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“DANIEL A.

CARRION: REFLEXION Y
REPERCUSIONES DE SU ACCION”. SEMANA
DE LA MEDICINA PERUANA.
1 oct 2007

HIPOCRATES EN LA VIDA DE DANIEL ALCIDES CARRION

TRIUNFAL Y TRAGICA LEYENDA EN LA VIDA DE UN PERUANO REAL

Dr. Uriel García Cáceres

PRIMERA PARTE: UN PERUANO REAL

La vida trágica de un estudiante de medicina que irrumpió en el medio social y científico

del Perú de fines del siglo XIX en el momento dramático del esfuerzo nacional por superar

un estado posbélico (Guerra Perú con Chile, 1879-1883) tras una amarga derrota,

ocupación militar, depredación de sus recursos económicos y pérdida de un extenso

territorio rico en minerales. Daniel Alcides Carrión (1857-1885) - nacido en una población

minera, a un poco más de 4 mil metros de altitud sobre el nivel del mar, de rasgos

culturales y genéticos nativos - realizó un audaz experimento médico en su propio cuerpo,

sucumbiendo como víctima de la inoculación con el producto sanioso extraído de un

enfermo con “verruga peruana”. Su muerte, el experimento que le costó la vida y el

significado de su audacia fueron, inmediatamente después de su muerte, objeto de

aprovechamiento ventajista por dos grupos de médicos políticamente enfrentados. Hubo,

entre esos dos bandos, un intercambio de denuestos y acusaciones que lo colocaron,

post mortem, en el primer plano de la atención pública. Así este aprendiz de investigador

científico adquirió fama que trascendió las fronteras. Sobre su cadáver se diputaron el

derecho a protegerlo, después de haberlo ignorado cuando inició su experimento y

durante la penosa enfermedad, y agonía, que padeció.


Fotografía de Courret realizada en 1880. Su elegante vestimenta muestra signos
de prosperidad económica. Fue tomada el año de su ingreso a la facultad de
medicina y está dedicada a su padrastro, con quien le unía un gran y enaltecedor
cariño.

HIPÓCRATES, EL TÓTEM DE LA MEDICINA

Hipócrates, “El Tótem de la Medicina”, es la figura representativa de la profesión


médica del mundo. Su vida y obra están envueltas en una bruma de leyendas
desde que no existe documentación fehaciente que sustente su existencia real.
Los hechos atribuidos a él son actos de fe. Entre los supuestos escritos atribuidos
a Hipócrates hay algunos que tienen la categoría de evangelios, por el vuelo
filosófico que demuestran así como por el mensaje imperecedero de
comportamiento moral y deontológico, no tanto es así por el valor científico de los
mismos. Uno de esos, digno de comentar para este trabajo, es el Aforismo I, de la
Sección 1ª de la obra: Aforismos , cuyo texto dice: «La Vida es breve; la ciencia es
eterna; la experimentación peligrosa; la ocasión fugaz; la deducción difícil». Es
deber del médico actuar adecuadamente no sólo en lo que a él le concierne sino
en asegurar la cooperación de su enfermo, de los que lo atienden y de todos los
agentes externos.
Un simple estudiante de medicina peruano afloró a la fama reproduciendo en su
propio cuerpo aquello de lo fugaz que es la vida, de la permanente vigencia de los
postulados científicos, de lo peligroso que es experimentar, de lo elusiva que es la
ocasión y de la difícil deducción dentro de la incipiente ciencia de su tiempo.
Quizás no exista en toda la historia de la medicina un ejemplo de tan clara
identificación con ese evangélico postulado, de hace más de dos mil años
supuestamente dictado por Hipócrates, de quien, como de Jesús, no se tiene sino
en la fe la prueba de su real existencia.
Retrato de Hipócrates, imaginado por un artista bizantino, del siglo XIV, realizado
para ilustrar una traducción de las obras atribuidas a él. Existente en la
Bibliothéque Nationale de París. Ha sido reproducido de The Aphorisms of
Hippocrates, with a Translation into Latin, and English, by Thomas Coar. 1822, A.
J. Valpy, London. Conviene anotar que en las primeras décadas del siglo XIX
estuvo de moda traducir, directamente del griego original a idiomas modernos, los
escritos de Hipócrates, no como insumo para la historia de la medicina sino como
textos de enseñanza. Esto, demuestra el pobre avance que la medicina había
alcanzado hasta entonces.

