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INSTRUCCIONES:

 Lee los siguientes textos que se proponen a continuación.


 Subraya las ideas importantes.
 Al final de la guía se encuentra un cuadro comparativo que deberás completar.

POEMA DE MIO CID: CANTAR EL DESTIERRO DEL CID

Rodrigo Díaz de Vivar (1043-1099), mejor conocido como el Cid Campeador, es el personaje más
emblemático de la Edad Media hispana. De noble estirpe castellana, natural de Vivar (Burgos),
destacó pronto como valiente guerrero, hábil y fiel vasallo, siendo alférez del monarca Sancho II de
Castilla. El sobrenombre de “el Campeador” lo obtuvo tras un duelo; mientras que el Cid es la
derivación cristiana de Sidi (Señor), concedido por los hispanomusulmanes en señal de admiración.
Don Rodrigo fue un líder respetado y temido tanto por los propios castellanos, como por los
hispano-musulmanes. Todo un personaje de leyenda, cuya vida daría lugar al más sobrecogedor
canto épico de la España cristiana.

La historia de este caballero cambió bruscamente cuando, tras el cerco de Zamora, el rey Sancho II
perdió la vida frente a las murallas de esa ciudad, y Rodrigo Díaz de Vivar no dudó en prestar
juramento al hermano de éste, Alfonso VI, de no haber participado en dicha muerte, como
requisito para alcanzar la corona de Castilla. Esta circunstancia fue creando una cierta animosidad
contra el adalid burgalés, pero el rey intentó atraérselo entregándole como esposa a una prima
suya, Jimena Díaz.

En 1079, Don Rodrigo fue enviado a Sevilla para cobrar las parias –tributo en razón del vasallaje
que, anualmente, ese reino de taifa pagaba al rey castellano–; en la histórica Hispalis tuvo un
enfrentamiento con un noble burgalés, quien, al regresar a Toledo, acusó al Cid de haberse
apropiado de gran parte de los impuestos cobrados al rey al-Mu’tamid (1068-1091), lo que no era
cierto. Sin embargo, sin recibir un juicio esclarecedor, el monarca castellano le desterró. El Cid,
entonces, deja a su esposa en el monasterio de San Pedro de Cardeña, y se marcha en compañía
de otros caballeros castellanos afines con sus correspondientes mesnadas. Después de haber sido
rechazado en Barcelona, encontró el respaldo necesario en el reino taifa de Zaragoza, poniéndose
al servicio del rey Ahmad I (1046-1082), de la dinastía Hud, junto al cual combatió contra el Conde
de Barcelona Berenguer Ramón II, el Fratricida (1082-1096), a quien venció e hizo prisionero en
dos ocasiones (Almenara, 1082; y Tévar, 1090).

Alfonso VI, tras la conquista de Toledo el 25 de mayo de 1085, se autoproclama imperator


toletanus, como restaurador de la España visigoda. A partir de entonces, el monarca castellano no
sólo sitúa en Toledo de nuevo la sede metropolitana, sino que implantó en todos sus dominios la
liturgia y el rito romanos, reemplazando al tradicional mozárabe.

Al Cid, a pesar de sus espectaculares victorias, desterrado en dos ocasiones, se le miraba como
símbolo de casticismo popular en clara oposición al afrancesamiento señorial de la Corte,
consecuencia de la boda del monarca castellano, en segundo enlace, con Constanza de Borgoña. Lo
confirma el hecho de que a los nobles franceses Raimundo y Enrique de Borgoña, el monarca
castellano los casa con dos de sus hijas; al primero le concedió el condado de Galicia y al segundo
el de Portugal, en calidad de feudos de la corona. Paralelamente a la potenciación del
afrancesamiento por parte de la corte castellana, incentivado por Constanza, Alfonso VI logra sacar
de la ciudad de Sevilla los restos de San Isidoro, símbolo de las grandezas visigodas de Hispania,
para sepultarlos en el homónimo templo que ya estaba construyéndose en la ciudad de León. El
respeto, sin embargo, por parte del monarca castellano hacia las culturas de la España medieval, se
puso de manifiesto al contraer por séptimo y último enlace matrimonio con la bella hispano-
musulmana Zaida, de Sevilla.

