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0.

El «behaviorismo» norteamericano
Benito Valera Jácome
Extraído de Renovación de la novela en el siglo XX, pp 31-33, Alicante, 2000.

Las ciencias físicas influyen, desde finales de siglo, en la dirección objetiva de la


psicología. De la aplicación de los métodos experimentales surgen teorías de distinto signo
que la introspección y la intervención de la conciencia en el campo de los recuerdos.

La primera conquista significativa en el campo de la psicología objetiva está lograda por el


ruso Pavlov, con su descubrimiento de los reflejos condicionados. Otro ruso, el neurólogo W.
Bechterew, intenta también reconstruir todo el comportamiento humano a partir de los
reflejos condicionados.

Mientras tanto, los investigadores Köhler, Morgan y Thorndike impulsan la tendencia de la


psicología animal. Ya en 1906 Watson inicia sus teorías de psicología humana objetiva,
cristalizadas en sus obras Behavior (1914), Psychology from the Standpoint of a Behaviorist
(1919) y Behaviorism (1925).

El «behaviorismo» se basa en la observación y el análisis puramente objetivo de la


conducta, en relación con la conciencia. Estudia «el conjunto de respuestas adaptativas,
objetivamente observables, que el organismo, tomado como un todo, ejecuta en respuesta a
los estímulos, también objetivamente observables, provenientes del medio psíquico o del
medio social en el cual viven los seres».

La realidad psicológica queda reducida a una serie de comportamientos, sometidos a un


ajustamiento mecánico, que percibe un observador exterior, «representado en el límite por el
objetivo de una cámara fotográfica». Se atiende a la serie de conductas, a los ademanes, a
los gestos, a los cambios de fisonomía, a las palabras y a las respuestas a los estímulos
externos y a los estímulos internos.

Los novelistas norteamericanos, desde Hemingway hasta Caldwell, adoptan el método


objetivo «behaviorista». Registran en sus novelas el comportamiento externo de los
personajes, con una imparcialidad de cámara fotográfica; abordan, con un enfoque real, las
conductas, los hechos de la vida corriente, las cosas, los elementos del paisaje. Hacen hablar
a sus personajes sin ninguna preparación; manteniéndose a una cierta distancia, se limitan a
registrar los diálogos, con una sensación de vida propia.

Este «behaviorismo» novelístico, además de todo lo que el hombre hace, desde su


nacimiento hasta su muerte, nos ofrece todo el proceso verbal de las «conductas» ante una
situación dada. Con un procedimiento casi taquigráfico recoge las conversaciones de los
protagonistas, el lenguaje dirigido a otro y a sí mismo. Incluso algunas formas de monólogo
interior están filtradas con cierta objetividad.

Claude-Edmonde Magny considera como modelos rigurosos de este método objetivo las
novelas de Dashiel Hammett, El halcón de Malta, La llave de cristal y Cosecha roja. El estilo
de Hammett es sobrio, desnudo, delastrado de retórica. Los acontecimientos son presentados
con fría objetividad, como captados por un «cameraman». Magny enjuicia así su psicología
del comportamiento.

«Así, a causa de su posición de absoluta objetividad, no puede decirnos: «Ned Beaumont


sintió que se volvía loco», sino: «Sacó su encendedor y lo miró. Al mirarlo, un destello de
astucia pasó por su único ojo visible». Como ha escogido la actitud de no saber nada de los
sentimientos de sus héroes, le está prohibido escribir: «Despain sintió pánico», simple frase
que tiene que reemplazar por: «Despain miró fijamente durante largo rato a Ned Beaumont,
como si experimentase una fascinación horrible».

Fuente.-
http://www.lluisvives.com/servlet/SirveObras/bvj/04709511911336539732268/p0000001.htm
1.
La novela y su técnica: «El Jarama»
Jorge de Castro
REVISTA Punta Europa, número 9, páginas 136-139. Madrid, septiembre 1956

Rafael Sánchez Ferlosio es uno de nuestros escritores con más clara conciencia de los
problemas técnicos, que siempre, y hoy de manera especial, se le plantean al novelista. Hay
en él un evidente afán por ensayar modos nuevos, por explorar las posibilidades inéditas que
aún le puedan quedar a la novela. Todo cuanto sale de su pluma –desde aquel libro mágico,
en que su autor nos contaba las andanzas de una criatura inocente y rara, de alma atónita y
ojos de alcaraván, hasta los trabajos más ocasionales o simplemente periodísticos– lleva la
marca de esa voluntad de experimentación. A veces, este interés le lleva a límites
arriesgadísimos, al borde ya de lo inadmisible. (No hace mucho todavía, Sánchez Ferlosio
publicaba un cuento en el que experimentaba con una singular utilización de los tiempos
verbales. Aunque el procedimiento, a la larga, pudiera resultar inviable, es un claro ejemplo
de las preocupaciones de su autor.)

Todo esto viene a confirmarlo ampliamente su última novela, El Jarama; lo que primero llama
la atención en esta discutida obra es, en efecto, su técnica. Tanto que, al pronto, parecería
como si lo decisivo para su autor hubiese consistido en demostrar hasta qué punto era capaz
de vencer en una impresionante carrera de obstáculos: júntese una muchedumbre de
personajes, abandóneselos completamente a sí mismos, cuídese de que no ocurra nada, ¡y
obténgase con todo ello una novela!

Ahora bien, esto de la «técnica» es algo que mal entendido puede llevar a las peores
confusiones. Por supuesto, la técnica no es algo externo, posterior y añadido a la creación
literaria. La técnica es la obra misma, revelándose, haciéndose –esa es su etimología– de una
manera determinada. Y entonces, lo que pudo parecer un simple problema instrumental, se
nos convierte en algo mucho más importante, algo que está aludiendo a un peculiar
concepto de lo que la novela es, o debe ser. Justamente, [137] lo insólito de la técnica de El
Jarama, que hace que se imponga con tanto relieve a la primera lectura, nos remite a la
nueva actitud con que el novelista se sitúa ante su objeto.

No tan nueva, por lo demás. Hace ya tiempo que la novela, llevada hasta el límite en su
dirección Psicológica y agotados prácticamente los recursos del método introspectivo –
recuérdense, una vez más, los casos ejemplares de Proust y Joyce–, empezó a tantear en
direcciones distintas. Quizá cabría resumir el sentido de esos tanteos con lo que algunos
llaman objetividad novelística. Ya en Henry James, tan preocupado también por la técnica de
sus novelas, encontramos –a partir, concretamente, de The Bostonians– un modo de
narración que tiende a eliminar la interferencia del novelista en el mundo de sus personajes.
Ya no será el autor, sino los personajes mismos quienes nos introduzcan –hasta donde esto
sea posible– en el alma de los demás personajes. Claro que el novelista no acierta a extirpar
del todo su persona del relato y, de una u otra forma, su presencia actúa subrepticiamente,
explicando, aclarando o interpretando.

Sánchez Ferlosio ha llevado esta objetividad hasta el límite (salvo, quizá, el par de fallos que
algún crítico ha creído oportuno puntualizar). Impertérritamente, el novelista despliega su
legión de personajes, estrictamente aparte, viviendo con absoluta independencia en su
mundo sin fisuras, próximo e inaccesible. Ningún análisis psicológico. El novelista no está ahí
para decirnos –omniscientemente– lo que acontece en el alma de sus criaturas. (Por lo
demás, dada su multitud, la empresa sería pavorosa.) Y, sin embargo, esas criaturas viven,
adquieren realidad a los ojos del lector, tienen nombres propios y una individualidad
inconfundible. Por una aparente paradoja, la ausencia de análisis psicológico repercute en
una riqueza psicológica inesperada; la misma opacidad de los personajes contribuye a
dotarlos de esa peculiar consistencia de la persona humana, algo que no siempre poseían los
seres transparentes cuyo mecanismo psicológico pretendía descomponer la novela
introspectiva.

Así, pues, una técnica nueva, exigida por un concepto nuevo del novelar, lejos de
empobrecer a la novela,- la lleva a un enriquecimiento imprevisto de sus posibilidades. (Hay
quien ha llegado a apuntar que a su salvación. Sea cual fuere el sentido de esto, creo que, al
menos en este aspecto, es verdad. La novela –y no sólo la novela– había llegado a lo que, de
una forma rápida, podríamos llamar su desintegración irónica. Las convenciones que la
actitud ingenua aceptaba plenamente, no eran [138] ya aceptables para la aptitud
consciente. ¿Qué hacer entonces? La solución consistió en seguir utilizando las convecciones,
pero subrayando su carácter convencional, es decir, en una ironización de las formas
artísticas. Leyendo Ulises, por ejemplo, el lector se da perfecta cuenta de esto. Y lo mismo –
porque el fenómeno desborda el campo de la novela– se puede observar en casi toda la
pintura o la música de los últimos tiempos (1. Recuérdese que el protagonista de una de las
últimas grandes novelas de Thomas Mann desarrolla ampliamente esta teoría, como
fundamento y justificación de la obra musical que está componiendo). Pues bien, la nueva
óptica con que el novelista se sitúa hoy ante su mundo consigue, entre otras cosas, devolver
a la novela su primitiva ingenuidad y, en este sentido, puede decirse que la salva del peligro
de desintegración irónica en que se encontraba.)

Pero volvamos a la novela de Sánchez Ferlosio. No sería justo olvidar que toldos esos logros
se han conseguido al precio de algunas –importantes– «pérdidas». En primer lugar, la cosa es
bastante obvia, un defecto de economía narrativa. La absoluta fidelidad a sus principios
técnicos obliga al novelista a multiplicar indefinidamente los diálogos, a un lentísimo
desarrollo de ese «medio», rigurosamente objetivo, en que los caracteres se irán
individualizando poco a Poco sin que, ni por un momento, tenga lugar una de esas rápidas
condensaciones de sentido, tan frecuentes en la novelística tradicional, y que, por suponer
una intromisión del novelista, Sánchez Ferlosio se ha vedado implacablemente. Llega así un
momento en que no se ve bien por qué el relato va a terminar ahora, y no antes o después.
Claro que hay un marco temporal que, en su transcurso, impone una cierta estructura a la
narración, pero no la llega a justificar suficientemente. De ahí la sensación de monotonía,
otro de los fallos a que antes me referí. El contrapunto entre los lugareños y el grupo de
excursionistas no logra superar del todo ese monocorde discurrir de la mayor parte de El
Jarama. (Es posible que también contribuya a esto la peripecia casi inexistente en la novela;
allí no ocurre nada. Este desdén por el «argumento» es, a mi juicio, bastante responsable de
la fatiga con que a veces transcurre la narración.)

Ahora bien, todo lo anterior no es exactamente lo que uno quisiera decir sobre El Jarama.
Abrase el libro por cualquier parte: una oleada cálida de humanidad se levanta de sus
páginas. «La veracidad» del lenguaje de Sánchez Ferlosio es algo único. [139] Los giros más
auténticos del habla de todos los días están allí, palpitantes, vivientes, realísimos. El lector se
sorprende a menudo con la sonrisa en los labios –una sonrisa de estupefacción– ante el
increíble verismo de los diálogos. En trance de dar algún ejemplo especialmente feliz –y el
crítico siente en este caso un verdadero embarras du choix–, yo señalaría el estupendo
pasaje en que Mely le cuenta a Zacarías la «tempestuosa» cena bajo el silencio amenazador
del padre. ¿Es posible hacerlo mejor?

Con matemática precisión, Sánchez Ferlosio va controlando la aparición de sus personajes,


sin permitir que, en ningún momento, cualquiera de ellos se erija en centro de la narración. A
través de sus diálogos, asistimos al mundo en que sus vidas –sus vulgares vidas– se
desarrollan, a la trama de intereses, preocupaciones proyectos, que forman el fondo de su
existencia; vemos –en rápidas, tímidamente veladas iluminaciones– cómo el amor, el
resentimiento, los celos, la vanidad, el orgullo, dan tensión a su clima humano (pero todo sin
excesivo relieve, sin que la pasión adquiera importancia desmesurada, porque el supuesto
sociológico de la novela no permitiría semejante predominio «burgués» de la pasión). Hasta
que, al final, de repente, todo aquel tejido de vulgaridad, lugar común, fugaces momentos de
amor, cansancio, aburrimiento, vagas esperanzas y eternas Preocupaciones se quiebran
brutalmente ante la aparición –helada, inexorable aparición– de la tragedia. Esas últimas
páginas, en su veraz, objetiva sencillez, son estremecedoras. Es una auténtica catarsis, en la
que participan juntos los personajes y el lector. Todo queda olvidado, y sólo el hombre está
allí, desnudo, en su más desamparada raíz, en su más neta condición humana.

Cerramos el libro, y nos quedamos, como lo dice un personaje, «con ese entresí metido en el
cuerpo, que ya no hay quien te lo saque».

Y ningún elogio mejor.

Fuente.- http://www.filosofia.org/hem/dep/pun/ta009136.htm

2.
Sánchez Ferlosio y la maestría en el uso del lenguaje ''artístico''
Fernando Carratalá Teruel.
Doctor en Filología Hispánica.
Códice -revista digital ISSN 1575-3735 (Editotial SM) - Diciembre 2004

A Rafael Sánchez Ferlosio se le ha concedido el Premio Cervantes 2004. El mundo de las


Letras reconoce así el talento literario de un narrador que, aunque de corta producción,
demuestra su indiscutible dominio de los más variados recursos expresivos del idioma.
Talento que se manifiesta, asimismo, en sus ensayos y artículos de opinión en la prensa
diaria sobre temás muy dispares, algunos de los cuales inciden en la reflexión lingüística y en
la crítica literaria siempre inspirada y aguda.

Pero el nombre de Sánchez Ferlosio está ligado a dos obras de juventud: Industrias y
andanzas de Alfanhuí, libro de prosa cuidada y preciosista, publicado en 1951; y El Jarama,
obra con la que obtuvo, a sus veintiocho años, el Premio Nadal, en 1955, y en la que, a través
de diálogos insulsos, retrata implacablemente la realidad vital de sus protagonistas,
absolutamente anodina.

La prosa de "Alfanhuí"

Industrias y andanzas de Alfanhuí es un libro inclasificable, obra no tanto de un novelista


cuanto de un escritor de profunda sensibilidad y estilo un tanto preciosista, que sabe urdir
una serie de relatos de gran originalidad y encanto poético, aunque el carácter fantástico que
preside la obra es compatible con el descarnado realismo de algunos pasajes. En sus páginas
asistimos absortos a las sorprendentes actividades de un niño en el entorno de un mundo
mágico poblado de seres maravillosos; como, por ejemplo, el gallo de una veleta, relato con
el que comienza la obra, y del que ofrecemos una breve muestra.

Texto

De un gallo de veleta que cazó unos lagartos y lo que con ellos hizo un niño

El gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento sin moverse y
que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un solo ojo, se bajó una noche de
la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos. Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba.
Los colgó al tresbolillo en la blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de
muchos clavos. Los más grandes puso arriba y cuanto más chicos, más abajo. Cuando los
lagartos estaban frescos todavía, pasaban vergüenza, aunque muertos, porque no se les
había aún secado la glandulita que segrega el rubor, que en los lagartos se llama "amarillor",
pues tienen una vergüenza amarilla y fría.

Pero andando el tiempo se fueron secando al sol, y se pusieron de un color negruzco, y se


encogió su piel y se arrugó. La cola se les dobló hacia el mediodía, porque esa parte se había
encogido al sol más que la del septentrión, adonde no va nunca. Y así vinieron a quedar los
lagartos con la postura de los alacranes, todos hacia una misma parte, y ya, como habían
perdido los colores y la tersura de la piel, no pasaban vergüenza.

Y andando más tiempo todavía, vino el de la lluvia, que se puso a flagelar la pared donde
ellos estaban colgados, y los empapaba bien y desteñía de sus pies un zumillo, como de
herrumbre verdinegra, que colaba en reguero por la pared hasta la tierra. Un niño puso un
bote al pie de cada reguerillo, y al cabo de las lluvias habían llenado los botes de aquel zumo,
y lo juntó todo en una palangana para ponerlo seco.

Ya los lagartos habían desteñido todo lo suyo, y cuando volvieron los días de sol tan sólo se
veían en la pared unos esqueletitos blancos, con la película fina y transparente, como las
camisas de las culebras y que apenas destacaban del encalado.

Pero el niño era más hermano de los lagartos que del gallo de la veleta, y un día que no hacía
viento y el gallo no podía defenderse, subió al tejado y lo arrancó de allí y lo echó a la fragua,
y empezó a mover el fuelle. El gallo chirriaba en los tizones como si hiciera viento y se fue
poniendo rojo, amarillo, blanco. Cuando notó que empezaba a reblandecerse, se dobló y se
abrazó con las fuerzas que le quedaban a un carbón grande, para no perderse del todo. El
niño paró el fuelle y echó un cubo de agua sobre el fuego, que se apagó resoplando como un
gato, y el gallo de veleta quedó asido para siempre al trezo de carbón.

Volvió el niño a su palangana y vio cómo había quedado en el fondo un poso pardo, como un
barrillo fino. A los pocos días, toda el agua se había ido por el calor que hacía y quedó tan
sólo polvo. El niño lo desgranó y puso el montoncito sobre un pañuelo blanco para verle el
color. Y vio que el polvillo estaba hecho de cuatro colores: negro, verde, azul y oro. Luego
cogió una seda y pasó el oro, que era lo más fino; en una tela de lino pasó el azul, en un
harnero el verde y quedó el negro.

