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Palabras que importan

Janice Kay Johnson

Palabras que importan (01.09.2000)


Título Original: Whose Baby? (2000)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Internacional 224
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Adam Landry y Lynn Chanak

Argumento:
Lynn Chanak estaba viviendo la pesadilla que teme toda madre al dar a luz. Hubo
una confusión en el hospital y su hija no era, en realidad, suya. Y la única forma
de tener a la niña que había albergado en su seno y conservar a la que amaba, era
casarse con Adam Landry... un hombre al que ni siquiera conocía.
Adam se sintió hundido tras la muerte de su mujer. Y su único consuelo era su
hija. Pero, a pesar de lo mucho que quería a Rose, no podía soportar la idea de que
la niña que Jenny llevó en su seno durante nueve meses creciera sin él. Si casarse
con una desconocida era lo que hacía falta para tener consigo a sus dos hijas, eso
era lo que haría. Aunque todavía siguiera enamorado de Jenny...
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Capítulo Uno
O + O no era igual a B. Entonces, ¿por qué estaba nerviosa?
Sin prestar atención a la brisa marina, ni al ruido de las olas al chocar contra las
rompientes, Lynn Chanak se quedó mirando el sobre que tenía en la mano. «Ábrelo»,
se dijo. «Y dejarás de preocuparte tontamente».
Porque demostraría ser una tontería. El laboratorio de Portland había analizado
la sangre de otra persona, no la de Shelly. No tenía sentido que los resultados de
aquel nuevo análisis la inquietaran lo más mínimo. La pobre Shelly había tenido que
soportar otro pinchazo y Lynn todavía estaba molesta por eso, pero, con los
resultados de un segundo laboratorio, podría refutar la absurda acusación de su ex
marido.
Era imposible que dos laboratorios cometieran el mismo error. Lynn y Brian
tenían el mismo grupo sanguíneo, el O, y, que Dios la ayudara, hubo un tiempo en el
que Lynn había creído, tontamente, que esa coincidencia significaba que estaban
hechos el uno para el otro. Como, tanto el padre como la madre, tenían sangre del
grupo O, la de Shelly debía ser del mismo grupo. Entonces, ¿por qué no se decidía a
abrir el sobre?
—¡Mamá! —Shelly, de tres años y medio, tiró de la manga del jersey de su
madre—. ¡Mira lo que he encontrado!
Una mano diminuta sostenía un trozo de ágata, de color rojo intenso, pulido
por las aguas. Cualquier turista ávido de hallazgos habría matado por conseguir
aquel tesoro.
—¡Qué bonita! Tienes una vista de lince.
Lynn estaba sentada en la playa, sobre un tronco gris, al azote del viento
invernal, con el correo en la mano. Aquel era el ritual acostumbrado, para madre e
hija, cuando cerraban la tienda. Esperaban a que llegara el cartero, se ponían unos
jerseys para protegerse de la fuerte brisa y recorrían las dos manzanas que las
separaban de la rocosa playa. Antiguamente, Otter Beach había sido una minúscula
ciudad maderera, hasta que la costa de Oregón se convirtió en uno de los destinos
favoritos del turismo. En la actualidad, las calles estaban flanqueadas por galerías de
arte, tiendas de antigüedades y pintorescos hoteles.
La librería de Lynn estaba a una manzana de distancia de la calle principal. La
planta de arriba era su hogar, y la planta baja, su negocio. En temporada alta, abría
seis días a la semana; pero, cuando las tormentas invernales empezaban a asolar la
costa, solo se molestaba en abrir de jueves a domingo, para los habitantes del pueblo
y para los pocos valientes que iban a pasar un fin de semana romántico y a recorrer la
playa en busca de los ópalos y las ágatas que el mar arrastraba hasta las rocas.
—Se la daré a papá la próxima vez que venga —declaró Shelly—. ¿Puedes
guardarla tú, mamá?

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—Por supuesto, cariño —accedió Lynn, ocultando su desconsuelo. ¿Cómo iba a


explicarle a una niña de tres años que su padre no iba a hacerle más visitas?
Con una risita, Shelly introdujo la mano en el bolsillo del desgastado jersey con
cremallera de su madre, para depositar allí su hallazgo. El trozo de ágata se reunió
con la pata de cangrejo y la valva de mejillón que había recogido poco antes.
Lynn se quedó mirando a Shelly mientras la niña se alejaba. Estaba tan bonita
con aquel mono de tela vaquera, las zapatillas de suela de goma y el pelo liso de
color castaño oscuro recogido en una coleta... Lynn intentó, con todas sus fuerzas, ver
en ella lo mismo que veía Brian. Se trataba de su hija.
¿Y qué, si Lynn tenía el pelo castaño rojizo y ondulado, y Brian era rubio? ¿Y
qué, si Shelly tenía los ojos castaños, mientras que los de Lynn eran verdes y los de
Brian azules? Los hijos no siempre salían a los padres. De hecho, pocas veces era ese
el caso. Los genes que conformaban a una persona eran como... como los hilos de
colores de una alfombra persa: miles de fibras de lana, entretejidas con una
complejidad que suponía un reto al discernimiento. Tal vez Shelly hubiera salido a
una bisabuela olvidada. ¿Acaso importaba que su rostro no fuera un reflejo del de su
padre?
Al parecer, a Brian, sí le importaba. Siempre había sido injustificadamente
celoso, tanto antes de su boda, cuando aquella posesividad, a Lynn, le resultaba
romántica, como después. Casarse con Brian había sido un error, un terrible error. La
culpabilidad la devoraba cada vez que pensaba en su ex marido, porque sabía que no
debía haberse casado con él. Brian había estado en lo cierto al afirmar que ella no lo
amaba lo suficiente.
Pero Lynn nunca le había sido infiel. Nunca había habido otro hombre y,
seguramente, nunca lo habría, dado que no era capaz de ofrecer la pasión que
requería un compromiso para toda la vida. No le había dado a Brian motivos para
que sospechara que estaba viendo a otro hombre, por eso la indignaba que afirmara
que Shelly no era hija suya.
Lynn detestaba tener que someter a una niña de tres años a un análisis de
sangre, pero ya lo había hecho. No solo porque necesitaba que Brian siguiera
pasándole la pensión de manutención, sino porque Shelly necesitaba a su padre.
Entonces, ¿por qué no rasgaba el sobre de una vez? Lynn desvió la mirada de
Shelly, que estaba en cuchillas a unos diez metros de distancia, absorta en la
contemplación de algún nuevo descubrimiento, y leyó el remite del sobre:
«Laboratorios McElvoy, Seattle, Washington».
Un laboratorio distinto. En lugar de llevar a Shelly a la misma clínica para que
repitieran el análisis, había ido en coche hasta Lincoln City. Debería haberse
presentado en la consulta del médico, esgrimiendo la hoja de los resultados y
proclamando su indignación por aquel error. Así, no habría tenido que pagar por un
segundo análisis, pero... había optado por la cautela.
Hizo una mueca. «Gallina», se dijo. Brian le había contagiado su paranoia. Lynn
no quería darle nada a lo que aferrarse y, de haber tenido conocimiento del primer

