mejor las
tres pirámides... Mark Wilder había olvidado los negocios, Nueva York, Estados Unidos y el
mundo moderno. Fascinado por la perfección de los gigantes de piedra, se sentía a la vez
reducido casi a la nada e impelido hacia la luz de un sol tan generoso que apartaba del
paraje a muchos turistas incapaces de afrontar un calor infernal. Según los autóctonos, ese
final de mes de abril estaba batiendo todos los récords.
Al anochecer, Mark pensó de nuevo en su extraña cita. Bebió una cerveza antes de
ducharse y vestirse con un traje ligero. Nada más salir del hotel, un flamante taxi se detuvo
frente a la escalinata, y un tipo de unos cincuenta años, panzudo y sonriente, salió de él.
-¡A su servicio! Nadie conoce El Cairo mejor que yo. ¿Adonde quiere ir?
-A la ciudad vieja.
-Suba, le haré un buen precio.
-Discutámoslo primero.
Dada la limpieza del vehículo, el abogado no se mostró cicatero.
-Me llamo Hosni y tengo ocho hijos -reveló el taxista¿De dónde es usted?
-Estados Unidos.
-Nos gustan los norteamericanos: ¡lucharon por la libertad! Los ingleses y los franceses
son colonizadores. Cuando se marchen, no lo lamentaremos. ¿Es su primera estancia en
Egipto?
-Pues sí.
-¡Bienvenido a nuestro país! Aquí, la hospitalidad es sagrada. ¿Se quedará mucho
tiempo?
-Depende.
-Sobre todo, tómeselo con calma. Hay que saber apreciar cada momento y descubrir
poco a poco el hechizo de El Cairo. ¿Comenzará usted por las iglesias cristianas?
-En efecto.
-Cristianos y musulmanes viven en paz. Antaño, los judíos eran tolerados, pero tras la
creación del Estado de Israel y la guerra de 1948, se marcharon. Inch Allah! No olvide visitar
las mezquitas, son espléndidas.
-No dejaré de hacerlo.
-¿Cuál es su oficio?
-Negocios.
-¡Ah, los negocios! Me hubiera gustado dedicarme también a eso, pero Dios no lo quiso.
Después de su estancia en El Cairo, ¿irá a Luxor?
-No lo sé todavía.
-¿Por negocios?
-Eso es.
El interrogatorio comenzaba a irritar a Mark. Al percatarse de ello, el taxista se
concentró en la conducción, que exigía una real destreza.
Al llegar a los barrios viejos, el abogado descubrió un mundo multicolor que habría
asustado a un buen número de miembros de la alta sociedad norteamericana: asnos
cargados de alfalfa, suelos lodosos, olores pestilentes y perfumes de especias, cocina al aire
libre, mujeres veladas de negro codeándose con muchachas vestidas a la manera occidental,
personajes con traje y tocados con el tarbush que se cruzaban con hombres que llevaban la
galabieh, la vestidura tradicional de colores variados, gallineros en los balcones, cabras en
los tejados, una agitación mezclada con la lentitud... Mark Wilder se dejaba absorber por el
espectáculo.
-El Cairo es la madre del mundo -recordó el taxista-. Aquí, todos los sueños se hacen
realidad.
Cubriendo parte de la antigua Fostat, la ciudad vieja estaba encerrada en el interior de
las murallas de la Babilonia de Egipto, lugar del combate entre las fuerzas de la luz y las de
las tinieblas.
El taxi se detuvo.
-¿Adonde quiere ir exactamente? -preguntó el conductor.
-Pienso pasear al azar.
-No se lo aconsejo.
-¿Acaso es peligroso?
-No, pero se arriesga a perderse los edificios interesantes. Todo está más o menos oculto;
los muros exteriores de las iglesias no tienen ningún interés. Sin un buen guía, uno se pierde
lo esencial.
-Lléveme a la iglesia de San Sergio.
-¡Excelente elección! Le recomiendo la cripta donde Cristo, la Virgen y José
permanecieron largo tiempo, al abrigo de la canícula y del frío. Allí se depositó, también, la
cuna que contuvo a Moisés niño, salvado de las aguas. Luego, sin duda irá usted al museo...
-Primero prefiero visitar a fondo un mismo lugar.
-Como quiera.
Ambos hombres se zambulleron en un dédalo de callejas donde los niños jugaban. En las
paredes, Mark descubrió representaciones de san Jorge venciendo al dragón; algunos
balcones estaban adornados con guirnaldas eléctricas que rodeaban la imagen de Cristo.
Aquí y allá, había pesadas puertas de madera claveteada.
El taxista hizo atravesar a su cliente el jardín del museo. Luego bajaron los peldaños que
llevaban a una calleja que desembocaba en la iglesia de San Sergio, cuya puerta central
estaba emparedada.
-Entre por la puerta de la derecha. Tómese su tiempo, yo lo espero aquí.
Mark descubrió una pequeña basílica. Su nave, flanqueada por las laterales, albergaba
dos hileras de columnas de mármol. A oriente, había tres santuarios separados de la nave
por un tabique adornado con motivos poligonales, de estrellas y de cruces.
Nadie.
El norteamericano se dirigió hacia la entrada de la cripta y bajó. Techo bajo, atmósfera
opresiva... La Sagrada Familia debió de pasar allí momentos difíciles.
Mark aguardó pacientemente a que fueran las 20.00 horas.
Mucho después de la hora fijada, todavía no había aparecido nadie.
Así pues, la carta era una broma. A menos que... Regresó al exterior.
El chófer, sentado, fumaba un cigarrillo.
-¿Satisfecho con su visita?
-Apasionante.
-¿Desea usted regresar al Mena House?
-No, pasearé un poco.
-Puedo llevarlo a un excelente restaurante...
-Está bien, amigo. Tome, el precio convenido, y un excelente bakchich. Buenas tardes.
Sin dejarle al taxista tiempo para responder, Mark se alejó a paso vivo y se mezcló con la
multitud.
Tras unos diez minutos, compró jazmín a un muchacho encantador y aprovechó el
instante para comprobar que el conductor no lo hubiera seguido.
Más tranquilo, preguntó entonces a un anciano muy digno el camino para salir del
barrio viejo y regresar al centro de la ciudad. El hombre le informó amablemente en una
mezcla de inglés y francés.
-¿No necesitará usted un guía?
Mark se volvió.
La voz era la de una muchacha de unos treinta años, de pelo negro y ojos de un verde
agua, semejante a las divinidades pintadas en las paredes de las moradas de eternidad de los
faraones. A su belleza se añadían un encanto y una gracia decididamente hechiceros.
-Bueno... ¿por qué no?
-¿Por qué no ha acudido usted solo a la cita, señor Wilder?
5
Una vez pasado el primer momento de estupor, Mark se sintió atraído por la situación.
-Habla usted un inglés perfecto, señorita.
-Es indispensable cuando se ejerce de guía turístico. Domino también otras lenguas.
Sígame, se lo ruego. Nos comportaremos como un guía y su cliente deseoso de descubrir las
riquezas ocultas de la ciudad vieja, desde el jardín del museo hasta el cementerio copto. Así,
nadie se extrañará de vernos charlar.
-Puesto que conoce usted mi nombre, ¿me permite saber el suyo?
-Ateya.
-¿De modo que fue usted la que me escribió y me citó en la iglesia de San Sergio?
-No, señor Wilder.
-Entonces... ¿Quién fue?
-Su actitud sospechosa me impide responder a esa pregunta. Ha hecho usted fracasar la
cita de las ocho de la tarde, y creo que no habrá otra.
Irritado, el abogado se detuvo y miró a la joven directamente a los ojos.
-«Actitud sospechosa»... ¿Qué significa eso? Me he tomado en serio una carta anónima
de contenido inverosímil, he seguido las instrucciones y me acusa usted de no sé qué
fechoría... Reconozca que se trata de una broma estúpida ¡y pongamos punto y final a esto!
Los ojos de la muchacha refulgieron.
-¿Considera usted una broma la verdad, señor Wilder?
-¿Qué verdad?
-La que le concierne.
-¡Ah, sí, lo olvidaba! Saber quién soy realmente...
-En efecto.
-Deje ya de burlarse de mí, señorita, y dígame los verdaderos motivos del autor de esa
carta.
-No conoce usted Egipto, supongo.
-Es mi primer viaje.
-Sin embargo, en el aeropuerto, lo esperaba un hombre.
-¿Cómo lo sabe?
-Yo estaba contemplando la escena.
-¡Me espiaba!
-No confiaba en absoluto en usted, señor Wilder, y estaba en lo cierto. Hágame una
pregunta sobre las iglesias cristianas, ¡ahora!
Por el rabillo del ojo, Ateya observaba a un bigotudo, vestido a la europea, que se
acercaba a ellos.
-Esa estancia de la Sagrada Familia en Egipto, ¿es auténtica?
-Sin duda. Por lo demás, no habría que hablar de «huida a Egipto», sino de regreso a las
fuentes. Cristo no vino a ocultarse. Recogió las enseñanzas de los sabios, transmitidas a la
Iglesia copta, que las preserva en el seno de sus santuarios.
La guía se lanzó a una descripción de la arquitectura de las basílicas primitivas.
El bigotudo se alejó.
-Era un inspector encargado de vigilar a los guías -explicó la muchacha-. Me considera
competente y redacta excelentes informes sobre mí.
-¡Mejor para usted! El hombre que me abordó en el aeropuerto se llama John Hopkins.
Es un viejo amigo y estaba allí por casualidad.
-¿Cree usted en el azar? -observó la muchacha, sonriente.
-¿Supone que John me acechaba?
-Cuando vuelva a verlo, pregúnteselo. ¿Qué está haciendo él en Egipto?
-Ha invertido en el algodón. John es un comerciante internacional que reside donde le
exigen los buenos negocios. Mañana se marchará a la India, o a China. Mi bufete lo asesora
en la redacción de contratos complejos.
-¿E ignoraba usted su presencia en El Cairo?
-¡Por supuesto!
En su muñeca derecha, Ateya llevaba un brazalete de oro formado por unas llaves de
vida. La joya era una pequeña obra maestra, modelada por un orfebre de excepcional
talento.
-¿Dónde se aloja? -preguntó.
-En el Mena House. Dispongo de una habitación inmensa y gozo de una vista fabulosa a
la llanura de las pirámides. Ninguna fotografía hará justicia a su valor. Aunque su carta fuera
una farsa, no lamento mi viaje.
-¿Ha elegido usted su taxi?
-No, se ha presentado él mismo. Me ha hecho cien preguntas y se ha impuesto como
guía. Pero me parecía demasiado pegajoso y me he librado de él al salir de San Sergio.
-¿Le ha dicho cómo se llamaba?
-Hosni.
-Ese hombre es miembro de la policía política del rey Faruk, encargada de seguir los
pasos de los extranjeros.
-Pero... ¡si acabo de llegar!
-Un huésped del Mena House no es un cualquiera, y forzosamente merece una atención
especial. Al despistar a Hosni, corre usted serios riesgos.
«Tal vez Dutsy no estuviera equivocado -pensó el abogado-. Existían destinos más
tranquilos que Egipto.»
-Escúcheme, señorita; no quiero mezclarme en ningún embrollo. O se explica usted, o
regreso a Nueva York.
-Hágalo entonces, señor Wilder. Así ignorará para siempre quién es en realidad y pasará
el resto de su vida lamentándolo.
La gravedad del tono impresionó al abogado. Tenía una especie de don para descubrir a
los fabuladores y a los mentirosos, y claramente, Ateya no pertenecía a ninguna de esas
categorías.
-Dígame, al menos, si conoce usted al autor de esta carta.
-Lo conozco.
-¿Y le concede usted toda su confianza?
-Lo venero. Dada su posición, debe permanecer al margen y no correr riesgo alguno. La
presencia de su «amigo» en el aeropuerto y la de un confidente de la policía de Faruk no son
nada tranquilizadoras. Le considero un personaje peligroso, señor Wilder.
-Le repito que John es un viejo amigo. Y he sido objeto de vigilancia como cualquier otro
extranjero que resida en el Mena House y se lance solo a la ventura por las calles de El Cairo.
-Ésa es una visión muy optimista de la situación.
-¿Y por qué no puede ser buena?
-Porque el azar no existe.
Perpetuamente en guardia, Ateya no dejaba de observar a los viandantes.
-¿Debo fijarle una nueva cita o abandonarlo a su ignorancia? A fin de cuentas, tal vez
prefiera no saber nada.
-Excita usted mi curiosidad, exige una cooperación ciega, y ahora me rechaza. ¿No le
parece de una excesiva crueldad?
La muchacha sonrió de nuevo. Además de la perspectiva de una entrevista con el
enigmático personaje al que ella veneraba, a Mark le apetecía volver a verla.
-¿Realmente desea conocer la verdad?
-Lo deseo, Ateya.
Ella hizo una pausa para reflexionar.
-Mañana, a las ocho de la tarde, salga del Mena House y camine diez minutos hacia El
Cairo. Un coche se detendrá a su altura. El chófer pronunciará mi nombre, usted dirá
entonces: «Dios lo bendiga», y él responderá: «Que la Sagrada Familia le proteja». Lo llevará
a ver al autor de la carta y entonces descubrirá quién es usted realmente.
6
La noche era deliciosa. Tras haberse teñido con los oros del poniente, las pirámides de
Gizeh se dejaban cubrir por la oscuridad, dispuestas a enfrentarse al demonio de las
tinieblas que intentaría impedir el renacimiento del sol. La tibieza del aire hizo olvidar a
Mark Wilder el polvo de la avenida y el ruido de los motores. Ciñéndose a las instrucciones
de Ateya, había salido del Mena House a las 20.00 horas para caminar en dirección a El
Cairo.
Apenas habían transcurrido dos minutos cuando un Peugeot gris frenó con brusquedad
a su altura. La portezuela se abrió.
-¡Suba, pronto! Lo están siguiendo.
El norteamericano entró en el vehículo, cuyos asientos parecían bastante raídos, y el
coche arrancó valerosamente cortándole el paso a una camioneta que empezó a protestar a
bocinazos.
-Ateya -dijo el conductor, un mocetón con el cuello como el de un toro.
-Dios lo bendiga.
-Que la Sagrada Familia lo proteja. Relájese, aquí está usted seguro. El que lo seguía sin
duda ha tenido tiempo para anotar mi matrícula, pero ¡es falsa! Temía que fueran muchos y
se lanzaran sobre nosotros.
-¿Adonde vamos?
-Ya lo verá.
Mark advirtió que no podría sacarle nada al conductor. Aquel tipo no tenía ganas de
hablar y se limitaba a cumplir su misión. Nervioso, con un vehículo de frenos mediocres y
privado de amortiguadores, conducía con excesiva rapidez, rozaba a los demás vehículos al
adelantarlos y tocaba la bocina hasta perder el aliento. El abogado, resignado, temió que no
llegaría a su destino.
Pero el cielo le fue favorable y no se produjo accidente alguno. El conductor se detuvo en
el lindero del famoso barrio de los bazares, donde hormigueaba una abigarrada población, y
lo hizo bajar. Acto seguido, se levantó la manga derecha, mostrando una cruz tatuada en la
muñeca.
-Compruebe que su guía también la lleva. De lo contrario, no lo siga.
El Peugeot arrancó súbitamente y Mark se encontró solo, perdido en el seno de una
multitud compuesta por mujeres y hombres con vestiduras variopintas, que iban desde el
traje europeo de buen corte hasta vestidos de algodón coloreados. Cada cual parecía buscar
un buen negocio, y discutían acaloradamente con los comerciantes. Para no llamar la
atención, el norteamericano fingió interesarse por un puesto cubierto de cestos con especias.
¿Por qué se había extraviado en aquel teatro de sombras? De pronto, tomó conciencia de
lo ridículo de la situación. Él, un brillante abogado neoyorquino, miembro del establishment
y futura figura política, manipulado por una pandilla de bromistas, convertido a su pesar en
el protagonista de una novela de espionaje.
Lo seguían, debía despistar a los perseguidores, lo arrastraban de un lugar a otro... Ya era
hora de despertar. Mark decidió regresar al Mena House, hacer su equipaje y tomar el
primer avión con destino a Nueva York. Dutsy Malone tenía razón: las vacaciones no eran
para él.
De pronto, un adolescente de ojos risueños vestido con una túnica azul lo agarró del
antebrazo.
-¿Necesitas un guía, jefe? Yo conozco los zocos y te mostraré los rincones adecuados.
El desvergonzado se levantó la manga derecha y volvió a bajarla rápidamente. El
abogado tuvo tiempo de ver una cruz tatuada en su muñeca.
-Escúchame, muchacho...
-Ven, jefe, no te decepcionaré.
Contrariado, Mark accedió, sólo porque tenía ganas de volver a ver a Ateya. Tal vez
aceptara cenar con él antes de su partida. Quería saber algo más sobre aquella muchacha.
El muchacho lo arrastró hasta el corazón de un laberinto de callejas llenas de tiendas,
algunas de las cuales se reducían a nichos excavados en un muro. Allí se vendía de todo,
desde productos alimenticios hasta cuentas de cristal, más o menos bien logradas, pasando
por tejidos que iban de lo mediocre a lo refinado.
El guía sólo redujo su marcha en el centro del célebre Khan el-Khalili, el bazar de miles y
miles de tiendas creado en el siglo XIII. Situado muy cerca de la universidad islámica de al-
Azhar, había sido inaugurado por los mamelucos, cuyas milicias peinaban la región. Ni un
solo turista se perdía aquella visita obligada, con la esperanza de encontrar un tesoro a bajo
precio.
El muchacho le hizo señal de que lo siguiera hasta el fondo de la tienda de un calderero
que vendía gran cantidad de objetos de cobre. El propietario, un hombre de unos sesenta y
tantos años, de rostro arrugado, ofreció de inmediato un vaso de té negro al potencial
comprador.
-Interésate por las mercancías, jefe, y discute los precios -le recomendó su joven guía-.
Pero primero, págame.
Diez dólares dejaron encantado al muchacho, que ni siquiera pensó en pedir más y
desapareció entre la multitud, dejando al extranjero en manos del comerciante.
-Tiene usted mucha suerte -declaró éste-. Soy el mejor calderero de El Cairo y proveedor
de las más ricas familias. A veces me llaman «el alquimista», porque hay quien asegura que
los hombres de mi clan, antaño, sabían transformar el cobre en oro. Pero es sólo una
leyenda... Sin embargo, todavía conseguimos modelar maravillas. Mire, se lo ruego.
Seguían burlándose de él, se dijo Mark. El chiquillo lo había tomado por un pardillo y lo
había llevado hasta un miembro de su fratría que intentaría venderle al precio más alto
tantos objetos inútiles como pudiese.
-¿Qué le parece ese plato de cobre repujado? ¿Acaso no se asemeja a un sol que ilumina
la noche de los que buscan la verdad? Sin duda no bastará. Tengo cosas mucho mejores en
mi trastienda.
-Lo siento, no me interesa.
-Se equivoca usted, señor Wilder. No huya de sí mismo: se extraviaría para siempre.
Sorprendido y casi a su pesar, el norteamericano siguió al calderero, que apartó una
cortina y lo introdujo en una larga estancia llena de platos de cobre, copas y marmitas. Al
fondo de aquel reservado estaba Ateya, vestida con una blusa blanca y una túnica roja. Su
rostro, suavemente iluminado por el fulgor de un candelabro, era sublime.
Mark permaneció mudo.
-¿No me reconoce? -preguntó, intrigada.
-¡Sí, claro que sí! Pero tantas precauciones...
-Eran necesarias. La policía de Faruk tiene interés en usted, señor Wilder, y nos hemos
visto obligados a despistarla. Esperaremos aquí unos minutos para comprobar si,
efectivamente, ha perdido el rastro.
Permanecer junto a Ateya en aquella penumbra parecía un apreciable privilegio, casi un
momento de gracia.
-¿Por qué se interesa por mí la policía?
-Por su posición social, sin duda. Un personaje de su envergadura no pasa inadvertido.
Faruk quiere saberlo todo de los ricos extranjeros que permanecen en su territorio y pueden
serle útiles.
-¿Va usted a llevarme, por fin, hasta la persona que me ha escrito?
Ella sonrió, y Mark supo que, por primera vez en su existencia, acababa de enamorarse
perdidamente.
Ese descubrimiento lo privaba de cualquier sentido crítico, barría sus certidumbres de
solterón, derribaba las fortificaciones levantadas al hilo de los años.
Era ella, eso es todo. Y la seguiría hasta el fin del mundo para sentir mejor su presencia,
degustar sus misterios y compartir sus pensamientos.
La cortina volvió a levantarse y el calderero reapareció.
-No hay peligro. Pueden marcharse.
Ateya y Mark salieron del puesto por la portezuela de la trastienda, que daba a una
callejuela llena de curiosos.
Caminaron con rápidos pasos hasta la salida del zoco, donde los aguardaba un pequeño
Fiat vigilado por un joven copto. Este le dio la llave a Ateya y ella se puso al volante.
-Suba, señor Wilder. Lo llevaré a la cita más importante de su vida. Por fin sabrá quién es
usted realmente.
8
Aunque fuese una mujer, Ateya no se dejaba impresionar por los conductores varones y,
corriendo razonables riesgos, se abrió paso varias veces para seguir su camino. Tras tomar la
avenida el-Azhar, llegó a la plaza Midan el-Tahrir, cerca del museo egipcio, y giró hacia el
sur de El Cairo.
Mark permanecía sorprendentemente calmado.
-¿No quiere usted saber adonde vamos? -se extrañó la joven copta.
-El destino es el destino.
-¡Ya habla usted como un egipcio!
-Puesto que no comprendo nada de lo que me sucede, mejor confiar en usted.
-Regresamos a los barrios viejos -reveló ella-. El episodio del bazar tan sólo estaba
destinado a despistar a eventuales curiosos.
-¿Otra vez a la iglesia de San Sergio?
-No, a la Suspendida.
-No comprendo.
-La antiquísima iglesia de al-Moallaqa. Se la llama la Suspendida porque los extremos
oriental y occidental del edificio descansan sobre dos torres que datan de la época romana.
Su nave está suspendida sobre el pasaje que va de la una a la otra y conduce hoy al interior.
Del siglo XI al XIV fue la residencia de los patriarcas coptos de Alejandría. Por eso conserva
un trono episcopal y sigue siendo un lugar especialmente venerado.
-¿No va a llevarme ante el buen Dios, a fin de cuentas?
-¿Quién sabe?
-¿Por qué se toma tantas molestias, Ateya?
-Me satisface llevar a cabo la tarea que se me ha confiado.
Se detuvo a la altura de la antigua entrada de la ciudad vieja, delimitada por un muro
romano. De inmediato, un mocetón de anchos hombros salió de ninguna parte para abrir la
portezuela, recibir la llave del vehículo y vigilarlo.
Mark vaciló unos instantes.
¿Y si no se trataba de una broma? ¿Y si iba a descubrir realmente una verdad que en el
fondo no le apetecía conocer?
-¿Acaso tiene miedo? -preguntó la muchacha.
-Es posible.
-Todavía está a tiempo de echarse atrás. En cuanto haya entrado en la Suspendida, será
demasiado tarde.
-La sigo.
Ateya, que conocía a la perfección el dédalo de callejones, guió a su huésped sin vacilar
en ningún momento sobre la dirección que debía tomar. Mark ni siquiera veía a los
viandantes. Tenía la sensación de estar viajando atrás en el tiempo, de partir en busca de
una fuente cuya agua se le había hecho indispensable.
Contigua al museo copto, la Suspendida era un edificio de planta tradicional, con dos
hileras de columnas de mármol decoradas con capiteles corintios. Ateya y Mark se dirigieron
hacia el iconostasio del siglo XIII, que separaba la nave que recibía a los fieles del santuario
donde oficiaba el sacerdote que celebraba en secreto el rito.
Un hombre de edad avanzada contemplaba los paneles de ébano incrustados de marfil
que marcaban la frontera entre dos mundos. Siete iconos adornaban la capilla central,
dominados por la imagen del Cristo glorioso sentado sobre su trono.
-Su resurrección revela la victoria de la luz sobre la muerte -declaró el anciano con voz
dulce-. Los humanos son esclavos, inconscientes de la pesadez de sus cadenas. Sin embargo,
pueden librarse de ellas, con la condición de no seguir mirándose a sí mismos y levantar sus
ojos al cielo. ¿Está usted dispuesto a mirar la verdad de frente, señor Wilder?
El norteamericano dio un respingo.
-¿Fue usted quien me escribió?
-Fui yo, en efecto.
Vestido con una sotana negra que lo hacía parecer un cura copto cualquiera, el religioso
tenía un rostro bondadoso que contrastaba con sus ojos de águila. La intensidad de su
mirada asustó a Mark.
-¿Aquella carta era... cierta?
-¿Lo duda todavía?
-¡Póngase en mi lugar! Es todo tan inesperado, tan...
-Acompáñeme al jardín de esta iglesia o regrese a su hotel e ignore para siempre lo
esencial. Usted elige.
-¿Realmente tengo elección?
-Todo individuo se encuentra en una encrucijada de caminos al menos una vez en la
vida. Para usted, señor Wilder, ha llegado el momento. Y la decisión sólo le pertenece a
usted.
Decidir era para Mark parte de la vida cotidiana. Hoy, sin embargo, se sentía
desesperadamente solo y desarmado.
Ateya permanecía en silencio, como si aquella situación no le concerniese.
-Me sentará bien tomar el aire -decidió él.
El anciano lo condujo hasta un patio interior, adornado por unos arbustos y un
jardincillo. Ateya se alejó para vigilar.
-Siéntese a mi izquierda -exigió el copto acomodándose en un banco-. Aquí, señor
Wilder, tres árboles alimentaron a la Sagrada Familia. Y la Virgen se apareció al patriarca
Efraím, un hombre santo del siglo X, tras haber dedicado tres días al ayuno y la oración. La
vio junto a una antigua columna que unía el cielo y la tierra, y comprendió que el poder del
espíritu podía mover montañas, como la del Mokattam, al este de El Cairo. Allí, en la
Antigüedad, la luz derribaba al demonio y lo abandonaba a su propia destrucción, ahogado
en su sangre.
-Hermosa leyenda.
-Legenda significa «lo que debe ser leído y conocido», señor Wilder. Hoy se desdeña la
enseñanza de los Antiguos y nos atiborran de anécdotas inútiles que pudren el pensamiento
y devuelven a la humanidad al infantilismo. Desdeñar las leyendas supone elegir el camino
sin salida de la ignorancia.
-¿Puedo saber quién es usted?
-El abate Pacomio, un simple servidor de Dios y de la comunidad cristiana, amenazada
con la extinción en un país mayoritariamente musulmán. Nosotros, los coptos, somos sin
embargo los auténticos descendientes de los antiguos egipcios. En el año 641, cuando los
árabes invadieron el país e impusieron el islam, no supimos resistir. Hoy se nos tolera, pero
¿por cuánto tiempo? Mis hermanos son orfebres, farmacéuticos, contables, tintoreros,
agrimensores, pero su número no deja de disminuir y nuestra influencia, cada vez más
modesta, se extingue. Temo que la violencia del mundo 110 nos respete.
-Lo lamento mucho -observó Mark-, pero ¿y si volviéramos a su carta?
-Merece usted su hermoso nombre. ¿Sabe que el apóstol Marcos fue el fundador de la
Iglesia copta en el año 40? Unos venecianos robaron su cadáver en el 828 y lo llevaron a la
Ciudad de los Dogos, donde sirvió de protector de la famosa basílica de San Marcos. En
cierto modo, ¿no ha regresado usted a la tierra de su antepasado?
¡Mark lo acababa de comprender! El viejo sacerdote buscaba subsidios para mantener a
su necesitada comunidad. Como cualquiera, sencillamente le hacía falta dinero y había
enviado centenares de enigmáticas cartas a personalidades ricas e influyentes con el fin de
atraerlas a Egipto y sacarles fondos.
-Me horroriza que me pongan entre la espada y la pared, señor abate. Yo mismo elijo mis
buenas obras tomando la precaución de comprobar que no me engañan. No pretendo
ofenderlo, pero no me gusta en absoluto el procedimiento que ha utilizado usted.
-Se equivoca, señor Wilder. Mi gestión no tenía el menor objetivo material, y sólo se
refería a usted, únicamente a usted. Este procedimiento lo ha traído ante mí.
La calma y la firmeza de su tono sorprendieron al abogado. Aquel viejo abate, de
impresionante dignidad, no tenía aspecto de ser un bromista ni un estafador.
-¡Muy bien, hable, se lo ruego!
-No es tan sencillo -observó Pacomio-. Cambiar de cabo a rabo la existencia de un
individuo es un acto grave, sobre todo porque la revelación de la verdad tendrá que verse
acompañada de un compromiso por su parte y un pacto que deberá usted firmar. ¿Está
dispuesto a ello?
9
La situación se complicaba.
Como hombre de leyes, Mark Wilder no solía firmar un documento antes de haberlo
leído y vuelto a leer.
-No suelo comprometerme a la ligera. Necesito explicaciones claras.
El abate Pacomio cerró los ojos por unos instantes, como si buscara en lo más profundo
de sí mismo las palabras que iba a pronunciar.
-Procedamos por etapas -decidió-. ¿Se llama usted, efectivamente, Mark Wilder?
-Sin la menor duda.
-He ahí su principal error.
El abogado parpadeó.
-¿Qué quiere decir?
-Me ha comprendido perfectamente.
-Me temo que no.
-Conozco el nombre de su verdadero padre y su verdadera madre, dos seres
excepcionales cuyo destino no les permitió criarlo. Juré guardar silencio hasta el día en que
demasiados peligros amenazaran la existencia de Egipto y, más allá, el precario equilibrio de
nuestro mundo. Puesto que ese día ha llegado, debo respetar la última voluntad de su padre
y revelarle la misión que deseaba verle a usted cumplir.
Mark, atónito, guardó silencio largo rato.
-¡Eso es completamente absurdo! -estalló al fin.
-¿Su padre «oficial» se llamaba Anthony y era un abogado mercantil originario de Nueva
York?
-En efecto.
-¿Y su madre «oficial» se llamaba María Fontana del Vecchio, nacida en Nápoles?
-Exacto.
-Anthony era duro y autoritario; Maria, dulce y previsora. Sentían un verdadero afecto el
uno por el otro; ella no se separaba nunca de él, ni siquiera en viajes de negocios.
-¿Cómo lo sabe?
-Los conocí -afirmó el abate Pacomio.
Mark no creía lo que estaba oyendo.
-¿Dónde... los conoció?
-Aquí, en El Cairo.
-¡Mis padres nunca vinieron a Egipto!
-A usted no le hablaron nunca de esa estancia, de acuerdo con los compromisos que
habían adquirido.
-¿Compromisos...?
-Anthony y Maria juraron a sus verdaderos padres que nunca le revelarían que era usted
su hijo y que había nacido en El Cairo. Y cumplieron su palabra.
Por unos instantes, los arbustos del jardín de la Suspendida comenzaron a girar.
Mark se zambullía en el delirio.
-Con todos los respetos, abate, ¡lo que está usted diciendo no tiene ningún sentido!
-¿Por qué iba a inventar una historia semejante? Se lo repito: el secreto estaba bien
guardado y usted nunca habría sabido nada si no nos encontráramos en vísperas de graves
acontecimientos. Usted es el heredero espiritual de una pareja extraordinaria, por lo que tal
vez consiga desviar el curso del destino.
-¡Quería a mis padres y ellos me querían a mí! -protestó Mark-. Desgraciadamente, mi
padre era aficionado a los coches de carreras, pasión que mi madre no desaprobaba. Ambos
murieron en un accidente de coche cuando yo tenía quince años. En vez de entregarme a la
desesperación, decidí suceder a mi padre y demostrar de lo que era capaz para honrar su
memoria. Mi madre quería que llevara a cabo una carrera política al servicio del país. Y estoy
a punto de satisfacer ese deseo.
-Su verdadera misión me parece mucho más importante, señor Wilder.
-¡No quiero oír ni una palabra más!
-Al contrario: ahora desea conocer toda la verdad.
-¡Se equivoca usted, abate! ¡Ya conozco toda la verdad sobre mis padres!
-Su padre eligió a un hombre y a una mujer de honor, y no se equivocó. También su
madre tenía plena confianza en ellos. Saberlo feliz, con buena salud, bien cuidado y
destinado a un hermoso porvenir la consoló un poco de haberse visto obligada a
abandonarlo. Pero no tenía elección, y nadie podría condenarla.
-¿Por qué está tan interesado en contarme estas estúpidas mentiras?
-Ya ha efectuado parte del viaje. Ahora hay que llegar hasta el final, consciente de que su
vida va a cambiar por completo. Permanecer entre dos aguas sólo le procuraría angustia e
insatisfacción, y no olvidará usted esta entrevista. No huya de sí mismo.
Mark se levantó.
-Lamento mi descortesía, pero realmente no me ha satisfecho conocerlo.
-¿Y si se tomara usted el trabajo de verificar mis palabras?
Aquello afectó vivamente al abogado.
-¿De qué modo?
-Sus padres adoptivos se vieron obligados a regularizar su situación, la de usted, para
convertirlo en un auténtico norteamericano. Guardo en mi memoria una indicación que me
facilitó Anthony Wilder: Nueva York, despacho 303, anexo B; la clave de sus problemas
administrativos. Y además, el nombre de un médico: el doctor Jonathan Gatwick. Ignoro si
vive aún.
-Señor abate, no tengo intención de comprobar nada de nada. Tuve la suerte de contar
con unos padres maravillosos y vivir una infancia y una adolescencia feliz, y no permitiré
que nadie mancille esos momentos de dicha.
-No hemos hecho más que abordar la verdad, señor Wilder, y estoy muy lejos de haberle
transmitido lo esencial.
-¡Ha sido nuestra primera y última entrevista, abate!
-Meditaré aquí cada día a la misma hora, durante un mes, y lo esperaré. Luego, mis
deberes me reclamarán en otra parte. Si no viene usted, nunca sabrá quién es realmente.
-¡Creo que ya sé bastante! Adiós.
Ateya se acercó a Mark.
-Saldremos de la ciudad vieja por otro camino -anunció.
-Como usted quiera -repuso él con los nervios de punta.
-Parece contrariado.
-¡Contrariado no, furioso!
-Por lo general, el abate Pacomio apacigua las almas.
-Si es que aún la conservo, la mía parece en estos momentos un volcán en erupción.
Detesto que se burlen de mí.
-Conozco al abate desde hace mucho tiempo y nunca se ha burlado de nadie. No ponga
en duda su palabra: lo lamentaría.
-¿Es eso una amenaza?
-No. Un simple consejo. Pacomio sólo lucha contra los demonios.
El abogado se encogió de hombros. ¡Ya sólo faltaba la magia para rematar aquella
historia! Decididamente, Estados Unidos y los negocios tenían algo bueno. Nunca debería
haber abandonado Nueva York.
En el acceso principal a la ciudad vieja, entre las dos torres romanas, un Peugeot verde
aguardaba con el motor en marcha.
-Ese taxi lo llevará al Mena House -indicó la muchacha.
-¿No me acompaña usted?
-Mi misión ha terminado.
-Antes de tomar el avión, me hubiera complacido invitarla a cenar.
-Se lo repito, señor Wilder: mi misión ha terminado.
10
Mark corrió hacia el bar del Mena House y pidió un whisky triple. Tenía la garganta seca y
de buena gana hubiera golpeado largo rato un punching-ball. Irritado aún, decidió tomar el
aire paseando por la llanura de Gizeh.
Al caer la noche, las familias se agrupaban al pie de la Gran Pirámide para degustar
pasteles y disfrutar del aire tibio. Se contaban buenas historias, se reían, gozaban del
momento presente. Algunos policías bonachones deambulaban, quejándose de su magro
salario.
Mark sintió la energía que brotaba del suelo: hacía desaparecer la fatiga, daba vigor a las
piernas y les concedía la capacidad de caminar hasta el infinito.
Rodear aquellos gigantes de piedra era una extraña experiencia. Tuvo la impresión de
cruzar el muro que separaba su época de la de los constructores de tales monumentos y
comunicarse, por poco que fuera, con el alma de los maestros de obras.
Cada palabra de su entrevista con el abate Pacomio resonaba como un trueno en su
cabeza. ¡Aquel anciano de innegable fulgor no era un bromista! Se equivocaba al hacerse eco
de rumores infundados y desprovistos de sentido, pero ¿cómo habían llegado hasta él? Mark
recordó los momentos más importantes de su infancia y su adolescencia, junto a un padre
riguroso y una madre que le permitía todos los caprichos. Había que trabajar duro en la
escuela, procurar ser siempre el primero y sufrir reprimendas si fracasaba. Pero también
estaban los partidos de baloncesto con su pandilla de compañeros, las pantagruélicas
meriendas y las vacaciones en el mar y en la montaña. Cuando su padre lo reñía en exceso,
su madre lo protegía. Y el hombrecito iba creciendo, día tras día, mezclando el esfuerzo y el
placer de vivir.
¿Alguien podría haber soñado con unos padres mejores? Y sin embargo, el abate
Pacomio había sembrado en él una duda insoportable. Lo desafiaba a verificar su inverosímil
teoría, pero Mark no se echaría atrás. De regreso en su habitación, donde habían dejado un
cesto de fruta junto a un ramo de rosas, consiguió ponerse en contacto con Dutsy Malone
gracias a la eficacia de una operadora.
-¿Qué tal las pirámides?
-Indestructibles.
-¿Cuándo regresas?
-Pienso disfrutar un poco más del paisaje. Pero necesito cierta información.
-¡Ya está -estimó Dutsy-, te has metido en algún lío!
-Si quieres decirlo así. Encuéntrame cuanto antes el rastro de un doctor llamado
Jonathan Gatwick. Si está vivo todavía, utiliza cualquier medio para hacerle confesar todo lo
que sepa con respecto a mis padres y mi nacimiento.
-¿Hablas en serio?
-Muy en serio. Amenázalo si es necesario, pero ¡que hable!
-¿Algo más?
-Infórmate sobre cierto despacho 303, anexo B, que al parecer existió en Nueva York
hace unos cuarenta años.
-¿En qué sector administrativo?
-Ni la menor idea.
-¿Acaso crees que soy Superman?
-Eres mucho más fuerte que él, y para eso te pago.
-¿Qué está pasando, Mark? Tienes una voz extraña.
-He bebido demasiado.
-No sueles hacerlo. ¿Tienes algún problema?
-Eso dependerá de la información que obtengas.
-¡Dime algo más, carajo!
-Es demasiado pronto, Dutsy, y no quiero influenciarte. Delega los casos en curso a tus
ayudantes y ponte en marcha. Tengo mucha prisa.
-De acuerdo, jefe. De todos modos, no cometas ninguna imprudencia.
-No es mi estilo. Besa a tu esposa y a los niños de mi parte.
Al colgar, Mark lamentó haber hecho aquella ridícula llamada, con la que,
probablemente, no conseguiría nada. Sin embargo, así aclararía las cosas y podría regresar a
Nueva York con total serenidad.
A pesar de la hora tardía, la estación de Pont-Limoun estaba aún llena de viajeros que
aguardaban un tren con retraso y de pasmarotes que habían ido a fumar un cigarrillo
evocando los menudos acontecimientos del día y quejándose del gobierno de Faruk, incapaz
de resolver sus problemas cotidianos, cada vez más difíciles de soportar. Los ricos se
enriquecían, los pobres se empobrecían, y la infinita paciencia del pueblo tenía sus límites.
Pero ¿existía un solo hombre lo bastante honesto y valeroso para quebrar el curso del
destino?
Hosni descubrió a Mahmud leyendo el periódico del partido Wafd. Eso significaba que la
policía secreta merodeaba por el sector. Con sus pesados pasos y su aspecto de patán, Hosni
se dirigió a una ventanilla, hizo la cola y compró un billete con destino a las afueras.
Mahmud había doblado su periódico y encendido un cigarrillo.
El peligro había pasado.
Podía hacer su informe al emisario de los Oficiales Libres.
-¿Qué pasa con Mark Wilder?
-No me había equivocado -afirmó Hosni-. En efecto se trata de un importante agente
norteamericano, acostumbrado a despistar a quienes lo siguen. Uno de mis hombres lo
vigilaba y lo vio salir a pie del Mena House, en dirección a El Cairo; un comportamiento
insólito para un turista. Lo siguió, pero pocos minutos más tarde, un coche se detuvo a la
altura del estadounidense, éste se arrojó al interior y el vehículo arrancó de nuevo a gran
velocidad.
Mahmud inclinó la cabeza.
De hecho, la estrategia de Wilder no dejaba duda alguna sobre sus verdaderas
actividades.
-¿Anotaste el número de la matrícula?
-Por supuesto, y solicité al servicio competente que identificara al chófer, pero fue en
balde: no corresponde a nada.
-Una matrícula falsa, además... ¿Regresó Wilder al Mena House?
-Aquella misma noche.
-¿Sabes quién lo acompañó?
-Por desgracia, no. Uno de los empleados de la recepción me indicó que había vuelto,
pero no vio el coche que lo había dejado allí. No será fácil seguir a ese tipo. ¿Deseas que
refuerce mi equipo de vigilancia?
-No, se daría cuenta y tomaría medidas radicales para escapársenos de entre los dedos.
Ese tipo de hombres saben arreglárselas en un medio hostil, y no carecen de contactos
eficaces.
Con un nervioso taconazo, Mahmud aplastó su cigarrillo.
-¿Cómo debo proceder? -se inquietó Hosni.
-De forma discreta, nada de intervenir directamente. Si abandona el hotel con su
equipaje trata de no perderlo y avísame de inmediato.
En el fondo, Hosni le daba excelentes noticias a Mahmud. Por primera vez desde hacía
mucho tiempo, éste tenía la esperanza de salir de la trampa donde se sentía encerrado.
Aunque debería actuar con extrema prudencia.
11
Mark Wilder tenía una buena resaca, así que pasó la mañana dormitando en su
habitación y bebiendo café. De vez en cuando, lamentaba haber llamado a Dutsy. Pero a fin
de cuentas, ¿no valía más asegurarse de una vez?
Finalmente, sonó el teléfono. Llamaban de recepción. Un amigo deseaba verlo. La
jaqueca comenzaba a disiparse; al menos podía sostenerse en pie.
Más bien elegante con su traje de color blanco roto, John mostró una sonrisa burlona.
-¡Menuda jeta de papel maché, amigo! Las noches de Oriente comienzan a arruinarte la
salud.
-No es en absoluto lo que crees.
-¿Problemas?
-Nada serio.
-Si estás libre, te llevo a comer.
-Pensaba hacer un pequeño ayuno y...
-Bueno, pues quedémonos aquí. Puedes tomar un caldo de legumbres y arroz.
-Como quieras.
Cómodamente instalados bajo un gran parasol, ambos amigos conversaron ante la
mirada de la Gran Pirámide de Keops. Antaño, su revestimiento de calcáreo blanco reflejaba
los rayos del sol y producía así una luz deslumbrante que iluminaba el país entero. Hoy en
día, a pesar de sus heridas, aquel gigante seguía irradiando la eternidad inscrita en sus
piedras.
-Tengo que transmitirte una invitación -declaró John-. Dada tu notoriedad, estás entre
las personalidades extranjeras invitadas a asistir al mayor acontecimiento del año: la
segunda boda del rey Faruk; un espectáculo que no puedes perderte, créeme. Los egipcios
añoran a la primera esposa del monarca, Safi Naz, «Rosa Pura», que se enamoró de él a los
quince años; a la segunda la llama Farida, «la perfecta, la pura, la única». Hace tres años
Faruk fue el primer rey de Egipto que repudió a su compañera. El pueblo la adoraba, y
aquella decisión no incrementó la mediocre popularidad del soberano.
-¿Sabes?... A mí, las bodas...
-No puedes perderte ésta -replicó-. Es preciso que conozcas a Faruk, su entorno y el
funcionamiento de su corte para comprender la crisis que está viviendo Egipto. Aunque
nació en El Cairo el 11 de febrero de 1920, Faruk no es considerado un hijo del país, sino el
representante de una dinastía turca. ¡Incluso corre sangre francesa por sus venas, lo cual no
arregla precisamente las cosas! Por parte de su madre, la princesa Nazli, desciende de un tal
Joseph Séve, hijo de un sombrerero, nacido en Lyon en 1788 y convertido en general a las
órdenes de Mehemet-Alí. Faruk habla siete lenguas, y le reprochan que prefiera el inglés y el
francés al árabe. Ya están muy lejos las esperanzas nacidas cuando subió al trono, el 28 de
abril de 1936. Sus veintidós millones de súbditos creían en un gran reinado, en una mayor
justicia social y en la realización de tres grandes proyectos: la federación de los Estados
Árabes, la anexión de Sudán y la expulsión de los ingleses de la zona del canal de Suez. El
fracaso fue total.
Y su comportamiento durante la Segunda Guerra Mundial tan poco fue muy brillante.
Pro nazi, como el gran muftí de El Cairo, que colaboraba con Alemania, Faruk fue
duramente reprendido por los ingleses, que le hicieron entrar en razón. El año pasado, en
unas elecciones libres, el viejo partido Wafd obtuvo una amplia mayoría en la cámara de
diputados y proclamó su eterno eslogan: «¡Egipto para los egipcios!». Pero el partido está tan
corrompido como el propio Faruk, y sus miembros sólo piensan en enriquecerse. Ahora, el
rey se desentiende del gobierno del país y se consagra a jugosos negocios y a los placeres del
sexo, la mesa y el juego. Cuando le apetece, cambia de ministros y nombra a nuevos oficiales
para mantener al ejército bajo su bota. Los títulos honoríficos de bey y de pachá se pagan a
precio de oro, y quien forma parte del entorno del monarca tiene la fortuna asegurada. La
población ha abierto los ojos.
En el césped del Mena House, una corneja de ancho pico brincaba para alcanzar su
objetivo, una regadera llena de agua. Mark se preguntó si no se había convertido él, también,
en una especie de blanco para su interlocutor.
-¿Por qué me cuentas todo esto, John? Sólo soy un simple turista.
-Inglaterra y Francia, dos grandes potencias coloniales, están en declive. Asia y Oriente
Próximo se les escapan. La Unión Soviética y Estados Unidos están ocupando su lugar.
Nosotros, como norteamericanos, no debemos perdernos la reconquista de Egipto, y eso
pasa por un perfecto conocimiento de la situación.
Mark no ocultó su asombro.
-Estamos ya muy lejos de tus simples problemas con el algodón, creo.
-No voy a jugar por más tiempo al gato y al ratón -declaró John con gravedad-. Nuestro
encuentro en el aeropuerto no se debió en absoluto al azar. Sabía que ibas a tomar el avión
hacia El Cairo y te esperaba.
-¡Explícate!
-Pertenezco a un servicio de información recientemente creado por orden expresa del
presidente Truman, la Central Intelligence Agency, y desde hace un año trabajo en Egipto,
un país de enorme importancia estratégica. Y tú eres, a la vez, mi amigo, un abogado
influyente y una futura personalidad política de primer orden.
-La CIA... De modo que no era un simple rumor, sino que existe de veras. ¿Estás
intentando reclutarme?
-¡Claro que no! Pero te dispones a servir a tu país y te encuentras en un lugar que está al
rojo vivo en un momento crucial, por lo que sólo te pido que abras los ojos y los oídos.
Durante nuestros encuentros, me harás un informe oral y yo elegiré. Incluso sin que lo
sepas, puedes recoger alguna información esencial para el porvenir del país y la política
norteamericana. Si te niegas, nadie te lo reprochará. Pero si aceptas ayudarme, eso podría
facilitar tu carrera política. No habrá expediente, y te doy mi palabra de amigo de que tu
nombre no se citará nunca.
-¿Y tú no corres graves peligros?
-Es mi trabajo. Mi organización está bien implantada y es invisible. Pero nunca se
consigue información suficiente antes de tomar una decisión capital.
-¿Derribar a Faruk, por ejemplo?
-Aún no hemos llegado ahí, Mark. Pero me gustaría mucho conocer tu opinión sobre él.
El rey repudió a su primera mujer porque no podía darle un heredero varón. Si la nueva
esposa consigue cumplir esa tarea, tal vez la suerte de Egipto cambie. A menos que sea
demasiado tarde.
John terminó su cerveza fría, y Mark apuró su vaso de agua.
-Ya está, amigo mío, lo he dicho todo. Ahora actúa como quieras.
-Gracias por tu franqueza.
-Hasta pronto, espero.
John dejó sobre la mesa una invitación a la boda de Faruk.
Al principio de su estancia, Mark habría dejado que su furor estallase al verse
manipulado de ese modo, pero ahora estaba atrapado en un torbellino donde perdía sus
puntos de referencia. Además, comenzaba a apreciar el particular encanto de ese país, sin
duda porque se había enamorado de Ateya y no partiría sin haberla visto de nuevo.
La suya era una actitud propia de un adolescente irreflexivo. Pero ¿cuántas veces en la
vida gozaba uno de un encuentro como ése?
El agua comenzaba a resultarle demasiado insulsa, así que Mark pidió un bloody-mary
con mucha pimienta. Luego dormiría una larga siesta con la esperanza, absolutamente vana,
de despertar con el espíritu claro.