De los cuatro polvillos usó el primero, que era el de oro, para dorar picaportes; con el
segundo, que era azul, se hizo un relojito de arena; el tercero, que era el verde, lo dio a su
madre para teñir visillos, y con el negro, tinta, para aprender a escribir.

La madre se puso muy contenta al ver las industrias de su hijo, y en premio lo mandó a la
escuela. Todos los compañeros le envidiaban allí la tinta por lo brillante y lo bonita que era,
porque daba un tono sepia como no se había visto. Pero el niño aprendió un alfabeto raro que
nadie le entendía, y tuvo que irse de la escuela porque el maestro decía que daba mal
ejemplo. Su madre lo encerró en un cuarto con una pluma, un tintero y un papel, y le dijo que
no saldría de allí hasta que no escribiera como los demás. Pero el niño, cuando se veía solo,
sacaba el tintero y se ponía a escribir en su extraño alfabeto, en un rasgón de camisa blanca
que había encontrado colgado de un árbol. <1>

Breve comentario explicativo del texto

Sorprendente historia la relatada por Sánchez Ferlosio, tanto por su carácter fantástico como
por la calidad literaria del lenguaje empleado, de gran hondura poética; lo cual puede
comprobarse con una simple lectura de este "prosaico" resumen de su contenido: "El gallo de
una veleta se dedica un buen día a cazar lagartos, matándolos a picotazos, para colgarlos
después en una pared, en donde el sol los secará y arrugará su piel. Con la llegada de las
lluvias, las pieles de los lagartos quedan bien empapadas y desprenden un zumillo que un
niño -que arrojará a una fragua la chapa de hierro que personifica el gallo- recoge en una
palangana, y del que obtendrá un polvillo formado por cuatro colores -negro, verde, azul y
oro-, que separa mediante cedazos adecuados. Con el polvillo negro, el niño hizo tinta para
aprender a escribir, y su madre lo mandó a la escuela, en donde aprendió un extraño
alfabeto desconocido por sus compañeros; pero tuvo que abandonarla, a requerimientos del
maestro, por no plegarse a escribir como los demás. Ya en su casa, y encerrado en su
habitación por su madre, el niño continuó escribiendo en ese raro alfabeto sobre un trozo de
camisa blanca".

Texto fantástico, extraño, poético...; con un léxico, que llama la atención por la propiedad con
que está empleado, y en el que abundan palabras de gran capacidad evocadora (cantearse,
al tresbolillo, septentrión, tersura, flagelar, herrumbre, harnero, industrias, rasgón...); rico en
comparaciones de gran eficacia expresiva ("la lluvia <...> desteñía de sus pies un zumuillo,
como de herrumbre verdinegra,"; "se veían en la pared unos esqueletitos blancos, con la
película fina y transparente, como las camisas de las culebras"; "El gallo chirriaba en los
tizones como si hiciera viento"; "echó un cubo de agua sobre el fuego, que se apagó
resoplando como un gato,"; "vio cómo había quedado en el fondo un poso pardo, como un
barrillo fino."); y con unas estructuras sintácticas relacionadas fundamentalmente por la
conjunción copulativa y, procedimiento estilístico de que se vale el autor para evocar con
más fuerza los contenidos expresados.

La prosa de "El Jarama"

El Jarama es una novela escrita con procedimientos rigurosamente objetivos. Lo importante


de la obra son los pasajes dialogados, que le sirven al autor para caracterizar magistralmente
una lengua coloquial que refleja la pobreza espiritual de los protagonistas, su aplastante
vulgaridad. En cuanto a los fragmentos descriptivos y narrativos, de extremada precisión y
concisión, están escritos con tal objetividad que el narrador, sin permitirse interpretaciones
personales, se comporta como lo podría hacer un objetivo cinematográfico, de manera
totalmente imparcial. Así puede comprobarse -en ejemplo tomado de una página del libro
abierta al azar- en estas breves líneas en las que Sánchez Ferlosio utiliza una cuidada prosa,
a base de estructuras sintácticas muy sencillas, con las que se limita a describir, con todo
detalle, los efectos del sol del mediodía sobre el paisaje, las personas y las cosas.

Texto

El sol arriba se embebía en las copas de los árboles trasluciendo un follaje multiverde.
Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el
ámbito del seto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la
sombra, como escamás de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las espaldas
de Alici y de Meli, la camisa de Miguel y andaba rebrillando por el centro del corro en los
vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de
sangría, todo allí encima de blancas, cuadrazules servilletas extendidas sobre el polvo. <2>

En efecto, en El Jarama, la voz de Sánchez Ferlosio, como narrador, no se percibe, porque en


modo alguno se adentra en la psicología de los personajes; y si el lector termina conociendo
sus procesos mentales, es gracias a los diálogos que estos mantienen. El diálogo se
convierte, así, en un eficaz recurso al servicio de la ocultación del narrador y, a través de él,
se logra tal sensación de imparcialidad que parece como si el relato se contara por sí solo.
Pero aun cuando sea cierto que Sánchez Ferlosio logra inhibirse de lo que ocurre -y en ningún
caso emite juicios propios-, no es menos cierto que el novelista está inventando la presunta
objetividad, en tanto en cuanto la obra no pasa de ser una ficción literaria en la que, en
última instancia, el autor determina qué elementos concretos la constituyen. O dicho de otra
manera: no es objetivo lo que se narra -que depende de la subjetividad del narrador-, sino la
forma que se adopta para narrarlo, y con la que se trata de provocar en el lector una ilusión
de realidad que le lleve a considerarlo como verosímil; con lo cual, la obra toda funciona
como un simulacro de realidad. Y aquí precisamente es donde radica la maestría técnica de
Sánchez Ferlosio, a la hora de elaborar artísticamente su novela: porque, sin duda, resulta
tremendamente difícil lograr a lo largo de varios centenares de páginas mantener la
narración en la línea de la más estricta objetividad e imprimir al habla coloquial una
autenticidad difícilmente superable, a través de la cual se constata la trivialidad de unas
conversaciones que retratan lo anodino de unos personajes de humilde extracción social.

Porque el "argumento" de El Jarama cabe en muy pocas palabras: un grupo de chicos y


chicas de Madrid van a pasar un domingo de verano a orillas del río Jarama; salen de sus
casas por la mañana, ilusionados por lo bien que lo van a pasar; pero poco a poco el día de
fiesta avanza, sin que apenas se diferencie del resto de los tediosos días de la semana, y los
muchachos se van hundiendo en el aburrimiento y en la desilusión; y al final, el domingo
concluye trágicamente, con la muerte de una de las chicas, ahogada en el río. Y lo que le
interesa a Sánchez Ferlosio es el diálogo -intrascendente, monótono, reiterativo, carente de
ideas, plagado de frases hechas-, que le sirve para desnudar a los personajes que hablan, y
que exhiben ante el lector la vaciedad de sus vidas carentes de ideales. Por expresarlo con
palabras de José Corrales Egea: "El gran protagonista de esta obra es el aburrimiento; el
tedio de una adolescencia y juventud resignadas a una vida vegetativa, sin trascender la
monotonía de la propia existencia. <...> Leyendo El Jarama tenemos la impresión de que
después de otra semana de trabajo rutinario vendrá el domingo siguiente, con las mismás
ilusiones, que acabará por destruir la misma realidad tediosa y trágica. Sánchez Ferlosio
logró captar admirablemente ese domingo estival difícil de olvidar para un lector de aquella
novela, en la que hay mucho más que una simple fotografía. El Jarama es un libro de
desolación; una desolación que no se describe, de la que no se habla, y que sin embargo está
presente en todo, aplastándolo con su peso". <3>

El siguiente fragmento de El Jarama nos acerca al lenguaje popular madrileño de la época,


recogido con admirable autenticidad.

Texto

-El Santos, ¡cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter.
-Hay que hacer por la vida, chico. Pues tú tampoco te portas malamente.
-Ni la mitad que tú. Tú es que no paras, te empleas a fondo.
-Se disfruta de verlo comer -dijo Carmen.
-¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta el detalle? Y que disfruta viéndolo comer. Eso se
llama una novia, ¿ves tú?
-Ya lo creo. Luego éste igual no la sabe apreciar. Eso seguro.
-Pues no se encuentra todos los días una muchacha así. Desde luego, es un chollo. Tiene más
suerte de la que se merece.
-Pues se merece eso y mucho más, ya está -protestó Carmen-. Tampoco me lo hagáis ahora
de menos, por ensalzarme a mí. Pobrecito mío.
-¡Huyuyuy!, ¿cómo está la cosa! -se reía Sebastián-. ¿No te lo digo?
-Todos miraban riendo hacia Santos y Carmen. Dijo Santos:
-¡Bueno, hombre!, <...> <2>

Breve comentario explicativo del texto

El fragmento recoge una conversación entre chicos y chicas de un estrato sociocultural bajo,
que presenta un alto grado de verosimilitud; y, a pesar de su brevedad, es suficiente para
comprobar la extraordinaria maestría artística con que el novelista ha sabido caracterizar la
lengua coloquial de unos personajes tan irrelevantes como su sistema expresivo, que refleja
la vacuidad de su existencia. Estas son, pues, algunas de las características de la lengua
coloquial empleada en este fragmento -y a lo largo de toda la novela-, y que determinan el
nivel sociolingüístico de tales personajes.

A) La subjetividad del hablante


 La ordenación lógica de los elementos oracionales basada en la determinación progresiva
(sujeto-verbo, núcleo-término adyacente, etc.) da paso a una ordenación subjetiva,
realizada en función de las palabras que personalmente interesa poner de relieve. Buen
ejemplo de ello es el brevísimo parlamento con el que se inicia el texto:

- El Santos, ¡cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter.

 El uso de interrogaciones retóricas es frecuente en el texto; interrogaciones con las que


el hablante se interroga a sí mismo o interroga a sus interlocutores sin esperar respuesta
a sus preguntas:

-¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta el detalle? Y que disfruta viéndolo comer. Eso se
llama una novia, ¿ves tú? <...>
-¡Huyuyuy!, ¿cómo está la cosa! -se reía Sebastián-. ¿No te lo digo?

Con tales preguntas, Sebastián busca una tácita complicidad de los oyentes en apoyo de
sus propias opiniones, a la vez que manifiesta con mayor expresividad sus sentimientos
(duda, reproche...).

 Empleo de interjecciones y de locuciones interjectivas que manifiestan, asimismo, el


estado emocional del hablante:

-¡Vaya un saque que tiene el sujeto! (La forma verbal vaya enfatiza la expresión).
-¡Huyuyuy! (Interjección de tono festivo, empleada aquí burlonamente).
-¡Bueno, hombre! (Locución interjectiva que aquí bien pudiera expresar disgusto y
cansancio ante lo oído).

 Las funciones apelativa y expresiva de la lengua adquieren una considerable


importancia. Y así, aparecen en el texto construcciones pleonásticas para reforzar la
expresión ("Pues tú tampoco te portas malamente."; "Tampoco me lo hagáis ahora de
menos, por ensalzarme a mí."); expresiones enfáticas de cantidad ("El Santos, ¡cómo le
da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter."; curiosas metáforas ("Tú es
que no paras, te empleas a fondo." ); diminutivos cargados de afectividad ("Pobrecito
mío."); etc.

B) La economía de medios lingüísticos

En una conversación, los interlocutores cuentan con una serie de elementos extralingüísticos-
relativos tanto a la situación en que se encuentran como a las actitudes que manifiestan con
sus gestos y ademanes- que les permiten emplear la lengua con gran economía expresiva.
Esta "tendencia al menor esfuerzo" se manifiesta -en el texto- gramaticalmente de las
siguientes formás:
 Uso por parte del hablante de oraciones incompletas, que los oyentes pueden completar
mentalmente sin el menor esfuerzo. He aquí algunos ejemplos de estas oraciones
-llamadas por Manuel Seco suspendidas- <4>, y que pueden originar algún que otro
anacoluto (abandono de la construcción sintáctica exigida por un período, para adoptar
otra más acorde con lo que el hablante piensa en aquel momento, con olvido de la
coherencia gramatical):

-El Santos, ¡cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene el sujeto! Qué forma de meter <
comida dentro de la boca >.

 Empleo de oraciones en las que el hablante ha omitido algunos de sus elementos


básicos, lo que no impide al oyente entender lo que aquel le dice. Hay en el texto algunas
oraciones de este tipo -llamadas por Manuel Seco sincopadas- <4>:
-(Yo no me porto) ni la mitad que tú (te portas). [Sebastián reprocha a Santos su
glotonería.]
(A) eso se llama (tener) una (buena) novia. [Sebastián pondera las excelencias de tener
una novia como Carmen, que es capaz de disfrutar viendo comer a Santos, su novio.]

 Empleo de oraciones cortas, de gran simplicidad sintáctica; con predominio de la


yuxtaposición y la relación paratáctica sobre la hipotáctica. Por otra parte, resulta
frecuente la presencia de ciertas palabras gramaticales utilizadas con valor ilativo para
mantener hilvanada la conversación; tal es el caso de y que en "Y que disfruta viéndolo
comer", fórmula que le sirve a Sebastián de enlace psicológico con lo que ha dicho
anteriormente; o de la conjunción pues, empleada, igualmente, como ilativa, al comienzo
de otras tantas intervenciones de Sebastián ("-Pues no se encuentra todos los días una
muchacha así.") y de Carmen ("-Pues se merece eso y mucho más, ya está.").

 Uso abusivo de elementos deícticos (adverbios de lugar y de tiempo, pronombres


personales y demostrativos, etc.), que señalan algo que está presente ante los ojos de
los interlocutores; así como de palabras vacías de significado concreto -las llamadas
palabras comodín, tales como cosa, eso, etc.-, que resuelven al hablante la dificultad de
dar con la designación precisa de lo que quiere enunciar. Los interlocutores del texto de
Sánchez Ferlosio no escatiman el uso de palabras comodín y de elementos deícticos; y
esa misma abundancia se traduce en un enorme empobrecimiento de la expresividad.
Sirvan los siguientes ejemplos:

-¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta el detalle? Y que disfruta viéndolo comer. Eso se
llama una novia, ¿ves tú?
-Ya lo creo. Luego éste igual no la sabe apreciar. Eso seguro. <...>
-¡Huyuyuy!, ¡cómo está la cosa! -se reía Sebastián-. ¿No te lo digo?

 Uso de frases hechas, aplicables a las más diversas situaciones; así: "Vaya un saque", "Te
empleas a fondo", "¿Te has dado cuenta (d)el detalle?", "Es un chollo"...; frases tópicas y
fosilizadas que revelan el carácter elemental de los interlocutores y la trivialidad de su
conversación, acorde con la de sus vidas.

C) La impersonalidad del hablante y la apelación al oyente

Sea por un deseo de eludir o atenuar responsabilidades, sea por cierta modestia o timidez, el
hablante tiende a enmascarar pudorosamente su "yo" bajo construcciones de carácter
impersonal con las que invita a los oyentes a compartir sus propias experiencias.

Volviendo al texto de Sánchez Ferlosio, cuando Sebastián critica la voracidad de Santos, lo


hace como si no fuera escuchado por él: "-El Santos, ¡cómo le da! ¡Vaya un saque que tiene
el sujeto! Qué forma de meter."; y Santos, que no quiere darse por aludido, utiliza una
construcción impersonal para justificar su glotonería: "-Hay que hacer por la vida, chico." De
igual manera, cuando Carmen, eludiendo la primera persona, comenta "-Se disfruta de verlo
comer.", está defendiendo tímidamente a Santos e invitando a sus compañeros a restar
importancia al desmesurado apetito de su novio.

Por otra parte, el hablante, para mantener en todo momento la atención de su interlocutor,
recurre a ciertas formas apelativas, tales como pronombres personales con oficio de sujeto
que señalan inequívocamente a la primera y segunda persona: "-Ni la mitad que tú. Tú es que
no paras, te empleas a fondo."; verbos de percepción sensible y de lengua en forma
imperativa, y cuya significación está muy atenuada: "-¿Ah, sí? Mira ésta, ¿te has dado cuenta
el detalle?"; vocativos que aluden a un interlocutor conocido: "-Hay que hacer por la vida,
chico."; interrogaciones retóricas que, más que buscar respuestas del interlocutor, resaltan
las propias opiniones: "Y que disfruta viéndolo comer. Eso se llama una novia, ¿ves tú? Todas
estas formas apelativas son, pues, excitantes de la atención -según la denominación de Leo
Spitzer- y, aunque innecesarias para la correcta comprensión de los mensajes, reflejan en
cierta medida el estado emocional del hablante y confieren a aquellos una mayor
expresividad.

D) Una narración en las antípodas de la novela realista decimonónica

Como narrador, Sánchez Ferlosio se ha comportado en este fragmento con la misma


objetividad con que lo haría un objetivo cinematográfico. Son los diálogos, y no él, los que
permiten adentrarse en los personajes y descubrir, así, cómo piensan o sienten. Nos
hallamos, pues, ante un narrador que mantiene una actitud absolutamente imparcial,
opuesta al narrador omnisciente de la novela realista del XIX, capaz de penetrar en la
intimidad de sus personajes, cuyas motivaciones conoce en todos sus detalles.