LA VIDA ES BREVE

Carrión vivió 28 años. Vaya si su vida fue breve. Falleció justamente cuando
comenzó a hacer planes para ir a Europa, a Francia, a mejorar la escasa calidad
de sus conocimientos académicos y cuando reflexionaba sobre la importancia de
la superación para sobresalir del resto de la sociedad. La misma que lo marginó,
por su fisonomía y manera de ser nativa. Murió cuando trataba de obtener la
medalla de ganador en un concurso para el mejor trabajo científico sobre una
enfermedad andina, la que sus paisanos, nativos de las inhóspitas alturas de su pueblo

natal temían que los matara, cuando bajaban a las quebradas templadas; porque, ellos

eran atacados por la bartonellosis andina. A esa enfermedad, por esos años, se le

conocía con los confusos denominativos de “verruga peruana” y “fiebre de la Oroya”,

nombres que reflejaban la completa ignorancia, que se tenía, sobre su real naturaleza.

Daniel Alcides Carrión nació como producto de una aventura amorosa extramatrimonial

de sus progenitores. Fue el típico caso del hijo no reconocido de un padre aventurero. La

madre, una adolescente nativa, de 17 años, cuando concibió a Daniel, fue seducida por

un inmigrante ecuatoriano casado previamente con una dama de la ciudad de Huancayo,


establecida en esa ciudad.

Daniel nació en la ciudad de Cerro de Pasco, en 1857 que en esa década era un foco de

atracción económica de la mayor importancia. Eran los tiempos en los que la minería,

después de la consolidación de la república independiente, comenzó a revivir de las

cenizas de la hecatombe producida por las luchas intestinas que siguieron a la

independencia.

Cerro de Pasco era la segunda ciudad en importancia económica del país, lo fue hasta

casi fines del siglo XIX. Situada a un poco más de 4 mil metros de altitud sobre el nivel de

mar, en medio de una confluencia de tres cadenas de agrestes montañas de los Andes,

en el centro geográfico del Perú. Hasta la llegada del ferrocarril a fines de la década de

1890, era un sitio de muy difícil acceso. Sin embargo en la época de Daniel Carrión era

una extraordinaria ciudad, sin un plano urbano con calles y plazas, ya que había crecido

en la medida que los yacimientos mineros artesanales fueron apropiados por los

buscadores de ricas vetas de mineral argentífero. Además había una mezcla de

residencias muy cómodas y confortables al lado de tugurios infrahumanos, sus habitantes

eran de los cuatro confines del Perú y del mundo. Había bares, burdeles, garitos, casas

de juego y toda clase de establecimientos comerciales que vivían de la prosperidad

económica de los mineros. Cuentan los viajeros que el consumo de licores finos

importados era inmenso y que se vendía ropa importada de la última moda europea y

toda clase artículos de lujo.

La familia de la rama materna de Daniel tenía un negocio de una mediana prosperidad.

Su madre fue una mujer de escasa cultura pero con deseo de superación extraordinario y

con un enternecedor afecto por su hijo, fruto de sus amoríos juveniles. Carrión pasó su

adolescencia en ese medio, conoció del fatalismo de sus gentes, habitantes de una

ciudad donde el dinero fácil cambiaba de manos con extraordinaria rapidez, en pos de

ganancias o pérdidas súbitas. Con fatalismo, en los juegos de azar se perdía hasta la

camisa y, a veces, la vida misma.


Middendorff, fue un médico y erudito humanista, que estudió la realidad peruana durante

la segunda mitad del siglo XIX. Hizo una vívida descripción de la ciudad de Cerro de

Pasco. Tomado de Middendorff, E. W.: PERÚ, observaciones y estudios del país y sus

habitantes durante una permanencia de 25 años . Tomo III, La Sierra. Primera Versión

Española. Universidad Nacional de San Marcos, 1974.

Fue traído, por su padrastro, a Lima para completar su escolaridad. Se le matriculó como

alumno interno en el llamado Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, que para 1873,

año de su inscripción, era el mejor centro estatal de instrucción secundaria. Los hijos de la

elite provinciana eran matriculados en ese centro, en el que se impartía enseñanza de

gran calidad con maestros calificados.

