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CIVILIZACIÓN

Término relacionado: Cultura.

Cultura y civilización surgen como términos equivalentes; desde otra óptica, la cultura es uno de
los componentes de la civilización (o viceversa), y una tercera perspectiva, independiente de
cualquier valoración de contenidos y desde un enfoque relativista, presenta la civilización como la
etapa avanzada de una cultura. Esta etapa, conjunto de prácticas, creencias y valores, se consolida
en un formato considerado como modelo ideal a seguir. Según esta última perspectiva en la
actualidad existiría una civilización norteamericana, así como en un pasado reciente se fortaleció
la idea de una civilización europea –mas no se podría hablar de una civilización japonesa o
latinoamericana. Las diferentes políticas culturales, cada una a su manera, se orientan por estos y
otros conceptos de civilización – y la variedad es enorme. Pero si es difícil conceptuar civilización
en términos de política cultural, es menos difícil decir cómo el efecto de civilización es buscado por
las múltiples políticas. Este efecto es perseguido, en las mejores políticas, mediante un larga
conversación (en realidad, otra definición de civilización) establecida por la acción cultural entre
las obras prácticas con los individuos, entre los mismo individuos y entre éstos con los agentes
culturales. La convicción en el efecto de esta discusión, en la necesidad de alimentarla y renovarla
constantemente, se muestra, si no visible, por lo menos perceptible en los fundamentos de toda
política cultural que se propone como meta ampliar los horizontes de manifestación del ser.
CRÍTICA DE LA CULTURA

Términos relacionados: Desarrollo cultural, cambio cultural.

En un sentido amplio, designa al análisis sistemático de la producción cultural; en esta acepción, la


crítica no es valorativa, pues no se propone específicamente juzgar un producto o considerarlo
bueno o malo, sino comprensivo y situacional: busca comprender la génesis de determinada obra
y situarla tanto en el contexto del lenguaje al que pertenece (sea una obra de cine, teatro,
literaria, etcétera) como en el ámbito general del proceso cultural de una época y un lugar.

En el campo de la política cultural, la crítica de la cultura (también denominada, tal vez


impropiamente, crítica cultural) representa un instrumento de desarrollo o cambio cultural y
asume, por lo tanto, la figura de un juicio de valor.
Así, para el liberalismo cultural, por ejemplo, la crítica de la cultura (como la educación) sirve para
promover la distinción entre lo bueno y lo malo; entre la obra considerada auténticamente de arte
y el producto de explotación comercial, entre la violencia estéticamente justificada y la violencia
utilizada como recurso del estudio del mercado, En este caso, la crítica de la cultura actúa como
orientadora y tutora del público, sirviendo como contrapeso, en esta doctrina en particular, a la
ausencia programática de censura previa a la producción cultural.
CULTURA
Sumario: Concepciones idealista y materialista; concepción heterogénea contemporánea:
el sistema de significaciones; cultura como efecto de discurso y como efecto de mundo;
el entendimiento de cultura para la política cultural: efectos de civilización, efectos de
barbarie; cultura e imaginario.

Términos relacionados: Cultura patente, cultura latente, culturanálisis, imaginario,


territorio, cultura política.

En su acepción más amplia, cultura nos remite a la idea de una forma que caracteriza al modo de
vida de una comunidad en su dimensión global, totalizante. Según Raymond Williams, en un
sentido más estricto cultura designa el proceso de cultivo de la mente en función de una
terminología moderna y cientificista, o del espíritu conforme un enfoque más tradicional. En este
sentido, el término apunta hacia tres nociones:

1. Un estado mental o espiritual desarrollado, como en la expresión “persona culta”.


2. El proceso que conduce a este estado, del que son pate las prácticas culturales
genéricamente consideradas.
3. Los instrumentos (y los medios) de ese proceso, como cada una de las artes y otros
vehículos que expresan o conforman un estado espiritual o de comportamiento colectivo.