La invasión almorávide, y la derrota de Alfonso VI en 1086 en az-Zallaqa (Sagradas, cerca de


Badajoz; batalla de Zalaca en las crónicas cristianas), ante el poderoso ejército de Yusuf ibn Tasufin
(1090-1106), facilitaron la reconciliación del monarca castellano con don Rodrigo; sin embargo, se
producirían nuevos destierros, por pequeños incidentes.

En la ciudad de Valencia, un levantamiento popular destronó y dio muerte a Alcádir, amigo


personal del Cid, motivando la toma de la capital levantina por don Rodrigo, tras un largo asedio
iniciado en junio de 1093 y culminado en enero de 1094; con ello, impidió el Cid la expansión
almorávide hacia el nordeste peninsular. El Campeador, tras haber ejercido como primer alcaide
cristiano de las villas de Berlanga de Duero, Gormaz y Langa de Duero –todas ellas, al sur de la
provincia de Soria–, vivió como soberano en su querida ciudad de Valencia, aunque
reconociéndose su vasallaje a Castilla. A su muerte (1099), a doña Jimena, su viuda, le ocupó la
responsabilidad de gobernar la capital levantina, y, ante el feroz ataque de los almorávides, no
dudó en solicitar ayuda a Alfonso VI, para poder romper el asedio; pero fue imposible, y la plaza,
después de tres años de dura resistencia, tuvo que abandonarse, ordenando el monarca castellano
evacuar Valencia, al tiempo que el cadáver del Cid fue trasladado al monasterio cisterciense de San
Pedro de Cardeña. Sus restos mortales descansan actualmente en el interior de la Catedral de
Burgos.

El Cid tuvo tres hijos: don Diego, el único hijo varón, que murió luchando ante las murallas de la
ciudad manchega de Consuegra (Toledo), y doña Elvira y doña Sol, casadas en primeras nupcias con
los condes de Carrión; pero no tuvieron mucha suerte con aquellos enlaces, como veremos a
continuación; y después del reto acordado en la Corte celebrada en la ciudad de Toledo, las hijas
del Cid recuperan la honra al casarse, en segundas nupcias, con los infantes de Navarra y Cataluña,
el monarca navarro Ramiro, hijo de Sancho Garcés IV, el de Peñalén (1054-1076), y el conde de
Barcelona Ramón Berenguer III (1096-1131), respectivamente; dedicados ambos a la expansión
ultra pirenaica; éste último se hizo caballero templario.

Hasta aquí, la historia, confirmada por las fuentes escritas de las crónicas de la época. Pero en el
Cid, como personaje emblemático de la mitología medieval hispana, gravita también la leyenda,
basada en gran parte en el anónimo Cantar de Mio Cid y parte de la cual está relacionada con los
caminos del Destierro de don Rodrigo.

POEMA DE MIO CID: CANTAR DE LA AFRENTA DE CORPES

En el tercer cantar de Mío Cid; “Cantar de la afrenta de Corpes”, es el cantar en el que las hijas de
Rodrigo, el Cid Campeador, contraen matrimonio con los infantes de Carrión, nobles de origen
leones, por agradecimiento del rey Alfonso al Cid tras conquistar Valencia. El enlace no acaba de
convencer al Cid dada la cobardía y avaricia de los infantes pero, no obstante, lo acepta. Por otro
lado, los infantes de Carrión planean vengarse del Cid maltratando a sus hijas, al considerarse
despreciados y humillados por el Cid al no aprobar del todo el matrimonio de estos con sus hijas.

El tema principal es el maltrato de los infantes de Carrion hacia sus esposas.