12
El Cairo estaba en plena efervescencia. En esa ciudad las hermosas bodas eran todo un
acontecimiento, y Faruk había picado alto. Una enorme multitud asistiría a la llegada de la
novia, adornada con joyas y ataviada con un vestido creado en París que había costado una
fortuna. Cuatro mil soldados formarían un pasillo de honor, los cadetes del ejército y una
banda precederían el cortejo de camino hacia el palacio real, atestado de regalos. Y cien
cañonazos anunciarían la unión del rey Faruk con Narriman Sadek, una hermosa mujer de
melena castaña adornada con mechas rubias.
Oficialmente, el monarca y la tímida muchacha se habían conocido por azar, y el amor
había inflamado su corazón. En realidad, Faruk se había fijado en ella antes de su divorcio y
había decidido apropiársela. No obstante, había una pequeña dificultad: Narriman ya estaba
prometida a un economista egipcio, licenciado en Harvard. Pero ¿cómo oponerse a la
voluntad del rey? Brutalmente excluido del juego, el ex prometido seguía encolerizado.
Narriman, en cambio, se sentía orgullosa y feliz de casarse con el hombre más poderoso del
país.
Por orden de su dueño y señor, había hecho una estancia en Roma para cultivarse,
aprender buenas maneras y las cuatro lenguas que Faruk consideraba indispensables: inglés,
alemán, francés e italiano. Un profesor de gimnasia la había ayudado a modelar un cuerpo
perfecto, y una cantante, a tararear arias de ópera. Faruk quería una reina instruida, elegante
y con clase. El pueblo añoraba a la primera esposa del rey, pero todo un día de festejos
siempre era bien recibido. Durante algunas horas, se olvidarían las dificultades de la vida
cotidiana.
El Cadillac donde Mark se había sentado confortablemente pasó por la plaza de la
Ópera, tomó la calle Ibrahim-Pachá y llegó al palacio de Abdin, una maciza y barroca
construcción del siglo XIX. Su impresionante fachada y sus vastos salones sembrados de
columnas de mármol se debían a un arquitecto italiano, Verucci Bey, al que se calificaba de
«siniestro anciano» a causa de su carácter y de la austeridad de sus edificios.
Unos policías con uniforme de gala dirigían el ballet de los coches oficiales que traían a
los invitados. Varios chambelanes se encargaban de recibirlos.
Mark entregó su invitación a uno de ellos.
-Tenga la bondad de seguirme, señor Wilder.
Subieron una escalinata monumental ante la mirada de los lanceros de la guardia, y
Mark fue introducido en el salón del canal de Suez, decorado con grandes cuadros
consagrados a los barcos que lo utilizaban.
Un ejército de servidores ofrecía a los invitados pasteles y bebidas. Allí se charlaba, se
comía, se bebía, se estaba orgulloso de exhibirse y de llevar un suntuoso esmoquin o un
vestido a la última moda. Exactamente el tipo de recepción que Mark detestaba y que solía
evitar cuidadosamente.
Un hombre con aire nervioso, de unos cuarenta años, se dirigió a él.
-¡Es un placer conocerlo, señor Wilder! Me llamo Antonio Pulli y me honra servir del
mejor modo a su majestad.
Ambos hombres se estrecharon la mano.
-Qué magnífica jornada, ¿no le parece? Esta boda permanecerá en la memoria de los
egipcios, estoy convencido de ello. Venga, busquemos un lugar más tranquilo.
Vestido a la última moda europea, rápido, decidido y desprovisto de ostentación, Pulli
llevó al abogado a un salón algo menos grande donde otro ejército de servidores colocaba la
montaña de regalos ofrecidos a los recién casados.
-Soy natural de Nápoles -precisó Pulli-, y mi padre era responsable del buen
funcionamiento del circuito eléctrico de este inmenso palacio. Un trabajo de alta precisión,
créame. Me enseñó el oficio y tuve la suerte, muy joven aún, de poder reparar los juguetes
del futuro rey Faruk. El me honró con su confianza, luego con su amistad, y me concedió el
título de bey nombrándome secretario para sus asuntos privados. Una tarea muy exigente
que no me deja ni un instante de reposo. Pero me siento orgulloso de servir a un gran
monarca y aliviarle del peso de los problemas materiales. ¿Está usted satisfecho de su
estancia en Egipto, señor Wilder?
-Muy satisfecho.
-Es la primera vez que está en nuestro país, creo.
-En efecto.
-Dada su situación al pie de las pirámides, el Mena House es un hotel incomparable. Se
necesitarían muchos años para descubrir todas las riquezas de Egipto. Pero no sólo el pasado
y la arqueología existen, señor Wilder. Este país extraordinario debe entrar en la era de la
modernidad y el progreso, y ésta es la constante preocupación del rey. Muchos occidentales,
en especial los franceses y los ingleses, no siempre comprenden el deseo de independencia
de nuestro pueblo. Para un norteamericano, es diferente: ¿acaso no tienen ustedes un
sentido innato de la libertad?
-Puede ser.
-¿Se limitará usted a hacer turismo o piensa interesarse, si se presenta la ocasión, por el
mundo de los negocios? -preguntó Antonio Pulli.
-Mi primer objetivo es cambiar de aires y descansar, pero ¿quién sabe? A veces la vida
nos da sorpresas, y mantengo mi espíritu abierto.
-Egipto ofrece formidables posibilidades que pueden aprovecharse -afirmó el secretario
privado de Faruk-, y a su majestad le interesa mucho el desarrollo económico de su país.
Sólo eso pondrá fin a la miseria que aún pesa como una losa sobre nuestro pueblo. Un
abogado de su envergadura podría prestarnos grandes servicios, tan complicado se ha hecho
el derecho mercantil.
-¿Por qué no? -respondió prudentemente Mark.
-Me habría gustado charlar largo rato con usted, pero ésta es una jornada muy particular
y debo resolver aún ciertos detalles para que el ceremonial vaya a la perfección. Su majestad
desea que el pueblo participe en su felicidad y que no haya el menor tropiezo. Hasta pronto,
espero.
-Lo mismo digo.
Mark permaneció circunspecto. Al concederle esa entrevista privada en un momento
semejante, Antonio Pulli probaba la importancia que daba a su persona, y su invitación a
licitar había sido explícita. Pero ¿adonde llevaba?
De pronto, un rumor se extendió: ¡la novia no tardaría en llegar! ¿Acaso no sonaba la
marcha nupcial? Todos se alegraban por la fastuosa ceremonia, los banquetes, los juegos
artificiales y la armada de falúas iluminadas en el Nilo. Esa noche, nadie dormiría.
Para Mark, era el momento de esfumarse.
Un distinguido europeo le proporcionó una información crucial: la dirección de una
tienda de ropa donde pudo cambiar su esmoquin por un atuendo menos llamativo, a
cambio, eso sí, de un suplemento considerable. Pero era un día de fiesta, y hubieran podido
cobrarle lo que quisieran.
Con la ayuda de un detallado plano de El Cairo que había tenido la precaución de llevar
consigo, el abogado exploró el centro de la ciudad, visiblemente satisfecha de recibir a una
nueva reina.
Sin regresar al Mena House y mezclándose con los pasmarotes, Mark estaba seguro de
despistar a quien pretendiera seguirle y no llevarlo, así, hasta el abate Pacomio, que tanto
tenía que contarle. Esta vez habría que disipar el misterio y obtener explicaciones claras. Tal
vez estuvieran haciendo una montaña de un grano de arena. Aunque lo dudaba, puesto que
la investigación llevada a cabo por Dutsy había obtenido tan increíbles resultados.
El abate Pacomio sabía la verdad.
¿Por qué había aguardado tanto tiempo para escribir a Mark y revelársela por fin? ¿Acaso
el clima de tensión que invadía el país había influido en su decisión? Sin duda, la boda de
Faruk y el nacimiento de un heredero de la dinastía mejorarían la situación.
Mark pensaba en Ateya. La añoraba. Tenía ganas de conversar con ella, de contemplarla,
de admirar su sonrisa y su elegancia natural. Ya no concebía la vida sin su presencia. Sin
embargo, ni siquiera estaba seguro de volver a verla.
¡Sí, volvería a verla!
A fuerza de tenacidad, siempre había obtenido lo que deseaba. Forzosamente, el abate
Pacomio tenía que saber la dirección de la muchacha. Mark le explicaría que no era un
simple donjuán que hubiera sucumbido al exótico encanto de una mujer egipcia, le rogaría
que escuchara con atención y no pronunciase palabras definitivas hasta que se conocieran
mejor.
¿Y si Ateya ya tenía un hombre en su vida? Tal vez se tratase sólo de una relación
pasajera, fácil de romper... Ella, una egipcia; él, un norteamericano: ¿no estaba entregándose
a un sueño irrealizable?
Con el espíritu inflamado, se dirigió hacia la ciudad vieja. El sol se ponía y los festejos
continuaban. Esa noche de mayo, los cairotas cantarían y bailarían, sin olvidarse de beber a
la salud del rey y de la reina. Incluso los musulmanes piadosos degustarían un poco de
cerveza o de licor.
Mark recorrió las callejas hasta la hora de la cita. Gracias a su buena memoria visual, le
resultó fácil encontrar el camino de la Suspendida. Entró en el jardín.
Sentado en un banco el abate Pacomio meditaba.
14
El abate Pacomio y Mark Wilder se detuvieron ante uno de los lechos de resurrección de
Tutankamón, con forma de hipopótamo. Encarnaba a la misteriosa diosa Ipet, matriz del
universo encargada de contar a los seres capaces de franquear la prueba de la muerte.
-Una de las primeras tareas de su padre cuando exploró la fabulosa tumba consistió en
descubrir papiros. Se esperaba que ofrecieran una enorme información sobre el rey, pero
también sobre Akenatón y su turbulento reinado, los hebreos y su estancia en Egipto, el
Éxodo y otros episodios de la Biblia. Dada la enorme cantidad de objetos y escondrijos
posibles, probablemente se necesitaría mucho tiempo y paciencia antes de echar mano a
esos inestimables documentos.
-¿Fueron encontrados? -preguntó Mark.
-Oficialmente, no. Pero en su última estancia en Egipto, Howard Cárter me habló de
ello. «Si considera usted que Egipto corre un grave peligro -me dijo-, revele a mi hijo su
verdadera identidad y pídale que actúe. En función de la ley de Maat y de la de la sangre,
sólo él podrá utilizar los papiros de un modo justo.» Le pedí que me indicara dónde estaban
ocultos esos inestimables textos, y él consideró oportuno diferir la confidencia, pues
consideró que no había llegado aún el momento adecuado. Dado su carácter, era inútil
insistir. Y fue un grave error, ya que falleció antes de haberme transmitido su secreto. Hoy,
Egipto corre efectivamente un gran peligro. Se producirán trágicos cambios tanto en el
terreno político como en el espiritual. No es en absoluto necesario ser adivino para anunciar
un conflicto entre Israel y el mundo árabe, sin olvidar el ascenso de la intolerancia y el
fanatismo. Ambos caerán sobre Egipto, y luego sobre el mundo entero, y nosotros, los
coptos, seremos barridos. A menos que encuentre usted esos papiros y que la magia de su
contenido ilumine y pacifique los espíritus.
-«La ley de Maat y la de la sangre...» ¿Qué significa eso?
-Sólo usted, el hijo carnal y espiritual de Howard Cárter, puede ser el servidor de su ka,
su indestructible potencia vital. Reanimándola con su fidelidad a su memoria y su búsqueda
de la verdad, contribuirá usted a modelar su inmortalidad. Éste es el solemne compromiso
que ha aceptado, Mark: encontrar los papiros de Tutankamón. Si renuncia a ello, las
tinieblas triunfarán.
Para escapar de un grupo de ruidosos turistas, ambos hombres se alejaron y eligieron un
lugar menos frecuentado, ante unas admirables estatuillas, «Los que responden», capaces de
escuchar la voz del resucitado, obedecerle y llevar a cabo en su favor tareas indispensables
en el otro mundo.
-Me había anunciado usted que sus revelaciones cambiarían mi existencia -recordó el
abogado-, y no ha mentido. Y yo, no recuperaré la palabra dada. Cumpliré la misión confiada
por mi padre más allá de la muerte.
El abate Pacomio ocultó su emoción. Si el hijo estaba provisto de la misma obstinación
que su padre, aún no había perdido nada.
-¿Por dónde debo comenzar mi búsqueda? -preguntó Mark.
-Howard Cárter era un hombre muy reservado y con muy pocos amigos. ¿Había
compartido, sin embargo, su descubrimiento de los papiros con alguno de ellos o había
hecho alguna confidencia? Arthur Callender, apodado Pecky, fue sin duda su colaborador
más íntimo. Antiguo director de los ferrocarriles egipcios, arquitecto e ingeniero, ese
bondadoso gigante de inalterable placidez vivía una tranquila jubilación en Armant, al sur
de Luxor, cuando Cárter le pidió que le ayudara a excavar la tumba de Tutankamón. Puesto
que Callender sabía hacer de todo y no protestaba ante trabajo alguno, tanto si se trataba de
instalar la electricidad como de fabricar una caja, fue el auxiliar más valioso de su padre. Él
debió de ver los papiros. Lamentablemente, se esfumó en cuanto terminaron las
excavaciones, e incluso la fecha de su muerte, probablemente en 1937, sigue siendo incierta.
El químico Alfred Lucas, fallecido en 1945, y el egiptólogo Newberry, en 1949, no sabían
nada. Ayudaron a Cárter, quien sin duda los apreciaba, pero no los consideraba amigos
íntimos. Cuando supe que estaba viviendo sus últimos días, viajé a Londres, pero
desgraciadamente llegué demasiado tarde. Sin embargo, asistí al entierro, en el cementerio
de Putney Vale, donde encontré una escasa concurrencia y pocas personas susceptibles de
ayudarme, a excepción de dos mujeres que contaron mucho en la vida de su padre. La
primera, su sobrina Phyllis Walker, demostró hacia él una admirable abnegación durante la
última parte de su existencia. Ella me advirtió de la gravedad del estado de Cárter y recogió
su último suspiro. Había estado con él en Luxor, y la vi varias veces allí. En Londres me juró
que nunca había oído hablar de los papiros de Tutankamón, y no dudo de su palabra. El caso
de la segunda mujer, lady Evelyn, es más ambiguo. Era hija de lord Carnarvon, ayudaba a su
padre y fue la primera en entrar, con gran secreto, en la cámara funeraria antes de la
apertura oficial. Esa hermosa joven, inteligente y apasionada, vivió momentos
extraordinarios junto a Howard Cárter. Pero él era sólo un plebeyo, y ella una aristócrata.
Hablé con ella mucho tiempo, en Londres: no recordaba haber visto ningún papiro, pero no
negaba por completo su existencia. Será una de las pistas que deberá usted seguir, Mark:
intente verla y obtener algo más. No olvidemos que lord Carnarvon era un coleccionista y
que podría haber recogido parte del tesoro de Tutankamón si el gobierno egipcio no hubiera
modificado la ley sobre el reparto de las antigüedades. El prestigioso castillo familiar de
Highclere será uno de sus objetivos.
-¿No tenía mi padre su propia colección de antigüedades egipcias?
-Sí, aunque muy modesta. Los dos objetos más notables eran una esfinge de loza del
faraón Amenhotep III y uno de «Los que responden», procedente sin duda de la tumba de
Tutankamón. Todos sus bienes se dispersaron en una subasta pública, y entre ellos no
figuraba papiro alguno. No obstante, no debemos desdeñar la pista inglesa, por otras
razones. En primer lugar, algunos papeles personales de Cárter se encuentran en un museo
de Oxford; por otro lado puede que Gardiner, el egiptólogo especialista en jeroglíficos que
trabajó con Cárter y descifró las inscripciones de la tumba, tal vez tenga información
esencial.
-Dicho de otro modo, hay que hacer un viaje a Inglaterra.
-Le aconsejo que comience por ahí, en efecto. Existen dos pistas más, igualmente serias.
El egiptólogo Arthur Mace, muerto en 1928, fue uno de los principales colaboradores de su
padre.
Pertenecía al Metropolitan Museum, como el fotógrafo Harry Burton, albacea
testamentario de Howard Cárter que le legó 250 libras esterlinas. Tuvo el privilegio de tomar
unos clichés de los objetos de la tumba en cada etapa de la exploración.
-¿Sigue en este mundo?
-Desgraciadamente murió en 1940. Un tercer personaje, Herbert Winlock, era amigo de
su padre y una de las cabezas pensantes del mismo Metropolitan, institución que adquirió
magníficos objetos de la colección Carnarvon. Ésta incluía obras maestras procedentes de la
tumba de Tutankamón. Cárter disponía incluso de un despacho provisional en dicho museo,
que desempeñó un papel decisivo a lo largo de toda su historia de excavador.
-¡No me diga que el tal Winlock ha desaparecido también!
-Falleció el 25 de enero de 1950. Sin duda, el Metropolitan de Nueva York poseía
documentos inéditos pertenecientes a Cárter... ¡tal vez los papiros! No olvidemos que le legó
su tan amada morada de Luxor y todo lo que contenía. Algunos indicios, más débiles,
podrían orientar hacia otros museos norteamericanos. Le entregaré un expediente completo
y usted tendrá que verificar todas las hipótesis.
-Si lo he entendido bien, tengo bastantes posibilidades de encontrar los papiros de
Tutankamón, en Inglaterra o en Estados Unidos.
-Eso creo. Y cuento con usted para cumplir sus compromisos y traerme cuanto antes
esos documentos vitales. Luego hablaremos más extensamente de Cárter y del mensaje
secreto de Tutankamón.
Mark esperaba una tarea más difícil. Aunque ¿sería tan sencillo como suponía?
-Dígame, padre... Este viaje está exento de todo peligro, ¿no es cierto?
-De ningún modo, hijo mío.
17
Antes de partir hacia Londres, Mark había hablado largo rato con su amigo Dutsy Malone
para que organizase algunas citas y obtuviera informaciones sobre las personalidades con las
que iba a encontrarse. Puesto que Dutsy era la eficacia personificada, el abogado viajaba
tranquilo.
Uno de los periódicos aparecidos en El Cairo la mañana de su partida publicaba un
sorprendente artículo titulado «¿Quién es?»,-y proporcionaba los rasgos del carácter del
personaje incriminado: «¿Es inteligente? ¿Es un idiota? No se sabe, pues a veces tiene el
ingenio de la inteligencia y luego sus actos son los de un loco. Su rostro tiene reflejos de
inocencia y también miradas de criminal. ¿Es bueno? ¿Es cobarde? Tiene los furiosos ojos
del tigre pero huye como una rata. Ve y, sin embargo, parece ciego. Vive y, a veces, se le diría
muerto. Está a la vez en el cielo y en el infierno. Lo ha ganado y luego lo ha perdido todo. Lo
que tiene ya no le interesa. Sólo desea lo que no posee aún. Lo quiere todo. Quiere arrebatar
a los hombres hasta su última camisa. Su voluptuosidad se colma robando a los demás lo
que poseen, tanto si se trata de valiosos bienes como de baratijas. Roba por robar, roba a
todo el mundo, incluso a sus amigos, incluso a su familia. Ésta es su voluptuosidad, éste es
su vicio. Piensa que nadie lo advertirá, pues cree que sólo está rodeado de ladrones. Si se
mira, el espejo aumenta de tamaño y deforma las sucesivas imágenes que de sí mismo
recibe. Gran nacionalista, hombre glorioso, ladrón, jefe de pandilla, ésos son, al menos, los
papeles que se otorga a sí mismo. Nunca vacila entre las virtudes y el pecado, pues el pecado
le atrae irresistiblemente y le procura más goce que la virtud. Sus amigos se sienten
desolados. Para intentar excusarle, afirman: “Es un enfermo”. Pero el pueblo no se engaña.
Dice: “Es el mayor de los ladrones”. Por lo demás, nadie puede engañarse sobre este hombre,
puesto que todos, de un modo u otro, han sido sus víctimas»5.
Tras leer el mismo artículo, dos hombres de negocios egipcios sentados detrás de Mark
soltaron una carcajada.
-¡Qué buen retrato de Faruk! -exclamó uno de ellos-. Él será el único que no se
reconocerá, y mandará a la sede del periódico a uno de sus secretarios para preguntar al
director la identidad de un monstruo tan perfectamente descrito.
«No es muy agradable para el porvenir del rey», pensó Mark, que, durante el vuelo,
intentó asimilar las revelaciones del abate Pacomio. El avión siempre le procuraba un estado
de relajación, y su pensamiento divagaba con total libertad, como si él mismo fuera un
pájaro que superara las contingencias terrenales.
Él, hijo de Raifa la egipcia y de Howard Cárter, el descubridor de la tumba de
Tutankamón... ¿Un sueño o una realidad? El abate Pacomio tenía razón: saber quién era
realmente alteraba su vida por completo y le obligaba a cumplir una misión para la que nada
lo había preparado. Pero esa tarea no le asustaba; al contrario, le apasionaba. Tal vez había
llegado al final de los artificios técnicos de su oficio de abogado, sin duda sentía el deseo de
descubrir otras dimensiones de la vida. ¡En el fondo, el abate Pacomio le había hecho un
fabuloso regalo! Al penetrar en un mundo desconocido, Mark se sentía animado por una
nueva energía y por la voluntad de conseguirlo. Sí, encontraría los papiros de Tutankamón y
participaría así, más allá del tiempo y de la muerte, en la extraordinaria aventura de su
padre.
Conocía bien Londres, una ciudad agradable para vivir y en absoluto aburrida. Trabajar
El maître del hotel Ritz, establecimiento en el que reinaban aún el buen gusto y el respeto
a las tradiciones, condujo a sir Alan, que vestía un estricto traje azul con chaleco cortado a la
medida, hasta la tranquila mesa donde lo aguardaba Mark, quien saludó al egiptólogo sin
estrecharle la mano, como las conveniencias exigían.
-Conocer a un erudito de su altura es un gran honor.
-Sentémonos, estimado señor. Supongo que no ha venido usted desde Estados Unidos
para discutir un problema de filología egipcia. Pidamos, ¿le parece? Luego me expondrá
usted los motivos de esta entrevista.
Milhojas de setas y lenguado de Dover, acompañados por un vino blanco francés,
formaban un aceptable menú.
Tras haber hablado de las actividades de su bufete, como un estudiante en un examen
oral ante un severo profesor particular, Mark decidió abandonar la estrategia del rodeo,
claramente condenada al fracaso, y fue al grano.
El riesgo que corría era el de ver cómo Gardiner se cerraba en banda; tal vez, incluso
abandonaba la mesa.
-Sir Alan, he venido a hablarle de Cárter.
-¿De Cárter..., de Howard Cárter?
-El descubridor de la tumba de Tuntankamón. Eran ustedes amigos, creo.
La mirada del egiptólogo se perdió unos instantes en el vacío, luego recuperó su habitual
compostura.
-No exageremos -rectificó Gardiner con sequedad-. Yo apreciaba sobre todo a lord
Carnarvon, el mecenas que le permitió excavar en el Valle de los Reyes. Cárter decía de mí:
«Cuanto más lo conozco, menos lo aprecio». Y el sentimiento era recíproco. En otoño de
1934, incluso nos peleamos definitivamente.
-¿Por qué razón, sir Alan?
-Cárter me había puesto en una situación desagradable, incluso diría que del todo
odiosa, y su comportamiento era inexcusable. Me había entregado un amuleto de loza que
representaba una pata de bóvido, el signo jeroglífico que se lee uhem y significa «repetir,
renovar». Naturalmente, me garantizó que aquel pequeño y frágil objeto no procedía del
tesoro de Tutankamón, propiedad de Egipto. Pero el conservador jefe del museo de El Cairo,
Rex Engelbach, que detestaba a Cárter, afirmó lo contrario. Se trataba, pues, de un robo y yo
podía ser acusado de encubridor. Así que devolví el amuleto y demostré mi inocencia
probando la culpabilidad de Cárter. Pero éste se obstinó en afirmar que el amuleto no
pertenecía a Tutankamón, y criticó mi actitud. Muy tibias ya, nuestras relaciones se tornaron
gélidas. Entonces decidí abandonar cualquier colaboración con un arqueólogo tan poco
riguroso, que además carecía de diplomas, y no proporcionarle la menor ayuda filológica.
Gardiner bebió un trago de vino.
-En el fondo, ya no siento resentimiento alguno contra Cárter, a quien su carácter,
demasiado entero, le costó muy caro, y sólo deploro que publicara una obra destinada al
gran público, y no un estudio científico. Con el fin de honrar su memoria, incluso me puse
en contacto con las autoridades egipcias para hablar de una espléndida publicación que
hiciera justicia al trabajo de Cárter, a saber, un informe en seis volúmenes sobre la tumba de
Tutankamón.
-¿Descubrió algunos papiros? -preguntó Mark en el tono más indiferente de que fue
capaz.
Gardiner no vaciló.
-En efecto, y de gran importancia histórica, puesto que en ellos se menciona a los
hebreos.
El abogado consiguió mantener la calma.
¡De modo que su primera gestión había sido la correcta! Bastaba, pues, con preguntarle a
un especialista y, luego, convencerlo de que le entregara los documentos.
-¿Y los leyó usted?
-Naturalmente, como todo egiptólogo digno de ese nombre. La publicación científica 7, a
pesar de sus imperfecciones, permitió a los eruditos tener conocimiento de esos papiros
arameos, redactados en la lengua original de la Biblia. Demuestran que, bajo la segunda
ocupación persa de Egipto, entre el 343 y el 332 antes de Cristo, los hebreos estaban
presentes, en efecto, en la región de Asuán y practicaban allí su culto.
-Pero no es la época de Tutankamón -se extrañó Mark.
-Claro que no -se indignó sir Alan¿Quién le ha hablado a usted de Tutankamón?
-¿Los papiros no procedían, pues, de su tumba?
-¡De ningún modo! Cárter los descubrió en 1904, y fueron publicados en 1906.
La decepción fue inmensa. Pero todavía quedaba una oportunidad.
-La tumba de Tutankamón albergaba, efectivamente, algunos papiros, ¿no es cierto?
Esta vez, Gardiner vaciló.
-Cárter estaba convencido de ello, pero se equivocaba. Sin embargo, cuando descubrió el
cofre número cuarenta y tres, creyó en efecto haber echado mano a una buena colección de
textos. Pero sólo se trataba de simples rollos de lino.
-¿Y no había un considerable número de cajas y cofres?
-En efecto, pero ninguno contenía papiros.
-¿Todos fueron abiertos? -preguntó Mark.
-¡Claro! Y se encontraron ropas, sandalias, joyas y gran cantidad de objetos más o menos
valiosos, pero no papiros, ante el gran despecho del mundo científico.
-¿Hay en Inglaterra archivos de Cárter?
-Se conservan en Oxford. En 1945 su sobrina Phyllis Walker entregó al Griffith Institute
numerosos documentos, entre ellos, los dibujos que reproducen las fiestas evocadas en los
muros del templo de Luxor, ejecutados a petición mía.
-¿Podría consultar esos archivos?
-¿Desea una nota de recomendación para el conservador del Ashmolean Museum?
-Sería muy amable de su parte, sir Alan.
-Nada es más fácil. Sobre todo, olvide los papiros de Tutankamón, puesto que nunca
existieron.
En Oxford, gracias a la notita de Gardiner, Mark pudo estudiar a su guisa los archivos de
Cárter que los egiptólogos utilizaban para proseguir el estudio de los tesoros descubiertos en
la tumba de Tutankamón. Allí también había dibujos referentes al templo de Deir el-Bahari,
y notas relativas a los trabajos arqueológicos de Cárter en Tebas y en el Delta.
Pero ni el menor rastro de los papiros de Tutankamón, y ni una sola línea al respecto por
parte del egiptólogo.
Sin embargo, Mark no se desalentó. No siempre se gana con el primer golpe.
Lady Evelyn Beauchamp, hija de lord Carnarvon y mecenas y amiga de Howard Cárter,
recibió a Mark a la hora del té, en un salón adornado con cuadros campestres. Una vez
terminado el servicio, el mayordomo se esfumó.
Lady Evelyn era una mujer muy hermosa, de rara distinción y voz dulce. La edad no le
había hecho mella, como si su pasión por las maravillas de Tutankamón se hubiera
empeñado en detener el tiempo.
-¿Puedo conocer el motivo de su visita, señor Wilder?
-No obedece a motivos profesionales. Me gustaría que me hablara usted de los últimos
años de la existencia de Howard Cárter.
-Howard Cárter... -repitió, como si ese nombre y ese apellido evocaran ardientes
recuerdos en ella, enterrados durante mucho tiempo.
Mark permitió que la ensoñación se apoderara de la elegante mujer y se guardó mucho
de interrumpir el flujo de imágenes que brotaban del pasado.
-Howard estaba enfermo -declaró-, y repartía su tiempo entre Egipto e Inglaterra.
Durante los meses de invierno, vivía en su querida morada de Luxor, que los autóctonos
denominaban «el castillo Cárter». Estaba fascinado por el espectáculo del desierto en la
orilla occidental de Tebas, y se afirma que había trabado amistad con un chacal, la
encarnación de Anubis, que lo visitaba al caer la noche. En verano, Howard pasaba unas
semanas en el hotel Kulm, de Saint-Moritz, cuyo director había vivido dieciséis años en
Egipto. En 1932 Howard se trasladó a vivir al número cuarenta y nueve de Albert Court, a un
apartamento más bien espacioso y confortable en un hermoso inmueble victoriano. Llevaba
una vida solitaria, cenaba a menudo en un restaurante y sólo mantenía relaciones más bien
superficiales con un restringido número de personas, sin confiarse a nadie. No trataba con
ningún egiptólogo y se refugiaba, sin duda, en el recuerdo de aquellos años excitantes
durante los que había buscado, encontrado y excavado al fin la tumba de Tutankamón. El,
autodidacta y apasionado, había contrariado a tantos mediocres y tantos envidiosos, y las
autoridades le habían mostrado tan incalificable ingratitud. ¡Se había atrevido a convertirse
en el mayor arqueólogo de todos los tiempos sin proceder de la universidad y desafiando los
servicios oficiales y los gobiernos! Ignoraba la flexibilidad y el compromiso, detestaba a los
sabios de corazón seco y a los retorcidos políticos. Pero resucitó a Tutankamón, y el brillo de
sus tesoros anima nuestro mundo con una nueva luz.
La emoción de lady Evelyn era contagiosa. Mark la habría escuchado durante horas y
horas.
-Perdóneme por haberme dejado llevar así... Debería haberle preguntado primero por
qué se interesa por Howard Cárter.
-¿Desea conocer la verdad, lady Evelyn?
-¿Tan aterradora es, acaso?
-Digamos que... sorprendente.
-Como quiera, señor Wilder.
-Sólo esta verdad le hará sentir, tal vez, deseos de ayudarme. El abate Pacomio, un
religioso copto, no le resulta desconocido, supongo.
-Lo conocí, en efecto.
-Este abate recibió las confidencias de Howard Cárter y me reveló un secreto muy bien
guardado hasta ahora: según Pacomio, al parecer soy hijo de Cárter y de una egipcia.
La mirada de lady Evelyn no vaciló.
-¿Tiene usted pruebas?
-Sólo algunas presunciones y la palabra del abate Pacomio.
-¿Por qué iba a mentir? ¿Es usted tan indomable, hosco, apasionado y tozudo como su
padre?
-No es imposible.
-En ese caso, ¿qué espera de mí?
-He recibido la misión de encontrar los papiros de Tutankamón. Según Gardiner, una
autoridad indiscutible en la materia, nunca han existido. ¿Le habló Howard Cárter de esos
documentos?
Lady Evelyn reflexionó largo rato.
-Existen -afirmó.
-¿Sabe usted dónde se ocultan?
-Lo ignoro, pero me viene a la cabeza una hipótesis. En recuerdo de Howard, la
investigaré. Dele a mi mayordomo un número de teléfono en el que pueda localizarlo.
Gracias por haberme permitido degustar un exaltante pasado, señor Wilder. ¿O debo decir
señor Cárter?
Mark pasó largas horas en el British Museum, rico en antigüedades egipcias de la mayor
importancia. Estatuas, sarcófagos y estelas comenzaban a serle familiares, como si estudiara
aquel arte luminoso y sereno desde mucho tiempo atrás. ¿No lo alimentarían, sin que él lo
supiera, la experiencia y el empecinado trabajo de su padre?
Al anochecer, mientras disfrutaba de una copa de champán en el Connaught, recibió una
llamada telefónica.
Era lady Evelyn.
-Acuda pasado mañana al castillo de Highclere, a las dos y media en punto. Robert
Taylor lo aguardará allí. Ha recibido instrucciones.
-Cómo agradecérselo, yo...
-Buena suerte, y que Howard Cárter lo proteja.
Highclere, el castillo de los Carnarvon, era un impresionante edificio de aspecto
neogótico plantado en pleno corazón de un inmenso parque cuyos más hermosos florones,
algunos cedros del Líbano, animaban un césped admirablemente cuidado. Allí descansaban
el alma del mecenas de Cárter y de su perra, la foxterrier Suzy, muerta en el mismo
momento en que su dueño cerraba los ojos en un hospital de El Cairo. Además de una
notable biblioteca, Highclere presumía de poseer la mesa y el sillón que había utilizado, en
la isla de Elba, el tirano Napoleón derribado por Inglaterra.
Un personaje austero, de edad indefinida y una distinción a toda prueba recibió al
visitante.
-El señor Mark Wilder, supongo. Lady Evelyn le ha recomendado. Soy Robert Taylor, el
butler de esta honorable mansión. Si tiene la bondad de seguirme...
El norteamericano sabía que un auténtico butler era mucho más que un mayordomo o
un maestresala que participaba de la propia alma del castillo y del linaje familiar, preservaba
las tradiciones contra viento y marea y sabía guardar los más arduos secretos.
-Estoy al servicio de los Carnarvon desde 1936 -reveló Robert Taylor-, y la familia me
honra con su plena y total confianza. Tras asegurarme que era usted un hombre de honor,
lady Evelyn me ha ordenado que le mostrara un tesoro oculto en esta mansión, dando por
supuesto que seguirá usted ignorando su existencia.
-Tiene mi palabra.
El butler agachó la cabeza y condujo a su huésped hasta un armario oculto en un muro
que separaba el fumadero de la biblioteca.
-Estoy informado de la aventurera existencia del difunto lord Carnarvon, sexto de su
nombre, y de su amistad con el arqueólogo Howard Cárter -precisó Robert Taylor-. Por
aquel entonces, y antes del conflicto con las autoridades egipcias, los afortunados
excavadores tenían derecho a conservar algunos de sus hallazgos.
Los ojos de Mark brillaron de excitación.
Dicho de otro modo, parte del tesoro de Tutankamón estaba allí, en Highclere,
piadosamente preservado desde hacía numerosos años. Y en aquel depósito secreto, los
papiros...
-Voy a abrir este armario -anunció el butler-, y le dejaré contemplar su contenido. Luego,
abandonará usted Highclere y olvidará lo que ha visto.
-Reitero mi promesa.
-La promesa de un hombre de honor vale más que todas las firmas.
Muy lentamente, el butler abrió las puertas.
Allí había casi trescientos objetos que formaban una pequeña colección de antigüedades
egipcias8 absolutamente apasionantes: estatuillas, jarrones de alabastro, bronces, joyas y una
cabeza de madera esculpida del faraón Amenhotep III, el padre del célebre Akenatón.
Procedían de las excavaciones dirigidas por Cárter en Tebas y en el Delta, al servicio de lord
Carnarvon.
El examen de Mark fue largo y minucioso. El butler no manifestó el menor signo de
impaciencia.
Finalmente, el abogado tuvo que aceptar su decepción: ni rastro de ningún papiro.
-Gracias por su confianza, señor Taylor.
El butler cerró herméticamente las puertas del armario.
8 Sólo se reveló oficialmente en 1988. Véase N. Reeves, «The Search for Tutankhamon, The Final chapter», Aramco World,
Washington DC, 39, n.° 6, pp. 6-13, y Le Fígaro Magazine, 6 de diciembre de 1988, pp. 90-93.
21
Cuando el agente de la CIA vio que el avión de Mark Wilder despegaba hacia Nueva York,
se sintió aliviado. Por fin se libraba de aquel molesto personaje, cuyo rastro,
lamentablemente, sólo había encontrado de nuevo en el aeropuerto de Londres.
Su informe sería de lo más sucinto, puesto que ignoraba a qué había consagrado su
tiempo durante su estancia, adonde había ido y con quién se había puesto en contacto. John
no estaría contento, pero nadie estaba obligado a lo imposible. El tal Wilder se revelaba
diabólicamente astuto, y la antena de la CIA en Londres carecía de personal para llevar a
cabo todas las tareas que la ciudad exigía. A fin de cuentas, aquel compatriota sin duda no
amenazaba la seguridad de Estados Unidos.
Si regresaba a su país otros se encargarían de su caso.
-¡Ya era hora! -exclamó Dutsy al ver a Mark cruzando el umbral de su despacho-.
Estamos metidos en un caso complicadísimo que nos supondrá un montón de dólares, y
necesitamos el ojo del dueño. Caramba, jefe, nunca habías hecho unas vacaciones tan largas.
-Y aún no han terminado.
Dutsy Malone encendió un enorme habano.
-¿Y si aclararas un poco este embrollo, para que no muera sintiéndome como un idiota?
-Un abate copto me reveló la identidad de mis padres. Mi madre era egipcia y mi padre
un inglés: Howard Cárter, el descubridor de la tumba de Tutankamón.
-¡No te andas con chiquitas! Tratándose de ti, no me sorprende. ¿Y tu abate te
proporcionó pruebas irrefutables?
-Sólo dispongo de su palabra y de algunos turbadores indicios, especialmente los que tú
conseguiste.
-Incluso para un abogado genial como tú, es un expediente más bien ligero.
-No olvides la íntima convicción.
Dutsy Malone soltó una enorme bocanada de humo.
-Y... ¿la tienes?
-Va formándose poco a poco.
-¿Por qué fuiste a Londres?
-Según el abate Pacomio, mi padre me habría confiado una misión: encontrar los papiros
de Tutankamón, cuyo contenido, al parecer, reviste una formidable importancia. Nadie sabe
dónde se conservan y sólo yo puedo encontrar la pista adecuada, que al parecer conducía a
Inglaterra. Pero fue un fracaso total.
Dutsy Malone no creía lo que estaba oyendo.
-¡Me estás contando una leyenda oriental, jefe! ¿Estoy soñando o qué?
-Según un testimonio serio, los papiros efectivamente existieron. Y la pista pasa por el
Metropolitan Museum, al que Howard Cárter estuvo vinculado. Así pues, llevaremos a cabo
una investigación a fondo antes de entrevistarme con un responsable cualificado.
-¿Hablas... en serio?
-Muy en serio.
-Y mi caso... ¿lo estudiarás?
-Por supuesto.
Dutsy se sintió aliviado. Mark no había perdido por completo la cabeza.
Mientras estaba terminándose el edificio de las Naciones Unidas -un nuevo
«chirimbolo» condenado a la impotencia y la comisión investigadora presidida por el
senador McCarthy perseguía a los comunistas, el Metropolitan Museum seguía siendo el
santuario de los valores antiguos e inmutables.
Su responsable era un hombre austero y pausado. Consciente de la importancia de su
función, la cumplía con la máxima seriedad, como el verdadero guardián de las espléndidas
antigüedades egipcias del Metropolitan. Por la misma razón, su tiempo le parecía
infinitamente valioso y sólo concedía citas a personas que a su parecer lo merecieran.
El gran abogado Mark Wilder era una de ellas.
-Acabo de visitar el departamento egipcio -dijo éste-. Es una maravilla.
El responsable levantó el rostro.
-¿No plantea graves problemas jurídicos la procedencia de ciertos objetos? -preguntó el
abogado.
-De ningún modo -respondió el responsable con sequedad.
-¿Tan seguro está?
-Del todo.
Mark consultó sus notas.
-Dos anillos de pasta de cristal que llevan el nombre de Tutankamón y un perro de
bronce procedente de la antecámara de su tumba, una copa que contiene un ungüento,
fragmentos de tejido y de esteras, dos clavos de oro y otros dos de plata tomados de los
sarcófagos del faraón... ¿Prosigo?
-Conozco esa lista tan bien como usted -lo interrumpió.
-Según la ley egipcia que se adoptó en la época del descubrimiento de la tumba de
Tutankamón, esos objetos nunca deberían haber salido del país.
-Los compramos en condiciones absolutamente correctas.
-A Howard Cárter, a lord Carnarvon y a sus herederos entre 1926 y 1940, lo sé. Sin
embargo, ¿el comportamiento de las autoridades administrativas del museo no fue algo...
ligero?
-El Louvre y el British Museum están llenos de objetos robados -recordó el responsable-.
Nosotros negociamos... ¡Y es usted norteamericano, abogado! Ver que conservamos esos
modestos vestigios, en tan pequeño número comparados con los centenares de obras
maestras que se exponen en El Cairo, debería alegrarle.
-Existe otra lista de unos diez objetos, entre ellos un anillo de oro macizo, que no se
atribuyen formalmente a Tutankamón según los ficheros del museo, pero de cuya
procedencia no cabe duda alguna. Y ese anillo fue entregado al museo por Carnarvon o por
Cárter para agradecerle su indispensable y eficaz ayuda.
-¿Cómo puede estar usted tan bien informado?
-Es mi oficio.
-¿Qué desea exactamente? -se inquietó el responsable.
-Tener acceso a los almacenes del museo y a todos los objetos comprados a Cárter, a
Carnarvon y a sus herederos.
-¿Busca... algo en concreto?
-Tengo mucha prisa. Las personas bien educadas acaban entendiéndose siempre. Si me
concede de inmediato esa autorización, todo irá a las mil maravillas. Y suceda lo que suceda,
me mostraré de una discreción absoluta. ¿Acaso a usted y a mí no nos importa la
inmaculada reputación del Metropolitan?
-Uno de mis ayudantes le acompañará.
Las puertas se abrieron.
Tras descubrir una paleta de escriba, un escritorio de marfil y algunos pinceles
procedentes de la herencia de Cárter, Mark creyó que se acercaba al objetivo. ¿No habría
entregado su padre aquel material de escritura y los papiros al museo norteamericano para
tener la certeza de que estarían seguros? Contempló otras pequeñas obras maestras
pertenecientes, probablemente, a Tutankamón, como botes de ungüento o frascos de
perfume; hizo un inventario completo, examinó los ficheros, las notas y los informes.
De los papiros, sin embargo, no había ni rastro.
22
Una tormenta estalló sobre Nueva York y el avión de Mark Wilder se vio sacudido con
brusquedad. Indiferente a los gritos de los pasajeros, el abogado pensaba en su infructuoso
periplo norteamericano. Tras haber explorado todos los rincones del Metropolitan y haber
consultado sus archivos, se había dirigido al Brooklyn Museum, que, a comienzos de los
años cuarenta, compró algunos objetos a un anticuario londinense, que, a su vez, los había
adquirido a los herederos de Cárter. Una estatuilla de mujer, un collar, una cuchara para
ungüento, un jarrón en miniatura, una langosta de marfil... Pequeñas maravillas extraídas
del tesoro de Tutankamón, es cierto, pero ningún papiro.
Tras emplear el expediente que le había proporcionado el abate Pacomio y los resultados
de la investigación llevada a cabo por Dutsy, Mark se había interesado por los demás
museos9susceptibles de haber adquirido objetos procedentes de la tumba del rey.
En primer lugar, la William Rockhill Nelson Art Gallery, en Kansas City, que poseía
algunas piezas de oro desprendidas de un collar de Tutankamón, entregado personalmente
por Howard Cárter a su médico, quien se las había vendido a un anticuario londinense,
proveedor del museo. El médico, un hombre de confianza que también podría haber
recibido algunos papiros...
Nueva decepción.
Luego estuvo en el Museo de Arte de Cincinnati, propietario de una obra excepcional:
una pantera de bronce. Al parecer, había formado parte de las maravillas depositadas en la
tumba, pero no la acompañaba papiro alguno. El conservador aconsejó a Mark que se
dirigiera al Museo de Cleveland, que, según ciertos rumores, poseía al menos un amuleto
sospechoso.
En balde.
Quedaba el instituto de la Universidad de Chicago, fundado por James Henry Breasted,
fallecido en 1935. El egiptólogo norteamericano había sido invitado a trabajar en la tumba de
Tutankamón, con el cometido expreso de encargarse de las inscripciones. Pero aparte de un
cordial recibimiento, Mark no obtuvo información alguna digna de interés.
Regresó a Nueva York, donde, a pesar de las turbulencias, su avión logró aterrizar. Salvas
de aplausos saludaron la habilidad del piloto, y los supervivientes nunca apreciaron tanto el
frescor de la lluvia como al bajar del aparato.
El agente de la CIA encargado de estudiar los hechos y los gestos de Mark Wilder
advirtió a sus jefes de que el abogado había regresado a su casa.
Dutsy Malone devoró un enorme entrecot cubierto de salsa de tomate acompañado de
una gran cantidad de patatas fritas, mientras daba cuenta de una segunda pinta de cerveza
irlandesa. Mark se había limitado a tomar una ensalada, una chuleta de cordero y un vaso de
vino.
-¡No dejes que te depriman, jefe! ¿Acaso los chistes más cortos no son los mejores?
Olvida esa historia de locos y regresa a lo esencial. Tengo excelentes noticias referentes a tu
carrera política. Según una encuesta reciente, gustas mucho a las mujeres y obtienes
opiniones favorables en todos los estratos de la población, incluso entre los políticos. Dicho
de otro modo, tu candidatura pinta bien, y no existe ningún adversario de tu talla. Pero no te
confíes: no te faltarán golpes bajos. Sin embargo, como no tienes nada que ocultar, se
9 Para más información referente a los museos americanos, véase T. Hoving, Tout-Ankh-Amon, histoire secrete d'une
découverte, París, 1979, pp. 296 y ss.
volverán contra quienes te los propinen. Tú debes mantener el rumbo y no ceder ni una
pulgada de terreno. ¿Me estás escuchando, jefe?
-Sí, claro...
-¡Todavía piensas en Howard Cárter y en los papiros de Tutankamón!
-Es difícil no hacerlo, ¿no crees?
-Es una hermosa leyenda que ha purificado tu espíritu, pero las vacaciones han
terminado. Olvida el pasado, sea cual sea, y piensa sólo en el porvenir, en tu porvenir, ¡éste
se anuncia absolutamente brillante, palabra de Dutsy! Todas las puertas se abren para ti y no
tienes derecho a renunciar por culpa de un fantasma oriental.
-Se trata de mi padre, Dutsy, y de un compromiso que debo cumplir.
-¡No lo mezcles todo! En primer lugar, habría que estar seguros de que Howard Cárter
es, efectivamente, tu padre, y nunca podrás obtener pruebas de ello. Y por otra parte, ¿no
habrá inventado esa misión tu cura egipcio? Además, está claro que esos papiros, si
existieron, han desaparecido. Suponiendo que contuvieran información importante, molesta
incluso, ¿tenía su propietario una mejor solución que destruirlos? En este asunto, lo cojas
por donde lo cojas, llegarás siempre al mismo resultado: ha terminado, y perderás el tiempo
ocupándote de fantasmas. Tu reputación no deja de mejorar, los expedientes no dejan de
llegar al bufete, y no debes dar pasos en falso mientras preparas tu campaña electoral. Te lo
repito, jefe: las vacaciones han terminado.
El otoño llegaba a Nueva York y Mark no había visto pasar el verano. La afluencia de
trabajo lo había obligado a contratar a varios colaboradores de alto nivel, con la
conformidad de Dutsy, un formidable jefe de equipo. Numerosos políticos influyentes
aprobaban abiertamente su candidatura, y Mark debía multiplicar cenas y entrevistas
confidenciales.
En un paseo solitario por Central Park, vio de nuevo el obelisco de Tutmosis III. Le
saltaron a la vista los jeroglíficos, como lenguas de fuego que disiparan el caparazón de
tinieblas e ilusiones con el que se había cubierto.
Los negocios, la política, la ambición, su carrera... Se desprendía de todo ello, tenía que
respetar la palabra dada al abate Pacomio, honrar la memoria de su padre y ver de nuevo a
Ateya. Le resultaba imposible olvidar a la muchacha y vivir sin ella. Tal vez el amor fuera
eso, la necesidad absoluta de unir dos destinos y llevar a cabo un viaje hacia el mismo
horizonte.
Pero ¿y si Ateya lo había olvidado a él?
Cuando Mark se instaló en su mesa para firmar un fabuloso contrato, Dutsy Malone
advirtió de inmediato que algo iba mal.
-Pareces cansado, jefe.
-Necesito descansar, tienes razón. Tanto trabajo este verano me ha dejado agotado.
-Un buen fin de semana en California te va a devolver las fuerzas.
-No será suficiente.
-Espero que no pienses regresar a Egipto.
-Al parecer, allí octubre es uno de los meses más agradables.
-Para una breve estancia, ¿seguro?
-¿Por qué iba a durar más?
Sabiendo que retener a su patrón sería imposible, Dutsy Malone no insistió y prefirió
pasar a limpio los expedientes que consultaría antes de su partida.
