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Gabriela Alvarez de Castellanos


Fundamentos Teóricos de Psicoterapia Analítica Código 303 132

El psicoanálisis
Con el nombre de psicoanálisis se designa tanto al conjunto de teorías formuladas
por Freud acerca de la estructura y funcionamiento de la psique humana como al
tipo de terapia psicológica basada en las mismas. En su primer sentido, el
psicoanálisis envuelve una concepción exhaustiva del ser humano que ejercería una
profunda influencia en todos los ámbitos de la cultura, a pesar de que fue polémica
y diversamente negada desde sus inicios. En la actualidad, habiendo sido
repetidamente señalada la inverificabilidad de algunos de sus dogmas y
especulaciones, el psicoanálisis tiende a considerarse más como una escuela
psicológica que como una ciencia.
De la histeria al psicoanálisis:
El psicoanálisis surgió de un método terapéutico para determinadas enfermedades
nerviosas que Sigmund Freud y su colega y compatriota Joseph Breuer elaboraron
conjuntamente hacia 1890 y que daría como fruto la obra Estudios sobre la
histeria(1895). La primera preocupación de Freud, dentro del campo del psiquismo
humano, fue el estudio de la histeria, a través del cual llegó a la conclusión de que
los síntomas histéricos eran causados por conflictos psíquicos internos reprimidos.
Con los años llegaría a la convicción de que los trastornos mentales tienen su origen
en la sexualidad, y de que la vida sexual comienza ya en la primera infancia (mucho
antes de lo que en aquellos momentos se pensaba), tesis que había de concitar
numerosas críticas y oponentes a su teoría.
Partiendo del presupuesto de que aquella afección era debida a la acción de
determinados hechos del pasado, los cuales, a manera de traumas, habían
perturbado la personalidad psíquica del sujeto, el tratamiento de la histeria debía
centrarse en que el paciente reprodujera los sucesos traumáticos que habían
ocasionados tales conflictos. Las intensas reacciones emotivas provocadas por
aquellos hechos no habían tenido manera, en su momento, de manifestarse
libremente; habían sido inhibidas, y hasta su recuerdo había desaparecido de la
conciencia del paciente.
Para hallar el rastro de los hechos del pasado responsables de todo el proceso
morboso, Breuer y Freud usaron primero la hipnosis, con la cual se podían eludir
los mecanismos de defensa que determinaban el olvido del hecho traumático. Una
vez restablecido el recuerdo de aquel hecho, las reacciones emotivas conexas con él
encontraban su normal vía de desahogo, descargándose en aquellos
comportamientos (llanto, actitudes mímico-expresivas y actividades motoras de
géneros diversos) con los cuales habitualmente se expresan los sentimientos más
intensos; ello conducía a una atenuación progresiva o incluso a una anulación de
la hipertensión emotiva. De esta manera desaparecían también las manifestaciones
sintomáticas y se producía la normalización del enfermo. Breuer y Freud llamaron
«catártico» a ese método, pues la acción terapéutica consistía en una liberación de
estados afectivos enquistados.
Finalizada por profundas desavenencias su colaboración con Breuer, Freud
introdujo otra técnica de tratamiento: la asociación libre. Al principio era paralela al
uso de la hipnosis, que acabó desechando por considerarla menos efectiva y fiable,
y también porque no podía ser usada en toda clase de pacientes. En las asociaciones

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libres, el paciente es llevado a un estado de pasividad y relajación de la atención en


el que expresa sin censuras todo aquello que de forma espontánea le viene a la
conciencia (imágenes, recuerdos, ideas, impresiones).
El trabajo resultaba más largo de esta manera, pero también más seguro y completo.
El material así descubierto era mucho más abundante, y permitía descubrir no sólo
hechos aislados y episódicos (los hechos traumáticos), sino también diagnosticar
aquellas deformaciones generales de la personalidad causadas por los mismos. Con
todo, el objetivo del método de las asociaciones libres (que es el del psicoanálisis
propiamente dicho) es análogo al del método catártico: se trata en ambos casos de
obtener la cura por medio de una exploración de elementos del pasado encubiertos
por un olvido más o menos total, y siempre activos, aunque inconscientes, en el
psiquismo del sujeto.