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análisis, su ex marido no habría creído el segundo. Querría más confirmaciones, en


lugar de aceptar la verdad tal y como se la presentaba.
«¿Y si no ha sido un error?», susurró una voz en su interior. «Es verdad que
Shelly no se parece a sus padres».
—¡Vamos! —exclamó en voz alta. Por el amor de Dios, había permanecido
despierta durante el laborioso parto. Sí, debido a la hemorragia, no había podido ver
a su hija recién nacida durante las primeras horas, pero, desde el momento en que
tuvo a la niña de rostro sonrojado en los brazos, había sentido un amor profundo
hacia ella. Y, maldito fuera, Brian había sentido lo mismo. Hasta aquel momento, en
que se había vuelto receloso. O tacaño. A veces, tardaba más de la cuenta en ingresar
el talón de la pensión. Sin duda, estaba buscando una buena excusa para no tener
que mantener a su hija.
Lynn volvió a levantar la vista; Shelly no se había movido. Seguramente, estaría
contemplando un pequeño charco dejado por la marea. Shelly había aprendido a no
extraer a las diminutas criaturas que los poblaban, solo a observarlas. Conocía la
diferencia entre el color intenso de una estrella de mar, cuando estaba adherida a una
roca, y el caparazón duro e insípido al que quedaba reducida una vez muerta. Le
gustaba ver corretear a los minúsculos cangrejos, contemplar el vuelo rápido de las
lavanderas y oír el rugido ronco de los leones marinos que merodeaban por las rocas,
mar adentro. Aquello era su hogar, mágico y familiar al mismo tiempo.
Como la experiencia de tener un hijo. Durante unos instantes, Lynn vio el
mundo con los ojos de su hija. Volvió a ser una niña y a sentir asombro, admiración y
miedo, y a recibir consuelo de pequeñas cosas.
En otras ocasiones, Lynn se maravillaba de la persona tan pequeña, pero
completa, que era su hija. Como si hubiera nacido entera, terminada, y lo único que
Lynn podía hacer era enseñarle el mundo. La idea de que los padres podían moldear
a los hijos era tan absurda como la de que dos personas del mismo grupo sanguíneo
eran misteriosamente afines.
«Ábrela».
Lynn no comprendía por qué se sentía tan reacia. No hacía más que dar vueltas
al condenado sobre. Había revisado todas las facturas, e incluso hojeado un par de
catálogos, como si las listas de primavera fueran más importantes que la sangre que
corría por las venas de las pálidas muñecas de su hija. Shelly seguía en cuclillas en el
mismo lugar. Su concentración era sorprendente para una niña de su edad. En
aquellos momentos, no necesitaba a su madre más que como punto de referencia. Un
bolsillo, un beso y un abrazo.
Lynn rasgó el sobre y sacó la hoja de papel. La desplegó y fijó la vista en la letra
B que estaba escrita en negrita. Había más datos, pero no los vio.
El corazón empezó a golpearle las costillas con tanta fuerza, que no habría oído
a Shelly, aunque la niña hubiese gritado. Se le nubló la vista, y tuvo la extraña
sensación de estar sola en la playa, envuelta en la niebla de última hora de la tarde.
Todo era gris, borroso.

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Cielos. Oh, cielos.


No había habido ningún otro hombre. Solo Brian. Si Brian no era el padre de
Shelly Schoening, entonces ella, Lynn, tampoco era su madre.
¿Cómo podía ser? Gimió y entrelazó las manos por debajo de las rodillas.
¿Cómo?
Solo se le podía ocurrir una respuesta. Inexplicablemente, en el hospital, le
habían asignado el bebé de otra persona. La pequeña que habían acercado a su pecho
no era la que había llevado en su seno durante nueve meses. Su bebé había acabado
en brazos de otra madre.
En alguna parte, una niña con brillantes ojos azules como los de Brian, o pelo
castaño rojizo como el de Lynn, estaba llamando mamá a otra mujer.
Lynn volvió a gemir.
—¿Mamá? —dijo Shelly en apenas un susurro. Controlando su terror, Lynn
contempló los ojos castaños de la pequeña—. ¿Estás malita?
Tan malita que creía morir. Todo su mundo giraba en torno a su hija. No en
torno a aquella desconocida que estaba en alguna parte, y que tal vez se pareciera a
ella, sino a aquella niña, a la que había nutrido con su leche y cambiado los pañales, y
que, en aquellos momentos, le apretaba la mano, a la espera de una respuesta.
—No —contestó—. Sí. He sentido algo en la tripa hace un momento. Algo así —
introdujo la mano en el mono de tela vaquera y le hizo cosquillas, hasta que la cara
de duendecillo de Shelly se arrugó con una risita.
Shelly le rodeó el cuello con los brazos y acercó una mejilla fría y regordeta a la
cara de Lynn.
—Quiero hamburguesa —le confió—. Y batido de chocolate.
Lynn le devolvió el abrazo y la apretó, hasta que la niña chilló, alarmada.
—¿Sabes qué? —dijo Lynn—. Yo también quiero una hamburguesa. Y un batido
de chocolate. ¿Qué tal si vamos a casa?
Shelly asintió vigorosamente y Lynn se levantó del tronco. Se sentía tan rígida
como una anciana. Recogió el montón de cartas y tomó la diminuta mano de su hija.
Aturdida, le dio la espalda a las olas y echó a andar, sintiendo cómo las piedras y la
arena de la playa cedían bajo sus pies. Un paso adelante, medio atrás. Una lucha que
fortalecía el cuerpo.
Su hija parloteaba. Lynn no oía una sola palabra, aunque sonreía y asentía.
Estaba concentrada en un solo pensamiento: Shelly era suya. Nadie debía saber
nunca que, tal vez, no lo fuera.
Después del almuerzo, mientras Shelly dormía la siesta, Lynn se sentó detrás de
la mesa de la cocina y se convenció de que Brian no podía insistir en que Shelly se
hiciera un análisis de sangre. Antes, renunciaría a la pensión de su hija, le diría que
podía pensar lo que quisiera. Incluso admitiría que tenía razón, aunque detestara