Mark había llegado a una conclusión: el abate Pacomio sabía que los papiros de
Tutankamón no estaban en Inglaterra ni en Estados Unidos.
Obligándolo a efectuar aquel periplo y a llevar a cabo aquellas infructuosas búsquedas, el
abate quería ponerlo a prueba y saber si el hijo de Howard Cárter era digno de su padre y de
su misión.
Si se desanimaba tras ese fracaso y era incapaz de comprender su motivo, Pacomio
habría tenido razón al no revelarle toda la verdad. En cambio, si superaba su decepción y
regresaba a Egipto, entonces el abate lo colocaría tras la pista adecuada.
23
Salud, Mark! Me alegro de verte otra vez en Egipto -lo saludó John con voz cálida-. ¿Has
tenido un buen viaje?
-Excelente.
-¿Te llevo al Mena House?
-Con mucho gusto.
El agente de la CIA no había cambiado de coche. Dos mozos cargaron el equipaje del
abogado en el portamaletas del Cadillac, que se zambulló en la anárquica circulación de El
Cairo.
-¿Me esperabas o estabas ahí por casualidad?
-Ya conoces la respuesta, Mark. En cuanto tu nombre apareció en una lista de pasajeros,
me avisaron. Tu ausencia me ha resultado muy larga.
-¿Sabías que regresaría?
-¡Siempre se regresa a Egipto! Una sola visita no basta. Debes haber estado muy ocupado
este verano.
-No he tenido ni un solo minuto para mí.
-Los negocios y la política... Al parecer, te estás convirtiendo en un personaje cada vez
más influyente.
-No exageremos, John. Dirijo mi barca y el recorrido resulta más bien favorable. Pero el
viento puede cambiar.
-¡No seas modesto! Estás subiendo a lo más alto y estoy convencido de que
desempeñarás un papel de primer orden. Lo que me cuesta comprender es la razón de tu
viaje a Inglaterra.
-¿Acaso haces que me espíen permanentemente?
-Que te espíen, no; que te protejan. Ya te lo dije: algunas altas personalidades cuentan
mucho contigo y velan por tu seguridad.
-¿Incluso en Inglaterra y en Estados Unidos?
-Mis corresponsales cumplen órdenes. En Londres los despistaste como un profesional.
Mark soltó una carcajada.
-¡Pues no tenía esa intención! Ni siquiera había descubierto a tus ángeles custodios.
-Falta de técnica por su parte o simple casualidad... ¿Quién sabe? ¿Qué fuiste a hacer a
Inglaterra?
-¿Estoy obligado a responder?
-¡Claro que no! Pero ¿no es mejor mantener entre nosotros un clima de confianza?
-Deseaba aprovechar un contacto personal para cerrar un negocio delicado y ver a unos
amigos.
-Espero que esos amigos tuyos no sean agentes del servicio británico.
-¡De ningún modo!
-¿Sabes, Mark? No siempre somos aliados, sobre todo en lo que se refiere a Egipto y al
canal de Suez. Las malas compañías podrían causarte graves molestias. Sólo deberías jugar
una carta: la de Estados Unidos.
-Estoy convencido de ello.
-En ese caso, ningún problema. Aquí, en cambio, las cosas no mejoran. Faruk ha tenido
una luna de miel por todo lo alto y ha gastado una fortuna en hoteles de lujo, donde se ha
atiborrado más aún que de costumbre. Un hotelero italiano declaró incluso: «No hay
muchos clientes que gasten a ese nivel». La población egipcia no se limita a detestar a su rey
sino que ya comienza a despreciarlo. Y él es el único que no se da cuenta. La situación
política se hace malsana. ¿Piensas permanecer mucho tiempo aquí?
-Tanto como sea necesario.
-Si las autoridades se ponen en contacto contigo házmelo saber sin demora. Toda
información que me proporciones, por nimia que sea, podría serme útil para evitar un
desastre y preservar los intereses de nuestro país.
La Gran Pirámide de Keops apareció en la lejanía. Mientras escuchaba a John
distraídamente, Mark sólo tenía ojos para ella.
Por fin estaba de regreso en casa.
La proximidad del desierto, la pureza del aire, el abrasador sol poniente y la tibieza de
un anochecer de octubre eran otros tantos gozos que hacían el alma ligera, apta para
comunicarse con el misterio que impregnaba aquella tierra divinizada.
Mark cruzaba una nueva frontera. Pasaba del mundo ordinario, pesado, asfixiante, al de
los seres capaces de edificar rayos de luz para tocar lo más alto del cielo.
El Cadillac se detuvo ante los peldaños que llevaban a la entrada del Mena House. De
inmediato, dos empleados tocados con un tarbush fueron a recibir al huésped.
-Que tengas una buena velada, Mark. Y no cometas imprudencias.
El abogado inclinó la cabeza.
Su vasta y altísima habitación era digna de un paraíso. Mark se sentó en el borde de su
monumental cama e intentó sosegar sus pensamientos. Ya amaba con locura ese país, que
tan poco conocía, como si siempre hubiera vivido allí. Llamaron a la puerta y fue a abrir.
Ella.
Era ella, sublime con su vestido rojo. La elegancia, el encanto y la magia personificadas.
-Es usted... ¡Está guapísima!
-¿No le molesto?
-Entre, se lo ruego.
Cerró suavemente la puerta de su habitación para no quebrar el milagro de aquel
instante. Aun permaneciendo inaccesible, Ateya se encontraba muy cerca de él.
-Esperaba que regresara -dijo la muchacha con una voz que hizo temblar a Mark-. Las
semanas transcurrían y comenzaba a dudar. Luego, uno de los empleados de la recepción,
un copto, me ha dicho que acababa usted de llegar.
-He tenido mucho trabajo, Ateya, y me he visto obligado a verificar cada una de las
direcciones que el abate Pacomio me había proporcionado, tanto en Inglaterra como en
Estados Unidos.
-¿Le concederá alguna vez su confianza?
-¡Por supuesto, ahora más!
-Desea hablar con usted cuanto antes. Un taxi lo aguarda.
-¿Me acompañará usted?
-No, yo sólo debía transmitirle las instrucciones.
-¿Cuándo volveremos a vernos, Ateya?
-Lo ignoro. Apresúrese.
Y desapareció.
Contrariado, Mark se lavó la cara y se roció con agua de colonia. Luego salió del hotel.
Al pie de la escalinata había un taxi pintado de verde. El conductor parecía simpático.
-¿Llega usted de Nueva York?
-Eso es.
-Si yo le digo «abate», ¿qué me responde?
-Pacomio.
-Vamos, señor Wilder.
Aquel tipo demostró ser un hábil conductor. Consiguió adelantar camiones cargados a
rebosar, evitó a peatones suicidas y rozó algunos asnos que tiraban de carretas llenas de
ladrillos.
-Nos siguen -anunció-. Un profesional. Y no consigo despistarlo. Tendremos que aplicar
el plan previsto. Lo dejaré delante de la Ópera, usted regresará sobre sus pasos y se meterá
en un Peugeot negro que se detendrá a su altura.
Ejecutaron limpiamente la maniobra.
Desprevenido, su perseguidor intentó reaccionar, pero la intensa circulación le impidió
dar media vuelta y el Peugeot negro escapó.
El conductor era un hombrecillo nervioso. Sin decir ni una sola palabra, dejó a Mark
cerca de la ciudad vieja. Un adolescente le mostró la cruz copta tatuada en su muñeca y lo
condujo hasta la Suspendida.
El abogado se dirigió enseguida al jardín.
Un religioso con sotana negra estaba sentado en el banco y leía un antiguo texto
redactado en copto.
Pero no se trataba del abate Pacomio.
24
Mark vaciló.
¿Debía dirigir la palabra al religioso o abandonar de inmediato el lugar? ¿No le habrían
tendido una trampa tras haber silenciado a Pacomio?
El sacerdote se levantó y se dirigió hacia él.
-Sígame, hijo mío.
El abogado le siguió los pasos.
¿No estaría cometiendo una imprudencia confiando así en un desconocido? El sacerdote
lo guió hasta una calleja menos animada que las principales arterias de la ciudad vieja y le
señaló una antigua puerta claveteada.
-Llame tres veces y le abrirán.
Mark obedeció.
La puerta se abrió y tras ella apareció el abate Pacomio.
-Entre, Mark.
El abogado descubrió una inmensa biblioteca cuyos anaqueles estaban repletos de libros
antiguos cuidadosamente encuadernados.
-Una de las memorias del pueblo copto -reveló Pacomio-. Aquí conservo textos
jeroglíficos, griegos, arameos y coptos. Muchos aún no se han traducido. ¿Trae usted los
papiros de Tutankamón?
-Sabe perfectamente que no. Me ha sometido a una prueba para saber si yo lo deseaba y,
a la vez, si era capaz de emprender esta búsqueda.
-¿No ha mantenido ningún encuentro que pueda sernos de interés?
-Sólo lady Evelyn cree en la existencia de esos papiros, pero se equivocaba al pensar que
estaban ocultos en Highclere. Por lo que se refiere a los egiptólogos, jamás los han visto. Los
museos norteamericanos sólo albergan algunos objetos pertenecientes al tesoro de
Tutankamón, y ni un solo papiro. Los archivos de Cárter que se conservan en Oxford no
aluden a ellos. Pero ¡eso ya lo sabía usted!
-En efecto -reconoció Pacomio-. Sin embargo, usted tenía que seguir personalmente ese
camino para darse cuenta de las dificultades que entraña. ¿Está decidido a continuar, Mark?
-¿Mi presencia no le proporciona la respuesta?
-Vayamos a sentarnos al salón. Tengo un excelente y viejísimo armañac; se lo ofreceré
para que se recupere de tantas emociones.
Acompañado por pasteles locales, aquel brebaje reparador valía la pena.
-He llegado a una conclusión -declaró Mark-: si existen, los papiros de Tutankamón sólo
pueden encontrarse en Egipto.
-No dude de que existen y tenga la seguridad de que, prosiguiendo esta búsqueda en la
tierra de los faraones, se pondrán en marcha fuerzas hostiles, empecinadas en destruirnos y
en impedir que revelemos la verdad. No carezco de armas para combatirlas, pero la victoria
está muy lejos de ser segura. Por un lado, le prometo peligros y duros enfrentamientos; por
el otro, está su brillante carrera.
-Ya no es tiempo de elegir, creo, puesto que le di mi palabra.
-Es usted el digno hijo de Howard Cárter -estimó el abate Pacomio-. A diferencia de la
mayoría de los egiptólogos, su padre advirtió la magnitud de la espiritualidad de los antiguos
egipcios, a los que los modernos eruditos veían como unos paganos a quienes cegaban las
supersticiones. Cárter, por el contrario, los consideraba modelos de fe y de fidelidad a un
ideal, algo inconcebible en nuestro mundo de cínico materialismo. «La sombra de los
antiguos dioses mantiene todo su imperio sobre nosotros», me confió. Un estudio superficial
de la mitología y la religión de los antiguos egipcios podría inducir a creer que hemos
progresado con respecto a ellos. Pero si somos capaces de percibir su pensamiento,
renunciamos a cualquier sentimiento de superioridad. Ninguna persona provista de
inteligencia y sensibilidad negará que el arte faraónico dio cuerpo a lo esencial, a saber: la
animación de la materia por el espíritu y la irradiación de la luz de la primera mañana. A
pesar de nuestros progresos técnicos, hemos perdido su sentido. Su padre pasó horas y horas
contemplando el techo astrológico de la cámara de resurrección del faraón Seti I, en el Valle
de los Reyes, que representa el inmenso cuerpo de la diosa del cielo, Nut, una mujer con las
dimensiones del cosmos. Ella hizo nacer todos los cuerpos celestiales que se mueven en su
seno e influyen en todas las formas de la vida. «No se trata, como sugirieron algunos
imbéciles, de productos de cerebros trastornados, sino de símbolos que tienen un
significado oculto y un alto alcance, cuya clave sólo los antiguos colegios de sacerdotes
podrían proporcionarnos»10, declaraba Cárter.
-¿Y esa clave la proporcionarán los papiros de Tutankamón? -aventuró Mark.
-Es una certeza. Y cierto número de espíritus destructores desean que no se utilicen
jamás.
-Perdone la observación, padre, ¿cómo concuerda con su fe cristiana esa apología de la
espiritualidad de los antiguos egipcios? Al oírle repetir las opiniones de Cárter, he tenido la
sensación de que las compartía y de que era usted el heredero de esos colegios de sacerdotes
capaces de descifrar los misterios.
-Más tarde hablaremos de eso -decretó el abate Pacomio, llenando de nuevo las copas-.
Ha llegado el momento de reanudar su búsqueda, esta vez en el propio Egipto y utilizando
los indicios que su padre nos dejó. El primero de ellos se refiere a tres mensajeros con
quienes se encontró cuando buscaba la tumba de Akenatón y Nefertiti, en el Egipto Medio,
una región magnífica donde vivió algunas de las más hermosas horas de su existencia.
Esos tres hombres pertenecían a una tribu bastante inaccesible, a la que Howard Cárter
podría haber entregado los papiros.
-Si los tiene su jefe, ¿cómo voy a convencerlo de que me los entregue?
-No partirá solo, Mark. Alguien que conoce muy bien la historia de los tres mensajeros y
al jefe de su tribu lo acompañará. Usted sólo tendrá que probar su calidad, y ni por un
momento dudo de su talento de abogado.
-¿Se trata de una nueva prueba o ignora usted realmente dónde están los papiros? -
preguntó Mark con brusquedad.
-Lo ignoro, y las verdaderas pruebas comienzan. Muy pronto se sabrá que lleva usted a
cabo esa búsqueda, y surgirán los peligros.
-La fauna neoyorquina me parece igualmente temible, ¡tanto la de los negocios como la
de la política!
-En este caso, sin embargo, deberá hacer frente a demonios surgidos de las tinieblas.
-¿Acaso no sabe usted derribarlos, padre?
-Procuraré hacerlo.
-¿Cuándo debo partir?
-A comienzos de la semana próxima. Los preparativos habrán terminado y será usted
considerado uno de los escasos turistas que desean admirar parajes tan poco frecuentados a
pesar de sus riquezas arqueológicas.
-¿Y cuándo contactará conmigo mi acompañante?
La soleada mañana del 7 de octubre de 1951, Mark Wilder regresaba de un largo paseo por
la llanura de las pirámides cuando el director del Mena House le entregó un pliego
procedente del palacio real.
Se trataba de una nota firmada por Antonio Pulli, el secretario personal del rey Faruk, en
la que invitaba al abogado a cenar aquella noche, a las 23.00 horas, en el Scarabée. Su
majestad deseaba hablar con tan excepcional huésped.
Mark llamó de inmediato a John.
-Problemas a la vista.
-No me digas nada más por teléfono. Nos vemos a las cinco en el cine Metro.
Mark almorzó solo en los jardines del Mena House, frente a la Gran Pirámide de Keops.
Cenar con Faruk no le divertía en absoluto, y prefería pensar en su próximo viaje al Egipto
Medio, en compañía de Ateya. ¡Por fin tendrían tiempo de hablar! Y tal vez regresaran con
los papiros de Tutankamón.
Por precaución, se dirigió al museo de El Cairo, donde pasó media hora. Luego tomó un
taxi que lo dejó frente al cine Metro, uno de los principales centros de diversión de los
cairotas. La sala era el súmum de lo moderno: disponía de aire acondicionado, responsable
de que sus espectadores pillaran resfriados y anginas.
John compró una entrada y Mark le imitó. Le siguió y se sentó a su lado, en la última fila.
A esas horas, había muchos lugares vacíos. Proyectaban una película norteamericana de
aventuras, subtitulada en francés. En una pequeña pantalla lateral aparecían subtítulos en
árabe y en griego.
-Faruk me ha invitado a cenar en el Scarabée -reveló Mark en voz baja.
-No puedes negarte -afirmó John en el mismo tono-. La invitación está firmada por Pulli,
supongo.
-Exacto.
-¡Entonces se trata de la gran ofensiva! Sin duda te ofrecerán hacer negocios y entrarás
en el círculo de privilegiados de su poco graciosa majestad. El lugar elegido no es inocente:
el Scarabée es el club privado más famoso de El Cairo. Comprende una sala de juegos, una
pista de baile y un restaurante donde Faruk se atiborra tras perder una fortuna al póquer.
Para desayunar, se traga una treintena de huevos, y el menú de su última cena indignó
incluso a sus fieles: volovanes rellenos, lenguado a la meuniére, chuletas de cordero, pollo
asado, un grueso filete de buey, langosta, mollejas de ternera, puré de patatas, alcachofas,
arroz, guisantes, quesos y varios postres. Y no menciono los treinta litros de bebidas
azucaradas que trasiega durante la jornada. Pesa tanto que han tenido que fabricar sillas
especiales para él, capaces de soportar su corpulencia. Le cuesta desplazarse, pero eso no
apaga su gazuza sexual. Si tienes una amante, sobre todo no la lleves contigo. Si al rey le
gusta, acabará en su cama esta misma noche. En el palacio de Abdin todo está organizado
para satisfacer las fantasías de ese ogro, incluso varias cámaras destinadas a filmar los
retozos de su real majestad con sus conquistas. Cuando Faruk aparece en un club nocturno,
los maridos y los amantes se echan a temblar. ¿A qué mujer va a elegir para despertar sus
deseos, cada vez más adormecidos?
-¿Y la reina Farida?
-Está al corriente -precisó John-, pero debe callar. Oficialmente, la pareja vive en una
felicidad absoluta. ¿Cómo puede creer Faruk que esta comedia engaña a nadie? Lo que
espera de su esposa es un hijo que perpetúe la dinastía y haga callar a sus oponentes. Luego
se librará de Farida. Sus kilos de grasa no hacen menos peligrosa a su majestad, Mark. Según
un persistente rumor, el rey habría matado de un disparo de revólver a un médico militar
que lo sorprendió en la cama con su esposa. Se echó tierra al asunto y Faruk confía ahora al
general Sirri Amer la tarea de eliminar a los molestos. Evita encontrarte en esa categoría.
-Mi sentido de la diplomacia tiene límites, John.
-Acaba de estallar una tormenta -reveló el agente de la CIA-, y es difícil calcular sus
consecuencias, pero la acción del primer ministro Nahas, por orden de Faruk, forzosamente
provocará disturbios. Ayer hizo una larga declaración en el Parlamento evocando las
circunstancias que, en 1936, lo condujeron a firmar un tratado con los ingleses. En especial,
les permitía seguir controlando la zona del canal de Suez gracias a un ejército de unos diez
mil hombres, sin contar los pilotos de la Royal Air Forcé. Al final de su exposición, Nahas se
inflamó: «Hoy, por Egipto, abrogo este tratado. ¡Los ingleses deben largarse sin demora!». Y
el Parlamento lo aclamó.
-¿Crees en un enfrentamiento entre ingleses y egipcios?
-El ejército egipcio no es capaz de plantar cara a los británicos. Según mis informaciones,
éstos procurarán calmar los ánimos. Sin embargo, el pueblo se manifestará, sobre todo
porque la prensa acaba de publicar los efectivos reales del ocupante: no diez mil soldados,
sino sesenta mil, violando el famoso tratado. Faruk intenta una jugada para que lo adulen y
lo consideren el campeón de la independencia de Egipto, pero será toda una farsa. Aunque
deteste a los ingleses, no puede prescindir de ellos. Sin duda, algunos cortejos nacionalistas
reclamarán la definitiva evacuación de las tropas británicas, y luego la exaltación cederá.
-¿Y si no cediera?
John reflexionó largo rato. En la pantalla, el protagonista se desembarazaba de una
decena de agresores patibularios y liberaba a su prometida antes de que sufriese los mayores
ultrajes.
-Los ingleses no soltarán la presa, Mark. Ni siquiera Hitler consiguió quebrarles el
espinazo. Si Egipto se obstina en exigir una independencia, insoportable a su modo de ver,
habrá un baño de sangre.
-¿Y Estados Unidos saldrá victorioso de todo ello?
John agachó la cabeza.
-¡Ya eres un temible político! Yo me limito a obedecer órdenes.
-¿Como cuáles?
-Observar, no emprender iniciativas irrazonables y recoger el máximo de información
para permitir a nuestros dirigentes elegir el mejor camino. Sé que muy pronto serás un
personaje importante y que no debes correr riesgo alguno. Si Faruk trata de tenderte una
trampa, toma el primer avión hacia Nueva York. Pero aprende a tomar la medida de la
situación. Aquí, en Oriente Próximo y sobre todo en Egipto, se prepara el mundo de
mañana. Por otra parte, ¿no se ha jugado a menudo en la tierra de los faraones el destino de
Occidente?
-En materia de espionaje, las palabras «sinceridad» y «honestidad» no tienen sentido
alguno. Sin embargo, aún soy lo bastante ingenuo para creer en la verdad que se impone con
la mirada, de hombre a hombre. De modo que, John, dime la verdad: ¿te han encargado
preparar una intervención violenta contra Faruk e imponer un nuevo régimen?
-En absoluto, Mark. El rey sujeta sólidamente las riendas, su policía política controla el
país, y el ejército, a pesar de su descontento, se mantiene tranquilo. Sin embargo, la tapa de
la marmita puede levantarse en cualquier momento. Por ello debemos estar listos para
intervenir y elegir la mejor solución. No abandones la sala antes de que termine la película.
Vale la pena esperar a que el protagonista triunfe.
John se levantó y Mark clavó los ojos en la pantalla.
No conseguía confiar totalmente en su viejo amigo a pesar de los esfuerzos de éste por
persuadirle. ¿Acaso no eran los individuos piezas que él movía a su antojo sobre un tablero?
Además, había que esperar que desease la victoria de la libertad, y no la de una facción
dispuesta a cometer una locura cualquiera.
El protagonista mató al malvado y pudo por fin besar con toda serenidad a la heroína. La
aventura terminaba bien, y el público parecía encantado.
Mark no reparó en un insignificante hombrecillo que le seguía desde que había
abandonado el Mena House. Su moto le había permitido seguir la pista de Mark, cuyo
comportamiento era propio de un agente secreto.
Sin duda, el hombrecillo podría redactar un edificante informe para Mahmud, el jefe de
su sección.
26
Mark Wilder tenía la costumbre de llegar siempre con antelación a sus citas con grandes
personalidades. Eso le permitía recogerse, incluso en medio de un gran alboroto, y
prepararse para un enfrentamiento del que debía intentar salir vencedor.
Entrevistarse con Faruk no se anunciaba muy divertido, y el abogado no se tomaba a la
ligera las advertencias de John. Algunos se alegraban de que el rey se hubiera fijado en ellos;
otros lo lamentaban amargamente.
La clientela del Scarabée11 era de muy alto nivel. Puesto que el establecimiento había
obtenido, por decreto real, autorización para vender alcohol y abrir una sala de juegos, atraía
a algunos dignatarios del régimen que llevaban los títulos de bey y de pachá, a los oficiales
ingleses de rutilantes uniformes, a ricos coptos, a terratenientes, comerciantes judíos,
italianos, griegos, turcos, libaneses y demás aficionados a las sensaciones fuertes. Se fumaba
mucho, especialmente grandes habanos y cigarrillos de lujo. Una orquesta italiana tocaba
canciones lentas que permitían a galanes con esmoquin seducir a hermosas damas de
vestido largo, cubiertas de joyas.
Mark fue recibido con gran cortesía por un maitre que llevaba pajarita, chaqueta blanca
y pantalón negro.
-Mi nombre es Wilder. El rey Faruk me ha invitado a cenar.
-Su majestad no ha llegado todavía. Lo acompañaré a su mesa.
Con un caftán blanco con el talle ceñido por una tela roja, los camareros nubios, con un
aspecto de rara dignidad, llevaban a cabo un verdadero ballet para satisfacer los menores
deseos de los huéspedes del local.
Como en todos los demás establecimientos donde Faruk iba a jugar, a beber, a comer y a
buscar una mujer, su mesa estaba permanentemente reservada y cubierta de zumos de fruta
colocados entre platillos de tapas. El maître rogó a Mark que se sentara y ordenó que le
sirvieran una copa de champán.
La atmósfera era distendida y alegre, y la clientela despreocupada.
Pero de pronto, el preciso mecanismo del personal se estropeó y los que cenaban se
interrumpieron.
-Llega el rey -murmuró un comerciante albanés al oído de su compañera de una noche.
Maurice, el propietario y director del Scarabée, recibió al enorme Faruk, acompañado
por Antonio Pulli, y lo condujo hasta la gran mesa redonda, ante las miradas pasmadas y al
mismo tiempo inquietas de los bulliciosos clientes. Las más hermosas mujeres de la
concurrencia desearon en ese momento estar en otra parte.
Mark se había levantado.
Todos miraban a ese invitado excepcional del dueño de Egipto, y se preguntaban si sería
pronto uno de sus íntimos y obtendría, a precio de oro, un título honorífico.
-Majestad -dijo Antonio Pulli-, os presento al abogado norteamericano Mark Wilder. Es
el propietario de uno de los mayores bufetes de Nueva York y lleva casos en el mundo
entero. La carrera política del señor Wilder se anuncia extremadamente brillante.
-Mejor así -respondió Faruk sentándose-. Me gusta mucho Estados Unidos y también me
gusta divertirme.
Un sirviente dejó de inmediato sobre la mesa un bol que contenía bolas de papel de
11 Todos los detalles referentes a Le Scarabée los facilita G. Sinoué, cuyo padre era el director del establecimiento, en Le
Colonel et l'Enfantroi.
colores. Una a una, el obeso las lanzó contra los bailarines, algo confusos. Cada vez que
alcanzaba el blanco, su carcajada obligaba a la concurrencia a manifestar su satisfacción.
-Basta ya -decidió Tengo hambre.
Avisado por John de la magnitud del menú, Mark tuvo buen cuidado de picotear aquí y
allá para mantener las distancias y no injuriar al monarca rechazando alguno de los platos
que le ofrecían.
-Su majestad está fatigado por una larga jornada de trabajo al servicio del país -precisó
Pulli-. Pero de todos modos se ha empeñado en verle. Egipto se siente honrado al recibir a
un personaje de su talla, señor Wilder, y esperamos que aprecie usted sus encantos.
-Estoy fascinado por este país.
-¿Su estancia en el Mena House está siendo satisfactoria?
-Todo es perfecto.
El rey, hambriento, devoraba albóndigas de carne. Cuando recuperó el aliento, miró a su
huésped con dureza.
-Egipto acaba de romper el tratado de 1936 firmado con los ingleses. Quiero devolver el
país a los egipcios. ¿Está usted de acuerdo?
-¿Quién no lo estaría, majestad?
-¡Los ingleses, precisamente! Siempre lo quieren todo. Antaño me humillaron y creen
que no tengo memoria. Pero se equivocan.
-Los norteamericanos no son los ingleses. Desean la libertad y la autonomía de los
pueblos.
-¡Mejor así, señor Wilder, mejor así!
Faruk la emprendió entonces con un soberbio lenguado a la meuniére.
-Los ingleses no comprenden nada de mi país ni de mi pueblo. ¿Cómo han osado
insultarme, a mí, un rey? Los alemanes fueron más inteligentes.
-Afortunadamente -recordó Mark-, los nazis perdieron la guerra.
El ambiente se tensó. No obstante, la orquesta seguía tocando música suave y los
comensales del Scarabée continuaban disfrutando de la fiesta.
Mientras los camareros servían el primer plato de carne, Faruk se bebió un litro entero
de zumo de frutas y, ante el gran alivio de Pulli, reanudó la conversación.
-La historia no se reescribe -reconoció el monarca-. Pero quiero que usted y su país
sepan una cosa: sólo yo dirijo Egipto, sólo yo decido y nadie se cruzará en mi camino.
-¿No teméis que podáis estar en peligro, majestad?
La risotada de Faruk resonó de nuevo.
-¿En peligro yo? ¡Lo controlo todo, señor Wilder! Egipto es un país seguro, del todo
seguro, los egipcios me temen y me veneran. Durante mi segunda boda, me aclamaron. Sólo
esperan que tenga un hijo para sucederme. Todo el mundo está convencido, y con razón, de
que mi dinastía reinará durante mucho tiempo en este país. Puede, pues, invertir usted con
toda seguridad.
Con una mirada, Faruk hizo comprender a Pulli que ahora le tocaba a él.
-Conocemos la merecida reputación de su bufete, señor Wilder -aventuró el secretario
particular del rey-, y estamos impresionados por sus éxitos en el mundo entero. Egipto se
moderniza y se enriquece, pero el marco jurídico de algunas negociaciones merecería ser
mejorado. ¿Aceptaría usted examinar algunos expedientes respetando una total
confidencialidad?
-Esté tranquilo, ésa es la norma.
-Además -prosiguió Pulli-, deseamos desarrollar algunas empresas, y no sólo en el campo
del algodón. La experiencia de los hombres de negocios estadounidenses, que tan bien
conoce usted, podría resultarnos muy valiosa. ¿Aceptaría usted facilitar ciertos contactos
con altos responsables de nuestra administración, gestiones que, claro está, serían
remuneradas?
-Nada es imposible.
Al tercer plato de carne, Faruk seguía teniendo las mismas tragaderas y parecía
especialmente floreciente.
De pronto palmeó el brazo de su secretario.
-La alta morena, la del vestido granate y el collar de perlas.
-¡Majestad -objetó Pulli-, es una cantante muy conocida!
-Perfecto, perfecto... Tráemela.
Mark se levantó.
-No quisiera importunar a su majestad e impedirle disfrutar de su velada.
Faruk sonrió.
-Realmente los norteamericanos me gustan. Tienen intuición y toman buenas iniciativas.
Pulli se encargará de los detalles, señor Wilder, y haremos excelentes negocios. Nadie ha
lamentado nunca trabajar conmigo y gozar de mi protección.
27
Ese tibio anochecer del 10 de octubre de 1951, Mahmud tenía una tarea especialmente
delicada: reunir, con gran secreto, a las cabezas pensantes de los Oficiales Libres y permitir
que designaran al líder que los llevaría al poder.
Según el análisis de los oficiales al borde de la revuelta, el pueblo ya no soportaba a
Faruk ni a los ocupantes ingleses. Si se libraba de ese parásito que se creía intocable, Egipto
recuperaría su dignidad tanto tiempo mancillada.
Pero ¿no era esa azarosa empresa una utopía? A la policía política de Faruk no le faltaba
eficacia, y nada garantizaba que el ejército, controlado por oficiales fieles al rey, participase
en una revolución.
Sin embargo, a pesar de la arrogancia de Faruk y de las certidumbres de su entorno,
convencido de que poseía todas las claves del país, la situación se estaba tornando explosiva.
En la Universidad de El Cairo, e incluso en algunas escuelas, profesores más o menos
inflamados incitaban a estudiantes y a alumnos a luchar contra un régimen corrupto,
indiferente a la miseria del pueblo. Numerosos imanes repetían su mensaje y, en la
mezquita, pedían a los creyentes que se rebelaran contra tamaña injusticia y arbitrariedad.
Los incidentes se multiplicaban, algunos jóvenes insultaban a los ingleses de uniforme
en las calles de la capital. Hasta entonces, la represión había sido severa: el rey no toleraría
ningún exceso. Pero ¿conseguiría apagar la cólera de las masas?
Los más moderados debían reconocer que a la Administración británica no le
interesaban demasiado las espantosas condiciones de vida de la mayoría de la población. No
se abrían escuelas, no se construían alojamientos sociales, se dejaba morir a niños de corta
edad, no se luchaba contra las enfermedades, pero se hacían suculentos negocios con los
aduladores de Faruk.
Por todas partes, tanto en las ciudades como en el campo, el sentimiento nacionalista
tomaba cuerpo y crecía el odio contra el colonialismo británico. En la Bolsa del algodón se
acumulaban los escándalos. Con la ayuda de la familia real, los especuladores se enriquecían
a costa de los campesinos.
Faruk... La esperanza de todo un pueblo, el heredero de los grandes reyes, el monarca
que conduciría el país por el camino del progreso y la prosperidad... Hoy, un paquidermo
abúlico y cruel, aferrado a sus privilegios y a su fortuna. La magnitud de la decepción
explicaba la de la rabia.
Mahmud inspeccionó por décima vez los alrededores. Más de una decena de centinelas
vigilaban la modesta casa donde pronto se reunirían los Oficiales Libres. Si la policía política
se olía ese encuentro, la revolución habría terminado.
Dos días antes, el 8 de octubre de 1951, el Parlamento de El Cairo había aprobado por
unanimidad una decisión capital: en adelante, los soldados británicos que controlaban la
zona del canal de Suez serían considerados ocupantes ilegales. Un gran ardor patriótico
inflamaría a los partidarios de su expulsión. Algunos jóvenes revolucionarios provocaban ya
disturbios desafiando a los colonizadores que, de inmediato, habían reforzado las medidas
de seguridad y amenazaban con reaccionar durísimamente si la guerrilla se organizaba. A las
insensatas peticiones del gobierno egipcio, las autoridades británicas oponían, con flema y
firmeza, un no ha lugar. Faruk y sus ministros tenían que renunciar a sus sueños de
autonomía.
Pero ésta no era la opinión del pueblo. Y se comenzaban a tomar iniciativas para hacerle
difícil la vida al ocupante. Por ejemplo, los aduaneros retenían los objetos y los productos
alimenticios que los ingleses hacían llegar de la madre patria, y los empleados egipcios del
ejército británico preparaban huelgas rotatorias, comenzando por los conductores de
locomotoras, que dificultarían así los transportes de tropas y las entregas de material.
Un profundo movimiento contestatario estaba naciendo, en el que los Oficiales Libres
aún desempeñaban un papel menor, irrisorio incluso. Esta vez era preciso tomar las riendas,
utilizar esa creciente oleada, derribar al gobierno corrupto y mostrar a los ingleses que los
independentistas no retrocederían.
Al comienzo de su reinado, Faruk había intentado convertirse en el jefe espiritual y
temporal de un Estado decidido a conquistar su libertad. Pero muy pronto había renunciado
a ese ideal, y ahora hacía un doble juego y se limitaba a adoptar poses de matasiete,
engañando así a su pueblo sin descontentar en exceso al ocupante. Dada la debilidad del
ejército egipcio, ¿qué podía temer Inglaterra?
Todos los líderes de los Oficiales Libres habían llegado.
No había ni rastro de presencia policial, salvo los habituales chivatos del barrio,
colocados bajo vigilancia. Más tranquilo, Mahmud cruzó el umbral de la pequeña vivienda
donde iba a concretarse, por fin, la verdadera revolución.
Allí se habló de la ayuda que era preciso proporcionar a los comandos de partisanos que
acosaban a las tropas inglesas y de la elección de rutas seguras para la entrega de armas en
buen estado, y luego pasaron a la designación del jefe supremo, al cual el pueblo egipcio
debía considerar un legítimo representante y que debía ser capaz de llevar a los
revolucionarios hasta la victoria.
Un nombre se impuso: el del general Naguib, héroe de la guerra contra Israel, cuya
integridad nadie ponía en duda. ¿Acaso no firmaba violentos artículos, bajo el seudónimo de
Soldado Desconocido, que condenaban la corrupción del régimen? Quedaba por saber si el
valeroso y simpático Mohamed Naguib aceptaría tan pesada carga. A los Oficiales Libres les
tocaba convencerlo.
Los conjurados se dispersaron.
La ausencia de incidentes demostraba la seriedad de su organización, basada en el
secreto y en la impermeabilidad. Mahmud, pensativo, se dirigió a un café del viejo Cairo
donde la policía de Faruk no podía siquiera entrar. El menor espía habría sido identificado
de inmediato.
El hombre encargado de seguir a Mark Wilder los últimos días tomaba un café turco y
fumaba en una pipa de agua.
Mahmud se sentó ante él, y el patrón le sirvió una taza de té negro y una galleta. La
ausencia de ésta habría indicado peligro.
-No es fácil seguir al norteamericano -reconoció el que fumaba-. Se sabe vigilado y
practica varias técnicas para despistar a quienes lo siguen. Hasta ahora, las he desbaratado
todas.
-¿Has sabido algo interesante?
-Ha acudido a dos citas, una pública y la otra secreta. La primera fue una cena con Faruk
y Pulli, en el Scarabée.
«No es sorprendente -pensó Mahmud-. El rey intenta utilizar a todas las personalidades
extranjeras que, de un modo u otro, pueden ayudarlo a incrementar su fortuna.»
-¿Y la segunda?
-Fue al cine Metro. Se sentó al fondo de la sala y habló largo rato con un hombre que no
conseguí identificar y al que soy incapaz incluso de describir. El tipo se esfumó. Sin duda
alguna, se trata de un profesional, y el superior del norteamericano en Egipto.
-Excelente trabajo, amigo mío. Sigue así. Si crees que te han descubierto, te sustituiré.
Con su prima, el fumador compraría hachís y olvidaría las incertidumbres del porvenir.
Mahmud salió del café y se mezcló con la multitud.
El tal Wilder era, en efecto, un espía que había regresado a Egipto para llevar a cabo una
misión. Pero ¿por qué había pasado por Inglaterra? ¿Quiénes eran sus verdaderos jefes?
No quedaba tiempo, nadie sabía cómo y en qué dirección iba a evolucionar la situación.
Graves acontecimientos podían sumergir Egipto en una sangrienta tormenta. Tal vez Mark
Wilder fuera el hombre que Mahmud necesitaba para evitar ese desastre.
28
En el Egipto Medio ese mes de noviembre era una delicia. Ateya y Mark viajaban a bordo
de un vehículo todoterreno, equipado con lo necesario en caso de avería y conducido por un
chófer experto y prudente. Allí eran frecuentes los accidentes mortales, pues la gente
adelantaba a tontas y a locas por peligrosas carreteras y nadie aceptaba ceder el paso.
Mark olvidó los riesgos y aprovechó los conocimientos de su guía para iniciarse en la
historia y la civilización faraónicas. Durante horas y horas, ella respondió a sus múltiples
preguntas, feliz al verlo empaparse de una cultura milenaria.
Ateya iba sin maquillaje, vestida con un corpiño rojo y un pantalón de lino blanco. Su
pelo negro brillaba y en su mirada refulgía una luz que fascinaba a Mark. En el paraje de
Beni-Hassan, el norteamericano vivió un momento inolvidable. Al pie de las tumbas,
excavadas por dignatarios del Imperio Medio en lo alto de un acantilado, se desplegaba un
paisaje espléndido y sereno a la vez. A orillas del Nilo, sembrado de islotes herbosos repletos
de aves, algunos pequeños huertos ofrecían numerosos matices de verde, a juego con el azul
del río. El aire era tibio y puro, el tiempo se había abolido.
De haberse atrevido, habría cogido la mano de la muchacha. Pero no quería interrumpir
el embrujo del instante, tanto lo absorbía la belleza del lugar.
Sentados en un murete, uno junto a otro, ambos compartieron ese momento de gracia.
-Éste fue el primer paraje antiguo que descubrió Howard Cárter -reveló ella-. Aún no
había cumplido los dieciocho años cuando comenzó a trabajar aquí a las órdenes de
Newberry. Vivía en las capillas de las moradas de eternidad y dibujaba sus más hermosas
escenas, especialmente juegos de pájaros.
-¿Conoce usted la misión que me confió el abate Pacomio?
-Puede usted comunicármela, si lo desea; tiene derecho a hacerlo.
-Debo encontrar los papiros que pertenecían al tesoro de Tutankamón. Tal vez Cárter los
puso a buen recaudo, o puede que hayan sido robados. Sin éxito, llevé a cabo largas
investigaciones en Inglaterra y Estados Unidos. En realidad, se trataba de ponerme a prueba,
pues Pacomio sabía que los papiros no habían abandonado Egipto. Cree que los tres
mensajeros pueden llevarme al lugar adecuado. ¿De quién se trata, Ateya?
-De tres beduinos que pertenecen a una tribu de nómadas. Cárter los conoció en
diciembre de 1891, cuando buscaba la tumba de Akenatón y Nefertiti. Ellos le hablaron de
una sepultura en el desierto que albergaba inscripciones y pinturas. Oficialmente, ayudado
por sus indicaciones, Cárter sólo descubrió una cantera de alabastro que databa del Imperio
Antiguo.
-¿Por qué dice usted «oficialmente»?
-Porque a lo largo de toda su carrera, Howard Cárter se mostró muy poco explícito en lo
referente a la magnitud de sus múltiples hallazgos. Pocas veces nadie ha tenido tanto
sentido del secreto. Puesto que los tres mensajeros pertenecen a una tribu guerrera, tal vez
le exigieran silencio cuando lo llevaron hasta la última morada del faraón místico.
-Y ese clan sabría dónde están ocultos los papiros... O puede que ellos mismos los
tengan, si el propio Cárter se los confió. Esa es, en efecto, la hipótesis en que se basa el abate
Pacomio. Pero ¿cómo podemos encontrar a esos mensajeros o a sus descendientes?
-Uno de los miembros de mi familia es originario de esta región y conoce bien la tribu de
los mensajeros -reveló la muchacha-. Mire, ahí viene.
Un hombre de edad avanzada, vestido con una galabieh azul, la túnica tradicional sin
cuello ni cinturón, trepaba lentamente por la pendiente que conducía a las sepulturas.
Ateya se le unió y él le ofreció el brazo para ayudarla a cruzar aquellos últimos metros.
Una larga conversación en árabe se inició entonces entre el viejo y la muchacha. Luego,
él volvió a bajar hacia su aldea.
-La situación no tiene muy buen aspecto -reconoció-. La policía busca a algunos
miembros de la tribu de los mensajeros, sospechosos de robo. Actualmente, sus miembros se
desplazan sin cesar y desconfían de las autoridades. Sin embargo, uno de los grandes
guardianes del paraje de el-Bercheh, no lejos de aquí, tal vez acepte ayudarnos.
La necrópolis de el-Bercheh, lugar de inhumación de los sumos sacerdotes de Thot, el
rey del conocimiento, había sido devastada por los saqueadores. Los turistas eran escasos, y
la población desconfiaba.
Ateya y Mark subieron a lo alto de la colina donde se levantaba la tumba de Djehuti-
Hotep12, una de las pocas que no quedaron arruinadas por entero. Cuando el guardián
aceptó abrir la pesada reja de hierro, pudieron entrar a una capilla donde se contemplaba
una pasmosa escena: un verdadero ejército de hombres robustos tiraba de un coloso que
representaba al faraón sentado en majestad. La enorme estatua resbalaba por un camino de
limo constantemente regado con leche. Y las fórmulas mágicas permitirían llevarlo hasta el
templo.
El guardia aceptó hablar en privado con Ateya, fuera de la vista de los aldeanos. La
conversación que mantuvieron le pareció interminable a Mark.
Finalmente, Ateya regresó junto a él.
-Sabe donde acampa actualmente la tribu de los mensajeros y acepta guiarnos, a cambio
de una fuerte retribución.
-No hay ningún problema.
-Partiremos ahora mismo.
El trío abandonó el dominio de los sacerdotes de Thot y tomó el lecho de un uadi seco
que había excavado su recorrido entre dos colinas. Al abandonar el valle por el desierto,
Mark experimentó una verdadera angustia. El lugar era inquietante, piedras oscuras
absorbían la luz y parecían hostiles a toda presencia humana. Durante su ininterrumpido
caminar, el guía no pronunció ni una sola palabra. Cuando el sol se ponía y la temperatura
empezó a descender, se detuvo a la altura de una choza de piedra seca. En su interior vio dos
esteras y un hornillo.
-Beberemos té y dormiremos aquí -anunció Ateya.
Mientras el guía ponía agua a calentar, la egipcia y el norteamericano asistieron a la
desaparición del rojizo astro.
-Sobre todo, no salga de la cabaña -recomendó la muchacha-. Este lugar está infestado
de serpientes que merodean por la noche. El espectáculo es magnífico, ¿no es cierto? Pero
sigo preguntándome si el sol resucitará tras haberse enfrentado con los demonios del
imperio de los muertos.
-¿Su religión no implica la esperanza?
-¿Acaso es usted un incrédulo, señor Wilder?
-Hasta hace poco, sí. Desde mis primeros pasos por Egipto, tengo la impresión de que lo
invisible no está menos vivo que lo visible.
-¡Y sin duda no ha llegado usted al final de sus descubrimientos! Intente dormir, la
próxima jornada puede resultar agotadora.
Mark pensó en su padre, que a los dieciocho años había pasado muchos meses en esa
29
Tras un frugal almuerzo en compañía de los dignatarios de la tribu, que ese mismo día iba
a cambiar de campamento, Ateya y Mark se habían puesto de nuevo en camino hacia El
Cairo.
El norteamericano se sentía doblemente decepcionado. Por un lado, durante unos
instantes había creído que el jefe le entregaría los papiros de Tutankamón, y por otro, la
muchacha no le manifestaba demasiada simpatía, como si su presencia le fuera indiferente.
-El chófer lo dejará en el Mena House -anunció ella.
-¿No tendría que ver enseguida al abate Pacomio?
-Él se pondrá en contacto con usted.
-¿Cuándo podremos cenar juntos, Ateya?
-Lo siento, estoy muy ocupada. Comienza la temporada turística y debo guiar varios
grupos.
-Gracias por todo lo que me ha enseñado estos días. Hasta pronto, espero.
-Hágase según la voluntad de Dios.
Cuando Ateya hubo desaparecido, Mark se sintió muy solo. ¿Cómo conseguir
conmoverla, qué palabras pronunciar para revelarle sus sentimientos? Caída ya la noche,
salió del hotel para dirigirse a la llanura de las pirámides.
Una potente limusina se detuvo a su altura y de ella salieron tres hombres encapuchados
y armados con pistolas.
-¡Sube, rápido! -ordenó uno de ellos, empujándolo con violencia hacia el interior con la
ayuda de sus cómplices.
Mark ni siquiera tuvo tiempo de resistirse. No tenía la menor posibilidad de lograrlo, y
sólo habría obtenido algunos golpes a cambio si lo hubiera intentado. En dos segundos
estuvo amordazado y esposado; una venda le cubrió los ojos.
Durante un trayecto más bien corto, que recorrieron a gran velocidad con numerosos
frenazos y brutales acelerones, nadie pronunció ni una sola palabra.
Finalmente, la limusina se detuvo y arrancaron al norteamericano de su asiento para
hacerle entrar en un local cuya puerta chasqueó.
Una vez dentro, le obligaron a sentarse en una silla de madera y le quitaron la venda y la
mordaza, pero no las esposas. Ante él vio a un hombre de unos treinta años, de rostro
delicado y mirada inquisidora. La pequeña habitación de paredes pintadas de verde sólo
estaba iluminada por una agonizante bombilla.
-Se encuentra usted en un barrio que está por completo bajo mi control -declaró una voz
pausada-. Es inútil gritar o intentar huir. Si desea salir vivo de esta morada, responda con
franqueza a mis preguntas, empezando por la siguiente: ¿quién es usted realmente, señor
Wilder?
Aquello parecía el comienzo de una nueva pesadilla.
-Me llamo Mark Wilder y soy abogado. Soy norteamericano y estoy pasando unos días
de vacaciones en Egipto.
-Empieza usted mal. Sin duda no se da cuenta de la gravedad de la situación. Me llamo
Mahmud y pertenezco al movimiento revolucionario decidido a restablecer la justicia en
este país oprimido por un tirano. Quiero saber si es usted uno de los brazos armados de
Faruk.
-¿Yo? ¡De ningún modo!
-Y, sin embargo, el rey lo invitó a cenar en Le Scarabée.
-Desea que mi bufete se ocupe de algunos de sus asuntos.
-Su papel parece demasiado turbio -consideró Mahmud-. ¿Por qué salió de Egipto para ir
a Inglaterra? ¿Por qué regresó? ¿Cuál es su misión?
-Un simple viaje profesional a Londres.
-Tengo una explicación mejor, señor Wilder: es usted un espía al servicio de Faruk y de
Inglaterra, y fue a buscar órdenes de sus superiores. Gracias a la policía política del rey,
identificarán ustedes a los contestatarios y los eliminarán.
-¡Tonterías! Sólo soy un turista.
Mahmud sacó una pistola.
-Tengo prisa y detesto a los mentirosos. La primera bala destrozará su rodilla izquierda.
Es extremadamente doloroso y difícilmente reparable. La segunda, la derecha. Entonces ya
no podrá usted caminar. Si insiste en callar, no me será de utilidad alguna. Dispararé, pues,
la tercera en la frente, con la satisfacción de eliminar a un enemigo de la revolución.
Mahmud hablaba con una voz siniestramente sosegada; no parecía estar bromeando.
Mark debía soltar lastre, sin poner en peligro a Ateya ni al abate Pacomio.
-De acuerdo, no soy un turista ordinario. Según Winlock, un arqueólogo del
Metropolitan Museum, recientemente fallecido, al parecer soy hijo de una egipcia y de
Howard Cárter, el descubridor de la tumba de Tutankamón, quienes se vieron obligados a
ocultar mi nacimiento. Tuve la suerte de ser adoptado por una gente maravillosa. Hoy estoy
haciendo una peregrinación siguiendo las huellas de quien fue, tal vez, mi verdadero padre.
