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Conocimiento científico y sentido común Claudio Gutiérrez.

Este trabajo apareció originalmente en la colección La ciencia hoy editada por el CONICIT de
Costa Rica, bajo el título "Cómo ve la ciencia un filósofo" . Apareció de nuevo en mi colección
Nueve ensayos epistemológicos. Esta tercera versión ha sido revisada por mí en enero de 1997.

Introducción

Comencemos por cuestionar la noción de que haya una y sólo una visión filosófica, o científica,
o de conocimiento común, sobre la ciencia o sobre cualquier otra cosa. Tomemos, por ejemplo
el sentido común. Podría pensarse en una visión de la ciencia del hombre común;
presumiblemente, tal visión nos describiría a la ciencia como la verdad al alcance del hombre en
un momento determinado, definitiva por una parte, en lo ya logrado, limitada por otro, en cuanto
no ha logrado descifrar todavía todos los secretos del universo. Pero ésta no sería más que mi
visión de lo que pudiera ser la visión del hombre común sobre la ciencia, de ninguna manera la
visión del hombre común sobre la ciencia, si es que ésta existe, o si es que del todo existe el
"hombre común".

En realidad, no creo que el hombre común exista; lo que existe, más bien, es una comunidad de
hombres. Y los hombres, como los científicos, como los filósofos, tienen cada uno sus propias
ideas y su propia visión sobre las cosas, que pueden no coincidir. Puede haber diversidad de
opiniones entre los hombres, resultado tanto de su inteligencia y de la medida en que la hayan
podido ejercitar, como de multitud de influencias a que han estado sometidos durante su vida.
Lo mismo vale para las distintas comunidades humanas. Dejemos, pues, abierta la cuestión de
si hay una sola visión del mundo que sea propia del filósofo, del hombre de ciencia o del hombre
común, o si por el contrario, tal conformidad de opinión no es realizable, o tal vez ni siquiera
concebible.

Vamos a suponer, sin embargo, para comenzar a trabajar, que ese ser mitológico que llamamos
"hombre común" tiene una visión del mundo, que podríamos llamar la visión ingenua de las
cosas. Por ejemplo, según esa visión, existen objetos, que tienen peso, color y sabor; que
además tienen precio, más o menos alejado del "precio justo" según la moralidad del
comerciante y el grado de ineficiencia del gobierno. Que existen personas, que son mejores o
peores según se ajusten en su comportamiento a los Diez Mandamientos o a ciertos mínimos
de moralidad de común aceptación. Que las personas o las cosas, para moverse de un lugar a
otro, necesitan gastar un cierto volumen de combustible, etcétera. Es obvio que, si esta visión
ingenua de la realidad existe, no es de ninguna manera la visión de la ciencia. Sabemos que la
economía, la antropología y la física tienen algo que decirnos sobre los hechos mencionados
que es muy diferente al conjunto de esas opiniones.

En lo que sigue, defenderé la tesis de que el contraste más profundo e interesante entre la
visión ingenua y la visión científica del mundo no consiste primordialmente en una diferencia de
opiniones, sino en algo bastante distinto y más fundamental: una diferencia de conceptos
básicos, es decir, de lenguaje. El científico y el hombre común no hablan ni lejanamente el
mismo lenguaje, y ambos no pueden comunicar sino por medio de un complicado proceso que
llamamos educación y que implica la adquisición y dominio de nuevos lenguajes, y la habilidad
de moverse entre ellos. Pero hay más, voy a sostener que la diferencia de lenguajes hace a
estos dos tipos de hombre, el hombre común y el científico, habitar mundos completamente
diferentes, poblados por seres también totalmente diferentes.
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Al final, tendré que aceptar que los mundos diferentes son más que simplemente "el mundo de
la ciencia" y "el mundo del sentido común". Concluiré que a cada disciplina científica o no
científica corresponde un mundo distinto. Me veré también obligado a abolir la hipótesis de que
exista un "hombre común", y llegaré a la conclusión de que desde el principio, incluso antes de
tener ciencia, los hombres han vivido separados en mundos diferentes, de acuerdo con sus
lenguajes, y de que la única posibilidad de comunicación entre los hombres, antes y ahora,
estriba en su capacidad de dominar esos lenguajes diversos. A la posibilidad o capacidad de
dominar varios lenguajes la voy a llamar con una palabra del lenguaje filosófico: polisemia, que
–para traducirlo al lenguaje del hombre común– sólo significa pluralidad de lenguajes.

Un ejemplo en un juego

Como una primera aproximación, comparemos al hombre común con el principiante del juego
de ajedrez, y al científico con el jugador experimentado. El principiante cree que las piezas del
juego son el Rey, la Reina, etcétera... y que cada pieza es un muñequito que se mueve sobre un
tablero, de esta manera sí pero de esta otra no. Esta es la visión del "hombre común" sobre el
juego de ajedrez.