En la actualidad, la primera noción es objeto de fuertes críticas por implicar la idea de que la
medida para evaluar ese “estado desarrollado” es ofrecida por la cultura de elite o superior, lo que
conduciría a la marginación de amplios sectores de la sociedad que, sin compartir, aquellos valores
culturales, no serían menos cultos en sentido antropológico. De tal forma, ha sido común
beneficiar la segunda y tercera nociones, surgidas de la idea restrictiva incluida en la primera y
entendidas como los modelos por los cuales un individuo o una comunidad responde a sus propias
necesidades o deseos simbólicos.
A su vez, estas dos nociones son abordadas generalmente a partir de dos enfoques. Uno, llamado
idealista, que ve en el término cultura el indicado de un espíritu formador global de la vida
individual y colectiva, el cual se manifiesta en una variedad de comportamientos y actos sociales,
pero de manera especial en aquellos específicos y singulares (artes plásticas, teatro, etcétera); y
un segundo, llamado materialista de inspiración marxista, que considera la cultura – en todos sus
aspectos, incluyendo los relacionados con todos los medios y creaciones intelectuales –como
reflejo de un universo social más amplio y determinante. La tendencia hoy dominante es una
composición entre los modos de entendimiento idealista y materialista: las múltiples
manifestaciones culturales no son determinadas de manera absoluta por un orden social global
patente [véase cultura patente], pero son elementos decisivos en la definición de aquel orden; por
otro lado, la cultura no se caracteriza sólo por la gama de actividades u objetos tradicionalmente
llamados culturales, de naturaleza espiritual o abstracta, sino por las diferentes manifestaciones
que integran un vasto e intrincado sistema de significaciones. Así, el término cultura continúa
apuntando hacia actividades determinadas del ser humano que, sin embargo, no se restringen a
las tradicionales (literatura, pintura, cine; en suma, las que se presentan bajo una forma estética)
sino se extienden en una red de significaciones o lenguajes incluyendo tanto la cultura popular
(carnaval) como la publicidad, la moda, el comportamiento (o la actitud), la fiesta, el consumo, la
convivencia, etcétera.
La política cultural se ocupa de los propios procesos e instrumentos (medios de
comunicación) propios de la idea anterior, que conjuga las visiones idealista y materialista de la
cultura, y se concreta en el sistema general de las significaciones. En la actualidad es común
encontrar conceptos de política cultural cuyo objeto es la cultura vista en su sentido totalizante,
antropológico y sociológico, a “manera global de vida”. Para los adeptos a este paradigma, sería
propio de la política cultural presentar y hacer viable, de modo ejemplar, programas dirigidos
hacia la discusión y el establecimiento del desarrollo nacional, el mejoramiento de las condiciones
de vida en los centros urbanos, la asistencia a grupos étnicos minoritarios, la erradicación de la
violencia, el perfeccionamiento del sistema educativo, la organización política, las relaciones de
trabajo tanto como el apoyo a las manifestaciones artísticas propiamente dichas. Sin embargo, la
tendencia predominante en los diversos países es considerar que la política cultural aborda la
cultura en el sentido de un sistema de significaciones relacionado con la representación simbólica
de las condiciones de existencia de una comunidad. En otras palabras, es objetivo de la política
cultural, la cultura que produce efectos de discurso (éstos son las representaciones de la vida y del
mundo cuya primera finalidad es proporcionar instrumentos de conocimiento, reconocimiento y
autorreconocimiento) y no tanto la cultura que produce directamente efectos de mundo (es decir
las prácticas de inserción del hombre en el mundo: la construcción de casas, la organización
política, etcétera), incluso a pesar de que muchos modos artísticos, a partir de los años sesenta,
han rechazado esta distinción entre efectos de discurso y efectos de mundo, buscando ser formas
de fusión entre ambos.
Pese a las críticas a la noción de cultura como indicador del estado espiritual desarrollado (lo
mejor de cada sociedad en el saber y en el pensamiento, según la expresión de Matthew Arnold) y
de los procesos e instrumentos que a él conducen, la mayoría de las políticas culturales –incluso al
ocuparse sólo de los efectos del discurso– encuentran su principal motor y justificación
exactamente en la búsqueda del desarrollo espiritual de los individuos para que se verifique un
perfeccionamiento de las relaciones sociales en su conjunto (erradicación de la violencia,
desarrollo nacional integrado y sustentado, etcétera). Aun cuando estas políticas no tengan clara
conciencia, el origen de esta tendencia remonta al concepto de cultura propuesto por Kant, para
quien la finalidad última de la especie humana, por lo tanto, la finalidad de la naturaleza, es la
cultura: “escenario de sabiduría suprema” porque vuelve a las personas “susceptibles de las
ideas”. Para algunos estas políticas culturales son funcionalistas pues son medios para alcanzar
objeticos que extrapolarían los del universo cultural propiamente dicho. No son fines en sí, sino
instrumentos de una política más general. Por el contrario, otros entienden que no hay más fines
para la cultura que no sea esa política, razón por la cual a la cultura nunca puede llamarse
funcionalista. De cualquier manera, no es frecuente optar por una política cultural “gratuita” o
“inutilitaria”. Para las políticas llamadas utilitaristas, el sistema de significaciones (por lo tanto el
concepto de cultura) sobre el cual se inclinan no es tan amplio: de él se excluyen todos los
procesos y medios que son expresiones más de la barbarie que de la civilización. Así, se excluyen
de esta política, por ejemplo, el apoyo a la producción y al consumo de obras cinematográficas
que rinden culto a la violencia o a la pornografía, comunes en los canales de televisión explotados
comercialmente. Esta orientación de valor responde, también, por la recepción crítica dedicada a
ciertos eslóganes que circularon en Brasil en algunos momentos de la dictadura militar que
culminó en 1982: “Disco es cultura” y “Deporte es cultura”. En ambos casos, el significado que se
pretendía transmitir era que el consumo de discos, así como la práctica o la recepción pasiva de
actividades deportivas (el eslogan correspondiente era insistentemente difundido por un canal
gubernamental de televisión), conducía a aquel estado de espíritu desarrollado.
Para una política cultural preocupada como el efecto de civilización y opuesta a los efectos de
barbarie, no todo disco “es cultura” así como no toda práctica deportiva (como el futbol lo
demuestra hoy a la saciedad) lleva a la cultura.
En los estudios antropológicos del imaginario, que hoy dan nuevas dimensiones al análisis de la
cultura y a la formulación de las políticas culturales, se plantea que la cultura es un circuito
metabólico, simultáneamente repetitivo y diferencial, que se establece entre el polo de las formas
estructurales, o sea de las organizaciones e instituciones (lo instituido) –en el cual se manifiestan
códigos, formaciones discursivas y sistemas de acción–, y el polo del plasma existencial, es decir,
de los grupos sociales, de las viviendas, de los espacios, de la afectividad y de lo afectivo, en fin, de
lo construido.
Este circuito es llamado metaléptico, es decir, guiado por la intencionalidad del deseo en los
intercambios y sustituciones de los elementos, sus causas y consecuencias, y se caracteriza por la
concentración y no por una dicotomía, donde la cultura se ubica dentro del circuito de recursos
que establece y alimenta el flujo constante entre ambos polos.

Referencias

Arendt, Hannah. Lacrise de la cultura, Idées/Gallimar, París, 1972.


Arnold, Matthew. Culture and anarchy, Cambridge University Press, Cambridge, 1971.
Barthes, Roland. Mitologías, Siglo XXI, México, 1980.
Chauí, Marielena. Cultura e resistência, Brasiliense, São Paulo, 1986.
Coelho, Teixeira. O que é ação cultural, Brasiliense, São Paulo, 1989.
Kant, Immanuel. Filosofía de la historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1979.
IDENTIDAD CULTURAL

Sumario: Identidad cultural y representación; núcleos sólidos de la identidad; identidad e


identificación cultural.

Términos relacionados: Globalización, territorio.