El diván de su consulta en Viena

El tratamiento psicoanalítico se enriquecería posteriormente con la interpretación


de los sueños; para Freud, el sueño expresa, de forma latente y a través de un
lenguaje de símbolos, el conflicto que ha originado el trastorno psíquico. La
interpretación de los sueños es una ardua tarea en la que el terapeuta ha de vencer
la «resistencia» inconsciente del sujeto, que censura su trauma como forma de
defensa ante la ansiedad que causaría la mera evocación del mismo. Otro aspecto
clave de la terapia psicoanalítica es el análisis de la «transferencia»: en el curso del
tratamiento, los deseos, actitudes y sentimientos primitivos e infantiles del paciente
hacia sus progenitores o hacia las figuras más representativas de su infancia suelen
ser transferidos o proyectados sobre el terapeuta o sobre otras figuras de su entorno
actual (por ejemplo, su jefe o su cónyuge). Su análisis permitirá al paciente
comprender a qué obedecen dichos sentimientos, deseos y emociones, y
reinterpretarlos sin que ocasionen angustia.
El inconsciente
El psicoanálisis no es únicamente un método terapéutico; es también una doctrina
psicológica completa sobre la personalidad y el funcionamiento de la mente
humana. Las investigaciones de Freud sobre la histeria no perseguían inicialmente
otro objetivo que delimitar sus causas y su tratamiento, pero le condujeron a la
elaboración de un conjunto de hipótesis que explicaban la vida mental del hombre,
tanto en su desarrollo normal como en sus alteraciones y trastornos. En diversas
etapas y con algunas revisiones o matizaciones, Freud acabaría trazando una teoría

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general del dinamismo psíquico, de su evolución a través de los sucesivos períodos


de desarrollo y del impacto de la sociedad, la cultura y la religión en la personalidad.
En su formulación topográfica, Freud incluyó en el psiquismo tres sistemas: uno
consciente; otro preconsciente, cuyos contenidos pueden pasar al anterior; y otro
inconsciente, cuyos contenidos no tienen acceso a la conciencia. La represión es el
mecanismo que hace que los contenidos del inconsciente permanezcan ocultos. La
vida psíquica se desenvuelve, pues, en tres regiones propias: la conciencia, lo
preconsciente y el inconsciente, las cuales no están separadas entre sí, sino en
íntimo y constante contacto. Lo inconsciente, fundamentalmente constituido por
impulsos y tendencias, ejerce constantemente su acción sobre nuestra vida
consciente, expresándose en ella y buscando formas de apaciguamiento.
No solamente los síntomas neuróticos, sino otras muchas manifestaciones que
pueden encontrarse en individuos sanos (y que tienen apariencia de elementos
accidentales de nuestra vida psíquica) constituyen en realidad la expresión de
tendencias subconscientes. En algunas obras que siguen siendo fundamentales
para el psicoanálisis, Freud ilustró los mecanismos por los cuales las tendencias del
subconsciente se expresan en nuestros sueños (La interpretación de los sueños,
1900), en los lapsus, olvidos y leves trastornos momentáneos que se producen con
mayor o menor frecuencia en la vida de cada cual (Psicopatología de la vida
cotidiana, 1904), en los chistes que se nos ocurren (El chiste y su relación con lo
inconsciente, 1905) e incluso en las creaciones que poetas y artistas producen para
nuestro deleite.