El jugador avezado tiene otro concepto muy diferente (poner atención que se trata de una
diferencia conceptual y no simplemente de una diferencia de opinión). El Caballo, por ejemplo,
es el conjunto de todas las movidas que son posibles para esa pieza en cada contexto de juego.
Mover el caballo, entonces, no es pasar un muñeco de una casilla a otra, sino alterar en una
forma integral las movidas posibles de esa misma pieza y de todas las otras que están sobre el
tablero. Cada pieza es un conjunto articulado de posibilidad de juego.

Nótese que este concepto avanzado de lo que es el Caballo tiene una naturaleza cambiante,
porque hemos incluido en su definición la referencia al contexto, y ese contexto va siendo cada
vez más rico conforme el jugador se familiariza más y más con el mundo del ajedrez. El jugador
profesional, el avezado entre los avezados, llega a tener el concepto más rico de todos: las
piezas en realidad no existen en sí mismas, sino solo como puntos de mayor densidad en un
tablero dinámico que es una configuración total de movidas posibles. El juego consiste ahora en
pasar de una configuración total a otra configuración total, no en mover una pieza de un lugar a
otro. Diríamos que el principiante tiene un concepto atomista del juego (el juego como un
conjunto de piezas) y que el campeón tiene un concepto contextualista del juego (el juego como
una estructura). La diferencia entre el principiante y el campeón no es de opiniones, sino de
concepción, es decir, de marco lingüístico, de lenguaje.

Un ejemplo de antropología

Veamos otro ejemplo, éste ya de lleno en la órbita de la ciencia. Para el hombre común, cuando
una persona se acerca a otra, los límites de ambas están trazados por los confines de los
respectivos cuerpos. Para el antropólogo, en cambio, cada persona viaja con su propio territorio
personal, una especie de burbuja que rodea su cuerpo, que le pertenece tanto como sus manos
o sus pies. Una intrusión en ese espacio implica un acto agresivo, y la aceptación de otra
persona en el propio espacio, un acto especialmente amigable. El radio de la burbuja, según
entiendo, varía con las nacionalidades, y va desde unos pocos centímetros para el árabe hasta
unos dos metros para el alemán.
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La concepción de este espacio, que es resultado de un análisis científico, nos hace ver las
relaciones sociales de manera distinta, en realidad nos hace percibir las personas de manera
totalmente diferente, en forma parecida a como difieren las visiones de las piezas del ajedrez de
un novicio y un experto en el juego. Para la visión antropológica, un halo invisible es parte de la
realidad personal, como existe un halo de jugadas posibles en torno a cada pieza para el
experto en el juego de ajedrez.

En general, la visión científica del mundo social que nos ofrece la antropología va mucho más
allá: cada persona es percibida como resultado de su aprestamiento cultural, de modo que un
árabe y un alemán aparecen como seres profundamente divergentes en casi todos los
comportamientos que es dable esperar. Y esto no tiene nada que ver con la "raza", no es
siquiera una cuestión biológica: tiene que ver con la diversidad de cultura, que es el objeto
propio de la antropología, la más apasionante (para mí) de las ciencias sociales. Concepción
esta que no es, desde luego, la visión del hombre común, que supone que todas las personas
reaccionarán como sus familiares o vecinos, prejuicio que la antropología ha dado en llamar,
muy adecuadamente, etnocentrismo.

Otros ejemplos de las ciencias sociales

En psicología hay un ejemplo bastante dramático. Para esta ciencia, especialmente en su


variante psicoanalítica, la persona no es sólo lo que ella conoce sobre sí misma, como tiende a
considerarlo la concepción ingenua (persona = conciencia), sino especialmente aquello que la
persona no tiene ni siquiera idea de que lleva adentro: el inconsciente. Conocerse a sí mismo es
para la ciencia psicológica adentrarse por medios sumamente indirectos en lo que está más allá
del alcance de la percepción ordinaria de nosotros mismos.

Para el psicólogo, el mundo social está poblado de inconscientes, más que de conciencias, y lo
que el psicólogo ve como importante en la realidad social son actos fallidos, olvidos, actitudes
corporales, imágenes oníricas, todo lo cual traza un cuadro ontológico inalcanzable para el
hombre común. Aquí otra vez, el contraste es entre concepciones básicas, entre lo que cada
uno ve como existente, y no simplemente entre opiniones divergentes. La realidad de la
concepción ingenua y la realidad de la ciencia psicológica son dos realidades completamente
diferentes.

Las otras ciencias sociales no se quedan atrás. Para la economía, el precio de un artículo no es
lo que éste lleva escrito en la colilla. El concepto de precio es una noción analítica, que depende
del entrecruce de dos curvas, llamadas de oferta y de demanda. El concepto mismo de curva,
como virtualidad de actos posibles de una misma clase, es en sí mismo una categoría analítica
sumamente abstracta, de difícil comprensión para quien no se someta a un especial y pesado
adiestramiento intelectual.

Los negocios para el hombre común son mercados, tiendas, bancos y todo el ajetreo que se
vive en esos ambientes. Para el economista son muy otra cosa, una maraña de curvas que se
entrecruzan en complicados modelos matemáticos, relacionados unos con los otros, como las
distintas jugadas posibles en un ajedrez. Los lenguajes, otra vez, y las respectivas realidades,
son completamente diferentes.