El concepto de identidad cultural, noción clave en muchas políticas culturales, apunta hacia un
sistema de representación (elementos de simbolización y procedimientos de escenificación de
esos elementos) de las relaciones entre los individuos y los grupos, así como entre éstos y su
territorio de reproducción y producción, su medio, su espacio y su tiempo.
En el núcleo sólido de la identidad cultural –aquel que menos se debilita a través del tiempo,
incluso en las situaciones de distanciamiento del territorio de origen– aparecen la tradición oral
(lengua, lengua sagrada, lengua sagrada secreta, narraciones, canciones), la religión (mitos y ritos
colectivos, de que son ejemplo las peregrinaciones o la ingestión de drogas sagradas) y
comportamientos colectivos formalizados. Como extensiones de ese núcleo sólido surgen los ritos
profanos (carnaval, manifestaciones folclóricas diversas), comportamientos informalmente
ritualizados (ir a la playa, asistir a espectáculos deportivos) y las diversas manifestaciones
artísticas.
Durante un tiempo se consideró que no sólo había núcleos sólidos en el concepto de
identidad cultural sino, incluso, que en su totalidad él era un concepto sólido, cerrado, igual a sí
mismo a lo largo del tiempo –una especie de metro con el cual podrían ser comparados y
ajustados los diversos fenómenos culturales y que tenía en la idea de nacionalidad un pilar
fundamental. En Brasil, durante los años sesenta e incluso en décadas anteriores esta idea
prevaleció entre quienes manejaban con ella tanto a la izquierda (por ejemplo el movimiento de
los centros populares de cultura) como a la derecha (ideólogos del régimen militar instaurado en
1964).
Para éstos, se trataba de encontrar los rasgos de esa identidad y de preservarlos reproduciéndolos
mediante programas de acción cultural y de políticas de comunicación de masa que dieron como
resultado las redes nacionales de televisión.
Actualmente, este concepto de identidad está siendo sustituido por el de identificación, la
cual más que un sistema armado por unidades significantes estables a las que responden unidades
de significado constantes, sería un proceso de unidades cambiantes, como significantes y
significados, en el cual los individuos y grupos entran y del cual salen intermitentemente, al tenor
de motivaciones diferentes. La identificación cultural se hace con determinados elementos, según
el momento en que ocurra. Incluso existirían, eventualmente, núcleos sólidos en la identificación,
pero ella misma, como proceso totalizador, no es estable y constantemente igual a sí misma. La
primera consecuencia de esta nueva situación es la inviabilidad de proponer programas de acción
cultural para el mantenimiento, refuerzo o construcción de la identidad cultural. Claro que en
aquellos territorio donde el núcleo sólido de la identidad de expande desmesuradamente hasta
recubrir todos los aspectos de la vida individual y colectiva, pública y privada, como en los estados
islámicos, la identidad cultural todavía es una meta por perseguir y defender.
La dinámica cultural contemporánea, en general, es en extremo compleja y de orientación
a veces contradictoria. La tendencia hacia la globalización borra en parte los contornos de las
diversas identidades culturales; en el interior de ese proceso, los movimientos llamados
afirmativos y libertarios, como los de reafirmación de etnias minoritarias con sede en países de
inmigración, insisten en la identificación de las fronteras de sus respectivas identidades culturales
de origen o arcaicas, extraídas de un espacio y de un tiempo remotos, extraños en todo a aquellos
en que actualmente tienen sede esos mismo movimientos y para los cuales llevan
representaciones de relaciones ahora inmateriales o, incluso, espectrales.
Este paso de la identidad a la identificación es, por una parte, el indicio de un proceso de
debilitamiento del yo identitario y de un proceso de desarticulación, es alineación y cosificación
del sujeto, perdido en un flujo y reflujo de orientaciones e interpelaciones que llegan hasta él de
varias fuentes –la publicidad, el cine, la televisión, las revistas promotoras de patrones– y que le
exigen acoplarse a las necesidades del mercado. Por otra parte, este mismo proceso es encarado
como una posibilidad de renovación continua por el uso de máscaras de identidad provisionales
que liberarían al individuo de los compromisos públicos y privados.
IMAGINACIÓN
Sumario: Actividad creadora genérica; fantasía y fantasma; imaginación formal, material,
dinámica; imaginación de origen consciente y de origen inconsciente.
Términos relacionados: Imagen, imagen personal, imagen primordial, imaginario,
Imaginación simbólica, mitoanálisis, mitocrítica.
Actividad reproductora o creativa del espíritu en general, no una facultad especial que se refleja
en todas las formas básicas de la vida psíquica: pesar, sentí, sensibilizar, intuir. La imaginación se
considera desde dos aspectos: como fantasía simple o como fantasma. La actividad imaginativa
como fantasía es la mera expresión directa de la actividad o energía psíquica dada a la conciencia
bajo la forma de imágenes o contenidos (así como la energía física sólo puede manifestarse al
estimular los órganos sensoriales de modo físico). Por imaginación, en su acepción de fantasma, se
entiende un complejo de representaciones al que no corresponde externamente ni un origen ni
una situación actual real, en la que el sujeto se hace presente y donde la realización de un deseo
consciente o, casi siempre, inconsciente surge delineada de forma más o menos deformada por
procesos defensivos. De este modo, la fantasía como fantasma es una cantidad determinada de
libido que no puede manifestarse a la conciencia a no ser bajo la forma de imagen. Al contrario de
la fantasía, el fantasma tiene un carácter recurrente: por derivarse con frecuencia de una fantasía
irrealizada, el fantasma persigue al sujeto transfigurado en formas defensivas y puede asumir un
carácter patológico. La fantasía no reviste de una naturaleza defensiva y no es necesariamente
recurrente.
La imaginación puede tener su origen en recuerdos de vivencias realmente sucedidas,
pero su contenido no corresponde a ninguna realidad externa (por consiguiente, no depende de la
percepción) y en esencia es sólo el flujo de la actividad creadora del espíritu, una activación o
producto de combinación de elementos psíquicos, dotados de energía. En la medida en que le
energía psíquica puede estar sujeta a una dirección voluntaria, también la fantasía puede ser
producida consciente y voluntariamente, todo o en parte. En primer caso, no es más que la
combinación de elementos conscientes; su resultado son formas y valores con tránsito social
garantizado que tienden a reducir su contenido poético a conceptos. Al lado de esta imaginación
denominada formal, se habla de una imaginación material relacionada con los cuatro elementos
inspiradores de las filosofías tradicionales y de las cosmologías: tierra, aire, agua, fuego. Esta
imaginación se revela como una penetración del espíritu en la esencia de la materia mediante una
operación de combinación de elementos no analizables como unidades, pero sólo en su
movimiento de trascendencia o sublimación de los puntos de partida (imaginación dinámica). En la
realidad de la experiencia psicológica cotidiana, la fantasía es accionada por una actitud intuitiva
de expectación o es una irrupción de contenidos inconscientes en la conciencia.

Referencias
Bachelard, Gaston. L’eau et le rêves, José Corti, París, s.f.
—. El aire y los sueños. Ensayos sobre la imaginación del movimiento, Fondo de Cultura
Económica, México, 1958.
—. La terre et le rêveries de la volonté, José Corti, París, s.f.
—.La psychanalyse du feu, Gallimard, París, s.f.
Durand, Gilbert. Les structures anthropologiques del l’imaginaire (Études supérieures, 14), Bordas,
París, 198.
Durand, Yves. “L’exploration de l’imaginaire”, Revista da Facultade de Educacão, vol. 13, núm.2,
USP, São Paulo.
Isaacs, Suzanne. “Nature et fonction du fantasme”, en Klein, Melanie et al., Dévelopment de la
psychanalyse, PUF, París, 1966.
Jung, Carl Gustav. Tipos psicológicos, Sudamericana, Buenos Aires, 1981.
IMAGINARIO

Sumario: El imaginario como capital cultural; dominio de lo arquetípico, dominio de lo


ideográfico; el imaginario como propiedad emergente de lo epistemológico y de lo
ontológico; regímenes y orientaciones; modelaciones del imaginario.
Términos relacionados: Culturanálisis, cultura patente, cultura latente, cultura emergente,
AT—9., afectivo, imagen, imaginación, mito.

