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El tlacuache lunatico 8/24/09 12:18 PM Page 11

domingo

EL TLACUACHE LUNÁTICO

É ste era un tlacuache no muy feliz. Ser un


tlacuache gordo o un tlacuache tonto no
es ningún problema cuando vemos a los puer-
cos o a las zonzas lagartijas tumbadas bajo el
sol; pero ser tlacuache y ser chaparro…
Ése era el problema del tlacuache de este
cuento. Su estatura de chilaquil hacía que lo sa-
ludaran siempre con un: “¡Hola, tlacuachito!”
Nuestro amigo quería crecer, usar som-
brero negro y que le dijeran:
“Buenos días, Licenciado Tlacuache”.
Una tarde el tlacuache iba muy pensativo,
pisando las hojas secas, cuando de pronto alzó
la vista. Al hacerlo sus ojitos se iluminaron
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como dos lentejuelas… había descubierto a


la luna, que parecía navegar como una barca
en la mar de la noche.
Entonces el tlacuache pensó: “Si yo pu-
diera alcanzar la luna sería un tlacuache im-
portante”, y acto seguido se levantó sobre sus
patitas traseras, y equilibrándose con la grue-
sa cola empezó a saltar; pero no, no pudo
alcanzar la luna. Entonces dijo: “Lo que me
hace falta es una silla”, así que encontró una,
se subió en ella y comenzó a brincar nueva-
mente. Tampoco esta vez pudo, y pensó: “Lo
que necesito es una escalera”, y cuando la
halló subió en ella y se estiró y dio un salti-
to… pero ¡CUAS!, se cayó contra el piso.
Al levantarse, el pequeño tlacuache sa-
cudió el polvo de su barriga y sobó una de
sus rodillitas lastimadas. Fue cuando des-
cubrió un árbol muy alto. “¡Eso es!”, se dijo,
“hay que llegar hasta la punta de ese pino”;
y el tlacuache trepó en el tronco, y trepó, y
trepó hasta la última de sus ramas, desde
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donde dio un brinco más… ¡y quedó colga-


do de uno de los cuernos de la luna!
Por fin lo había logrado.
Entonces el tlacuache enroscó la cola en el
otro cuerno de la luna y se recostó en ella
como si fuera una hamaca. ¡Ah, qué como-
didad estar allá arriba descansando! Pero el
tlacuache extendió una uñita y comenzó a
rascar aquella superficie…
Una hora después el tlacuache regresó a
casa. Al entrar, su mamá le dijo:
—Vaya, por fin llegas, tlacuachito.
—Me podrías decir “don Tlacuache”, ma-
má. ¿No se me nota?
—¿No se te nota qué, hijo? —preguntó
ella sonriendo.
—Que me subí a la luna —anunció el pe-
queño.
Doña Tlacuacha miró a su hijo con ex-
trañeza.
—No, hijo. No se te nota —le respon-
dió—: Sólo los raspones en la rodilla.
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—Ay, mamá —dijo molesto el tlacua-


che—. ¿Es que nunca podré ser grande?
Doña Tlacuacha abrazó a su hijo y después
lanzó un vistazo a través de la ventana.
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En el parque, en ese momento, muchos


enamorados también volteaban hacia el cie-
lo, y al no encontrar la luna, suspiraban. Los
perros también, en las azoteas, en vez de la-
drar, suspiraban. Y las ranas en los estanques,
en vez de croar, suspiraban.
—Qué raro —comentó doña Tlacuacha—,
no veo la luna en el cielo.
—Claro que no, mamá —explicó su hi-
jo—. Me la comí hace rato.
La madre del tlacuache lo miró sorprendida:
—¿Te la comiste? —preguntó.
—Sí, mamá, pero creo que me hizo daño
—el tlacuache comenzó a sobarse la panza.
—¿Y, a qué sabía, hijo?
—Chistoso, mamá. Un poco a queso, un
poco a dulce de coco… Pero, ¡ay, mi pancita!,
me duele, mamá —comenzó a quejarse el pe-
queño.
Doña Tlacuacha, alarmada por la enferme-
dad de su hijo, lo cargó hasta el consultorio
del doctor armadillo.
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Para entonces, el tlacuache lloraba de