NOTAS

<1> Rafael Sánchez Ferlosio: Industrias y andanzas de Alfanhuí. Barcelona, ediciones


Destino, 1951. (Colección Destinolibro, núm. 47: Alfanhuí).
<2> Rafael Sánchez Ferlosio: El Jarama. Barcelona, ediciones Destino. Colección Destinolibro,
núm. 16.
<3> José Corrales Egea: La novela española actual. Madrid, Edicusa, 1971, p. 78.
<4> Véase el fragmento que Manuel Seco analiza, principalmente desde una perspectiva
sintáctica, de la novela de Carmen Martín Gaite Entre visillos, en el trabajo titulado "La
lengua coloquial: Entre visillos, de Carmen Martín Gaite", incluido en la obra colectiva El
comentario de textos. Madrid, editorial Castalia, 1973; págs. 357-375). Entre visillos es,
también, una novela incluida en la tendencia del realismo objetivo. (Martín Gaite, fallecida en
el 2000, estuvo casada con Sánchez Ferlosio).

Fuente.- http://www.lengua.profes.net/archivo2.asp?id_contenido=44478

3.
La poética narrativa de El Jarama
Marta Cristina Carbonell
Universidad de Barcelona.

Es bien conocido el profundo desafecto con que Rafael Sánchez Ferlosio contempla, hoy, El
Jarama, y lo que él mismo ha denominado el "grotesco papelón" del literato de éxito que,
sobrevenido tras la concesión del Premio Nadal 1955, y rubricado con la concesión, al año
siguiente, del Premio de la Crítica, no tardaría en declinar, desde entonces, y durante
cuarenta largos años, su tenaz voluntad de olvidar esta novela se ha venido sosteniendo en
nombre de un convencimiento que en 1986 expresaría de forma singularmente tajante, al
afirmar que El Jarama, como "novela social", "fue un invento de José María Castellet",
añadiendo: "me equivoque yo al escribirla y se equivocó Castellet al inventársela" (La
Vanguardia, 7-XII-198).

Y es que José Mª Castellet, atento observador, desde los inicios de la década, del panorama
de la novela española contemporánea, y puntual notador de su paulatina incorporación a lo
que él mismo denomina la "novelística moderna" a través de la renovación y actualización de
su mejor tradición a la luz de las técnicas narrativas aprendidas en el discurso del
neorrealismo y de la novela norteamericana de la generación perdida, contribuiría
decisivamente en efecto a trazar el cauce por el que habría de discurrir la práctica de aquello
que conocemos como novela social de los años 50: fenómeno polifacético y dinámico, no
reducible fácilmente a esquemás genéricos, y que en la diversidad de posturas estéticas y
aun políticas que sustenta, permite sin embargo reconocer, en la primera mitad de la década,
el surgimiento de una incipiente novela comprometida, de corte realista y testimonial, que da
cuenta de una voluntad de oposición ideológica en su toma de postura ética y moral ante la
realidad, dibujando los perfiles de una poética que se compendia y alcanza su más alto grado
de expresión, en 1956, con El Jarama.

Con una mirada crítica probadamente influida por los principios del compromiso sartreano
que recorre las páginas del entonces recién traducido ¿Qué es la literatura? (1948; la
traducción en la editorial Losada es de 1950), así como por el impacto de las agudas
consideraciones de Claude-Edmonde Magny en La era de la novela norteamericama (1948)
-texto de influencia decisiva en la conformación de la poética del "realismo objetivo", en su
análisis de la psicología conductista y su influencia en la novela y el cine americanos-, José
Mª Castellet había sabido reconocer, tempranamente y de forma explícita, la emergencia de
un grupo de jóvenes escritores que, a finales de: 1954, se le aparecían como un autentico
núcleo generacional de perfiles nítidos, al que más tarde aplicaría el rótulo de generación del
medio siglo. Insistiendo en el rasgo distintivo de su juventud -y enfatizando así, al soslayo, su
ineludible condición de "niños de la guerra", de testigos infantiles de un acontecimiento
cuyas consecuencias sociales, morales y políticas decidieron las condiciones de su formación
personal e intelectual-, Castellet proclamaba para esta que denomina "generación de los
jóvenes", una tarea: la del "escritor exigente consigo mismo", capaz de emprender la
construcción de un mundo novelesco propio que fuera revelador de la situación de su
sociedad, ofreciéndose como tarea común de investigación y critica al lector. Es decir, lo que
dos años antes, en 1952, y en un importante artículo publicado en las páginas de la revista
Laye bajo el título de "Notas sobre la situación actual del escritor en España" (nº 20, agosto-
octubre 1952) había definido como el gran reto, urgente y necesario, de la novela española
contemporánea:

«Revelar la totalidad de la vida del hombre español actual para proponérsela como tarea al
lector español... Escribir ahora en España debería ser hacerlo sobre la vida del hombre
español actual, sobre su esencia viva de hombre que lucha como todos los del mundo- por su
libertad personal, y lucha porque está oprimido por sus propias negatividades, más las que le
aporta su sociedad. Además, escribir debería ser hacerlo siguiendo la propia tradición
literaria -que en nuestro país no es precisamente pobre- incorporándola a las exigencias
técnicas actuales. » 1

Tarea pues de revelación y propuesta que apela al compromiso moral del escritor en tanto
que debelador ideológico y revelador de la verdadera realidad y, por lo tanto, como
participante activo en un necesario proceso de cambio social. Tarea para la que, a la altura
de 1954, la "generación de los jóvenes" se le aparece firmemente dotada, pues "parece en
principio más preparada, y con mayor empuje que su inmediata antecesora, y especialmente
más compacta, más unida en su ideología e intenciones". Unidad bajo la que intuye sin
embargo en ese momento dos tendencias que adscribe a lo que considera genéricamente el
núcleo catalán -representado por Ana María Matute o Juan Goytisolo, y en el que domina "la
inquietud técnica y una preocupación poética"-, y el núcleo de escritores castellanos que, en
la figura de lgnacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos y Rafael Sánchez Ferlosio -que había
sorprendido, en 1951, con Alfanhuí-, pone de manifiesto, en una novelística que contempla
"más enraizada en la tradición española", unas preocupaciones "más estilísticas y sociales".2

Y es que para entonces, en efecto, Aldecoa, Fernández Santos y Ferlosio venían a configurar,
junto con Alfonso Sastre, Carmen Martín Gaite y Josefina Rodríguez, un grupo solidario de
jóvenes universitarios que, vinculados entre si por lazos personales, habían aglutinado sus
inquietudes comunes alrededor de la muy efímera Revista Española, que tras apenas un año
de existencia se despediría oficialmente en el número correspondiente a la primavera de
1954, dejando atrás un indispensable punto de referencia para la comprensión de las
coordenadas éticas y estéticas en que empieza a labrar sus señas de identidad el que hacer
narrativo de aquellos que la critica coincide en señalar como el núcleo de la tendencia
Neorrealista que otorga su particular fisonomía a la novela social de la primera mitad de la
década de los 50, en tanto que tabla de experimentación y aprendizaje para este grupo de
jóvenes escritores ansiosos por explorar toda una variedad de modos y técnicas que
posteriormente reconoceremos en sus novelas, a la búsqueda de un instrumento narrativo
plenamente adecuado a la finalidad que ellos mismos evocan en la confesión con que
despiden el ultimo numero de la revista:

«Sabemos muy bien que en estos tiempos agobiados de retóricas, no se entiende otro
lenguaje que el de las mismas cosas, y nos atenemos con entera confianza a este sino que
acata y hasta presupone toda empresa nacida con alguna ambición. Las nuestras, al cabo de
este año de vida en precario, pueden reducirse a (...) llevar a todos el convencimiento de que
es posible afrontar las realidades que nos asedian y darles expresión artlstica. » 3

He aquí la doble tarea: Es ese divorcio entre el orden de las palabras y el orden de las cosas,
que esta "generación de los jóvenes" percibe de forma tan aguda en la retórica oficial, lo que
sustenta aquella "unidad de ideología e intenciones", y lo que hará del realismo "una
necesidad", al que apelan desde la convicción del poder y el deber de la. literatura en el
compromiso ético de "escapar de la mentira", de rehabilitar un lenguaje pervertido y, con el,
la realidad que tras el se oculta: una reconciliación de las palabras y las cosas para la que
buscaran una escritura, que encontrará en el propio José Mª Castellet a uno de sus
principales teorizadores y críticos, y que asimilaran al compás de la fascinación que sobre
todos ellos -especialmente en el grupo madrileño de Revista Española- ejerce algo que de un
modo u otro todos han coincidido en subrayar como fundamental en la gestación de sus
poéticas personales en los albores de la década del 50: el paulatino descubrimiento del
neorrealismo cinematográfico italiano y, con él, de una forma de presentación de la realidad
que dejara directa huella en sus construcciones novelescas, con su reivindicación de la
realidad presente como materia artística en su más estricta cotidianeidad, vulgaridad y
sencillez, y a través de unos protagonistas cuyo carácter antiheroico da cuenta de la
voluntad de conocer y desvelar esa realidad mediante un verismo -un "levantar acta de lo
que sucede aquí y ahora"- que en ningún caso supone frialdad o neutralidad: antes al
contrario, constituye un empeño radicalmente moral, donde la actitud ética del escritor se
plasma en una recreación de lo real que no anula lo poético o lo simbólico, sino que lo integra
en el lenguaje mismo de las cosas. Así, y en su voluntad de presentar algunos retazos de
realidad circundante para dejar vislumbrar los conflictos de los hombres y mujeres que la
padecen, sin brindar soluciones, dejando hablar a la desnudez de las cosas a través de la
mirada "inocente", pero activa, del testigo comprometido, el discurso narrativo
cinematográfico del neorrealismo vendrá a ser, para esta generación insatisfecha y confiada
en el poder de la palabra para revelar la totalidad de lo real escamoteado, confirmación
privilegiada de una poética que, para la novela, estaba contribuyendo a perfilar José Mª
Castellet desde las páginas de la revista Laye, en una serie de artículos que integraran,
posteriormente, sus Notas sobre literatura española contemporánea (1955), y el
emblemático La hora del lector (1957).

Una poética para la que resultan punto de referencia indispensable las reflexiones que
vertebran sus ya mencionadas "Notas sobre la situación actual del escritor en España"
(1952), donde la apelación al compromiso del novelista con la realidad presente, tomando
partido ante ella para procurarse -y procurar al lector- la plena libertad personal que emana
de todo acto de escritura responsable, es base firme sobre la que asentar los presupuestos
de una literatura realista y comprometida, y desde la que proceder a leer e interpretar
críticamente la producción literaria contemporánea: De ahí lo significativo de la reseña que
poco antes, en la primavera de ese mismo año de 1952, había dedicado Castellet desde Laye
(nº 8, marzo-abril 1952) a La Colmena, saludándola como "la incorporación española a la
novelística moderna", pues:

«con La Colmena, Camilo José Cela ha escrito la primera, la única novela española que en los
últimos quince años, lleva consigo la problemática del hombre español actual, la única novela
española que se expresa en un lenguaje literario cuya técnica y espíritu están al día, dentro
de su tiempo; y Camilo José Cela ha conseguido -y en ello estriba su originalidad- todas estas
características que no lograron los otros novelistas de hoy, escribiendo precisamente un libro
que esta dentro de la mejor, quizá de la única línea posible de nuestra novela: la que arranca
de la picaresca para acabar, inmediatamente antes de La Colmena, en Baroja.» 4

Así, y ponderando en consecuencia su valor de ejemplo para los jóvenes escritores, Castellet
establecía tempranamente las claves de la innegable deuda que la generación del medio
siglo contrae con la obra de Camilo José Cela y, de modo inmediato, con su novela de 1951.
Una deuda que no escapará en absoluto a la atenta lectura crítica que, desde las páginas de
Destino, les dispensara puntualmente Antonio Vilanova, iluminándola a través del énfasis en
la necesidad de leer a estos jóvenes narradores bajo la pauta de la tensión creadora que
impone la modernidad de su diálogo con la tradición heredada: aquella que para La Colmena
señalaba en 1952 José María Castellet, analizando las condiciones de su valioso estatuto de
renovación y actualización de la mejor tradición novelesca española, con las que marca "el
gran camino a seguir", valorando su naturaleza de autentico "mundo articulado" que otorga
protagonismo a una ciudad recreada como "organismo vivo", ente acogedor de una
colectividad de personajes vulgares de mermada individualidad y tiempo inexorablemente
monótono, que cobran vida desde la mirada amorosa de un narrador singularmente objetivo:

«En primer lugar, ha de quedar bien sentado que el novelista es un hombre que ha de jugar
limpio con la realidad: al pan, pan, y al vino, vino. Por lo tanto, el novelista no puede utilizar
más instrumento que el de la stendhaliana imagen del espejo o la más moderna de la
maquinilla de fotografiar. Al escritor, al artista, se le concede un amplio margen: podrá dirigir,
enfocar el espejo, la maquinilla, donde y como quiera. Es más, con los materiales recogidos
podrá proceder a una personal composición. Podrá cortar, entremezclar los hechos recogidos,
pero no podrá añadir otros de propia cosecha o retocar lo dado por la realidad. Quizá, mejor
símbolo, mejor imagen que la del espejo o la maquinilla fotográfica, sea la de una cámara de
cine. La obra resultante, como una película, habrá de valorarse, en su aspecto formal, por la
buena o mala técnica de sus encuadres, por el montaje conjunto de los planos. De ahí,
inmediatamente, se desprende la objetividad de la narración. El autor, no hace acto de
presencia en ella. No se trata, empero, de un behaviourismo llevado a punto de espada, sino
de una objetividad no forzada, ya que tampoco es cuestión de engañarnos: el autor existe,
sólo que se le niega cualquier jerarquía.» 5

Verdadera piedra de toque de la perfecta compenetración entre historia y discurso narrativo


que da la medida de su modernidad, la "objetividad narrativa" que quiere destacar Castellet
en la composición de La Colmena enfatiza su naturaleza de proceso asentado en la libre
decisión del creador de enfocar un trozo de vida a través de una mirada que busca la
transparencia significante, y que encuentra su verdad moral, su radicalidad ética, en la
personal composición que, a modo de montaje, traza los límites de esa "objetividad no
forzada" que se reconoce, agudamente, en La Colmena: En ella, y jugando limpio con la
realidad, la "cámara" se erige en instrumento preciso de recreación verídica de aquello que el
autor no impone, sino propone a través de una voz que se pliega a un singular mandato de
silencio: la existencia autentica del hombre español actual, que el lector debe asumir como
tarea responsable en el ejercicio purificador de la lectura.

Solo desde estos presupuestos puede aquilatarse la novela practicada por los jóvenes
narradores del medio siglo que la critica acoge, no sin fundamento, al rótulo de grupo
neorrealista, y la técnica del "relato objetivo" que en 1956 se ofrece, paradigmáticamente, en
El Jarama, donde se compendian, con brillantez, las exigencias de una poética a cuya
conformación ha contribuido de modo decisivo la lectura e interpretación en términos
sartreanos, no solo del indudable referente que supone La Colmena, sino del neorrealismo
cinematográfico italiano, así como de la novela norteamericana de la. "generación perdida",
con su realismo elíptico, su voluntad de veracidad y su complicidad activa con el lector en la
deliberada propuesta de neutralidad con que afronta la realidad social de los desposeídos,
animada por un anhelo de esperanza y justicia que denuncia el espacio de una subjetividad
que no solo no desaparece, sino que es factor indispensable en la posibilidad de otorgar al
discurso narrativo su revelación y propuesta de lo real tras un lenguaje aparentemente
referencial. Lenguaje referencial que si, en la novela que nos ocupa, pasa por la proyección
de una mirada que busca conscientemente no interferir en la desnudez de las cosas,
persiguiendo la ilusión de una realidad captada en el momento mismo de producirse y, por lo
tanto, de una objetividad que se conquista, fundamentalmente, mostrando a los personajes
desde una localización externa a través de gesto, actitud y palabra, en un relato donde la
trama se desvaloriza en favor de un fragmentarismo que da cuenta de la voluntad de revelar
el mundo "en situación", remite sin embargo, inexorablemente, a la subjetividad de un
narrador que le otorga sentido, y que asoma en la descripción del paisaje, en un tratamiento
simbólico y aun mítico de la naturaleza. que proyecta un inevitable interrogante sobre el
verdadero alcance de lo que, en el momento de su aparición, marcó la pauta por la que había
de discurrir la recepción critica de El Jarama: su básica dimensión de documento social.