Si de ahí nos movemos hacia la sociología, también encontraremos conceptos abstractos que
no tienen correspondencia directa con nada perceptible por el hombre común. La noción de
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ideología, por ejemplo, es un concepto sumamente rico en implicaciones de análisis, y choca


directamente con la percepción ingenua de lo que son los credos religiosos o políticos para el
hombre común.

En general, este marco científico interpreta de una manera muy diferente el sentido de los
argumentos que usamos para defender lo que creemos que son nuestras convicciones. El
hombre pobre que acepta su condición porque es "la voluntad de Dios" percibe el mundo de una
manera muy distinta que el científico social que ve en esa argumentación la sombra de una
ideología plasmada en un contexto de relaciones sociales de opresión. La sociología descubre
así que muy a menudo defendemos con nuestros argumentos estructuras o instituciones que no
tenemos intención, ni siquiera noción, de defender. De nuevo, el sociólogo y el hombre común
se mueven en mundos diferentes.

Finalmente, un ejemplo sencillo de física

Y para no quedarnos en el ámbito de las ciencias sociales, citemos el proverbial contraste entre
la concepción de las ciencias físicas y las nociones del hombre común. Para este último los
cuerpos caen con distinta velocidad según sean más pesados o más livianos. Para el primero,
en cambio, todos los cuerpos caen con la misma velocidad. No se trata de un conflicto de
opiniones, sino de uno de concepción, porque "caer" para el físico tiene un sentido muy preciso,
que consiste en ser atraído, en ausencia de otras fuerzas, por la gravedad de la tierra. Las
velocidades de que se trata, entonces, son velocidades en el vacío, donde el movimiento no es
afectado por la resistencia del aire, y cada molécula es acelerada por la gravitación,
independientemente y de acuerdo con una misma constante. Son dos lenguajes distintos y otra
vez dos mundos diferentes de lo que se trata.

Y volvamos a la antropología

De las ciencias citadas hay una que nos debe merecer especial atención: la antropología.
Porque precisamente debemos a la antropología, y a una parte de ella, la lingüística, el
concepto de que los lenguajes que maneja el hombre son diferentes. Podemos aquí invocar el
mejor de los ejemplos en favor de nuestra tesis, a saber, el contraste entre el concepto del
hombre que nos ofrece la visión ingenua, como ser capaz de entenderse con los otros hombres
en un mismo lenguaje, o traduciendo el lenguaje de los otros al suyo propio "palabra por
palabra"; y el concepto del hombre de la visión antropológica –llamémoslo posbabélico por
referencia al mito de la Torre de Babel–, que entiende la comunicación humana como basada en
marcos lingüísticos diversos, no directa ni fácilmente traducibles entre sí.

Es importante advertir que el concepto de lenguaje aplicable aquí es aquél que considera como
elementos del lenguaje todos los actos humanos, no sólo las palabras. Muchos de los más
importantes mensajes que el hombre envía a su alrededor no están cifrados en palabras,
bastantes de ellos ni siquiera son percibidos conscientemente por su emisor. Todo producto
humano es significativo; es imposible entender las palabras fuera del contexto de los actos
todos del hombre que las pronuncia. La vida humana toda es lenguaje y el lenguaje es
inseparable del resto de la vida humana.

Extrapolación filosófica
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Vemos cómo un descubrimiento de la antropología sobre la polisemia del hombre, sobre su


pluralidad de lenguajes, se puede generalizar filosóficamente: el antropólogo mismo usa un
lenguaje, que es distinto del de los hombres que estudia, pues es un lenguaje científico con
categorías mucho más abstractas que las que usa el hombre común. La filosofía compara los
dos lenguajes, y se da cuenta de que la diferencia de lenguaje implica mucho más que la
necesidad de hacer traducciones "palabra por palabra" para que los hombres se entiendan:
implica la necesidad de hacer entrar en el cuadro a los marcos lingüísticos dentro de los
cuales las palabras cobran sentido; y darnos cuenta que distintos hombres usan distintos
marcos lingüísticos, y que incluso un mismo hombre, en distintas ocasiones, puede usar marcos
diferentes para enfocar asuntos distintos o enfocarlos de maneras diferentes.

Según el marco lingüístico que usemos habrá cosas que podamos decir y cosas sobre las que
debamos quedarnos callar por falta de conceptos para expresarlas; cosas que tengan sentido y
otras que no lo tengan del todo. Habrá seres que existan o que dejen de existir, según nos
movamos de un marco a otro, así como problemas que surjan o desaparezcan conforme
hagamos nuestras transiciones lingüísticas. Es el mundo mismo el que cambia cuando pasamos
de un lenguaje a otro. Cada contexto crea su orden de realidad: las reglas del juego crean no
sólo las movidas posibles sino también las fichas que habrá en el juego y el espacio en que
éstas deban moverse. Adquirir un nuevo lenguaje, en el sentido profundo en que empleo aquí el
término, es transformarse a sí mismo, hacerse capaz de ver las cosas desde una perspectiva y
con una profundidad que justifica decir que ascendemos a una dimensión real nueva o que
cambiamos radicalmente nuestra concepción del mundo (DILTHEY 45).