dolor:
—¡Ay, ay, ay; mi pancita! ¡Me duele
mucho!
—¡Pero, qué comiste, tlacuachito! —ex-
clamó el doctor armadillo al revisar su estó-
mago, igual que un globo inflado—. Parece
como si te hubieras comido la luna.
—Pues —comenzó a decir doña Tlacua-
cha—, aunque usted no lo crea, doctor…
Para entonces, en la plaza del pueblo ha-
bía muchos animales reunidos. Todos vocife-
raban con indignación:
—¡Ese cocodrilo fue el que se robó la lu-
na! —acusaba el sapo—. Todas las noches se
las pasa nomás mirando para arriba.
—Es que no puedo mirar para otro lado
—se quejó el cocodrilo.
—Para mí que fue el tecolote —reclama-
ba la zorra—. Yo he visto cómo se pasa la
noche queriendo apagar la luna porque no lo
deja dormir.
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—¡Uuh! ¡Uuh! Yo no fui —se quejó el te-


colote.
—¡Calma todo el mundo! —gritó de pron-
to el doctor armadillo—. ¡La luna está en
mi consultorio!… El tlacuache la acaba de
arrojar.
—¡¿Se la comió el tlacuachito?! —repi-
tieron todos.
—Así es —contestó el doctor armadi-
llo—, pero ése no es ahora el problema. El
problema está en ver cómo le vamos a hacer
para regresarla a su lugar.
—Claro —rezongaron todos. Una hora des-
pués, en la casa donde vivía el armadillo, se
juntaron todos los animales. Y allí estaba,
recargada contra una pared del patio, la luna.
Parecía la rebanada brillante de una jícama
recién cortada, y todos se acercaban a tocarla,
a mirarla de cerca, a probar su sabor azuca-
rado.
—Yo creo que para regresarla a su lugar
—propuso el conejo— hay que hacer una
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resortera gigantesca, y así la disparamos al


cielo, como si fuera una piedra.
—No, eso no; es muy mala idea —di-
jeron todos—. Se puede romper.
—¡Ya sé, ya sé qué hacer! —gritó el zopi-
lote—. Subimos la luna en un columpio, y
empujamos y empujamos fuerte, hasta que
llegue a su lugar.
—No, no. Un columpio no alcanza —co-
mentó el oso.
—No, eso tampoco; es muy mala idea —di-
jeron todos.
—Tengo una buena idea —anunció en-
tonces la cotorra—. ¿Por qué no amarramos
la luna a un cohete y lo echamos al cielo para
que la arrastre hasta su lugar?
—No, no, eso menos —gruñeron todos—.
Es muy peligroso y se puede quemar. Es una
idea malísima.
—Lo que hay que hacer —propuso una
vocecita que nadie supo de quién era— es que
debemos coser juntas todas nuestras cobijas, y
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luego de poner en medio la luna, entre todos


la aventamos para arriba, hasta que llegue a
su lugar…
—Como quien juega al pelele, ¿verdad?
—reconoció el gato.
—Exactamente —respondió el tlacuache,
porque la idea había sido suya.
—¡Eso! ¡Eso haremos! —corearon todos
los animales, y echaron a correr hasta sus ca-
sas para regresar cargando sus cobertores.
Muy pronto, con hilo y agujas, estuvieron
cosidas todas las cobijas. Aquel enorme manto
parecía la bandera de todos los países. Allí en
medio, cuidadosamente, el chango depositó la
luna. Y entonces todos comenzaron a jalar para
arriba, desde los bordes, una, y otra, y otra vez.
La luna subía, subía, y volvía a caer. Y otra
vez a mantearla, ¡para arriba!, la luna subía,
subía y subía, y para abajo. Y otra vez, grita-
ban todos los animales:
—¡Arriba, lunita, arriba! —porque la luna
subía, y subía, y subía… hasta que llegó a su
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lugar, y quedó colgando para siempre en


medio de la noche.
Los animales suspiraron felices. La luna
brillaba nuevamente y todos recordaron que
era la hora de irse a dormir.
Desde entonces, por cierto, a nuestro ami-
go ya nadie le dice: “Hola, tlacuachito”. Al
encontrarlo en la calle, los animales lo salu-
dan muy corteses y respetuosos:
—Buenas tardes, Tlacuache Lunático
—porque así le llaman desde entonces.

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