-Supongo que tendrá usted un objetivo concreto.
Mark vaciló, pero decidió decir la verdad, esperando satisfacer a su captor.
-Por supuesto. Busco pruebas, documentos desconocidos todavía y papiros procedentes
del tesoro de Tutankamón, que, al parecer, han desaparecido misteriosamente. De este
modo, prolongo la obra de Howard Cárter, aunque tenga pocas posibilidades de llegar a
buen puerto.
Mahmud caminó lentamente en torno a su prisionero.
-Muy interesante, señor Wilder, muy interesante. Parece ser usted un abogado
convincente, y tengo tendencia a creerlo, tan inverosímil parece esa verdad. Más que nada,
porque oculta otra. Sus contactos extremadamente discretos, en el cine Metro, por ejemplo,
con un hombre del que sé que es un espía. ¿Quién es y qué trabajo hace usted por su
cuenta?
Mahmud se encaró de nuevo a Mark y el cañón de la pistola apuntó a la rodilla
izquierda.
Mark no tenía elección. Era evidente: su torturador lo sabía todo.
-Ese hombre es un antiguo contacto de negocios. Se llama John, aunque su nombre varía
según los países donde trabaja. Hoy trabaja para la CIA, un servicio de espionaje
recientemente creado en Estados Unidos, y me ha pedido que le proporcione algunas
informaciones, aunque sean mínimas, sobre Faruk y su entorno a medida que vaya
estableciendo contacto. Aparentemente, Estados Unidos desaprueba el comportamiento del
rey y también el de los ingleses.
Por primera vez, el rostro de Mahmud se hizo menos severo, y enfundó de nuevo la
pistola.
-¿Puedo esperar una liberación rápida?
-Todavía no hemos llegado a ese punto. Debo informarle de que su padre practicó,
también, el peligroso juego del espionaje. En 1915, cuando comenzaba a excavar en el Valle
de los Reyes, fue reclutado por el Intelligence Department del War Office instalado en El
Cairo. Cárter era un anti alemán convencido, perfecto conocedor de Egipto y hablaba árabe:
era el sujeto ideal. Fue ascendido al grado de «mensajero del rey»; dicho de otro modo: se
encargaba de pasar correo oficial y documentos confidenciales. Sus misiones, que aún siguen
siendo un misterio, terminaron en octubre de 1917. Conozco, por lo menos, una de ellas:
buscar y preservar cualquier documento relativo a la presencia de los hebreos en Egipto y
con relación con lo narrado por la Biblia y la religión egipcia. Las autoridades políticas y
religiosas, tanto occidentales como orientales, no querían ver cómo aparecía un texto
susceptible de escandalizar a los creyentes y que pudiera provocar una guerra en la región.
-Los papiros de Tutankamón... ¿De modo que también usted los busca?
Mahmud evitó la mirada del prisionero.
-Si se da crédito a viejas supersticiones, sólo un hijo puede resucitar la memoria de su
padre y obtener el éxito donde los demás han fracasado. Cumplirá usted esa misión, señor
Wilder, pero trabajará también para mí, ya que necesito un contacto con la CIA: con su
amigo John.
-¡Ni hablar! Fui arrastrado a un torbellino del que quiero salir cuanto antes. Entiéndanse
ustedes con espías profesionales.
Mahmud sonrió.
-Su mejor y principal colaborador se llama Dutsy Malone. Se casó con una mujer
deliciosa que le dio dos hijos adorables. Me gustan mucho los niños, señor Wilder, y sentiría
mucho que les ocurriese algo malo. ¿Soy lo bastante claro?
-No... No se atreverá.
-Como usted, también yo tengo una misión que cumplir. O colabora, o...
El abogado miró fijamente al torturador.
-Usted gana.
Mahmud le quitó las esposas.
-Ahora sé que no intentará huir. Tengo que darle aún muchas explicaciones, pero El
Cairo no es el lugar apropiado. Salgamos hacia el sur.
30
Una jadeante limusina condujo a Mark de El Cairo a Mankabad, una aldea cercana a la
gran ciudad de Asiut. Cultivos, canales, el desierto y una cadena de montañas. Un paisaje
duro y atractivo a la vez donde trabajaban campesinos ayudados por sus asnos. Plácidas
hembras de búfalo se refrescaban en las charcas. Los inmensos rebaños de vacas de los
antiguos egipcios, cuidadosamente alimentados, habían desaparecido hacía ya mucho
tiempo. Mujeres vestidas con una túnica negra, veladas unas, con la cabeza desnuda otras,
transportaban vasijas de terracota llenas de alimentos. Los niños jugaban con muñecas de
trapo.
Mahmud hizo bajar al norteamericano y lo llevó hasta el jardincillo de una modesta casa.
Se sentaron en gastadas esteras puestas en el suelo y una chiquilla les sirvió ful.
-Judías rojas cocidas a fuego lento durante horas y horas, con cebollas, limón y comino -
explicó Mahmud-. Ningún egipcio podría prescindir de ellas.
A Mark no le disgustó el guiso. Al menos, era nutritivo. La chiquilla les sirvió cerveza
local.
-Estamos entre coptos, numerosos en la región. Más de un tercio de los campesinos son
cristianos, y la cohabitación con los musulmanes se degrada cada vez más. Ése será uno de
los grandes problemas del porvenir.
-¿Por qué me han traído aquí? -preguntó el abogado.
-Para hacerle comprender la importancia del cataclismo que se avecina y que corre el
riesgo de cambiar esta región y el mundo entero si permanecemos de brazos cruzados.
Como todos nosotros, señor Wilder, es usted un juguete del destino. Y, según una antigua
profecía que los verdaderos creyentes se toman muy en serio, un hombre llegado del sur
desempeñará un papel decisivo para liberar el país de la opresión. Debía, pues, conocer este
lugar, donde, hace ya muchos años, se prestó un solemne juramento.
Sirvieron té negro a Mahmud.
-El opio del pueblo y un regalo envenenado de los ingleses -estimó-. Procede de Ceilán;
nosotros bebemos mucho, demasiado, con el pretexto de que da energía. Los campesinos
gastan gran parte de su salario en procurárselo, y no quieren ni oír hablar de modificar sus
costumbres. Sin embargo, se anuncia un profundo cambio, y temo sus consecuencias. Lo
que voy a revelarle será usted el único occidental que lo sepa. El grupo de los Oficiales
Libres, decidido a tomar el poder, acaba de nombrar para encabezarlo al bravo y simpático
general Naguib, un héroe apreciado por el pueblo. Pero será sólo una marioneta de cuyos
hilos tirará el verdadero líder de los revolucionarios: Gamal Abdel Nasser13. Permanecerá a la
sombra el tiempo que sea necesario y se librará de Naguib en el momento que sea oportuno.
Nasser nació en Alejandría, el 15 de enero de 1918, pero la cuna familiar se encuentra en
Beni-Morr, muy cerca de aquí. Está impregnado de este paisaje, se alimenta de su fuerza. A
los ocho años perdió a su madre, a la que admiraba, y nunca perdonó a su padre, un cartero,
que le ocultara esa muerte durante varios meses y volviera a casarse muy pronto. Pese a un
profundo sentimiento de revuelta contra la sociedad, se lanzó a la carrera militar y leyó
mucho, especialmente sobre la Revolución francesa. Le fascinaba un personaje, la Pimpinela
Escarlata, adepto de la clandestinidad y capaz de actuar sin ser visto. Ya en 1935, Nasser
consideró que Egipto agonizaba y que era preciso lograr la independencia. Durante una
13 Sobre Nasser, véase J. Lacouture, Nasser, París, 1971; M. H. Heikal, Nasser, les documents du Caire, París, 1972; Jehanne
Sadate, Une femme d'Egypte, París, 1987; D. de Roux, Gamal Abdel Nasser, París, 2000; G. Sinoué, Le Colonel et l'Enfant-roi.
manifestación contra los ingleses, en El Cairo, una bala le rozó la frente. Pasó una noche en
prisión y conoció allí a otros jóvenes patriotas. Y fue aquí, en Mankabad, en enero de 1938,
donde reunió a algunos oficiales en torno a una comida en la que, como en la nuestra, se
sirvió ful y caña de azúcar.
-Formaba usted parte de los invitados, supongo.
-Todavía recuerdo el tono de su voz cuando pronunció las palabras decisivas: «Que este
momento sea histórico, pues ponemos las bases de un gran proyecto. Jurando permanecer
fieles a nuestra amistad, derribaremos los obstáculos». «Pura utopía», pensaron sin duda
algunos participantes. ¿No barría la Segunda Guerra Mundial todos aquellos hermosos
proyectos? En 1941, el propio Nasser se hundía en la desesperación. Tal vez se necesitarían
mil años para llevar a cabo la reforma. En febrero de 1942, cuando los ingleses trataron a
Faruk como a un lacayo, obligándolo a obedecerlos sin condiciones, el ejército egipcio se
sintió profundamente humillado. Naguib presentó incluso su dimisión al rey, que la rechazó.
Y Nasser sintió que un nuevo estado de ánimo estaba brotando entre los oficiales. El
juramento de Mankabad volvía a tomar cuerpo. El 15 de mayo de 1948, los ejércitos árabes
atacaron Israel, cuyo nacimiento había sido proclamado la víspera. Fue un desastre. Nasser
advirtió que los soldados egipcios, mal equipados, no habían sido enviados a la lucha sino al
matadero. A pesar de estar herido, se comportó de modo sobresaliente en la batalla de
Faluja, donde adquirió una certidumbre: el gran combate tendría lugar en Egipto. Pudo
discutirlo con oficiales israelíes, que en cambio habían conseguido obtener la independencia
de su patria. Nasser se juró imitarlos e ir más allá, creando una poderosa nación árabe
basada en una sola cultura, una sola lengua y un solo pueblo. Egipto será el corazón y el
centro de esta revolución. El armisticio firmado en febrero de 1949 con Israel sólo es, desde
su punto de vista, un cese momentáneo de los combates. Desde finales del verano de 1949,
multiplica las reuniones secretas para formar un verdadero estado mayor de los Oficiales
Libres, expulsar a los ingleses e imponer un nuevo gobierno.
-¿Adopta las tesis del comunismo? -preguntó Mark, a quien esos lugares cerrados, casi
hostiles, incomodaban.
-Nasser admira a Ataturk y a Estados Unidos; ante todo, es nacionalista y cree en Dios.
Según él, la teoría de la evolución no explica nada y, sobre todo, no el modo como se creó el
universo. Pero desea la victoria y utilizará todos los medios para obtenerla. Y sé que es capaz
de lograrlo.
-¿Por qué me facilita toda esta información? -se extrañó el abogado.
-Porque usted es el único hombre capaz de ayudarme. No soy musulmán, sino copto. Y
trabajo para los servicios secretos ingleses desde que tenía veinte años, pues esperaba que
Gran Bretaña traería la prosperidad a mi pueblo. Hoy, los contactos se han roto, y ningún
agente británico quiere escucharme ya. Nadie conoce el papel real de Nasser, nadie querría
creerme. Y no debo dar ningún paso en falso, so pena de ser suprimido. Usted, señor Wilder,
está en contacto con la CIA. Avise a Estados Unidos del peligro, que ellos adviertan a
Inglaterra y que se evite así el desastre. De lo contrario, la revolución se producirá y
terminará en un baño de sangre. Nasser llevará a Egipto al abismo, y la onda expansiva
alcanzará a Occidente. ¿Acepta usted ayudarme?
La angustia de Mahmud era perceptible.
-Hablaré con John -prometió el abogado.
-Gracias a usted, se salvarán miles de vidas. Será muy difícil que nos encontremos de
nuevo. Si tengo que transmitirle alguna información, le enviaré un limpiabotas o un
repartidor de pan. La contraseña será: «Tres mandarinas por un dólar».
-No soy un profesional -objetó Mark-, y...
-Por lo que se refiere a los papiros de Tutankamón, tengo que proporcionarle una valiosa
indicación. Tal vez el rey Faruk sepa bastante del tema. Para obtener informaciones serias,
tendrá usted que pasar por un curioso personaje: Etienne Drioton. Es, en cierto modo, el
egiptólogo oficial del régimen y amigo de Faruk. Es francés y posee una ocupación
particular: es canónigo. Encuéntrelo e intente hacerlo hablar. Ahora me veré obligado a
maltratarlo un poco para poner fin a este largo interrogatorio. Luego lo soltaremos con
bastante brutalidad cerca de su hotel. Para mi jerarquía, usted sólo será un hombre de
negocios ordinario, deseoso de hacer chanchullos con el rey, como tantos otros.
31
El Mena House tenía el aspecto de un pequeño paraíso a las puertas del desierto, bajo la
protección de la Gran Pirámide de Keops. Allí se olvidaba la cara oscura de la humanidad
para soñar con la edad de oro donde las serpientes no mordían.
Pero aquella magia ya no existe, y Mark debía admitir el balance negativo de su estancia
en Egipto. El momento acababa de abandonar esa fantasmagoría.
¿Quién era realmente? Un brillante abogado mercantil neoyorquino al que su éxito
ofrecía la perspectiva de una carrera política. Muy pronto probaría los juegos del poder.
¿El, hijo de Howard Cárter, el descubridor de la tumba de Tutankamón? No tenía la
menor prueba, sólo algunos interrogantes y el hábil discurso de un viejo cura copto, un
genio de la manipulación. ¿Y los papiros no encontrados, esos documentos esenciales de
explosivo contenido? Pura invención.
John y Mahmud eran también unos manipuladores, y Mark ya no aceptaba servirles de
marioneta. Sin duda ambos mentían, y el reinado de Faruk proseguiría bajo el signo de la
corrupción y el yugo del ejército británico.
¡Y el tal John le imputaba la responsabilidad de las guerras mundiales y de sus víctimas!
El no era el salvador de la humanidad, no estaba destinado a predicar la buena nueva entre
todos los cabronazos del planeta.
En resumen, regresaría a la razón y a la normalidad.
Mark apuró su whisky y volvió a su habitación para hacer la maleta. Dentro de unas
horas estaría en Nueva York, estudiaría complacido los nuevos expedientes y le ofrecería a
Dutsy una cena por todo lo alto.
Llamaron a la puerta y Mark abrió.
Era Ateya. Llevaba un vestido rojo y un fino collar de oro, digno de las sacerdotisas del
Antiguo Egipto.
Sus ojos estaban animados por una extraña emoción, su voz temblaba levemente.
-La recepción me ha avisado de que acaba de tener usted un accidente.
-Nada grave.
-¿Puedo... puedo entrar?
-Por supuesto, siéntese. ¿Quiere beber algo?
-No, gracias.
-Permítame que le ofrezca una copa de champán, a modo de despedida de Egipto.
La muchacha pareció derrumbarse.
-No... No comprendo.
-¡Claro que sí, Ateya! Hago la maleta, tomo el avión y regreso a casa. Allí me esperan.
-No se trataba de un accidente, sino de una agresión -afirmó ella-. Han intentado
suprimirlo y tiene usted miedo, ¿verdad?
-¿Miedo, yo? ¡En absoluto! Sencillamente estoy harto de ser manipulado como una
marioneta y tengo ganas de recuperar una vida normal. ¿Puede comprenderlo?
-No.
La cortante respuesta de Ateya sorprendió al abogado.
-Yo -reconoció ella- he temido por usted, y comprendo que la carga que gravita sobre sus
hombros es muy pesada. Pero ésa no es razón suficiente para renunciar a la tarea que se le
ha confiado y que supera el mediocre marco de su pequeña existencia. El dinero, el poder, la
gloria, las mujeres... ¿Es ése su horizonte, señor Wilder? ¡Qué grandioso es, sobre todo
cuando se ha tenido la posibilidad de explorar otros paisajes!
La cólera de Ateya lo trastornó.
Había intentado borrarla de su mente, huir enseguida para no seguir pensando en ese
amor imposible, y ella aparecía de pronto como una tempestad devastadora.
-Tengo una profesión y obligaciones -recordó-, y...
-¿Acaso la primera de sus obligaciones no consiste en encontrar los papiros de
Tutankamón? Al parecer, dio usted su palabra. Aunque la palabra de un abogado...
-¡No le permito...!
-Adiós, señor Wilder.
-No, por favor, quédese.
-¿Por qué tendría que obedecerle?
-Porque ha temido usted por mí. Me han raptado y me han amenazado, pero no es el
peligro lo que me hace renunciar.
La profunda mirada de Ateya lo desafió.
-¿Cuál es entonces la causa de su cobardía?
-¿Acepta una copa de champán? -Ella siguió mirándole-. Este torbellino me agota, eso es
todo, y necesito recuperar mis puntos de referencia.
-Es natural, pero no le servirá de mucho regresar a Nueva York. Al contrario, prosiga su
búsqueda: sólo avanzando recuperará usted el equilibrio. El abate Pacomio le aguarda.
-Ateya...
Ella bebió lentamente el líquido dorado y burbujeante. Mark, por su parte, vació su copa
a largos tragos.
En realidad, nunca había sentido ganas de abandonar Egipto. Nunca podría haber
partido sin volver a verla, y ella había acudido. Ella, cuya emoción, por unos instantes al
menos, no había sido fingida.
-¿Qué decide usted, señor Wilder?
-La sigo.
-Termine de hacer el equipaje, pague su cuenta y pida un taxi para ir al aeropuerto. Le
esperaré allí y le llevaré a su nuevo alojamiento. Tenemos que despistar a sus perseguidores.
Luego iremos a ver al abate Pacomio.
Sin más explicaciones, salió de la habitación.
Mark Wilder ya no era dueño de su vida.
33
Las operaciones de traslado se habían llevado a cabo sin ningún incidente. Mark había
dejado sus maletas en un hermoso apartamento del elegante barrio de Zamalek, donde los
europeos se mezclaban con los ricos cairotas.
-El edificio pertenece a uno de mis amigos -reveló Ateya-. Yo vivo justo encima.
-Gracias por esa prueba de confianza. Me siento muy conmovido.
Ella sonrió con una dulzura casi cómplice.
-No perdamos tiempo.
Un nuevo taxi, conducido por un copto, llevó a Ateya y al norteamericano hasta las
proximidades de la sinagoga de Ben Ezra. En su patio trasero estaba el abate Pacomio,
meditando junto a un pozo.
-¿Está usted bien instalado, Mark?
-Perfectamente.
-Observe con detenimiento este modesto pozo. Aquí, la hija de un faraón recogió la
canastilla de Moisés, preservado por la voluntad del Señor y las aguas del Nilo. Llevó al niño
a su ilustre padre, Akenatón, que le transmitió la sabiduría de los egipcios y lo inició en los
misterios del Dios único. En el templo, iluminado por la belleza de la reina Nefertiti, Moisés
trató al joven Tutankamón, encargado de preservar los secretos esenciales del pensamiento
egipcio y de una historia que nos concierne a todos. Todo se decidió en Egipto, Mark, y todo
seguirá decidiéndose aquí. ¿Sabía usted que Ibn Tulun, a quien se consagró la mezquita más
hermosa de El Cairo, trajo del monte Ararat un fragmento del arca de Noé en el que se
revelaba la totalidad del Corán14? Aquí, todo está vinculado. Y los papiros de Tutankamón
son, a la vez, la clave del pasado y la fuente del porvenir. Sólo el hijo de Howard Cárter,
heredero del espíritu de su padre, podrá encontrarlos y disipar las tinieblas.
-No estoy seguro de eso -objetó Mark-. Hasta ahora, he seguido sus directrices sin
ahorrar esfuerzos y no he conseguido el menor resultado. Si esos papiros existieron en
realidad, alguien debió de destruirlos. Es inútil perseguir una quimera.
-Al parecer, los recientes acontecimientos le han afectado.
-¡Detesto parecerme a una brizna de paja arrastrada al albur de los vientos! Usted supo
mostrarse muy convincente, abate, y me manipuló con consumada habilidad. Lo reconozco,
casi acabé creyendo la hermosa leyenda de la que me convertía en protagonista. Y luego, los
servicios secretos, si efectivamente se trata de eso, intervinieron y quieren que me enrede en
sus chanchullos. Algo indigesto, ¿no? Eso ya pasa de la raya.
-¿Acaso no confía en la CIA y en su viejo amigo John?
Mark se quedó atónito unos instantes.
-¿Lo... lo conoce usted?
-Dada la importancia de la partida que tenemos entre manos, ignorar la existencia de los
principales participantes sería una falta grave.
-¡No me diga que también usted pertenece a la CIA!
-Mi cofradía es mucho más antigua, Mark, y utiliza otras armas. Nunca he visto a su viejo
amigo John pero, gracias a usted, lo conozco muy bien. Cree en su misión, que consiste en
desarrollar la influencia norteamericana en Egipto. Y hay que controlar a Faruk, apartar
progresivamente a los ingleses y no permitir que emerja una corriente destructora y
antioccidental, como la de los Hermanos Musulmanes. Compleja tarea y azarosa estrategia,
14 Según el historiador árabe Maqrizi. Ibn Tulun (835-884) fundó la dinastía de los Tulunidas que reinó en Egipto.
en la que usted desempeña un papel nada desdeñable. John lo estima, pero la necesidad
dictará su ley Y si es preciso sacrificarlo por el superior interés de Estados Unidos, no
vacilará. Es su deber saber utilizarlo para que actúe de un modo positivo evitando un baño
de sangre, especialmente transmitiéndole las importantísimas informaciones que le ofrece
Mahmud, el emisario oculto de los Oficiales Libres.
-Mahmud... ¡También lo conoce a él!
-Todos le creen musulmán y pro revolucionario, cuando en realidad es copto y un agente
infiltrado al servicio de los británicos. Desgraciadamente, su empleador ya no confía en él y
no cree en la capacidad de los Oficiales Libres, que son considerados unos hipócritas. El
ejército inglés controla la zona del canal de Suez, y la policía de Faruk hace reinar el orden.
Dado que participa en las reuniones secretas de los Oficiales Libres, al nivel más alto,
Mahmud no puede correr el menor riesgo. En adelante, debe evitar cualquier contacto con
los agentes ingleses, identificados todos ellos e incapaces de comprender la evolución de la
situación. Nasser no es un bromista ni un soñador, sino un planificador obstinado y un
empecinado trabajador. En la sombra, teje una red cada vez más poderosa. Al decirle la
verdad, Mahmud se expuso de un modo insensato. Pero ama Egipto y teme una carnicería.
Ahora, Mark, se ha convertido usted en el hombre clave de un drama que lo supera.
-¡Ni hablar!
Unos gavilanes sobrevolaron el patio trasero de la sinagoga. El abate Pacomio levantó los
ojos y contempló largo rato el cielo, como si conociera los caminos de aquellos herederos de
Horas. Luego sonrió.
-¿Cree que aún está a tiempo de rebelarse?
-Soy un hombre libre y puedo romper cualquier cadena tomando el avión, mañana
mismo, hacia Nueva York.
-Esas niñerías no son dignas de usted, Mark. Al venir a mí, al aceptar saber quién es
realmente y al darme su palabra de encontrar los papiros de Tutankamón, que su padre
prefería dejar al abrigo de las miradas, estableció usted indestructibles vínculos con Egipto, y
lo sabe muy bien. Entonces, ¿por qué exclamarse en vez de actuar?
Mark Wilder parecía un boxeador aturdido. En pocas palabras, el viejo abate acababa de
asestarle una verdad que él se negaba a reconocer.
-No confunda independencia y libertad -recomendó Pacomio-. Sólo es usted realmente
libre en el privilegiado momento en que ya no tiene elección. Y usted ya no tiene elección.
Al avanzar por el camino de la verdad, el único que tiene corazón y pone nuestra condición
humana en su justo lugar, decidió usted participar en el combate que vale la pena, el de la
luz contra las tinieblas. No esperaba menos del hijo de Howard Cárter: a él no hubo nada
que le hiciera renunciar.
Mark cerró los ojos.
Las palabras de aquel religioso de otros tiempos tenían el poder de una bomba
devastadora. Y ni siquiera toda su habilidad de abogado le proporcionaba argumentos que
oponer.
-Tengo la sensación de que aún se le escapan algunos aspectos muy importantes -añadió
el abate-. Por eso debemos regresar al museo de El Cairo. Tutankamón aún no ha terminado
de sorprenderle.
34
Las salas del museo de El Cairo donde se exponían los sarcófagos y los objetos procedentes
de la tumba del dignatario Yuya y de su esposa Tuya estaban desiertas. Aun así, su estilo
impresionó a Mark: guardaban un enorme parecido con el de los tesoros de Tutankamón. El
mismo mobiliario, la misma perfección de las formas. ¡Y nadie se detenía allí, como si
aquellas obras maestras fueran invisibles! ¿Acaso algún velo mágico las mantenía al abrigo
de miradas profanas?
-Una tradición proscrita por los egiptólogos afirma que Yuya es la transcripción egipcia
del nombre de José -indicó el abate Pacomio-. Obligado a exiliarse en Egipto, se convirtió en
primer ministro de Tutmosis IV y sirvió a Amenhotep III, el padre de Akenatón. Superó la
edad de cien años y acondicionó el Fayyum, a un centenar de kilómetros al sur de El Cairo,
suprimiendo la desordenada vegetación para crear una vasta campiña fértil gracias a la
apertura de un canal, el Bahr el-Yusuf, cuyo nombre recuerda su hazaña. Según la Biblia15, la
momia de José fue depositada en un sarcófago y gozó, dado su rango, de un ajuar funerario
excepcional, el que tiene usted ante los ojos16.
-¿Un hebreo, primer ministro del faraón? -preguntó Mark, sorprendido.
-En Egipto no hubo racismo ni guerras de religión -recordó el abate Pacomio-. Los
hebreos y los egipcios convivían en paz; sólo contaba la calidad de la persona. Esta verdad es
hoy tan revolucionaria que contrariaría muchas ambiciones políticas, tanto en Oriente como
en Occidente. La eterna morada de José y su esposa se excavó en el Valle de los Reyes, un
honor reservado a algunos seres excepcionales.
-¿Los papiros de Tutankamón contienen, acaso, la prueba de lo que está usted diciendo?
-Es de suponer, Mark, y eso es sólo un detalle. Según un sacerdote egipcio, Manethon,
en la época de Tutankamón, tras los «trece años fatales» del reinado de Akenatón, se
produjo el éxodo de los hebreos, conducidos por un tal Moisés, que se había vuelto un
fanático y predicaba un monoteísmo destructor. Expulsado por el rey, se habría puesto a la
cabeza de una fracción que, durante su vagabundeo, lamentó siempre haber abandonado la
tierra de los faraones.
-La verdadera historia de José, de Moisés y del Éxodo... ¿Ése es el secreto de los papiros
de Tutankamón?
-No únicamente -afirmó el abate Pacomio-. Sé dónde se encontraban antes de que su
padre los sacara a la luz, y voy a mostrarle cómo un tesoro puede albergar otro tesoro.
Los dos hombres abandonaron las salas del museo consagradas a Yuya y Tuya y se
dirigieron a las que albergaban las maravillas extraídas de la tumba de Tutankamón. La
mayoría de los visitantes no creían lo que estaban viendo. Y algunos no lograban apartar sus
ojos de la máscara de oro, del sarcófago, de las joyas y de tantas obras maestras.
El abate Pacomio hizo contemplar a Mark las cuatro capillas de madera dorada que
habían sido encajadas en la tumba para, aparentemente, formar una sola.
-Al abrir la puerta de estas capillas, su padre tuvo la impresión de profanar un lugar
sagrado, y dudó un largo rato antes de romper los sellos, intactos aún. Protegían el sarcófago
del faraón, constituido a su vez por tres elementos. Se afirmaba así la omnipotencia del
número «siete», símbolo del secreto de la vida. Al ver estos prodigiosos santuarios, Mark,
¿no piensa usted en otro tesoro muy buscado?
-Se trata de...
-Del Arca de la Alianza, en efecto. Merton, el corresponsal del Times autorizado a entrar
en la tumba de Tutankamón, la identificó inmediatamente. Desde su punto de vista, no
cabía duda: el faraón se había apoderado del supremo tesoro de los hebreos, y nunca el Valle
de los Reyes había albergado una riqueza tan importante. He aquí por qué la tumba, tan
distinta de las demás sepulturas reales, había sido cuidadosamente ocultada. Y fue necesario
todo el ingenio y toda la perseverancia de su padre para descubrirlo. La tradición afirma que
el Arca de la Alianza no era un cofre único, sino que estaba formado por varios cofres de oro
encajados unos en otros. Aquí los tiene, Mark, ante sus ojos. Miles de curiosos los admiran,
pero nadie los ve. Y el mensaje revelado en estas paredes de oro sigue siendo inaccesible.
El abate llamó la atención de Mark sobre algunas enigmáticas representaciones, como
un hombre de pie, con la cabeza y los pies rodeados por un círculo de energía formado por
el cuerpo de una serpiente, mientras brotaba una forma de alma: un pájaro con cabeza de
carnero y brazos humanos.
Luego insistió en una sorprendente escena donde se asistía a algunas mutaciones de la
luz y de las potencias cósmicas que permitían que se llevara a cabo el proceso de
resurrección17.
-Más allá de su nada desdeñable interés histórico -añadió Pacomio-, los papiros de
Tutankamón nos ofrecían la clave para leer estos símbolos y, por consiguiente, el medio de
acceder al secreto de la luz creadora y de la vida eterna. ¿Comprende ahora la importancia
del envite?
Mark quedó fascinado.
-¡De ese modo, todo se desvelaba y, sin embargo, seguía siendo misterioso!
Pensó en su padre, que, por su parte, tal vez había tenido la suerte de descifrar aquellos
enigmas. ¿No era ésa la razón principal por la que, al cabo de una inmensa labor, se había
encerrado en el silencio y no había emprendido ya excavación alguna?
El abogado hubiera querido pasar días enteros empapándose del mensaje de aquellas
cuatro capillas que sólo formaban una, pero sintió la urgencia y la importancia de su
búsqueda. Encontrar los papiros equivalía a obtener el código.
-Mahmud me habló de un canónigo francés, Drioton, egiptólogo también y muy
vinculado a Faruk. Tal vez nos proporcionen valiosas informaciones, sobre todo si el rey está
interesado de un modo u otro en los papiros de Tutankamón.
El abate Pacomio pareció inquietarse.
-Es una pista peligrosa, aunque hay que seguirla. Le conseguiré una cita.
17 Véase A. Piankoff, The shrines of Tut-Ankh-Amon, Nueva York, 1955, pp. 122 y 128 (segunda capilla).
35
Al abrir los ojos, Mark intentó reunir los jirones de su maravilloso sueño para no olvidar ni
uno solo de ellos.
Naturalmente, esa noche de amor no había existido nunca.
Y sin embargo, Ateya estaba allí, desnuda, de pie ante la ventana, admirando la salida del
sol.
El sueño no se quebró.
Se levantó y la tomó en sus brazos.
-Creo que es algo muy serio, Mark. Serás mi único amor. Según los antiguos egipcios,
cuando un hombre y una mujer viven bajo el mismo techo, están casados.
-Tú eres cristiana, ¿no deberíamos pedir al abate Pacomio que regularizara la situación?
Ella sonrió.
-Convertirme en tu esposa... ¿No estarás pensando en eso?
-Serás mi único amor, Ateya.
Tanto el uno como el otro sabían que no hablaban a la ligera. Más allá de la unión de los
cuerpos y de la fiesta del deseo, un vínculo inalterable acababa de crearse entre ambos.
-Ya no somos unos adolescentes -objetó ella-. Tu vida está en Nueva York, la mía aquí.
-Mi vida, no: sólo mi trabajo. Y tú eres mucho más importante que cualquier carrera.
Se abrazaron apasionadamente.
-Cómo me gustaría creerte -murmuró ella.
-Te digo la verdad, Ateya. Para demostrártelo, llevaré a cabo la misión que se me ha
confiado. Luego, edificaremos juntos nuestra vida.
Ateya y Mark caminaban hacia un restaurante del centro cuando un vendedor de tortas
se dirigió al norteamericano.
-Tres mandarinas por un dólar.
En árabe, mandarina se decía Yussef Efendi, «señor José», pues éste era considerado el
responsable de la introducción de esa fruta en Egipto. Mark pensó en el José de la Biblia, tal
vez enterrado en el Valle de los Reyes, y sobre todo en Mahmud, que de aquel modo acababa
de ponerse en contacto con él.
-Sígame hasta la berlina negra, en la esquina de la calle -exigió el mercader.
El abogado miró a Ateya.
-No puedo negarme.
Sus manos se estrecharon con fuerza, sus miradas se unieron.
Mark subió a la parte trasera de la berlina.
Mahmud tenía el semblante hosco.
-Vamos a casa de Jimmy -ordenó al conductor, que arrancó de inmediato.
El coche intentó abrirse paso en un monstruoso atasco provocado por el choque frontal
entre un autobús atestado y un camión que transportaba sacos de cemento.
-Nuestro chófer no habla ni una sola palabra de inglés -advirtió Mahmud, utilizando esa
lengua-. Lo llevo a casa de Nasser, quiere verle.
-¿Por qué razón?
-Uno de mis informadores le habló de una de nuestras entrevistas, y Nasser me preguntó
por usted. Le dije quién era y qué relación nos unía. Puesto que busca contactos en todas
partes, especialmente entre los norteamericanos, quiere asegurarse de que es usted un
elemento seguro, apto para comprender bien su causa.
-Supongo que el encuentro no carece de riesgos.
-Todo lo que se refiere a Nasser supone un peligro -aceptó Mahmud-, Pero no tiene
usted elección.
Mark no protestó. El amor de Ateya le hacía invencible, y tenía ganas de conocer al
hombre decidido a hacer temblar a Faruk.
-¿Se ha puesto en contacto con el canónigo Drioton? -preguntó Mahmud.
-Todavía no. Al parecer, siente usted pasión por esa historia de los papiros.
-Si su contenido puede provocar un desastre, más valdrá evitar que reaparezcan.
-¿Y si, por el contrario, permitiera evitarlo?
-Entonces, encuéntrelos cuanto antes.
-¿Cómo debo comportarme ante Nasser?
-¿Acaso un abogado no sabe adaptarse a todas las situaciones? Desconfíe: es astuto y
perspicaz. Sobre todo no le subestime y no intente engañarle con piruetas verbales.
Muéstrese preciso y decidido, sin ambages. ¿Ha transmitido ya las informaciones a la CIA?
-Mi amigo John comienza a estudiarlas18.
La berlina se detuvo a una buena distancia del domicilio de Jimmy, el nombre en clave
de Nasser. Bajo la protección de varios hombres armados, Mahmud y Mark Wilder
efectuaron a pie el resto del trayecto hasta una casa de Manchiet el-Bakri, un barrio de El
Cairo. Se había convertido en el cuartel general de la revolución, vigilado día y noche por los
centinelas. Nasser almacenaba allí armas y se reunía con sus colaboradores más cercanos
para establecer del mejor modo sus planes de combate.
Modestamente amueblada, la morada tenía, sin embargo, la comodidad aceptable para
un teniente coronel atraído por Occidente que se imponía un deber de austeridad pero no
renunciaba al obligatorio sofá, a los almohadones ni a la sala de huéspedes tradicional.
Oficialmente, el dueño de la casa recibía de buena gana a viejos amigos, ejerciendo el
sentido de la hospitalidad tan característico de los egipcios. Y pretendían entregarse a
sesiones de espiritismo.
La policía de Faruk no había advertido nada sospechoso, y Nasser seguía siendo un
perfecto desconocido.
Sin embargo, en cuanto Mark le vio, tomó conciencia del poder físico y psíquico de aquel
coloso de un metro ochenta y cuatro. Su mirada y su nariz eran las de un águila dispuesta a
lanzarse sobre su presa, sin dejarle la menor posibilidad de escapar.
-Celebro recibirle en mi casa -dijo Nasser con una inquietante sonrisita-. Siéntese. ¿Té?
-Con mucho gusto.
El abogado se preguntó si saldría vivo de aquel antro, una especie de colmena donde
trabajaban sin descanso los partidarios del jefe oculto de la revolución.
-¿Es usted amigo de Faruk, señor Wilder?
-Fui invitado a su boda y cené con él en Le Scarabée, en compañía de Pulli. Desea
confiarme algunos casos.
-Acepte -le recomendó Nasser-. De lo contrario, desconfiará de usted y le causará
problemas. ¿Qué opina Estados Unidos de la situación egipcia?
-Le falta información y se limita a las apariencias: un rey que controla el país mientras el
canal de Suez, un elemento vital para la economía, sigue en manos de los ingleses.
-¿Acaso se le ha escapado la humillación del ejército?
-¿Puede oponerse realmente a las fuerzas británicas? Estados Unidos cree en la
democracia y en la emancipación de los pueblos. Cualquier movimiento que discurra en esa
dirección será apoyado.
18 Sobre los contactos de los Oficiales Libres con la CIA, véase Miles Copeland, The Game ofNations, Nueva York, 1969.
-No piensen en exportar a Egipto su modelo democrático -le interrumpió Nasser-. Dar
libertades a mi pueblo equivaldría a soltar a unos chiquillos en plena calle, serían aplastados
muy pronto. Lo que necesitamos es el fin de la tiranía, el regreso al nacionalismo y al islam
tradicional, descartando la violencia. Podemos conseguirlo, siempre que seamos escuchados
y comprendidos. Dada su posición de jurista y político, ¿acepta transmitir mi proyecto a las
autoridades norteamericanas y pedirles, como mínimo, una estricta neutralidad?
-Acepto.
-Los norteamericanos y los ingleses son fieles aliados, ¿no es cierto? Y sin embargo, éstos
nos ocupan y nos oprimen. Es una injusticia intolerable. Si Estados Unidos lo admite, le
estaré agradecido.
-También se lo haré saber.
-Sea un mensajero eficaz, señor Wilder, y creo que nos ayudará a evitar una tragedia.
Convénzase, sobre todo, de que iré hasta el final, suceda lo que suceda.
37
El canónigo Drioton era un hombre grueso y jovial, de los que saludan con un franco
apretón de manos. Había cambiado el tarbush oficial, ni demasiado alto ni demasiado bajo,
por una boina, y fumaba en pipa. Su traje colonial, de corte clásico, se adornaba con una
corbata de un rojo vivo, y nadie sospechaba que aquel alto funcionario de un Estado
musulmán había recibido la autorización de la jerarquía romana para llevar ropa profana.
Drioton recibió cálidamente a su antiguo amigo Pacomio y a Mark Wilder. Les presentó
a las dos mujeres que cuidaban de su vivienda oficial, su madre y una de sus hermanas, una
religiosa secularizada. La madre del canónigo, de origen borgoñón, era una cocinera
excepcional, y quienes tenían la suerte de ser invitados a su mesa guardaban de ella un grato
recuerdo. El clan Drioton tenía fama de goloso, y también cierta tendencia a engordar.
-¿Cómo se encuentra usted, estimado Pacomio?
-Estupendamente, mi querido canónigo.
-Creo que usted y su amigo disfrutarán mucho. Tras algunos entrantes, mi madre les
hará probar un pato con aceitunas acompañado por una salsa que es su especialidad. ¿A qué
debo el honor de este encuentro con un nuevo comensal?
-Mark Wilder es un gran abogado y político norteamericano apasionado de Egipto y
quería conocerlo.
-¡Me halaga usted, señor Wilder! Soy sólo un modesto investigador al servicio de la
egiptología, esa ciencia magnífica y compleja que nos permite descifrar una civilización
prodigiosa. ¿Qué les parecería un dedo de meursault como aperitivo? Luego proseguiremos
con el borgoña tinto.
-Está usted bien instalado -observó Mark.
-¡Ah, incluso he convivido con los más ilustres huéspedes! Poco tiempo después de mi
llegada, se almacenaron aquí algunos sarcófagos de reyes y reinas. Todas las mañanas decía
misa en su presencia, con la esperanza de no molestarlos demasiado. Casi lamenté su
partida, tan cercanos me parecían esos silenciosos fieles.
La reputación de la señora Drioton no era exagerada. Ni siquiera un asceta llegado de lo
más profundo del desierto podría haber resistido el talento de la cocinera.
-¿Le interesa a usted algo en especial, señor Wilder? -preguntó el canónigo.
-Los tesoros de Tutankamón.
-¡Dios mío, lo comprendo perfectamente! El descubrimiento de Howard Cárter
deslumhró al mundo entero. Por desgracia, tantos años después, el estudio a fondo de esas
maravillas está muy lejos de haber concluido.
-Hablé con sir Alan Gardiner, en Londres, y deploró que Cárter no hubiera conseguido
publicar un estudio científico que hiciera justicia a su titánico trabajo.
-Había seis volúmenes previstos, en efecto. Gardiner está en contacto con las
autoridades egipcias para lograr que el proyecto se consuma, pero estamos en Oriente,
donde el arte de la paciencia alcanza su máximo apogeo.
-Mi curiosidad se refiere sobre todo a los papiros -concretó Mark.
Por unos instantes, el tenedor del canónigo permaneció suspendido en el aire.
-¿Qué papiros?
-Los que se conservaban en la tumba de Tutankamón.
-¡Está usted confundido, señor Wilder! Cárter esperaba encontrarlos, pero quedó
cruelmente decepcionado. ¡No halló la menor hoja de papiro!
-¿Sabía Howard Cárter interpretar los jeroglíficos?
-Era un autodidacta, supremo crimen para los universitarios.
No dejaron de calumniarlo, de tratarlo de ignorante, cuando leía perfectamente los
jeroglíficos y era capaz de escribirlos también.
En el álbum de un director de irrigación19 escribió incluso, en mayo de 1919, una
dedicatoria inspirada en un antiguo texto a las «potencias (kan) de su casa». Pobre Cárter...
Su carácter íntegro y su negativa a hacer concesiones le valieron muchas jugarretas.
-Y por lo que se refiere a los eventuales papiros de Tutankamón, ¿no tiene usted, pues,
ninguna duda?
-Ninguna -afirmó Drioton-. Olvide esa quimera y conságrese mejor a las verdaderas
obras maestras. No creerá usted en la maldición del faraón, ¿verdad? ¡Qué historia tan
absurda! Evidentemente, cuando la prensa publicó las terroríficas fórmulas contra los
profanadores, todo el mundo se echó a temblar. Todavía las recuerdo: «Aniquilados sean
quienes mancillan mi nombre y mi tumba, destruiré a quien cruce el umbral de mi sagrada
morada, yo, que vivo eternamente. Las alas de la muerte golpearán a los saqueadores».
Impresionante, ¿no es cierto? Pero hay un detalle molesto: los textos son puras invenciones
de periodistas y ocultistas amantes del sensacionalismo. Ni una sola de esas frases figura en
la tumba o en los objetos que ésta contenía. Esa tomadura de pelo perjudicó mucho a Cárter.
Le acusaron de explotar la credulidad humana para convertirse en una estrella del momento.
-¿No perecieron en extrañas circunstancias algunos miembros del equipo de Cárter? -
preguntó Mark.
-¡De ningún modo! -replicó Drioton-. Gardiner, que estudió las inscripciones de la
tumba, sigue todavía en pie y tiene una vista de lince, usted mismo lo habrá comprobado. Y
el doctor Derry, que se encargó de la autopsia de la momia, está vivito y coleando. El
fotógrafo Harry Burton, muy amigo de Cárter, murió en 1940, a la edad de sesenta y un años.
¡Y podría enumerarle todos los demás casos! No preste atención alguna a esas tonterías. Sólo
estaban destinadas a hacer vender papel y dañaron la reputación de Cárter.
-¿Los arqueólogos disimulan alguna vez sus hallazgos?
Drioton se atragantó. Un vaso de borgoña hizo pasar el bocado de pato y le permitió
recuperar el aliento.
-No comprendo su pregunta.
-Supongamos que un descubrimiento fuera demasiado... explosivo. Si el científico se
siente responsable de las consecuencias que puede tener si sale a la luz, ¿no impone la ley
del silencio?
-Con frecuencia hay retrasos en las publicaciones, debidos a circunstancias materiales -
admitió Drioton-, pero nada más. ¿En qué ejemplo concreto está usted pensando?
-En los papiros de Tutankamón. Si contienen revelaciones que pueden poner en peligro
el equilibrio en la región, o incluso algo más, ¿no sería la mejor solución ponerlos en un
lugar seguro, lejos de las miradas indiscretas?
-Eso es del todo inverosímil -consideró el canónigo-. Sobre todo porque no han existido
nunca. Probemos los postres preparados por mi madre: natillas caramelizadas y suflé de
limón. Y tengo en reserva un viejo armañac destinado a mis huéspedes distinguidos.
El abate Pacomio, que guardaba un extraño silencio, parecía estar disfrutando.
-He iniciado el estudio de los archivos de Cárter -reveló Mark-. Después de Estados
Unidos e Inglaterra, continuaré por Egipto. Supongo que el museo de El Cairo posee
numerosos documentos.
-En efecto -reconoció Drioton.
19 Se trata de Gino Antonio Lucovich. El texto fue publicado por T. G. H. James, The Path to Tutankhamun, Londres, 1992,
p. 206.
-¿Podría tener acceso a ellos?
-En teoría, ¿por qué no...? Pero el museo es el museo, una verdadera cueva de Alí Babá
donde a veces es difícil aclararse.
-Imagino la magnitud de sus muchas tareas, señor canónigo, y lamentaría mucho
molestarle. De un modo u otro, y sin perder tiempo, ¿aceptaría usted ayudarme?
-Claro, claro... Pediré una autorización. Pero ¡no sea demasiado impaciente! Hay que
obtener el acuerdo de distintos responsables y, sobre todo, echar mano a los archivos en
cuestión. Con tacto y paciencia, tenemos posibilidades de lograrlo.
-Me gustaría solicitar otro favor.
Drioton frunció el ceño.
-Su reputación de especialista en criptografía egipcia ha cruzado las fronteras. ¿Podría
usted mostrarme cómo consigue leer un texto en escritura enigmática?
Una amplia sonrisa animó el rostro del canónigo.
-Un momento.
El hombre abandonó la mesa y, con paso rápido, se dirigió a su despacho, de donde
regresó llevando un escarabeo de loza.
Mientras saboreaba el armañac, descifró el texto inscrito en la parte plana del escarabeo:
votos de felicidad y larga vida destinados al faraón.
39
En la biblioteca del abate Pacomio reinaba una extraña atmósfera que Mark no había
advertido en ninguna otra parte. Sus miles de libros antiguos no eran objetos inertes sino,
más bien, atentos guardianes, encargados de proteger una sabiduría que escapaba a los
acontecimientos profanos.
-¿Realmente la maldición de Tutankamón es sólo una tontería? -se preocupó Mark.
Pacomio tomó de un anaquel un grueso volumen consagrado a inscripciones jeroglíficas
de la Decimoctava dinastía, la de Tutankamón, y mostró a su huésped la advertencia de
Ursu, un gran dignatario: «Quien viole mi tumba en la necrópolis será un hombre odiado
por la luz; no podrá recibir agua en el altar de Osiris, morirá de sed en el otro mundo y no
podrá transmitir sus riquezas a sus hijos».
-Drioton se guardó mucho de citar textos auténticos como éste, pues desconfía del poder
mágico de los antiguos egipcios, que prefiere negar. En el caso de Tutankamón, todo dió
comienzo el 6 de noviembre de 1922, en Luxor, poco tiempo antes del descubrimiento de la
tumba, cuando una cobra se tragó el canario de Cárter, en su propia casa. Para los habitantes
de la orilla izquierda, no cabía duda alguna: el espíritu del rey, con la forma del temible
uraeus, dirigía una seria advertencia al arqueólogo. El pájaro de oro, ciertamente, anunciaba
el descubrimiento de una tumba llena del preciado metal, pero también una tragedia. Yo
estaba presente cuando Cárter y lord Carnarvon procedieron a la apertura oficial de la
cámara funeraria. Uno de sus enemigos, un inspector del Servicio de Antigüedades llamado
Arthur Weigall, no había sido autorizado a acompañarles y debía limitarse a asistir a su
triunfo, sentado en el parapeto que dominaba la última morada de Tutankamón. Cuando vio
a Carnarvon bajando por la escalera, Weigall le dijo a un reportero: «Si baja con ese estado
de ánimo, no le doy más de seis semanas de vida». Y seis semanas más tarde, Carnarvon
estaba muerto. Se habló de una picadura de mosquito que se habría infectado, pero también
de un objeto puntiagudo, como una flecha real, que le hubiera herido. Fuera como fuese, a la
hora de su muerte, a las dos menos cinco, del día 5 de abril de 1923, todas las luces de El
Cairo se apagaron y nadie pudo dar una explicación a esa extraña avería. En el mismo
momento, Suzy, la foxterrier de Carnarvon que se había quedado en Highclere, aulló de
desesperación y acompañó a su maestro hacia el más allá. Tras la autopsia de la momia de
Tutankamón, en 1925, se insinuó que el faraón y el lord se habían visto afligidos por una
misma herida en la cabeza. El creador del famoso detective Sherlock Holmes, Conan Doyle,
no vaciló en formular un diagnóstico afirmando que el faraón había puesto fin a los días del
profesor. Y las brutales muertes de visitantes de la tumba se encadenaron, especialmente las
del hermanastro de lord Carnarvon y la de Arthur Mace, uno de los principales
colaboradores de Cárter. Una especie de pánico se extendió por Inglaterra, donde algunos
particulares mandaron al British Museum los objetos egipcios que poseían, por miedo a ser
víctimas de la maldición. Algunos políticos norteamericanos, serios y respetados, pidieron
que se estudiaran las momias conservadas en los museos para determinar si eran un peligro
para los visitantes. Por lo que se refiere al profeta de la desgracia, Arthur Weigall, sucumbió
de una «fiebre desconocida» y fue considerado la vigesimoprimera víctima de Tutankamón.