Esos años fueron los del triunfo del primer partido político organizado por civiles, con

ideario doctrinario y con planes de acción, como nunca antes había existido desde el

inicio de la vida independiente. Ese partido se llamó Civilista , precisamente para

contraponerse al militarismo que durante medio siglo había, inorgánicamente, gobernado

el Perú. La doctrina filosófica social de este partido era la propugnada por Herbert

Spencer (1820-1902) y sus derivaciones. Una de estas era la adaptación del “positivismo

científico” a la teoría de la selección de las especies biológicas. A esto se llamó el

“darwinismo social”, manera de pensar que tuvo un gran impacto favorable entre los

racistas derrotados en la Guerra Civil de los Estados Unidos de América. Según los

darwinistas sociales había que admitir la existencia de razas humanas biológicamente

superiores e inferiores; las últimas constituían un lastre para el desarrollo nacional. Esos

fueron los ideólogos del Partido Civil que, cuando el adolescente Daniel Carrión llegó a

Lima, había llevado a la presidencia de la republica a Manuel Pardo. Hay que recordar

que Pardo fue entronizado en la presidencia de la república después de una asonada

popular que masacró al grupo de retrógrados militares que intentaron desconocer el

resultado de las elecciones. Cuando en 1878, en noviembre, Manuel Pardo, que ya era

ex-presidente de la república y presidente del Senado, fue asesinado, Carrión cursaba el


segundo año de estudios en la Facultad de Ciencias de la Universidad de San Marcos.

Dos aspectos de la ciudad de Lima en los tiempos de Carrión. A la izquierda: los techos

de las casas eran planos, sostenidos por vigas de madera y rellenos con tortas de barro.

Nunca llovía como en la sierra y jamás la temperatura bajaba por debajo de 11 grados C

sobre 0. La humedad, en invierno o verano es cercana al 80%. En comparación en Cerro

de Pasco llueve y nieva todo el año, la humedad es de 40% y el agua hierve a 70 grados

C. En el grabado de la derecha: se observa la calle paralela al jirón Callao donde Daniel

Carrión vivió y de donde, gravemente enfermo, fue conducido en una camilla, por dos

fornidos cargadores, hacia la Maison de Santé, el 4 de octubre de 1885, falleciendo allí al

día siguiente.

En abril de 1879, coincidiendo con la declaratoria de guerra con Chile, rindió el examen

para el ingreso a la Facultad de Medicina. Fue rechazado, el presidente del jurado

examinador era el doctor Celso Bambarén, quien además era el ideólogo del partido

civilista, fue además introductor en el país de las ideas de Auguste Comte y de Herbert

Spencer. Todos los universitarios, especialmente los alumnos de medicina, eran

fervientes civilistas, mejor dicho darwinistas sociales. Al año siguiente, Carrión, en abril de

1880, volvió a tentar suerte, esta vez se aseguró su presencia en el medio hostil al donar

un puño de oro de bastón y una libra de oro para la colecta nacional con el fin de comprar

un nuevo buque de guerra; también se inscribió como militante en el partido Civil, el de las

mayores preferencias de los miembros médicos, estudiantes y maestros, de la facultad;

especialmente y el del presidente del jurado examinador, Bambarén.

Estudió Medicina en las condiciones más desafortunadas. Su primer año, cursó cuando

todos los recursos de la nación estaban dedicados al esfuerzo bélico. Profesores y

alumnos de años superiores estaban en el teatro de la guerra, a miles de kilómetros al Sur

del entonces enorme territorio nacional, combatiendo o colaborando en las ambulancias

para atender a los heridos, en las desastrosas derrotas en el teatro de guerra en


Tarapacá y Arica. Así cursó el primer año, 1880, cuando el ejército peruano del Sur

colapsó y todos los limeños sabían que el enemigo chileno invadiría la capital de la

república, para consolidar sus triunfos iniciales. Durante la segunda mitad de ese año la

flota chilena bloqueó todos los puertos del litoral, bombardeó cotidianamente el Callao e

hizo participar en esas acciones al reconstruido blindado Huáscar, el buque insignia que

le fue arrebatado al Perú, en la batalla de Angamos. Todos se preparaban a rechazar la

invasión que debía realizarse los primeros días de 1881.