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hacerle creer que había tenido un encuentro tórrido con un hombre que apenas
conocía... Porque, en realidad, Lynn no tenía amistades masculinas.
Hasta que no dieron las cinco, no se puso furiosa. Puso agua a hervir, para
hacer unos macarrones, y fue a ver cómo estaba Shelly. Estaba acurrucada en un
extremo del destartalado sofá de terciopelo, viendo Dumbo por enésima vez. Se había
tapado con su pequeña manta de flores y tenía el pulgar metido en la boca.
Siguiendo el consejo del dentista, Lynn intentaba quitarle ese hábito, pero aquella
noche, no dijo nada. Se limitó a besar el pelo sedoso de su hija y a inspirar su aroma
antes de regresar a la cocina.
¡Era imposible que le hubiesen dado la hija de otra mujer! pensó Lynn con
incredulidad. Los padres siempre temían que se pudiera producir ese error, pero los
hospitales tomaban muchas precauciones para evitarlo. Lynn todavía conservaba la
muñequera de plástico que le habían puesto a Shelly en el hospital, y era idéntica a la
que Lynn había llevado.
No. Debía haber alguna otra explicación.
¿Aquel laboratorio también se había equivocado?
Echó los macarrones al agua hirviendo y frunció el ceño.
¡Un momento! ¿Acaso Brian le había mentido sobre su grupo sanguíneo?
Removió los macarrones e intentó recordar. ¿Había sido ella la primera en decir cuál
era el suyo? Sería muy propio de él que hubiese mentido, para crear la sensación de
que estaban hechos el uno para el otro. Brian la había deseado nada más verla, en la
librería donde Lynn había trabajado después de licenciarse.
Cerró los ojos y trató de revivir la escena. Un conocido catedrático de la
universidad había sufrido un accidente de coche y el departamento de inglés había
solicitado donaciones. Lynn se hallaba descansando, después de dar un litro de
sangre, cuando la enfermera había corrido la cortina y le había dicho:
—Si ha terminado de beberse el zumo, ya puede irse.
Y allí estaba Brian, en la otra camilla. Sin incorporarse, había vuelto la cabeza y
le había sonreído.
—Qué, ¿a ti también te han chupado la sangre?
Había entrado en la librería por primera vez la semana anterior. O, al menos,
ella se había fijado en él entonces, por primera vez. ¿Y cómo no iba a fijarse en aquel
metro ochenta y cinco de estatura, en el pelo rubio veteado por el sol y en aquellos
luminosos ojos azules? Estaba bronceado de esquiar. Lynn se lo había preguntado,
porque era invierno y la mayoría de los habitantes de Portland estaban pálidos.
Parecía un surfista, de hombros anchos y cuerpo atlético y dorado.
—Bueno, ha sido voluntario —había contestado Lynn tímidamente.
—Sí, eso dicen —Brian rechazó el zumo de naranja y se incorporó sin
precaución. ¡Qué propio de un hombre!
Acabaron saliendo juntos a la calle y... ¡sí! Brian le preguntó:

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—¿Cuál es tu grupo sanguíneo?


Lynn contestó primero. Recordó claramente cómo Brian se había vuelto, para
decirle con gravedad:
—Eso significa que, por nuestras venas, corre la misma sangre. Debemos de
estar hechos el uno para el otro.
Había sido una broma; los dos se rieron, pero Lynn había sentido un hormigueo
ante aquella idea, expresada con la misma intensidad y seriedad que una proposición
de matrimonio. ¡Qué estúpida había sido!
Volcó los macarrones en el colador y dio un brinco cuando el agua hirviendo le
salpicó en la mano. Debía haberlo previsto. La pila de porcelana no era muy
profunda y siempre había que tener cuidado. Las lágrimas afloraron a sus ojos y
puso la mano bajo el chorro de agua fría.
¡Qué cretino! Tanta angustia por una mentira. Se dijo que estaba furiosa, pero
sintió cómo el alivio la recorría en oleadas. La explicación era tan sencilla, y no la
rebuscada que había imaginado antes.
El alivio duró toda la tarde. Jugó a las casitas con Shelly y, luego, le contó todos
los cuentos para dormir que se le ocurrieron, animada por la exquisita liberación del
miedo. Pensó en llamar al gusano de Brian y decirle:
«Podría considerar la idea de averiguar cuál es el grupo sanguíneo de nuestra
hija, si supiera cuál es el tuyo».
Pero, aunque tenía motivos para estar furiosa, Lynn seguía pensando que debía
serenarse antes de enfrentarse con él. Además, tenía que estar segura.
Podía preguntárselo a la madre de Brian. No, mejor aún, podía llamar al banco
de sangre y decir que Brian había sufrido un accidente y que ella no recordaba su
grupo sanguíneo, pero sí que había donado sangre en alguna ocasión.
Fue entonces cuando se acordó, y el miedo le puso la piel de gallina. Poco
después de casarse, Lynn había recibido una llamada de una mujer del banco de
sangre que animaba a su marido a volver a donar.
—Es del grupo O, ¿sabe? —le había dicho—. Del que estamos más escasos.
—Yo también soy O —le había comentado Lynn amablemente, y había
prometido darle el mensaje a Brian. Los dos habían ido al banco a donar, aunque sin
el romanticismo de la primera vez, porque Brian había ido solo, después del trabajo.
Pero eso ya no importaba, pensó Lynn, lo importante era que el banco de sangre
había requerido la ayuda de su ex marido porque era del grupo O.
En lugar de irse a la cama, Lynn recorrió el estrecho pasillo, desde la habitación
de su hija hasta la cocina, y contempló el minúsculo frigorífico, tan viejo que debía
descongelar periódicamente la parte superior, el linóleo, con el motivo tan
desgastado que parecía un borrón, y el horno reluciente que había comprado cuando
el viejo se había rendido, en el peor momento, como siempre ocurría todo. Cuando
encendió la luz, el amarillo luminoso con que había pintado los armarios le pareció
demasiado chillón, un disfraz tan evidente como la nariz roja de un payaso.