El Yo, el Ello y el Superyó


Freud no podía limitarse a examinar cómo se expresa el inconsciente en las diversas
producciones de la actividad psíquica; necesariamente hubo de plantearse tanto el
problema de los mecanismos que mantienen inconscientes determinados impulsos
y tendencias como el de la naturaleza de esos impulsos. En los años 20, en obras
como El Yo y el Ello (1923), Freud expuso un nuevo análisis del psiquismo que
complementa al anterior; en esta formulación estructural, el aparato psíquico está
formado por tres instancias. La primera, el Ello, es la instancia inconsciente que
contiene todas las pulsiones y se rige por el denominado principio de placer. La
segunda, el Yo, tiene contenidos en su mayoría conscientes, se rige por el principio
de realidad y actúa como intermediario entre el Ello y el Superyó, la tercera instancia
del aparato psíquico. El Superyó, por último, representa las normas morales e
ideales.
El Ello, presente desde el nacimiento, es la base de la personalidad; contiene todos
los instintos y recibe su energía de los procesos corporales. Que el Ello ser rija por
el principio de placer significa que evita el dolor y busca el placer mediante dos
procesos: las acciones reflejas y un modo de acción que se denomina proceso
primario. Los reflejos son acciones innatas que reducen la incomodidad de
inmediato, como por ejemplo un estornudo. Un proceso primario puede ser, por
ejemplo, la fantasía, es decir, crear una imagen satisfactoria de lo que se desea. Por
ejemplo, si se tiene hambre, se puede comenzar a imaginar la comida preferida;
obviamente, la fantasía no basta para satisfacer el hambre ni cualquier otra
necesidad posible.

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Así pues, es función del Yo tratar con la realidad y satisfacer las demandas del Ello,
ya que éste no puede determinar la diferencia entre lo que existe en realidad y lo
que está en la mente. El Yo, en cambio, puede establecer esta distinción, y opera
según el principio de realidad, haciendo de mediador entre los deseos del Ello y las
realidades del mundo exterior. El Yo intenta satisfacer las urgencias del Ello del
modo más apropiado y eficaz. Por ejemplo, el Ello puede urgir a la persona a ir a
dormir de inmediato, sin que importe dónde se encuentre; el Yo retrasa el sueño
hasta encontrar un momento y lugar convenientes.

Según Freud, el proceso de represión que impide al inconsciente expresarse en la


conciencia se produce por el hecho de que ciertas tendencias contrastan con lo que
quisiéramos ser, razón por lo cual las rechazamos y no queremos reconocerlas como
propias. Este yo ideal no incide en nosotros como un modelo que tenemos presente,
sino que se erige en referencia de una instancia autónoma, el Superyó, autoridad
interior que nos hace sentir sus imperativos y ejerce en nosotros su dominio.
Algunas veces se deja sentir abiertamente como voz de la conciencia, sentido del
deber, remordimiento, etc. Pero actúa también inconscientemente en forma
automática y silenciosa, produciendo precisamente, entre otras cosas, la represión.
Freud considera el Superyó como el heredero interior de aquella autoridad exterior
que en la infancia está constituida por los padres. Por un lado, los padres
representan para el niño un ideal, lo que el niño aspira a llegar a ser. Por otro, y por
medio de la acción educativa y de las limitaciones impuestas al niño, los padres
constituyen el primer freno exterior a los impulsos instintivos. Debido a la
identificación con los padres, la primitiva autoridad exterior se torna autoridad
interior, en un proceso denominado «introyección».
Tanto el Superyó como el Ello actúan autónomamente en nuestra vida psíquica,
haciendo sentir incesantemente su acción y agitación sobre el Yo. Los conflictos
interiores se desenvuelven precisamente entre estas tres instancias en sus
relaciones con aquella otra constituida por las exigencias del mundo exterior. En
obras como Inhibición, síntoma y angustia (1926), Freud describió la neurosis como
una opresión sobre el Yo ejercida por la excesiva aspereza del Superyó o por la
violencia de las tendencias del Ello.