En los últimos meses de 1880 se organizaba, febril pero atropelladamente, la defensa de

Lima. Se creó batallones alrededor de algún distinguido ciudadano, el que generalmente

erogaba los gastos para su equipamiento, junto con los improvisados jefes y oficiales de

la plana mayor. Así surgió el batallón “13 de Diciembre”, en recuerdo del golpe de estado

de Nicolás de Piérola que lo llevó al poder, el año anterior. Daniel Carrión figura en la

plana mayor de ese batallón, como abanderado; el jefe fue don Francisco M. Fernádez,

con el grado de coronel. Para ser abanderado se necesitaba tener un coraje a toda

prueba, ya que el porta estandarte de la bandera, durante los combates, era el blanco

preferido del enemigo.

El segundo año lectivo Daniel Carrión (1881) lo cursó en las condiciones más increíbles.

El local de la Facultad de Medicina, el mismo que fue construido por Hipólito Unánue, en

la Plaza Santa Ana, fue depredado por el enemigo y confiscado para servir de cuartel. El

decano y secretario de esa facultad, al maliciar ese despojo, sustrajeron, con anticipación,

los archivos y los libros de matrícula. Las clases fueron dictadas en el domicilio de los

profesores y las prácticas en los vetustos hospitales Santa Ana y San Bartolomé, ya que

el Hospital “Dos de Mayo”, el mejor de la ciudad, fue confiscado por las tropas de

ocupación para sus propias necesidades.

Carrión vivió en las condiciones más precarias, después de la toma de Lima, por el

ejército chileno. Su hermano materno, Teodoro Valdivieso, menor que él, fue matriculado

como lo fue él, en el Colegio de Guadalupe.


Composición fotográfica con los retratos del cuadro superior del Batallón “13 de

Diciembre”. En la fila inferior, al centro, está el retrato del joven “abanderado”, entonces

de 23 años, de baja estatura. Con seguridad que los vistosos uniformes que lucen los

jefes y oficiales, incluyendo el de Daniel, fueron costeados por cada uno de ellos. A

Carrión nunca le faltaron recursos para vestir bien. Recuérdese que obsequió un puño de

oro para bastón en la colecta pública para reemplazar el “Huáscar”.

Daniel siguió con sus estudios de medicina, cursándolos en las condiciones de

precariedad fáciles de imaginar. Sus profesores, aunque con gran coraje, padecían un

desmoralizador ambiente, estuvieron impagos desde 1878 y sin los implementos

necesarios para impartir una enseñanza adecuada. Hubo una coincidencia que disminuyó

aún más la adquisición de conocimientos, tanto de profesores como de sus alumnos.

Resulta que entre 1879 y 1883, se consolidaron los más espectaculares cambios de la

medicina científica de la segunda mitad del siglo XIX; pero, el bloqueo naval establecido

por el enemigo depredador impidió conocer los descubrimientos sobre la existencia de

microbios que causaban enfermedades que los investigadores franceses y alemanes

realizaron, casualmente en esos mismos años.

La vida breve de Daniel Alcides Carrión, terminó precisamente después del término de la

vandálica ocupación chilena, cuando Carrión y todo el mundo ilustrado del Perú se enteró

de la existencia de los microbios como causantes específicos de las enfermedades

infecciosas, que lo que sus profesores le enseñaron sobre los miasmas y las

putrefacciones de las heridas, era una patraña. Él como interno del hospital San

Bartolomé, tuvo que atender a los soldados heridos, que morían con las heridas

gangrenadas, durante la guerra civil. En una carta a sus padres de esos días exclamó:

«más es siempre más, paciencia y baraja…». Murió impactado por las noticias de Europa,

que llegaron en avalancha al abrirse las comunicaciones. El primer paso para demostrar

la presencia de gérmenes en una enfermedad que se suponía era infecciosa era conocer

que era “inoculable”. Se inoculó y murió de la misma enfermedad del donante del inóculo.
SEGUNDA PARTE: LA CIENCIA ES ETERNA

Los gérmenes causantes de las enfermedades microbianas siempre existieron. Los

dinosaurios las padecieron y antes que ellos, hace millones de años, otros seres vivientes,

también. La presencia de los gérmenes llamados patógenos, porque producen estados

patológicos en los organismos en los que se alojan, están presentes en la faz de la tierra

con iguales oportunidades de supervivencia que los otros seres vivos. Esa lucha por la

supervivencia fue vista con objetividad en la segunda mitad del siglo XIX; primero con el

postulado teórico genial de Darwin, luego por Virchow al demostrar que la célula era la

unidad vital, poco más tarde Bernard con los intercambios fisiológicos a través de

mensajeros químicos aportaría a la creación de la ciencia biomédica. Pero el hallazgo

más sensacional, el que conmovió al mundo entero, el que usó por primera vez las

facilidades – incipientes y aún lentas – de los medios de comunicación como el telégrafo,

fueron precisamente los hallazgos del francés Louis Pasteur (1822-1895) o de su rival

alemán Robert Koch (1843-1910) al demostrar que los microbios causaban las temidas

enfermedades infecciosas. Sus fracasos o triunfos eran comentados y discutidos a veces

con apasionamiento chauvinista, por la prensa o las gentes comunes y corrientes.