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La vivienda estaba descuidada, Lynn había tenido que invertir todo el dinero en
la planta baja, en la librería. No le había quedado más remedio. Shelly y ella podían
arreglárselas hasta que la tienda fuera rentable... Si las librerías llegaban a serlo
alguna vez.
Pero, en aquellos momentos, no pudo evitar mirar a su alrededor e imaginar lo
que pensarían otras personas. Si, por ejemplo, los padres biológicos de Shelly
intentaran recuperarla.
«No causaría muy buena impresión, ¿verdad?», pensó Lynn. Le fallaron las
rodillas y se dejó caer sobre una de las dos sillas desparejadas que flanqueaban la
mesa rayada de fórmica. «Materialmente, no tengo mucho que ofrecerle a Shelly.
Además, estoy divorciada y mi ex marido piensa que le he engañado».
Aquellos padres podrían arrebatarle a Shelly, arrancarla de su lado como a una
de esas hermosas estrellas de mar de su húmeda roca.
«Cielos. Oh, cielos».
Flexionó las rodillas y las apretó contra su pecho, mientras luchaba por respirar.
Oía sus propios jadeos. Debía de estar conmocionada, porque se sentía muy extraña.
Fría y asustada, como si nunca fuese a sentirse a salvo otra vez.
«Nadie debe saberlo». Aquella era su única esperanza. «Nadie. Nunca».
Finalmente, dejó de temblar y volvió a ver la cocina, minúscula pero impecable,
a pesar de los años, y los dibujos a lápiz de Shelly, expuestos sobre la puerta de la
nevera. Dibujos que debían de ser estrellas de mar, o caracolas, o caballos, creaciones
de su imaginación que sus pequeños dedos todavía no podían reflejar en el papel.
Era su hogar: cálido, seguro, limpio y ordenado. ¿Acaso importaba alguna otra cosa?
El dinero no, desde luego.
Ni la sangre. No le importaba de quién era la sangre que corría por las venas de
Shelly. Nunca consentiría que eso le importara.
Pero, primero, debía estar segura.
El reloj azul de plástico de la pared marcaba las ocho y media. No era
demasiado tarde para llamar a la madre de Brian.
La voz de Ruth Schoening reflejó cautela, una vez que supo quién la llamaba.
—Lynn. Qué raro que llames a estas horas.
Y no: «Dios mío, a Shelly no le habrá pasado nada, ¿verdad?»
Lynn notó el cambio y decidió ir al grano.
—Brian te ha dicho que no cree que Shelly sea hija suya, ¿verdad?
La pausa se prolongó.
—Algo ha dicho al respecto.
—Yo nunca... —la negativa automática quedó atrapada en la garganta de Lynn.
Cielos, quizás, algún día, tendría que afirmar que sí le había traicionado. Inspiró
hondo—. No lo creerás, ¿verdad?

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En realidad, Lynn estaba suplicando. «Me conoces. Por favor, di que tienes fe en
mí, que quieres a Shelly por encima de todo».
—No es asunto mío —dijo la madre de su ex marido, con evidente tensión en la
voz.
—Es tu nieta.
—¿Lo es?
Lynn notó, con un extraño distanciamiento, que estaba temblando otra vez.
—Esto es absurdo —exclamó, e intentó no reír, pero no lo logró.
—Eso espero —dijo Ruth—. Pero, sabes, tiene razón. Shelly no se parece a nadie
de la familia.
—Cuando mi abuela era pequeña...
—Brian dijo que había estudiado tu álbum familiar y que Shelly tampoco se
parece a ninguno de tus abuelos. Es tan... morena. Y con ese mentón afilado me
recuerda a un duende de un cuento de hadas. Mis hijos eran rubios y robustos, como
pequeños suecos.
Siempre decía eso, como si los niños suecos fueran los más rubios del mundo.
Nunca recordaba el hecho de que Schoening era un apellido alemán, y no
escandinavo.
Era obvio que no había garantías de amor a toda costa. Shelly también perdería
a sus abuelos, llegado el momento.
—Bueno —dijo Lynn—, te llamo porque estoy planteándome la posibilidad de
hacerle un análisis de sangre a Shelly, para acabar con esta tontería. Me pone
enferma la idea de hacerle pasar ese mal trago, pero tal vez lo haga. Así que, quería
saber cuál era el grupo sanguíneo de Brian. ¿Te acuerdas?
—Claro —repuso su madre enseguida—. Brian es O positivo, igual que yo.
¡Qué buena idea, Lynn! Siempre es mejor aclarar las dudas, ¿no crees?
La furia ardió en su pecho. Una vez conseguido lo que quería, Lynn dejó que se
desatara y endureció la voz.
—Lo que creo es que todo esto resulta ofensivo. Entiendo que Brian siga
enojado por el divorcio, pero me conoces lo suficiente como para no creerte esa
bazofia. Dices que quieres a Shelly. Insistes en que la lleve a tu casa más a menudo,
que es adorable, en que te mande fotos para que puedas enseñárselas a tus amigas y,
ahora, hablas de ella como si estuviera mancillada y como si siempre hubieras sabido
que tenía algo raro. Es una niña preciosa e inteligente que, casualmente, no tiene los
ojos azules. Bueno, yo no soy sueca, y no espero que mi hija lo parezca —concluyó
Lynn con firmeza—. Eso es lo que creo.
No esperó la respuesta. Colgó el teléfono con una indignación que se disipó
enseguida. ¿Cómo podía ponerse furiosa, cuando Shelly no era, en realidad, hija de
Brian? Tal vez fuese ella la que estaba ciega. Tal vez, debería haberse dado cuenta
enseguida de que algo iba mal, de que las enfermeras se habían confundido de niña.

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Pero no. La conexión había sido profunda e instantánea, y el amor materno,


innegable.
Bueno, la fiereza de su amor no había disminuido. Le diría a Brian que no iba a
someter a Shelly a un análisis de sangre y que, si quería desentenderse de su hija, que
lo hiciera. Haría que viviese atormentado por la culpa. Se lo tenía merecido.
Se puso en pie, sintiéndose tan cansada como si acabara de reponerse de una
gripe, y apagó la luz de la cocina. La luz del baño bastaba para guiarla hasta su
habitación.
La vida sería más dura. A Shelly le dolería saber que su padre no la quería. Pero
nadie debía saberlo.