Imaginario es un término al que se viene recurriendo con insistencia en las últimas décadas, con
una velocidad de propagación comparable a la de otros términos talismán recientes, como
estructura, que dominó la discusión teórica en los años cincuenta y sesenta. Esta penetración
profunda es responsable de una fluctuación acentuada del sentido del término, casi nunca
definido con rigor y utilizado de tal modo para recubrir una variedad de nociones consideradas
como comunes y que sin embargo son imprecisas (lo ilusorio, lo ficticio, lo irreal, lo absurdo). En
los estudios de cultura y de política cultural hay que privilegiar un sentido de imaginario, aquel
derivado de las propuestas de Gilbert Durand, según el cual el imaginario es el conjunto de las
imágenes no gratuitas y de las relaciones de imágenes que constituyen el capital inconsciente y
pensado del ser humano. Este capital está formado por el dominio de los arquetipos —o de los
invariables y universales de comportamiento del género humano— y por el dominio de lo
ideográfico o de las variaciones y modulaciones de comportamiento del hombre localizado en sus
contextos culturales específicos y en el interior de unidades grupales. Por consiguiente, no se trata
de un conjunto psicocultural (presente tanto en el pensamiento “primitivo” como en el civilizado,
en el racional como en el poético, en el normal y en el patológico) de amplia naturaleza, que se
manifiesta bajo diferentes formas y cuya función específica es promover el equilibrio psicosocial
amenazado por la conciencia de la muerte.
El dominio ideográfico designa el universo de las imágenes simbólicas, de las ideas en
general y de los mitos en particular tal como se constituyen en el individuo por medio de los
sentidos.
En otras palabras, el imaginario es el conjunto de imágenes y relaciones de imágenes
producidas por el hombre a partir de formas universales e invariables tanto como sea posible,
derivadas de su inserción física y psicológica en el mundo, así como de formas generadas en
contextos particulares históricamente determinables. Esos dos ejes no son paralelos, pero
convergen en un punto común donde se articulan uno con otro y se determinan mutuamente. Si
fuera posible separarlos de manera clara, el primer eje sería el responsable por el efecto de
mundo y el segundo, por el efecto de discurso o de representación del mundo donde el ser
humano está inmerso. La repercusión de un eje sobre otro permite una lectura psicodiagnóstica y
otra sociodiagnóstica del individuo o del grupo. Tal repercusión equivale a la convergencia entre lo
epistemológico y lo ontológico, y de la cual resulta el imaginario como una especie de propiedad
emergente, es decir la propiedad explicada por el comportamiento de los elementos del sistema,
pero que no es propiedad de ninguno de los elementos individuales de ese sistema y no puede ser
explicada como suma de las propiedades de esos elementos.
Entendiendo de ese modo, el estudio del imaginario está en la base de toda política
cultural que se considere coincidente con los deseos y necesidades de grupos localizados. Este
estudio implica la identificación de las unidades invariables de imagen que predominan en un
grupo y en su articulación con las unidades de imagen producidas por ese grupo de manera
localmente determinada. Entre las unidades de imagen llamadas invariables o universales están
las dominantes ligadas, por ejemplo, al ciclo vital del hombre, tales como aparecen en figuras,
símbolos, iconos, narraciones, etcétera; entre las unidades de imagen llamadas locales se
encuentras todas aquéllas derivadas de una inserción física concreta del hombre en un mundo
históricamente determinado. Estas imágenes y unidades de imagen se articulan en grandes
discursos instauradores de significados colectivos (relaciones entre las imágenes) sometidos a dos
regímenes mayores (diurno y nocturno), que se traducen en representaciones de tipo heroico,
dramático o místico, en sus diversas combinaciones. Estas representaciones son susceptibles de
ser moldeadas, lo cual permite identificar —para fines psicológicos y psicoanalíticos o con
objetivos culturales— la orientación o el capital imaginario de un individuo o grupo. El
conocimiento de estas orientaciones posibilita entender fenómenos de aceptación, rechazo o
alteración de imágenes en el interior de grupos sociales definidos. Si este conocimiento puede
convertirse en un instrumento cuestionable (con objetivos de ingeniería cultural o social, por
ejemplo, es decir, de constitución de capitales inconscientes previamente determinados y dirigidos
a determinados fines), por otro lado puede ser vehículo sugestivo de conocimiento y
autoconocimiento del universo cultural de individuos y grupos.

Referencias
Badia, D.D. “Imaginário e ação cultural: as contribuições de Gilbert Durand e da Escola
deGrénoble”, tesis de maestría, ECA- USP, São Paulo, 1993.
INDUSTRIAL CULTURAL

Sumario: Industria cultural, industria del entretenimiento; medios de comunicación de