Nuestros conceptos definen qué es real para nosotros

He insistido en que el contraste entre la visión del científico y la visión del hombre común no es
fundamentalmente un contraste de opiniones, sino una diferencia de conceptualización, es decir,
una diferencia en el juego de categorías que ambos usan para captar la realidad. Lo primero y
radical es el juego de conceptos que usamos para interpretar la realidad; las opiniones, y su
variedad, vienen por añadidura. De otra manera: adoptado un juego de conceptos, aprendido un
lenguaje, ciertas consecuencias de descripción del mundo se siguen necesariamente, otras son
posibles, y otras no pueden ni siquiera formularse. Una vez que se ha aprendido un cierto
lenguaje, una vez que se ha aceptado un cierto juego de categorías, puede ya ser muy tarde
para negarse a aceptar un determinado conjunto de asertos sobre cómo es el mundo (QUINE
69).

Una vez que nos metemos en el molde de la teoría de la relatividad, por ejemplo, no tiene ya
sentido decidir si la velocidad de un cuerpo es mayor que la de la luz. Una vez que aceptamos
la conceptualización propia de las ciencias biológicas, ya es imposible plantearse en serio la
posibilidad de que un organismo no haya evolucionado. Para quien haya aprendido el lenguaje
de la física contemporánea no tendrá sentido indagar por la posibilidad de construir una
máquina de movimiento perpetuo. Para quien haya aceptado el esquema conceptual del
materialismo histórico será ociosa la pregunta por la existencia de explotación en el mundo. Un
grado muy amplio de compromiso con una descripción de la realidad queda ya desde el inicio
imbuido en el sistema de conceptos que asumimos, y no tenemos opción, excepto quizá el
abandono del lenguaje, para rechazarla.

Algunas consecuencias
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De lo anterior se siguen muchas consecuencias. Una de ellas es la importancia del aprendizaje


del lenguaje en la adquisición de perspectiva científica o en la adquisición de cualquier otra
perspectiva, la importancia del lenguaje para la educación. Cuando el niño crece va adoptando
un cierto conjunto de conceptos estructuralmente sistematizados: el juego de categorías y
valores de sus padres, y en general de la cultura en que vive. Las opiniones, e incluso
convicciones, que llegue a poseer no tiene que adoptarlas directamente: le vienen dadas ya en
el lenguaje que usa. Esto explica el carácter trascendente que atribuimos a muchas
convicciones, que no nos parece que podrían ser de otra manera, y consideramos dotadas de
una fuerza superior que doblega el asentimiento. En efecto, pertenecen a algo superior,
dominante y fundamental: el marco de referencia que fundamenta nuestro lenguaje.

Otra consecuencia importante es que la educación científica se recibe, como toda educación, en
gran parte por ejemplo y contagio, por así decirlo, más que por adoctrinamiento explícito. Lo que
el maestro hace, su forma de expresarse sobre el mundo que deja sentados de pasada muchos
sobreentendidos, es mucho más eficaz en la transmisión de los conocimientos al alumno que
sus propios enunciados sobre la naturaleza (POLANYI 64).

Consecuencias inquietantes

Algunas de las consecuencias de esta tesis son acongojantes, y merecen tratamiento separado:
¿qué relación hay entre la ciencia y la experiencia, si todo lo fundamental viene dado por el
lenguaje? ¿Qué posibilidad tiene el hombre de escapar de sus marcos de referencia?
¿Podemos distinguir con propiedad entre teoría y observación? ¿Es posible avanzar en el
desarrollo de las ciencias? ¿Es posible dialogar entre personas, especialmente entre científicos,
formados dentro de marcos de referencia diferentes?

Ninguna de esas preguntas tiene respuesta fácil, y constituyen un elenco casi completo de los
problemas que preocupan hoy a los filósofos de la ciencia. No es mi aspiración contestarlas
aquí, pero trataré de indicar algunas orientaciones que podrían seguirse para contribuir a
solucionarlas.

Las tres dimensiones del signo

Tradicionalmente se distinguen en un lenguaje tres dimensiones, así como en la determinación


de un espacio hablamos de longitud, anchura y profundidad. Llamamos a esas dimensiones lo
sintáctico, lo semántico y lo pragmático. Ha habido grandes polémicas entre los filósofos sobre
la posibilidad de aislar esas tres dimensiones, y sobre las relaciones que se dan entre ellas. Lo
sintáctico es lo que en el lenguaje depende del marco de referencia mismo, es la relación
estructural entre unos signos y otros signos. Lo semántico es lo que presumiblemente va más
allá del lenguaje, a las cosas representadas por los signos, la relación entre el signo y la cosa.
Lo pragmático es el fin o propósito que perseguimos al emplear los signos.