Los infantes de Carrion son caballeros traidores, crueles, cobardes y que se aprovechan de sus
mujeres; son todo lo contrario del modelo de caballero que había en la época, pero el autor lo
utiliza para resaltar que aunque no fueran el modelo de caballero de la época había muchos como
ellos; el ejemplo de caballero era el Cid Campeador, valiente, amable, astuto, justo, cariñoso con
sus hijas, heroico, que protege a los débiles y ayuda a los desvalidos. El autor hace un contraste tan
marcado entre el Cid y los infantes de Carrion para demostrar los defectos de los infantes y,
sobretodo, para ensalzar las aptitudes del Cid.

En este cantar, doña Sol le pide a los infantes que no les hagan sufrir, piedad, que no las tortures o
que las maten sin tortura, pero estos ruegos no sirven de nada, ya que los infantes las maltratan
aun mas, hasta tal punto de darlas por muertas.

Este cantar consta de una venganza del Cid hacia los infantes de Carrion por haber maltratado a
sus hijas y haberlas humillado de esa manera, por eso pide que los infantes sean castigados por su
delito. Por esto, el matrimonio entre los infantes y las hijas del Cid se anula y el rey Alfonso les
propone un nuevo matrimonio con infantes de un mayor escalafón social.

LA ILIADA: LA CÓLERA DE AQUILES

La Ilíada se compone por dos cóleras: ambas de Aquiles. La primera surge por la injusticia que le
infringe Agamenón, el rey de reyes del ejército aqueo. Tras haber saqueado Crisa, se reparten el
botín, y a Agamenón le toca Criseida, hija de un sacerdote del dios Apolo. Cuando su padre acude a
reclamarla a las naves aqueas con un rescate nada despreciable, es despedido y ultrajado por
Agamenón, y hace oración al dios Apolo. Éste escucha su clamor y desata una matanza con sus
flechas entre los griegos. Los aqueos, asustados, organizan una reunión. El adivino dice que todo es
culpa de Agamenón y le invita a devolver a la doncella. Él lo hace de mala gana y amenaza a
Aquiles con quitarle su parte del botín, a Briseida, ya que se opone a que se siga quedando con
Criseida. Acto seguido, Agamenón manda a dos hombres por Briseida a los bajeles de Aquiles, y
éste les deja hacer, no sin cultivar una gran cólera en su interior hacia el rey de reyes.

Aquiles, ultrajado, se niega a pelear para las guerras venideras, y afirma que pronto le llorarán y
que Agamenón se arrepentirá por cuanto acaba de hacer. Y, para hacer efectivas sus palabras, le
pide a su madre Tetis que inste a Zeus para que masacre a los aqueos por medio de los teucros,
hasta que los suyos reconozcan su error. De otra forma, era muy probable que los griegos
conquistasen Troya, ya que entre sus filas figuraban héroes de enorme estatura, como Odiseo,
Diómedes, los dos Áyax, Néstor, Patroclo, Menelao, etc.

La otra cólera está emparentada con la muerte de Patroclo, su gran amigo. Tras muchos desastres
entre los aqueos, Aquiles aún se niega a tomar parte en la pelea. Patroclo le pide sus armas para
aterrorizar a los troyanos e ir con los mirmidones para emparejar la batalla. Aquiles accede, pero le
pide que regrese apenas libere los bajeles. Patroclo desbarata al ejército teucro con facilidad e
intenta incluso escalar los muros de Troya, pero Apolo se lo impide cuatro veces y le da muerte
durante la contienda por la mano de Héctor.

Éstas son las dos cóleras. Ambas provocadas por injusticias infringidas a Aquiles, que lo
desposeyeron de algo que era suyo. Se justifica su enojo, pero cabe preguntarse si valía la pena el
aislamiento de la primera cólera, y el sacrificio de tantos y tan buenos soldados para llamar la
atención, doblegar al idolatrado Agamenón y subsanar el orgullo herido.