-Pero el principal responsable del descubrimiento, Howard Cárter, sobrevivió.
-Sí, pero de una extraña manera -recordó el abate Pacomio-. Diez años de agotadora
labor durante los cuales fue atacado sin cesar e, incluso, expulsado de la tumba, sin obtener
el menor reconocimiento oficial. Padeció la soledad y una larga enfermedad, y no llevó a
cabo ni una sola excavación más, como si su trabajo nunca hubiera demostrado nada.
Mark se sintió turbado.
-Esa maldición... ¿Cree usted en ella?
-Si existiera, ¿renunciarías a buscar los papiros?
La gravedad de la pregunta y el tuteo sorprendieron al estadounidense.
-El miedo nunca me ha impedido avanzar.
-Existe un demonio especialmente temible, el Salawa, dotado del poder del dios Set, que
puede lograr que estallen tormentas y cataclismos. Sembró el terror en Luxor mientras tu
padre excavaba la tumba de Tutankamón, luego durmió durante largos años. Hoy, ha
despertado e intentará impedir que lo consigas.
-¿Qué aspecto tiene?
-El del peor de los depredadores: un hombre. Mientras permanece en su estado de
chacal, se limita a guardar las necrópolis y a apartar de ellas a los profanos. Pero si se
transforma en humano, se dispone a matar o a destruirlo todo.
-¿Tiene usted algún medio de combatirlo?
-Eso espero -aseguró el abate Pacomio-. Confeccionaré un talismán que deberás llevar
siempre encima. Te evitará lo peor.
A pesar de sus certezas de hombre moderno y racional, a Mark no le llegaba la camisa al
cuerpo.
Por medio de una caña finamente cortada, Pacomio dibujó varios jeroglíficos en un
pedazo de papiro de excepcional calidad: el espejo que significaba «vida», el pilar,
«estabilidad», la columnilla con capitel floral, «florecimiento», y la tela doblada,
«coherencia». Añadió a ello la imagen del doble león: «Ayer y mañana», y completó el
conjunto con una plegaria a Isis, protectora del niño Horus, que buscaría a Set, con el deseo
de aniquilarlo.
La tinta especial estaba compuesta por agua de rosas, azafrán y cilantro. El abate enrolló
el papiro y lo incensó largo rato. Luego lo entregó a Mark.
-Sobre todo, no te separes de esto, y que el dios oculto, padre de los padres y madre de
las madres, te proteja. El demonio de las tinieblas percibirá la presencia del talismán y no se
atreverá a acercarse a ti, por miedo a ser presa de las llamas.
Aunque escéptico, el norteamericano aceptó de todos modos tomar esa protección.
-¿Y si el Salawa fuese un asesino del todo humano al servicio de gente que se niega a ver
aparecer los papiros de Tutankamón?
-Ten la seguridad de que se comportará como tal. Gracias a la magia, percibirás su
proximidad. Luego, habrá que luchar. Y nadie conoce el resultado del combate.
-¿Quién lo manipula?
-Pronto lo sabré.
-¿Drioton está decidido a ayudarme?
-Te obtendrá la autorización para consultar los archivos de Cárter, y tal vez encuentres
allí valiosísimas indicaciones. Pero nuestro querido abate permanece a la defensiva, y
todavía tiene muchas cosas que enseñarte. Volveréis a veros y tendrás que convencerlo para
que confíe en ti. Bajo la máscara de la bondad, el canónigo es un hombre decidido y
valeroso, y defenderá a su amigo Faruk, pues es el último que sirve, a su modo, a la causa de
la egiptología.
-O sea, ¡debo armarme de paciencia!
-¿Viste a Nasser? -preguntó Pacomio en un tono más bien indiferente.
-Es un tipo decidido, también él, pero sin la menor bondad. Ese oficial es un jefe de
guerra. A mi entender, sería un error no tomárselo en serio.
-Mahmud no se equivocaba, pues... Nasser es el jefe oculto de la revolución. ¿Qué espera
de ti?
-Que solicite la ayuda de la CIA o, al menos, su neutralidad.
-No veo cómo los Oficiales Libres pueden conseguir arrastrar al ejército y derribar a
Faruk. Ese tirano patoso sigue siendo temible y parece dominar con mano férrea el país.
-Cumpliré mi misión con el amigo John -prometió Mark-, y mi papel habrá terminado.
-Esperémoslo así.
-¿Cree usted que Faruk posee el papiro de Tutankamón?
-No lo sé. Un amigo te acompañará a tu casa. Mark pareció molesto.
-No tienes por qué ocultarle nada a Ateya -declaró el abate-. Es una mujer de confianza y
todavía puede hacerte descubrir muchas maravillas.
4o
Garden City era uno de los lugares más agradables de El Cairo. A los extranjeros y a los
ricos egipcios les gustaba encontrarse en ese enclave Victoriano, al abrigo de los perjuicios
de la capital. Allí se mezclaban la comodidad de la vieja Europa y el encanto de Oriente.
Nada de casas destartaladas y aceras destrozadas, sino un lujo de buen tono. ¿Quién sabía
que ese lugar había presenciado, en tiempos de las divinidades, el terrible combate entre
Horus y Set del que dependía la suerte del universo? Horus debía dominar a Set, no matarlo.
Del dominio del poder de este último nacía un equilibrio dinámico, indispensable para que
la vida floreciera.
John se sentó ante Mark.
Un camarero se apresuró a servirles dos whiskies y algunas tapas. El bar de caoba nada
tenía que envidiar a sus homólogos Victorianos de Londres, y se dejaba bañar por un sol
reconfortante.
-Un rincón de ensueño... Cuando tomo el aperitivo aquí no me canso de contemplar la
isla de Roda. Esta ciudad tiene algo de monstruoso y fascinante a la vez, lo cual no debería
desaparecer nunca.'
-Hablé con Nasser, probablemente en su cuartel general, fuera del alcance de la policía
de Faruk.
-¿Y cuál fue tu impresión?
-Es un hombre poderoso, temible y decidido. No teme nada ni a nadie e irá hasta el final.
En tu lugar, yo lo tomaría muy en serio.
-¿Te confió alguna misión?
-Pedir la ayuda de la CIA o, como mínimo, su neutralidad.
-¿Te dio detalles sobre sus proyectos?
-Ninguno. Estoy convencido de que Mahmud lo considera el hombre capaz de fomentar
una verdadera revolución.
-He obtenido informaciones interesantes sobre el tal Nasser -reveló John-. Tras cursar
estudios de Derecho, en 1937 entró en la academia militar de El Cairo donde trabó sólidas
amistades con quienes formaron luego el círculo de los Oficiales Libres. Hablaban de su país
enfermo, de la Revolución francesa y de la caída de la monarquía, del gran movimiento
popular hacia la libertad. Nasser ha leído mucho, especialmente obras sobre grandes
guerreros como Napoleón, Foch y Churchill. Naturalmente, se ha alimentado con escritos de
los defensores del islam y del nacionalismo árabe, deseosos de restaurar su antigua potencia.
Incluso representó el papel de César en Julio César de Shakespeare. A ese tipo no le falta
ambición pero ¿tiene capacidad para llevarla a cabo? Su vida familiar es del todo tranquila.
Su esposa Tahia, de origen iraní, le ha dado cuatro hijos. Es tímida y discreta, le manifiesta
un profundo respeto y no se atrevería a inmiscuirse en sus asuntos. No sabe nada y, por
tanto, no puede ser manipulada. Además, Nasser es un tipo incorruptible. El dinero no le
interesa, y se contenta con su vivienda oficial de Manchiet el-Bakri, le gusta almorzar y cenar
en familia, siente predilección por el queso blanco. Su distracción preferida es el cine.
Realmente no es el retrato de un revolucionario exaltado, sino más bien el de un soñador
como tantos hay en el ejército egipcio. El verdadero patrón de los Oficiales Libres es el
bueno del general Naguib, tan incapaz de exaltar a sus tropas como de lanzarlas al asalto del
palacio de Faruk.
-Si hubieras conocido a Nasser, John, tal vez cambiarías de opinión.
-En este país, amigo mío, es imposible que una información pueda ser confidencial más
de unas pocas horas. Si Nasser dispusiera de una verdadera red, eso significaría que está
provisto de un sentido del secreto casi sobrenatural. Y sus hombres estarían distribuidos en
secciones tan impermeables que la policía de Faruk no conseguiría descubrirlos. ¡Pura
novela!
-Nasser ha leído mucho y tal vez se haya inspirado en los grandes estrategas.
-Estamos en Oriente, todo el mundo habla.
-Si ha identificado ese punto débil, Nasser ha podido avanzar en las sombras.
John encendió un cigarrillo.
-No te habría citado en su casa. Nasser actúa como portavoz de los Oficiales Libres y
quiere saber, simplemente, si Estados Unidos podría ayudarle a luchar contra el ocupante
inglés.
-Y... ¿es ésa la intención de nuestro país?
-Lo ignoro, Mark. Yo transmito los informes a mis superiores, y el presidente decide la
orientación que debe darse a nuestra política internacional.
-¿Acaso no deseamos por sobre todas las cosas la paz y la independencia de los pueblos?
-Eso no siempre es compatible.
-En todo caso, mi misión ha terminado. Ahora le toca a la CIA mover la pieza.
Mark se levantó.
-Siéntate y tomemos otro whisky.
-Lo siento, tengo una cita.
-Insisto, Mark. Aún tenemos que hablar.
-Bueno, pero sé breve.
El abogado volvió a sentarse. John aspiró el humo de su cigarro.
-Eres un tipo formidable, Mark, y debes comprender que desempeñas un papel decisivo.
Nasser te ha recibido, y al parecer te concede un mínimo de confianza. Sigues siendo, pues,
un elemento indispensable.
-Te lo repito, John: para mí, se ha terminado.
-¡Vamos, Mark, no intentes escabullirte! La CIA protege a tu amigo Dutsy y a su familia,
no lo olvides.
-¿Me estáis haciendo chantaje?
-Un chantaje con buenos procedimientos. Tú nos ayudas y nosotros te ayudamos.
-Informaré a Dutsy, él avisará a las autoridades y ya no habrá necesidad de que la CIA
intervenga en esto. Olvídalo y olvídame. Adiós, John.
-Y tú, ¿acaso olvidas a Ateya?
El abogado palideció.
-Lo siento, amigo mío -le dijo John-, pero aún necesito tus servicios y utilizaré cualquier
medio para obtenerlos. O cooperas o le pasará algo malo a esa deliciosa muchacha a la que
tan apegado pareces.
-¡Maldito cabrón!
-No te exaltes, es indigno de ti. Aquí se está jugando una partida decisiva, y tú eres un
jugador de primer orden. O Nasser es un fraude, y tu papel será breve; o es un hombre de
futuro y tus contactos con él nos permitirán ver las cosas claras y favorecer nuestra
implantación en la región. Entonces te convertirás en una especie de héroe, lo cual facilitará
tu carrera política.
-Si tocas a Ateya, yo...
-Cálmate, sólo estoy haciendo mi oficio. Y si desaparezco, otro me sustituirá. Otro que
no será tu amigo y que te manipulará como a un peón.
-¡Y tú te atreves a hablar de amistad!
-Te aprecio, Mark. Y lo que te pido no tiene nada de horrendo: quiero que sirvas de
agente de enlace entre Nasser y la CIA. De esa forma, serás útil a los intereses de Egipto y a
los de Estados Unidos. En cuanto hayamos adoptado una línea de actuación, abandonarás el
juego y los profesionales te sustituirán. Y tú proseguirás tu relación con tu hermosa egipcia.
42
Tras haber hecho el amor con ardor de adolescentes, Ateya y Mark se mantuvieron en
silencio largo rato, contemplando el sol que se ponía sobre El Cairo.
Luego él le mostró el talismán confeccionado por el abate Pacomio.
-Ha curado a mucha gente atacada por los demonios -le explicó ella-. Pacomio es uno de
los últimos que dominan la ciencia de las fórmulas de protección. Gracias a este talismán,
estarás a salvo.
-Ni siquiera él está seguro de eso -objetó Mark-. Teme un combate especialmente duro.
-Al prolongar la obra de tu padre y al buscar los papiros de Tutankamón, te enfrentas a
muchos enemigos, visibles e invisibles. Pero hoy estamos juntos.
-Tengo la sensación de que nos conocemos desde siempre, Ateya, y de que ha sido
necesario recorrer un largo camino para reunimos. Esa inmensa felicidad se la debo a Egipto
y a la carta del abate Pacomio.
Él le acarició tiernamente el pelo, ella se acurrucó a su lado.
-Te confieso que estoy perdido -prosiguió Mark- Nasser intenta manipularme, John me
tiene acorralado y me pregunto si Mahmud es sincero.
-No pierdas de vista tu objetivo esencial: encontrar los papiros de Tutankamón.
-Para lograrlo, sin duda es preciso acercarse a Faruk... y es un hombre peligroso.
El teléfono sonó en ese instante.
Ateya respondió, escuchó sin decir una palabra y luego colgó.
-Era nuestro corresponsal copto en el Mena House, donde resides oficialmente. Has
recibido un mensaje de Antonio Pulli invitándote a tomar una copa en el bar del Shepheard,
mañana por la tarde, a las seis. Si te pide tu nueva dirección, dásela, y dile que te parece
mucho más práctico para trabajar y mantener contactos de negocios.
Edificado en 1841 por un inglés enamorado de El Cairo y reconstruido cincuenta años
más tarde para gozar de la comodidad moderna, el hotel Shepheard, en la orilla oeste del
Nilo, ocupaba el emplazamiento del palacio de Bonaparte, conquistador de un Egipto que
podría haberse hecho francés si el general no hubiera emprendido la huida, dejando a sus
subordinados la desgracia de empantanarse en una derrota de la que Inglaterra había sabido
sacar partido. Tras un sicomoro superviviente se había ocultado el fanático que, al asesinar a
Kleber, había puesto fin a todos los sueños de los sabios y los militares que participaban en
la expedición francesa a Egipto.
Apaciguado el tumulto desde hacía mucho tiempo, la famosa terraza del Shepheard
seguía siendo un lugar de paso obligado para todas las personalidades egipcias y extranjeras.
Los turistas con fortuna iban allí a relajarse tras sus visitas, y los miembros de la alta
sociedad charlaban contemplando el permanente espectáculo de la calle, repleta de calesas y
vendedores de baratijas. El prestigioso hotel conservaba el recuerdo de huéspedes ilustres,
como Winston Churchill, y seguía siendo uno de los florones de la Inglaterra triunfante.
Tomar el té en el Shepheard formaba parte de los momentos importantes para quienes
descubrían el país.
A pesar de sus gustos afables y sonrientes, Antonio Pulli parecía nervioso.
-Es un gran placer volver a verle, señor Wilder. Es algo tarde para el té... ¿Qué le
parecería un whisky con soda?
Un atlético camarero, vestido con una galabieh blanca ceñida a la cintura por una ancha
faja roja, se apresuró a satisfacer a la mano derecha del rey Faruk.
-No se aloja ya en el Mena House, según parece.
-Tengo allí una habitación -respondió el abogado-, pero he alquilado un apartamento en
Zamalek. Me será más fácil organizar mis citas.
-Un barrio muy agradable, en efecto. ¿Ha considerado usted la oferta de su majestad?
-Me gusta mucho Egipto e intento conocerlo mejor. Los inversores norteamericanos no
deberían sentirse decepcionados.
-Excelente, excelente... Espero que no dé usted demasiado crédito a las infundadas
críticas que se formulan contra su majestad. El rey es del todo consciente de la miseria que
afecta a parte de su pueblo, y ha adoptado numerosas iniciativas, fundando hospitales y
escuelas, sin olvidar una universidad. Gracias a él, tenemos seguridad social, y el Estado
acude en ayuda de los más pobres. Faruk no vacila en utilizar su propia fortuna, por ejemplo,
luchando contra las moscas responsables del tracoma, esa temible enfermedad de los ojos.
¿Sabe usted que ha sobrevolado la campiña en avión y arrojado miles de pelotas de ping-
pong que los niños cambiaron por bombones? A veces, lo reconozco, el rey es algo bromista.
Antaño, tras haber hecho liberar unas codornices en los salones de palacio, disparó contra
las aves y rompió numerosos cristales. ¡Y los jardineros temían que les regara con la
manguera! Pero son simples chiquillerías muy excusables cuando conocemos el peso de las
responsabilidades de un monarca.
Mark se preguntaba por qué Pulli le hacía todas esas confidencias. Sin ninguna duda,
tenía que solicitarle un favor importante.
-Sin embargo, su majestad tiene un defectillo algo más... embarazoso -prosiguió-.
Aunque el rey puede permitirse todo lo que desea, siente una enojosa tendencia a hurtar
objetos, aunque no sean de gran valor, en todas partes por donde pasa. Puede tratarse de un
simple plato o de un albornoz de baño.
-Su majestad es cleptómano -dijo Mark.
-En cierto modo... La mayoría de las veces tomo nota de esos modernos latrocinios y
compenso a los propietarios para que no difundan esos incidentes. Pero por desgracia, me
las estoy viendo con un tozudo que quiere presentar denuncia y avisar a la prensa. En las
actuales circunstancias, sería lamentable, muy lamentable. Todo lo que debilitara la
reputación del rey sería malo para Egipto. De modo que me pregunto si su competencia
como negociador nos sería útil para sacarnos de este mal paso.
Mark bebió lentamente un trago de whisky.
-¿Por qué no, señor Pulli? Pero con una condición...
-¿Cuál?
-Supongo que ha oído usted hablar del arqueólogo británico Howard Cárter.
-¡El más célebre de los egiptólogos! El descubrimiento de la tumba de Tutankamón
conmocionó al mundo entero.
-¿El rey Faruk conoció a Cárter?
Antonio Pulli pareció buscar en sus recuerdos.
-Sí, le conoció.
-Su majestad se interesaba por las antigüedades egipcias. Que usted sepa, ¿se procuró
objetos procedentes de la tumba de Tutankamón?
-A priori -estimó Pulli-, eso es del todo imposible.
-¿Qué hay de imposible para el rey Faruk?
-Hay un hombre que podría responderle con más conocimiento de causa, y a él debéis
consultarle: el canónigo Étienne Drioton.
-Lo veré de nuevo, pero me gustaría que se mostrara algo más parlanchín. Una discreta
intervención por su parte le ayudaría a revelarme la verdad.
-Drioton es un hombre de una pieza, un fiel amigo de su majestad y...
-Usted confía en mi competencia, señor Pulli, y yo en la suya.
-¿Aceptaría resolver el pequeño asunto del que acabo de hablarle?
-Con la condición de que ayude usted a Drioton a salir de su mutismo.
-Trato hecho.
-Haga que depositen el expediente en mi dirección de Zamalek, que usted conoce ya,
¿no es cierto?
Antonio Pulli se limitó a esbozar una sonrisa.
43
Ateya llevó a Mark a casa del abate Pacomio, que deseaba verle con urgencia. El erudito se
hallaba absorto en el estudio de un papiro de la época ptolemaica cuyas fórmulas mágicas
alejaban las serpientes, los escorpiones y los demonios de la noche. Los antiguos egipcios
concedían una gran importancia a la protección del sueño, un período peligroso durante el
cual el durmiente atravesaba el mundo subterráneo antes de renacer con el sol matinal.
-El canónigo Drioton me ha mandado una carta para ti -declaró el abate-. La
administración del museo de El Cairo te autoriza a consultar los archivos de Howard Cárter.
He aquí dos cartas de recomendación, una en francés y la otra en árabe. Un conservador
asistente te esperará mañana por la mañana, a las seis. Sobre todo, no te retrases.
De modo que Drioton aceptaba el juego. Probablemente Cárter habría hablado de los
papiros, bastaba con consultar unos papeles olvidados desde hacía mucho tiempo.
-Hay que pagar un precio -reveló Mark-: impedir que un litigante acuse al rey Faruk de
robo.
-Un juego de niños para un abogado de tu envergadura. El rey estará en deuda contigo y
te habrás metido en el bolsillo a Pulli. Son sólidos apoyos en estos tiempos difíciles.
-¿Conocía usted la existencia de esos archivos?
-Hasta nuestra cena con el canónigo, los creía definitivamente desaparecidos. El museo
de El Cairo es a veces un abismo donde desaparecen valiosísimos hallazgos.
-¿Está seguro de la sinceridad de Mahmud?
-¿Quién puede conceder total confianza a un agente doble?
Sin embargo, ama a su país y desea evitarle una sangrienta revolución. Los ingleses se
niegan a escucharla y toda gestión directa le condenaría a muerte, por lo que se ve obligado
a recurrir a ti. Si Estados Unidos puede impedir que Egipto caiga en el caos, él y tú habréis
hecho un buen trabajo.
Ateya y Mark pasaron una noche deliciosa, pero el despertar, a las cinco de la mañana,
fue difícil. A comienzos de enero, el viento era fresco, y Mark hubiera preferido gozar más
del calor de un cuerpo de mujer enamorada.
Ella le sirvió un café cargado, aceptó ducharse con él y lo incitó a no demorarse.
En Oriente el tiempo no existía, salvo para un burócrata puntilloso imbuido de su
superioridad, sobre todo cuando recibía a un solicitante, extranjero por añadidura.
A las seis menos cinco, Mark se presentó en la entrada de los servicios administrativos. A
las seis en punto, fue introducido en el despacho de un hombre bigotudo de frente baja que
aparentemente estaba muy ocupado consultando un montón de expedientes. Con gesto
seco, invitó a sentarse a su huésped, quien tuvo que aguardar pacientemente mientras los
empleados entraban y salían sin cesar.
Veinte minutos más tarde, el hombre levantó la cabeza.
-¿Qué desea? -preguntó el del bigote.
-Gracias por recibirme. El canónigo Drioton me ha dado estas dos cartas de
recomendación.
El abogado se las entregó al bigotudo, que las leyó atentamente.
-Será difícil, muy difícil, tal vez imposible.
-No tengo prisa.
-Se trata de dificultades técnicas insuperables. Sería mejor que no perdiera usted su
tiempo.
-¿Tendría la bondad de devolverme las cartas de recomendación del canónigo?
Encantado por haber ganado la partida, el bigotudo así lo hizo.
Mark se levantó.
-Voy a palacio -anunció-. Tengo el privilegio de trabajar para su majestad, así que le
informaré del modo en que acabo de ser tratado.
El bigotudo se agarró a los brazos de su sillón.
-¡Siéntese, se lo ruego!
-Lo lamento, pero tengo prisa.
-¡No, no, no se vaya! Le llevaré con el responsable de los archivos, que intentará resolver
los problemas. Sígame, señor Wilder.
El archivero ocupaba un despacho lleno de papeles y carpetas. El del bigote se dirigió a él
en árabe y, dado el tono que empleaba, al parecer le impuso los pasos que debían seguir.
-Espero que sus investigaciones sean fructíferas, señor Wilder -concluyó, amable y
sonriente-. Perdóneme, me aguardan otras citas.
Aquel archivero de cabeza cuadrada, con ojos profundamente hundidos en sus órbitas y
finos labios no parecía estar muy encantado.
-¿Puedo ver sus cartas de recomendación?
-Aquí están.
El técnico leyó con lentitud. Le llevaron café y ordenó que sirvieran a su huésped. Luego
entraron un subordinado pidiendo instrucciones, un amigo de paso, un primo que solicitaba
ayuda financiera y otro burócrata que buscaba gomas y lápices. Se iniciaron discusiones
cruzadas y se vaciaron varias tacitas de café.
Sin perder la calma, Mark aguardó a que el archivista consintiera en encargarse de su
caso.
-¿Por qué desea consultar usted los archivos de Howard Cárter?
-Investigaciones personales.
-Se trata de papeles viejos desprovistos del menor interés.
-Nunca se sabe.
-Puede creer en mi experiencia, señor Wilder.
-No la pongo en duda, sin embargo, me gustaría examinarlos personalmente.
El archivero, irritado, llamó a su ayudante y le ordenó que llevara a su huésped hasta la
sala donde se amontonaban registros y casilleros, algunos de los cuales amenazaban ruina.
En el centro, una mesa y algunas sillas. Mark fue invitado a sentarse y le sirvieron un nuevo
café.
Tras algunas investigaciones llevadas a cabo a un ritmo moderado, el ayudante depositó
sobre la mesa unos documentos en un triste estado. Se trataba de un cuaderno de
excavaciones de Howard Cárter y de diversas notas. Aquellas reliquias habrían merecido una
mejor suerte, pero el abogado se concentró únicamente en leer aquellas páginas, que tal vez
le pondrían sobre la pista de los papiros de Tutankamón.
Mark no se percató del paso de las horas y nadie se atrevió a molestarle.
Pero lamentablemente, no obtuvo ningún resultado, ni el menor indicio. Parecía
evidente que Drioton conocía aquellos archivos y sabía que no contenían nada referente a
los papiros. Por eso le había permitido consultarlos.
Después de las precisiones facilitadas por Antonio Pulli, la situación había ido un paso
más allá. Drioton conocía forzosamente una información importante, y Mark estaba del
todo decidido a obtenerla.
44
Mark Wilder había hablado largo rato por teléfono con su amigo y mano derecha Dutsy
Malone para hacer un balance de los asuntos en curso y pedirle que destinara un especialista
a resolver los pequeños problemas del rey Faruk. Dutsy se las arreglaba bastante bien, y las
decisiones de su jefe le permitirían avanzar. Pero aquella prolongada estancia en Egipto no
le gustaba demasiado, y esperaba que Mark no tardara en regresar a Nueva York. Éste,
evasivo, le había prometido actuar del mejor modo posible.
Luego había pasado horas maravillosas con Ateya antes de ver de nuevo al abate
Pacomio, ocupado en la traducción de un papiro mágico que databa de la vigesimosexta
dinastía y procedía de la ciudad de Sais, sede de una famosa escuela de medicina.
-¿Llevas encima tu talismán?
-Nunca me lo quito -respondió Mark.
-El peligro se acerca y no sé qué forma adoptará. Debo tomar nuevas precauciones.
-Drioton se burló de mí. Los archivos de Howard Cárter no contienen la menor alusión a
los papiros de Tutankamón, y él lo sabía. Me confiará su secreto, se lo aseguro.
-Los fines de semana -reveló Pacomio-, el canónigo va a su casita de Saqqara, por lo
general solo, para meditar allí y recuperar el aliento tras una semana agotadora. Allí podréis
hablar tranquilamente y tal vez te diga la verdad. ¿Te has encargado de Faruk?
-Pronto tendré una respuesta tranquilizadora.
-Nuestro rey acaba de sufrir un doloroso fracaso que lo ha puesto de un humor de
perros. Había solicitado a un equipo de genealogistas que estableciera su filiación con
Mahoma, para presentarse ante su pueblo y el mundo árabe como una especie de papa del
islam. Pero los Hermanos Musulmanes han desbaratado la maniobra. A su modo de ver,
Faruk sigue siendo un opresor corrupto y no puede presentarse como un maestro espiritual.
Y hay algo peor: los incidentes se multiplican y se agravan en la zona del canal. Los soldados
ingleses dispararon contra un cortejo que se dirigía a un cementerio, creyendo que se
trataba de una manifestación terrorista. La réplica de la guerrilla no se hizo esperar: un
comando dinamitó un depósito de armas, lo que provocó la muerte de una decena de
guardias. Los ingleses tienen los nervios de punta. Puesto que no dejan de acosarlos, los
independentistas corren el riesgo de provocar una reacción de una gran violencia.
-¿No se alegraría Nasser si así fuera?
-Su nombre sigue sin pronunciarse -observó Pacomio-, y no estoy seguro de que los
altercados estén bajo el control de los Oficiales Libres. Te seré sincero, Mark: la situación se
está volviendo explosiva.
-Entonces tengo que ver enseguida a Drioton.
Gracias a los brillantes resultados obtenidos por Dutsy Malone, Mark acudió al palacio
de Abdin antes de escrutar el alma del canónigo. Un maestro de ceremonias le acompañó
hasta el despacho de Antonio Pulli, que despidió a varios solicitantes para recibir a solas al
abogado.
-Tengo buenas noticias -anunció Mark.
-¡Eso me satisface! ¿Acaso ha conseguido resolver nuestro asuntillo?
-No habrá proceso ni escándalo. Naturalmente, los denunciantes serán indemnizados.
-¡Naturalmente! ¿Tendría usted la bondad de comunicarme el montante?
Mark le entregó una simple hoja escrita a mano en la que había algunas cifras ante
algunos nombres.
-Es muy razonable -estimó el hombre de confianza de Faruk-. Me ocuparé de esto
inmediatamente. Su majestad estará muy satisfecho y no vacilará en confiarle otros
importantes expedientes. Su peritaje nos será de gran ayuda para tomar las decisiones
adecuadas.
-Según los rumores, se están produciendo algunos enfrentamientos en la zona del canal
de Suez.
-Unos jóvenes exaltados desafían a los soldados ingleses -reconoció Pulli—. ¡Es una
actitud suicida! Esos insensatos se romperán la cabeza y provocarán disturbios de los que no
saldrá nada bueno. Pero tranquilícese: el rey tiene la situación en sus manos y el orden
público será mantenido con firmeza. Puede recomendar el mercado egipcio a los inversores
norteamericanos, estarán encantados.
En ese instante llamaron repetidas veces a la puerta del despacho.
-Adelante -ordenó Pulli, extrañado ante tanta brusquedad.
El jefe de los intendentes apareció ante ellos, muy excitado, y farfulló:
-Pulli bey, Pulli bey... ¡Tiene que venir enseguida, enseguida! Es... Yo... ¿Cómo decirlo...?
¡Venga, por favor!
-Perdóneme -le dijo a Mark la eminencia gris-. Espéreme un momento, vuelvo
enseguida.
En los corredores de palacio, el servicio corría en todas direcciones. Se gritaba, se
apostrofaba, se reía, se lloraba.
Mark procuró permanecer tranquilo.
¿A qué venía ese tumulto? Un motín, un ataque al palacio real... ¡No, eso era inverosímil!
¿Qué acontecimiento podía turbar de ese modo el acolchado orden de ese lugar consagrado
al culto de Faruk?
Antonio Pulli regresó.
-Acaba de nacer el hijo del rey -clamó-, ¡un mes antes del plazo! La madre y el niño están
en perfecto estado. Su majestad tiene un sucesor llamado Ahmed Fuad, y la continuidad de
la dinastía está asegurada. En adelante, todos los contestatarios mantendrán la boca cerrada.
El futuro soberano pesa más de tres kilos y parece muy vigoroso. No puede imaginarse la
alegría que se apoderará de El Cairo.
Antonio Pulli no se equivocaba. Ese 16 de enero de 1952, un comunicado oficial anunció
que la reina Narriman había dado a luz al príncipe del Alto Nilo Ahmed Fuad, heredero de la
corona de aquella dinastía con ciento cincuenta años de historia. Cien cañonazos saludaron
el comienzo de una nueva era que vería confirmarse el poder de Faruk, la unión de Egipto y
Sudán, y el florecimiento de una nación fiel al monarca y a su sucesor.
Centenares de cairotas se reunían ya bajo las ventanas del palacio de Abdin, rodeado por
la guardia real en uniforme de gala. Los tarbush refulgían al sol, las armas no amenazaban a
nadie.
La población, jubilosa, inundó de flores las principales arterias de la capital y cantó
durante horas y horas en honor del rey, la reina y el príncipe heredero. Loco de felicidad,
Faruk hizo que pusieran un colchón al pie de la cuna para no perderse un solo instante de
las primeras horas de vida de aquel hijo tan esperado.
¿No pondría fin, ese fabuloso acontecimiento, a todas las tensiones? Quienes dudaban
de Faruk creerían en el porvenir, en el príncipe del Alto Nilo y en la futura prosperidad de
Egipto.
Mark salió de palacio.
El regreso a la tranquilidad ponía fin a sus relaciones con John, el hombre de la CIA, y
con Mahmud, el agente doble. En adelante, se consagraría sólo a la búsqueda de los papiros
de Tutankamón. Y la etapa decisiva sería la confesión del canónigo Drioton.
45
20 Para todas las precisiones que se dan en este capítulo, véase T. G. H. James, The Path to Tutankhamun, pp. 407-408 y
foto 3 6.
tenía allí demasiados enemigos que habrían hecho estallar el escándalo. Se pensó en la valija
diplomática, pero el Foreign Office se opuso a ello, temiendo posibles indiscreciones. Y el
gran amigo de Cárter, Harry Burton, que intentaba encontrar la solución adecuada, murió
en 1940. Desamparada, Phyllis Walker decidió, en el mes de marzo, escribirme una carta.
Me ofrecía sencillamente el conjunto de los objetos procedentes de la tumba de
Tutankamón que aún estaban en su poder.
«Esta vez -pensó Markel canónigo no me oculta nada, y nos acercamos al objetivo.»
Drioton bebió un trago de borgoña. Resultaba evidente que evocar esos hechos le
turbaba.
-Me convertí así en el depositario de un secreto más bien pesado de llevar -confesó-.
Respondí a Phyllis Walker a finales de abril, agradeciéndole su generosidad y asegurándole
que dicha donación no mancillaría la reputación de Cárter ni generaría una campaña de
prensa. Sólo me quedaba una solución para evitar el desastre: rogar al rey Faruk que
recibiera personalmente el tesoro. Puesto que su majestad aceptaba, ninguna protesta podía
brotar. Los objetos, sellados, fueron entregados al consulado egipcio de Londres, que los
mandó por avión. Y el rey en persona los donó oficialmente al museo de El Cairo.
-¿Faruk donó todos los tesoros de Tutankamón que estaban en su posesión? -preguntó
Mark.
Drioton pareció molesto.
-Eso se hará muy pronto.
-¿Incluidos los papiros?
El rostro del canónigo se endureció.
-No había papiro alguno.
-¿Tengo su palabra?
-¡La tiene! Sin embargo...
-¿Sin embargo?
-Existe otro capítulo de esta historia, más oscuro aún -confesó el canónigo-. El médico
encargado del estudio de la momia de Tutankamón, el doctor Derry, se comportó como un
verdadero carnicero. Los egiptólogos se guardan mucho de revelar el destrozo que llevó a
cabo21. Y los desventurados despojos no habían acabado de sufrir: durante la Segunda Guerra
Mundial, aprovechando la falta de vigilancia en el Valle de los Reyes, algunos saqueadores
los desplazaron y les ocasionaron graves daños22. Sin duda esperaban apoderarse de joyas.
-¿De joyas... o de los famosos papiros?
-Lo ignoro, señor Wilder. Tal vez alguno de los miembros de esa siniestra expedición
pueda informarle. Todos sus bienes fueron embargados por Faruk en 1948, pero el personaje
consiguió sobrevivir y obtuvo de nuevo una pequeña fortuna.
-¿Sigue residiendo en El Cairo?
-En efecto.
-¿Cómo se llama? ¿Dónde puedo encontrarlo?
-Me limitaré a llamarlo Durand. Intentaré ponerme en contacto con él y que acepte una
entrevista con usted, pero no le prometo nada. Si posee objetos pertenecientes a
Tutankamón, no hablará.
-Pues yo estoy convencido de lo contrario, siempre que mi oferta económica sea
satisfactoria. Y lo será.
21 Fue necesario esperar a la investigación del doctor M. Bucaille para conocer la horrible verdad. Véase especialmente «Á
propos de la momie de Toutánkhamon», La Revue Administrative 44, n.° 243, 1988, pp. 250-254, y KMT, Spring 1992, pp. 58-67.
22 Véase KMT, 18/1, 2007, p. 56.
46
El 18 de enero de 1952, los coptos celebraban los ritos de la Epifanía. Tras las purificaciones
de la víspera, presididas por el baño nocturno de los hombres en el Nilo, donde se
derramaba agua bendita, los fieles recitaban plegarias. Ateya utilizaba un antiguo rosario
que tenía cuarenta y una cuentas; Mark, que compartía ese momento ritual, sólo tenía ojos
para ella.
Cuando el sacerdote roció con agua bendita a la concurrencia, el estadounidense pensó
en la suntuosa boda que le ofrecería a su futura esposa. Dutsy Malone organizaría una fiesta
que sería recordada por todos los invitados. Entretanto, se impacientaba ante la idea de
conocer al misterioso Durand. Según el abate Pacomio, debidamente informado de las
revelaciones de Drioton, había una posibilidad de que ese saqueador de tumbas estuviera en
posesión de los papiros de Tutankamón, y era probable que el tipo, forzosamente venal,
exigiera una fortuna.
El abate no había identificado aún al enemigo surgido de las tinieblas, pero lo sabía cada
vez más cerca y se entregaba diariamente a numerosas artes mágicas para rodear a Mark con
una barrera protectora. Pero dada la importancia del envite y la ferocidad del adversario,
¿sería suficiente?
Una vez terminada la ceremonia, Ateya estrechó con fuerza la mano de Mark.
-Ahora podemos sucumbir a la glotonería -decidió-. Te llevaré a Groppi.
Groppi, el salón de té y la pastelería por excelencia de El Cairo, era uno de los lugares
más importantes de la ciudad. Achille había sucedido a su padre Giacomo, un suizo
originario de Lugano, convertido en el chocolatero de la élite. Inaugurada en 1925, la célebre
tienda de la glorieta Solimán-Pachá ofrecía helados e incomparables pasteles. Del morocco a
la comtesse Marie, pasando por la surprise napolitana, las cremas heladas de Groppi atraían
a todo El Cairo. Y el comerciante ejercía un severo control sobre sus productos a partir de su
vasto dominio agrícola cercano a la capital. Permitía visitar incluso su lechería y su
ultramoderno laboratorio.
Mientras se daban un festín, Ateya y Mark se hablaron de amor con los ojos. Saboreaban
cada instante de esa comunión milagrosa, como si tanta felicidad pudiera desvanecerse un
segundo más tarde.
Al salir del salón de té, un pequeño limpiabotas se dirigió a la pareja.
-Tres mandarinas por un dólar.
Mark se detuvo.
-¿Espero aquí o te sigo?
-Me sigues.
Ateya se interpuso.
-Mark...
-Hasta esta noche, amor mío.
El chiquillo condujo al abogado hasta un pequeño Peugeot gris. Mark subió en la parte
trasera y se sentó junto a Mahmud.
El chófer arrancó.
El contacto del talismán sobre su piel tranquilizó al norteamericano. Mahmud tenía un
semblante hosco, casi hostil. ¿Y si había decidido eliminar a un contacto que se había
convertido en demasiado llamativo? Nada más fácil que llevar a su prisionero hasta un lugar
controlado por los revolucionarios y hacerle desaparecer.
-Está viviendo un amor perfecto, señor Wilder. Mejor para usted. Es preciso saber
aprovechar la oportunidad, y esa muchacha es realmente soberbia.
-No se trata de una aventura. Es algo mucho más serio de lo que usted supone.
-En ese caso, buena suerte. ¿Ha encontrado usted el rastro de los papiros de
Tutankamón?
-Todavía no, pero avanzo paso a paso.
-Desconfíe de todo lo que le acerque a Faruk. En caso de conflicto de intereses, no daría
usted la talla.
El coche circulaba con bastante lentitud y no abandonaba el centro de la ciudad.
Nervioso, Mahmud encendió un cigarrillo.
-No fuma usted, creo.
-Lo he dejado.
-Pues yo he vuelto a hacerlo. Dadas las circunstancias, necesito un calmante. Nasser ha
estudiado su expediente y lo considera interesante. He recibido la orden de manipularlo y
rendir a Nasser informes orales sobre su comportamiento. Ningún documento
comprometedor debe extraviarse, sobre todo tras los recientes acontecimientos.
-¿Qué ha ocurrido?
-Los Oficiales Libres decidieron desafiar abiertamente al rey para poner a prueba su
capacidad de reacción. Se les presentó una ocasión perfecta: la elección del presidente del
Club de Oficiales. Nada importante, es cierto, pero Nasser convenció al buen general Naguib
de que se presentara a la cabeza de una lista en la que figuraban varios de sus compañeros.
Curioso, Faruk hizo saber a los electores que sólo debía triunfar su sicario, el general Sirri
Amer, implicado en muchos escándalos y detestado por todos los militares que creen en el
honor del ejército. Y el resultado fue una considerable sorpresa: ¡Naguib fue elegido por una
aplastante mayoría! Una terrible bofetada para el rey. Naturalmente, anuló la votación e
impuso a Sirri Amer como presidente del Club de Oficiales. Sin embargo, ahora Nasser sabe
que dispone del apoyo de sus pares. Entre los Oficiales Libres y el rey Faruk se ha declarado
la guerra. Ya hay una víctima, pues su majestad ha dirigido a sus oponentes una violenta
advertencia. La pandilla de Sirri Amer acaba de asesinar, con una ametralladora, a un joven
teniente cercano al general Naguib23. Le tendieron una trampa en el barrio de Roda, cuando
visitaba a un grupo de Hermanos Musulmanes. Justo antes de morir, la víctima tuvo tiempo
de decirle a un médico militar: «¡Faruk ha hecho que me ejecuten!». El impacto que ha
tenido este drama es considerable. Hoy, Nasser es más fuerte. Es en exceso taimado para
manifestarse a plena luz y sigue empujando a Naguib hacia el proscenio. A mi entender, el
proceso revolucionario debería acelerarse. Y Egipto conocerá el caos. ¿Qué han decidido los
norteamericanos y a quién van a apoyar?
-Lo ignoro, Mahmud. He abandonado el juego.
-Pues volverá a él, señor Wilder. Tal vez consiga proteger así a sus amigos, en Nueva
York. Aquí, en El Cairo, la mujer a la que ama está a mi merced.
-No se atreverá usted...
-No tengo otra opción. Hace años que arriesgo mi vida para impedir un baño de sangre.
Si la revolución de Nasser no se corta de raíz, finalmente estallará. De modo que convenza a
la CIA de que intervenga, de que ayude a Faruk y lo amordace. Al tomar el control
económico del país en lugar de los ingleses, los norteamericanos asegurarán su prosperidad
y se alejará el fantasma de los mortales enfrentamientos. Sólo usted, hoy por hoy, puede
ayudarme a alcanzar ese objetivo. De modo que no vacilaré en emplear los peores medios
para obligarle a actuar.
El coche se detuvo no lejos de la Ópera y Mahmud abrió la portezuela.
El general George Erskine, apodado Strong George, comandante en jefe de las tropas
británicas en Egipto, se estaba vistiendo para cenar cuando su ordenanza le entregó un
pliego urgente.
Una pandilla de locos acababa de atacar un campamento en Tell el-Kebir, el arsenal más
importante de la región. El general mantuvo una calma aparente, acabó de vestirse y
convocó de inmediato a su estado mayor.
-Caballeros, ese acto es un inaceptable desafío a nuestra autoridad. Sabía que jóvenes
revolucionarios, procedentes de El Cairo, pensaban provocar disturbios en la zona del canal.
De modo que dirigí una advertencia al gobierno egipcio, avisándole de que me vería
obligado a utilizar los medios apropiados para aplastar a los rebeldes si la emprendían
contra una de nuestras bases. Dado que esos maleducados no han comprendido el mensaje,
intervendremos. Luego, esos bribones se calmarán.
Tras el décimo timbrazo, descolgaron.
-Quisiera hablar con John -dijo Mark.
-¿De parte de quién?
-De su amigo, el abogado norteamericano.
-John está de viaje.
-¿Cuándo podré hablar con él?
-Vuelva a llamar el veintisiete.
Colgaron.
-Pareces preocupado -observó Ateya.
-Según Mahmud, Nasser piensa acelerar el proceso revolucionario. Desea que los
norteamericanos lo impidan y eviten así un desastre.
La muchacha lo abrazó.
-¿Hasta ese punto te preocupa el destino de Egipto?
-¿Acaso no es la madre del mundo? Y sabes muy bien que se está convirtiendo en mi
país. Aquí me casaré contigo.
-En El Cairo se celebran las bodas más hermosas, pues tenemos el gusto de la felicidad.
-Puedes contar con mi amigo Dutsy para que prepare una fiesta inolvidable.
-Qué hermoso sueño...
-En mi oficio -recordó Mark-, el sueño está prohibido. Te encerraré en un contrato de
matrimonio del que nunca podrás salir. Nos uniremos para siempre.
Y su beso fue interminable.
Al amanecer del 25 de enero de 1952, los vehículos blindados del general Erskine
rodearon dos cuarteles de la ciudad de Ismailía, donde se acantonaban trescientos cincuenta
policías egipcios encargados de mantener el orden en el distrito. Según Strong George, no
habían cumplido en absoluto su misión, peor aún, habían echado una mano a los jóvenes
agresores procedentes de El Cairo. Así pues, pensaba tratarlos como rebeldes y hacerlos
prisioneros para poner al gobierno ante sus responsabilidades.
En el interior del cuartel principal se desató el pánico. El jefe de los policías, un capitán,
consiguió ponerse en contacto con el ministro del Interior, cuyas consignas fueron muy
claras: ¡nada de rendirse, resistir! De lo contrario, las autoridades harían definitivamente el
ridículo e Inglaterra mostraría su indiscutible supremacía.
Pero ¿resistir con qué? ¡Viejos fusiles contra carros!
El capitán, que había vivido en Inglaterra e incluso había efectuado unas prácticas en
Scotland Yard, habló con el general Erskine. El inglés concedió un cuarto de hora de
reflexión, y el egipcio se negó a deponer las armas.
Strong George se vio obligado entonces a utilizar su potencia de fuego, y una lluvia de
obuses cayó sobre los cuarteles. Ante la obstinación del enemigo, fue necesario terminar la
operación con disparos de mortero.
«Esta gente es valerosa pero está loca de remate», pensó el general inglés. A mediodía, el
combate había terminado. Tres muertos y trece heridos entre los británicos, cuarenta y seis
víctimas y casi ochenta heridos entre los policías egipcios.
Esta vez, el gobierno comprendería quién tenía la fuerza y dejaría de alentar a jóvenes
insensatos a turbar el orden público.
-¿Qué le parece ese salteado de ternera con legumbres? -preguntó el canónigo Drioton a
su invitado.
-Una maravilla -reconoció Mark-, Felicite usted a su madre.
-Esa santa mujer es una auténtica cocinera. La Iglesia debería tachar la gula de la lista de
los pecados.
El borgoña estuvo a la altura de los platos.
-Durand acepta hablar con usted -declaró el canónigo-. Le ha citado mañana, 26 de
enero, a mediodía, en el Turf Club.
-¿Le comunicó usted el objeto de nuestra entrevista?
-Consiente en hablarle de un sorprendente descubrimiento de Howard Cárter.
-¿Los papiros de Tutankamón?
-Durand no pronunció esas palabras. Exigirá una fuerte suma y un pasaporte
norteamericano para abandonar cuanto antes Egipto.
El abate Pacomio escuchó con atención a Mark Wilder.
-Sobre todo, no olvides tu talismán cuando acudas a esa cita. El peligro aumenta cada
día más, pues la criatura del mal se encuentra en El Cairo e intenta descubrir tu rastro. Unos
amigos coptos almorzarán en el Turf Club e intervendrán si consideran que estás en peligro.
-A primera vista, Durand necesita sobre todo dinero y quiere escapar de Faruk. Gracias a
John, le obtendré un pasaporte, con la condición de que sus informaciones lo merezcan.
Padre, tengo la impresión de que estoy llegando al final.
-Es posible, en efecto. Que Dios nos oiga.
Al taxi que llevó a Mark hasta Zamalek le costó mucho abrirse camino por unos
anormales atascos.
-¿Un accidente? -preguntó el abogado al taxista.
-No: manifestaciones de jóvenes que protestan contra una masacre perpetrada por los
ingleses en Ismailía. Al parecer, mataron a centenares de policías egipcios, acusándolos de
rebelión. Mientras nuestro país siga ocupado, son de esperar ese tipo de dramas.
Ateya había preparado una deliciosa comida: crema de sésamo, puré de berenjenas,
hojas de parra rellenas, ensalada de tomate, albóndigas de cordero sobre un lecho de perejil
y pescado asado.
-Esta noche eres tú quien parece preocupada -observó Mark.
-Los ingleses han ido demasiado lejos. Los ministros se han reunido y han hablado de
ruptura de las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña. Los Hermanos Musulmanes han
proclamado la guerra santa, buena parte de los jóvenes los escucharán.
-No es el primer incidente en la zona del canal de Suez. ¿No crees que la fiebre cederá
muy pronto?
-¡Eso espero!
-Mañana será un día decisivo. Estoy convencido de que Durand me revelará el lugar
donde se ocultan los papiros de Tutankamón.
-Debo levantarme pronto -anunció Ateya-, mañana guío a un grupo de turistas que
desean descubrir las iglesias coptas del viejo Cairo. Reunámonos hacia las cinco de la tarde,
en Groppi.