Desde aquel día, el sueño se repitió todas las noches. Estaba buscando a alguien
desesperadamente. A su pequeña. Primero se veía en la playa, leyendo el correo,
hasta que la niebla la envolvía, de repente, y, al levantar la vista, no encontraba a
Shelly por ninguna parte.
—¡Shelly! —empezaba a gritar—. Shelly, ¿dónde estás? —Lynn se ponía en pie
y miraba en todas direcciones—. ¡Shelly! Caminaba a trompicones hacia el agua.
Aparecían rocas por todas partes, obstaculizando su marcha. El bramido de las olas
la ensordecía y sabía, con absoluta certeza, que a Shelly se la había llevado una ola.
Pero no, no estaba en la playa, sino en una ciudad, aunque la niebla seguía
rodeándola. Oía el ruido del tráfico. ¡Dios! ¿Cómo podía haber apartado la vista de
su hija, aunque solo fuera un momento? El mar era despiadado, pero los coches eran
letales.
Recorría las aceras con la mirada, en busca de una cabeza de pelo castaño rojizo.
Los transeúntes no le prestaban atención. Entonces la veía, a punto de bajar a la
calzada, sin que los coches redujeran la velocidad por la niña que vacilaba en cruzar
la calle. Vestía harapos; se parecía a Cosette, la niña de Los Miserables, desgraciada e
indeseada. Anegados de lágrimas, aquellos ojos azules se posaban en los de Lynn por
un momento, entre coche y coche, pero sin reconocerla.
«Mi hija no me conoce», comprendía Lynn con horror.
—¡Quédate dónde estás! —gritaba Lynn—. ¡Espera! Ya voy.
Pero su voz no significaba nada para aquella niña, y Lynn descubría con
sorpresa que no conocía el nombre de su hija. Sollozando, la pequeña bajaba de la
acera. Y Lynn se despertaba, noche tras noche, con un no en los labios y lágrimas en
las mejillas.
Con un gemido se acurrucaba entre las sábanas y se estremecía. Después,
entraba en el baño y se lavaba la cara con agua fría, antes de mirarse distraídamente
en el espejo.
Cómo no iba a tener aquellas pesadillas, su significado era evidente. Fuera, en
alguna parte, estaba la pequeña que había llevado en su seno. ¡Cuántas promesas le

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había hecho a aquel bebé mientras soñaba en el futuro! Le cantaba, bromeaba y se


hacía cosquillas en el vientre cuando notaba una patadita. Escuchaba música, bailaba
y leía en voz alta, para que su hija conociera su voz y supiera que era amada.
Pero, por causas ajenas a su voluntad, no había mantenido aquellas promesas.
Su bebé no había vuelto a oír su voz. Otra persona se la había llevado a casa. ¿La
amarían sus padres, cantarían canciones, le harían cosquillas en los pies? ¿O estaba
en manos de una adolescente que no había querido quedarse embarazada? Tal vez
estuviera en un orfanato, o tuviera un padre colérico que la zarandeaba cuando no
dejaba de llorar. ¿Y si tardaba en aprender, pero nadie era paciente?
—Si al menos... —susurró Lynn. «Si al menos pudiera saberlo». Comprobar que
aquella niña recibía cariño, abrazos y cuidados, y que sus dibujos estaban puestos en
la nevera para que todo el mundo pudiera admirarlos. Si lo supiera, dejaría de tener
pesadillas. Pero ¿cómo iba a saberlo sin llamar al hospital y contarles lo ocurrido?
¿Sin correr el riesgo de perder a Shelly?
Aquello era lo que la atormentaba, arriesgar a la pequeña que era el centro de
su vida, que significaba todo para ella, por el bien de la niña que no podía recordar
su voz, que habría olvidado sus canciones y las historias que Lynn había prometido
terminar algún día, cuando pudieran reír juntas.
Se arrastró por el pasillo, como un fantasma, hasta el cuarto de su hija, y se
quedó de pie en el umbral, porque la cama ocupaba, prácticamente, todo el espacio.
En una casa moderna, aquella habitación estaría destinada a cuarto de costura. Unos
gatos a rayas negras y amarillas saltaban de girasol en girasol sobre el papel de pared
que trepaba hasta el techo. Bajo un edredón de color amarillo pálido, Shelly dormía
apaciblemente. Lynn distinguió su rostro a la luz del pasillo y pensó que Ruth tenía
razón. Parecía un duendecillo, con aquella barbilla pequeña y afilada, la frente alta y
el pelo castaño brillante y liso como la palma de la mano.
¿Arriesgarse a perderla por la niña del sueño?
Lynn cerró los ojos con un suave suspiro agonizante. ¿Cómo iba a hacer eso?
¿Y cómo podía no hacerlo?

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Capítulo Dos
Otra vez tarde.
Adam Landry maldijo al conductor del coche que iba delante de él, que vaciló
el tiempo justo para perder la única oportunidad de girar a la izquierda, antes de que
el semáforo se pusiera en rojo.
Maldición, pensó con amargura. Tendrían que esperar a que volviera a ponerse
en verde y, pensó, después de mirar con nerviosismo la hora en el reloj del
salpicadero, la guardería de su hija tendría que haber cerrado hacía diez minutos.
Aquella falta de puntualidad empezaba a convertirse en rutina y, si no tenía
cuidado, le pedirían que buscara otro establecimiento para su hija. Pero el
parvulario-guardería El Sendero era el mejor.
Diablos, ¿por qué intentaba engañarse? No sabía si era el mejor. No sabía nada
sobre el parvulario, salvo que Jennifer lo había escogido hacía una eternidad, cuando
estaba embarazada y feliz, pensando, no en volver al trabajo, sino en disponer de un
lugar donde dejar a la niña de vez en cuando.
Se lo había dicho durante la cena, con ojos centelleantes de placer.
—El parvulario El Sendero. ¿No es estupendo? Imagínatelo. Nuestra Rose
corriendo por el sendero —Jennifer se estremeció de placer y Adam recreó
fugazmente la imagen que se había convertido en el centro de su vida: una niña con
el mismo pelo castaño oscuro de su madre, con piernas frágiles, hoyuelos, y una risa
tan celestial como la melodía de una flauta.
Su hija.
¿Y él? ¿Qué había dicho? Había gruñido:
—No te estarás dejando hechizar por el nombre, ¿verdad?
Jennifer se había reído de él, y su alegría no había mermado.
—No seas tonto, es un parvulario maravilloso. La directora ha escrito un libro
sobre la primera infancia. Tienen animales: gallinas, cabras y un perro enorme que
tiene la paciencia de un santo, porque deja que los niños lo monten sin apenas emitir
un gruñido. También tienen rompecabezas, libros, juegos y muñecas. Es el país de las
maravillas.
Adam sintió una punzada de dolor y se frotó el pecho. Nunca había pensado en
llevar a Rose a ningún otro sitio. Intentaba criar a su hija como Jennifer habría
querido que lo hiciera, así que rebuscaba en su memoria para rescatar preciadas
indicaciones que su esposa podía haber dado, tal vez en la cama, mientras él
repasaba la sección de finanzas del periódico por última vez y ella parloteaba con
voz alegre, como si no se percatara de su falta de atención. Adam lanzó otra mirada
furibunda al reloj y maldijo. ¿Estaría echando a perder otra de las osas que Jennifer
había querido para Rose?