Usando este esquema conceptual, podemos decir que el problema principal de la filosofía de la
ciencia es el de la relación entre lo sintáctico y lo semántico, la de decidir cuánto de lo que
afirma la ciencia se debe al marco de referencia o juego de conceptos que ha elegido (aspecto
formal de la ciencia), y cuánto se debe a la adecuación de ese marco con la realidad (aspecto
de contenido de la ciencia).
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El contextualismo, la postura filosófica que suscribo, tiene sobre esta cuestión una visión
determinada, producto del mismo juego de conceptos epistemológicos que la define y
condiciona: no hay ni puede haber una separación completa ni tajante entre lo sintáctico y lo
semántico, el lenguaje es una totalidad en el que sus distintas partes y aspectos están
íntimamente ligadas y relacionadas unos con otros. Además, lo sintáctico, la forma del lenguaje,
su juego de conceptos, y lo semántico, las opiniones que se dan en ese lenguaje sobre el
estado del mundo, están totalmente determinados por el aspecto pragmático, o sea, por el
propósito del científico o de la comunidad que crea el lenguaje y establece su juego de
conceptos y las opiniones que con él pueden expresarse. Es la praxis, la acción, la que
determina el contenido y la forma de nuestro lenguaje, y por ende del lenguaje de la ciencia.

De todos los propósitos y acciones, uno es supremo y dominante: el propósito de supervivencia.


El hombre quiere, consciente o inconscientemente, sobrevivir; y los lenguajes que en definitiva
elija, consciente o inconscientemente, serán aquéllos mejor adaptados a las condiciones de su
mundo y a las posibilidades de supervivencia. Esto es tan real que, qué sea sintáctico y qué
semántico en un lenguaje es algo que se define por razones pragmáticas. Pongámoslo de otra
manera: qué expone una determinada comunidad a los riesgos del experimento científico, qué
no está dispuesta a corregir; qué opinión está dispuesta a abandonar y qué opinión por el
contrario mantendrá a ultranza incluso frente a la más dura refutación experimental, es algo que
se decide por el valor de supervivencia que atribuimos al lenguaje afectado.

El fundamento pragmático de los enunciados científicos

Hubo una época en que los químicos, muchos de ellos, decidieron abandonar la práctica de su
disciplina antes que adoptar el lenguaje de la química orgánica naciente; pero hubo otra época
anterior, en que químicos notables prefirieron ignorar el descubrimiento del oxígeno, mediante
ingeniosas modificaciones de la teoría del flogisto que explicaban notablemente bien los
resultados de los experimentos. La moraleja aquí es la siguiente: nuestras creencias forman un
sistema cuyas partes se refuerzan recíprocamente. Todo pensamiento es sistemático, y el
pensamiento científico lo es mucho más aún. Nunca llevamos al laboratorio una opinión aislada,
nunca probamos una hipótesis por sí sola. Lo que se somete a prueba es la hipótesis en
conjunto con todo el sistema teórico a que pertenece, y siempre en el ambiente de la totalidad
de nuestros propósitos.

El resultado adverso a una teoría puede explicarse suponiendo que la hipótesis es falsa, pero
también que la hipótesis es verdadera y que hay que hacer algún cambio en alguna otra parte
de la teoría. No es el texto necesariamente sino el contexto lo que tiene que cambiar. El
lenguaje tiene una inmensa plasticidad que permite acomodar muchos cambios, si no todos,
hasta el límite de la tolerancia, otra vez pragmática, que manifieste el científico (QUINE 60).

Los astrónomos de la Edad Media e incluso del Renacimiento pudieron defender la teoría
ptolemaica de la inmovilidad de la tierra, a base de agregar epiciclos a su planetario, hasta que
finalmente se aburrieron del juego y decidieron jugar otro pragmáticamente más satisfactorio.
Cuando tomaron esa decisión, el sistema rival de Copérnico no era ni lejanamente lo riguroso y
confiable que había demostrado ser por muchos siglos el sistema de Ptolomeo. Pero el juego
epiciclal ya no retaba suficientemente la imaginación de los científicos, y prefirieron menos
seguridad y rigor pero más desafío y promesa de futuros descubrimientos. El probado
paradigma ptolemaico fue sustituido por el joven paradigma de Copérnico (KUHN 62).
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Los límites de la imaginación paradigmática

Líbreme Dios de inducirlos a pensar que en la historia de la ciencia todas las posiciones son
igualmente permisibles, o que da lo mismo que el científico adopte un juego de conceptos u
otro, un paradigma científico o marco de referencia u otro distinto. La verdad es que cada
lenguaje tiene inscritas en sí mismo sus propias limitaciones.