La cólera nubló cual vino espeso el pensamiento y la razón de Aquiles. Aunque la primera cólera
tiene más de capricho que de ira. De ahí que los abandone a su suerte, para que vean lo mucho
que lo necesitaban y lo injustos que fueron al permitir el ultraje. Su orgullo y egoísmo se hincharon
tanto que no pudo ver a los demás, ni a sí mismo: sólo sus quejas y la afrenta ocasionada, quienes
se interpusieron como un muro impenetrable entre él y los demás, aislándolo en su propio
sufrimiento, lejos de las necesidades del ejército griego. La cólera alcanzó el talón de Aquiles antes
que la flecha certera de Paris y mató cuanto en él había de humano: un cuerpo insensible es todo
menos una persona, y menos aún si está lleno de rencor.

Homero nos habla de Aquiles al inicio y al final de la obra, pero canta con mayor ahínco las
proezas de los demás héroes griegos y troyanos. El berrinche de Aquiles deja de ser interesante a
los pocos minutos, porque todo es querer vengarse, quejarse y compadecerse de sí mismo. Deja de
ser un héroe para convertirse en un crío que patalea y hace pucheros. No lo asiste Atenea, la diosa
de la razón, porque pierde los estribos de forma demasiado fácil, mostrando lo absurdamente
vulnerable que es. Aquiles muestra una gran fragilidad, aunque haga alarde de poder, porque
cualquier cosa le saca de sus casillas.

Aquiles es un buen amigo, aunque todos temen su pésimo carácter. Y es normal, porque nadie
quiere ser herido. El iracundo lo sabe más y mejor que nadie, pero es incapaz de ver el sufrimiento
que produce a los demás con sus reacciones, porque cree que sus actos están totalmente
justificados. La cólera le sirve como máscara para disfrazar su debilidad. Porque, curiosamente, los
iracundos son las personas más débiles, y la cólera, es más un medio de defensa que de ataque.
Niegan todo vínculo posible con su fragilidad, y un paciente así de orgulloso es dificilísimo de curar.
Porque, si algo se necesita para mejorar, es reconocer la propia debilidad: primero ante uno mismo
y luego ante los demás, y luchar con todas nuestras fuerzas para superarla. De lo contrario,
viviremos enfermos de cólera.

Quien lea La Ilíada, puede pensar en un inicio que la cólera de Aquiles está totalmente autorizada.
Pero, al pasar las páginas, se cuestionaría si vale la pena encolerizarse hasta terminar con las vidas
de otros. Aquiles no supo lo que hacía hasta que vio las consecuencias de su rabieta en el amigo
muerto. Fue como un borracho que maltrata a sus seres queridos después de pasar por la cantina
y que llora al otro día todos los desmanes que ocasionó por tomar sus copas o botellas de más. Se
arrepiente, sí, pero después de haber cometido su crimen, y, lo que es lo peor, esta conciencia y
arrepentimiento no le hacen sentir ni un tantito mejor de lo que imaginaba. ¿De qué le sirvió a
Aquiles dar rienda suelta al odio y acreditarse sus cualidades ante los griegos, si al final perdió a su
mejor amigo? Aquiles hace valer sus derechos, pero utiliza los medios inadecuados. La primera vez,
se encapricha y no puede solucionar nada, y la segunda, sale de su guarida más fiero que un león.
El perdón nunca fue una opción, ni el hablar paciente y diplomático. Después de todo, el perdón es
propio de las almas gigantes, no cualquiera se avienta a ejercerlo, mientras que el odio es propio
de las pigmeas. Sólo quienes poseen fortaleza son capaces de perdonar al otro, ya sea
expresamente o en su interior.
La cólera cegó a Aquiles y esto ocasionó la muerte de muchos aqueos y la del mismo Patroclo.
Mucho tuvieron que sufrir los demás y después él mismo, para que fuera capaz de reaccionar. Y,
cuando lo hizo, lloró mucho. Prefirió unos momentos de arrogancia a las vidas de muchos. Quienes
lo amaban y apreciaban, sufrieron su carácter y maldijeron que un hombre tan dotado tuviera un
temperamento tan horrible. Después de todo, ¿de qué le servía ser el mejor dotado bélicamente,
si no ponía su talento al servicio de todos? Ambos Áyax, Ulises, Agamenón, Diómedes, Menelao y
los demás aqueos, le eran muchísimo inferiores en fuerza y destreza, pero no por eso se
aminoraron y dejaron las filas de batalla, sino que pelearon con coraje y ardor, a pesar de que Zeus
les importunara al darles la victoria a los troyanos. Pudieron haber destruido Troya sin Aquiles: no
era indispensable. Pero Zeus, comprometido con Tetis, alargó la guerra y provocó grandes bajas
por parte de ambos bandos.