Pulsiones y sexualidad
Paralelamente a este examen de la dinámica de la psique, Freud indagó en la
naturaleza de los contenidos del inconsciente. En este campo, el concepto
fundamental en la teoría freudiana es la «pulsión» (triebe, en alemán), tensión o
impulso que tiende a la consecución de un fin y deriva en distensión y placer cuando
el fin es obtenido; es la pieza básica de la motivación. El placer viene dado por la
ausencia de tensión y el displacer por la presencia de la misma; el organismo,
inicialmente, se orienta hacia el placer (principio de placer) y evita las tensiones, el
displacer y la ansiedad.
Inicialmente, Freud diferenció dos tipos de pulsiones: los impulsos del yo o de
autoconservación y los impulsos sexuales. El estudio de la sexualidad (infantil y
adulta, perversa y normal, en el hombre sano y en el neurótico) indujo a Freud a
concebir el impulso sexual como una energía, la «libido», que tiende a polarizarse

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hacia un objeto (un individuo del sexo opuesto) con la finalidad específica de la
actividad sexual.
No obstante, dicha energía o libido subsiste aunque no se encamine hacia su objeto
y finalidad específicas, y puede orientarse entonces a objetos y finalidades
impropias. De este modo, incluso lo que se llama amor ideal o asexual (o
«sublimado», como técnicamente lo designa el psicoanálisis) o el conjunto de los
sentimientos que enlazan al hombre con los demás hombres (sentimientos sociales)
pueden entonces aparecer como expresiones de la libido. La atenuación de los
sentimientos sociales en el hombre enamorado o la disminuida importancia de la
sexualidad en los individuos capaces de grandes sublimaciones son ejemplos que
justifican este concepto de una energía única que puede canalizarse en variadas
direcciones, ser diversamente utilizada y asumir formas distintas.
Consideraciones análogas permiten establecer una conexión entre los instintos
sexuales y las fuerzas instintivas por las cuales el individuo procura su propia
conservación, defensa y valorización personal, puesto que la potenciación de los
impulsos de conservación se realiza en detrimento de los sexuales, y viceversa. Por
esta razón, en obras ulteriores como Introducción al narcisismo (1914), Freud
ensanchó el concepto de libido, considerándola como una energía que, en las muy
variadas formas antes mencionadas, puede proyectarse al exterior, sobre un objeto
(libido objetual), o bien reconcentrarse hacia el interior, es decir, hacia la defensa y
la protección del propio yo (libido narcisista).
La teoría de los impulsos experimentaría todavía nuevas revisiones en ensayos
como Más allá del principio del placer (1920), en el que aparece un segundo grupo
de instintos, los instintos de muerte, difíciles de identificar, ya que muy a menudo
su acción es más silenciosa y oscura. De este modo, la globalidad de la doctrina
freudiana distingue entre «pulsiones de vida» (Eros), que propician la supervivencia
y la reproducción y que incluyen las dos de la formulación anterior, y «pulsiones de
muerte» (Thánatos), entendidas como la tendencia a la reducción completa de
tensiones. También la pulsión de muerte, como la libido, puede ser derivada al
exterior y manifestarse como agresividad hacia los hombres y las cosas. Sin
embargo, a menudo se concentra sobre el yo como autoagresión; las neurosis graves
poseen siempre un fortísimo componente autoagresivo.

El desarrollo de la sexualidad
Freud aportó asimismo una visión evolutiva respecto a la formación de la
personalidad al establecer una serie de etapas en el desarrollo sexual. En cada una
de las etapas, el fin es siempre común: la consecución de placer sexual, que
apacigua las tensiones de la libido. La diferencia entre cada una de ellas está en el
objeto que proporciona el placer. El niño recibe gratificación instintiva desde
diferentes zonas del cuerpo en función de la etapa en que se encuentra; de este
modo, a lo largo del crecimiento, la actividad erótica del niño se centra en diferentes
zonas erógenas.
La primera etapa de desarrollo es la etapa oral, en la que la boca es la zona erógena
por excelencia; es la fase del lactante, en la que se configura un primer objeto de
placer, el pecho de la madre, y comprende el primer año de la vida. A continuación
se da la etapa anal, que va hasta los tres años: el niño empieza a objetivarse a sí

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mismo como foco de placer y, a la vez, a ejercitarse en el autocontrol; el placer se


encuentra en la liberación de productos de desecho, que reduce la tensión.