Estas limitaciones son de dos tipos. Por una parte, hay inevitablemente contradicciones en todo
intento de dar cuenta de las apariencias, en todo intento de articulación de la realidad. Esos
"hilos sueltos" que quedan en un planteamiento global sobre el mundo son pequeñas o grandes
manchas en una tela fabricada con preciosismo que viste nuestras desnudeces. Como no
tenemos otra, preferimos seguir con ella, a pesar de sus nudos o manchas, mientras no
aparezca una alternativa más favorable. Por otra parte, la tela puede también tener vacíos,
puntos ciegos, lugares donde no llega, y en la medida en que la sigamos usando esas lagunas
dejarán desnuda nuestra curiosidad intelectual. Los nudos son los puntos en que nuestro
sistema de conceptos, nuestro lenguaje, produce una doble respuesta, contradictoria, a una
misma pregunta. Las lagunas o blancos son los puntos en que nuestro sistema calla ante una
pregunta importante, es incapaz de decirnos si un enunciado es verdadero o si por el contrario
es falso.

Mantengo que todo sistema lingüístico deberá adolecer de esas fallas, que se deben a razones
epistemológicas muy fundamentales y que enseguida voy a considerar. Pero que el científico, o
en general, el usuario del lenguaje, tiene mucha libertad para cambiar de lenguaje, y que en
lenguajes distintos las fallas no coinciden, pues cada sistema de conceptos produce sus nudos
y sus blancos en lugares diferentes, y deja sin contestar o contesta inadecuadamente preguntas
distintas.

Un poquito de teoría del conocimiento

Ofrecí decirles por qué creo que esas fallas son inerradicables de todo sistema lingüístico. Para
ello tengo que hacer un poco de epistemología, es decir, teoría del conocimiento. La haré lo más
breve y concisamente que me sea posible.

Parto del principio de que la realidad es inagotable y nuestro conocimiento de ella siempre
limitado. Imaginen el universo como un gran contexto, significativo en sí mismo, pero que no se
deja estudiar sino a base de recortes, que llamaré textos. Para conocer el mundo seccionamos
una parte de él, un texto, aislándolo del contexto, el resto de la red significativa. Ustedes saben
muy bien lo que pasa cuando se aísla un texto del contexto, como por ejemplo cuando un
periodista cita algo que dijimos, pero "fuera de contexto": pueden surgir contradicciones no
intentadas por el autor del escrito original, o quedar asuntos colgando que no se pueden
resolver con el material a mano.

Algo parecido sucede en el trabajo de la ciencia. Para estudiar el mundo, no tiene más remedio
que usar un determinado instrumental, determinado juego de conceptos, y trabajar de ahí en
adelante como si el sector de mundo que esos conceptos pueden abarcar fuera el universo
completo. A ese trabajo lo llamo análisis. Es un trabajo que sólo puede ser provisional y
transitorio, porque todo análisis provocará en algún momento una síntesis, la necesidad de
reincorporar de algún modo el contexto omitido. Para hacer las cosas todavía más complicadas,
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normalmente esa síntesis invitará más tarde a un nuevo análisis, repitiéndose el proceso. A ese
"ir y venir" entre el análisis y la síntesis se le suele denominar dialéctica (SARTRE 60).

Así pues, dentro de todo texto, producto de un análisis, es decir, de una acotación, quedan
huellas imborrables del contexto omitido, que claman por una reincorporación de ese contexto.
El contexto se resiste a ser eliminado, aunque desde luego el conocimiento es imposible sin
análisis, es decir, sin separación del mundo en secciones. Esta tensión, que es una tensión
dinámica y creativa, produce el movimiento incansable de la ciencia. Pero además es la fuente
de sus más importantes limitaciones, que debemos mantener presentes en todo momento si no
queremos distorsionar el sentido y los resultados de la ciencia. No habrá ningún sistema
científico, ningún lenguaje riguroso, en que no se presenten contradicciones y lagunas, nudos y
vacíos (GUTIÉRREZ 82). Su presencia será un recordatorio permanente de que no hemos
terminado nuestro trabajo, y de que la naturaleza permanece ahí fuera, más allá de nuestro
juego actual de conceptos, esperando nuevas redes para entregarnos otra pesca.

En defensa del contextualismo

Vemos cómo nuestro juego de conceptos epistemológicos ("epistemología" quiere decir filosofía
de la ciencia) nos va llevando de la mano a mantener ciertas tesis u opiniones sobre problemas
importantes de este campo del conocimiento. Podemos ahora decir que los interrogantes
planteados hace un rato sobre la posibilidad de llegar a la verdad en la ciencia son eficazmente
iluminados por el contextualismo. Es especialmente iluminador el concepto contextualista de la
polisemia, es decir de la pluralidad de lenguajes. Existen diversos lenguajes, para distintos usos,
en distintas disciplinas, o incluso en una misma disciplina para distintos propósitos. Podemos
cambiar de uno a otro de ellos, pero no podemos hacerlo sin pagar un precio, y un precio
importante.