Ambas cóleras de Aquiles componen La Ilíada. Ellas son el motor y el argumento del libro. Sin
embargo, ¡cuántas más Ilíadas no se habrán o estarán escribiendo! ¡Cuántas calamidades,
ocasionadas por la cólera de alguien, no se estarán desatando por el mundo! Difícil sería saberlo.

La cólera podría parecer algo justo e, incluso, honroso. Mucho se ha pensado que la persona
mansa es una mensa. Quizá, bastante imbuidos en el capitalismo, pensemos que nadie tiene
derecho a quitarnos algo: sea nuestra fama o nuestras pertenencias. Y quizá sería lo más lógico,
pero los medios que solemos usar para mostrar nuestra disconformidad no son siempre los más
idóneos: ¿por qué habríamos de responder al grito con más gritos, y a la ofensa, con otras tantas?
La ley del talión es antiquísima, pero de increíble actualidad. Pero esta práctica jamás cosechará
bienes: sólo fomenta la cultura del terror, de la ignominia y de las ofensas.

Hay personas que se divierten con las rabietas de los demás y les encantan provocarlas por pura
maldad, pues ganan un buen momento y no pierden nada. Mientras que la otra persona pierde la
tranquilidad y el dominio de sus acciones. ¡Qué ironía! Buscamos defendernos y tan sólo salimos
más heridos.

Por eso, La Ilíada es un clásico de la cultura universal, porque nos muestra lo nocivos que son los
efectos de la cólera de un semi-dios encaprichado. Homero cantó estas consecuencias desde el
mejor escenario: nos dio una guerra sanguinaria como eje central, y le otorgó un personaje tan
poderoso y débil como Aquiles, para que comprendiéramos que estos males afectan aun a los
hombres mejor posicionados, a los más elevados, a los más enaltecidos. He aquí el encanto de La
Ilíada.

ILÍADA, CANTO VIGÉSIMO: COMBATE DE LOS DIOSES

Zeus ordena a Temis que reúna a los dioses para una asamblea en el Olimpo. Les encomienda que,
mientras él observa el combate, ellos auxilien de la manera en que lo crean conveniente. Así lo
hacen los dioses, promoviendo entre los ejércitos una terrible batalla.

Aquiles desea enfrentarse a Héctor, pero Apolo enardece los ánimos de Eneas y lo incita contra él.

Todo el campo, lleno de hombres y de caballos, resplandecía con el lucir del bronce, y la tierra
retumbaba debajo de los pies de los guerreros que a luchar salían.

Se encuentran finalmente Eneas y Aquiles. Éste trata de hacer retroceder a su rival, recordándole
que ya una vez, hace tiempo, le hizo huir, y que cuando tomó la ciudad de Lirneso a Eneas le
salvaron las deidades. Eneas recuerda su linaje, desde Dárdano, hijo de Zeus, pasando por
Erictonio y Tros, criadores de caballos, hasta llegar a su abuelo Asáraco y su padre Anquises (primo
de Príamo). A continuación, denunciando la inutilidad de injuriarse con las palabras, lanza su arma
contra Aquiles, que es detenida por el escudo. Aquiles ataca también, con parecido resultado, y
luego avanza espada en mano. Eneas le espera, a punto de lanzar una enorme piedra, pero
Poseidón (a pesar de estar del bando aqueo) se compadece de él.

Ya el Cronión aborrece a los descendientes de Príamo; pero el fuerte Eneas reinará sobre los
troyanos y luego los hijos de sus hijos que sucesivamente nazcan.