Le sigue la etapa fálica, alrededor de los cuatro años, en la que el niño comienza a
desarrollar el interés por el padre del sexo opuesto y pasa por el llamado «complejo
de Edipo». Después de este período, la sexualidad infantil entra en una etapa de
latencia (desde los cinco a los doce años de edad aproximadamente), en la que los
instintos sexuales se reprimen hasta que se reactivan por los cambios fisiológicos
que se producen en el sistema reproductivo durante la pubertad.
Con la pubertad comienza la etapa genital, en la que el individuo desarrolla la
atracción hacia el sexo opuesto y se interesa por formar una unión amorosa con
otro. Éste es el estadio más largo, pues dura desde la adolescencia hasta la
senilidad; se caracteriza por la socialización, la planificación vocacional y las
decisiones acerca del matrimonio y la formación de una familia. Freud sugiere que,
dentro de este proceso evolutivo de nuestras capacidades eróticas, algunos
conflictos son especialmente centrales; así, el citado complejo de Edipo es un crucial
nudo de tensiones: el deseo de apropiarse del primer objeto erótico (la madre) entra
en conflicto con la figura paterna, que encarna la autoridad.
A través de estas fases se va constituyendo nuestra compleja identidad: la honda
capa del Ello se compone de impulsos y deseos, muchas veces aún informes o que
no encuentran objetos a los que orientarse; la superior capa de los ideales e
imposiciones normativas constituye el Superyó. En medio, el fluctuante mundo
del Yo, que integraría, en sus expresiones maduras, un equilibrio tanto erótico como
estético o moral y que, en las personalidades dañadas o patológicas, naufraga entre
los impulsos no canalizados del deseo y las normas sólo represivas de la autoridad.
Paralelamente a esta evolución intrapsíquica, se va dando en el sujeto un proceso
de socialización en el que se moldean las relaciones con los demás; para la formación
de la personalidad son de suma importancia los procesos de identificación
(habitualmente, con los padres o figuras relevantes en la infancia), que permiten al
individuo incorporar las cualidades de otros en sí mismo.

Su influencia
Ya en sus comienzos, y también en la actualidad, las doctrinas psicoanalíticas
suscitaron grandes pasiones y controversias, y contaron con tantos defensores como
detractores. Entre las críticas que se formularon contra las tesis de Sigmund Freud, las
principales fueron la falta de objetividad de la observación y la dificultad de derivar
hipótesis específicas verificables a partir de la teoría.
A pesar del cuestionamiento a que fueron sometidas las ideas freudianas, especialmente
en los círculos médicos, su trabajo congregó a un amplio grupo de seguidores. Entre
ellos se encontraban Karl Abraham, Sandor Ferenczi, Alfred Adler, Carl Gustav Jung,
Otto Rank y Ernest Jones. Algunos de ellos, como Alfred Adler y Carl Gustav Jung,
fueron alejándose de los postulados de Freud y crearon su propia concepción
psicológica. De este modo, tras haber protagonizado una verdadera revolución en la
psicología y el pensamiento de la época, el psicoanálisis perdió su conformación unitaria
y sirvió como base para el desarrollo y proliferación de un gran número de teorías y
escuelas psicológicas; muchos de sus conceptos, sin embargo, acabarían pasando de
los ámbitos especializados a la vida cotidiana, hasta configurar en gran medida el modo
en que entendemos y percibimos nuestra propia mente.

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