********

Hoy sabemos, gracias a la "nota" redactada por Rafael Sánchez Ferlosio para acompañar la
sexta edición de la novela, que los pasajes entrecomillados que describen geográficamente el
curso del río Jarama a modo de apertura y cierre del cuerpo del relato, pertenecen a Casiano
de Prado, autor en 1864 de una Descripción Geográfica de la provincia de Madrid que Ferlosio
traslada estratégicamente a las páginas de su novela -téngase en cuenta la voluntad de que
el relato aparezca a modo de "hiato" que interrumpe temporalmente dicha descripción, que
reanuda su curso cuando aquel finaliza-, no sin antes someterlo a "leves modificaciones" que,
bajo su palabra, afectan únicamente a su "prosodia". Un rápido cotejo con el texto original
permitirá comprobar, sin embargo, que la manipulación ferlosiana resulta ser mucho más
pertinente y significativa de lo que sus palabras dejan entrever: si de un lado ha suprimido
aproximadamente un tercio del original, ha reelaborado asimismo los pasajes conservados,
tendiendo a suprimir o cuando menos a atemperar, en la medida de lo posible, todas
aquellas intervenciones del narrador que dan cuenta de apreciaciones subjetivas, juicios de
valor o, simplemente, comentarios, restringiendo así su explícita intervención para
encaminarlo a la consecución de una "objetividad" cuya austeridad y rigor narrativo son
resultado de una conquista deliberada con la que Ferlosio ofrece, a modo de mise en abyme
del relato, una latente advertencia acerca de los principios de escritura que lo gobiernan,
denunciando constitutivamente la falacia ilusoria de la mera reproducción, la mentira de
cualquier concepción puramente transcripta de un realismo cuya objetividad deriva de la
manipulación consciente del narrador objetivo de quien depende por entero la cohesión
semántica del texto, y cuya deliberada ausencia visible es ya un primer principio
estructurador, mediante el cual nos habla a través de sus silencios. El discurso narrativo de El
Jarama se configura, así, sobre la firme convicción de un principio que, a posteriori, veremos
alentar repetidamente en Las semanas del jardín -ese torrencial compendio de los grandes
temas y problemas sobre los que se asienta la escritura ferlosiana-, donde la objetividad
reclama su verdadera naturaleza de perspectiva de la realidad, que rinde ilusoria cualquier
tentación de rigurosa "imparcialidad", y que permite contemplar a una nueva luz esa "noble
aspiración de la novela" que es la difícil neutralidad: 6
«No es cosa nueva en la historia del relato la aspiración a la neutralidad, que es concebida
como silencio del narrador. No entraré a discutir aquí que es lo que puedan pretender llegar a
ser en cada caso esa neutralidad y ese silencio, ni en qué medida sean aspiraciones ilusorias
y en qué medida no, pero si en una literalidad extremosa podemos reconocer como un
contrasentido la idea del silencio en las entrañas de lo que es palabra, nadie se niega a
entender por tal al menos la abstención de todo juicio. Es ya un principio generalmente
respetado en una gran parte de la literatura el de que el autor se abstenga, siquiera
formalmente, de formular la opinión personal que le merecen los personajes del relato y sus
acciones. Digo "siquiera formalmente" porque después "hecha la ley, hecha la trampa", y la
trampa es aquí todo el solapado arte de dirigir, por índices escatológicos y otro sinfín de
recursos más sutiles, el sentimiento del lector, con lo que el juicio sobrevive al principio que
lo expulsa.»

Desde estos presupuestos, alcanza todo su sentido la muy lacónica definición que de El
Jarama se avino a dar Ferlosio, al poco de publicarse la novela, como un tiempo y un espacio
acotados y ver simplemente lo que sucede allí, con la que remitía directamente a los dos
elementos estructurales que sostienen todo discurso narrativo: las coordenadas espacio-
temporales de la historia, y la naturaleza de la voz narrativa que tomara a cargo el
enunciarlas desde una muy concreta perspectiva. Constituyen las primeras las
aproximadamente dieciséis horas de un día de domingo que el relato va marcando
cadenciosamente en su transcurrir, tanto por referencias explícitas de los personajes, que se
interrogan mutuamente por la hora, como por referencias implícitas que el narrador
proporciona siguiendo la implacable evolución del sol y la salida de la luna: referencias que
abren y cierran la novela, enmarcando así un relato cuya temporalidad acaba por
armonizarse en buena medida con el tiempo de la historia, gracias al uso sistemático de la
escena dialogada, factor de convencional igualdad entre ambos. Un tiempo de la historia
cuyo discurrir se capta a través de dos focos espaciales fundamentales: la ribera del río
Jarama y la venta, a los que cabe reconocer un simbólico valor distributivo, agrupando a los
personajes en dos grandes ámbitos generacionales: los adultos dotados de experiencia y de
memora, frente a los jóvenes voluntariamente olvidadizos, de mirada somera; y, del mismo
modo, dos grandes ámbitos de vida y conocimiento: el de los pequeños propietarios y
empleados rurales, y el del proletariado

España del incipiente desarrollismo. Dos focos que vendrán a plasmar ese tiempo tanto en
sucesión como en simultaneidad, y cuya alternancia se hace explícita en el relato gracias a
los asteriscos con que, al modo cinematográfico, se produce el tránsito súbito de escenario y
de personajes. De este modo, si la historia posee una clara discontinuidad espacial, es
sometida asimismo por el relato a una ruptura de su atiende incluso a sus gestos más ínfimos
e intrascendentes. No en vano es esta una de las claves que asientan aquella "objetividad no
forzada" de La Colmena: la configuración de unos personajes cuya interioridad nunca será
disociada de su apariencia física, y que analizarán su existencia y su mirada precisamente a
través de su lenguaje, de su habla, en el diálogo: un diálogo constante, que aparenta ser
siempre igual a sí mismo, como las aguas del río, pero que es siempre distinto en su
lacerante monotonía, otorgando a la novela su particular tiempo lento.

Ha sido el propio Sánchez Ferlosio quien más ha insistido en recordar que a la base de la
creación de El Jarama se hallaba su interés por explorar todo un caudal de modismos
populares y familiares al que incluso vienen a servir las propias acciones de una novela en la
que ha reconocido que "todo estaba al servicio del habla": El habla de las capas populares
madrileñas de comienzos de los 50, que se somete a prolijo examen, y cuyo despliegue por si
mismo constituye uno de sus aspectos más llamativos, pero cuya verdadera significación
radica en el hecho de ser vehículo de una conducta verbal., de un uso, por parte de los
hablantes -muy especialmente los jóvenes-, cuya desidia prolonga la vivencia tediosa de una
cotidianeidad perfectamente circular y petrificada en su menudez, privada del aliento de un
futuro que se adivina forjado con la misma materia opaca del pasado. De ahí, la
inquebrantable perseverancia con que la voz narrativa restituye el discurso compartido de
este cumulo variopinto de personajes que en el lenguaje desnudan su horizonte, su
cansancio y sus mutilaciones: cansancio en la insulsa banalidad a que todos ellos acompasan
fatigosamente las conversaciones de este pastoso domingo estival, y en el que, sin embargo,
destaca. llamativamente la polifonía de registros y prosodias que conviven, a lo largo del día,
en la venta, con los que este puñado vulgar de hombres y mujeres adultos edifican la
vivencia múltiple de sus anhelos y derrotas, espesadas con la experiencia domesticadora del
tiempo: aquella que los jóvenes creen estar empezando a conocer, cuando apenas ha dejado
en ellos más huella que la de un habla miserable y chata, uniforme, servil y acomodaticia en
sus recursos convencionales y gastados, que los agrupa solidariamente -hasta el punto de
hacer innecesaria la precisión de quien es, en cada momento, el hablante- en torno a lo que
sin duda merece mayor atención: la mirada embotada que estos jóvenes proletarios urbanos
proyectan sobre su tiempo y sus vidas, encarnada en un habla petrificada y sorda que niega
toda posibilidad de verdadero diálogo y, por lo tanto, de conocimiento. La misma mirada
ciega que proyectan sobre todo lo real y sobre la naturaleza.

Y es aquí donde lo poético, lo mágico y lo maravilloso vienen a jugar su verdadero papel en


esta novela paradigma del "realismo objetivo": un cometido mucho menos visible que en
Alfanhuí, pero igualmente presente, aflorando en el constante recurso a la imagen con que el
narrador va tejiendo artísticamente la dimensión dramática del conflicto en que se anudan
los hilos de lo testimonial-histórico y lo social, y que se adivina latiendo en esa mirada y esa
palabra embotadas de unos personajes inermes frente a un paisaje que adopta, ante los ojos
del lector, dimensiones gigantescas, míticas, inquietantes que parecen querer revelar aquello
que Alfanhuí llamaba "el otro lado de las cosas": el campo ardiente; las lomas sucesivas
"como lomos de animales cansados", la rueda de buitres amenazante; la sombra paulatina; la
"parda, esquiva y felina oscuridad" que lo sume todo "en acecho de alimañas", con "sigilo de
zarpas, de garras y de dientes escondidos", en una "noche olfativa, voraz y sanguinaria" que
toma el relevo de la tortura implacable del sol, que "aplasta la tierra como un pie
gigantesco", que ciega la mirada con su luz ultrametálica, y que hiere el suelo "en saetas de
polvo encendido". La opulencia con que la voz narrativa construye, a través de la metáfora,
un mundo movedizo y amenazante, donde las fronteras parecen borrarse, busca
deliberadamente cediendo su mandato de silencio- revelar a la naturaleza como elemento
activo, para erigir al rio en verdadero sujeto autónomo, dotado de voluntad propia, que
impone su orden inexorable, trastocando completamente las vidas de quienes, ajenos a él,
son arrastrados por fuerzas que no entienden, porque desconocen.

La muerte de Lucita, la más inocente de las criaturas que se bañan confiadas en las aguas de
un río con aliento de bestia acechante y que recorre su piel "como un fluido y enorme y
silencioso animal acariciante", es así dramática manifestación de un conflicto inherente a la
propia existencia, desde cuya perspectiva -abonada por las reacciones y comentarios que su
noticia suscita entre los parroquianos de la venta de Mauricio- se ilumina retrospectivamente
la ironía trágica con que el narrador ha diseminado calculadamente por aquel espacio y aquel
tiempo acotados, los "índices escatológicos" con que, más allá de su silencio, ha dirigido el
sentimiento del lector: El persistente recordatorio del transcurrir aburrido de las horas por
parte de los personajes, como una inapelable cuenta atrás; su resignada acomodación a las
urgencias del presente; su nulo aliento de edificación -siquiera en el sueno- de un futuro.
Pero, por encima de todo, su mirada y su palabra embotadas son ;implacablemente
reseguidas por un narrador que se ha complacido en mostrarlos instalados en su pequeño
reducto de silencio y de ceguera, sin sabiduría y sin memoria: Apenas nada saben ya del
rumor de historia y de muerte que baja por las aguas fangosas del río Jarama, vestigio de una
guerra que no les concierne; apenas nada de la realidad que espera más allá de las fronteras
de su vulgaridad cotidiana de obreros y empleados, a la que nunca se asoman; apenas nada
de quienes les rodean, domingo tras domingo, en la inutilidad de unas horas perdidas en la
marea de su espeso fastidio; apenas nada de una naturaleza que despliega en torno, para
quien sepa verlo, su latido de cosa viva tras la costra uniforme de los grises y los ocres
quemados diariamente por el sol puntual y sin misericordia.

La muerte de Lucita, en lo que tiene de enfrentamiento del hombre con las fuerzas telúricas
de la naturaleza, es el eje por el que discurren los motivos más trascendentes de El Jarama:
el tiempo, la vida, la muerte, así como el aliento de poesía y tragedia que la recorre, desde el
mismo paratexto de Leonardo que, en la idea heraclitiana del eterno fluir de las cosas -"el
agua que tocamos en los ríos es la postrera de las que se fueron y la primera de las que
vendrán; así el día presente"-, gobierna un relato que se cierra para que la descripción de
Casiano de Prado prosiga, imperturbable, su curso momentáneamente interrumpido. Y, sin
embargo, El Jarama es, sin duda, la muestra más acabada del "realismo objetivo" ensayado
en los años 50 por la "generación de los jóvenes" en su voluntad de abrir los ojos a la
realidad para dejar que esta se mostrase, ofreciéndola al lector en demanda de activa
participación creadora, no dejándose tentar por su naturaleza "antinovelesca", descubriendo
la férrea lógica que recorre la aparente inanidad de aplicarse a la recreación de los diálogos
que habitan la monotonía de una día festivo de un puñado de vulgares personajes
contemporáneos, radiografía de la intrahistoria de dos generaciones y de su distinto
naufragar en una misma prosa. Porque en la muerte de Lucita no culmina, en verdad, nada;
ni siquiera este relato que explora hasta su límite las posibilidades de la objetividad narrativa
entendida como desaparición de los rasgos de enunciación en el texto, y que, al hacerlo,
acaba por cuestionarla radicalmente. De su propio discurso emerge la evidencia de una
subjetividad, de una consciencia particular anclada en un espacio y un tiempo particulares a
los que dota de significado gracias a una mirada trascendente que, al filo de 1955, era la
única posible para quien se ha mantenido, hasta hoy, en la inquebrantable convicción de que

«La narración debe ser amoral, como lo es su propio objeto: la evocación de un acontecer;
toda otra intención que no sea esta es advenediza y bastarda en sus entrañas. (...) Pero que
la novela no deba ser moral no implica, en modo alguno, que no pueda tener por tema propio
los conflictos morales de los hombres; antes por el contrario, este es precisamente uno de
sus más grandes temas y casi el único que a mí personalmente, me interesa.»7

1 Recogido en J.M. CASTELLET, Notas sobre literatura española contemporánea,


Barcelona, Laye, 1955; p. 19
2 En Notas sobre literatura española contemporánea, cit., pp. 88-89.
3 Revista Española, 6 (1954), p. 637.
4 En Notas sobre literatura española contemporánea, cit., p. 63
5 En Notas sobre literatura española contemporánea, cit., p. 68
6 R. SANCHEZ FERLOSIO, Las semanas del jardín: Madrid, Alianza, 1981; "Semana
Segunda'', p. 260-261.
7 R. SANCHEZ FERLOSIO, "Prólogo" a C. COLLODI, Las aventuras de Pinocho (trad.
Esther Benítez), Madrid, Alianza, 1972; p. 19.

Fuente.- http://161.116.7.34/conferencies/htm/jarama.htm

4.
Rafael Sánchez Ferlosio
Jordi Gracia
Universidad de Barcelona
Boletín Informativo de la Fundación Juan March.
«Ensayo»: Novelistas españoles del siglo XX (XIII), abril 2003

Hace muchos años que Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) dejó de ser el novelista que
cuentan los manuales de historia literaria, o incluso la memoria civil y ética de muchos
lectores de alguna edad. El Jarama (1956) puede ser la obra maestra que muchos todavía
leemos, pero sin duda fue, desde el momento mismo de su aparición, espejo y metáfora del
estrangulamiento vital de la España del medio siglo; también, el testimonio de la pulcritud, la
solvencia y la disciplina con la que un escritor era capaz de imponer a la novela una norma
de escritura. En el ejercicio mismo de cumplirlas con una suerte de obediencia ciega, mítica,
fabulosa, quizá se halla el secreto de lo admirable de esa obra.

Esa misma obstinación, como forma de poética narrativa, puede servir para hallar la
coherencia literaria del mundo novelesco de Sánchez Ferlosio. Quizá es la que presta también
el hilo para comprender integralmente, como un todo, su obra novelesca y lo que desde hace
muchos años
es la prosa magistral de un pensador atípico, indócil, a menudo irritable y fatalmente
persuasivo casi siempre. La envergadura de su obra de ensayista está detrás de esta
relectura de su novela porque obliga retrospectivamente a encajar la obra novelesca de hace
cuatro décadas en el desarrollo posterior de su obra. Me gustaría creer que puede ser fértil
leer a Ferlosio al margen del impacto histórico de El Jarama o incluso al margen de lo que fue
la estética narrativa del medio siglo. La recreación de técnicas narrativas objetivistas pudo
ser sólo la forma pasajera, circunstancial, que halló un proyecto literario más hondo y más
ambicioso.

Esta perspectiva debe vencer la evidencia histórica de haber sido El Jarama la primera novela
que ganó por unanimidad el muy prestigioso premio Nadal de entonces, de alguien que era,
además, hijo de un cofundador de Falange, Rafael Sánchez Mazas, y autor apenas cuatro
años antes de una novela con protagonista adolescente, La vida nueva de Pedrito de Andía
(1951). Debió escribirse, por cierto, al mismo tiempo que el propio Ferlosio terminaba su
Alfanhuí –fechado en diciembre de 1950– y poco antes de que participase en ese empeño
heroico y frágil que fue la Revista Española de 1953-1954. La fundó el erudito liberal Antonio
Rodríguez-Moñino en su editorial Castalia –que es la primera que edita Los bravos de Jesús
Fernández Santos– y allí se emplazó lo mejor de la inteligencia literaria que apuntaba
entonces, con lecturas de norteamericanos e italianos muy bien digeridas: el propio Ferlosio
fue compañero de aventura de Aldecoa o Fernández Santos, de Alfonso Sastre, Juan Benet o
Carmen Martín Gaite, con quien Ferlosio iba a contraer matrimonio por entonces.

El desdén que Ferlosio ha mostrado desde casi el momento mismo de su aparición por El
Jarama, puede achacarse a la coquetería o al tedio por un libro que durante mucho tiempo
pareció anular al escritor (para dejar sólo al autor de una novela mítica de 1956). Pero
prefiero encontrar una explicación en un lugar menos contaminado de sociología
aproximativa. Ferlosio es el menos profesional de los escritores, según suele gustarle señalar,
pero sólo porque es también el más independiente y anómalo biográficamente, o incluso
laboralmente. Pocos escritores han sido tan obedientes a una restrictiva, excluyente y
arrogante noción de la literatura como afición recreativa y poco menos que pasional. Es en la
contraportada y solapas de sus tres libros de 1986 –entre ellos, la novela El testimonio de
Yarfoz– donde redactó unas líneas autobiográficas que después ha reproducido en otros
libros. Allí reivindica, más que explica, haberlo «emprendido todo por su sola afición, libre
interés o propia y espontánea curiosidad». Su idea de la literatura ni está parcelada ni es
respetuosa con nada ni con nadie fuera de su propio instinto de lector y autor que deambula
por dentro, a quien ni impulsa ni desanima el crédito de la novela como género ni la idea que
su propio tiempo pueda tener de la literatura. Mira y admira lo literario como forma y objeto,
como construcción verbal, lingüística, del mundo, con unas condiciones que nunca han sido
dadas ni nadie ha dictado para siempre o de una vez por todas (porque eso son espejismos
de la pereza o de la soberbia) que se dan de bruces con la razón analítica.