masa; formas culturales degradadas o formas culturales autónomas; políticas para la
industria cultural.
Términos relacionados: Ética, incentivos culturales, productos culturales, televisión
pública.
El Tratado de Libre Comercio establecido entre Canadá y Estados Unidos en 1994 define con el
término industria cultural a las siguientes actividades:
a) La publicación, distribución o venta de libros, revistas o periódicos impresos en papel o en
soporte electrónico (revistas en CD-ROM, por ejemplo).
b) La producción, distribución, venta o exhibición de grabaciones musicales en audio o en
video.
c) La producción, distribución, venta o exhibición de grabaciones musicales en audio o en
video.
d) La producción, distribución o venta de música impresa o en forma legible por máquina.
e) La comunicación radiofónica o televisiva en abierto (broadcast), por suscripción o en el
sistema pay per view (televisión por cable, transmisiones por satélite).
La expresión industria cultural es típica de países de inspiración cultural europea continental,
incluido en Canadá. En Estados Unidos prevalece el término industria del entretenimiento, que,
además del cine, la radio, la televisión, los discos compactos, etcétera, comprende la totalidad de
las diversiones en vivo, todos los tipos de actividades artísticas escénicas (teatro, danza),
deportivas, espectáculos variados, casinos, parques temáticos (Disneylandia, Estudios Universal).
Aunque los libros, las revistas y los periódicos ocasionalmente sean incluidos en esta lista, en
Estados Unidos se prefiere clasificarlos como “industria de la información”. Asimismo, en aquel
país la denominación “industria del entretenimiento” (o “de la diversión”), al abarcar las formas
culturales del cine, del teatro, de la danza, etcétera, evitó una considerable suma de discusiones
teóricas sobre qué películas considerar como “cultura” y cuáles simple “diversión”, por ejemplo.
Un inconveniente de esta alternativa es la restricción de aplicar el término cultura solamente a las
formas de circulación extremadamente limitada, como las universitarias o las científicas. En
Inglaterra un eco (o tal vez el origen) de esta distinción se encuentra en la insistencia de que los
centros de cultura sean sistemáticamente llamados arts centers; en ese país se considera que el
término cultura tiene la propiedad de repeler al llamado “hombre común”, propenso a ver es en
esa denominación una referencia a actividades abstractas, relacionadas con la enseñanza y las
clases dominantes, de las cuales se siente excluido.
El término industria cultural con frecuencia es asociado con el de medios, del cual no es un
sinónimo exacto. La industria cultural no siempre necesita un medio masivo de comunicación,
como la televisión o la radio. Hay territorios en la industria cultural, como el campo de producción
eruidita (ejemplo: la literatura ensayística), que a pesar de requerir la mediación de un medio de
comunicación de masa (por ejemplo, la prensa) no se caracteriza por la producción de bienes
culturales de masa. Por otra parte, ambos son términos de extensión relativa: en Brasil, un tiraje
de 500 mil ejemplares de un periódico es considerada excepcional mientras que en Japón, cuya
población es equivalente a la brasileña, el tiraje diario de muchos periódicos está en un promedio
de varios millones de ejemplares; la edición de libros con tirajes intermedios de dos a tres mil
ejemplares difícilmente puede caracterizar ese ramo como típico de la industria cultural, aunque
sin duda lo sea en Estados Unidos, donde los tirajes rebasan en promedio las centenas de millares.
Y dentro de un mismo país, como Brasil, 500 mil ejemplares de un periódico no son comparados
con los cinco o diez millones de espectadores de un programa de televisión.
La industria cultural, cuyo inicio simbólico es el invierno de los tipos móviles de prensa de
Gutenberg en el siglo XV, es un fenómeno característico de la industrialización tal como ésta
empezó a desarrollarse a partir del siglo XVIII. Su desarrollo es paralelo al de la producción
económica en general: uso creciente de la máquina, subordinación del ritmo humano al ritmo de
la máquina, división del trabajo, enajenación del trabajo. Su materia prima, la cultura, ya no es un
instrumento de la libre expresión y del conocimiento sino un producto permutable por dinero y
consumible como cualquier otro producto (proceso de cosificación de la cultura o, como hoy se
dice, de commodification de la cultura, es decir su transformación en commodity, mercancía con
precio individualizable y cuantificable).
En la primera etapa de los estudios de comunicación, marcada por los análisis de la
Escuela de Frankfur, la industria cultural sufrió fuertes embates de la crítica universitaria o erudita,
así como el menosprecio y absoluta marginación, pues se argumentaba que su naturaleza era la de
un fenómeno corruptor de las estructuras culturales existente. Desde esta perspectiva, la industria
cultural se entendía como instrumento y adaptación de las manifestaciones culturales eruditas,
en un proceso cuyo objetico era alcanzar un mercado pasivo de consumidores al cual no se ofrecía
nada más que un entretenimiento fácilmente asimilable. Se decía que la expresión “cultura de
masa”, usada para caracterizar la producción oriunda de la industria cultural, era inadecuada,
porque al construirse fuera del territorio de las masas, se presentaba antes como una forma de
cultura para las masas. Norberto Bobbio registra, entre las paradojas de la democracia, la forma
cultural resultante de la incompatibilidad entre democracia e industria cultural. El pensador
italiano plantea que el uso de la información que hace la industria cultural produce catequesis
propensa a reducir o eliminar el sentido de la responsabilidad individual, considerada fundamento
de la democracia. En esa línea de argumentación, la industria cultural no es un vehículo de
difusión de la cultura sino, por el contrario, una manera de impedir el acceso a la cultura, pues
destruye las formas culturales populares y filtra la producción susceptible de entrar en su
mecanismo, al impedir la crítica de las formas culturales predominantes. Desde este punto de
vista, la industria cultural es un factor de apatía y conformismo. A partir de los años ochenta se
admitió con más facilidad que los productos de esa industria transmiten mensajes —escasos o no,
despreciables o no— que corresponden a sistemas específicos de significación, reflejan jerarquías
de valores y surgen de (tanto como proponen) formas de vida y de entendimiento del mundo
expresadas de manera particular y de entendimiento del mundo expresadas de manera partículas
y definida, lo cual los convierte a esos productos en objeto de estudio y comprensión de pleno
derecho, Por otra parte, los vehículos de la industria cultural ocasionalmente ofrecen a las artes
pláticas, a la música erudita y a la literatura de primera línea una promoción que de otro modo no
obtendrían. Es verdad que con frecuencia, como en Brasil, tal difusión de la cultura erudita sólo se
hace en los horarios muertos (al final de la noche, al inicio de la madrugada, cuando la mayoría de
los aparatos receptores ya están apagados). También se discute sobre los efectos duraderos de
esa difusión y su capacidad para promover prácticas culturales constantes. De un modo o de otro,
la negación pura y simple del valor cultural de esa industria ya no es una unanimidad.
En términos de política cultural para la industria cultural o de entretenimiento, las
tendencias divergen de país a país. Como formas de políticas cultural se registran desde la censura
aplicada a los diversos medios de expresión (libros, periódicos, películas, etcétera) hasta el apoyo
incondicional a la producción cultural, pasando por la indiferencia (relativa) de cuanto sucede en
ese campo. Países como Francia intervienen en la industria cultural de diversas maneras: se
anticipa a los cineastas parte de los ingresos de sus películas; se establecen cuotas de exhibición
de películas francesas y europeas en las televisoras del país; consejos curadores
supragubernamentales demandan a las estaciones de televisión por los excesos de violencia en sus
programas; se controlan los precios de los libros; se costean óperas completas. Estados Unidos, en
nombre de la libertad de expresión y de la autorreglamentación del mercado, interviene poco en
el área de la industria cultural. En Brasil se adoptó una política semejante desde la
redemocratización al principio de los años ochenta: el gobierno retiene el monopolio de los
canales de televisión y radio, pero los cede a empresas comerciales sin ningún criterio público
visible y sin exigir nada a cambio en el área de la producción cultural (tantas horas de
programación de esta o de aquella naturaleza, apoyo al audiovisual nacional, educación a
distancia, etcétera). En todos los casos las empresas privadas son absolutamente autónomas en la
decisión comercial del uso de sus privilegios. Para los medios de menor significación económica y
política, como el cine, la industria editorial o el teatro, se crearon diversas leyes de incentivo fiscal
que, si tuvieron el mérito de llamas la atención de las empresas privadas para el área de la cultura,
significaron poco en términos de un estímulo cultural propiamente dicho.
Sin embargo, la industria cultural es un campo de la producción cada vez más significativo
al exigir de los gobiernos una atención específica si no por su carácter cultural, por lo menos por su
importancia económica. En 1994 la producción audiovisual de Estados Unidos representaba el
segundo lugar del índice del producto nacional de ese país, sólo superada por la producción
aeronáutica. En ese mismo año, las películas estadounidenses vendieron 362 millones de entradas
en los cines europeos, mientras que en los cines estadounidenses las películas europeas lograron
sólo 45 millones de espectadores (el precio de una entrada en un cine de buena condición de siete
a ocho dólares). En Europa las películas estadounidenses representaron cerca de 80% del
movimiento económico del sector exhibidor, mientras que en Estados Unidos las películas
extranjeras ganaron 1.3% del total. Incluso en ese año Estados Unidos exportó a Europa tres mil
millones de dólares en audiovisuales, mientras que Europa vendió a Estados Unidos 250 millones
de dólares. En total, las redes europeas de audiovisual consumieron cerca de cinco billones de
horas anuales de programas americanos, en tanto que los productos europeos difundidos en las
redes americanas alcanzaron un total de 180 millones de horas. Además de demostrar la
disparidad de las condiciones, esos números señalan la importancia económica (y cultural) de la
industria cultural, la cual exige una política equivalente a la puesta en práctica para los demás
campos de la producción. Sin embargo, en Brasil esa política cuando existe es errática y
dependiente por completo de la voluntad personal del gobernante.
Referencias

Adorno, Theodor W. “Televisão, consciência e indústria cultural”, en Cohn, Gabriel (coord.),