Carrión, como todos los de su generación, ignoraba esta última fase de los

descubrimientos microbiológicos hasta que llegaron repentinamente, en enero de 1884,

cuando terminó la ocupación enemiga. Esas nuevas sacudieron las conciencias de todos

los peruanos especialmente la de los jóvenes imaginativos. Los chilenos habían cerrado

los puertos peruanos, de abril de 1879 a diciembre de 1883, a todo intercambio comercial

o de información. Además, depredaron la Biblioteca Nacional, las instalaciones de

Facultad de Medicina, especialmente las ricas colecciones biológicas y de minerales de

Antonio Raimondi. Dejar sin las fuentes de cultura a un pueblo es el acto vandálico más

reprobable y atenta contra el evangélico mandato de ars longa (“la ciencia es eterna”) que

Hipócrates postuló. Hasta ahora, si un estudioso de la historia peruana quiere hacer un


acopio de fuentes bibliográficas o documentales, debe viajar a Chile. Dicho sea de paso,

Carrión y sus compañeros fueron víctimas y testigos oculares de este saqueo de la

Biblioteca Nacional.

La ciencia, la técnica o el arte son eternos. Mejor dicho la verdad es eterna, el mandato es

tratar de buscar la verdad que es inminente a la actividad humana, especialmente en los

ambientes académicos. Hay que buscarla en la biblioteca, en el laboratorio o en el campo

abierto.

Las noticias llegaron de Europa dando cuenta que Koch había postulado que para

demostrar que un determinado microbio es el causante específico de una enfermedad era

preciso comprobar que la enfermedad que se quería estudiar, era inoculable.

Seguidamente había que demostrar en el enfermo o en el cadáver la presencia de un

microorganismo; para esto había que aislar de la sangre, órganos o tejidos, una bacteria,

parásito o virus. Luego había que reproducir la misma enfermedad en un animal de

experimentación la misma enfermedad y, en ese mismo animal, encontrar nuevamente el

germen. Carrión leyó esto y se encandiló.

LA OCASIÓN ES FUGAZ

En julio de 1885, se inauguró la Academia Libre de Medicina que fue organizada por los

antiguos profesores de la Facultad de Medicina que habían sido despojados de sus

cargos por el gobierno del General Miguel Iglesias, el mismo que firmó el humillante

tratado de paz. En la ceremonia de esa inauguración, asistió todo el mundo médico de

Lima incluyendo Carrión, allí se anunció la convocatoria a un concurso para la realización

de un trabajo científico sobre Verruga Peruana, abierto a estudiantes o médicos. Los

tópicos podían ser la etiología, anatomía patológica, distribución geográfica o

características clínicas.

Era una ocasión que se le podría ir de las manos si no se aventuraba a tentar el premio.

Notaba la segregación en todo momento. Sus compañeros organizaron una hermandad


formada por estudiantes de años superiores, como él, y por médicos recién graduados;

pero, a él no le invitaron a participar allí. El objetivo de la Unión Fernandina, así se llamó

esa agrupación, era promover la reconstrucción nacional y, sobre todo, estimular el

avance de la medicina. Fundaron una revista, La Crónica Médica , cuyo primer número

salió en enero de 1884. Para pertenecer a la Unión Fernandina había que demostrar

excelencia académica; pero, aunque no estaba escrito en los estatutos, había que tener

facciones que denotasen “superioridad” racial.

El estado de calamidad en el que todas las actividades de la nación peruana estuvieron

sumidas no aseguraba oportunidades para desarrollar ninguno de los tópicos en los que

se podría concursar, para ganar el premio convocado por la Academia. En abril de 1884,

cuando se reabre el antiguo local de la Facultad de Medicina, el decano tuvo que publicar

un aviso, en los diarios, solicitando a los alumnos a llevar sus propias sillas, ya que no

había ni donde sentarse. Por supuesto que no existía ningún implemento para desarrollar

un trabajo científico y menos estudiar la distribución geográfica de la verruga peruana.