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Pero, tal vez, el parvulario no fuese la mejor opción en aquellos momentos.


Quizá debía pensar en buscar una niñera.
Cuando se encendió la luz verde del semáforo, se puso tenso y deseó que el
conductor del Buick hiciera el giro antes de que los coches de enfrente reanudaran la
marcha. Pero, diablos, no. El coche ni siquiera hizo intención de avanzar. Adam ya
tenía la mano en el claxon, cuando apretó los dientes e hizo un esfuerzo
sobrehumano para volver a asir el volante. Mierda. Si no se hubiera quedado en la
oficina atendiendo la última llamada, no tendría tanta prisa ni desearía que los
demás conductores arriesgaran la vida para apartarse de su camino. ¿Por qué se
había dado la vuelta para contestar al teléfono, en lugar de salir por la puerta?
No podía hacerlo todo.
Tenía que intentarlo, se lo debía a Rose. Y a Jennifer.
Pasaron cinco minutos interminables antes de que Adam entrara a gran
velocidad en el aparcamiento de la guardería, tirara del freno de mano y apagara el
motor. Se bajó del coche dando un portazo y entró en el establecimiento.
La directora del parvulario, una mujer de su misma edad llamada Melissa
Gearhart, lo estaba esperando en la entrada, con mirada solemne.
—Señor Landry. Rose estaba preocupada.
Adam manifestó su angustia con un largo suspiro.
—Dios, lo siento. He vuelto a llegar tarde.
—Me temo que tendré que subirle la cuota cada vez que el personal tenga que
quedarse expresamente a esperarlo, como hoy.
—Lo entiendo —Adam tragó saliva—. ¿Dónde está Rose?
La mujer de pelo oscuro y ojeras de cansancio se volvió hacia una puerta.
—Debajo del trepador.
Adam entró en la sala principal, seguido de la directora. El suelo estaba
cubierto con colchonetas de vivos colores, para amortiguar las caídas desde el
tobogán y el trepador de madera. Tuvo que dar la vuelta a la casa de juegos para ver
a su hija, que estaba tumbada en una colchoneta, con el pulgar en la boca. Y vestida
como no la había visto nunca. Con prendas grandes y desentonadas.
—Ha vuelto a tener un pequeño accidente —dijo Melissa en voz baja, por
detrás—. Nada importante. He metido su ropa en una bolsa de plástico. Traiga esa
de vuelta cuando la haya lavado.
Adam cerró los ojos por un momento, reconociendo un nuevo fracaso. O tal vez
no... No había tenido valor para preguntar a las madres que recogían a sus hijas de
tres años si ellas también tenían pequeños accidentes. Adam ni siquiera quería
preguntárselo a Melissa, porque no quería que le confirmara que algo iba mal, que ya
había influido negativamente en su amada hija.
Si por lo menos supiera lo que estaba haciendo.
Si, al menos, Jennifer estuviera viva para ayudarlo.

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—Eh, pequeña Rose —dijo en voz baja, poniéndose en cuclillas—. ¿Lista para
florecer?
—¡Papá! —la niña se puso en pie y corrió a sus brazos, con ojos azules anegados
de lágrimas—. Llegas tarde y tengo hambre, y he tenido un accidente y...
Adam cortó la retahíla.
—Lo siento, lo siento. Y tú aquí sola.
—Estaba con Lissa —murmuró Rose sobre su hombro, y suspiró—. Lissa no me
dejó.
«Como tú haces todos los días», oyó Adam, aunque la niña no lo dijo.
Últimamente, Rose había tomado la costumbre de aferrarse a él y de llorar
cuando la dejaba en el parvulario por las mañanas. Se sentía como el peor padre del
mundo, cuando las cuidadoras le arrancaban a su hija de los brazos. Lo último que
veía era la cara manchada de lágrimas de Rose. Aquella mirada suplicante y
desesperada lo atormentaba durante el día y hacía que se sintiera despreciable. Pero,
maldición, tenía que trabajar.
Sabía que había más niños que lloraban por las mañanas y que, seguramente,
aquello no era más que una fase en el crecimiento de su hija. Pero la lógica no
acallaba la culpa que lo consumía, como evidenciaba el excesivo número de tazas de
café.
Rose necesitaba a su padre, y él no estaba allí con ella.
La condujo hasta el coche y, en el último momento, se acordó de tomar la bolsa
blanca de basura que contenía la ropa de Rose. Tendría que hacer la colada aquella
noche. No quería que Ann, su asistenta y cocinera de veintitantos años, tuviera que
ocuparse de lavarla. Cuando Rose mojaba la cama, también era él quien cambiaba las
sábanas. Tres años y medio no era demasiado, se decía. Pero hacía meses que no veía
que Rainy o Sylvie, las amigas de Rose, volvieran a casa con aquellas discretas bolsas.
Su hija se quedó dormida durante el trayecto a casa, agotada después de una
jornada de diez horas, y Adam se sintió nuevamente abrumado por la culpa. Pobre
Rose. ¿Cómo podía una niña hacerse mujer sin la guía de una madre? ¿Qué sabía él
de secretos juveniles, de enamoramientos de adolescente, de maquillaje o de los
dolores de la regla?
Maldición, aprendería. Era el padre y la madre de Rose, y no estaba dispuesto a
dejar el cuidado de su hija en manos de una sucesión de niñeras. A Jennifer no le
habría gustado.
«No hablaba en serio», le dijo en silencio a su esposa, como si ella lo estuviera
escuchando. «Nada de niñeras».
Una niñera sería un sucedáneo. Una madre suplente. Nadie podría ser Jennifer:
menuda, ágil, optimista, llena de vida.
Muerta, a efectos prácticos, mucho antes de que sacaran a su hija de su seno.