Comunicação e industria cultural, Nacional, São Paulo, s.f.
—. Dialéctica del iluminismo, Sudamericana, Buenos Aires, 1969.
Adorno, Theodor W. y Max Horkheimer. “O Iliminismo como mistificação de massa”, en Lima, Luiz
C. (coord.), Teoría da cultura de massa, Paz e Terra, Río de Janeiro, 1978.
Benjamin, Waller A. “A obra de arte na época de sua reprodutibilidade técnica”, en Lima, Luiz C.
(coord.), Teoría da cultura de massa, Paz e Terra, Río de Janeiro, 1978.
Chauí, Marilena. Cultura e democracia, Cortez, São Paulo, 1989.
Coelho, Teixeira. “Sensibilidades”, en Revista Imagens, núm. 1, abril de 1994, Unicamp, Campinas.
—. O que é indústria cultural, 17a ed, Brasiliense, São Paulo, 1995.
Cohn, Gabriel (coord.) Comunicação e indústria cultural, Nacional, São Paulo, s.f.
Farcía canclini, Néstor y Gilberto Guevara Niebla (coords.) La educación y la cultura ante el Tratado
de Libre Comercio, Nexos/Nueva Imagen, México, 1992.
Littlejohn, Stephen. Fundamentos teóricos da comuni ação humana, Zahar, Río de Janeiro, 1982.
Miceli, Sérgio et al. Política cultural comparada, Funarte, Río de Janeiro, s.f.
INSTITUCIÓN CULTURAL
Sumario: Instituciones culturales, formaciones culturales, movimientos culturales.
Estructura relativamente estable orientada a reglamentar las relaciones de producción,
circulación, intercambio y uso o consumo de la cultura (ministerios y secretarías de la cultura,
museos, bibliotecas, centros de cultura, etcétera). En las instituciones esa reglamentación se
establece mediante códigos de conducta o de normas jurídicas.
Las instituciones culturales y las formaciones culturales se diferencian porque las primeras
generalmente no son necesariamente organizadas por quienes animan el sistema de producción
cultural (artistas, público, etcétera), mientras que las segundas provienen de la iniciativa directa de
productores o usuarios de la cultura (que se reúnen, por ejemplo, alrededor de cooperativas de
producción o de asociaciones de uso o consumo o, incluso, de centro culturales independientes).
Con frecuencia las instituciones son de derecho público y se rigen por decretos, leyes u otros
instrumentos jurídicos análogos, en cambio las formaciones tienen naturaleza privada y se definen
por contratos particulares o códigos de conducta.
Entre las instituciones y las formaciones culturales se establecen relaciones formales o
incluso causales sin que las identidades de unas y otras se confundan.
Los movimientos culturales (cine nuevo, expresionismo), fenómenos de la modernidad,
son formaciones aún más flexibles, no regidas por contratos formales de ninguna especie (aunque
en ellas se pueda observar de maneta informal mediante una gama de principios o conceptos.

Referencia
Williams, Raymond. Cultura. Sociología de la comunicación y el arte, Paidós, Barcelona, 1981.
INTEGRACIÓN CULTURAL
Sumario: Integración regional, nacional y supranacional; la industria cultural y las políticas
culturales, acuerdos regionales de integración.
Término relacionado: Democracia cultural.

Intercambio de productos y servicios culturales entre localidades de una misma región, regiones
de un mismo país o de países y territorios diferentes, de tal modo que poblaciones o comunidades
diferentes lleguen a formar parte de un mismo sistema de producción cultural, eso es, de manera
que sus productos culturales penetren en un mismo circuito y sean susceptibles de uso y consumo
por todos los que forman parte de ese sistema. Las ferias, las fiestas religiosas y, más
recientemente, los medios en particular de televisión y la radio, han sido instrumentos de
integración cultural. Durante el gobierno militar, entre los años sesenta y ochenta, Brasil fue,
como resultado de un proyecto específico, integrado culturalmente por los servicios de
telecomunicaciones que llevaron las señales de televisión a todos los rincones del territorio
nacional.
Según diferentes autores, esta integración presenta aspectos positivos, como el acceso de
comunidades marginadas al mercado simbólico, y negativos, como la uniformación de la
producción cultural, mastificación de las sensibilidades, extinción de formas culturales regionales
o alternativas.
Más recientemente, el tema de la integración cultural es discutido sobre el trasfondo de
los ensayos de integración económica como el de la Comunidad Económica Europea, el Tratado de
Libre Comercio (América del Norte) y Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay). En este
contexto, la integración cultural es estudiada no sólo desde la perspectiva de los intercambios
simbólicos y de la construcción de imaginarios de proyección recíproca (el imaginario brasileño
acerca de Uruguay y viceversa), sino también como un tema relativo al mercado cultural en su
aspecto económico y político. Asuntos de política cultural relativos a la producción de obras de
cultura, especialmente en el área audiovisual, se transforman en puntos de intensa negociación,
como se vio en la Ronda de Uruguay del Acuerdo General de Aranceles y de Comercio (GATT),
involucrando de manera particular intereses europeos (sobre todo franceses) y norteamericanos.
Estados Unidos pretendía que los productos culturales fueran tratados como cualquier otro
producto económico, mientras que los europeos, liderados por lo franceses, exigían un
tratamiento excepcional para las obras de cultura por no ser meros bienes económicos sino por
solidificar imaginarios modos de vida y de comportamiento sin valor comercial, Estados Unidos
intentaba abolir todos los obstáculos y barreras de la libre circulación de los productos culturales;
por su parte, los europeos deseaban establecer cuotas reservadas para la divulgación de las obras
europeas y, dentro de Europa, de las diversas obras nacionales, fijando límites para la exhibición
de películas americanas en cine y en televisión al obligar a las emisoras a transmitir, durante un
número mínimo de horas anuales, obras regionales no sólo para proteger económicamente a la
industria cultural local sino también para asegurar la defensa de la identidad cultural de cada país.
Al final prevaleció el establecimiento de límites y cuotas de exhibición.
Más allá de los asuntos propiamente culturales, los intereses económicos en juego son
enormes. En Estados Unidos el segundo punto del índice de producción nacional es representado
por la industria del audiovisual, en seguida de la industria aeronáutica.
En la época de la globalización la integración cultural tiende a ser algo inevitable e incluso
una condición de supervivencia de las diferentes y actuales naciones. Esto ha llevado a no
formulas el problema en términos valorativos (discutir si la integración es en sí buena o mala) sino
sólo a buscar las respuestas adecuadas para una integración capaz de atender a todos los
intereses involucrados. En la formulación de políticas culturales se buscan procesos consensuales
capaces de garantizar a las comunidades participantes un poder de decisión autónomo sobre
aquellos bienes que representan su imaginario, su cotidianidad y su memoria. En todo proceso de
integración están en juego las hegemonías y las diferencias, que demandan una respuesta
compleja —con la cual no se incomoda a la industria cultural, que, en la práctica y sin políticas
culturales diseñadas, ya viene promoviendo esa integración. Puesto que el consumo del
audiovisual ha aumentado de manera notable, los complejos industriales de producción en esa
área, localizando sobre todo en Estados Unidos y en el sudeste asiático, tienen las condiciones
para imponer la integración que más les conviene mientras las políticas culturales no llegan a un
acuerdo sobre qué hacer.

Referencias
Achugar, Hugo (coord.) Cultura Mercosur, Logus, Montevideo, 1991.
Bonfil Batalla, Guillermo. “De culturas populares y política cultural” en Culturas populares y
política cultural, Museo de Culturas Populares/SEP, México, 1982.
Entel, Alicia. “Cono Sur 1970-1990; de la liberación a la integración”, en Achugar, Hugo (coord.),
Cultura Mercosur, Logus, Montevideo, 1991.
Maggi, Carlos. “Debate al segundo panel”, en Achugar, Hugo, Cultura(s) y nación en el Uruguay de
fin de siglo, Logus, Montevideo, 1991.
Milanesi, Luis. O paraíso via Embratel, Paz e Terra, São Paulo, 1983.
POLÍTICAS CULTURALES POSMODERNAS
Sumario: La noción de futuro; presentismo contemporáneo; homogeneidad y
heterogeneidad; el desgaste de las instituciones; delegación y representación; dirigismo cultural.
Términos relacionados: Afectivo; culturas posmodernas, gusto, política cultural.