Como si todo esto no fuera suficiente, en junio de 1884, la Facultad de Medicina colapsó;

ya que fue atropellada por el dictador Iglesias. El decano fue enjuiciado por un supuesto

desacato al Jefe Supremo y casi todos los profesores obligados a renunciar, para ser

reemplazados por improvisados profesionales, sin los títulos académicos requeridos.

Cuando en su nativa Cerro de Pasco, alguien intuía la existencia de una veta de precioso

metal, se abalanzaba sobre ella, sin pensarlo dos veces. El tiempo se encargaría de

demostrar la verdad. ¡Paciencia y baraja! Cuando leyó que Koch postuló que el primer

paso para demostrar la naturaleza microbiana de una enfermedad era la susceptibilidad

de ser inoculada, es decir reproducida, de un ser viviente a otro. Eso sólo bastaría para

ganar el concurso: demostrar que era inoculable, que los adefesios que habían sido

postulados hasta entonces como posibles causas de la enfermedad no eran ciertas.

De reojo había visto la posibilidad de demostrar que la verruga era inoculable y que eso

de creer que la “Fiebre de la Oroya” era una enfermedad distinta, producida por miasmas

desprendidos de las canteras de los cerros del paraje del mismo nombre era una
monserga. Los nativos de la región sabían muy bien que esa fiebre no era sino la primera

fase de la enfermedad que los españoles bautizaron como “verrugas”. Había que

apurarse para demostrar la inoculación. ¡Occasio celeris!

En 1880 Koch publicó este opúsculo, que fue inmediatamente acogido por el mundo

entero. Las enfermedades infecciosas eran causadas por gérmenes inoculables, podían

ser bacilos, cocos, espirilos, etc. El primer paso para demostrar la naturaleza microbiana

de una enfermedad era inocular algún fragmento de órgano, secreción o sangre del

enfermo a otro ser sano y reproducir así la enfermedad. Esta noticia llegó al Perú cuatro

años más tarde, en 1884. Aquí se muestra junto con la página del título dos grabados del

mismo trabajo en los que demuestra bacilos del ántrax y estreptococos en el tejido renal

de un animal inoculado.

LA DEDUCCIÓN DIFÍCIL

Colegir después de observar los hechos que uno espera encontrar es una tarea que

requiere un esfuerzo deductivo muy eficaz. Carrión decidió inocularse él mismo desde que

no había la menor posibilidad de realizar un trabajo usando animales de experimentación.

Un año antes, alguien que no vale la pena mencionarlo, punzó el abdomen del cadáver de

un enfermo muerto por fiebre amarilla para extraer del estómago un asqueroso mal oliente

líquido negruzco. Esta operación fue realizada en el cementerio cuando el cadáver en

vías de putrefacción estaba siendo enterrado. Ese líquido fue inoculado a tres cobayos,

las pobres criaturas murieron instantáneamente. La literatura no consignó jamás que esa

fuera una prueba de la inoculabilidad de la fiebre amarilla.

Carrión con imaginación creativa, superior al medio que lo rodeaba, quiso superar la falta

de recursos con una dosis de audacia. Escogió la secreción sanguinolenta de un botón

característico de la enfermedad conocida como “verruga peruana”, de un enfermo

hospitalizado. Así se autoinoculó y para esto usó una lanceta de vacunación antivariólica,
esa misma que, desde principios de ese siglo, se usaba para arañar la piel con los bordes

filudos de ese instrumento previamente humedecidos con el fluido vacuna para producir la

lesión papulosa que Jenner reprodujo por primera vez, en 1798. Hasta allí llegó su

experiencia personal, como estudiante había visto practicar esta sencilla operación y, con

seguridad, él mismo la había realizado. No había necesidad de complicadas instalaciones

ni de sofisticados procedimientos o microscopios; los pocos que existían, ya antiguos,

fueron robados por los chilenos, de la universidad. Si, como él esperaba, se reproducíría

la enfermedad en su propio cuerpo, nadie podría objetar la validez de la demostración. En

efecto, la bartonellosis tiene una fase de brote cutáneo tan característica, que con un

mínimo margen de error, se le puede reconocer sin necesidad de un procedimiento

analítico. Claro está que eso se requiere en la actualidad, pero, en esos días como un

primer paso para demostrar la naturaleza microbiana de la enfermedad su autoinoculación

era suficiente.