De ahí que podamos tener varios lenguajes y sin embargo no caer en la frivolidad del sofista. El
precio que naturalmente pagamos al cambiar de lenguaje es un cierto número de
imperfecciones que aparecen en nuestro marco: contradicciones o nudos, lagunas o vacíos.
Dónde se den éstas, aquí o allá, en nuestro sistema, puede ser un factor más importante y de
más repercusión práctica que el hecho de que existan o no existan. De ahí la importancia de
tener a nuestra disposición lenguajes alternativos, y de dominarlos bien para saber cuál de
ellos es más conveniente emplear en tales o cuales circunstancias. Proveer a la persona de
esos lenguajes alternativos es la función principal de la educación, sea esta general o
profesional.

Como ven, este concepto contextualista, pragmatista, o instrumentalista (como queramos


llamarlo) del lenguaje y de la ciencia, es muy fecundo. El lenguaje y la ciencia son instrumentos
en las manos del hombre, no son sistemas sagrados que sean intocables por naturaleza. Como
obra humana, están al servicio del hombre y sólo su conveniencia genérica es criterio adecuado
para juzgar su valor intrínseco o su valor relativo en relación con otros lenguajes y otras
ciencias. Y en último análisis es el valor adaptativo de esos instrumentos, su valor de
supervivencia para la especie humana, lo que los vindica dentro del amplio campo de la historia
y de la cultura.

La posible objeción a estas tesis, de que nos hace naufragar en el escepticismo, no se sostiene.
Alguien podría decir, por ejemplo, que considerar las teorías como instrumentos, en vez de
como verdades absolutas, nos convierte en verdaderos "prisioneros de nuestras teorías", que
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nos impiden salir al "mundo real". La mejor contestación que conozco es la que expresa el
filósofo contemporáneo, Karl Popper:

Admito que en cada momento somos prisioneros del marco de nuestras teorías, nuestras
expectativas, nuestras experiencias pasadas, nuestro lenguaje. Pero somos prisioneros en un
sentido muy particular: si lo procuramos, podemos librarnos de nuestro encierro en cualquier
momento.

Agrego yo: si tenemos suficiente imaginación, o educación, y si estamos dispuestos a pagar el


precio de abandonar la seguridad de nuestra previa prisión.

Por supuesto, nos hallaremos de nuevo en un encierro, pero (presumiblemente) será uno mejor
y más cómodo; y en cualquier momento, de nuevo, podremos forzar nuestra huida también de
él.

Alternativas contrarias

La visión de la ciencia que he presentado, no es desde luego la única posible; existen como
alternativa, principalmente la concepción dialéctica de la ciencia, representada por el
materialismo dialéctico, y la concepción positivista –en sentido lato, que incluye también a
filósofos no induccionistas, como Karl Popper (POPPER 62)–. No es este el lugar para referirme
detalladamente a ellas. Me limito a afirmar que la visión contextualista recoge lo mejor de ambas
posiciones y lo integra en un todo coherente y eficaz.

De la concepción dialéctica, el contextualismo recoge la idea de que la ciencia es un sistema


global y estructurado, que se mueve con la historia y avanza por medio de la superación de
contradicciones. También coincide con esa orientación en la importancia que se le da a los
factores pragmáticos y a todos los elementos no intelectuales en la integración del complejo
lingüístico.

Del positivismo heredamos una sensibilidad especial por las técnicas lógicas. Igualmente y
sobre todo, el planteamiento de los principales problemas, especialmente el de la relación entre
el lenguaje teórico y el lenguaje de observación. De hecho, el surgimiento del contextualismo
como la filosofía de la ciencia preponderante hoy por hoy en el mundo intelectual de Occidente
es en parte el resultado de la autocrítica de los filósofos positivistas, que insensiblemente han
ido modificando sus posiciones en una dirección que apunta hacia soluciones contextualistas.
No obstante, el giro radical hacia la nueva posición se presenta con la aparición de trabajos,
como los de Kuhn o Foyerabend, inspirados en el estudio de la historia de la ciencia, cuyos
resultados no parecían corresponder a las enseñanzas de los filósofos positivistas.

Básicamente, lo que estos historiadores-filósofos descubrieron fue que los científicos tienden a
defender sus teorías contra los experimentos, mediante distintos mecanismos modificadores
superficiales, en vez de, como postulaban los positivistas, entregar la fortaleza a la primera
embestida de un ejemplo en contrario. Las teorías se abandonan no frente al experimento de
resultado insatisfactorio, que siempre puede ser digerido por medio de adecuadas
modificaciones en puntos no medulares de su tela intelectual, sino cuando su estructura se
complica tanto que debe ser reputada inferior frente a mejores alternativas. Las teorías se
sustituyen unas a otras no por razones semánticas sino por razones pragmáticas.
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Dos clases de ciencia

Uno de los hallazgos más interesantes en el trabajo de estos historiadores-filósofos ha sido la


clasificación del quehacer científico en dos estilos perfectamente diferentes que Kuhn denomina
ciencia normal y ciencia revolucionaria y que corresponden a períodos distintos y recurrentes
de la historia de la ciencia. Los científicos del primer período tratan de salvar el paradigma
científico, y su función es buscar las mejores revisiones y ampliaciones de la teoría en vigencia
para absorber los resultados de los experimentos en curso. Los científicos del segundo tipo
buscan en cambio una forma totalmente nueva de hacer ciencia, impulsados por la acumulación
de anomalías en el paradigma vigente, no tanto por el deseo de novedad ni por confianza en la
efectividad, todavía no demostrada, de un nuevo paradigma.