Por el contrario, la literatura y, en particular la narración, es el territorio libérrimo de una


imaginación desbocadamente fértil, insaciable y desconcertante como pudo verse la primera
vez que escribió una novela, Industrias y andanzas de Alfanhuí (1952), y volvimos a saber
treinta años después con su tercera y última novela publicada, El testamento de Yarfoz
(1986). Las tres, con El Jarama, son flagrantes exhibiciones de invención creadora y libertad
literaria, por mucho que en todas ellas sea posible reconocer la sombra de la tradición y
algunos modelos (se llamen literatura caballeresca o se llamen Heródoto). Incluso la segunda
de ellas, El Jarma, pudo llegar a ser el modelo novelesco para un tiempo, y experiencia
decisiva de tantos lectores que hallaron la vulgaridad que vivían en cada línea de un libro
hecho con la pura banalidad como herramienta de iluminación.

Las tres nacen del empeño quimérico –absoluto por abstraído de la historia– de construir
objetos verbales cuyo fin es cumplirse a sí mismos sin ninguna razón superior o anterior de
ser. El Jarama no se escribe para denunciar la mediocridad de su tiempo –aunque la exponga
admirablemente–. Cada una de sus tres novelas aspiran a una perfección intrínseca, y quizá
por eso son novelas con una aptitud inatacable para desafiar el espacio y el tiempo, es decir,
para medirse en coordenadas literarias sin historicidad, quizá porque están excluidas del
tiempo histórico y, pese a las apariencias, las dos primeras novelas podrían vivir tan fuera de
la historia
como lo hace la fábula integral, y rotunda obra maestra, que es El testimonio de Yarfoz. La
perfección de esas obras nace de estar acabadas como los mejores poemas, de acuerdo con
normas o reglas de una poética novelesca segregada por la experiencia visceralmente
autónoma, asocial, por decirlo así, de su autor. Nacen de un manadero esencialista al que no
afectan ni las circunstancias históricas, ni la conveniencia, ni la oportunidad de escribir esto o
aquello: su desdén de hoy por El Jarama es enteramente coherente con ese perfil de escritor,
por mucho que la evidente trascendencia histórica de su obra haya podido hacernos deducir
una intención coyuntural en la escritura de Ferlosio (que, de haberla, y la hay, no dejará de
ser subsidiaria de un horizonte mayor de creación). Es Ferlosio, en este sentido, un escritor
teórico, de estirpe teórica y, por lo tanto, sólo y radicalmente experimental: no mide la obra
en función del tiempo de la historia sino en función del cumplimiento o la materialización de
una teoría o una idea de la novela.

En cierto modo, y pese la meticulosa y fidedigna reconstrucción histórica que es El Jarama, el


significado que ha puesto el autor tiene que ver con el cumplimiento endógeno, interior, de
su propia perfección, tiene que ver con la solución técnica de los problemas de lenguaje y
escritura que le interesaban entonces. Lo cual deja perfectamente libre el terreno de lo que
quiso decir o dijo su obra porque la novela no quiso decir sino ser: sus obras novelescas se
rigen por el mismo patrón de escritura que podría regir la pintura del siglo XX y, por lo tanto,
desde la voluntad de construir un objeto que es pero no dice, que se cumple en su misma
ejecución, aun cuando esa misma existencia lo dote en manos de los lectores de muchos
significados y nunca, en el caso de Ferlosio, de calado superficial.
La fatiga de Ferlosio con El Jarama, por lo tanto, tiene mucho más que ver con el efecto
causado en los lectores, y la multiplicación de interpretaciones simbólicas y de sentidos
implícitos que los demás hemos ido leyendo ahí. No forman propiamente parte de la obra que
escribió Ferlosio sino del uso, inteligente y legítimo, que hemos hecho nosotros para subrayar
la rara perspicacia, o la mágica aptitud para nombrar cosas verdaderas de nuestra vida
colectiva y privada a partir de un proyecto literario que no las había previsto expresamente, o
en cuyas líneas maestras no estaba la finalidad de expresar una protesta o nada parecido
sino justamente la continuidad fatal de la vida y los destellos que incluye (y que sólo cobran
sentido cuando los dispone el novelista bajo la técnica de un naturalismo radical).

Detrás de este novelista, también el de Alfanhuí y el de Yarfoz, hay desde el principio un


escéptico irreductible y una suerte de monje ascético no del arte sino de los artefactos, de
los objetos complejos y enrevesados pero llamados a una forma de plenitud que no es la de
su significado sino la de su ejecución como objetos. El escéptico racional que es Ferlosio se
redime en el cumplimiento pleno de la forma hasta el final porque no hay razón suficiente
para desviar el objetivo o la meta del objeto: si la vergüenza o la iluminación de nosotros
mismos es tantas veces el resultado final de la lectura de sus ensayos de ética y política, la
crueldad y la muerte es lo que late detrás de la fantasía imaginativa y la exasperante belleza
que inventa el narrador en Alfanhuí. Toda esa fábula está tocada de la misericordia por la
presencia de la muerte y el mal, la crueldad y la mezquindad. Ese muchacho que se llama
Alfanhuí porque así lo nombra su maestro pudiera muy bien ser el primer nombre que tuvo
Yarfoz, porque en ambos la vida se ha
ajustado expresamente a hacer bien y conocer mejor lo que hacen, lo que tienen entre
manos, antes que a buscarle razones de legitimación o de consuelo, antes que averiguar lo
que sus actos mismos tienen de mejores o peores según la razón de la conveniencia. Lo que
desde siempre ha marcado la biografía de Ferlosio no es la razón de la conveniencia sino la
razón kantiana del deber, como el propio Ferlosio escribió en un artículo de 1949 dirigido
desde la revista Alférez a sus compañeros de aventura intelectual: frente a la mística retórica
y nebulosa de la posguerra, la ascética castellana de la mortificación y el deber puro, sin
finalidad más allá de la razón misma del deber ser así.

Posiblemente, algo de eso sabía ya Manuel Sacristán cuando escribió a propósito del Alfanhuí
(y lo hizo mucho antes de que Ferlosio emprendiese su monumental obra de ensayista) que
«el camino descubridor del artista no es un camino directo hacia una naturaleza
inconquistable y heterogénea con su hacer, sino un avanzar laborioso, pisando sólo las
concretas y conocidas cualidades que son para él mismo él y sus instrumentos: ese camino
es lo que el artista del ‘Alfanhuí’ llama ‘industrias’». Por eso he sugerido que Alfanhuí puede
ser el primer nombre de Yarfoz: ¿No hay detrás de aquel escrúpulo de exactitud metódica en
las medidas y los planos, y los procedimientos hidráulicos y las previsiones materiales y
empíricas de El testimonio de Yarfoz, esa misma intuición que Sacristán apunta a propósito
del modo de obrar de Alfanhuí y sus industrias? La lección que obtuvo Sacristán de ese
primer libro me parece que está en la raíz de la obra entera de Ferlosio: « Todo lo que el
hombre puede hacer, y el hombre mismo que en lo hecho se conoce, como cima de su obra,
es artificio o, si se prefiere, arte-facto. Por tanto es máximamente natural lo máximamente
construido, lo sublimemente artificioso. La naturaleza del arte es el artificio» (Lecturas.
Panfletos y materiales IV, Icaria, 1985, p. 86).

Pero es verdad que la obstinación de Ferlosio es más compleja porque vuelve y vuelve
siempre a los mismos asuntos de fondo, empezando por el incumplimiento o la parcialidad de
algo, de lo
que está mal hecho, de aquello que es falso porque es deficiente como manufactura (aunque
se trate de una idea). Ésa es la pantalla de fondo que explica la aventura de saber que son
sus tres novelas, la aventura de saber mejor y más perfectamente cada cosa concreta, real y
material: en Alfanhuí el muchacho explora al mundo para saber de la contingencia de todo y
de la muerte como amenaza diaria; en El Jarama la vida vive en niveles distintos –el pasado
arriba, el futuro abajo– y ambos van anudados a la muerte también, la guerra en el primer
caso y el accidente de Lucita en el segundo; y quizá sea la restitución obsesiva de lo
verdadero –las razones que justifican los actos, frente al embuste, la apariencia o la desidia
de saber– lo que más conmueve al lector de El testimonio de Yarfoz. Tres novelas sobre el
comportamiento y las razones del comportamiento, tres novelas de un obstinado meditador
sobre las coartadas morales y quizá, en el fondo, tres novelas nacidas de un escritor que
aprende primero el oficio de narrar y sólo después despliega el oficio de pensar por escrito
las ideas, anudándolas a una prosa de intriga que vale como la trama de una novela, que se
hace guiar por un argumento que no es una sucesión de hechos sino una sucesión de causas
y razones desveladoras de lo que se conoce, de lo que se cree que se conoce y de lo que es.
Déjenme mantener este tono, un punto descabellado, pero me parece que hay un eje
epistemológico detrás de este novelista, que es el mismo que desarrolla y explora en su obra
ensayística. El primer libro de Ferlosio llevaba una bellísima dedicatoria que dice: «escrita
para ti esta historia castellana y llena de mentiras verdaderas». Y si el asunto es la verdad
que se alude con la mentira, el objetivo de El testimonio de Yarfoz es justamente restablecer
la verdad de los hechos sucedidos más allá del interés particular y de acuerdo sólo con el
conocimiento como saber objetivable, fuera de la presión del tiempo o la mezquindad
humana, incluso involuntaria. Por eso los testimonios, se lee en la novela, tienen el efecto de
«producir como verdad ante los demás una versión de los hechos ignorada o, más a menudo,
no creída en su día» (p. 14).

El lector menos familiarizado con la prosa ensayística de Ferlosio ha de reconocer en esa


finalidad la naturaleza misma de su prosa de ideas, es decir, el combate militante contra
verdades comúnmente aceptadas, o versiones de los hechos de raíz mediática u oficial (son
la misma cosa), en favor de otras versiones que desenmascaran los defectos de fabricación
de las ideas y juicios concebidos para proteger y legitimar los actos mismos. La lectura que
Ferlosio ha hecho de los fastos de la Expo de Sevilla, en Las cajas vacías, de la guerra del
Golfo, de la ocupación española de las Indias o de la política armamentista de los Estados
Unidos está concebida por la misma vocación de conocimiento antes que de denuncia. Lo
sublevante no es la barbarie como ley fundacional de la historia (porque es la única que
tiene) sino la pretensión de disimularla, disfrazarla o anegarla con razones inventadas a
propósito o móviles que involucran intereses distintos de los más determinantes. O por
decirlo así, también en su obra ensayística es prioritario antes ese antiguo prurito suyo de
entender, de conocer, que el fin subsidiario, y en el fondo subalterno, de denunciar. El
conocimiento carece de finalidad y termina en sí mismo, en forma de novela o en forma de
ensayo, porque son las ideas, los conceptos y los embaucamientos lo que se erige en
auténtica motivación de la escritura. El lector ha de reconocer en este principio una raíz
axiomática del modo de pensar de Ferlosio, cuando, por ejemplo, escribe en su último libro
de ensayos sobre la desconsolada certeza de la hegemonía de la razón instrumental frente a
la razón racional, la primera para obtener un resultado práctico y la segunda destinada a
conocer sin más las causas, los efectos y la posible naturaleza esencial de un asunto dado.
«El dogma es una idea puesta a callar, su última palabra, sin duda para evitar que siga
hablando, por la flaqueza mental de querer alcanzar la certidumbre incluso a costa del
conocimiento» (La hija de la guerra y la madre de la patria, Destino, p. 145). La lamentable
flaqueza de convertir a la verdad en estatua de piedra (y no de sal, como es) es otra imagen
de su último libro, aunque la idea anduvo en este escritor desde tan antiguo como 1949 y su
protesta abrupta contra el estilo, la postura, «el gesto retórico, aparencial», en lugar de una
«ascética si no fuerte, a lo menos ordenada, metódica e intransigente»: la que hay detrás de
la prosa de Ferlosio de acuerdo con cada poética novelesca que ha ensayado.

«La muerte trabaja agrietando las almas y los nombres», se lee en la página 162 del
Alfanhuí, que va, como Ferlosio mismo, de melancolía en melancolía y la combate con sus
dones. Asiste a la muerte de su maestro, a quien entierra, y regresa al final al lugar de origen
llamado por la memoria de la muerte del maestro, que es quien le dio el nombre de Alfanhuí
porque el muchacho tiene los ojos amarillos, como los alcaravanes y Alfanhuí es el nombre
con que se gritan los alcaravanes. La cautivadora belleza de la prosa de Alfanhuí ya no volvió
a probarla, fuera de algún fragmento aislado de sus libros de ensayo. La estrenó para ese
excepcional libro, terminado en 1950, y luego despojó a la prosa de casi todo en El Jarama,
como luego la llenó de meditaciones, preguntas con respuesta, razones justas y
perplejidades en El testimonio de Yarfoz para deshacer el mal nombre y los equívocos que la
historia engendra en torno a los hechos del pasado. No ha de asombrar la reivindicación
reciente de Ferlosio a propósito de que la historia debe describir antes que contar. Es lo que
hizo con la técnica narrativa empleada para armar El Jarama con descripciones y el simulacro
de lo fotográfica y fonográficamente reproducido. Casi todos los grandes autores acaban
haciéndose auténticos dueños de lo que
al principio fueron las larvas de su propio sentido más hondo, sea en la novela o sea en el
ensayo.

Con El Jarama se construye la ilusión de la cotidianidad y, por tanto, también su falta de


sentido, su discurrir tenue, apagado: se describen los momentos turbios, las nimiedades de
las conversaciones, se pasa por encima de momentos tensos, o se sobreponen todos a los
dramas porque el narrador los hace suceder con la mezcla de excepcionalidad y rutina de la
vida ordinaria, sin cortes que enfaticen la voz patética ni nada que tampoco condene lo que
es su materia, porque se trata de describir eso, la vida vana. Naturalmente es el hecho
mismo de escribirlo lo que dota de sentido a la vida como río que no se detiene (y aludo al
exergo de Leonardo da Vinci que encabeza el libro): lo adquiere cuando se fija; por eso la
novela es novela y no historia ni vida, porque la novela ha magnificado un domingo
cualquiera... que sólo existe en el libro. La creación escrita de un domingo –no el hecho
mismo de vivirlo por los protagonistas– lo dota de sentido como espacio de reflexión, le
otorga el sentido del que la vida como curso y simultaneidad por sí misma carece.

Contra esta estrategia novelesca, El testimonio de Yarfoz opera exactamente al revés: en


lugar de buscar la fiabilidad en el simulacro de la cotidianeidad vulgar, reproduce la versión
oculta, callada, postergada, sobre la vida de un personaje que es íntegramente de ficción, y
lo hace para corregir el sentido que un presunto tiempo pasado (que ignoramos) y sus
historiadores (de quienes nada absolutamente sabemos porque son ficticios) han inventado
sobre él, faltándoles la información crucial y de primera mano que puede aportar el
testimonio de Yarfoz: las razones verdaderas pero mal comprendidas o mal transmitidas o
deliberadamente malinterpretadas de su vida. Pero son una vida y un mundo enteramente
ficticios para que sea sólo el conocimiento el que mande en ese libro, y no la pulsión
documental o registradora del historiador. Ferlosio ha puesto en marcha un engranaje
fabulado para explorar los actos y las razones de los hombres y hacerlo sin deudas con
ninguna historia escrita anterior (porque toda ella es invención suya).

Si Yarfoz es el nombre de madurez de Alfanhuí, también es con respecto a El Jarama la otra


cara de un mismo ejercicio epistemológico, o casi, porque incumbe al lector conocer mejor la
realidad histórica (puramente ficticia) de acuerdo con ese testimonio inventado para hablar
de lo que importa a Ferlosio: los universales humanos desde el simulacro novelesco de la
experiencia real. El comportamiento humano se examina en ese ámbito absoluto de la ficción
para hacerse precisamente conocimiento objetivado y no sujeto a los espejismos de la
actualidad, de la historia perturbadora (y perturbada) o de las conveniencias
enmascaradoras de los hombres cuando ponen en juego algo distinto del instinto puro de
conocer y razonar: el único lugar para hacer ese ejercicio libre de ataduras es la ficción, la
fábula, una historia que inventa un espacio
geográfico y un tiempo donde actúen los hombres que son, sin embargo, como somos
nosotros.

No sé si habrá o no algún otro título narrativo de Ferlosio en los próximos años, pero desde
luego cada uno de los tres que ha dado hasta hoy ha sido escrito, por decirlo así, como
creación novelesca crecida de un tronco mayor, o como demostración de facto,
materializada, de la naturaleza del conocimiento como operación gratuita e irrenunciable, sin
finalidad, y cuyo más alto formato es la asbtracción objetiva frente a la permisiva e
indulgente conveniencia del saber utilitario (que, sin embargo, es la única base
humanamente posible para acceder a una forma fiable de conocimiento). De esa bárbara
contrariedad nacen las tres formas novelescas, es decir, los tres narradores genuinamente
distintos, sin el menor parecido y, sin embargo, obra del mismo autor por gracia de esa
antigua pasión, segura y obstinada, que es conocer sin odiar.