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Adam ni siquiera había mirado a Rose cuando los médicos realizaron la cesárea.
Se limitó a sostener la mano de Jennifer, aunque Jennifer no lo supiera, porque,
clínicamente, estaba muerta; a decirle adiós, porque su cuerpo sin vida ya no tenía
propósito alguno, una vez que no era necesario para mantener a su hija. Adam había
accedido a que la desconectaran de las máquinas en cuanto el bebé pudiera valerse
por sí mismo.
—Haré lo que pueda —había susurrado a su amada esposa. Una última
promesa, pensó, mientras rezaba para que Jennifer no supiera lo mucho que había
temido el parto, porque significaba renunciar al último retazo de esperanza de que
los médicos se hubieran equivocado, de que ella todavía pudiera despertar.
¿Cómo podía haberse ido de su lado? Le apretó la mano con tanta fuerza que
debería haberle dolido, pero Jennifer permanecía echada, con los ojos cerrados,
mientras su pecho ascendía y descendía con el sonoro impulso de la máquina de
respiración artificial. No era consciente del nacimiento de su hija, ni de las lágrimas
de Adam o de sus susurros, ni de su doloroso «Adiós, Jenny». Ni de cómo Adam
salía a ciegas de la habitación.
Su bonita esposa de rostro alegre había muerto antes de que su hija naciera a la
vida.
Le puso el nombre de Jenny Rose y la llamó Rose, a aquella pequeña que no
daba señales de parecerse a su madre, para decepción y alivio suyos. El pelo tenía
matices rojizos y rizos, y el azul profundo de sus ojos jamás se alteró, como todos
vaticinaron que ocurriría.
Algunos días, Adam se sentía inmensamente agradecido por no tener que
pensar en Jenny cada vez que miraba a su hija. Y aun así, habría querido aferrarse a
ella, recordarla, no perder de vista su rostro de duende, aunque a veces, tenía que
tomar la fotografía de marco de plata de su mesita de noche, para recordarla. A
veces, la imagen de Jennifer se difuminaba hasta el punto de que Adam pensaba que
su rostro era redondo, como el de Rose, y la nariz recta, o que sus cabellos tenían una
ondulación olvidada... o que se movía y hablaba con una gravedad nacida de la
reflexión.
Pero, al ver su rostro en la fotografía, recordaba sus pómulos altos y mentón
afilado, la nariz respingona y los labios llenos y delicados, siempre entreabiertos, a la
espera de la mínima oportunidad para hablar. Cuántas veces arrugaba la nariz a
modo de disculpa, por falta de tacto o discreción al hablar sin pensar. Incluso cuando
era hiriente, a Adam, su espontaneidad le había resultado atractiva, y su inocencia,
un gran tesoro.
Adam había querido lo mismo para Rose, que pudiera crecer con la libertad de
expresar lo que sentía. Quería que creyera, siempre, que lo que pensaba tenía valor.
En cambio, su Rose era una niña tranquila, tan pensativa como su madre había
sido alocada. Su hija se parecía, en personalidad, más a él que a Jennifer, aunque
tampoco había heredado su físico.
Paró un momento para sacar el correo del buzón y, luego, metió el coche
directamente en el garaje. Rose no se despertó cuando apagó el motor. Cuando dio la

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vuelta al coche, para soltarle el cinturón de su sillita de viaje, dejó las cartas sobre el
capó. Una tarjeta para Rose de los padres de Jennifer, pudo ver por el rabillo del ojo.
Cielos, a Rose le encantaba recibir cartas. También había un recibo de la tarjeta de
crédito, una carta de pago, seguramente, de la empresa del agua, la bazofia
acostumbrada que lo instaba a comprar un nuevo dormitorio o a cambiar los planes
de financiación de su casa y algo del hospital en el que Rose había nacido.
Las facturas por la atención prolongada de Jennifer y el nacimiento de Rose
habían sido escalofriantes. Pero las había pagado todas. La compañía de seguros,
gracias a Dios, no se había echado atrás.
Los médicos y las enfermeras habían sido comprensivos, pacientes y amables,
pero Adam no quería volverlos a ver nunca más. No quería volver a recorrer
aquellos pasillos, que olían a desinfectante y a muerte. Prefería ir a cualquier otro
hospital de la ciudad. A no ser, pensó, levantando a su hija dormida en brazos, que
Rose estuviera gravemente enferma o herida. Entonces, podría soportar los
recuerdos, pero solo por ella.
Una vez dentro, Adam la acomodó en el sofá y puso un vídeo. Winnie the Pooh,
su favorito. Caminó a paso rápido hasta la cocina, sacó una olla cubierta con papel de
plástico de la nevera y lo metió directamente en el microondas. A la máxima
potencia, durante veinte minutos, había escrito Ann en la pegajosa nota adjunta. La
joven era una joya. La cocina estaba reluciente, como siempre, y cocinaba de miedo.
Lo único que no quería Ann, era hacer de niñera. Lo había dejado claro desde el
principio. Su desinterés se avenía a la decisión de Adam de no transferir ninguno de
sus deberes paternos a otra persona, aunque habría sido más cómodo tener a una
asistenta que pudiera vigilar a Rose cuando estaba enferma y no podía ir al
parvulario, o que fuera a recogerla cuando Adam se tenía que quedar a trabajar hasta
tarde en la oficina. Pero sabía lo fácil que sería pasar, de ahí, a que Ann fuera a
recogerla todos los días a la guardería y le diera de cenar y, más adelante, tal vez, que
le preparara el desayuno y la llevara en coche a El Sendero; hasta que al final, la
única responsabilidad de Adam sería darle a su hija un beso de buenas noches.
Así que, Ann y él, habían hecho un trato: a cambio de los cheques semanales,
ella tenía que ser como los duendes del zapatero, invisible, pero indispensable. Rose
apenas la conocía, y Adam y ella se comunicaban mediante notas que se dejaban en
la nevera. Pero la casa estaba limpia y siempre dejaba la cena lista para meterla en el
horno o en el microondas.
Los sábados, era Adam quien cocinaba. Los domingos, Rose y él solían a comer
fuera, o bien a McDonald's o a la pizzería de Renny's, a elección de Rose.
Con el zumbido del microondas como ruido de fondo, Adam revisó el correo y
desechó las tres cuartas partes. Apartó la tarjeta de Rose, reservándola para cuando
se despertara, y dio vueltas al sobre del hospital. Se sentía extrañamente reacio a
abrirlo. Sería algún tipo de seguimiento, pensó, o tal vez lo requirieran para ocupar
un puesto en la junta de administración, o...
Diablos, sería mejor averiguarlo de una vez. Leyó la carta una vez, sin
comprenderla. Se había hecho un descubrimiento angustioso. Los responsables del