-Con mucho gusto, amor mío. Así, tú serás la primera en conocer las buenas noticias.
48
Al amanecer de aquel sábado 26 de enero de 1952, Ateya se despidió de Mark con un beso
en la frente.
-Me voy a trabajar -murmuró-. A la una llevaré a mis turistas a almorzar al Shepheard.
-Pues yo dejaré que se me peguen un rato las sábanas.
-Hasta esta tarde, querido, en Groppi.
El abogado se durmió de nuevo, soñando con la encantadora noche que acababa de
pasar en brazos de la joven. Cuanto más se amaban, más deseaban amarse.
Relajado y descansado, Mark se levantó muy tarde. El sol iluminaba el magnífico barrio
de Zamalek, poblado por ricos ingleses que aprovechaban las piscinas, los campos de criquet
y de polo, y las pistas de tenis, propiedad del Sporting Club de Guezira, donde sólo era
admitido un restringido número de egipcios, elegidos a dedo. Jardines y coquetas villas
convertían aquel fragmento de Europa en un pequeño paraíso donde Ateya y él vivirían días
felices.
De pronto, pensó en su cita del mediodía.
¿Cómo se comportaría el tal Durand? Era inútil preocuparse de antemano. El abogado
sabía negociar, se tomaría el tiempo necesario para tranquilizar a su interlocutor y alcanzar
el mejor resultado.
Mark tomó una larga ducha, se preparó un café y se vistió a la inglesa, con la necesaria
distinción de los huéspedes del Turf Club, donde algunos lores acudían ataviados con
chaqueta gris.
Bebía su primer trago cuando un extraño espectáculo llamó su atención.
Unas columnas de humo negro invadían el cielo de El Cairo.
Desde el amanecer, miles de estudiantes en huelga se habían instalado en el patio de la
universidad. Protestaban contra la matanza de Ismailía, siguiendo las consignas de sus
cabecillas y uniéndose a otros manifestantes llegados de los arrabales. Un ministro había
clamado: «¡Éste será vuestro día, seréis vengados!». Todos querían obtener armas, combatir
contra los ingleses y liberar el canal de Suez. Esta vez, como la radio prometía, Egipto no
agacharía la cabeza, y se aclamó a la Rusia soviética, que proporcionaría al pueblo en guerra
los fusiles que necesitaba.
Muy pronto, centenares de miles de rebeldes ocuparon el barrio de la Ópera,
paralizando el centro comercial.
Una escena intolerable llamó la atención de uno de los cabecillas, un coloso de ancho
pecho y cabeza fina, alargada como la de un chacal.
Ante el famoso cabaret Badia, donde renombradas artistas representaban la más
hermosa danza del vientre de la capital, un policía tomaba una copa en compañía de una de
las empleadas del establecimiento.
-¿No te avergüenza comportarte así mientras nuestros hermanos son asesinados por los
ingleses? -preguntó el Salawa.
El policía se rió, y aquél fue su error.
De un solo puñetazo, el Salawa le aplastó la cabeza.
-¡Destruid este lugar de libertinaje! -ordenó a los manifestantes.
El cabaret Badia fue el primero en arder. Y se desencadenó la violencia, propagada por
jóvenes en moto y por agitadores que llevaban bidones de gasolina. Por miedo a ser
masacrados, los policías ayudaron a los amotinados, y los bomberos se guardaron mucho de
intervenir.
Cuando la multitud, enfurecida, destrozó las puertas de los grandes almacenes Avierino
golpeándolas con barras de hierro, el Salawa lanzó un grito de victoria. Atacaron también el
Cicurel, otra tienda que especialmente vendía soberbios vestidos europeos; levantaron las
persianas metálicas y quemaron todas las mercancías con las que Occidente inundaba El
Cairo. Algunos saqueadores lo aprovecharon para robar productos reservados a los ricos, y la
jauría decidió incendiar las tiendas de los judíos, el banco Barclays y los cines Rivoli y Metro.
Gigantescas llamas se elevaban en el cielo. ¡El Cairo ardía!
Mark bajó corriendo la escalera y se topó con el guardia del inmueble.
-No salga, es demasiado peligroso.
-¿Qué sucede?
-Una pandilla de locos se ha diseminado por la ciudad. Las fuerzas del orden no tardarán
en intervenir y se restablecerá la calma. Aquí está usted seguro.
-Tengo una cita a la que no puedo faltar.
-No corra riesgos, señor Wilder. La señorita Ateya no le perdonaría que...
-Precisamente, debo encontrarme con ella. ¿No tendrá usted una moto?
-Puedo conseguirle una, pero...
-¡Pronto, se lo ruego!
Mark corría a todo gas con su moto, con la gorra encasquetada y el rostro oculto por un
pañuelo.
No tardó en cruzarse con otros motoristas que arrojaban botellas ardiendo contra
tiendas destrozadas. Los principales bares y restaurantes del centro estaban en llamas.
Cuando Mark llegó al Turf Club, tuvo que frenar bruscamente. Una decena de personas
intentaban huir, pero el Salawa, al frente del populacho enfebrecido, los empujó hacia las
brasas. El demonio se encargó de romperle la nuca a Durand, antes de ver cómo su cadáver
se consumía junto al de las otras víctimas.
Ahora había una sola consigna: aniquilar todo lo que simbolizase la presencia extranjera
en El Cairo.
Mark comprendió que nunca se encontraría con Durand, y lo que debía hacer era salvar
a Ateya de esa tormenta.
Las dos de la tarde; aún era pronto... El abogado se dirigió hacia el Shepheard, donde la
muchacha debía almorzar con algunos turistas.
Pero llegó demasiado tarde. El hotel ardía y los bomberos, cuyas mangueras habían sido
saboteadas, asistían impotentes a la destrucción del célebre hotel. La multitud, encantada,
gritaba consignas antiinglesas y se divertía viendo correr en todas direcciones a algunos
clientes desamparados.
Mark consiguió llegar al jardín, refugio de los aterrorizados extranjeros, pero allí
tampoco había ni rastro de Ateya.
Quedaba el salón de té Groppi, el último refugio. Lamentablemente, el establecimiento
de la plaza Solimán-Pachá también había sido reducido a cenizas.
Un hombre de negocios, vestido a la europea, lloraba.
-¿Se ha salvado todo el mundo? -le preguntó Mark.
-Creo que sí.
-¿Por qué no intervienen el ejército y la policía?
-El rey Faruk ha invitado a sus jefes a un banquete en honor del nacimiento del príncipe
heredero. No queda ni un solo oficial para dar una orden antes de que terminen los festejos.
-¿Y si el palacio de Abdin fuera el próximo objetivo de los incendiarios?
El norteamericano tuvo que dar muchos rodeos para evitar la multitud y los grupos de
exaltados. Una nueva jauría se dirigía hacia la residencia del monarca, gritando:
«¡Derribemos a Faruk!».
A pocos centenares de metros del palacio, el ejército se desplegó y frenó el ardor de los
asaltantes. Mark dio media vuelta y se encaminó hacia la ciudad vieja. Si Ateya había
advertido a tiempo la gravedad de la situación, sin duda se habría refugiado en casa del
abate Pacomio.
Cerca de su domicilio, dos robustos coptos interceptaron al estadounidense.
-¿Adonde va usted?
-Quiero ver al abate Pacomio.
-Imposible.
-Dígale que es muy urgente.
-¿Cómo se llama?
-Mark Wilder.
-Espere aquí.
Otros coptos rodearon al norteamericano. En el centro de la ciudad, el ejército apagaba
los incendios, dispersaba a los amotinados y restablecía el orden. Pero ¿no se extendería la
locura a otros barrios?
Un sacerdote con barba fue a buscar al abogado y lo llevó hasta Pacomio, que estaba
sentado en un sillón con semblante grave.
-¿Sabe usted dónde está Ateya?
-No, Mark.
-Saldré a buscarla.
-Es inútil, unos amigos ya se ocupan de eso. Descansa y ten paciencia.
-¿Que tenga paciencia?
-Atarearte al azar no serviría de nada.
-¿Cómo puede estar usted tan seguro?
-Confía en el Señor y en la magia de sus servidores.
Incapaz de permanecer quieto, Mark daba vueltas por la biblioteca.
Poco después de las ocho, el sacerdote barbudo llamó a la puerta. Detrás de él estaba
Ateya.
49
Advertida por las primeras columnas de humo, Ateya se había refugiado con su grupo de
turistas en la iglesia de San Sergio, a la espera de que un copto le anunciara el fin de los
disturbios. Según Pacomio, el incendio de El Cairo se debía a la intrusión de una fuerza
maléfica que se había apoderado del espíritu de los habitantes de la ciudad. El Salawa,
procedente de Luxor, había encendido un fuego destructor en el corazón de numerosos
rebeldes, ebrios de violencia. De modo que el abate se pasó la noche salmodiando textos
mágicos y fortaleciendo la protección alrededor de Mark Wilder. Sin duda, la maldición
vinculada a la persecución de la momia de Tutankamón acababa de dar un giro devastador.
Y el único hombre capaz de proporcionarles algún indicio fiable sobre los papiros había
muerto abrasado en el Turf Club.
-No desesperemos -recomendó Pacomio-. La voz del cielo aún no se ha extinguido.
-Sin embargo -objetó Mark-, ¡hemos explorado todas las pistas! Esta vez, el horizonte
parece definitivamente cerrado.
-Hoy mismo recibirás una señal benefactora.
A media tarde del 27 de enero, Ateya y Mark regresaron a sus aposentos de Zamalek. El
elegante barrio había sido respetado por los amotinados que se habían encarnizado con el
centro de El Cairo, los hoteles y las tiendas. Nunca se conocería el número exacto de
víctimas, y la ciudad permanecía en estado de shock, a la espera de la reacción del rey de
Inglaterra. Frente al inmueble había un limpiabotas.
-Tres mandarinas por un dólar.
Mark abrazó largo rato a Ateya ante la mirada burlona del muchacho y luego siguió a su
guía hasta un Peugeot negro donde le aguardaba Mahmud. El coche circuló lentamente por
los alrededores.
-¿Le basta esta advertencia? -preguntó el agente doble.
-¿Ha organizado Nasser estos disturbios?
-Se ha visto superado por completo.
-¿No aprovechará la situación para tomar el poder? -aventuró Mark.
-Intentar un golpe de Estado sería un error fatal. Hemos analizado los acontecimientos y
llegado a una conclusión: el responsable de esta terrorífica jornada no es otro que Faruk, en
connivencia con los ingleses.
-¡Imposible!
-Los hechos son los siguientes: el rey había invitado a cenar a los jefes del ejército y de la
policía, y las fuerzas del orden no han intervenido antes de las cinco de la tarde, salvo para
proteger el palacio. Yo mismo he visto policías observando cómo unos jóvenes encendían los
fuegos, y su único comentario ha sido: «Dejemos que se diviertan un poco». Faruk estaba
perfectamente informado y, cuando él lo ha decidido, se ha restablecido la calma.
-¿Cuál era su objetivo?
-De entrada, librarse de su primer ministro, Nahas, un viejo adversario político. Ya está
hecho: Faruk lo ha acusado de negligencia y de incompetencia y lo ha sustituido por Maher,
que tiene casi setenta años, detesta a su predecesor y no se opondrá al rey ni a los ingleses.
Luego, tener una buena razón para restablecer la seguridad en la zona del canal y manifestar
así su autoridad tranquilizando al ejército británico, que acaba de demostrar su
determinación y su potencia de fuego. Eso también se ha hecho. Para terminar, todos los
jefes del movimiento nacionalista que exigen la partida de los ingleses han sido detenidos y
deportados al desierto. El impulso liberador se ha quebrado, los servicios secretos británicos
y Faruk han encontrado un acuerdo y han demostrado su eficacia. Naturalmente, ya no se
trata de romper con Gran Bretaña ni de exigir la retirada de sus soldados.
-¡Estará usted satisfecho!
-Al contrario, señor Wilder; esta victoria sólo es un espejismo. El rumor ya corre por El
Cairo y el pueblo acusa a Faruk de ser un criminal y un vendido, el único responsable de los
doscientos setenta incendios que han cambiado la silueta de la ciudad y provocado
numerosas víctimas, egipcias y extranjeras. Esta estrategia le hace más odioso aún. Y él,
como Inglaterra, no es en absoluto consciente del verdadero peligro: Nasser. El teniente
coronel ha reunido a sus íntimos para anunciarles que estaba dispuesto a apoderarse de la
capital. El ejército se encarga de que se aplique el toque de queda, por lo que, ¿no debería
aprovechar esta ocasión? Ocuparía los parajes estratégicos y detendría al rey y a los
miembros de su gobierno. Pero nadie aprobó este plan, que estaba condenado al fracaso de
antemano. La reacción del ejército británico sería forzosamente de una violencia extrema. El
Cairo, ocupado de nuevo a costa de miles de muertos. Nasser, impresionado por la idea de
una carnicería, ha retrocedido, pero seguirá conspirando y manteniendo sus objetivos. Hay
que debilitarlo ahora. Que su amigo John y Estados Unidos dejen de perder el tiempo. Si
consigue usted convencerlos de que intervengan, le hablaré de Durand.
-Durand, pero...
-No tardaremos en volver a vernos, señor Wilder.
El abogado tenía que hacer dos llamadas urgentes: la primera, a Dutsy Malone; la
segunda, a John.
La voz atronadora de Dutsy estalló en el auricular.
-¡Dios de dioses, estás vivo! Esos egipcios están completamente locos; te lo había
advertido.
-Un simple motín con lamentables excesos.
-Según los medios, El Cairo entero ha ardido, ¡y hay centenares de muertos!
-Sólo el centro ha quedado afectado -rectificó Mark-, y Faruk ha restablecido el orden.
-¡Esa ciudad es un polvorín! Mañana volverá a empezar. Hay que sacarte de ahí
enseguida.
-Imposible, Dutsy.
-No me digas que te sientes investido con una misión más o menos sagrada y que vas a
llegar hasta el final.
-Como de costumbre, has intuido la verdad.
-No tientes demasiado a la suerte, Mark. ¡Tu lugar está aquí y lo sabes muy bien! Allí
sólo lograrás que te hagan daño.
-Tengo protección; además, ahora no puedo abandonar. Si resulta que todas las pistas
acaban en un callejón sin salida, regresaré.
-Aquí no falta trabajo... ¡Y varios senadores quieren invitarte a almorzar!
-Haz que esperen y diles que estoy trabajando para Estados Unidos. ¿No es Oriente
Próximo una de las claves del porvenir?
-A mí lo que me interesa es el montón de nuevos expedientes.
-Desbroza el terreno, yo decidiré.
-No te entretengas demasiado en zona peligrosa, Mark.
-Hasta pronto, Dutsy, da un beso a tu mujer y a tus hijos de mi parte.
-Todos te esperamos para cenar.
La segunda llamada sería menos amistosa.
Esta vez, John respondió y le dio al abogado una cita en una falúa donde se bebía té
mientras se contemplaba el Nilo, que los cairotas llamaban, de buena gana, «el mar».
Pintada de azul y decorada como un salón que respondiera a las exigencias del confort
británico, la embarcación no abandonaba el muelle. Allí, los buenos clientes obtenían
alcohol e incluso drogas. Al caer la noche, cierto número de falúas se convertían en lugares
de placer.
John fumaba un cigarro.
-Son tiempos sucios, amigo Mark. Ayer, tú y yo podríamos haberla palmado. No sólo se
produjeron enormes daños y algunas víctimas, sino que también se ha pasado página. El
Cairo de la época inglesa acaba de arder ante nuestros ojos, y Egipto se convierte en un país
dudoso para las grandes potencias. Por lo que a Gran Bretaña se refiere, ha decidido enviar
varios barcos de guerra, entre ellos, un portaaviones, ante las costas de Alejandría. Suez no
debe caer en manos de los revolucionarios.
-He visto a Mahmud. A su entender, Faruk es el responsable del incendio de la capital.
-Es posible, pero también puede acusarse a los comunistas y a los Hermanos
Musulmanes, que ya no soportan la existencia de bares, de clubes nocturnos, de cines y de
grandes almacenes. Y, además, la pobreza alimenta la revuelta de las masas, cada vez más
hostiles a los ricos extranjeros.
-Mahmud me comunicó que Nasser había renunciado momentáneamente a tomar el
poder por la fuerza. Estados Unidos debe utilizar este plazo para detener el proceso
revolucionario e impedir un cataclismo.
-Elegir entre Faruk y Nasser... Ese es el verdadero problema, y yo sólo soy un
instrumento, obligado a obedecer órdenes. Esos dos tipos son igualmente peligrosos. Al
acercarse a los ingleses, Faruk se aleja de los estadounidenses, a quienes nos gustaría mucho
ver a aquéllos abandonar Egipto y Oriente Próximo, donde les sucederíamos.
-¿Abandonaríamos a Faruk en beneficio de Nasser?
-Tal vez Mahmud tiene en demasiada estima a su jefe. ¿Acaso no ha dado un paso atrás
al renunciar a un golpe de Estado? Sin duda Nasser es sólo un agitador, incapaz de dar el
paso en el momento decisivo. Por ahora, controlamos la situación. Norteamérica defiende el
apaciguamiento general, tanto ante Faruk como ante los ingleses. La ley marcial estará en
vigor, por lo menos, durante dos meses, y no veo al ejército egipcio lanzándose a una
revuelta suicida. El bueno del general Naguib sabrá calmar a los Oficiales Libres y hacer
entrar en razón a eventuales exaltados.
-Mahmud debe proporcionarme una información esencial referente a los papiros de
Tutankamón -reveló Mark-, Me comprometí a encontrarlos y cumpliré mi palabra. A
cambio, quiere saber si Estados Unidos se decide por fin a tomar en serio el caso Nasser y a
impedir a éste que cause ningún daño.
Con los ojos clavados en el Nilo, John le dio una buena calada a su cigarro.
-Dile que no tratamos a la ligera sus informaciones y que Estados Unidos ha decidido
implicarse en el asunto egipcio. Varios agentes secretos no tardarán en completar mi equipo,
y nos pondremos en contacto con los distintos protagonistas. Puesto que las revoluciones
únicamente producen desgracias, intentaremos evitar el caos.
-Tengo ganas de creerte, John.
-Yo deseo que encuentres esos papiros. Según sea su contenido, consideraremos qué
decisiones tomar.
50
Situado en una callejuela inaccesible a los coches, el café de paredes embaldosadas estaba
lleno de ancianos. Discutían, leían el periódico, jugaban a los dados, al dominó o a las cartas,
bebían té negro, fuerte y azucarado, café o una infusión caliente de anís. Muchos fumaban la
shishah, la pipa de agua, observando cómo las brasas se consumían lentamente. Tanto si
fumaban un tabaco fuerte de aceptable calidad como si era una mezcla de melaza y polvo de
tabaco, el resultado era catastrófico para los pulmones. Pero se trataba de una costumbre
muy arraigada y era la ocupación favorita de los varones cairotas. Mark Wilder se sentó
frente a Mahmud.
-Aquí estamos seguros. Ningún chivato de la policía se atrevería a venir a este café. En
cambio, varios afectos a los Oficiales Libres montan guardia. ¿Ha encontrado usted a John?
-Mantuvimos una larga charla.
-¿Y cuál es su posición?
-No está convencido de que Faruk sea el único culpable del incendio de El Cairo, pero no
excluye su responsabilidad. Aún duda de la capacidad de Nasser para fomentar una
revolución, estudia el problema de cerca y afirma que Estados Unidos está decidido a tratar
del mejor modo la cuestión egipcia. Varios agentes de la CIA reforzarán el equipo de John y
establecerán contacto con los principales actores de la escena política.
Mahmud dejó escapar un largo suspiro de alivio.
-¿Los norteamericanos están decididos a acabar con Nasser?
-Desean expulsar a los ingleses sin provocar un caos que pueda resultar mortal.
Mahmud llamó al cafetero y encargó un licor prohibido, una bebida verde más bien
espesa, servida en un pequeño vasito.
-¡Celebrémoslo, señor Wilder!
El abogado se vio obligado a apurar su vaso de un trago. El alcohol le abrasó el tracto
digestivo. Salvo por un aroma que se parecía vagamente a la menta, no consiguió identificar
sus ingredientes.
Al instante, los vasitos estuvieron llenos de nuevo.
-Por lo menos, no habré trabajado en balde -dijo Mahmud-. Si los norteamericanos
entran en el juego, Nasser no tiene la menor posibilidad de lograrlo y la revolución no
estallará. Faruk, por su parte, se verá obligado a plegarse a las exigencias de los nuevos
dueños del país y favorecer, por fin, la felicidad de su pueblo.
-Yo he cumplido mi parte del trato, ahora confío en que cumpla usted la suya.
Mahmud apuró de un trago su segundo vasito.
-Su «Durand» trabajaba para los servicios secretos británicos. Estaba casado con una
inglesa y llevaba unas fichas sobre las personalidades extranjeras que frecuentaban los
lugares elegantes de la capital. A cambio, gozaba de un salario correcto y de un hermoso
apartamento en Zamalek. Su deseo más querido era regresar a Francia.
-¿Le interesaba la egiptología?
-Se sospechaba que participaba de un pequeño tráfico de antigüedades para redondear
su salario, pero se sugería a la policía que olvidara este detalle.
-De modo que podría haber adquirido los papiros de Tutankamón...
-De ser así, forzosamente su mujer sabe dónde están escondidos. Se llama Linda, y ésta
es su dirección.
Mahmud la garabateó en un pedazo de papel. Mark la memorizó y luego la rompió.
-Bien hecho, perfecto -aprobó el agente doble-. Se está usted convirtiendo en un
profesional.
-Se trata de mi última intervención. Ahora me retiro de la partida y le deseo buena
suerte. Como sospechará usted, tengo una tarea urgente que cumplir.
Cuando el norteamericano se fue, Mahmud apuró el vaso que éste había dejado. Estaba
al borde de la embriaguez, y se sentía eufórico.
Linda, la viuda de Durand, vivía en un edificio moderno, cerca del convento católico de
San José. Sentado en un banco, junto a la entrada, un bauab montaba guardia. A modo de
conserje, vigilaba las idas y venidas, y dejaba fuera a las personas dudosas o indeseables. Con
su metro noventa y su impresionante musculatura, el nubio llevaba perfectamente a cabo su
tarea.
-Soy abogado y tengo cita con una amiga, Linda, la esposa de un hombre de negocios
francés -le dijo Mark.
El portero pareció molesto.
-Lo siento, pero no puede usted verla.
-¿Por qué razón?
-Se marchó ayer por la tarde.
-¿Sabe usted cuándo regresará?
-Nunca. Se ha ido definitivamente de Egipto.
Aunque se expresara en un inglés correcto, el bauab parecía incómodo.
Era evidente que mentía, pero Mark no podía pasar a ver a la mujer.
-Gracias por haberme informado.
El abogado fingió alejarse, pero se ocultó tras un árbol a una buena distancia del edificio,
cuya entrada no perdió de vista.
Poco después de la puesta de sol, un tipo bajito con bigote, vestido a la europea, saludó
al guardia y cruzó el umbral.
En el apartamento del tercer piso, el de Linda, se encendió una luz.
Transcurrió más de una hora y la luz se apagó.
Cuando el hombre del bigote salió del inmueble, Mark lo siguió y no tardó en abordarlo.
-Soy amigo de Linda y me gustaría tener noticias suyas.
-No la conozco.
-En ese caso, ¿qué hacía usted en su apartamento?
El abogado mantenía la mano derecha en su bolsillo, como si sujetara un arma. Al ver la
dureza de su mirada, el hombre comprendió que no estaba bromeando.
-Yo era uno de sus criados -reconoció-, y he limpiado el lugar antes de que llegue el
nuevo ocupante.
-¿Dónde está ella?
-Ha regresado a su casa, en Inglaterra.
-Eso es mentira -afirmó Mark-. Quiero la verdad, de lo contrario...
El odio llameó de pronto en los ojos del bigotudo.
-Esa perra era una inglesa, y nosotros, la gente del pueblo, detestamos a los ingleses y a
todos los demás occidentales que han invadido nuestro país y se enriquecen a costa nuestra.
Miles de fellahs se han convertido en sus esclavos. ¡Griegos, italianos, judíos y todos los
demás, fuera! Su Linda no seguirá oprimiéndonos.
-¿Qué le ha sucedido?
-¿Realmente quieres saberlo, extranjero? Muy bien, pues voy a decírtelo para que tomes
el primer avión después de haber avisado a tus compatriotas. Esa zorra fue estrangulada por
el Salawa, un demonio que ha brotado de las tinieblas para castigar a los impíos. Contra él,
vuestras armas son inútiles. ¡Ojalá siga destruyéndoos!
Dicho aquello, el hombre puso pies en polvorosa.
Mark no le siguió.
51
Deshecho, Mark había informado a Ateya sobre los últimos acontecimientos sin omitir el
menor detalle.
-La aventura ha terminado -concluyó-. Nunca encontraré los papiros de Tutankamón.
-No seas tan pesimista y no subestimes al abate Pacomio. Si te confió una misión tan
importante es que cree en tu capacidad para lograrlo.
-La última pista se ha esfumado definitivamente.
-Las apariencias suelen ser engañosas.
-¿Adonde me llevas?
-A Matarieh, al norte de El Cairo: el abate nos aguarda allí.
La mera presencia de Ateya devolvía la esperanza a Mark. Los golpes del destino no
parecían debilitarla, como si las tinieblas no consiguieran oscurecer la luz que de ella
emanaba.
La muchacha, que era una hábil conductora, dejó atrás a convoyes enteros de asnos que
tiraban de carretas cargadas de material. A veces, con el corazón roto por el esfuerzo, uno de
ellos se derrumbaba.
El suburbio de Matarieh se componía de villas más o menos degradadas. Ateya estacionó
el vehículo cerca de un jardín, a la sombra de un sicomoro.
Pacomio meditaba sentado en un banco.
Mark se acercó a él a lentas zancadas.
-He aquí el lugar donde se refugió la Sagrada Familia -dijo el abate-. Según el Evangelio
de Mateo24, un ángel se apareció a José y le ordenó que llevara a Egipto a su esposa María y a
su hijo Jesús, pues Herodes pensaba acabar con la vida del niño. Los coptos conmemoran la
llegada de Cristo a Egipto el 19 de mayo con una hermosa fiesta. En realidad, no se trataba
de una huida, sino de un regreso a los orígenes. Cristo procedía de una cofradía iniciática
egipcia, e intentó transmitir al mundo parte de las enseñanzas faraónicas. Rey-Dios, sucedía
a los monarcas de las treinta dinastías que habían recreado el cielo y la tierra. Y fue aquí, en
Matarieh, tras un largo viaje por el desierto, donde Jesús hizo brotar una fuente de agua pura
en la que los viajeros saciaron su sed. Puesto que el sudor corría por los miembros del niño,
María elaboró un bálsamo destinado a curar a los posesos. En su composición entraba el
aceite que se utiliza durante el bautismo, el cual expulsaba las fuerzas negativas.
-He fracasado -dijo Mark.
-Mira este sicomoro. Es el símbolo y la morada de la diosa del cielo, Nut, que protegió a
la Sagrada Familia. En la frontera de la muerte y de la vida eterna, acoge a los «justos de
voz» y les procura los alimentos del más allá. En este siglo de violencia y estupidez, ¿qué
mirada puede contemplar aún su misterio?
-La esposa de Durand fue estrangulada por el Salawa.
Pacomio guardó un largo silencio.
-Siéntate, Mark.
El abate dejó un platito a los pies del norteamericano y en él quemó alumbre. De él se
desprendieron una serie de burbujas; luego el alumbre se redujo a una masa carbonosa.
-Han aparecido los ojos de las tinieblas -advirtió el abate-, y son de naturaleza
masculina. El Salawa se ha acercado a ti varias veces, pero no te ha identificado. Sus blancos
prioritarios eran Durand y su esposa, pues poseían información muy importante.
24 I 2,13-14.
-¡Ambos están muertos, así que nuestro fracaso se consuma!
-Desengáñate, Mark. La intervención del Salawa es, en sí misma, rica en enseñanzas.
Pertenece a una categoría de demonios alimentados por un fuego destructor que utiliza un
mago muy experto. Esos espíritus maléficos contaminan los pozos y las fuentes, controlan
caminos y carreteras, donde provocan accidentes mortales. Puesto que los jefes ya no
consiguen combatirlos, recurren a los últimos sacerdotes coptos que poseen fórmulas
eficaces. Yo temía que el Salawa hubiese atacado, con éxito, la fuente de Matarieh, pero
¡afortunadamente está intacta! De lo contrario, la circulación de la energía celestial se habría
interrumpido y ya ningún poder terrenal habría conseguido acabar con el monstruo.
Nuestra lucha prosigue.
-¿De qué modo?
-Todos los egipcios saben que, según la leyenda, el Salawa es originario de Luxor. Allí,
cerca de la tumba de Tutankamón, un manipulador lo despertó. Se lo llevó a El Cairo y le
encargó que desempeñara un papel de incendiario y suprimiera al matrimonio Durand,
informado de las tribulaciones que los papiros habían sufrido. Así pues, hay que ir a Luxor,
pero debes saber que tu misión se hace cada vez más peligrosa. Intentarás ponerte en
contacto con amigos de tu padre; tal vez posean información de vital importancia. Al
manifestarse, el Salawa ha cometido un grave error: indicarnos el lugar donde buscar.
Probablemente los papiros de Tutankamón nunca han abandonado la orilla oeste de Tebas.
-¿Quién despertó al Salawa? -preguntó Mark.
-Sólo un erudito sin escrúpulos pudo cometer un acto tan terrorífico. Pienso en un
personaje de gran envergadura al que llaman Profesor, cuya competencia es universalmente
admirada.
-¿Y por qué iba a cometer ese crimen?
-Porque conoce el contenido de los papiros y lo considera lo bastante eficaz como para
disipar las mentiras que alimentan a la humanidad actual. Si en efecto se trata del Profesor,
el control que ejerce sobre el Salawa demuestra que está decidido a fortalecer el reino del
mal. ¿Deseas enfrentarte a él, Mark?
-¿Acaso no he cruzado ya el punto de no retorno?
-En adelante sólo llevarás camisas azules. Ese color es el del dios Amón, el que posee el
secreto de la vida y es custodio del aliento creador. Aún debo aumentar el círculo protector
que impidió que el Salawa te identificara. Por eso Ateya nos llevará a Heliópolis, la ciudad
santa más antigua de Egipto, cerca del árbol de la Virgen.
De la prestigiosa ciudad, donde el Gran Vidente había creado los Textos de las pirámides,
un conjunto de fórmulas para la resurrección del alma real, sólo subsistía un obelisco de
unos veinte metros de altura que databa de la época de Sesostris I.
-Todo nació aquí -reveló Pacomio contemplando la aguja de piedra que atravesaba el
cielo y disipaba las fuerzas negativas-. En esta «ciudad del Pilar»25, los antiguos egipcios
percibieron la omnipotencia de la luz creadora, que incorporaron a sus obras. Y los papiros
de Tutankamón contienen el modo de empleo de esa energía inagotable, la única capaz de
vencer a la muerte. Mira los signos mágicos grabados en esta piedra erguida, Mark. Son las
palabras de los dioses con las que debes impregnarte antes de enfrentarte al demonio de las
tinieblas y al maléfico cerebro que lo manipula.
El norteamericano se concentró en los jeroglíficos y tuvo la sensación de que vivían con
una existencia inalterable, alimentados por un fuego secreto. En Central Park sólo había sido
un espectador; allí, en cambio, comenzaba a ver.
En la nuca del hijo de Howard Cárter, el abate Pacomio impuso los siete sellos de
Salomón, como antaño había hecho con su padre, y pronunció, en antiguo egipcio, la
Ateya y Mark aguardaban en el aeropuerto de El Cairo. El avión hacia Luxor llevaba dos
horas de retraso, pero la espera no se les hacía pesada. Antes de enfrentarse con nuevas
pruebas, saboreaban su complicidad amorosa, como si el porvenir les perteneciera.
Un hombre se plantó ante ellos.
-Debo hablarte en privado, Mark.
-¡John! ¿También tú vas a Luxor?
-Lo siento, te quedas en El Cairo.
-Ni hablar.
-Vayamos a otro lugar a hablar tú y yo a solas.
Con una mirada, Ateya dio su consentimiento a Mark, a quien el agente de la CIA
arrastró hacia un rincón tranquilo.
-Como ya le dije a Mahmud -declaró Mark-, mi intervención en vuestros asuntos de
espionaje ha terminado. Tengo otra misión que cumplir y no me doblegaré a tu voluntad.
-Irás a Luxor cuando me hayas hecho un último favor.
-No me has entendido bien, John.
-Amigo mío, no me obligues a reiterar mis amenazas. Si realmente amas a esa mujer, no
la pongas en peligro.
Mark sintió un nudo en la garganta. Tenía ganas de romperle la cabeza a su compatriota.
-¿Qué quieres exactamente?
-Que le lleves este pliego sellado a Faruk -le explicó mientras le entregaba un
documento.
-¿Y su contenido?
-Top secret.
-¡No para mí!
-Cuanto menos sepas, mejor.
-Exijo saber la verdad.
-Como quieras... La CIA promete a Faruk entregarle vehículos blindados y
ametralladoras para que pueda poner fin rápidamente a cualquier nueva revuelta. De ese
modo el rey comprenderá que dispone del apoyo de Estados Unidos y que está en deuda con
nuestro país.
-¿Por qué se me obliga a hacer de mensajero?
-Porque no perteneces a servicio oficial alguno y Faruk confía en ti. Te considera un
aliado seguro y no dudará de la veracidad de la información que le proporciones. Antonio
Pulli te espera en el palacio de Kubbeh, a las seis de la tarde. Entregarás el pliego al rey, en
propia mano. Si hay algún problema, conserva el documento y llámame. Pero todo debería ir
bien. Luego partirás hacia Luxor. ¿De modo que allí están ocultos los papiros de
Tutankamón...? Su contenido puede interesarme mucho, no lo olvides. Buen viaje, Mark.
El palacio de Kubbeh no tenía menos de cuatrocientas habitaciones y albergaba una
impresionante cantidad de tesoros, entre ellos medallas, cofres llenos de joyas, huevos de
Fabergé, pisapapeles adornados con piedras preciosas y una fabulosa colección de sellos
raros, comparable a la de la reina de Inglaterra. El guardarropa de Faruk contaba con un
centenar de trajes, diez mil camisas de seda y otras diez mil corbatas.
Sólo algunos familiares conocían la existencia de objetos más comprometidos, como una
fotografía dedicada de Adolf Hitler o algunas tarjetas postales eróticas. Faruk, un verdadero
obseso sexual, coleccionaba también excitantes esculturas de mármol, relojes y cajas de
música adornadas con jóvenes desnudas, calendarios sugerentes e incluso sacacorchos
capaces de despertar sus sentidos.
Antonio Pulli recibió a Mark Wilder en un gran despacho decorado con cuadros muy
convenientes.
-Recibí su petición de audiencia, pero su majestad se encuentra algo indispuesto. ¿Puedo
ayudarle?
-Desgraciadamente, no. Debo entregarle un pliego confidencial.
-No le quepa duda, señor Wilder, de que yo cumpliré escrupulosamente con su encargo.
-No lo dudo, pero las circunstancias me imponen entregar el documento en propia
mano.
Con rostro agrio, Pulli se levantó.
-Veré lo que puedo hacer.
Mark esperó más de media hora, y al cabo, Pulli reapareció.
-Sígame, su majestad acepta recibirle.
Vestido con un batín y sentado en un sillón capaz de aguantar su peso, Faruk devoraba
pasteles y bebía zumo de naranja.
-Déjenos, Antonio.
La eminencia gris se esfumó.
Mark entregó el pliego a Faruk, que rompió su sello, lo leyó y luego lo rompió en mil
pedazos.
-Excelentes noticias, señor Wilder. Estoy satisfecho, muy satisfecho, y aprecio mucho la
actitud de mis amigos norteamericanos. Podrán felicitarse de ello en el futuro, dígaselo.
Ahora déjeme, necesito un poco de descanso antes de una cena oficial.
Mark se encontró con Antonio Pulli en el pasillo.
-¿Va todo bien?
-No podría ir mejor. Su majestad está encantado.
-¡Bravo, señor Wilder! Nuestra colaboración resulta fructífera, y el rey aprecia su eficacia
y su discreción. En estos turbulentos tiempos, la ayuda de nuestros amigos norteamericanos
es como un don del cielo. Pronto podré confiarle nuevos casos.
«La eminencia gris del rey está realmente muy bien informada», pensó el abogado.
-Voy a descansar algunos días en Luxor.
-¡Un lugar encantador! Numerosos templos y tumbas merecen una visita, el Valle de los
Reyes es un paraje incomparable. ¡Ah... lo olvidaba! Un importante personaje me ha
preguntado cómo iba su estancia entre nosotros. Sin dejar de alabar su competencia como
abogado y su talla de estadista, lo he tranquilizado afirmando cuánto le seducía Egipto a
usted.
-¿Puedo saber de quién está hablando?
-Lo llamamos el Profesor. Conoce todas las excavaciones, hace y deshace carreras de
arqueólogos y goza de la estima general. Sin duda lo conocerá en Luxor. Se sentiría muy
satisfecho de poder hablar con usted. Feliz estancia, señor Wilder.
De camino al aeropuerto, Mark se sintió invadido por una sensación de angustia.
Cumplida la última misión, de nada le servía ya a Mahmud ni a John, y era sólo un
embarazoso testigo de sus actividades ocultas. En cuanto a la amistad de Faruk, nada
protector había en ella.
Así pues, era un buen momento para librarse de él...
No, quedaban los papiros de Tutankamón. Pero ¿realmente Mahmud y John deseaban
verlos aparecer?
Sí, para apoderarse de ellos y utilizarlos a su conveniencia.
En el mismo instante en que los encontrara, él se convertiría en alguien tan molesto
como inútil.
En las cercanías del aeropuerto y en su interior había una multitud de policías. El
abogado temió un atentado y se apresuró a buscar a Ateya.
Un oficial lo interceptó y le pidió la documentación.
-¿Ocurre algo?
-Tranquilícese, nada grave. Un simple control rutinario.
Faruk quería demostrar que tenía firmemente cogidas las riendas del país.
¡Por fin, el avión! Sentada cerca de la sala de embarque, Ateya leía un libro sobre el Valle
de los Reyes.
Habían anunciado ya el siguiente vuelo a Luxor.
-¿Ha ido todo bien? -preguntó ella.
-Sí y no. He entregado a Faruk un pliego confidencial y espero haberme librado de la
CIA. Pero el Profesor ha descubierto mi identidad.
54
28 Hu y Sia.
29 Abd el-Aal Ahmed Sayed.
convencerle de que le concediera una última oportunidad.
La mañana del 4 de noviembre apareció el primer peldaño de la escalera que conducía a
la puerta sellada de la tumba de Tutankamón. Ateya relató la epopeya con pelos y señales, y
Mark tuvo la sensación de estar junto a su padre en el momento en que un fantástico éxito
coronaba tantos años de labor.
Luego, los dos amantes permanecieron en la habitación de Mark. Los rayos del sol
poniente iluminaron el lecho en el que, abrazados, Ateya y Mark se tendieron. Ante el Nilo y
la cima de Occidente, hicieron el amor.
55
30 Djeser djeseru.
56
La primera visita de Mark al despacho del Servicio de Antigüedades de la orilla oeste fue
en vano, porque los responsables estaban ausentes. Le dieron una cita: al día siguiente, a las
siete de la tarde.
Mientras Ateya guiaba por Karnak a un grupito de apasionados, Mark acudió de nuevo a
la tumba de Tutankamón para impregnarse al máximo de la atmósfera del lugar donde,
durante muchos siglos, increíbles tesoros habían sobrevivido en silencio y tinieblas.
Saqueadores, arqueólogos y turistas habían hollado el suelo del Valle sin sospechar que
caminaban sobre aquel relicario que contenía los secretos de la eternidad.
El segundo encuentro con el sarcófago fue tan conmovedor como el primero. Como
afirmaban los Textos de las pirámides, el faraón no partía muerto, sino vivo. Liberado de su
envoltura carnal, transformado en oro por los ritos, se reunía con sus hermanos los dioses y
reinaba entre las estrellas.
Al abandonar el Valle de los Reyes para regresar al Winter Palace, Mark sufrió una brutal
transición. Salía de un universo sobrenatural donde el tiempo ya no existía y regresaba al
mundo de las torpezas humanas.
Las noticias procedentes de El Cairo no eran muy satisfactorias. Ciertamente, Faruk
había nombrado un nuevo primer ministro, Hilaly, apodado El don Quijote del Nilo porque
quería emprenderla con la corrupción y los injustificables privilegios de los ricos. Para
sorpresa general, el rey había firmado incluso un decreto que obligaba a todos los egipcios a
redactar una declaración de absoluta sinceridad sobre el origen real de su fortuna. Ante el
jaleo que montó el personal político, amenazando con revelar las alucinantes especulaciones
de los íntimos de Faruk, el primer ministro había abandonado sus proyectos moralizadores.
Enterrada definitivamente la virtud, se entregarían a los jueguecitos habituales, ante la
paternal mirada del rey, indiferente a la cólera del pueblo y a la decepción del ejército y de
las clases medias.
Era inútil engañarse: el statu quo no podía durar. Nasser avanzaba oculto tras su
máscara, la CIA también. ¿Qué opción elegiría Estados Unidos, qué quería Egipto, cómo
resolvería el espinoso problema del canal de Suez y de la ocupación inglesa? En Luxor, Mark
se mantenía al margen de esa tormenta, con la esperanza de que no estallaran nuevos
disturbios antes de que encontrara los papiros de Tutankamón.
Por su parte Ateya, cansada de responder las innumerables preguntas de su grupo de
aficionados, apreció una tranquila cena en el parque del Winter Palace. Las palabras de
amor que pronunció Mark borraron todo rastro de fatiga.
Minutos antes de las siete, Ateya y Mark accedieron al despacho de uno de los
inspectores del Servicio de Antigüedades de la orilla oeste de Luxor. Aquel funcionario de
unos cincuenta años, cabeza cuadrada y pelo canoso tomaba un café mientras escuchaba las
quejas de uno de sus subordinados.
Los visitantes fueron invitados a sentarse. Primero era preciso dar pruebas de paciencia,
no interrumpir sobre todo al dueño del lugar y aguardar el momento en que se dignara
interesarse por sus huéspedes.
Entró un empleado con una bandeja y tacitas de café turco; el tiempo pasó lentamente.
El inspector abrió un gran cuaderno, lo hojeó con atención, escribió unas líneas y, luego,
miró a la pareja.
-¿En qué puedo ayudarles?
-Me llamo Mark Wilder, y soy abogado. Tengo la suerte de poder residir unos días en
Luxor y ser guiado por la señorita Ateya, por lo que me gustaría tener acceso a lugares
prohibidos a los turistas.
El inspector jugueteó con un lápiz.
-He oído hablar de la señorita. Una excelente guía, según opiniones tan diversas como
unánimes. Sabrá hacerle apreciar las maravillas de tan antigua ciudad. ¿Qué desearía ver en
particular?
-La tumba de Montuhotep II, en Deir el-Bahari, y la de la reina Hatsepsut.
-Son lugares de difícil acceso y además están cerrados desde hace mucho tiempo. ¿Por
qué suscitan su curiosidad?
-Me interesa la aventura arqueológica de Howard Cárter. Tras haber estudiado sus
cuadernos de notas que se conservan en el museo de El Cairo, me gustaría contemplar las
dos sepulturas que exploró.
-¡Un recorrido propio de un egiptólogo, señor Wilder! ¿Acaso ha decidido cambiar usted
de oficio?
-Tranquilícese, sigo siendo un aficionado.
El inspector dio unos golpecitos en la mesa con la punta de su lápiz.
-Me gustaría mucho poder satisfacerle, pero resultará muy difícil. Dado el particular
carácter de esos parajes, debo dirigir una petición por escrito a mis superiores en El Cairo, y
me es imposible concretar un plazo para la respuesta. Sin embargo, no dude de que, por mi
lado, haré lo necesario. Desgraciadamente, no puedo prometerle un resultado positivo.
-Aprecio en alto grado sus esfuerzos, señor inspector. Y estoy seguro de que obtendrá
usted resultados satisfactorios.
-Inch Allah!, señor Wilder. Los misterios de nuestra administración son a veces
insondables. Pero ¡hay tantos tesoros que descubrir en Luxor! Las jornadas de su visita
estarán ciertamente muy ocupadas.
Mark sintió que era hora de irse.
-¿Dónde podré encontrarle? -preguntó el inspector.
-Me alojo en el Winter Palace.
-Un hotel ya legendario. ¡Uno de los feudos de Cárter! Se arriesga usted a encontrarse
con su fantasma.
-¡Cuántos recuerdos fabulosos podría éste contarme!
-Que su estancia entre nosotros sea muy agradable.
Luego, nuevos solicitantes entraron en el despacho.
-No me gusta ese tipo -dijo Ateya.
-¿Habías hablado con él alguna vez?
-Nos cruzamos en Karnak. No tiene buena reputación, y su actitud no me parece muy
favorable.
-¿Crees que está burlándose de nosotros?
-No forzosamente, pero si sigue la vía jerárquica perderá mucho tiempo; juraría que
quiere impedirte ver esas tumbas.
-Tal vez porque una de ellas contiene los papiros de Tutankamón... ¿Lo sabrá él?
-En ese caso, las puertas permanecerán cerradas.
-¿Podremos forzarlas?
-Es poco probable.
-Tengamos un poco de paciencia... Si fracasamos, deberemos correr riesgos.
A las diez de la noche, el inspector despidió a un empleado quejoso que solicitaba un
aumento de sueldo. Luego se consagró a una tarea prioritaria: ponerse en contacto con el
Profesor utilizando la red telefónica interior, que esta vez se dignó a funcionar.
-Acabo de ver a Mark Wilder y a su amiga egipcia. Desean visitar las tumbas de Deir el-
Bahari descubiertas por Cárter. Me he refugiado en el reglamento administrativo. ¿Qué debo
hacer?
-Seguir el procedimiento. Escribe una carta a tu superior.
-¿Hay que examinar las tumbas antes de recibir respuesta de El Cairo?
-En absoluto. No cambies en nada tus hábitos y limítate a observar las actividades de
Wilder. Todas las noches me harás un informe telefónico.
57
31 Elfessikh.
el producto de las cosechas controladas por los inspectores del fisco.
En los muros de una mansión, algunas escenas relataban la peregrinación a La Meca de
un piadoso aldeano. En el dintel de varias puertas había herraduras y manos de terracota
pintadas de azul.
La casa del copto ofrecía una particularidad: su protección mágica adoptaba la forma de
cuatro pequeños rombos. Disponía de un pequeño huerto donde crecían pepinos, albahaca,
perejil y lechuga.
Ateya abrió una puerta de madera que daba acceso a dos estancias: una servía a la vez de
dormitorio y de cocina, la otra estaba reservada para el asno y las gallinas.
El propietario se despertó de su siesta.
-Me envía el abate Pacomio -dijo Ateya.
-¡Que Dios le bendiga! ¿Y el hombre que está contigo...?
-Es un discípulo del abate. Puedes hablar con toda tranquilidad.
El campesino permaneció sentado.
-Una triste fiesta -murmuró-, una fiesta muy triste. Un viento maligno sopla sobre la
aldea y la región.
-¿Qué ocurre?
-El Salawa ha regresado, la maldición de Tutankamón golpea de nuevo a quienes osaron
turbar su descanso.
-¿Se han visto afectados quizá los colaboradores de Howard Cárter?
-Dos de sus más fieles obreros han perdido un nieto. Todo el mundo se esconde o calla;
hablar de Cárter y su descubrimiento equivale a una condena a muerte.
-¿La policía ha hecho alguna investigación? -preguntó Mark.
-Comprendió muy pronto quién era el culpable y sabe que no tiene posibilidad de
intervenir. Ninguna arma puede destruir al Salawa.
-¿No existe un medio de combatirlo?
-Nuestras fórmulas mágicas se han vuelto impotentes, pues el reino de las tinieblas no
deja de extenderse. Hay que aguardar a que la cólera del Salawa ceda y regrese al fuego del
centro de la tierra.
-Tú conocías bien a los mejores obreros de Cárter -recordó Ateya-. Si nos encontráramos
con uno de ellos en secreto, ¿aceptaría hablar con nosotros?
-¡No cuenten con eso!
-Insisto, es muy importante.
-¡No se imaginan el espanto que siembra el Salawa! Nadie desea provocar su furor.
-Creo poder lograr que regrese al lugar de donde ha venido -afirmó la muchacha-, pero
con la condición de obtener informaciones concretas.
El campesino miró a Ateya directamente a los ojos.
-Están diciendo la verdad...
-Ayúdanos, te lo ruego. Nuestro Dios te lo agradecerá.
-Tal vez haya alguien lo bastante valeroso o insensato... Si se niega, lo comprenderé.
Pero si no reciben ustedes noticias dentro de tres días, abandonen Luxor sin demora. El
Salawa se volvería contra ustedes. Ahora, váyanse. Y rodeen la aldea por el sur... Los genios
malignos controlan los demás caminos y provocan enfermedades.