Fuentes.- http://www.march.es/publicaciones/pasadas/ensayos/ y
www.march.es/publicaciones/pasadas/ensayos/pdf/rs ferlosio.pdf

5.
El Jarama de Ferlosio
Gonzalo Sobejano
Boletín Informativo de la Fundación Juan March, nº 138, junio 1984, pp 32-37
[ Extracto de «CUATRO NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORANEAS», sendas conferencias
donde Gonzalo Sobejano analiza obras de Cela, Ferlosio, Martín-Santos y Benet]

Sin duda, en El Jarama, como en la vida, todo es simbólico, todo posee una entidad
particular a la que se puede atribuir siempre un valor general. El Jarama es el pasar del
tiempo; el día en sus orillas es la vida que fluye como el río; los muchachos que se bañan
representan la juventud desprevenida, y los mayores que beben y conversan, la edad
experimentada y reflexiva; el accidente simboliza la muerte imprevisible; la ahogada es la
oveja sacrificial, etcétera. La novela misma adoptaría una estructura fluvial; el lenguaje
mismo es como un río; el tren que pasa por el puente y el puente que pasa sobre el río
forman otros signos simbólicos del correr del tiempo; la luna es la muerte; Lucio, la
conciencia clarividente, y el hombre de los zapatos blancos la conciencia sentimental e
impresionable...
Pero de los dos aspectos del símbolo, el general y el particular, es este último el que no
debería nunca perderse de vista si se quiere preservar a la novela su más singular y arduo
empeño: aprehender el presente en su entidad incomparable. Para realzar la historia única
por encima del mito, Ferlosio apela a un procedimiento, definible como objetivista, que
consiste básicamente en el adecuado empleo de una concreción descriptiva, una
temporeidad alusiva y un dramatismo personal, situacional y dialogal constante. Mundo
concreto, tiempo preciso, existencia intensa.
La visión de las cosas o los objetos en El jarama es aún más singularizadora que la de los
lugares. La aparición de los objetos tiene poco de común, general o serial: tiende más bien a
componer un mundo usado, un día habitado, una existencia impregnada de humanidad
concreta, actuante y viva. Y en contraste con la precisa concreción de lugares y cosas, las
personas están menos dibujadas y se perfilan hablando; y, además, el narrador visualiza a
menudo, con memorable exactitud, gestos, posturas y movimientos.
Es el tiempo la categoría puesta de máximo relieve en El Jarama. El principio organizador
de la novela es el día, cuyas partes se marcan sutilmente y cuyas horas van desgranándose
hasta el oscurecer. El presente, puesto de relieve desde el umbral de la novela, la domina de
un extremo a otro. Como temporalidad -el ahora en su pasar- ofrece dos aspectos principales:
el cómputo de las horas y el sentimiento expreso de la fugacidad del día.
Es, a mi parecer, el día habitado, lo que el autor se sintió movido a crear para sí y para sus
lectores.
Sería un ejercicio aleccionante, aunque aburrido, contar las muchas veces que los críticos
han dicho que en El Jarama no ocurre nada. Pero lo cierto es que es una novela rebosante de
intensidad. Un primer nivel de intensidad es el constituido por la tensión entre lo que se
desea o espera que pase y lo que parece que no pasa; intensidad que, al hacerse notar,
establece un ritmo de expectativa. Pero hay otra intensidad activa o positiva, dramática, que
puede apreciarse como gradación del conjunto y como pluralidad de casos dramáticos
yuxtapuestos, enlazados o sueltos. Es decir: una intensidad general y otra formada por
agregación de tensiones particulares.
Visto el conjunto de la novela como una sola unidad dramática, podría decirse que en ella
el paso del tiempo cifra el conflicto entre la vida y la muerte como un «caer de repente de lo
blanco a lo negro», en palabras del pastor glosando la desgracia. Pero la intensidad de El
Jarama consiste, además, en una pluralidad de tensiones particulares: de personas, parejas,
familias, grupos. Son dramas de conciencia, de situación, y a veces casi puramente verbales.
El hoy salvado de El Jarama es un ayer verdadero que su autor vivió (o pudo vivir, lo mismo
da): un ayer que otros vivimos (o pudimos vivir) hace ahora treinta años.

6.
La fragmentariedad, denominador común en la narrativa de Rafael Sánchez
Ferlosio
Inés d'Ors
Université de Neuchátel
Actas del XII Congreso de Asociación Internacional de Hispanistas,
21-26 de agosto 1995, Vol. 5, 1998 (Época contemporánea / coord. por Derek
Flitter), ps 84-90.

La producción novelística de Rafael Sánchez Ferlosio resulta, a una


primera mirada, desconcertante. En 1951, cuando el neorrealismo
importado de Italia parecía comenzar a echar raíces en España - es el
mismo año en que aparece La colmena, de Cela - Ferlosio corre por otros
caminos, y publica Industrias y andanzas de Alfanhuí, un relato breve
lleno de fantasía, en el que la imaginación sobrepasa los límites de lo
posible. Pocos años después, en 1956, aparece El Jarama, novela que ha
sido considerada modélica de una escritura objetivista. Tras un silencio
narrativo de treinta años sale a la luz un nuevo texto, a su vez
radicalmente diverso de los dos anteriores: El testimonio de Yarfoz, novela
para unos y 'testimonio de la historia' en palabras del autor. En estos
textos, tan diversos desde el punto de vista temático, estilístico, de la
estructura narrativa o del universo simbólico, cabe encontrar sin embargo
un denominador común, una serie de elementos subyacentes, unas
constantes presentes en todos ellos.(1) A mi juicio, una de las notas que
configuran - a diferentes niveles - toda su obra y cada uno de sus textos,
es la fragmentariedad, rasgo que remite a una determinada concepción
del arte y, en definitiva, a una peculiar visión antropológica y metafísica.(2)

Tanto Industrias y andanzas de Alfanhuí como El Jarama y El testimonio


de Yarfoz son, cada una a su modo, narraciones de un viaje. Viaje que en
un sentido físico o espiritual, individual o colectivo, supone una geografía
real o simbólica, existente o imaginaria, encuadrado todo en un marco
temporal, en un tiempo objetivo o relativo, histórico o de ficción. Desde
esta perspectiva, Industrias y andanzas de Alfanhuí puede ser calificado
de Bildungsroman(3): explícita un proceso de formación a través de una
serie de episodios en los que, por mediación de diversos 'amos' o amistades,
entre ellos un maestro disecador, un herborista y una marioneta, el niño
Alfanhuí va cubriendo etapas sucesivas de su aprendizaje. Alfanhuí se
familiariza progresivamente con su entorno, aprende a entenderlo y
amarlo, a relacionarse con él y a manipularlo; desarrolla también
mecanismos de defensa ante lo que, de algún modo, le amenaza, repugna
o desagrada. En sus andanzas recorre diferentes paisajes, cada uno de los
cuales supone una experiencia distinta. La primera etapa - los primeros
pasos en su aprendizaje - se desarrolla en un ámbito rural, que se presenta
asociado a un mundo de descubrimientos, de experiencias creativas, de
imaginación, de color, de historias contadas al calor del fuego. Alfanhuí
obtiene colores de unos lagartos a los que había matado el gallo de la
veleta (IAA 12-13); por medio de sábanas extrae el polvo rojo del
horizonte (IAA 16-18); caza una culebra de plata con tres anillos de oro,
'pues sabía que la plata y el oro eran dos cosas casadas'(IAA 32); injerta,
con ayuda de su maestro, principios de vida animal en un castaño (IAA
60ss); etc. Las aventuras de Alfanhuí se desarrollan en lugares que se
identifican con determinados ámbitos de la geografía española: Alcalá
de Henares y Guadalajara. Esa etapa termina con la muerte del maestro,
que había jugado un papel relevante en el viaje iniciático del joven; en
ese momento, y por primera vez, vemos llorar a Alfanhuí, que
seguidamente emprende el camino de retorno a la casa de su madre. En
la siguiente etapa, Alfanhuí entra en contacto con el mundo de la ciudad
- y una ciudad concreta, Madrid - un mundo extrañante e inhóspito
que terminará por dejarle ciego, incapacitado para reconocer los colores,
elemento esencial de su iniciación primera. La tercera parte del recorrido,
en realidad un camino de vuelta - y de nuevo a través de una geografía
determinada: Moraleja, Medina del Campo, Palencia - supone otro tipo
de aprendizaje más ligado a experiencias que corresponderían al mundo
adulto; cambia su relación con la naturaleza, que ahora puede resultarle
enemiga (IAA 133), y debe preocuparse de la propia subsistencia (IAA
180): busca un trabajo para poder sobrevivir (IAA 158), siente la necesidad
de botas para el frío (IAA 167), y se inicia en el manejo del dinero (IAA
176).

El joven protagonista ha recorrido una geografía 'real', que, a semejanza


de las aventuras del personaje, se articula en diferentes momentos que
corresponden a lugares y experiencias también diversos. Por la estrecha
correspondencia con el paisaje interior del protagonista - la oposición
campo/ ciudad se equipara, como ya se ha observado repetidas veces, a
la experiencia del bien o del mal - esta geografía resulta elevada al rango
de símbolo.(4)

Si en Alfanhuí era el personaje, un niño, el que atravesaba una geografía


determinada, en El Jarama se diría que se da la situación contraria: ahora
parece ser ésta la que se inmiscuye en la vida de aquéllos, y en algún caso
para mudarla radicalmente. Es el río Jarama el que viaja, atravesando un
paisaje humano. El Jarama parece constituirse a modo de mosaico, a
partir de una serie de momentos relacionados entre sí por su contigüidad
o sucesión en un espacio y un tiempo. Junto al río que presta su nombre
al relato - de nuevo se trata de una geografía 'real' - y en el margen de
un día, se van perfilando dos mundos diversos, que reflejan dos modos
distintos - aunque en en el fondo semejantes - de vivir el tiempo.(5) Por
una parte, un grupo de personas, jóvenes en su mayoría, que acuden un
domingo al río en un intento de olvidar y acallar el hastío de la
monotonía que para ellos encierra el resto de la semana; por otra, los
habitantes permanentes de la zona, para quienes la llegada de los
'domingueros' supone también cierta ruptura de la rutina diaria. El río
Jarama no sólo presta el marco a una historia - que son en realidad
muchas historias - sino que parece ejercer una función medular,
constituyéndose no ya en protagonista sino en verdadero y propio
narrador de la historia que se relata. Al finalizar el día, los jóvenes
emprenden el camino de vuelta; todo parece volver a su cauce, aunque
ya nada va a ser igual. A diferencia de las historias personales que, como
veremos, no se completan - excepto en un caso singular y profundamente
significativo - no sucede igual con el río. El cuerpo del relato va enmarcado
por dos fragmentos de otro texto - un texto geográfico - que parecen
completar su historia. El primero describe la trayectoria del río antes de
llegar al punto en el que interfiere en las vidas de los protagonistas, en
ese kilómetro 16 de la carretera de Aragón (EJ 7); el fragmento final
completa el recorrido, presentando su desembocadura en el Océano
Atlántico (EJ 364-65).(6)

El Testimonio de Yarfoz relata igualmente un viaje, un camino de ida y


vuelta, con protagonistas diferentes. La primera parte se centra en el
príncipe Nébride, quien, como signo de repudio de la violencia y el afán
de poder, renuncia al trono y emprende el camino hacia otras tierras; los
capítulos finales relatan las peripecias de Sorfos, el heredero, el hijo
primogénito que pone en juego todo para reconquistar el trono que su
padre había rehusado. Es un viaje cuya significación, comparada con los
textos anteriores del escritor, ha ganado en complejidad y alcance. El
Testimonio de Yarfoz, a través de la problemática en torno al poder, plantea
una interpretación del mundo y de la historia - en definitiva, dos actitudes
frente a la temporalidad de la vida humana - y al mismo tiempo se
presenta como muestra de dos modos radicalmente distintos de entender
la narración.(7)

Nébride y Sorfos, en las diversas etapas de su peregrinaje, van recorriendo


lugares que, además de tener una denominación muy precisa, se describen
con todo detalle pero que no remiten a una geografía identificable con
un ámbito real. De nuevo encontramos un paisaje cuyos accidentes
guardan estrecha relación con las vidas de los personajes y que se
constituye en columna vertebral de sus respectivas trayectorias. El príncipe,
siguiendo el recorrido del río Bardal, se desplaza desde las tierras altas
del Norte a las bajas del Sur - su viaje vendrá a ser como un descenso a
los infiernos, la desaparición en un mundo de muertos; Sorfos recorrerá
el camino inverso, remontando el Barcial, sin intimidarse ante la
dificultad del trayecto, con la mira puesta en el trono del pueblo Grágido.
Esa geografía que ambos recorren aparece dividida, quebrada, por un
accidente de gran relieve, no sólo por su configuración física, sino, y
especialmente, por el valor simbólico que parece comportar: se trata de
la falla del Meseged, un hito tanto para el narrador como para los
personajes, para quienes equivaldrá a un punto de no-retorno. El río
Barcial, que hubiera podido servir de vínculo entre los pueblos que habitan
a su vera, se ve neutralizado por el corte abrupto de la falla, que separa
Norte y Sur.

El carácter fragmentario se muestra, como acabo de exponer, tanto en


la condición de los relatos en cuanto sucesivas etapas de un viaje como
en la parcelación de la geografía, segmentación que halla a su vez eco en
lo que se podría denominar la 'arquitectura' de la narración: Industrias
y andanzas de Alfanbuí se configura como una serie de momentos de un
proceso iniciático: son flashes, secuencias, momentos - las industrias y
andanzas del título; son capítulos independientes aunque no inconexos,
cada uno de los cuales tiene un papel en el conjunto y goza, al mismo
tiempo, de significación propia.(8) Por su parte, en El Jarama el papel del
río parece ser el de distinguir y delimitar dos mundos diferentes, que el
relato va presentando en secuencias alternativas. En realidad se trata de
muchos mundos, tantos como las personas que habitan esa geografía,
tantos como los instantes que de sus vidas se muestran. Son retazos,
escenas, fracciones de unas vidas y unos diálogos insignificantes en
apariencia; una vez más una historia abierta en su inicio y en su final, un
fragmento de unas vidas que, como veremos en seguida, no parecen tener
antes ni después. El testimonio de Yarfoz se construye también de un
modo fragmentario, a partir de diversos relatos de narradores diferentes,
engarzados unos en otros. Cada narrador aporta una pieza a esa historia
en la que los diversos planos de la acción se superponen y entrecortan y
cuyos protagonistas aparecen y desaparecen sin dejar rastro.

Cada una de estas obras constituye un fragmento de unas vidas y unos


hechos, de una historia y un relato. Todo ello remite a una determinada
concepción del hombre y de la obra literaria. Frente a una literatura de
cuño romántico, que atiende a lo histórico, o surrealista-psicoanalítico,
que busca las razones profundas, y a sus ojos 'verdaderas', de aquello
que se manifiesta a los sentidos, Sánchez Ferlosio propone una concepción
fenomenológica de la narración, del arte en general; es lo que expresa
con la noción de figura, término que se aproximaría a la noción
heideggeriana de fenómeno: das Offene, lo que se manifiesta, lo no oculto.(9)

Ferlosio concibe la experiencia - y la narración se constituye, a sus ojos,


como un 're-vivir' de esa experiencia - como un proceso, un entrar en
relación única e inmediata de sujeto y objeto.(10) Y si éste se constituía
como apariencia, como figura, aquél vendría a ser la conciencia ante la
que, a modo de flujo continuo, se presentan los objetos. La verdad no
correspondería, en dichas coordenadas, a algo oculto que progresivamente
se iría desvelando, sino a lo que ya en un primer momento se mostraba.
Siguiendo estas pautas, los relatos ferlosianos se configuran a modo de
cadena de experiencias o actos de conocimiento sucesivos, independientes
unos de otros, por lo cual nunca llegarían a constituirse en lo que se
suele denominar 'experiencia' en el sentido de un saber acumulado y
ordenado."(11)

A esta idea fragmentada de la experiencia correspondería una similar


fragmentación del sujeto de dicha experiencia. En este sentido he hablado
antes de personajes sin un antes y un después. En efecto, los personajes
ferlosianos se perfilan siempre en cuanto sujetos de conocimiento en un
presente, en un hoy y un ahora. Al inicio del relato, Alfanhuí es
simplemente un niño, el niño. Más tarde, el maestro le impondrá tal
nombre por su semejanza con los alcaravanes; se trata de un nombre
onomatopéyico; es decir, un nombre motivado: en este caso por su
relación con un elemento de la naturaleza.(12) Significaría, dentro del
esquema ferlosiano, que no lo define como identidad, que no coarta su
libertad."(13) Alfanhuí lleva a cabo una serie de experiencias, aprende a
través de sus andanzas una serie de industrias; todo parece apuntar a un
proceso de maduración, que no llega, sin embargo, a concluirse. Su viaje,
como cualquier otro, se supondría orientado a un destino: en el caso de
un Bildungsroman, equivaldría de algún modo a un acceso a la condición
de adulto, a un mayor o menor grado de madurez. Pero el de Alfanhuí
no ha conducido a ninguna parte: el relato se interrumpe de improviso,
en lo que sólo parece sugerencia de una nueva etapa. Alfanhuí se ha
vuelto callado y solitario. Con su infancia desaparece también el nombre
con el que hasta ahora era designado. Industrias y andanzas de Alfanhuí
viene a ser un fragmento a su vez fragmentado: el relato incompleto de
una parte de una historia.