Esta distinción, entre dos tipos de actitud está basada en la estructura social del momento, y no
en que existan de suyo "hombres articuladores" y "hombres cuestionadores". Además, tiene un
carácter fundamental. Personalmente creo que es una distinción que va más allá de los confines
de la ciencia y se aplica a todos los órdenes de la vida social. En política, en negocios, en
educación, o en cualquier otro ramo de la actividad humana hay personas especialmente aptas
para sacar el mejor partido de las condiciones imperantes, que se manifestarán especialmente
en los períodos de estabilidad cultural. Y también hay otras que, en períodos de inestabilidad,
manifestarán su insatisfacción con esas condiciones poniendo en tela de juicio las premisas
sobre las que actúan la mayor parte de sus contemporáneos. Tales personas estarán dispuestas
a arriesgarlo todo por causas impopulares y eventualmente pueden hacer posible un cambio
cualitativo para el avance de su sociedad y de la humanidad.

Conclusión

Decíamos al comienzo que el científico trabaja con un juego de categorías o lenguaje, que
posibilita una determinada visión del mundo, distinta de la del hombre corriente. Ahora podemos
agregar que también el hombre común trabaja con un determinado juego de categorías, menos
abstractas que las que usa el científico, pero igualmente idiosincrásicas. Cada grupo humano
posee un lenguaje propio, que determina su visión del mundo y constituye su cultura, en el
sentido antropológico de esta palabra. No es menos difícil por ejemplo el problema de
comunicación entre un biólogo y un científico social que el problema de comunicación entre un
habitante de la ciudad y uno del campo, dentro de una misma nacionalidad. En los dos casos
hay juegos de categorías en conflicto, y necesidad de considerarlos integralmente, como
complejos lingüísticos, para intentar establecer algún contacto. Las dificultades de comunicación
son evidentes, pero no desesperantes. Para citar de nuevo a Karl Popper:

La dificultad de la discusión entre personas educadas en marcos de referencia diferentes es


obvia. Pero nada es más fructífero que tal discusión, que el choque cultural que ha estimulado
algunas de las mayores revoluciones intelectuales.

No es entonces la diferencia esencial la que se establece entre el hombre corriente y el


científico. En realidad, el hombre corriente no existe, pues si no es científico será otra cosa:
profesional, campesino, hombre de iglesia, ama de casa, estudiante, etcétera. Y cada uno de
estos tipos humanos tendrá su cultura, su esquema de conceptos, su marco lingüístico. La
diferencia fundamental, y hablo aquí ya más bien como educador que como filósofo, consiste en
el grado de flexibilidad intelectual que la persona haya alcanzado, por obra principalmente de la
educación recibida. La diferencia importante estriba en si el sujeto se encuentra atado de
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manera absoluta a un solo esquema lingüístico, el recibido en el hogar o en el adquirido en una


iglesia, partido político o secta científica o pseudo-científica, o si por el contrario ha podido
ascender de la monosemia a la polisemia, si ha podido adquirir la capacidad intelectual de
moverse en distintos contextos y de dominar diversos lenguajes.

Dicho de otra manera, lo importante será saber hasta qué punto se habrá independizado de la
cárcel de las palabras, residencia oficial de todo dogmatismo. La acción intelectual responsable,
en cualquier profesión o campo de la vida en que nos movamos, será siempre la que venga
iluminada por la luz de muchos contextos: el histórico, el filosófico, el artístico, y desde luego el
científico, cada uno de los cuales la enriquecerá a su manera. Será la acción del hombre
educado, capaz de ensamblar situaciones con ayuda de muchos lenguajes, y capaz también de
cuestionar cada uno de ellos en determinadas circunstancias.

Copyright © 1978, 1982, 1997 Claudio Gutiérrez .Filósofo e informático costarricense, Claudio
Gutiérrez es doctor en filosofía de la ciencia por la Universidad de Chicago, también licenciado
en leyes y en historia por la Universidad de Costa Rica. Fue coactor en el proceso de la
Reforma Universitaria de 1955 a 57, en asocio con Rodrigo Facio, Enrique Macaya y José
Joaquín Trejos. Más tarde fue Decano, Vicerrector y Rector de la Universidad de Costa Rica,
donde también trabajó muchos años como catedrático de filosofía y de informática. De 1981 a
1995 fue profesor, invitado y de planta, en varias universidades norteamericanas, donde ocupó
también la dirección del departamento de Computer and Information Sciences en la Universidad
de Delaware. Es Fellow de la Fundación Guggenheim, Estados Unidos de América. Su labor de
enseñanza e investigación la ha realizado en los campos de la historia, la filosofía general, la
lógica, la informática, la inteligencia artificial y, más recientemente, la neurofilosofía.

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