La lanceta para la vacunación antivariólica fue hasta las primeras décadas del siglo XX la

misma que se usó para la sangría. Carrión, con toda probabilidad, usó una similar a la

aquí mostrada. Humedeció la extremidad puntiaguda con la sangre que brotó de una

verruga de color rojo situada en el arco superciliar derecho, del niño indígena de 14 años,

Carmen Paredes, hospitalizado en la sala de párvulos del Hospital “2 de Mayo” (fue la

primera sala en abrirse después que los chilenos se fueron, dejando depredado ese

nosocomio); luego le pidió a su amigo médico Evaristo Chávez que le inoculase en cada

brazo cerca del sitio en que se hace la vacunación (sic). Grabado de un texto de Johann

Schultes (1595-1645), citado por: Lois N. Magner, A History of Medicine. Marcel Dekker,

New Cork, 1992.

Un compañero de promoción de Carrión, el doctor Ernesto Odriozola, publicó en 1898, “La

Maladie de Carrión ou la Verruga Péruvienne” (Georges Carré et C. Naud, París). Fue una

suerte de presentación en la sociedad científica mundial de la interesante enfermedad.


Para entonces aún no se conocía su etiología microbiana. Sin embargo, utilizando la

técnica enciclopedista de presentación de un problema médico, Odriozola, discutió los

aspectos históricos, epidemiológicos, geográficos, clínicos y anatomopatológicos. La

presente ilustración muestra a un enfermo muy similar al que Carrión usó para inocularse.

(Planche VII, Odriozola).

Carrión, desarrolló una progresiva enfermedad febril, con gran postración, la que se inició

aproximadamente 12 días después de la inoculación. Poco a poco su cuadro se acentuó,

apareciendo luego deposiciones sueltas y descenso de la temperatura. Parece que hubo

taquicardia. La sala del Hospital donde se inoculó estaba a cargo del doctor Leonardo

Villar, vicepresidente de la contestataria Academia Libre y notorio líder de la oposición

contra la actitud del presidente de la república que quiso nombrar sin concurso al obstetra

de su señora. Villar como casi todos, menos dos, renunciaron. Asistente en la sala del

experimento era el joven médico Evaristo Chávez. Ninguno de los dos tuvo el gesto de

interesarse por la salud del cholito Carrión, salvo en artículo de muerte, no fue examinado

ni se le recetó por consejo profesional durante todo su martirizante proceso. Por eso la

noticia que apareció en la revista El Monitor Médico , en agosto de 1885, parece un

sarcasmo. La figura 9 muestra una reproducción de esa nota en la que no se consigna el

nombre del protagonista del experimento y ofrece hacer un seguimiento sobre los

resultados.

Esta noticia apareció en la sección Variedades del Número 6, Año I, de El Monitor


Médico , el 1º de setiembre de 1885; o sea unos días después de la inoculación
que se produjo el 27 de agosto. Esa revista, de efímera vida, era publicada por la
Academia Libre de Medicina como: (sic) “Órgano de los intereses científicos y
profesionales del Cuerpo Médico”.

No existe evidencia probatoria que lo que Carrión reprodujo en su cuerpo fuera la