Los personajes de El Jarama parecen polarizarse con referencia a dos


de ellos: Lucio y Lucita. Ya la mera coincidencia de los nombres hace
pensar que no se han elegido al azar. El primero, que pertenece al mundo
de los adultos, de los habitantes de la zona, se perfila como una de esas
personas que está ya 'de vuelta' en la vida: desengañado, pesimista,
escéptico; Lucita, la joven que perecerá ahogada en el río, aparece en
cambio como la más ingenua, la más anodina del grupo de los jóvenes. A
la luz de esta muerte, se carga de valor toda una serie de acontecimientos
que hasta ahora parecía desprovista de significado: los gestos calificados
antes como intrascendentes, los comentarios que parecían insulsos,
cobran, a partir de este hecho, un relieve insospechado. Para unos y otros,
las horas del domingo suponían un cambio, una fractura en la rutina y
la vaciedad del resto de la semana. La muerte, también la de quienes
parecían pasar inadvertidos, ratifica la importancia de cada vida, de cada
uno de esos momentos que la constituyen, y desmiente esa percepción
del tiempo como algo circular, estático a fuerza de reiterativo. El Jarama
ha puesto ante nuestros ojos un fragmento, unas secuencias, de las vidas
de unos personajes, que aparecen y desaparecen luego, sin que lleguemos
a saber lo que para ellos ha supuesto la muerte de Lucita. Lo que sí
conocemos - y creo que éste es el objetivo primordial del escritor - es lo
que ha cambiado en las nuestras. Porque esa muerte es la prueba más
contundente de que quienes, domingo tras domingo, acudan al río, no
serán ya los mismos.

El testimonio de Yarfoz nos lleva a contemplar cómo el destino dirige y


gobierna las vidas de los dos protagonistas centrales, que parecen definirse
por su diferente actitud frente al poder: rechazo, en el caso de Nébride;
atracción, en el de Sorfos. Impulsados por los acontecimientos, y también
por una fuerza misteriosa, interior y al mismo tiempo superior a ellos, se
ven obligados a cambiar el rumbo de sus vidas, a dirigir sus pasos en otra
dirección. A Sorfos toda una serie de circunstancias le llevará a elegir el
poder como única opción posible. Nébride se verá impelido a abandonar
su proyecto hidráulico, a condenar la violencia y partir en exilio, para
desaparecer en un mundo de muertos tras haberse adjudicado un nuevo
nombre, marcando de este modo una ruptura radical e irreversible en su
trayectoria. Sus vidas no se presentan como algo lineal, sino como una
serie de momentos sucesivos en el tiempo, cuyo sujeto se constituye para
aniquilarse y reconstruirse una y otra vez.

He anotado en primer lugar que los relatos de Sánchez Ferlosio vienen


a configurarse como relatos de camino, que se construyen a modo de
mosaico. Después he aludido a la fragmentación de los personajes, que
aparecen y desaparecen, tras haber llevado a cabo una serie de acciones.
Quiero concluir estableciendo la coincidencia de unos y otros en la
condición de figura: aquéllos en cuanto sucesión de momentos y episodios;
éstos como sujetos discontinuos de acción. Por eso Sánchez Ferlosio nunca
relata, como acabo de exponer, la trayectoria vital completa de sus
personajes. Ello obedece a la idea ferlosiana de la persona y la vida
humana, a su concepción del ser disgregado: cada texto, cada fragmento
de ese texto, resultará una más de esas secuencias que configurarían el
devenir humano, que hallaría en sí misma significación y sentido. En
varias de las ponencias presentadas durante este congreso en el ámbito
de la narrativa contemporánea se hacía alusión a un nuevo despertar de
la novela histórica, a un renacido interés por la historia, y de modo
especial por la intrahistoria. Como también se hacía notar en las
respectivas exposiciones, ello podría deberse, por una parte, a una
voluntad revisionista, originada en el desengaño (por ejemplo, de aquéllos
que habían participado de los ideales de 1968), o bien movida por el
deseo de reescribir la historia: esa historia que se reducía a la memorización
de una serie de datos. Podría obedecer también - no son excluyentes
estas razones - a una necesidad de escape, de huir de la propia realidad y
de las personales incertidumbres; o constituir incluso una vía de
conocimiento, un medio para tratar de resolver dichos interrogantes.
Pienso por mi parte que lo que late en el fondo es una crisis profunda,
derivada de la negación del sentido. No se trataría tanto de intentar otra
visión de la historia, de poner en práctica simplemente otro modo de
leerla y escribirla, sino de algo, a mi juicio, de mayor alcance: la historia
ha dejado de ser un movimiento con una finalidad, con una meta precisa,
ya se trate de sueño imperialista, del largo camino hacia el Progreso, o,
como postula Hegel, del espíritu universal en su autodespliegue. Los
tiempos de paz son en la historia páginas vacías, afirmaba Hegel. Pienso
que Sánchez Ferlosio - y con él otros narradores contemporáneos -
pretenden mostrar que no es - o no lo ven - así.

NOTAS
1 Al examinar estas tres obras, citaré siempre dentro del texto según las
siguientes ediciones: Industrias y andanzas de Alfanhuí (Barcelona:
Destino, 1988); El Jarama (Barcelona: Destino, 1970); y El testimonio de
Yarfoz (Madrid: Alianza Editorial, 1986). Indicaré el número de página
entre paréntesis acompañado de las respectivas siglas: IAA, EJ o TY.
2 Me he ocupado más extensamente de la obra de Sánchez Ferlosio en un
trabajo recién aparecido: El Testimonio de Yarfoz, de Rafael Sánchez
Ferlosio o los fragmentos del todo (Kassel: Reichenberger, 1995).
3 Así lo han hecho notar también otros críticos: véase por ejemplo Santos
Sanz Villanueva, 'Ferlosio, Alfanhuí o el gusto por contar historias',
Cuadernos Hispanoamericanos, 492 (1991), 39-54.
4 Véanse José Ortega, “Recursos artísticos de Sánchez Ferlosio en Alfanhuí”,
Cuadernos Hispanoamericanos, 216 (1967), 626-31; Darío Villanueva,
El Jarama de Sánchez Ferlosio. Su estructura y significado (Kassel:
Reichenberger, 1994), pp. 44-56; y el artículo citado de Sanz Villanueva.
5 Dejo para otro momento el análisis de la dimensión temporal,
estrechamente ligada a las determinaciones espaciales.
6 Véase el capítulo VI, apartado 3.1 de mi libro ya citado.
7 Remito a los capítulos III y VI de mi libro citado.
8 Con este carácter fragmentario concuerda la génesis de Alfanhuí, que,
como el escritor ha declarado, se inicia con un cuento, con el brevísimo
relato de la historia del gallo. Considero muy plausible que este texto
haya surgido, por sucesivas generaciones espontáneas, a partir de ese
primer material. Discrepo, por tanto, de la opinión de Sanz Villanueva,
quien, en un artículo lleno de interés, parece mostrarse de acuerdo con
R. Senabre, según el cual Alfanhuí habría nacido como réplica de Ferlosio
a una novela de su padre, R. Sánchez Mazas, en 'una reacción contra la
literatura paterna': 'Ferlosio, Alfanhuí o el gusto', p. 53.
9Véase M Heidegger, Vom Wesen der Wahrheit (Frankfurt: Gesamtausgabe,
1977), p. 14 ; remito también a mi libro citado, capítulo y apartado 3.2.
La fenomenología de la narración es un tema de envergadura que exige
mayor extensión y que dejo, por tanto, para otro momento.
10 Remito al capítulo IV de mi libro citado.
11 Véase la entrevista realizada por A. Armada, El País, 1.VI. 1992, p. 3.
12 Cfr. Alfanhuí, p. 19.
13 Véase Rafael Sánchez Ferlosio, 'Personas y animales en una fiesta de
bautizo', recogido en Ensayos (Barcelona: Destino, 1992), II, 11 y ss.

Fuente.- http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/12/aih_12_5_014.pdf

7.
Angustia y tedio en « El Jarama » de Rafael Sánchez Ferlosio
Tulia Gómez Ávila
Ohio University
Athens, Ohio, USA
Revista Thesaurus, tomo XLIII. Nº 1. (1988), pp 95-104

La postguerra española es el complejo resultado, no sólo de la guerra civil, sino también de


las luchas religiosas y de la repercusión de las guerras mundiales.

Los escritores de los años cincuenta viven la llamada recuperación del país bajo un lema que
fijan en su órgano de difusión, la Revista Española, en estos términos: "Afrontar las
realidades que nos asedian y darles expresión artística" (ctd. en « El Jarama > de R. S. F. . . .
27).

Es de notar cómo estos escritores se enfrentan a la realidad de sus circunstancias y le dan


expresión artística en la novela. Todos ellos tratan de destruir la situación conflictiva del
ambiente, en su búsqueda por la reconstrucción del país, para cocrear una justicia social
igualitaria.

A este tipo de novela, en el caso de Rafael Sánchez Ferlosio, puede llamársele novela socio-
existencial, puesto que por una parte trata del conflicto social dentro de la colectividad de los
dos grupos que él presenta. Ellos muestran el tedio a que están sometidos y cómo hay una
falta total de comunicación, tanto entre las dos capas sociales que representan como entre sí
mismos. Por otra parte, trata de la problemática existencial dentro de la misma colectividad
de los grupos. El tedio acaba con la individualidad y la responsabilidad. La existencia está
vacía y pone a prueba la humanidad del hombre. Nadie vive la existencia sino que la soporta.
Sánchez Ferlosio muestra la existencia del hombre de la postguerra española sin una
trascendencia posible, dentro de las vidas de los grupos que ha escogido. Él deja para el
lector la co-creación metaexistencial, que puede abrir su obra de arte, en la esperanza que
tiene de que el pueblo español se recupere y surja de su letargo en un futuro progresista.

Su novela reúne las características de la novela social: ambiente a la intemperie, personaje


múltiple, conciencia significativa del lenguaje, denuncia social, etc., y, además, ciertas
características que permiten observar la existencia conflictiva de los grupos que se
denuncian: la trascendencia del lenguaje significativo y del comportamiento en masa o en
multitud, lo mismo que la trascendencia de los elementos naturales del ambiente a la
intemperie. Así que la co-creación del lector es la que permite observar lo socio-existencial
en esta obra de
los años cincuenta.

El Jarama, publicada en 1956, es una novela que presenta dos dimensiones humanas muy
comunes: la angustia del existir y el tedio del vivir. Ellas se desarrollan en un grupo de
jóvenes madrileños a orillas del río Jarama; y en un grupo de adultos que vive allí mismo. De
estos grupos, José Francisco Cirre afirma que: "Las diversas conciencias terminan
unificándose en un sentir de masa que reacciona colectivamente a los estímulos, y del que
cada uno participa apenas sin matiz diferencial..." (169). Gonzalo Sobejano habla de "Viejos
fatigados y estáticos", y advierte que "Los jóvenes no vienen para vivir más plenamente, sino
para olvidar que no viven" (238). Otros críticos observan un aspecto fatalista que reduce las
vidas de El Jarama a lo inevitable, anulando la estructura abierta de la novela y dejando de
lado el propósito de los escritores de los años cincuenta.

José Shraibman y William T. Little aseguran que: "la combinación fortuita de los agüeros
posibilita la muerte de Luci" (334). Pedro Carreo Eras toca brevemente la realidad de la
novela y anota que en El Jarama se advierte "Ese sentimiento mágico o sobrenatural de las
cosas. [... ] lo que hay de complicado y desconocido en todas las
personas" (266-272).

Explorando las posibilidades que ofrece El Jarama, se observa cómo aquello que se siente y
se percibe en la novela, no es la fatalidad, ni el planteamiento de un problema por resolver,
ni la negación de la actividad vital, sino el misterio de la vida. Los grupos han escogido su
modo de vivir.

Sánchez Ferlosio le escribe a John B. Rust y le relata las características de El Jarama, cuando
le cuenta:

He terminado una novela bastante larga [... ] consiste en ese paisaje del Jarama y allí mucha
gente moviéndose y hablando [... ] de manera que no se puede decir quién es el
protagonista, como no resulte que sea el mismo río. (Ctd. en "Los jóvenes novelistas
españoles: R. S. F.", en CCL, nov.-dic, pág. 70).

Estas características encajan muy bien, por una parte, con las características de la novela
social. Por ejemplo, "ese paisaje del Jarama" se refiere a "el paisaje a la intemperie" y "mucha
gente moviéndose" corresponde a "el personaje múltiple". Por otra parte, se avienen muy
bien con las características existenciales. El río, por ejemplo, se caracteriza por sus
posibilidades trascendentes de personificación en un "protagonista".

Sánchez Ferlosio combina técnicamente estos y otros elementos, como el arte


cinematográfico, para cocrear con el lector la estructura polifacética de El Jarama, sobre un
concierto de planos yuxtapuestos. El plano físico aparece en el diálogo y en las descripciones
y narraciones de lugares y personajes.

El plano ideológico es la denuncia del conflicto socio-existencial. Se concreta en dos grupos


inconscientes como una masa e irresponsables como una multitud; siempre aislados y
cruzándose ocasionalmente. Los adultos están cansados de la monotonía que traen los días
de fiesta, y los jóvenes están cansados de la monotonía del trabajo semanal. El cansancio
unifica a los grupos. Nadie es y todos se aburren. Nadie asimila el pasado en el presente, ni
se proyecta hacia el futuro. Todos están apabullados por el tedio.

El plano simbólico conlleva al conflicto socio-existencial de la angustia ante la incertidumbre


de la existencia. Se desarrolla en las descripciones del paisaje. Sobresalen: la luz con sus
múltiples matices y el río con el movimiento de sus aguas. Estos elementos se personifican
en el proceso de ser. A diferencia de los grupos, la luz y el río son, al integrar su pasado en el
presente y al proyectarse hacia el futuro.

El plano meta-simbólico se encarna, por una parte, en la desorientación de los grupos como
masa invadida por el tedio, y como multitud afectada por el desajuste socio-económico de la
Nación. Por otra parte, se encarna en los elementos personificados, la luz y el río, como
personajes que experimentan la angustia del existir, y como individuos que luchan por la
transformación y el cambio del pueblo español.

Por último, el plano unificador del silencio que llena toda la novela, metiéndose en las vidas
vacías de los grupos. Este silencio envuelve el mensaje de Rafael Sánchez Ferlosio, al lograr
que la multitud formada por los grupos se detenga y, mediante la meditación, comience a
concientizar su situación y a disolver la masa de estos grupos, mediante la interiorización o
búsqueda de sí mismos, para que se comience a recrear la individualización. Es el silencio
que anuncia la esperanza del pueblo español en medio de su crisis de postguerra.

Los planos yuxtapuestos se ajustan mediante un montaje cinematográfico. El escenario


movible del plano físico, sostiene los planos ideológico, simbólico, meta-simbólico y unitivo; y
está demarcado por el río Jarama, así:

« [...] sus [...] fuentes se encuentran en [...] la vertiente Sur de Somosierra [...]. Corre
tocando la Provincia de Madrid […]. Entra luego en Guadalajara […]. Tuerce después al Sur
[…] se pasa […] por diferentes barcas, hasta el Puente Viveros, […], en el kilómetro diez y
seis desde Madrid... » (Sánchez Ferlosio 7).

Aquí comienza Sánchez Ferlosio a desarrollar su novela y cuando la termina, concluye la


descripción del río diciendo:

« ...Entra de nuevo en terreno terciario y recibe por la izquierda al Henares,[…] . Suministra a


la grande acequia llamada Real del Jarama, y ya en las vegas de Aranjuez entrega sus aguas
al Tajo, que se las lleva hacia [...] al Océano Atlántico. » (364-365).

El énfasis de la descripción está en el agua del río. Ella revela la momentánea experiencia del
tiempo; y en ella se integra el pasado y el futuro, como en un presente que contiene
elementos de uno y otro lado.

Así como el río abre y cierra el escenario de los hechos, una venta cerca al río abre y cierra la
presentación de los grupos. Los adultos se reúnen en la venta para pasar el domingo, y los
jóvenes se citan allí para pasar al río. Lucio representa al grupo de los adultos. Es el primero
en hablar y el último en salir. El ruido identifica a los jóvenes, los anuncia y los despide. Lucio
comienza preguntando:

— ¿Me dejas que descorra la cortina? (Sánchez Ferlosio 7).

E inmediatamente lo describe: Siempre estaba sentado de la misma manera: su espalda


contra lo oscuro [… ] ; su cara contra la puerta, hacia la luz (7).

Se insiste en la pregunta:

— ¿Me dejas que descorra la cortina? (8).

Enseguida se describe la acción del amigo de Lucio, El ventero asentía con la cabeza [… ] (8).

La relación monótona de los adultos en la venta termina con Lucio y Mauricio al final del día,

— La una menos diez — dijo Mauricio.


Lucio estiraba el cuerpo; ahuecaba los arrugados pantalones, que se le habían adherido a la
piel [… ] [y] salió [… ] (364).

Los jóvenes se identifican con el ruido y el alboroto que llega a Puente Viveros en esta forma:

Un motor retumbó de improviso, aceleró un par de veces, y el ruido se detuvo ante la puerta.
Se oyeron unas voces bajo el sol:
— Trae que te ayude.
— No, no; yo sola, Sebas (14).
Al anochecer los jóvenes se van, diciendo:

— ¡Nos esperáis a la salida de la autopista, en la esquina de la calle Cartagenal -le gritaba


Miguel a Sebastián, entre el estruendo de la moto-. ¿Entendido? ¡Allí hablaremos!
— ¡De acuerdo!
Aceleró Sebastián y tomaba el camino [...] (356-357).