Ateya y Mark respetaron la advertencia. Se encontraron con un grupo de niños
orgullosos de sus vestidos nuevos y caminaron con rápidas zancadas hacia un taxi que los
devolvió al Winter Palace.
En la recepción había un mensaje del inspector del Servicio de Antigüedades: autorizaba
a Mark Wilder a visitar las dos tumbas de Deir el-Bahari.
58
En el bar del Winter Palace, Ateya y Mark intentaban olvidar su fracaso. A pesar de la
autorización oficial, habían necesitado más de tres días para obtener dos equipos
competentes, capaces de abrirles la tumba de Montuhotep II y la de la reina Hatsepsut, de
difícil acceso. Pero la larga y paciente exploración no había producido resultado alguno: allí
no había el menor rastro de los papiros, ningún escondrijo posible. Para su desesperación,
aquellas olvidadas sepulturas estaban vacías.
Aun así, el abogado dio efusivamente las gracias al inspector sin demostrar su desilusión.
-No te desanimes -le recomendó la muchacha.
-No tenemos ni una pista precisa. ¿Dónde seguir buscando?
-Pacomio no nos abandonará. A fuerza de orar, obtendrá una señal del cielo.
-Su discípulo no logró convencer a su amigo de que nos recibiera. Ya sólo podemos
regresar a El Cairo y hacer balance con el abate.
Tras un último whisky, volvieron a la gran habitación de Mark, de un confort
deliciosamente británico. Sobre la cama descansaba un pliego sellado.
El abogado lo abrió. En su interior había una carta en copto.
Ateya la descifró.
-Tenemos una cita, mañana por la noche, con un copto que vive en una calleja cercana al
centro de Luxor. Acepta hablarnos de las excavaciones de Howard Cárter. Pero debemos
extremar la vigilancia, pues el Salawa se acerca.
Por primera vez desde que llevaba la difícil existencia de agente doble, Mahmud estaba a
punto de perder su sangre fría y ceder al pánico. Dada la gravedad de los proyectos del
teniente coronel Nasser, debía avisar enseguida a los norteamericanos a través de Mark
Wilder.
Pero no lograba encontrar al abogado. Su apartamento y el de Ateya estaban cerrados, y
nadie los había visto en Luxor desde que abandonaron el Winter Palace. Según un policía
del aeropuerto que se había unido a los Oficiales Libres, no habían tomado el avión.
¿Acaso se escondían en el Alto Egipto tras algún grave incidente o habían alquilado un
coche para regresar a El Cairo?
¿Y si habían sido raptados, suprimidos incluso?
¿Quién podría haber cometido semejante crimen, y por qué?
No saber nada exasperaba a Mahmud. No podía ponerse en contacto con los ingleses,
que ya no le creían desde hacía mucho tiempo, ni hablar directamente con la CIA, so pena
de ser identificado y ejecutado.
Nasser tenía, pues, las manos libres para cometer un acto insensato. Provocaría una
terrible reacción de Faruk y a la vez pasaría Egipto a sangre y fuego.
Sin embargo, algunos de sus íntimos le habían desaconsejado que utilizara la violencia.
Pero el teniente coronel ya no soportaba la blandura del buen general Naguib, incapaz de
ponerse a la cabeza de una revolución, y quería dar un buen golpe.
Largas discusiones no habían conseguido disuadirlo. Y luego había caído, como la
cuchilla de una guillotina, la pregunta que ponía a prueba su confianza:
-Mahmud, ¿apruebas o no mi iniciativa? -había dicho Nasser con su mirada de rapaz.
-La considero peligrosa, pero la apruebo. Eres nuestro jefe, tú fijas los objetivos de
nuestra acción, y nosotros debemos obedecerte.
Satisfecho, el teniente coronel no podía dudar del compromiso de su subordinado.
-Bien, tomemos las precauciones necesarias -había proseguido Mahmud-. Puesto que
hemos conseguido infiltrar los servicios de información de Faruk, convenzámoslos de que,
suceda lo que suceda, el ejército permanecerá fiel al rey y lo protegerá de cualquier agresión.
Nasser había alentado esa táctica. Ahora estaba en camino para asesinar al general Sirri
Amer, el brazo armado y el verdugo de Faruk, odiado por casi todos los soldados egipcios.
Aquello provocaría la ira del poder y de los ingleses. Por lo que se refiere a los
norteamericanos, asustados por tanta violencia, ¿no se retirarían del juego?
Mahmud fumaba cigarrillo tras cigarrillo. La muerte del general Sirri Amer no quedaría
sin castigo. Naguib seguía detenido, Nasser y los Oficiales Libres intentarían que el ejército
se levantara, los extremistas de todo pelaje incendiarían de nuevo El Cairo y los británicos
matarían a quien intentara apoderarse del canal de Suez.
El caos... El mismo caos que él intentaba impedir destruiría Egipto en las próximas
horas.
En el cuartel general de Nasser, nadie hablaba. Todos esperaban los resultados de la
operación de comando organizada por el teniente coronel, cuyas últimas palabras resonaban
en la mente de los allí presentes: «El destino es inexorable, nada es fortuito».
Los asistentes bebían zumo de naranja, fumaban hachís, recordaban los discursos del
líder sobre la gran Revolución francesa, Robespierre, Saint-Just y la curación de la patria
enferma.
Y entonces regresó Nasser.
Lívido, aturdido, con la mirada turbia, rechazó la silla que le tendían.
-¿Ha muerto el general Sirri Amer? -quiso saber Mahmud.
-Disparamos -declaró Nasser con voz átona-. Las detonaciones de nuestras armas fueron
seguidas de inmediato por los gritos desgarradores de una mujer y el espanto de un niño que
me perseguirán hasta mi lecho y me impedirán conciliar el sueño. Una especie de
remordimiento me aprisionó el corazón. Balbuceé: «¡Ojalá el general Sirri Amer no
muera!»32.
Nasser calló y se retiró a su dormitorio.
-El chófer del general ha resultado muerto -reveló uno de los miembros del comando-.
No sabemos si él se salvará.
La noche fue interminable.
Al alba, víctima de un acceso de tos, Mahmud salió del cuartel general. No le habría
extrañado ver tanquetas con ametralladoras y centenares de soldados. Pero la calle
permanecía tranquila y los panaderos comenzaban a vender las tortas que se rellenaban de
habas calientes.
En cuanto recibió el periódico de la mañana, Mahmud lo llevó a Nasser.
El teniente coronel lo hojeó con ansiedad.
-¡El general no ha sucumbido! -exclamó-. No he dormido ni un solo segundo y he llegado
a desear la vida de aquel a quien yo había querido matar. Ese tipo de acción no conduce a
ninguna parte y, en adelante, rechazaré el terrorismo. Sin renunciar a nuestros objetivos,
tomaremos el poder de otro modo.
La jornada fue igualmente interminable.
Mahmud aguardaba, de un instante a otro, una reacción de las fuerzas del orden. Pero el
barrio permaneció en su habitual letargia, bajo el cálido sol primaveral. Al anochecer, un
revolucionario infiltrado en palacio les procuró noticias fiables: perfectamente
desinformado, Faruk creía en la absoluta fidelidad del ejército y consideraba el intento de
Tornando muy en serio la advertencia que anunciaba un próximo ataque del Salawa, Ateya
había decidido abandonar el Winter Palace para refugiarse en casa del cura de la iglesia
copta más importante de Luxor. Gran admirador del abate Pacomio, les había ofrecido una
vasta habitación poblada por iconos de la Virgen, dotados de una magia capaz de rechazar
cualquier demonio.
Al caer la noche, acudieron a su cita. El centro de la pequeña ciudad estaba lleno de
curiosos y turistas, atareados regateando el precio de recuerdos más o menos barrocos.
Ateya encontró la calleja sin ninguna dificultad.
Sobre la puerta de su huésped, los rombos protectores.
La joven pidió a Mark que diera tres vigorosos golpes.
La puerta se abrió y apareció un anciano encorvado.
-Entren, pronto.
El alojamiento era modesto. Allí se amontonaban numerosas sillas, cofres de madera y
armarios.
-Siéntense.
Se dispusieron alrededor de una mesa rectangular de cobre, y el copto les sirvió té negro.
Ateya le entregó la carta dejada en el Winter Palace.
-Yo no temo al Salawa -afirmó-. Por una parte, ya no tengo familia, y por otra, estoy
enfermo y pronto ingresaré en el hospital, del que no saldré vivo. Ya he confiado mi alma al
Señor omnipotente, por lo que nada tengo que temer en este mundo. Por ello acepto
hablarles de Howard Cárter, para quien trabajé. A menudo me confió la tarea de distribuir la
paga entre los obreros. Él hablaba árabe y residía desde hacía mucho tiempo en Egipto, así
que había entablado excelentes relaciones con muchos de ellos. Los respetaba y ellos le
respetaban a él. Sin embargo, Cárter no era un hombre fácil. Taciturno, poco hablador,
autoritario, exigía mucho de sus subordinados, pero predicaba con el ejemplo. A diferencia
de otros arqueólogos, no se limitaba a contemplar cómo trabajaba su equipo y ponía manos
a la obra.
Con él no era cuestión de entregarse a la pereza. A veces se enfurecía con algunos
incapaces que no ejecutaban correctamente sus órdenes.
-¿Se ganó algún enemigo?
-No: era un verdadero jefe y sabía imponerse como tal, sus broncas despertaban a los
dormidos, pero nadie podía acusarle de injusto. Gracias a él, muchos campesinos
participaron en largas campañas de excavaciones bien pagadas y mejoraron su existencia. En
la orilla oeste de Luxor se conserva un excelente recuerdo de Howard Cárter; la gente
desearía que hubiera muchos como él.
-¿Era usted uno de esos íntimos? -preguntó Mark.
-No, pero los conocía a todos y, particularmente, a su mano derecha, Ahmed Girigar, a
quien Cárter dictaba diariamente sus consignas. A su entender, era necesario un extremado
rigor. Se consideraba un intermediario privilegiado entre el pasado y el presente. Si, por
descuido, pereza o ignorancia, decía, un investigador degrada la cantidad de informaciones
que podría haber extraído de sus descubrimientos, comete un imperdonable crimen
arqueológico. No hay nada más fácil que destruir testimonios del pasado, pero tampoco hay
nada más irreversible. Ni la fatiga ni la precipitación son excusas válidas. ¿Acaso el
incompetente no se arriesga, en unos pocos segundos, a arruinar una posibilidad única de
enriquecer la cultura de la humanidad? Según Cárter, si todas las excavaciones se hubieran
efectuado de un modo correcto y metódico, la arqueología egipcia sería dos veces más rica,
pues el trabajo sobre el terreno es primordial. Se rebelaba ante la idea de que innumerables
objetos sean abandonados así en los sótanos y las reservas de los museos, sin indicar su
procedencia, sin un informe escrito sobre el lugar y las circunstancias del hallazgo33. Y lo que
temía por encima de todo era el robo. En cuanto descubrió el emplazamiento de la tumba de
Tutankamón, tomó infinitas precauciones, especialmente mandando colocar una verja de
madera a la entrada del pasadizo y otra de hierro delante de la antecámara. Diversos
miembros del Servicio de Antigüedades, soldados y los mejores obreros de la época se
relevaban para vigilar la tumba día y noche. No les costará imaginar que por la región
corrían mil rumores referentes a un fabuloso tesoro.
-Así pues, nadie pudo robar nada -sugirió el abogado.
-No hasta el 31 de octubre de 1929. A partir de esa fecha, a causa de graves conflictos con
las autoridades, Cárter ya no estuvo en posesión de las llaves, y éstas pasaron de mano en
mano. Él, que se consideraba el propietario y el custodio de la tumba, ya no tenía derecho a
trabajar allí, y abandonó Egipto para hacer oír sus protestas, especialmente en Estados
Unidos. Puesto que sus sucesores se revelaron incapaces de proseguir la excavación
resolviendo las dificultades técnicas, y puesto que la situación política había cambiado,
Cárter fue llamado de nuevo y llevó hasta el final su aventura. Durante su ausencia, sus
enemigos pudieron penetrar en la tumba.
-¿Oyó hablar usted del descubrimiento de unos papiros?
-¡Ésa era una de las grandes esperanzas de Cárter! Efectivamente, se anunció semejante
hallazgo; pero luego lo desmintieron. Más tarde, Cárter se negó a abordar el tema, como si
se tratara de un tabú. Nunca insistiré bastante en su carácter solitario y su sentido del
secreto. Incluso en sus escritos está muy lejos de haberlo dicho todo. Se guardó mucho en
especial de confesar que había explorado la totalidad de la tumba en compañía de lord
Carnarvon y de su hija Eve antes de la apertura oficial. Pero ¿quién podría reprochárselo?
-¿Cree usted en la existencia de esos papiros?
El copto vaciló.
-Cuando le hice la pregunta a Ahmed, el hombre de confianza de Cárter, me dio a
entender que algunos misterios no debían ser revelados y que su boca permanecería sellada.
Sin embargo, estoy convencido de que hizo algunas confidencias al hombre que le presentó
a Cárter y que sigue reinando aún sobre el ánimo de muchos aldeanos.
-¿De quién se trata? -preguntó Ateya.
-Del más anciano de los bateleros de Luxor. Tiene su propio transbordador, en el que
sólo lleva a personas notables. Si alguien sabe algo acerca de los papiros, sin duda es él.
-Mañana mismo hablaremos con él -decretó Mark.
-Imposible, ha salido de la aldea para asistir a la boda de su nieta con un nubio.
-¿Cuándo estará de regreso?
-Hacia el 20 de mayo. Pero sobre todo, no canten victoria. Es un hombre austero y
desconfiado.
-¿Confía en usted?
-Me aprecia, y yo le aprecio a él.
-Cuando haya regresado a Luxor -dijo Ateya-, póngase en contacto con él y avísele de
nuestra visita.
-¡Ni siquiera sé si aceptará recibirles!
33 Estas palabras de Howard Cárter se citan de acuerdo con sus propios escritos.
Unas reinó de 2375 a 2345 a.C. Las pirámides anteriores, especialmente las de Keops, Kefrén y Micerinos, en la llanura de
Gizeh, parecen mudas. Pero sus formas geométricas son, por sí solas, un lenguaje y una enseñanza.
-Sólo se cumple la voluntad de Dios, y el abate Pacomio solicitará su intervención.
El anciano asintió con la cabeza.
-Saldrán ustedes por detrás, a otra callejuela. No olviden que el Salawa puede golpear en
cualquier momento. Alimentado con la sangre de sus víctimas, dispone de una fuerza
considerable.
-¿Qué apariencia suele adoptar?
-La de un varón de gran talla y ancho pecho. Así domina a los humanos e inmoviliza a su
víctima antes de matarla. No vuelvan por aquí. Si el batelero consiente en hablar con
ustedes, les avisaré.
60
Mientras Ateya guiaba a un nuevo grupo, Mark exploraba el Valle de los Reyes. Ni una
sola morada de eternidad se parecía a otra, cada una de ellas tenía su propio genio y
transmitía un mensaje específico que formaba la página de un gran libro que el investigador
debía reconstituir.
Todas las noches, el peregrino concluía su visita con la tumba de Tutankamón y el
encuentro con el sarcófago.
Vaciado al fin de sus turistas, el Valle regresaba al silencio. Las sombras se alargaban, los
acantilados se adornaban con el oro del poniente. Ante la máscara de oro del faraón, Mark
pensaba en su padre, en aquel hombre extraordinario que había consagrado su vida a un
descubrimiento improbable, utópico incluso. Sin embargo, a fuerza de perseverancia y de
valor, lo había conseguido.
Era preciso que el batelero aceptara hablar y proporcionar por fin la pista adecuada que
conducía a los papiros. En definitiva, ¿no dependía eso de la voluntad del propio
Tutankamón?
-Lamento interrumpir su meditación -dijo una voz pausada-, pero deseaba conocerle.
Me llaman el Profesor, y los guardias me han indicado que viene usted aquí a diario.
Semejante interés por esta sepultura me intriga. Perdone mi curiosidad, es un simple reflejo
científico que no pretende en absoluto importunarle.
El Profesor era un hombre de talla mediana, desprovisto de ningún signo característico.
Muy elegante, llevaba un inmaculado traje blanco y unas gafas ahumadas que ocultaban su
mirada.
Mark se preguntó si había caído en una trampa y si la tumba de Tutankamón no sería su
última morada. ¿Acaso el Profesor no mandaba sobre el personal del Valle de los Reyes y no
producía, con toda impunidad, la intervención del Salawa?
Era imposible tomarle la medida a aquel adversario, invasor e inaprensible al mismo
tiempo. Aun acostumbrado a evaluar a rivales de gran envergadura y a encontrar el método
para afrontarlos, Mark nunca había conocido a un personaje tan temible cuya calma
enmascaraba un poder devastador, parecido al de una cobra.
-¿Está usted preparando un estudio sobre Tutankamón? -preguntó el Profesor.
-Mi nombre es Mark Wilder y soy abogado mercantil en Nueva York. La casualidad
quiso que me interesara por la vida y la obra de Howard Cárter, el mayor de los egiptólogos.
Mi camino pasaba, pues, forzosamente, por esta tumba.
-Un lugar muy modesto comparado con los tesoros que contenía... Esta tumba fue
concebida como un relicario, oculto para siempre, cuya fuerza permitiera perdurar al alma
de los faraones. Aquí, en la sala de oro, se revela el secreto de la eternidad. El propio nombre
del rey es un programa: Tut-ankh-Amón significa «símbolo vivo del misterio». Y esta vida
surgida del misterio y destinada a regresar a él puede sentirla cada uno de los visitantes. Vea,
señor Wilder, ese fabuloso faraón había conseguido dominar la luz e incorporarla al oro
alquímico de su sarcófago. Un texto nos enseña que el «justo de voz» se había convertido en
un ser de luz en pleno corazón del sol y seguía siendo poderoso en esta tierra, sin morir por
segunda vez. Este sarcófago no es inerte, recorre el cielo al modo de una barca, bajo la
protección de las estrellas que lo resucitan noche tras noche, día tras día. ¿Acaso los
jeroglíficos grabados en la máscara de oro no proclaman «Vivo está tu rostro, tu ojo derecho
es la barca del día, tu ojo izquierdo la barca de la noche»? Venga, vayamos a la estancia que
Cárter bautizó como el «anexo». Aunque muy pocos visitantes sospechan su importancia.
Mark estaba estupefacto. ¿Por qué el Profesor lo hacía beneficiario de su ciencia
transmitiéndole algunos elementos esenciales?
Subyugado, le siguió.
-Este modesto local simboliza la última etapa de la resurrección -reveló el Profesor-. Mis
honorables colegas, el añorado egiptólogo norteamericano Breasted y el sabio inglés
Gardiner, consiguieron descifrar textos que nos dicen que Tutankamón modelaba sin cesar
los símbolos de las divinidades y había establecido esta morada de eternidad como el primer
instante de la Creación. Henos aquí, pues, en el origen y el final de todas las cosas, señor
Wilder, en el lindero de la existencia ilusoria y de la vida verdadera.
Ambos hombres permanecieron largo rato en el anexo, en silencio.
-Ha llegado la hora de cerrar la tumba -anunció el Profesor- y de regresar al mundo de
los humanos.
Salieron lentamente. Muy pronto el sol se acostaría en el seno de la montaña de
Occidente.
-Espero no haberle aburrido demasiado con mis consideraciones egiptológicas.
-Al contrario, me ha alentado usted en mi búsqueda.
-¿Aceptaría usted concretarme su objeto?
-Estaba convencido de que el descubrimiento de Howard Cárter era de capital
importancia, y sus palabras lo confirman. ¿Quién no iba a interesarse por el medio de
acceder a la vida eterna percibiendo los grandes misterios que las religiones monoteístas han
ocultado?
-A su entender, señor Wilder, ¿cuál es ese medio?
-¿No lo revelan los papiros de Tutankamón?
-Esos papiros no existen -afirmó el Profesor-, La comunidad científica es muy clara al
respecto.
-Se ha equivocado tan a menudo.
-Esta vez tienen razón. No pierda su tiempo persiguiendo una quimera.
-¿Acaso la mayoría de los egiptólogos no desprecian a Howard Cárter y consideran sus
investigaciones como dementes?
-No se obstine, señor Wilder. Egipto es un país magnífico y tiene usted todavía muchas
maravillas muy reales que descubrir.
En Nueva York conservará excelentes recuerdos de su viaje. No lo estropee
emprendiendo andaduras condenadas al fracaso. Escuche mi consejo y se evitará muchos
enojos. Le deseo que tenga una feliz estancia.
-Pareces agotado -se inquietó Ateya, caminando junto a Mark por la cornisa que
flanqueaba el Nilo.
-He conocido al Profesor.
No había olvidado ni una sola palabra de su entrevista y la relató fielmente.
-La amenaza apenas estaba velada -advirtió la joven-. Si abandonas Egipto y olvidas los
papiros pondrás a salvo tu vida. En caso contrario...
-No abandonaré. Pero ese tipo me parece muy peligroso.
En las calles de Luxor reinaba una insólita agitación.
-Es la primera noche del ramadán -indicó la muchacha-. A pesar del aplastante calor de
este mes de mayo, los musulmanes no podrán comer ni beber entre la salida y la puesta del
sol. Así pues, desde la ruptura del ayuno y antes del alba tendrán que alimentarse en
abundancia.
Las amas de casa preparaban platos de fiesta, y los creyentes disfrutaban de las noches
de ese mes de ramadán, en las que se exigía la buena convivencia.
Un ciclista se detuvo a la altura de la pareja. Levantó la manga de su camisa para
descubrir la cruz copta tatuada en su muñeca y entregó un pliego a Ateya.
El batelero aceptaba recibirlos al día siguiente, al anochecer, a bordo de su
transbordador.
61
Al aproximarse la ruptura del ayuno, las calles de Luxor se vaciaron. Los musulmanes,
hambrientos y sedientos, se apresuraban a regresar a sus casas, soñando con un zumo de
fruta bien fresco y deliciosos manjares que se preparaban únicamente durante el ramadán,
como pasteles rellenos de pistachos y almendras o dulces de cabello de ángel y crema.
Pasarían largas horas sentados a la mesa, contándose mil y una anécdotas.
Los minaretes de las mezquitas se iluminaban y se colgaban farolillos coloreados por
todas partes. Los jeques, por su lado, recitaban el Corán y recordaban que el hombre debía
someterse a Dios y acudir en ayuda de los pobres, pues las preocupaciones profanas cedían
paso a las religiosas. ¿No se decía, acaso, que una sola mirada perversa o una sola mentira
aniquilaba el carácter sacro del ayuno? Varias categorías de la población quedaban
dispensadas de él, especialmente ciertos enfermos, las mujeres impuras y los que
participaban en la guerra santa.
Ateya y Mark caminaron hasta el muelle donde estaba amarrado el transbordador de los
notables. Aunque antigua y reparada en numerosas ocasiones, la embarcación seguía
uniendo ambas orillas decenas de veces al día.
Sólo el batelero estaba a bordo. Sentado en un sillón de ébano que databa de comienzos
de siglo, iba vestido con una galabieh azul que le llegaba hasta los tobillos y tocado con un
turbante blanco. Profundas arrugas surcaban su severo rostro.
Ante él había una mesa baja de marquetería en la que reposaban una tetera y tres tazas
de porcelana que no habría rechazado ni la propia reina Victoria.
-Que su hospitalidad pueda perpetuarse -dijo Ateya.
-Que su existencia pueda perpetuarse -respondió con voz ronca el batelero-. Sólo puedo
ofrecerles un poco de té.
-He traído unas tortas y compota de albaricoque -declaró la muchacha-. Permítame que
se las ofrezca.
El batelero miró fijamente a Mark.
-Es usted el hijo de Howard Cárter, ¿no es cierto?
El interpelado enmudeció.
-Ha sido usted tallado en la misma piedra y es tan obstinado como su padre. Cuando
descubrió la tumba de Tutankamón, choqué violentamente con él y lo traté de profanador,
provocando así una cólera que todavía recuerdan los acantilados del Valle de los Reyes. El
objetivo principal de un arqueólogo, afirmaba él, consiste en salvar las obras de la
destrucción y de los ladrones. Sin el trabajo de los egiptólogos, ¿qué quedaría de las obras
maestras que datan de la época de los faraones? Y se justificó concluyendo que lo de
Tutankamón «No fue una exhumación, sino una resurrección». Esa resurrección le
importaba más que su propia vida.
-¿Encontró algunos papiros? -preguntó Mark.
El batelero vaciló.
-Es posible. Se habló mucho de ello, pero Cárter jamás aceptó dar detalles, como si ese
tesoro no debiera ser desvelado.
-¿Y no sabe usted nada más?
-Yo, no. Pero hay alguien que forzosamente estará al corriente.
Ateya y Mark contuvieron la respiración. ¿Aceptaría el batelero proporcionarles un
nombre?
-La seguridad era la obsesión de Cárter -prosiguió-. Necesitaba un hombre de confianza,
un profesional de absoluta rectitud capaz de impedir que alguien penetrara en la tumba,
aunque fuera utilizando la fuerza. Nadie ha hablado de ese personaje excepcional. El propio
Cárter prometió no mencionar nunca su nombre.
-¿Por qué razón? -se asombró Mark.
-Porque el verdadero guardián del sepulcro temía la maldición del faraón.
Permaneciendo en el anonimato se consideraba al abrigo de cualquier maleficio. De modo
que se quedó junto a Cárter hasta que se cerró la excavación, en 1932, y cumplió su misión
hasta el final.
-¿Cómo se llama ese hombre?
-¿Por qué quiere penetrar usted en tan terribles misterios? Olvide a Tutankamón y haga
su vida lejos de esa tumba y de sus peligros.
-Acepté un compromiso y lo cumpliré.
-Si le doy ese nombre -precisó el batelero-, se arriesga usted a encontrar los papiros y a
provocar acontecimientos cuyas consecuencias no será capaz de dominar.
-Soy consciente de ello.
-¿Está dispuesto a enfrentarse a lo invisible?
-No lo eludiré.
-Entonces, peor para usted. El guardián de Tutankamón se llamaba Richard Adamson.
Nació en 1901, pertenecía a la policía militar inglesa y había ocupado puestos en Palestina y
El Cairo. En diciembre de 1922, a petición de lord Carnarvon, que era escuchado por las
autoridades, Adamson fue destinado a la seguridad de la tumba recientemente descubierta y
convertida en objeto de mil codicias. Vestido de civil, con un revólver oculto en el bolsillo y
un paraguas a la espalda, patrullaba sin cesar por el paraje. Invisible y desconocido, estaba
autorizado a intervenir contra cualquier sospechoso. A partir del 5 de enero de 1923, Howard
Cárter ordenó a Adamson que durmiera en el propio interior del sepulcro. Allí disponía de
un camastro de campaña, tres mantas, algunos libros y velas, pues había rechazado la luz
eléctrica. ¿Puede usted imaginar las increíbles horas pasadas en ese lugar mágico, tan cerca
del faraón de la máscara de oro? Adamson vivió una experiencia única, aquel lugar del más
allá se había convertido en su morada. En el período durante el que Cárter ya no tuvo acceso
a la tumba, Richard Adamson viajó a Inglaterra y allí se casó. Luego, cuando su patrón volvió
a coger las riendas, él regresó al Valle de los Reyes y volvió a custodiar la sepultura de
Tutankamón. Desde 1925 volvía a ser civil y el Metropolitan de Nueva York se encargaba de
su paga. Continuó como agente de seguridad hasta el momento en que, transferido ya a El
Cairo el último objeto del tesoro real, Howard Cárter abandonó el paraje. Siguió siendo,
pues, el más fiel colaborador de su padre y, forzosamente, a él y a nadie más debió de
indicarle el lugar donde están escondidos los papiros.
Una pregunta quemaba los labios del abogado.
-¿Sabe usted si Richard Adamson aún sigue vivo?
-Lo ignoro, señor Wilder. Hace ya veinte años que regresó a su país.
-¿Dispone de alguna dirección, aunque sea antigua?
El batelero negó con la cabeza.
-No tengo nada más que decirle, señor Wilder. Juegue usted con el pasado y lo invisible.
Y recuerde que el menor paso en falso le llevará al abismo.
62
A las tres de la madrugada, Ateya y Mark, como todos los habitantes de Luxor, fueron
despertados por el hombre que tocaba el tambor y cantaba una melopea para arrancar a los
musulmanes del sueño y permitirles alimentarse antes de que saliera el sol.
Dado el calor de la noche, resultaba imposible volver a dormirse. Más valía preparar el
equipaje y regresar en coche a El Cairo.
Una vieja criada copta les sirvió un desayuno, y el cura que los albergaba les procuró una
importante información.
-Corre el rumor de que en una aldea a unos diez kilómetros al sur de Luxor acaba de
realizarse un descubrimiento extraordinario referente a Tutankamón. Ha habido un intento
de robo, pero al parecer el tesoro sigue intacto.
-¿Se sabe de qué se trata? -preguntó Mark.
-Se habla de unos papiros.
-Indíquenos el lugar exacto.
El cura garabateó un esquemático plano.
-Lo encontraré -afirmó Ateya.
Perdido el apetito, la pareja abandonó de inmediato la ciudad dirigiéndose a la campiña.
La joven conducía con prudencia un Peugeot en buen estado. Se detuvo un par de veces para
preguntar el camino, unos campesinos le informaron y, cuando el sol se imponía tras haber
vencido las tinieblas, tomó un camino de tierra flanqueado por pequeños huertos.
Un policía le ordenó detenerse. La mujer obedeció y bajó del vehículo.
-Debo ir a la aldea.
-Imposible.
-¿Por qué razón?
-Un problema de antigüedades.
-Precisamente llevo al paraje a un personaje oficial. Es un experto estadounidense que
debe examinar la situación...
-Ah... Hable con mi jefe. Está a la entrada de la aldea.
El oficial estaba interrogando a unos fellahs. Ateya se dirigió a él con aire decidido.
-Le presento al profesor Wilder. Viene para comprobar la magnitud de los daños y
redactar un informe dirigido a las autoridades científicas.
-Eso a mí no me concierne. Diríjase al inspector de las antigüedades. Uno de los
aldeanos los llevará hasta él.
Ateya y Mark siguieron a un campesino de rostro huraño y lentos pasos que salió de la
zona cultivada y penetró en el desierto. El sendero desembocaba en una barraca de cemento
cubierta de planchas. Ante la puerta, varias personas mantenían una gran discusión. Entre
ellas, el inspector de Luxor que había autorizado a la pareja para visitar las tumbas de Deir
el-Bahari descubiertas por Cárter.
-¡Señor Wilder! Qué sorpresa... ¿Conocía usted este paraje?
-Me han hablado de recientes excavaciones referentes a Tutankamón.
-¡Simples rumores! Pero acabamos de enterarnos de un pequeño drama. En cada paraje
mantenemos hoy una estricta vigilancia. Cada hallazgo es cuidadosamente registrado y
numerado y, al finalizar la campaña de excavaciones, los objetos se conservan en un almacén
como éste, custodiado por policías. Se impide el acceso con piedras y se ponen sellos, de
modo que todo robo se hace imposible. Cuando se reanudan los trabajos, en presencia de los
responsables, se verifica que todo esté intacto. Esta vez se ha producido un incidente.
Anteayer, una mujer y un guardia se pelearon. El cesto que ella llevaba volcó y alguien
descubrió unos rollos de papiro ocultos entre los calabacines. Mi jerarquía me ha confiado la
misión de inspeccionar este almacén de antigüedades para saber si había desaparecido algo.
-¿Han encontrado a esa mujer y su tesoro?
-La policía se encarga de ello. Si desea más detalles, vaya a ver al alcalde. Es un hombre
muy acogedor que, por encima de todo, no quiere problemas. A mi entender, esa historia de
los papiros no es nada serio.
El fellah acompañó a la pareja hasta la aldea. Al acercarse al área donde los asnos
volcaban sus albardas de cereales, un detalle intrigó a Ateya. Una decena de cuadrúpedos
pesadamente cargados se mantenían inmóviles y a buena distancia, como si se negaran a
recorrer el espacio que los separaba de su destino. Por lo general, no necesitaban a nadie
para llevar a cabo su tarea y trotaban a su ritmo, serios y puntuales.
La única explicación era que un demonio controlaba el camino, los asnos lo temían y
esperaban ayuda.
-Es una trampa, Mark. Hay que marcharse.
De pronto, diversos aldeanos brotaron de todas partes y los rodearon.
Iban armados con varas terminadas en puntas de acero y hachas de hoja plana. Aunque
rudimentarias, las armas no eran menos temibles y servían para eliminar al adversario
cuando los clanes arreglaban sus cuentas. La policía no se mezclaba en ello, ninguna
investigación llegaba a su fin.
Los papiros habían servido de cebo.
Ahora, la pareja estaba rodeada.
-¿A qué viene tanta hostilidad? -preguntó la muchacha.
-¡Ese extranjero ha provocado la cólera del Salawa! -escupió un tipo sin dientes que
acababa de fumar hachís-. Si lo matamos, quedaremos libres del mal.
-¡Te equivocas! Este hombre combate al Salawa. Lo encontrará y lo destruirá.
Hubo un instante de vacilación en las filas de los agresores.
La cólera del desdentado estalló.
-¡Mientes, porque eres su cómplice! ¡También tú morirás!
Las armas se levantaron, amenazadoras. Mark ya sólo tenía una carta que jugar.
Lentamente, exhibió el papiro del abate Pacomio.
Cuando puso el dedo sobre el signo arikh, pronunció la palabra «vida» y el jeroglífico se
iluminó. Creyendo ver una llama que salía del talismán, los fellahs quedaron petrificados y
soltaron sus armas precisamente cuando los asnos, aterrorizados, comenzaron a rebuznar de
un modo atronador.
A unos cincuenta metros, el Salawa, oculto tras el tronco de una palmera, quedó cegado.
Abrumado por el dolor, no vio cómo Ateya y Mark cruzaban el círculo de los agresores y se
dirigían hacia su coche a la carrera ante la vacía mirada de los policías.
Ese incidente no iba con ellos.
-Arranca -advirtió con alivio la muchacha, que no se entretuvo ni con el embrague ni
con el acelerador.
-El mundo moderno se equivoca cuando reniega de la magia -murmuró el abogado.
-La de Pacomio es especialmente eficaz -recordó Ateya.
-No lo dudo. Vayamos ahora a El Cairo.
63
Tres notables de Luxor se presentaron ante el transbordador cuando nacía el alba. Durante
la última hora de una corta noche, habían devorado un considerable número de platos
picantes y dulces, a cuál más delicioso. El período del ramadán tenía algo bueno, pero ahora
debían afrontar una jornada de canícula sin tener derecho a beber ni un vaso de agua. En el
muelle había un grupo de personas.
El decano de los notables se acercó.
-¿Qué ocurre?
Los curiosos se apartaron.
El dignatario descubrió el cadáver del viejo batelero, hecho un ovillo junto a un cabo.
-Se ha ahogado -explicó un chiquillo.
-De ningún modo -objetó el propietario de una falúa-. Lo ha matado el Salawa. Nunca
hay que hablar cuando ese demonio sale de las tinieblas. Nunca.
El regreso a El Cairo fue a las mil maravillas. Ateya, que era una excelente conductora, se
había negado a ceder el volante a Mark, a quien consideraba incapaz de adaptarse al código
de circulación egipcio. Su atención le permitió evitar una decena de accidentes.
El abate Pacomio le colocó largo rato las manos sobre los hombros.
-Habéis escapado por muy poco a la muerte -les dijo-. El Salawa os había tendido una
trampa casi perfecta, pervirtiendo el alma de los aldeanos. El talismán lo cogió
desprevenido. Ahora sabe que debe destruirlo para llevar a cabo la misión que el Profesor le
ha confiado.
-¿Puede lograrlo? -se preocupó Mark.
-No he dejado de seguirte y de reforzar tus protecciones, pero el poder de nuestros
adversarios es tan considerable que el final sigue siendo incierto.
En ese instante apareció Ateya, descansada y relajada. El magnetismo del abate había
hecho desaparecer en ella todo rastro de fatiga.
-Tal vez hayamos encontrado el filón adecuado -anunció Mark-: el guardián de la tumba
de Tutankamón contratado por Cárter, un soldado inglés llamado Adamson. Aunque no
figure en ningún documento oficial, desempeñó un papel decisivo. Y si alguien conoce el
escondrijo de los papiros, por fuerza tiene que ser él.
Pacomio sirvió a sus huéspedes un armañac añejo de soberbio tono ambarino.
-Una pista fundamental, en efecto. Por eso era indispensable el viaje a Luxor. Aunque ha
costado la vida al batelero que os proporcionó la información: el Salawa no podía respetarlo.
En adelante, ni uno solo de los habitantes de la antigua Tebas se atreverá a hablar. Sólo el
silencio absoluto les permitirá, tal vez, escapar de los colmillos del monstruo.
Mark apreció el estimulante brebaje.
-Debo abandonar Egipto y encontrar el rastro del tal Adamson... Si es que sigue vivo.
El abate cerró los ojos por unos instantes.
-Lo está, y tu viaje no será inútil. No obstante, abre bien los ojos, pues el Profesor te
seguirá los pasos. Sin duda tu gestión lo cogerá desprevenido. Pero si regresas a Egipto, lo
sabrá.
-Regresaré -prometió Mark.
-Si alguna vez estás frente a él en un gran despacho iluminado por una puerta cristalera,
y te dice: «Prefiero la penumbra, es preciso apagar la luz», no vaciles ni un solo instante,
corre hacia esa abertura y arrójate al vacío. Sólo tendrás una fracción de segundo para
sobrevivir.
-¿No puede usted evitarme ese encuentro?
-Ha llegado la hora de poner fin a tus ilusiones, Mark. El Profesor no permitirá que
descubras los papiros sin intervenir. Y su único modo de actuar es aniquilar al adversario.
-¿Por qué rechaza la verdad?
Pacomio hizo girar lentamente su copa entre las manos.
-Porque es la encarnación de este mundo y este mundo la rechaza. Si no prestas la
suficiente atención, fracasarás.
Tras haber imbuido de nueva magia el talismán de Mark Wilder, el abate se retiró a su
capilla faraónica, consagrada a los dioses del Antiguo Egipto. Se quitó el hábito cristiano y
revistió el del sumo sacerdote de Amón.
Celebró el despertar en paz de la potencia creadora y recitó las fórmulas de
transformación en luz, concebidas en Heliópolis, la ciudad del sol. Aquellas palabras de
conocimiento y de magia, que contenían los secretos del más allá, habían sido reveladas por
primera vez en el interior de la pirámide del rey Unas, último monarca de la quinta
dinastía34. Ese texto fundamental, base de la espiritualidad egipcia, había conocido desde
entonces diversas adaptaciones, a través de los Textos de los sarcófagos y del famoso Libro
de los muertos, cuyo verdadero título era Fórmulas para salir a la luz.
Tutankamón no ignoraba esos escritos esotéricos. Había desarrollado incluso algunos de
sus aspectos, especialmente los consagrados al nacimiento de la luz y a la creación de la
vida. Y los papiros ofrecían la clave de los grandes misterios que los científicos, a pesar de
emplear una tecnología cada vez más desarrollada, nunca conseguirían desvelar.
Pacomio revivió los funerales del joven rey. A través del ka, la potencia vital
indestructible que pasa de iniciado a iniciado, Pacomio había participado en el ritual y había
seguido el largo camino que va de un taller de embalsamamiento a la morada de eternidad.
Un cortejo de ritualistas había transportado los valiosos objetos hasta la tumba,
cuidadosamente disimulada para escapar de los saqueadores y atravesar los siglos.
Tutankamón había conseguido plenamente su obra y había guiado a Howard Cárter
hacia la morada del oro donde se había levantado un nuevo sol sobre un mundo en plena
perdición. Pero la tarea del investigador no había concluido del todo, así que le correspondía
a su hijo, Mark Wilder, escribir la última página de la aventura.
No obstante, el Profesor y sus aliados se interponían en su camino, decididos a destruirlo
si se acercaba demasiado al objetivo. De modo que Pacomio debía multiplicar sus esfuerzos
y proporcionar a Mark las fuerzas necesarias para cumplir con su misión. ¿Conseguiría
encontrar a Adamson, regresaría sano y salvo a Egipto, podría y sabría utilizar la
información obtenida? El sumo sacerdote puso su destino y el de Mark Wilder en manos de
Amón, el dios oculto cuyo verdadero nombre no conocían los humanos ni los dioses.
Convertía al ser injusto en un árbol seco, destinado a ser leña para calentarse; al justo, en un
árbol floreciente en el jardín del templo.
Y Pacomio vio los altares adornados con flores, percibió el perfume que inundaba el
santuario, oyó el canto de las sacerdotisas que celebraban la victoria de la luz sobre las
tinieblas. Qué plácida era la vida a la sombra de las palmeras, al anochecer de una larga
jornada de labor, cuando el viento del norte refrescaba los corazones.
El tiempo de la serenidad había sido sucedido por el tiempo del combate.
34 Unas reinó de 2375 a 2345 a.C. Las pirámides anteriores, especialmente las de Keops, Kefrén y Micerinos, en la llanura de
Gizeh, parecen mudas. Pero sus formas geométricas son, por sí solas, un lenguaje y una enseñanza.
64
Mark besó tiernamente a Ateya, que se había dormido nada más tenderse en la cama, y
regresó a su apartamento para hacer las maletas. Abandonar a la mujer que amaba le llenaba
de angustia. Lejos de ella sería más frágil, medio ciego.
-No enciendas la luz -recomendó la voz de John.
-¿Cómo has entrado?
-Con una simple llave. Mis servicios técnicos trabajan bien y me horroriza dejar rastro de
mi paso por los lugares.
-Estoy cansado, John, quiero dormir y no tengo intención de ayudarte.
-Lo siento, amigo mío, pero es indispensable. Durante tu estancia en Luxor la situación
se ha deteriorado y Estados Unidos ya no lo ve claro. Faruk y su corte de corruptos se han
instalado en Alejandría para aprovechar la brisa del Mediterráneo, lejos del aplastante calor
de El Cairo. El rey ya sólo escucha a su chófer, su lacayo y su mayordomo. Incluso las
advertencias de Antonio Pulli son sólo letra muerta. El gordo de Faruk cree que mantiene la
situación en sus manos, y está convencido de que el pueblo y el ejército le veneran. Por si
acaso, ha ordenado el arresto de los oficiales que se atrevieron a conspirar contra él, pero la
investigación no ha dado resultado alguno. ¿Revolucionarios entre los militares? ¡De ningún
modo! Sólo patriotas fieles a su majestad. La desinformación practicada por los agentes de
Nasser funciona a las mil maravillas, y él permanece protegido en la sombra. ¿La solución
adecuada para un radiante porvenir? Nombrar al bueno del general Naguib ministro de la
guerra. Entre banquetes, baños de mar y algún buen revolcón, Faruk busca al primer
ministro ideal que mantenga el orden sin excesivos estropicios. Pero todo es sólo una cortina
de humo. Yo debo saber lo que realmente prepara Nasser. Y tú puedes descubrirlo gracias a
las confidencias de Mahmud.
-Te lo repito, John, estoy cansado.
-Es urgente y vital, Mark. La estrategia de nuestro país depende de esa información.
Duerme unas horas y ponte a cazar mañana por la mañana.
Ateya estaba más hermosa que nunca.
Cuando abrió los ojos, Mark le acarició largo rato el rostro. Ella sonrió y se amaron.
Abrazados, saboreaban una felicidad del todo imposible que, sin embargo, habían decidido
construir, día tras día.
-John me esperaba en mi casa -reveló Mark.
-¿Qué quería?
-Exige que me ponga de nuevo en contacto con Mahmud para conocer las verdaderas
intenciones de los revolucionarios.
-¿Cederás una vez más?
-John me habla del interés de Estados Unidos y yo sólo pienso en Egipto. Si pudiera
evitar nuevas revueltas y numerosos muertos, ¿no le sería útil?
-No olvides los papiros de Tutankamón.
-Tranquila, no me olvido ni por un momento. Tras haber hablado con Mahmud, y la
cosa no puede tardar, partiré hacia Inglaterra.
-Y regresarás...
Por el modo en que Mark le testimonió su amor, Ateya no lo dudó.
El norteamericano no se equivocaba. La organización de Mahmud le seguía la pista con
tanta perseverancia como la de John. Nada más salir del edificio, un limpiabotas se dirigió a
él.
-Tres mandarinas por un dólar, patrón.
-Te sigo.
El Peugeot negro estaba estacionado a menos de un centenar de metros.
El abogado subió a la parte trasera.
-¿Fue agradable su estancia en Luxor? -preguntó Mahmud.
-Es un lugar inolvidable. Si tengo la ocasión, volveré a pasear por allí.
-¿Ha obtenido usted indicios interesantes?
-Es posible. La solución tal vez se oculte en Inglaterra.
-Ah... ¿Entonces abandonará Egipto?
-Obligado y por la fuerza. Antes, debo tranquilizar a John. La CIA se considera ciega y
sorda. Cree que Faruk es un irresponsable, incapaz de apreciar la gravedad de la situación,
pero ignora las verdaderas intenciones del teniente coronel Nasser y del general Naguib.
John me encarga que las descubra para orientar así la política norteamericana.
-Acabo de participar en una reunión secreta en la que estaban todos los Oficiales Libres,
apasionados por la independencia. El meollo lo forman quince hombres de los que
dependen trescientos simpatizantes muy activos. Sus objetivos siguen siendo los mismos:
expulsar a los ingleses, acabar con el colonialismo, tomar el control del canal de Suez,
suprimir el feudalismo, dar primacía a lo político sobre lo económico, satisfacer las
necesidades del pueblo, establecer una democracia que todos reconozcan y formar un
ejército que proteja a la nación. Pero esos procesos deben efectuarse poco a poco y sin
derramar una sola gota de sangre. A Nasser le afectó mucho el atentado frustrado que tan
mal dirigió él. Ahora rechaza cualquier operación terrorista y sólo cree en la fuerza de las
ideas.
-¿Hasta el punto de convencer a Faruk?
-Si los estadounidenses le obligan a nombrar al general Naguib ministro principal, todo
irá bien. Ese buen hombre detesta la violencia y sabrá defender a la vez la causa de Egipto y
la del rey.
-No hay ninguna revolución devastadora a la vista, ¿está usted seguro?
-Por completo.
Tras haber telefoneado a John para tranquilizarlo e informarle de las directrices que
debían seguir, Mark llamó a Dutsy Malone.
-¿Vuelves ya?
-Paciencia.
-¿Esa historia de amor, aún?
-Tendrás que acostumbrarte, Dutsy.
-¡Tú, casado! No puedo creerlo.
-Sólo tú sabrás organizar una ceremonia de boda digna de ese nombre. ¿Cómo van los
negocios?
-¡Remamos, curramos, ventilamos! Eres mucho más indispensable de lo que supones.
-¿No hay ninguna catástrofe a la vista?
-No, pero antes o después se producirá alguna.
-Debo ir a Inglaterra, Dutsy, y tienes que prepararme el terreno.
-Dios mío, ¿en qué estás metiéndote?
-Quiero encontrar la pista de un soldado inglés, Richard Adamson, a quien Howard
Cárter confió la misión de custodiar la tumba de Tutankamón. Estoy seguro de que todavía
está vivo y de que posee información capital.
-¿No sabes nada más?
-Desgraciadamente, no. Y tampoco conozco los rumores que podrían falsear tus
investigaciones.
-¿Y si tu tipo se ha jubilado en Australia, en Papúa Nueva Guinea o en las islas Fiyi?
-Tú lo encontrarás.
-¡Santo Dios! ¿Acaso crees que no tengo más que hacer?
-El asunto es urgente y prioritario. Mañana tomo el avión hacia Londres. A mi entender,
Adamson lleva una vida apacible en Inglaterra.
-¡Te estás volviendo imposible, Mark!
-¿Acaso no lo he sido siempre?
65
En Londres, las débiles lluvias se intercalaban entre auténticos diluvios, y ese mes de junio
se revelaba más bien agradable. Desde hacía tres días, Mark Wilder pasaba el tiempo en el
British Museum, donde examinaba atentamente cada una de las piezas de la colección
egipcia. Mañana y tarde, hablaba largo rato con Ateya, quien seguía con las visitas de
turistas europeos a las iglesias coptas de El Cairo.
A pesar de sus esfuerzos, Dutsy no conseguía encontrar el rastro de Richard Adamson,
pero la mano derecha del abogado no era un hombre que renunciase fácilmente. Al
contrario, la dificultad lo excitaba.
Y su cuarta llamada fue claramente más positiva.
-Tu Richard Adamson existe -anunció con voz estridente-. Trabajó en Portsmouth, en un
establecimiento que depende del almirantazgo, se instaló allí y se casó el 24 de octubre de
1924 con Lillian Kate Penfold, quien le ha dado cuatro hijos. Durante la Segunda Guerra
Mundial fue reservista voluntario en el seno de la Royal Air Forcé. Un tipo tranquilo, con
una carrera y una vida familiar sin historias. Me pregunto si no te habrán contado un bulo.