Entre las diversas características que es posible reconocer en la posmodernidad, además de


aquéllas abortadas en la entrada de culturas posmodernas, dos hablan particularmente de las
políticas culturales. Estos dos rasgos caracterizan a otras tantas tendencias o campos magnéticos
alrededor de los cuales se ubican diversos aspectos de las políticas culturales.
El primero se refiere al relativo abandono del futuro como eje orientador de la vida
individual y colectiva. En la modernidad, la vida individual y colectiva era pensada casi
exclusivamente a partir de la idea de una mañana por construir, el cual, una vez alcanzado,
recompensaría a ese individuo y a ese colectivo por el aplazamiento del placer exigido por aquel
primer objetivo.
El futuro como valor que orientaba era parte de un sistema epistemológico mayor del cual
formaron parte, desde el siglo XVIII; el concepto de historia lineal y del progreso como motor de la
civilización. La noción de proyecto, frente a la propuesta filosófica de Jean-Paul Sartre, era la
forma asumida por la idea de futuro en el plano de la organización de la vida individual y colectiva
en la modernidad.
En la posmodernidad, el futuro como valor predominante cede lugar al presentismo, a la
no anticipación del place, a la valoración de la vida como un bien de primera importancia.
En las palabras de Michel Maffesoli, el futurismo moderno —y modernista, cabe añadir— cedió
espacio al presentismo contemporáneo.
Una segunda característica de la posmodernidad apunta hacia una tendencia en el sentido
de la heterogeneización, en la contemporaneidad, en oposición a la homogeneidad característica
de la época moderna. La fórmula expresiva de la modernidad homogeneizadora es la reductio ad
anum, de la cual la universidad, con su objetivo de buscar la diversidad en la unidad, es un hecho
evidente. La creación del Estado-nación, de manera particular, y la de las instituciones sociales en
general, se indican como casos de esta moderna homogeneización. La propia noción de lo social es
una creación del siglo XIX. La convivencia es una forma humana eterna, pero antes su contexto era
eminentemente antropológico. El siglo XIX racionaliza esta categoría y hace de ella un estatuto
cuya naturaleza rebaza las fronteras de lo antropológico para presentarse bajo la marca de lo
ideológico, entre otros aspectos.
La heterogeneidad posmoderna trae como valor privilegiado la diferencia y, en consecuencia, el
desgaste de la figura de la institución (la cosa estable), en todas sus versiones —el Estado, la
familia, la escuela y la universidad, el partido—, y el desmoronamiento de las nociones de
representación y delegación. Como la vida es uno de los mayores bienes de la contemporaneidad,
el tribalismo es considerado el equivalente de la institución moderna. Después de una etapa de
objeciones impuestas por la institución, marcada simbólicamente por la revuelta estudiantil de
mayo de 1968, los años ochenta se caracterizan por la búsqueda de un acuerdo con la institución:
sin esta búsqueda la vida común no parece viable pero ya no se espera de ella la solución a todos
los problemas; el compromiso con la institución se muestra en una práctica de identificación de
sus nichos o hendiduras que puedan ofrecerse como otros tantos topes de localización de las
prácticas individuales o “tribales”. En este marco, la noción de lo social racionalizado, propio del
siglo XIX, se debilita y tiende a ser sustituido por una convivencia que apunta hacia un ideal
comunitario por vivir bajo el paraguas (no exclusivo) del localismo.
Las consecuencias de este nuevo contexto para la formulación e implantación de las
políticas culturales son claras. En primer lugar, una política cultural difícilmente puede ahora
presentarse como instrumento para el desarrollo de las representaciones simbólicas de los
individuos o comunidades.
Como las ideas de futuro, proyecto, progreso y evolución caen en desuso, la búsqueda del
desarrollo cultural —propia del dirigismo cultural en sus diferentes versiones (políticas
nacionalistas, de tradicionalismo patrimonialista, estatales-populistas, etcétera) — deja de ser una
prioridad.
Con la falta de creencia en la potencialidad organizativa del Estado para solucionar los
problemas humanos, y con la duda sobre las ideas de delegación y representación, deben buscarse
nuevas formas de institución cultural. En el proyecto de instalación de los Centros de Información
y Convivencia en São Paulo, idea original de Luiz Milanesim se insiste en responsabilizar a la propia
comunidad por la organización de dichos centros, y tal insistencia es ilustrativa de esta nueva
tendencia. Se deja de creer en las instituciones pero éstas aún son necesarias. La solución es
reducir al máximo la acción directa de la burocracia, por medio del enfriamiento o rechazo puro y
simple de la representación y de la delegación (el individuo ya no delega en un Estado, que ya no
lo representa, la función de atender sus necesidades culturales: lo hace él mismo), y ocupar
directamente las instancias organizadoras que se puedan vislumbrar. El Albany Arts Center, en la
periferia de Londres, es otro caso de la posmodernidad en política cultural. Este centro fue
construido por el poder público, pero quien lo administra directamente son los propios
ciudadanos, organizados bajo el esquema de asociación cultural elegida por medio de un sistema
de asistencia pública; se selecciona la mejor propuesta en términos culturales y económicos y los
responsables de ella pasan a administrar el centro haciendo de esa actividad una ocupación
profesional remunerada. Anualmente, el administrador debe rendir dobles cuentas al Estado,
desde el punto de vista económico (el principio es que las actividades del centro deben al menos
sostenerlo, aunque se prevea alguna participación de recursos públicos) y cultural (adecuación de
las actividades a los propósitos del centro). El Estado se reserva así el derecho de supervisión, aun
en nombre de colectividad, pero ya no es el agente cultural inmediato, esta función corresponde
Ahora al ciudadano individual o asociado a una empresa cultural. La contrapartida de este
procedimiento es la gradual desvinculación del Estado como proveedor de recursos económicos
para la cultura, consecuencia eventualmente negativa que tiene un aspecto positivo en la creación
de verdaderos indicadores culturales de la comunidad, puestos al frente de las iniciativas
culturales. Con esa política, el dirigismo cultural es más difícil de logras y es menos viable. En
resumen, la institución propiamente dicha (un centro de cultura, una biblioteca pública, un
museo) no desaparece; al contrario, como uno de los valores de la posmodernidad es el espacio, la
institución es realmente valorada y el Estado continúa siendo responsable por su instalación. No
obstante, su administración, su alma, ya no es la del Estado, la del empleado público —uno de los
grandes obstáculos en la organización y en la dinámica culturales—, sino el alma de los propios
ciudadanos beneficiados por la institución.
Otra consecuencia de la tendencia posmoderna en política cultural, aún está ligada al
derrocamiento del futuro como valor individual y social: la reducción de los cursos formadores e
informadores, comunes a los centros de cultura, y su sustitución por otras actividades de interés
inmediato para la comunidad. La oferta de cursos de las más diversas modalidades— curso de
teatro, de cine, de literatura, de artes plásticas, etcétera— fue durante mucho tiempo una de las
facilidades de las políticas culturales. Por una parte, era resultado de la falta de recursos para
montajes teatrales, producciones cinematográficas, etcétera, y, por otra parte, respondía muy
bien a la política educativa del Estado o de muchos de sus agentes individualmente considerados,
vocación de la política cultural y que históricamente desembocó en diferentes versiones del