Poseidón nubla la visión de Aquiles, arranca la lanza del escudo de Eneas y lo transporta por los
aires hasta el lado contrario de la batalla.

Apolo ordena a Héctor mezclarse entre sus guerreros, para que Aquiles no le hiera desde lejos.
Éste elimina a cuatro guerreros, siendo el último Polidoro, el menor de los hermanos de Héctor.
Entonces, el líder troyano se adelanta hacia Aquiles, que dice:
-Cerca está el hombre que ha inferido a mi corazón la más grave herida, el que mató a mi
compañero amado. Ya no huiremos asustados, el uno del otro, por los senderos del combate. (...)
¡Acércate para que más pronto llegue de tu perdición el término!

Héctor lanza su arma, que es desviada por Atenea. Aquiles ataca entonces por tres veces, pero en
cada ocasión su objetivo es ocultado por la niebla de Apolo. Aquiles mata luego a otra decena de
troyanos.

Las descripciones de este canto han sido cada vez más sangrientas, reflejo de la cólera descargada
de Aquiles:

Posteriormente atravesó con la broncínea lanza el brazo de Deucalión, en el sitio donde se juntan
los tendones del codo; y el teucro esperóle con la mano entorpecida y viendo que la muerte se le
acercaba; Aquiles le cercenó de un tajo la cabeza, que, con el casco, arrojó a lo lejos; la médula
salió de las vértebras y el guerrero quedó tendido en el suelo.

ILÍADA, CANTO VIGESIMOCUARTO: RESCATE DE HÉCTOR

Transcurren doce días desde la muerte de Héctor, y en cada aurora Aquiles arrastra su cadáver
alrededor del túmulo de Patroclo. Pero los dioses han protegido el cuerpo, que ni se pudre ni es
destrozado por el maltrato. Desde el Olimpo, los dioses instigan a Hermes para robar el cadáver,
pero Hera, Poseidón y Atenea, contrarios a Troya, se oponen.

-(...) A quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de llorar y
lamentarse, porque las Parcas dieron al hombre un corazón paciente. Mas Aquiles, después que
quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su
compañero querido; y esto ni a aquel le aprovecha ni es decoroso.

Iris es enviada por Zeus para buscar a Tetis y llevarla a su presencia. Tetis es enviada luego a hablar
con su hijo, para convencerle de que entregue el cuerpo a cambio de un rescate, y Aquiles acepta
sin poner pegas.

Iris es enviada para avisar a Príamo, quien tras largos preparativos acude a las tiendas de los
mirmidones, protegido por la presencia de Hermes (transfigurado en un joven mirmidón).

-Acuérdate de tu padre, Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha
llegado al funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circundantes le oprimen y no hay quien le
salve del infortunio y de la ruina; pero, al menos, aquel, sabiendo que tú vives, se alegra en su
corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya.

Aquiles acepta los regalos, ordena preparar el cuerpo, y obliga a Príamo a disfrutar de la cena y el
sueño en su tienda. Le ofrece también suspender la lucha para que puedan honrar
convenientemente a Héctor, acordándose una tregua por doce días. Durante la noche, Hermes
hace despertar a Príamo, y toman el carro para dirigirse a Troya. Se llora en la ciudad a Héctor, se
construye la pira, y se entierran los restos en una urna de oro.

Así hicieron las honras de Héctor, domador de caballos.

ACTIVIDAD. Una vez leídos los textos anteriores completa lo siguiente:

MIO CID AQUILES


¿A qué época y cultura
corresponden?

¿Qué reacción tienen estos


héroes, uno al enterarse de la
muerte de su amigo y el otro
al ser desterrado?

¿Qué piensan sus amigos de


ellos?

¿Hay mención a Dios o a


dioses? Escriba la cita.

¿Qué relación tienen los


héroes con los dioses o Dios?

¿Qué nombres se usan para


referirse a los héroes?

¿Qué creen los protagonistas


sobre el destino? Escriba las
citas en las que se menciona
este tema y explique qué nos
dicen los personajes con
ellas.

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