-Tienes su dirección, ¿no?
-Por supuesto. Incluso te he obtenido una cita presentándote como un agente de seguros
encargado de darle excelentes noticias.
-No soy agente de seguros, señor Adamson, sino abogado. Ejerzo en Nueva York e
intento reconstruir los menores acontecimientos de la extraordinaria aventura que llevó a
cabo mi padre, Howard Cárter.
-Cárter... ¿No estará usted hablando de...?
-Sí, del egiptólogo que descubrió la tumba de Tutankamón, cuyo vigilante custodio fue
usted.
Richard Adamson se arrellanó en su sillón y cerró los ojos35. De pronto, abandonó el
agradable confort de su casa, poblada de sillones de cuero, alfombras de lana y mesillas, para
encontrarse en el Valle de los Reyes.
-Tutankamón... Mi mujer es la única persona a la que le he hablado de las inolvidables
noches pasadas en su tumba, tan cerca de él. Nadie puede imaginar lo que viví. Mi lecho de
campaña se encontraba entre el muro de la cámara funeraria y el sarcófago, y nunca hubiese
imaginado que podría convertirme en el guardia de corps de un faraón. Al principio, dormía
lejos de su momia. Luego, cuanto más avanzaba la excavación, más me acercaba yo. No
estaba en presencia de un muerto, sino de alguien vivo que observaba a los humanos. Según
Howard Cárter, Tutankamón sobrevivía en el espíritu de los dioses, y yo sentí esa verdad. No
dormía mucho, pues me asaltaban mil preguntas. Incapaz de responderlas, sabía sin
embargo que me estaba sucediendo algo fabuloso. Intentaba captarlo todo, recordarlo todo,
saborearlo todo. Una parte de mí mismo se quedó en el Valle de los Reyes, y una parte de mi
alma se infiltró en la arena y en la piedra. ¿Cómo olvidar el instante de despertar, ante dos
estatuas del ka real, con la piel negra y el delantal de oro? Según Cárter, conservaban intacto
el espíritu del faraón y protegían su tumba de las fuerzas maléficas. Y yo me preguntaba:
«¿Qué estoy haciendo en la tierra?». ¿Aquellas dos estatuas iban a responderme inclinando
la cabeza, iban a moverse?
-Algunos acusaron a Howard Cárter de haber hurtado ciertos objetos -recordó Mark.
-¡Mentirosos! Mi patrón era el más íntegro y honesto de los hombres. Su triunfo
35 Para los recuerdos de Richard Adamson, véase E. Edgar, A Journey Between Souls, Lafayette, 1997.
despertó la envidia de gran cantidad de mediocres, que no cesaron hasta destruirlo, pero él
aguantó. Hoy esos imbéciles han sido olvidados y él seguirá siendo el más célebre de los
arqueólogos.
-¿Por qué exigió usted que su nombre no figurara en ninguna parte, ni siquiera entre las
notas personales de Cárter?
Adamson dudó antes de responder.
-¿Cree usted en lo sobrenatural, señor Wilder?
-¿Acaso en Egipto no está por todas partes?
-En la época del descubrimiento, se habló mucho de la maldición de Tutankamón. Y ese
rumor no me lo tomaba a broma. Yo observaba y anotaba. Por lo demás, traje algunos
recuerdos de allí.
-¿Aceptaría mostrármelos?
-Es mi secreto, nadie ha visto esos documentos... Algún día pertenecerán a la historia.
Richard Adamson fue a buscar una maleta y la abrió con precaución.
El corazón de Mark palpitaba a un ritmo frenético.
¿Y si el guardián de la tumba había conservado en su casa los papiros de Tutankamón?
De la maleta sacó fotografías, notas que relataban las etapas del descubrimiento de la tumba
e impresiones personales, así como una lista de las personalidades afectadas por la
maldición. Adamson había precisado la edad de la muerte y su causa oficial. Unas cuarenta
víctimas, entre ellas, lord Carnarvon, Arthur C. Mace, Weigall, Georges Benedite o lord
Westbury.
-Yo, que tan cerca estuve de la momia real durante tantas noches, no me vi afectado.
¿Por qué me respetó Tutankamón sino porque aceptaba mi presencia? En el fondo, gracias a
Cárter, ha resucitado.
En la maleta, sin embargo, no había ni rastro de los papiros.
-Mi patrón no creía en esa maldición -recordó Adamson-. Yo preferí mostrarme
prudente. En todo caso, hoy soy un hombre feliz, tengo una mujer maravillosa y unos
hermosos hijos.
-¿Howard Cárter le confió algún documento valioso?
El ex militar pareció extrañado.
-No comprendo...
-Me refiero a papiros procedentes de la tumba.
-Yo era sólo un guardián, ¡no un científico! Esa historia de los papiros sembró la
turbación, lo recuerdo. Cárter esperaba descubrirlos entre los objetos que componían el
tesoro, pero quedó decepcionado. En fin, oficialmente.
-¿Y... oficiosamente?
-Al parecer, echó mano a unos papiros, pero su contenido debió de parecerle demasiado
explosivo para ser divulgado. Por eso consideró necesario sustraerlos a la curiosidad que
había en el ambiente, aguardando un momento favorable.
-¿Y a quién pudo confiar esos textos?
-Howard Cárter era un hombre solitario y reservado, desconfiaba de todo el mundo y
tenía muy pocos amigos íntimos. A mi entender, un solo hombre habría sido digno de
recibir los papeles y capaz de ocultarlos.
Mark contuvo su impaciencia.
-Era un personaje misterioso cuyo nombre ignoro -prosiguió Adamson-. Cárter le
testimoniaba respeto y estima, a causa de su reputación.
-¿Un egiptólogo?
-No, un religioso, un abate copto de El Cairo. Es todo lo que sé de él.
66
En el avión que lo devolvía a El Cairo, Mark leyó más de una decena de periódicos.
Ninguno hablaba de la situación política en Egipto. Al parecer, Faruk sujetaba sólidamente
las riendas del poder, y los Oficiales Libres no pensaban en fomentar una revolución de
imprevisibles consecuencias. Una vez más, aquel orondo monarca sabría utilizar la
persuasión, la astucia y la corrupción para mantenerse en el trono.
Mark seguía afectado por las revelaciones de Adamson. ¡De modo que el abate Pacomio
era quien poseía los papiros de Tutankamón! ¿Por qué lo había enviado entonces a buscar
ese tesoro que él poseía desde hacía tanto tiempo? ¿Por qué se había empecinado en
ocultarle la verdad?
Completamente perdido, Mark se sentía impaciente por estrechar a Ateya entre sus
brazos y comunicarle los increíbles resultados de su estancia en Portsmouth. Ella también
era manipulada por aquel abate diabólico de incomprensibles objetivos.
La joven, vestida con un corpiño amarillo y una falda azul oscuro, le aguardaba en el
aeropuerto.
Indiferentes a las miradas de los pasmarotes, ambos se abrazaron durante largo rato.
-¿Tienes... los papiros?
-No, Ateya. Y tengo curiosas noticias que darte.
-Mark... El abate Pacomio ha desaparecido.
-¿Desaparecido... o huido?
-¿Por qué dices eso?
-Porque Richard Adamson me dijo que Howard Cárter confió a Pacomio los papiros de
Tutankamón.
La joven pareció estupefacta.
-¡Imposible! ¿Tiene pruebas?
-Es su opinión.
-¿Formulada con esas palabras?
-No exactamente. Habló de un abate copto de El Cairo, de excelente reputación.
-¡No es Pacomio, Mark! Existen otros hombres santos en nuestra comunidad.
Las certidumbres del norteamericano volaron de nuevo hechas pedazos.
-Pacomio desaparecido... ¿Estás segura?
-Por desgracia, sí. Me habló de las amenazas de las que era objeto y me indicó un
procedimiento de urgencia si se presentía una desgracia. Debemos ir de inmediato a la
Suspendida para ponernos en contacto con un sacerdote capaz de informarnos.
Un fuerte viento levantaba nubes de polvo y arena. En esa época del año, un fenómeno
excepcional que hacía más lenta la circulación, irritaba los ojos y los bronquios. A primeras
horas de la tarde era ya tan oscuro que debían encenderse las farolas. Los cairotas tenían los
nervios a flor de piel, y debían lamentarse varios heridos graves derribados por los
materiales que caían de los tejados.
En el interior de la Suspendida, un cura barbudo de gran estatura bautizaba por
inmersión a un niño, siete días después de su nacimiento. Alrededor del estanque lleno de
agua bendita había siete velas, y en cada una de ellas, una nota con un nombre de pila. El
sacerdote aguardaba a que se apagara la séptima y última vela para dar al niño aquel nombre
sacralizado.
Cuando la luz se desvanecía, el sacerdote miró a Ateya.
-Despliega el papel y revélanos la elección de Dios.
-Cirilo -respondió la muchacha.
Ateya se guardó mucho de leer el resto del texto en copto: «Pacomio ha sido detenido
por la policía de Faruk. Id a ver al abate Chenuda en la ciudad de los muertos y pedidle la
piedra viviente».
-Conozco bien a Chenuda -dijo Ateya, saltándose un semáforo-. Es más anciano que
Pacomio y a menudo ha trabajado con él sobre antiguos textos coptos.
-¿Conoció a Howard Cárter?
-Es muy probable, puesto que Chenuda dividía su tiempo entre Luxor y El Cairo.
Siempre ha estado cerca de Faruk y le indicaba qué actitud debía adoptar con los coptos.
-¿Habrá hecho detener a Pacomio?
-Eso es impensable.
-Eres demasiado optimista, amor mío. La experiencia me ha demostrado que la
naturaleza humana es capaz de lo peor. Si Chenuda ha creído que Pacomio suponía una
molestia, se habrá librado de él.
-Dicho de otro modo, ha encontrado los manuscritos y ha decidido eliminar a sus
adversarios. En ese caso, nos arrojamos a las fauces del lobo.
-Hay que aclarar las cosas, Ateya. Tal vez el abate Chenuda sea un aliado que nos
permita salvar a Pacomio.
-Te advierto que la ciudad de los muertos no es un lugar agradable, y los extranjeros no
son bienvenidos allí.
-Cuento con tu encanto para apaciguar a los espectros.
-No bromees, Mark. Numerosas familias se han instalado en antiguos cementerios
musulmanes porque no encuentran un alojamiento normal. Se ha organizado una verdadera
ciudad, con sus propias leyes.
-¿Y por qué se instaló allí el abate Chenuda?
-Ayuda a los más pobres, ya sean coptos o musulmanes. La presencia de un hombre de
Dios apacigua las tensiones y da esperanza en una vida mejor.
Ateya conducía con notable destreza y sabía imponerse en las más delicadas situaciones,
especialmente en los cruces. El uso de la bocina era vital, al igual que el arte de adelantar y el
del zigzagueo. La única regla era no dejarse impresionar y tomar siempre la iniciativa.
Vista de lejos, Bassatin, la ciudad de los muertos, parecía una vasta necrópolis de la Edad
Media donde descansaban los cuerpos de califas, emires, sultanes y princesas. Cúpulas
doradas, mezquitas con mármoles cubiertos de hojas de oro y minaretes habían hecho del
lugar, antaño, un soberbio homenaje a los poderosos de aquella lejana época. Pero los vivos
habían considerado que aquellos muertos estaban demasiado cómodos y que sus vastas
tumbas ofrecían casas a menudo más confortables que las de los barrios desheredados de la
capital. Las autoridades no habían reaccionado, y familias enteras se habían atribuido un
derecho de propiedad sin tener la sensación de que insultaban a los difuntos. Placas de
mármol y hojas de oro desaparecían poco a poco, y los antiguos monumentos pronto se
reducirían a unos pobres cubos de albañilería desprovistos del menor atractivo.
La ciudad de los muertos tenía su propia economía, sus propios jefes, sus propios
guardianes y su propia policía. El orden reinaba allí, y nadie pensaba en turbarlo.
Ateya estacionó su coche junto a una de las entradas. Apenas había cruzado el umbral de
la ciudad de los muertos en compañía de Mark cuando un hombre rechoncho, armado con
un garrote, les cerró el paso.
-Ustedes no viven aquí. Así que den media vuelta y regresen a su casa.
-Venimos a ver al abate Chenuda.
-Ah... Demasiado tarde.
-¿Qué quieres decir?
-Ha muerto esta noche.
-¿Un accidente? -se inquietó la muchacha.
-No, era ya muy viejo.
-¿Ha dejado algún mensaje?
-Esperaba la visita de un extranjero.
-Soy norteamericano y me llamo Mark Wilder.
El guardián inclinó la cabeza.
-Era, en efecto, ese nombre. Pero de todos modos tienes que alejarte.
-¿Por qué razón?
-Porque los funerales van mal. Hay dos clanes enfrentados: cada uno de ellos reivindica
los bienes del abate. Tanto el uno como el otro preferirán destruirlo todo antes de ver cómo
el vencedor se apodera de ellos. El asunto está adquiriendo mal aspecto, no te mezcles.
-El abate Chenuda deseaba legarme la piedra viviente, y debo honrar su memoria.
Traicionarlo sería imperdonable.
-Yo te he avisado, extranjero. Pero si es tu deseo, sígueme.
67
El guardián guió a Mark y a Ateya por un dédalo de callejas flanqueadas por tumbas. De
pronto, un fuerte olor a incienso agredió sus narices. Ante una sepultura de califa convertida
en residencia del abate Chenuda había una alberca llena de agua turbia en la que flotaba una
cruz de plata.
A uno y otro lado de un ataúd envuelto en una manta blanca, dos grupos de una decena
de hombres. A la cabeza del primero, un sacerdote ciego que cantaba antiguas melopeas con
voz grave mientras sus ayudantes leían pasajes del Evangelio de Marcos. Encabezando el
segundo, un coloso de vasto pecho, de rostro fino, alargado como el de un chacal.
Ateya creyó que iba a morir de miedo.
-El Salawa... ¡Es el Salawa!
Unas mujeres depositaron al pie del ataúd unos cestos llenos de panes redondos. Ése era
el salario del que recitaba, cuyas fórmulas mágicas iban a asegurarle al difunto un apacible
más allá.
-Come uno de esos panes en honor de nuestro abate -suplicó la decana.
Y lo entregó al sacerdote ciego, que lo devoró con apetito.
-Da este alimento a los hambrientos -ordenó-. Chenuda ayudó a los pobres a lo largo de
toda su vida, y su muerte aparente no le impedirá socorrerlos.
-Estos panes nos pertenecen -aseguró un tipo flacucho que se encontraba a la izquierda
del Salawa-. Nadie nos los robará. Exigimos la casa del abate y todos sus bienes.
-No pronuncies palabras llenas de hiél, hijo mío. Celebremos la bondad del desaparecido
y veneremos su memoria.
-¡Tu lenificante boca es la de un ladrón! El abad legó sus pertenencias a mi clan, no al
tuyo.
-¿Acaso vamos a empezar a discutir en vez de recogernos?
-¡Largaos y así la violencia no mancillará el luto!
-Hermano mío, tu corazón es presa de un odio injusto. Aparta esa furia destructora y
sustitúyela por el amor al prójimo.
-El responsable de nuestro enfrentamiento no eres tú, sino el extranjero al que Chenuda
quería entregar lo que nos corresponde. Y ese extranjero se atreve a desafiarnos.
El brazo derecho del Salawa se tendió entonces hacia Mark, y las miradas convergieron
en el norteamericano.
-He aquí la encarnación del mal -declaró el flacucho-. Hay que aniquilarlo para que el
alma del hombre santo pueda descansar en paz.
Ateya sintió que la sangre se le helaba.
Mark había caído en la trampa tendida por el Salawa. Éste había elegido a su víctima,
que no tenía posibilidad alguna de escapar. Y el milagro de Luxor no se reproduciría.
Pero la muchacha recordó las enseñanzas de Pacomio y decidió intervenir.
-El alma de un santo se convierte en un pájaro que emprende el vuelo hacia el cielo, y
sólo los justos pueden contemplarla. Este extranjero, el heredero del abate difunto, es uno
de ellos. ¡Si lo agredís, os condenaréis!
Los murmullos recorrieron el clan del Salawa. Uno de sus partidarios huyó, y ni siquiera
el flacucho pudo evitar temblar.
El hombre con rostro de chacal dio un paso hacia Mark.
Ateya, petrificada, fue incapaz de tomar de nuevo la palabra.
Consciente del poder infernal con el que iba a enfrentarse, Mark le mostró el talismán de
Pacomio.
El Salawa se detuvo.
Por unos instantes, Ateya esperó que el papiro bastaría para detenerlo. Pero el monstruo
prosiguió su marcha hacia adelante, y su mirada llameó.
El signo de la tela doblada que simbolizaba la coherencia del ser se borró. Luego
desapareció el collarín floral, signo del florecimiento. Y a continuación se desvaneció el pilar
osiríaco, encarnación de la estabilidad.
El Salawa suprimía, una a una, las defensas mágicas.
La plegaria a Isis, protectora del niño Horus al que Set intentaba matar, no resistió.
Sólo subsistía la cruz ansada, el ankh, emblema de la vida.
Un paso más y el Salawa estrangularía a Mark con sus enormes manos.
Negándose a ceder, éste estampó el papiro en pleno rostro del Salawa.
De inmediato, como si de una serpiente se tratara, Ateya le mordió en el cuello, en el
lugar donde la energía que asciende de la columna vertebral irradia el cerebro.
El signo ankh se esfumaba pero permanecía visible.
Las manos del Salawa apretaron su propia garganta y lanzó un grito tan violento que la
concurrencia se dispersó como una bandada de gorriones asustados.
De los ojos del monstruo brotó una humareda pestilente. Se encogió sobre sí mismo y de
su enorme cuerpo no quedó más que un montón de cenizas.
-Nos ha liberado usted -reconoció el guardián-. La morada del hombre santo le
pertenece.
Conmocionados, agotados e ignorando el espanto de los espectadores de aquel insensato
drama, Ateya y Mark entraron en la tumba donde el abate Chenuda había vivido sus últimas
horas.
Con gran asombro, descubrieron una amplia estancia compuesta por antiguos bloques
de piedra, algunos de los cuales estaban adornados con jeroglíficos. En uno de ellos aparecía
el nombre de Ramsés II.
-Muchos proceden de las pirámides -afirmó su guía-. Al hombre santo le gustaba orar
aquí en favor de los pobres.
-¿Dónde está la piedra viviente? -preguntó Mark.
-Al fondo.
En el bloque había una inscripción que el norteamericano copió cuidadosamente.
-¿Reveló el abate su significado?
-No -respondió el guardián-. Se trataba de un texto modificado que mostró a un cura
francés.
-Criptografía... Gracias, amigo. Te lego esta morada.
Ateya y Mark salieron corriendo de la ciudad de los muertos. Les costaba creer que
hubieran conseguido arrojar de nuevo al Salawa a su mundo oscuro, pero estaban
convencidos de que poseían una información esencial. Tal vez esa inscripción les condujera
hasta los papiros de Tutankamón.
Un especialista sabría descifrarlos: el canónigo Drioton.
Ateya condujo más rápidamente que de costumbre, negándole a todo el mundo una
hipotética prioridad.
-Queremos ver al canónigo -dijo Mark-. Es muy urgente.
-Imposible -respondió el criado que se encargaba de vigilar el domicilio de Drioton-.
Está de vacaciones, en Francia.
Ateya y Mark regresaron al coche despechados.
-Drioton, el egiptólogo de Faruk... ¿No vuelve el rey al centro del juego? -se preguntó el
abogado.
-Pacomio sabrá leer esta inscripción -afirmó Ateya-. Hay que encontrarlo y liberarlo.
-Tienes razón, es nuestra prioridad absoluta. Sé que él podrá ayudarnos.
68
Tras haber ganado una partida de ajedrez, Nasser encendió un Graven A. Fumaba un
paquete de cigarrillos al día y, sin tener la sensación de que estaba traicionando su fe, de vez
en cuando bebía un vaso de whisky. Era aficionado al ping-pong y gran admirador de la
célebre cantante egipcia Um Kalsum, cuyos conciertos del jueves podían durar seis horas,
aunque al Hijo del Cartero, como algunos lo apodaban, también le gustaba la música clásica.
Esa noche estaba escuchando una grabación del Sherezade de Rimsky-Korsakov, un
compositor ruso cuya inspiración oriental lo seducía.
Cuando hubo terminado el disco, el teniente coronel Nasser declaró con voz seca:
-He tomado una decisión: actuaremos a principios de agosto. Los oficiales habrán
cobrado su sueldo y se sentirán dispuestos a combatir por la libertad.
Un vendedor de tortas condujo a Mark hasta el automóvil de Mahmud.
-Necesitaba verle con urgencia.
-Yo también -repuso el norteamericano-. El abate Pacomio ha desaparecido.
-Los Oficiales Libres no son responsables de ello. Forzosamente, es una jugarreta de la
policía de Faruk.
-Quiero saber dónde se encuentra el abate.
-No será fácil, pues tengo otras prioridades: Nasser ha decidido actuar.
-¿Actuar...? ¿De qué modo?
-Tomar el poder a principios de agosto.
-¡Creía que deseaba llegar a un entendimiento con Faruk!
-La situación se está degradando profundamente -deploró Mahmud, abatido-. El rey se
niega a nombrar ministro al general Naguib e insiste en disolver el Club de Oficiales, a pesar
de la opinión contraria de su primer ministro. Sus miembros, incluido Naguib, serán
destinados a guarniciones alejadas de El Cairo. De ese modo, Faruk piensa meter en cintura
a los eventuales conspiradores. ¡Una verdadera declaración de guerra a los cuadros del
ejército!
-¿Serán detenidos los Oficiales Libres?
-No, la organización sigue siendo inaprensible gracias a los compartimentos estancos
establecidos por Nasser y a su sentido del secreto.
-¿Por qué se considera dispuesto a salir de las sombras?
-Porque los acontecimientos lo exigen. El rey nombrará a su sicario, el general Sirri
Amer, ministro de la Guerra. Este carnicero, en cambio, sin duda conseguirá encontrar a los
revolucionarios y golpeará sin piedad. Nasser debe ser más rápido. Faruk todavía no es
consciente del peligro. Ha cambiado una vez más de primer ministro, y su agregado de
prensa36, quien se encarga de organizar sus placeres nocturnos, respondió a un periodista
inquieto: «Querido, nosotros provocamos las revoluciones cuando las consideramos
necesarias. Y eso no nos cuesta muy caro». Estamos en pleno delirio, señor Wilder. Pero
Nasser sabe adonde quiere llegar. Avise a la CIA. De lo contrario, correrán ríos de sangre por
las calles de la capital.
John encendió su cigarro. Con mirada distraída, asistía a un partido de tenis entre dos
hermosas inglesas que aún creían que El Cairo seguiría siendo un retazo de Occidente.
-¿Has visto a Mahmud?
-Se teme lo peor -anunció Mark.
36 Karim Tabet.
-No se equivoca. El primer ministro no consigue convencer a Faruk para que flexibilice
su posición con el general Naguib.
Ese gordo déspota piensa que continúa teniendo el control de la partida.
-¿Y tú no lo crees?
-No lo cree la administración de Estados Unidos.
-¿Acaso la CIA abandona a Faruk?
-Por tu culpa, Mark. Nos has revelado el papel fundamental de Nasser y hemos tenido en
cuenta esa información decisiva. Faruk ya sólo es una marioneta, incapaz de evaluar la
situación y de actuar con eficacia. A su alrededor sólo hay cortesanos, especuladores,
lameculos y mentirosos. Ha jugado y ha perdido. Mañana, Nasser dirigirá el país. Utilizará al
general Naguib como hombre de paja y se librará de ese pobre tipo cuando haya decidido
comparecer en el proscenio dotándose de plenos poderes.
-¿Y si se apartara de Estados Unidos y decidiera elegir otras alianzas?
-Se hará lo necesario.
-¿No temes los miles de muertos que esto puede causar?
-Es el precio de todas las revoluciones. Incluso Estados Unidos pagó con sangre la
adquisición de su independencia.
-¿Imaginas la decepción y la angustia de Mahmud?
-Sólo es un peón en el tablero. El reto lo sobrepasa.
-¿Cómo puedes ser tan cínico, John?
-Si quieres convertirte en un político de primer orden, debes olvidar tus sentimientos y
tu conciencia. Sólo cuenta el objetivo que debe alcanzarse.
-¿La elección de Nasser es definitiva?
-Estados Unidos desea un régimen fuerte y un socio comercial. Faruk es tan corrupto
que se está convirtiendo en deshonesto e ineficaz. ¿Cuándo piensa actuar Nasser?
-A comienzos de agosto.
-Trata de averiguar algo más.
-Tengo otra prioridad -afirmó Mark-. El abate Pacomio ha sido detenido por la policía de
Faruk; debes ayudarme a liberarlo.
-Lo siento, amigo mío, pero mi organización debe seguir actuando con absoluta
discreción.
-Te he prestado muchos servicios, John.
-En mi oficio, no existe la reciprocidad. Tu abate me importa un pimiento. En vísperas
de un golpe de Estado que modificará el porvenir de Oriente Próximo, tengo otras
preocupaciones.
-No cuentes conmigo para ayudarte.
-Mahmud está fuera de juego, los acontecimientos se precipitarán. Deberías abandonar
Egipto enseguida, Mark. En adelante, sólo recibirás golpes.
El abogado se levantó y miró desafiante al agente secreto.
-Me consideras un trapo que se tira tras haberlo usado, y cometes un grave error. Por
segunda y última vez te lo pido: ¿aceptas ayudarme a liberar a Pacomio?
-No, es una cuestión de seguridad, -Lo recordaré, John.
-La Historia te lo hará olvidar todo.
-No eres consciente de la importancia de los papiros de Tutankamón. Sólo el abate
Pacomio puede permitirme encontrarlos. De su contenido depende la suerte de la región, la
de nuestro mundo incluso.
-No tengo tiempo para esperar, Mark, y debo adaptarme a las circunstancias. Escucha
mis consejos y no te demores en El Cairo. Tu papel aquí ha terminado. Piensa en tu carrera y
regresa a Nueva York. Un personaje de tu envergadura no se empantana en una relación
sentimental condenada al fracaso. Al senador Wilder no le costará en absoluto encontrar
una esposa rica perteneciente a la alta sociedad.
Se oyó un grito de alegría. Con un golpe decisivo, la más joven de las dos tenistas
acababa de ganar el partido. John aplaudió.
69
Ni John ni Mahmud quieren ayudarme -le dijo Mark a AteyaLa suerte del abate Pacomio
les importa un pimiento, y sólo les interesa la evolución de la situación política. Al parecer,
Faruk está acabado.
-Puede reaccionar con extremada violencia. Y debo decirte toda la verdad.
La tomó en sus brazos.
-¿Qué me has ocultado?
-Soy la hija única de Pacomio. Mi madre murió cuando yo nací. Tenía treinta y ocho
años; él, cincuenta. Me dio tanto afecto que conseguí superar su ausencia y el sufrimiento.
Me dejó libertad para actuar a mi guisa y me lo enseñó todo.
-Lo nuestro... ¿Se lo has contado?
-Claro. Sabe que nos amamos y aprueba sin reservas tu proyecto de matrimonio.
-Nuestro proyecto.
Ateya sonrió.
-Nuestro proyecto.
-¡Hay que liberar a tu padre! Pero ¿cómo podemos saber dónde lo tienen?
-Tal vez tenga la solución. Pacomio no es sólo un abate copto, sino también el último
representante del linaje de los sacerdotes de Amón que ha sobrevivido hasta nuestros días, a
pesar de las sucesivas ocupaciones de Egipto. Soy la única que conoce la capilla faraónica
donde oficia diariamente. Espero obtener una respuesta allí.
Ateya y Mark se dirigieron al domicilio de Pacomio.
La policía no lo vigilaba.
Al fondo de la biblioteca se veía una pared cubierta de imágenes piadosas. La muchacha
manipuló el rostro de la Virgen y lo hizo girar.
Mark descendió tres peldaños de granito y descubrió un antiguo santuario lleno de
bajorrelieves que describían ritos faraónicos. Estupefacto, se sintió bruscamente
transportado a un lejano pasado en el que aquellos símbolos estaban llenos de fuerza.
Ateya se recogió ante una mesa de ofrendas que databa de la época de las grandes
pirámides.
-Debemos purificarnos con el fuego y el agua -anunció-. Luego intentaremos entrar en
contacto con mi padre.
Desempeñando el papel de una sacerdotisa, Ateya hizo que ardieran tres bolitas de
incienso, el sonter, «lo que hace divino». El humo perfumó la capilla y abrió a lo invisible la
mirada de la pareja.
Luego, la oficiante tomó un cuenco que contenía agua del Nun, la energía celestial de la
que brotaban todas las formas de vida, y derramó el contenido en los hombros de Mark y en
los suyos. Escucharían así la gran palabra que atravesaba los mundos y los espacios.
Ateya leyó el último ritual que su padre había celebrado, consagrado al despertar en paz
de la potencia divina. Invocó la protección de Horus el Antiguo, el inmenso halcón cuyas
alas estaban hechas a la medida del universo, y le rogó que le diera acceso al espíritu de su
fiel seguidor, Pacomio.
En la superficie de la mesa de ofrendas se dibujó el rostro del sacerdote de Amón. A su
alrededor, los muros de una prisión, barrotes, un pasillo, una calle, edificios...
La imagen se borró.
-Conozco ese lugar -dijo Ateya.
El 20 de julio de 1952, a medianoche, los principales responsables del oculto movimiento
de los Oficiales Libres, a excepción de Sadat, que cumplía una misión en el Sinaí, se
reunieron alrededor de Nasser y del general Naguib, portador de inquietantes noticias.
A pesar de sus movimientos, el rey Faruk se mantenía firme. Estaba a punto de nombrar
ministro de la Guerra al temible Sirri Amer para controlar estrechamente la situación y
eliminar a todos sus adversarios, utilizando la fuerza si era necesario.
Gracias a las precauciones adoptadas por Nasser, la policía del régimen no sospechaba la
existencia de esa reunión.
-Esta vez -les advirtió- estamos en peligro. Si permanecemos de brazos cruzados,
seremos exterminados. La operación prevista para comienzos del mes de agosto sería en
exceso tardía. Así pues, debemos actuar de inmediato. Nadie nos molestará: el gobierno,
desacreditado, reside en Alejandría; los políticos extranjeros y los diplomáticos han
regresado a sus casas para pasar allí sus vacaciones. En resumen, tenemos el camino libre.
-¿Cuál es tu plan? -preguntó uno de los conjurados al hijo del cartero.
-Los cuerpos del ejército que controlamos se reunirán en el puesto de mando de la
caballería. Luego ordenaremos a los tanques que tomen posesión de los lugares clave de El
Cairo, mientras otras tropas se apoderarán del cuartel general del ejército.
Un largo silencio sucedió a estas palabras. Todos eran conscientes de que participaban
en un momento histórico y de que adoptaran o no la decisión adecuada dependía el destino
del país.
Nadie se opuso a Nasser.
-Secreto absoluto -exigió-, en eso estriba nuestro éxito. Preparemos la coordinación de
nuestros ataques y no permitamos que se filtre un ápice de nuestras intenciones. Un solo
cotilleo y fracasaremos.
Mahmud se estaba poniendo enfermo.
La inevitable guerra civil se convertiría en matanzas de espantosa magnitud. ¿Quién
saldría vencedor, sentándose sobre montones de cadáveres y una capital devastada: el
general Sirre Amer o el teniente coronel Nasser?
Si los norteamericanos no eliminaban a Nasser, permitiría que Egipto corriera hacia el
abismo. A él, nadie lo sometería. Faruk, por el contrario, se convertiría en una marioneta en
manos de los titiriteros de la CIA.
Mahmud tenía que avisar a Mark Wilder enseguida.
Nasser puso una mano sobre su hombro.
-Tú desempeñarás un papel decisivo, amigo mío. Tus hombres servirán de agentes de
enlace durante las horas por venir.
-Puede contar conmigo.
-Si nuestras comunicaciones se interrumpieran, nos convertiríamos en presa fácil para
los chacales de Faruk.
-Tengo un equipo excelente.
-Valor, Mahmud. Venceremos.
Los Oficiales Libres se dispersaron.
Nasser pasó ante dos policías que no le prestaron la menor atención. Hasta ese
momento, ninguno de sus partidarios le había traicionado. Se sentía tan confiado que las
angustias de las últimas semanas desaparecieron. Su porte era el de un conquistador.
Asustado por tanta seguridad, Mahmud se veía desamparado. Si desobedecía las
órdenes, Nasser no tardaría en advertirlo. En adelante sería imposible escapar a la inexorable
marcha del destino. ¿Los estadounidenses habían decidido apoyar a Faruk o iban a
abandonarlo? ¡El hijo del cartero ignoraba hasta qué punto era arriesgada su apuesta!
El hombre lanzaba los dados, pero ¿no era Dios quien controlaba su curso?
70
Mark Wilder y John se encontraron en una falúa donde servían té y algunas pastas.
-¿Qué es eso tan urgente que debes decirme? -preguntó el agente secreto.
-Conozco el emplazamiento de la prisión donde está encarcelado el abate Pacomio. Sólo
tú puedes intervenir para hacer que lo liberen.
-No tengo tiempo, amigo mío.
-Dispongo de un texto en clave que Pacomio debe descifrar y que nos llevará hasta los
papiros de Tutankamón.
-Lo siento, Mark, pero tengo otras preocupaciones. Muy pronto, sin duda, El Cairo será
pasado a sangre y fuego. Estados Unidos debe sacar sus castañas del fuego.
-No te lo pido, John, sino que te lo ordeno.
El espía dio un respingo.
-¿Cómo?
-Probablemente, Faruk tiene la última clave que yo necesito; Pacomio me lo confirmará.
Además, es el padre de Ateya, la mujer a la que amo. Si te niegas a intervenir, revelaré tu
verdadero papel a la embajada y a la prensa. Y si me eliminas, lo hará Ateya y, tras ella, todos
los coptos de El Cairo.
John estaba lívido.
-¡No cometerías semejante locura!
-No me dejas alternativa.
-¿Sabes quién soy realmente, Mark? Durante la guerra contra Israel, en 1948, Nasser
mantuvo varios contactos con un capitán enemigo. Hablar de amistad sería excesivo, pero
ambos hombres discutieron mucho. El egipcio se sentía fascinado por el modo como el
pueblo judío había conquistado su independencia. Conocí muy bien al capitán Yeruham
Cohén, y sus informaciones me fueron muy útiles para orientar la política de mis dos países.
-Quieres decir que...
-Soy judío y estadounidense37, y dispongo de una red de doce agentes israelíes infiltrados
en los principales mecanismos del Estado e, incluso, en el ejército. Esos hombres arriesgan
sus vidas a cada segundo. ¿Quieres ser responsable de su muerte, tras espantosas torturas?
Mark apartó su taza de té.
-Tú ganas, John. Me las arreglaré solo.
-También tú has ganado. Me encargaré de Pacomio, pero necesitaré dos o tres días para
actuar ágilmente. Y tal vez te necesite, en un momento u otro, para comunicar un mensaje a
Nasser. Ahora ya sabes por qué no puedo hablar con él personalmente. Nunca tiene que
sospechar mi presencia en El Cairo.
Mark se levantó.
-Supongo que es inútil indicarte el emplazamiento de la prisión de Pacomio, pues está
claro que ya lo conoces.
-Eso es.
La mañana del 22 de julio de 1952 era cálida y soleada en Alejandría. En los cinco
kilómetros del frente marítimo, la gente se apretujaba en las terrazas de los cafés antes de
almorzar en algún restaurante de moda. Por la noche, tras una reparadora siesta y unos
37 John llevaba el nombre en clave de Darling. No fue nunca identificado y, cuando se desmanteló su organización, el 1 de
octubre de 1954, siguió siendo inaprensible.
baños de mar durante los cuales las elegantes mujeres exhibirían sus bañadores de una sola
pieza, se divertirían en locales nocturnos dignos de las capitales europeas.
La ciudad fundada por Alejandro Magno seguía siendo cosmopolita y acogía todas las
razas y todas las culturas, provocando la irritación de los musulmanes fundamentalistas, que
se prometían embridarla en cuanto fuera posible. De momento, las playas estaban llenas;
turcos, armenios, italianos, griegos, judíos y demás extranjeros formaban una comunidad
apacible que hablaba de buena gana en francés.
Por lo general, a partir del 15 de mayo, la corte se instalaba en el palacio de Montazah,
donde permanecía durante cinco meses, lejos de la canícula que abrumaba El Cairo. A orillas
del Mediterráneo, la residencia regia gozaba de suntuosos jardines surcados por avenidas
que llevaban a algunos pabellones, a los huertos, al vergel, a la granja, a la lechería y a las
viviendas de los funcionarios. Naturalmente, su majestad disponía de una playa privada.
El palacio de Montazah, coronado por torreones y campanarios, tenía tres pisos. En la
planta baja estaban las salas de recepción, el comedor, el despacho de Faruk y su billar; en el
primer piso, los aposentos privados del monarca y su esposa.
Esa mañana, Faruk reflexionaba.
A las 17.00 horas recibiría a los miembros de su nuevo gobierno en su otro palacio de
Alejandría, Ras el-Tin, y les anunciaría su principal decisión: la elección del ministro de la
Guerra, encargado de salvar al régimen protegiendo la monarquía contra eventuales
sediciosos.
Ante las incesantes críticas contra el nombramiento del violento Sirri Amer, Faruk había
cambiado de chaqueta. Una vez más, sorprendería a todo el mundo y demostraría que
seguía siendo el único capitán a bordo.
Particularmente satisfecho de sí mismo y de su sentido de los asuntos públicos, el
gordinflón almorzó con buen apetito, luego se echó una larga siesta y se hizo llevar al
palacio de Ras el-Tin, que había edificado su ilustre predecesor, el albanés Mehemet Alí,
gran destructor de antiguos monumentos, adepto del modernismo y dictador sin matices.
Los quince ministros que formaban el gobierno de Faruk lo aguardaban con impaciencia.
Tantos rumores, tantos rencores e inquietudes... ¿No era sólo una ilusión el estuche de
Alejandría?
El rey debía probar su autoridad tomando las medidas adecuadas. Poseía todos los
poderes, y le tocaba utilizarlos con acierto.
Discreto como siempre, Antonio Pulli esperaba que el monarca siguiera sus consejos. Ya
había renunciado a la prueba de fuerza con el ejército. Sólo le quedaba llamar al general
Naguib para apaciguar las tensiones, ganarse el fervor popular y volver a comenzar sobre
nuevas bases. Faruk había cometido suficientes errores como para sacar de ellos útiles
lecciones y elegir la vía del compromiso.
Las quince levitas se alinearon.
Cuando apareció el cuñado del rey38, el primer ministro no consiguió ocultar su
asombro.
-Majestad, no comprendo... ¿Qué hace entre nosotros?
-Señores, he aquí nuestro nuevo ministro de la Guerra. Pongamos manos a la obra.
El gobierno se retiró.
Como los ministros, Antonio Pulli estaba aterrado. Faruk parecía haber perdido la
cabeza al nombrar a un incapaz para ese puesto clave. Su cuñado se reducía a ese título y no
ejercía influencia alguna sobre el ejército.
La eminencia gris miró su reloj: ¡las 17.15 horas!
Una hora grave.
38 El coronel Cherin.
71
Poco antes de las 07.00 horas, Sadat leyó por radio un comunicado firmado por Mohamed
Naguib, comandante en jefe del ejército. Anunciaba al pueblo egipcio que el país salía, por
fin, del período más sombrío de su historia. Tras años de corrupción, el ejército había sido
depurado y sería dirigido por patriotas íntegros que merecían la confianza de todos. El
general Naguib no toleraría violencia alguna, y los eventuales revoltosos serían considerados
traidores que podrían recibir graves sanciones. El ejército y la policía harían que se respetara
la ley, y los extranjeros no tenían nada que temer. La calma reinaba en todas partes.
Desde el balcón del apartamento de Ateya, a la que estrechaba tiernamente contra sí,
Mark contemplaba El Cairo.
-Nasser ha ganado. Los ingleses cederán, los norteamericanos abandonarán a Faruk.
-Lo colgarán -predijo la muchacha.
Ante el edificio se detuvo un coche, y de él bajaron John... ¡y el abate Pacomio!
Ateya corrió hacia la escalera. Mark se apresuró a preparar café, al que todos hicieron los
honores. El anciano llevaba las marcas de su detención, pero se negó a hablar de sus horas
dolorosas.
-Nunca olvidaré su gesto -le dijo Ateya a John.
-Hemos tenido suerte. Las cárceles se están vaciando de oponentes a Faruk, y se están
llenando con sus partidarios. Así son las revoluciones. El peor enemigo de los Oficiales
Libres, el general Sirri Amer, ha huido39. No ha encontrado hombres suficientes para iniciar
un contraataque. El bueno del general Naguib es sólo una marioneta en manos de Nasser,
que ahora controla la totalidad de las fuerzas armadas. Por lo que se refiere al nuevo primer
ministro nombrado por los revolucionarios, el experto Maher, tiene setenta años y detesta a
los ingleses. Será sólo un peón en el tablero de juego de Nasser.
-Los ingleses, precisamente... ¿Cómo han reaccionado? -se preocupó Mark.
-Están fuera de combate. Sus diplomáticos y sus servicios secretos no se han enterado de
nada.
-Creo que los has desinformado muy bien.
-Nuestros primos británicos están locos de rabia, aunque obligados a inclinarse ante el
hecho consumado, sobre todo porque Estados Unidos no oculta su satisfacción. Ni la
opinión pública ni los periodistas40 son aún conscientes de la magnitud de los
acontecimientos. Eso dará a Nasser tiempo para tratar el caso Faruk.
-¿Está decidido a luchar?
-Tampoco él ha comprendido nada y sigue creyendo que el ejército le permanecerá fiel.
Antonio Pulli, en cambio, ya no se hace ilusiones. Acaba de ponerse en contacto con el
embajador41 de Estados Unidos y le ha suplicado que salvara a Faruk. Aunque ningún navío
de guerra norteamericano esté cerca de Alejandría, lo que nos resulta muy cómodo, el
diplomático ha prometido que se respetaría la vida del rey. Ha acudido personalmente a
Tras intercambiar los primeros disparos entre la guardia del rey y los revolucionarios, llegó
la orden del monarca: nada de combates, cerrar las puertas del palacio y resistencia pasiva.
Nadie podría decir que había ordenado matar a uno solo de los soldados de su propio
ejército.
Prisionero, Mark seguía teniendo una sola idea en la cabeza: hablar con Faruk.
El pánico se apoderaba de Ras el-Tin. Era evidente que Nasser había decidido aplastar
bajo los obuses la residencia del déspota. Entre las ruinas encontrarían su cadáver junto con
el de sus íntimos.
Faruk, que temía ser asesinado por sus últimos fieles, que se redimirían así ante los
vencedores, se atrincheraba en su despacho. Ya sólo hablaba con Antonio Pulli, al que pidió
que llamara al embajador de Estados Unidos para que impidiera una matanza y le
garantizara que salvaría su vida.
Los tanques permanecieron en posición, pero no dispararon.
A las 09.00 horas, el primer ministro Maher hizo llegar a Faruk una carta firmada por el
general Naguib. Tras reprochar al monarca su mala gestión, sus violaciones de la
Constitución, su desprecio por la voluntad popular y la presencia en el poder de traidores y
deshonestos que amasaban escandalosas fortunas, el nuevo comandante en jefe del ejército
egipcio, antaño engañado e injuriado, ordenaba a su majestad que abdicase en favor del
príncipe heredero, su hijo Fuad, y abandonara Egipto ese mismo día, sábado 26 de julio,
antes de las 18.00 horas. En caso de que rechazara el ultimátum, Faruk sería el único
responsable de las consecuencias de su decisión.
Encorvado y demacrado, Pulli se sentó ante Mark. De inmediato les sirvieron té y
pasteles orientales.
-Su majestad ha intentado una última maniobra -reveló-. Ha pedido a unos juristas que
estudiaran la validez del documento firmado por el general Naguib.
-¿Y cuál ha sido el resultado?
-El ultimátum tiene fuerza de ley. El rey está obligado a doblegarse.
-¿Qué pide a cambio?
-La posibilidad de abandonar Egipto a bordo de su yate, el Mahroussa, con la totalidad
de sus bienes... y conmigo.
-¿Cómo ha reaccionado Naguib?
-Está de acuerdo con lo del yate, pero rechaza todo lo demás. Los bienes del rey deben
permanecer en Egipto... y yo también.
-¡Es una condena a muerte!
-No seamos tan pesimistas, señor Wilder. Nasser no quiere ver correr la sangre, por lo
que tal vez se limite a mandarme a prisión durante unos años42. Puesto que su majestad se
negaba a partir sin mí, le he aconsejado que renunciara a esa exigencia. «Me quedo -le he
dicho-, no os seguiré.» Mi actitud le ha sorprendido y he advertido su profunda tristeza. A
ambos nos costaba contener las lágrimas. El mundo que esperábamos construir sobre sólidas
bases se derrumba ante nuestros ojos, y ni siquiera tendremos el consuelo de la amistad. Su
majestad firmará su abdicación a las 10.30 horas.
-¿Acepta recibirme?
-Hablaremos de eso más tarde.
Ese anochecer, el museo de El Cairo estaba cerrado. No había policías suplementarios para
custodiar sus tesoros, pues la capital seguía estando en una sorprendente calma. La
abdicación de Faruk daba total satisfacción al pueblo, que esperaba reformas indispensables
para luchar contra la miseria y la pobreza.
Mark entró en un despacho donde el guardia dormitaba.
-Debo examinar urgentemente el tesoro de Tutankamón. Por favor, tenga la amabilidad
de acompañarme.
-Lo siento, pero es imposible.
-Entonces regresaré con los militares -anunció Mark-. Al general Naguib y al teniente
coronel Nasser, que me honra con su amistad, no les gustará su actitud. Sin duda es usted
amigo del canónigo Drioton, el egiptólogo de Faruk.
El responsable se levantó.
-¡De ningún modo! ¿Puedo saber su nombre?
-Mark Wilder.
-Un momento, por favor.
Le sirvieron té y la espera comenzó.
En esta ocasión, sólo duró unos diez minutos.
-Sígame, señor Wilder -exigió el responsable.
Silencioso y desierto, el museo de El Cairo resultaba inquietante. ¿Acaso las obras
maestras aprisionadas, arrancadas de sus parajes de origen, no emitían reproches contra los
depredadores y una sociedad de curiosos, incapaz de percibir su verdadero sentido?
El norteamericano contempló las dos grandes estatuas donde sobrevivía el ka de
Tutankamón, su potencia creadora44.
Con el pie izquierdo adelantado, calzando sandalias doradas, avanzaban sin temor por
los caminos del otro mundo. Su largo bastón, símbolo del poder y la autoridad, acompasaba
sus pasos al cruzar las puertas de la eternidad. Su peluca encarnaba la capacidad del
pensamiento real para atravesar el cosmos, más allá de los límites humanos. Y las
inscripciones identificaban a Tutankamón con el «Horus del doble paraje de luz». Por lo que
se refiere a la maza, «la brillante»45, permitía al monarca iluminar las tinieblas.
Un detalle interesaba a Mark: ¿las dos estatuas estaban compuestas por varios paneles de
madera? Su atento examen le facilitó una respuesta positiva. Así pues, podían desmontarse,
y habían servido, efectivamente, de relicarios que albergaban el último secreto de
Tutankamón.
-Maravillosos objetos -dijo la suave voz del Profesor-. ¿A qué se debe su interés por
ellos?
-¿Realmente lo ignora?
-Venga a mi despacho, señor Wilder. Podremos discutir al amparo de oídos indiscretos.
La estancia era amplia y estaba amueblada al estilo Luis XV. Una sola ventana la
iluminaba; ésta daba a una calle por la que momentáneamente se había prohibido circular.
La lámpara del despacho estaba encendida.
En una mesilla baja había café, té y pasteles.
-El sofá le tiende sus brazos -dijo el Profesor.
Según unos amigos cairotas que vivían cerca del edificio donde se habían alojado Ateya y
Mark Wilder, la muchacha abandonó su apartamento al día siguiente del entierro de su
padre, cuya tumba se convirtió en un lugar de peregrinación para unos escasos iniciados.
Nadie volvió a verla en El Cairo.
Mark Wilder no regresó a Nueva York y, a pesar de todos sus esfuerzos, Dutsy Malone
no consiguió encontrar su rastro. En 1955, la policía egipcia le anunció que abandonaba su
búsqueda, que, por lo demás, nunca había iniciado.
Sin embargo, el guardián de la tumba de Tutankamón me ha jurado que Mark y Ateya
vivían con nombres falsos en una apartada aldea donde los extranjeros no eran bienvenidos.
Al parecer llevaban una existencia feliz, apacible y secreta.
El Profesor se adaptó muy bien al régimen de Nasser y a todos los regímenes que le
siguieron. Según creo saber, los papiros se encuentran aún en el interior de una de las dos
grandes estatuas guardianas, tal vez de ambas. ¿Por qué negarse a exhumarlas y conocer su
mensaje?
Es el último secreto de Tutankamón.
El Cairo, abril de 2007