dirigismo cultural. Los cursos aún pueden atender necesidades profesionales específicas de una
comunidad pero, por estar orientados hacia una eventual consecución futura de sus propuestas,
plenamente alcanzadas cuando se logran las metas del curso, tienden a ser abandonados por una
comunidad que cada vez quiere ser más atendida ahora en sus necesidades y deseos culturales.
Esta certeza lleva a pensar nuevamente en el rechazo a la política de eventos, actitud
común en Brasil desde que las diversas instituciones culturales comenzaron a fortalecerse y
multiplicarse a partir de los años ochenta. Esta política de eventos ofrece a la comunidad
momentos culturales que se salen de una determinada rutina (concepción técnica de evento). Ha
sido continuamente impugnada como forma episódica de acción cultural que no deja nada
sembrado y que se transforma en opción para la llamada atención de mostrador, mediante la cual
los artistas individualmente considerados ven atendidas sus pretensiones artístico-económicas, al
compás de las convivencias políticas y sin mayores compromisos con la cultura de las comunidades
ante los cuales se producen. No obstante, desde la perspectiva posmoderno una política de
eventos puede ser vista con otros ojos. En primer lugar, en un momento en que la circulación de
bienes culturales aumenta a un ritmo constante —y uno de los resultados de esto es, aunque de
manera tímida, la inclusión de Brasil en el circuito de las grandes exposiciones de arte y de las
grandes giras tanto de las compañías de teatro y danza como de filósofos, poetas, escritores y
otras personalidades, y, además, la proliferación de festivales y muestras de cine y video, por
ejemplo—, la realización de actos lo más aislados unos de otros puede ser significativa y
estimulante tanto para las necesidades comunistas y pretensiones creadoras de los individuos
como para la dinámica cultural como un todo. Si lo que está en juego para un individuo o una
comunidad es el interés por el consumo de una obra de cultura, la recepción de un buen producto
al que no tendrían acceso si no fuera por una política cultural, tiende a justificarse en sí misma. Si,
por otra parte, el objetivo fuese incentivar la creación, nada puede hacerlo mejor que la
observación de una buena obra. Lo que lleva a alguien a escribir un libro, hacer una película o
montar una obra de teatro se debe más a la lectura de otro libro, a ver una buena película o una
buena obra, que a un curso de formación o información en estos campos. La mayoría de las
ciudades brasileñas, incluyendo a las capitales, son todavía un inmenso desierto cultural en cuanto
al acceso a buenos libros películas, exposiciones, conciertos, canales de televisión y todo cuanto se
pueda pensar en el área cultural. En estos rubros, la implantación de una política de eventos bien
diseñada no sólo tiene mayores condiciones para atender a la sensibilidad del hombre
posmoderno como en ella misma, independientemente de cualquier otra consideración: una
realización justificada en el interior de una política cultural. Por ejemplo, la red de casas de cultura
de Francia funciona más que satisfactoriamente en su papel de puntos bien identificados en un
circuito cultural alternativo (a veces el único circuito) por los que pasa a mejor parte de la
producción cultural del país y del exterior, irrigando culturalmente a localidades y regiones que de
otro modo estarían al margen del proceso. La gran función de estas casas es precisamente la de
repetidoras del circuito cultural central (pertenezca éste o no al mercado, es decir, dedicado a la
cultura comercial o a la cultura de experimentación, de vanguardia u otra). Otras actividades antes
privilegiadas (talleres, cursos, asociaciones de diversa naturaleza) progresivamente han sido
apartadas, por la retracción de la actividades del Estado, sin que las comunidades involucradas se
sientan perjudicadas.
Desde otro perspectiva, las iniciativas o estructuras “duraderas” promovidas como
alternativas a la comentada política de eventos resultaron, en la mayoría de los casos, ineficaces e
inconsecuentes, cuando no simplemente poco interesantes o irrelevantes. Carentes siempre de
recursos, estas iniciativas por lo común fueron aplicadas por recursos humanos no calificados
plenamente (artistas de segunda línea, educadores desplazados de sus funciones orígenes,
burócratas transformados en profesionales de la cultura, aficionados de diversa extracción) y casi
nunca fueron capaces de ingresar en la dinámica cultural viva a la que deberían o podrían
pertenecer. Los talleres proliferan a diestra y siniestra, influidos por proyectos individuales; los
centros de información no consiguen los recursos exigidos por la tarea autopropuesta; los centros
de cultura, que deberían ser estructuras duraderas, reinciden en la falta de programas
mínimamente consistentes. A esto se debe añadir el hecho histórico de que, salvo contadas
excepciones, a cada nueva gestión político-partidaria corresponde una nueva “propuesta” cultural
que será puesta en práctica por encima de la anterior, desconociéndola por completo cuanto no
anulándola intencionalmente aun proviniendo del mismo partido que se sucede a sí mismo en el
poder. Como, por tradición, el primer año de cada administración se pierde casi en su totalidad en
el ejercicio del control de la máquina administrativa y en la búsqueda de recursos inexistentes en
una caja que marca ceros gracias al equipo anterior, y como todo el último año se acostumbra
dedicarlo a las iniciativas electoreras que se aproximan (esto cuando otras prioridades no cancelan
del todo la programación cultural), las posibilidades de una acción duradera en el Estado, en
oposición a una política de eventos, son rigurosamente mínimas. Al contrario de lo que ocurre en
los países llamados avanzados, en Brasil no existe o no se permite que exista un programa de
gobierno, en todos los sentidos y en todas las áreas, que se del país y no de un grupo, un programa
que en su mayor parte por lo menos sea promovido por el partido en el poder cualquiera que éste
sea. En Francia, por ejemplo, la política cultural ha mantenido prácticamente la misma orientación
y varios de sus detalles, desde que André Malraux la conformó en su aspecto contemporáneo al
final de la década los cincuenta. Partidos de derecha y de izquierda se han sucedido mutuamente
sin modificaciones notables en este campo. En Brasil, lo contrario es verdadero. En este caso, una
sólida política de eventos puede ser, paradójicamente, la única política cultural duradera a la que
se pueda aspirar. En una posición radical, tal vez sea mejor practicarla, en vez de seguir caminos
vinculados con una concepción de política cultural, y de intervención cultural del Estado, ya
agorada.
Por lo demás, una política de eventos puede también responder a las exigencias del
presentismo contemporáneo, en desacuerdo con las continuas postergaciones del placer. Tiene
además —y tal vez sólo ella— condiciones que den salida a la multiplicidad de diferencias y a la
fragmentación que caracterizan al momento actual. De hecho, sólo una política de eventos abierta
a la comunidad culturalmente activa en su inmensa variedad puede responder a la exigencia de
diversidad que caracteriza a nuestros días. Las estructuras estatales típicas de las políticas
culturales de inspiración moderna —estructuras demasiado fijas, con poca o ninguna movilidad en
virtud de su propia organización político-jurídica— parecen estar en condiciones para vivir el día
de hoy y para responder culturalmente al hombre contemporáneo.

Referencias
Coelho, Teixeira. Moderno e pós-moderno, Iluminuras, São Paulo, 1995.
Habermas, Jurgen. El discurso filosófico de la modernidad, Taurus, Madrid, 1989.
Maffesoli, Michel. A contemplação do mundo, Artes e Oficios, Porto Alegre, 1995.
Touraine, Alain. Crítica de la modernidad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1995.

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