fase septicémica de la bartonellosis, la que por esos días se le conocía con el
confuso denominativo de “fiebre de la Oroya”. Hay, eso sí, algunos hechos que
favorecen dicha posibilidad. En primer lugar, la anemia que fue descubierta y
certificada por el doctor Ricardo Flores. Este profesional hacía poco que había
regresado de Francia, se trajo un microscopio compuesto (el único que existió en
el Perú de esos días) y todos los implementos para realizar recuentos globulares
en sangre. Carrión, dos días antes de morir tuvo un millón 100 mil glóbulos rojos
por milímetro cúbico. Es una anemia que sólo se ve en casos de bartonellosis.
Pudo ser un raro caso de malaria, pero la sintomatología y el tratamiento, que está
documentado que recibió, con suficientes dosis de sulfato de quinina eliminan esa
posibilidad. Otro argumento a favor de “verruga” son las diarreas que padeció, ya
que en el clímax de la enfermedad hay inmunodeficiencia y los enfermos morían
con infecciones intestinales oportunistas, antes del advenimiento de los
antibióticos.
La prueba plena de la causa de la muerte de Carrión debe estar en sus propios
restos mortales, mejor dicho, en lo que queda de su osamenta y, a lo mejor,
alguna piltrafa de tejido blando. Se sabe que sus huesos y tejidos fueron objeto de
innobles manipulaciones, producto de incofesables deseos de protagonismo, al
ser exhumados para trasladarlos al cenotafio donde ahora se encuentran, en el
Hospital Dos de Mayo.
Judicium difficile. Pero, para los que se quedaron atrás después del aleccionador
acto de Carrión, es difícil juzgar esa figura que dejó una estela de sacrificio. Claro
está que él prendió una antorcha que no ha dejado de arder e iluminar, dicho en el
mejor sentido. La memoria de su sacrificio ha estimulado el progreso de la
biomedicina peruana. Con alguna demora, pero con perseverancia, cada nuevo
avance en la tecnología diagnóstica o en la correlación anátomo fisiológica que
ocurre en la biomedicina, es inmediatamente usado o incorporado, en el Perú,
para el estudio de la Enfermedad de Carrión . Desde el descubrimiento del germen
causante o su cultivo al estado puro o el uso de antibióticos o la observación al
microscopio de luz o electrónico de los tejidos hasta las últimas tecnologías de
patología molecular han sido incorporadas en el medio peruano primero para ser
estudiadas en esa enfermedad “nacional”.
Sin embargo la figura misma de este estudiante de medicina ha sido
distorsionada. Su biografía y la historia de sus actos han sido tergiversadas para
adaptarlas a las creencias filosóficas y culturales de sus panegiristas. Se le ha
presentado como el exponente máximo de la cultura científica nacional, lo que no
es exacto desde que su formación científica fue defectuosa, como no podía ser de
otra manera, en las circunstancias trágicas de la historia nacional en las que él
estudió. Otros postularon que él fue un adalid del “positivismo”, supuestamente
izquierdista, cuando en realidad Daniel fue víctima de los positivistas, en vida fue
segregado, después de muerto con las facciones y su historia cambiadas se le
rindieron y hasta ahora se le rinden toda suerte de honores. Hay que recordar que,
en 1849, Carlos Marx y Federico Engels aplaudieron sin reservas la invasión
yanqui a México basados en la inferioridad racial de los mejicanos; «para un
pueblo así, ser invadidos por los yanquis, es un paso adelante», dijeron. Extraña
paradoja porque los racistas ultra conservadores del mundo entero, como los del
KU KUX KLAN, pensaban lo mismo y jamás Darwin lo hubiera imaginado.
Un signo emblemático de esa manera de pensar y que, en gran medida persiste
hasta el presente tiempo, es lo que ocurrió cuando, a fines de octubre de 1885, la
revista La Crónica Médica , el órgano de la “Unión Fernandina”, que agrupaba
mayoritariamente a los que pensaban dentro de las doctrinas del positivismo
científico. En efecto en ese número, dentro de la exaltación póstuma de la figura
de este cholo provinciano que había sacudido a la opinión pública nacional,
inclusive a la mundial, había que presentarlo físicamente con un retrato. La
magnífica y auténtica fotografía, del consagrado retratista francés Courret les
sirvió a los editores de esa revista para mandar elaborar un grabado. Pero, según
la manera de pensar de la “gente decente”, aún ahora, nadie con esa pinta podía
haber hecho algo que valiera la pena, menos un descubrimiento científico o un
acto heroico. Es así que sus facciones fueron cambiadas hasta transformarlas en
un verdadero “alguien”.

El grabado de “La Crónica Médica” fue realizado colocando el retrato fotográfico


de cara a la plancha de zinc, por eso que hay una transposición óptica, como si
fuese un espejo; por ejemplo la raya del pelo está en lado distinto. Este mismo
retrato retocado fue usado por Ernesto Odriozola, compañero de clase de Daniel
en su celebrado libro, en francés, titulado “La Maladie de Carrión”.

Daniel Alcides Carrión merece un recuerdo más auténtico, no solo en su figura


física, sino en el significado real de su vida y su acción. El fue un auténtico
peruano, imaginativo y audaz, atrevido hasta la imprudencia, enseñó que cuando
hay que realizar un experimento usando humanos como conejillos de indias, el
primero en ser experimentado debe ser el propio investigador. Sin mucha ciencia,
con sinceridad transparente, señaló una ruta que hay que seguir.

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Dr. Carlos Valdivieso León

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