Jóvenes y adultos se cruzan. No es posible saber, ni de su pasado ni de sus proyectos. Todos


están allí en la venta o en el río, como expresión de tedio, recibiendo el sol y el calor para
sobrevivir. El día les pasa por encima a unos y a otros, sin la más mínima modificación de
conducta o de actitud.

La luz, entre tanto, produce los cambios fundamentales del paisaje, y el río cambia de actitud
al compás de su fuerza arrolladora.

La luz como eje vertical ilumina toda la novela. Se encarna simbólicamente en los nombres
de quienes aparecen un poco individualizados. Es Lucio como materialización del tedio
estático en el grupo de los adultos. Y es Lucita como materialización de la víctima inocente
del mismo tedio. También se encarna en múltiples variaciones luminosas actualizando sus
diversas circunstancias. Así aparece en la mañana:

Una tira de sol se recostaba en el cemento [...] (8).

El reverbero que venía del suelo, de la mancha de sol, se difundía por la sombra y la volvía
brillante e iluminada [...] (10).

La luz progresa y su máximo brillo se da al medio día:

Un sol blanco y altísimo refulgía en la cima [...]. Pero abajo la luz era roja y densa y ofuscada.
Aplastaba la tierra como un pie gigantesco [...] (45).

Los jóvenes se sorprenden al encontrarse con la luz:

Carmen miró hacia atrás y se asustó de repente [… ] . La luna roja, inmensa […] los había
sorprendido [...].
— ¡Calla, por Diosl La luna [...] me di el susto [...] (234).

La luz se modifica, y ahora es la llama del aceite la que sirve de guía nocturna:

¡Magnífico! —dijo el Juez, cuando lució la llama del aceite [ . . . ] .— Chico, acerca la luz [...]
pasas [...] con la luz (333-334, 337).

El río es el eje horizontal que sufre angustia en el proceso de ser. Va mostrándose poco a
poco en las descripciones progresivas de su movimiento:

Oculto, hundido entre los rebaños, discurría el Jarama (18).

Apareció de pronto [ …] , como si aquella misma tierra corriese líquida en el río (26).

Los jóvenes se encuentran con el río entre confiados y temerosos:

[...] —comentaba Paulina—. Parece que no sabéis lo que es el agua (51).

Después dice,

[…] sentían correr el río por la piel de sus cuerpos, como un fluido y enorme y silencioso
animal acariciante […].
— ¡Qué gusto de sentir el agua, como te pasa por el cuerpo! (271).

Los adultos advierten su actividad destructora:

[… ] muy traicionero [… ] , me engancha a alguno por un pie y ¡adentro!, que se lo tragó


(320).

[…] No es persona ninguna de fiar [...] (321).


Él quita y pone y forma el estropicio y se organiza su propia diversión (322).

La luz y el río deciden procurar una reacción positiva en los grupos, inmolando como víctima
a Lucita. La luz sostiene el momento del atardecer y el río acude a la necesidad que tienen
los bañistas de quitarse el polvo de la piel, y precipita la inmolación de la víctima, que dice:

— Chico, estoy molesta . . . Tengo grima, con tanto polvo encima de mi piel [… ] , no se
puede soportar [... ] (257).

¡Al río, al río! —gritaba de pronto—. ¡Al río, muchachos! ¡Abajo la modorra!
Los otros la miraron sorprendidos (258).

Lucita se arroja en brazos del río y cuando Paulina se da cuenta, indaga:

— Lucita. ¿Qué haces tú sola por ahí? Ven acá con nosotros. ¡Luci! […].
Calló en un sobresalto repentino.
— ¡¡ Lucita…!!

Se oía un débil debatirse en el agua […] y un hipo angosto, como un grito estrangulado, en
medio de un jadeo sofocado en borbollas.
— ¡Se ahoga...! ¡¡Lucita se ahoga!! ¡¡Sebastián!! ¡¡Grita, grita!! (272).

La invitación de Lucita es la victoria del río, y es el grito de los jóvenes en masa inconsciente,
y en multitud irresponsable.

Los adultos ven la muerte de Lucita como algo que corresponde a la rutina, y comentan:

Todos los años se lleva a alguno por delante (320).

Una desgracia que es ya vieja y notoria; casi una costumbre (324).

Los jóvenes hablan con el guardia:

— ¿La conocen [sic] alguno? —Dijo el guardia en voz alta [… ].


Tras unos instantes [… ]
— Nosotros.
— ¿ Ustedes dos ?
— Los tres; este también [ . . . ] .
— Venía con ustedes, ¿ no es esto ?
— Sí, señor (285).

Paulina contesta a las preguntas del juez:

¿El segundo apellido, no recuerda?


— Pues... no, no creo haberlo oído. Me acordaría (346).

Lucita, ¿qué nombre es exactamente?


— Pues Lucía. Lucía supongo que será. Sí. Siempre la hemos llamado de esa otra forma. O
Luci, a secas (347).

Jóvenes y adultos están indicando que el grupo cuenta pero el individuo no cuenta.

La luz y el río se han modificado creciendo y purificándose. Al luchar y sufrir angustia, ellos
son en el proceso existencial. En cambio los jóvenes y los adultos están en el mismo proceso
existencial, hasta cuando Lucita se ahoga; y entonces la multitud que la rodea se acalla, y la
masa que se mueve a su alrededor se detiene. Los adultos reflexionan,

[…] un muerto es siempre una persona, igual que un vivo.


—Y más. Más que un vivo -dijo el guardia-. Más persona que un vivo, si se va a ver; porque
es mayor el respeto que se los tributa (290).

Los jóvenes también reflexionan; Tito dice:

[…], ¿qué le decimos a su madre, Daniel?, ¿qué le decimos?, ¿qué le decimos? (287).

Todos contemplan el cadáver y aceptan la muerte de Lucita.


Todos […] rodeaban en silencio el cadáver (335).
Se retrepaban de nuevo [... ] como temiendo que sus pies traspasaran sobre el suelo alguna
raya invisible que tal vez limitaba [... ] el espacio de la muerte (284).

La muerte logra modificar la actitud de los grupos haciéndolos callar, en una trascendencia
no solo temporal sino también eterna. El silencio produce reflexión, permitiendo que el
mensaje del autor sea una realidad. Los grupos meditan en su situación conflictiva a medida
que hacen silencio.

El ruido y el alboroto, que traían los jóvenes, se debilita al final produciendo un silencio muy
notorio.

[…] de pronto callaron la mayoría de las voces y hubo mucho silencio conforme el cuerpo iba
llegando […] (284).

Todo el murmullo se detuvo [… ] (285).

Todo el grupo echó a andar en silencio [… ] (338).

Ahora es el silencio el que unifica a los grupos cuando se reúnen de nuevo en la venta.

Se pusieron de pie todos los hombres que había en el local, se descubrieron. Se quedaron
inmóviles, en un grande silencio, dando la cara hacia el cuerpo que pasaba (339).

Es un silencio que se ha metido dentro, tanto de los jóvenes como de los adultos haciéndolos
trascender. Es un silencio que permite reflexionar sobre la forma de sortear las dificultades
que se anudan en el presente, con la fuerza del pasado fratricida del pueblo español y las
ilusiones del futuro incierto. Este silencio abre las posibilidades de la novela, El Jarama, así
como la luz ilumina su horizonte y el río la lleva al océano desconocido de nuevas aventuras.

Ni los bañistas madrileños, ni los lugareños de Puente Viveros podrán continuar estando para
alimentar el tedio del vivir. Sus vidas han comenzado a trascender el círculo del tedio.
Después de haber 'experienciado' la angustia del existir, en la luz incandescente y en el río
arrollador; después de haber sentido y observado tan de cerca "el espacio de la muerte", y
después de haber meditado en silencio, tendrán que cambiar.

Nada hay fortuito en El Jarama. La luz y el río, personificados, no son títeres que se mueven
en virtud de los agüeros; sino que son personajes individuales, responsables de sus
circunstancias, deseosos de ser, de trascender dentro del proceso existencial. Ni siquiera los
grupos, a pesar de ser masa inconsciente y multitud irresponsable, son títeres; cada
individuo ha escogido esta forma de vivir, este estar que los hace andar en pandilla para no
morir de inanición.

[...]

La luz, en la parte superior, con sus modificaciones temporales y su transformación en la


llama de aceite, se personifica y se angustia en su proceso de ser. En la parte central se
observan los grupos en estado de tedio, no hay ni modificación ni transformación de
conducta o de actitud. En la parte inferior aparece el río que se modifica con el movimiento
de sus aguas y se personifica en un verdadero animal, que se traga a Lucita, en su proceso
de ser. La muerte ocasionada por el río, con la ayuda de la luz, da paso al silencio en la parte
vertical del lado derecho. Este silencio unifica la estructura polifacética de la novela en sus
planos yuxtapuestos. Es el silencio que da paso a la trascendencia existencial, rompiendo el
círculo del tedio, y hace que la masa o multitud se individualice, al meditar e interiorizarse,
en busca de su propia personalidad. Tal es el poder del silencio en El Jarama de Rafael
Sánchez Ferlosio, pleno de esperanza en la reconstrucción de una España destrozada por sus
luchas fratricidas.

OBRAS CITADAS
-CARREO ERAS, PEDRO, "Lo concreto y lo mágico en El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio",
en Homenaje universitario a Dámaso Alonso, Madrid, Gredos, 1970, págs. 265-272.
-CIRRE, José FRANCISCO, "El protagonista múltiple y su papel en la reciente novela española",
en PSA, 33 (1964), págs. 159-170.
-COINDREAU, MAURICE EDGAR, "Los jóvenes novelistas españoles: R.S.F.", en CCL,
noviembre-diciembre de 1957, págs. 67-71.
-SÁNCHEZ FERLOSIO, RAFAEL, El Jarama, Barcelona, Ediciones Destino, 11* ed., 1971.
-SHRAIBMAN, JOSÉ, and WILLIAM T. LITTLE, "La estructura simbólica de El Jarama", en
Philological Quarterly, 1' de enero de 1972, págs. 329-342.
-SOBEJANO, GONZALO, Novela española de nuestro tiempo: en busca del pueblo perdido,
Madrid, Prensa Española, 1970.
-VILLANUEVA, DARÍO, «El Jarama» de Rafael Sánchez Ferlosio: Su estructura y su significado,
Universidad de Santiago de Compostela, 1973.

Fuente.- http://cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/43/TH_43_001_095_0.pdf

7.

El Jarama. Rafael Sánchez Ferlosio


Miguel Ángel García Guerra
Portal Solidario
http://www.portalsolidario.net/ocio/visu/cliteraria.php?rowid=8929&anecdotas=El
%20Jarama.

1. Biografía del autor.


Rafael Sánchez Ferlosio nació en Roma en 1927. Su padre, el escritor Rafael Sánchez Mazas
-que vuelve a estar de actualidad por el polémico Soldados de Salamina (2001) de Javier
Cercas- fue el fundador de la Falange Española. Ferlosio es un escritor fundamental de la
generación del 50. Escribió Industrias y andanzas de Alfanhuí. (1952), y ganó el Nadal con El
Jarama en 1955 y el Premio de la Crítica en 1956. Tras alguna novela más (Testimonio de
Yarfoz (1986), escrita a finales de los 60) opta por abandonar la creación literaria y prefiere
dedicarse al ensayo con notables logros. Su último trabajo ensayístico es El alma y la
vergüenza (2000) que recibió muy buenas críticas por parte de la prensa especializada. Otros
libros publicados por Sánchez Ferlosio son: La homilía del ratón (1986) o Vendrán más años
malos y nos harán más ciegos (1993).

2. Contexto literario de la obra.


En los primeros años de posguerra la novela fue poco cultivada. Será a partir de 1945 cuando
una serie de autores comiencen a publicar libros en prosa, autores como Camilo José Cela,
Miguel Delibes, Carmen Laforet o Ana María Matute intentarán reflejar la cruda realidad de
una España triste y apagada sin usar artificiosos recursos estilísticos, aunque caerán en el
subjetivismo. Hacia 1955 una nueva generación literaria persigue a toda costa realizar una
fotografía de la sociedad española de la época, las descripciones se vuelven breves y pierden
peso específico en las novelas de este periodo; se llega así a la denominada 'novela social'.
Según nos acercamos a la década de los 60 y con la aparición de Tiempo de Silencio (1961)
de Luis Martín Santos, los escritores comenzarán a buscar nuevas formas de expresión
debido al agotamiento de las fórmulas literarias anteriores.

3. Comentario de la obra.
Indiscutible clásico de la posguerra española, esta joya literaria narra las peripecias de un
grupo de jóvenes obreros madrileños que van a pasar un domingo al Jarama.

El Jarama es sobre todo diálogo, algo que agradaría sin duda al bueno de Unamuno, un
diálogo que acapara las dos terceras partes de la obra. La novela -un sobresaliente ejercicio
lingüístico- tiene una prosa deliciosa que hipnotiza al lector desde los primeros compases
para descubrir luego toda su fuerza narrativa. Los personajes quedan presentados a través
de sus propios parlamentos y no hay en toda la obra un solo comentario del narrador acerca
de sus pensamientos o de sus vidas, la realidad presentada así misma posee una fuerza
insospechada y al terminar la lectura percibimos lo que nos quiso mostrar el autor: la
existencia de una juventud sin ilusiones sumida en el anodino y cansino ritmo de trabajo.

Según afirma el autor, él 'sólo quería hacer una novela en la que todo estuviera al servicio
del habla'. El lenguaje empleado por los personajes es ciertamente decadente y revela la
falta de inquietudes culturales y sociológicas de los protagonistas, porque su única inquietud
es pasar lo mejor posible el día de descanso. Se ha dicho muchas veces que parece que
Sánchez Ferlosio hubiese usado una grabadora para radiografiar la jerga de aquella juventud,
nada más lejos de la realidad, pues el lenguaje oral posee una variedad de registros,
silencios, vacilaciones que no se refleja en la obra, comprobamos así, la maestría del autor
para acercarnos y hacer que sintamos vivo todo ese lenguaje lleno de giros lingüísticos y
expresiones coloquiales. Las conversaciones de los personajes son triviales y como asegura
García López 'no hacen otra cosa que ensanchar durante unas horas más el atroz vacío de
sus vidas'. No hay que pensar por ello que la obra sea, en ningún modo, aburrida o
monótona. La muerte de uno de los protagonistas dará un insospechado giro a la historia.

Uno de los temas esenciales para comprender El Jarama es el transcurrir del tiempo, tanto es
así que el autor aseguró en cierta entrevista que su novela era 'un tiempo y un espacio
acotados'. Las dos notas geográficas usadas por el autor a modo de corchetes y que han sido
alabadas por todos los lectores (hasta el punto de tener que incluir en la sexta edición de la
novela una nota aclaratoria -muy aguda, por cierto- sobre la procedencia de dichos
corchetes) encuadran una historia marcada por el fluir del río, esas mismas aguas que
propiciarán la trágica muerte de uno de sus personajes seguirán fluyendo hacia el Tajo 'que
se las lleva a Occidente, a Portugal y al Océano Atlántico'. Al leer la última de estas notas
geográficas algo se quiebra en el espíritu de un lector que se encuentra maravillado,
embelesado por la prosa, por la historia y por la maestría del escritor, comprende así, la
menudez de nuestra existencia, pues el tiempo humano y el fluvial se enfrentan. Lucita
muere y el Jamara sigue y seguirá fluyendo, queda contrastada la fugacidad de la vida con el
imperturbabilidad de la naturaleza.

El efecto de simultaneidad en la obra está logrado de modo sublime, el autor nos cuenta
hechos diversos que ocurren al mismo tiempo, sin caer por ello en el artificio. La narración
abarca dieciséis horas en la vida de los protagonistas. Debiera decir que El Jarama no posee
un protagonista, sino muchos. Según los prestigiosos críticos Villanueva y Riley, con la
muerte de Lucita 'el autor no concentra sobre [ella] más atención que en los pasajes previos
de la novela. Luci se convierte, sencillamente, en la preocupación principal del lector, así
como se convierte en preocupación de sus amigos y de los demás presentes'. Luci, de hecho,
es una chica tímida que, incluso, llegará a decir 'Yo soy muy poco interesante'.

Desde hace tiempo todos los manuales de literatura reseñan que Sánchez Ferlosio no ha
vuelto a publicar novelas y que prefiere dedicarse al ensayo y, coincido con Nora y Benet en
que es el suceso más desgraciado que le ha podido ocurrir a la literatura española de la
segunda mitad del siglo XX. Tener en nuestras manos una obra como El Jamara, arte en su
más pura esencia, nos ha costado perder a un magnífico novelista y ganar a un ensayista, sí,
pero todos aquellos que leímos Alfanhuí, El Jarama o el Testimonio de Yarfoz tenemos cierta
melancolía, algo muy nuestro se quedó en aquellas hipnotizantes narraciones y, al parecer,
no volveremos a disfrutar de una novela de Ferlosio a tenor de algunos de sus comentarios,
porque le oímos decir, no hace mucho, a propósito de una alabanza a sus novelas, que no le
agradaba que su nombre fuese unido al atributo de novelista pues lo consideraba 'una
desgracia', y finalmente añadió: 'no me gustan ni el hecho ni la novela'. Una lástima.

Fuente.- http://www.portalsolidario.net/ocio/visu/cliteraria.php?rowid=8929&anecdotas=El
%20Jarama.

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