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hospital todavía no conocían la causa. Adam podía estar seguro de que estaban
investigando el asunto. Mientras tanto, Jenny Rose Landry debía someterse a algunas
pruebas.
¿Pruebas para qué?
Adam leyó la carta, pero no quiso entender la frase que empezaba: «Por
extrañas circunstancias, la madre de una niña nacida el mismo día que su hija, en este
hospital, ha descubierto que ha estado criando a una niña que no es, biológicamente,
suya». La carta continuaba planteando la posibilidad de que dos de las seis niñas
nacidas aquel día hubieran sido confundidas en la sala infantil. Los administradores
pedían a los padres que sometieran a sus hijas a unos análisis de sangre para
dilucidar si, efectivamente, era eso lo que había pasado. La presencia de Adam era
requerida muy especialmente, porque su hija había nacido veinte minutos después
de la niña en cuestión.
Cuando Adam se esforzó, finalmente, por entender, y asimiló por entero el
significado de la carta, la rabia hizo que le hirviera la sangre y se le nublara la vista.
¿Cómo podían ser tan incompetentes para cometer un error de tal magnitud? Se
suponía que identificaban a los bebés inmediatamente para que eso no ocurriera. ¿No
le habían puesto una muñequera a Jenny Rose cuando todavía estaba envuelta en
sangre y emitiendo su primer llanto?
Él no lo había visto. Adam bajó la cabeza súbitamente y se aferró al borde de la
encimera. El pánico envolvió a la furia, como si esta solo fuera el ojo del huracán.
Tal vez no hubieran seguido el procedimiento acostumbrado, a causa de las
circunstancias inusuales del parto. Respetando su dolor, las enfermeras podían haber
llevado a la niña directamente a la sala infantil antes de identificarla.
Aun así, pensó, sintiendo que su furia se reavivaba, ¿cómo podían haber
cometido tamaña equivocación? ¿Qué hacían, dejar a los bebés desperdigados por
ahí, como piezas de Lego en una guardería? ¿Acaso las enfermeras habían pasado
más tarde y habían dicho: «Ah, sí, esta debe de ser la niña de los Landry»? Pero el
pánico era más poderoso que la furia, porque, por naturaleza, Adam era un hombre
racional. Si se había cometido un error aquella noche, sin duda, su hija había estado
implicada.
No había tenido un padre, o una madre, que estuviera pendiente de ella; no la
habían acercado al pecho de su madre ni había sido sostenida en brazos por su
padre, hasta horas después de su nacimiento. Adam inspiró con aspereza y maldijo.
¿Horas? Dios. No había pensado en Jenny Rose hasta el día siguiente, cuando su
dolor se había aplacado y había recordado que su esposa le había dejado un legado.
Solo que, para entonces, la niña que habían sacado del vientre de Jennifer podía
haber sido, accidentalmente, confundida con otra que hubiese nacido a la misma
hora.
¿Dónde habían estado los padres de esa otra niña?, se preguntó con furia.
¿Cómo no habían prestado más atención? ¿Por qué no se habían dado cuenta ellos
del cambiazo?

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Respiró pesadamente. El microondas estaba pitando.


—¿Papá? —Jenny Rose lo estaba llamando desde el umbral de la cocina,
murmurando aquella única palabra con el pulgar metido en la boca.
«Piensa», se ordenó. «No, no pienses. Ahora, no».
—¿Sí, Petunia? —parecía casi normal. La niña soltó una risita aguda.
—¡Rose, papá! Petunia no.
Era una vieja broma.
—Ah, sí —corroboró Adam—. Ya sabía yo que eras una flor.
—Papá, tengo hambre.
—Qué suerte tienes, la cena está lista.
No había preparado ensalada, pero en aquellos momentos, no le importaba.
Llenó dos platos hondos con el guiso y los llevó al salón, donde contempló con
Rose cómo Tigre y Pooh intentaban resolver los problemas de Eeyore con toda su
buena intención.
Como los endiablados responsables del hospital.
«¿Por qué se han puesto en contacto conmigo?» ¿Acaso la otra madre estaba
insatisfecha con la hija que le habían dado? ¿Quería cambiarla por otra? Volvió a
sentirse zarandeado por la rabia. ¿Acaso su hija biológica no era lo bastante buena
para ella?
La hija de Jennifer.
Entonces se dio cuenta: en aquel otro hogar, tal vez hubiese una niña que
tuviera la barbilla afilada de Jenny, su peculiar sonrisa y la capacidad de saltar de
una idea a otra como si la última la olvidara en cuanto se presentaba la tentación de
la siguiente.
Gimió, pero ahogó el sonido antes de que su Rose pudiera preguntarle si papá
estaba malito. Ella le daría un beso para que se curara.
Su Rose. Cielos, nadie iba a apartarla de su lado.
Pero Jennifer le había dejado una hija a su cuidado y Adam, tal vez, la hubiera
perdido. Ni siquiera la había visto. Si al menos, se hubiera molestado en ver sus
rasgos diminutos cuando había nacido, quizá más tarde, cuando le hubieran
entregado a Rose, se habría dado cuenta de la diferencia.
Tomó rápidamente una decisión, aunque con el mismo miedo que había
experimentado el día en que le habían llamado por teléfono para decirle que su
esposa había sufrido un accidente de coche.
Nadie apartaría a Jenny Rose de su lado, pero tenía que permitir que le hicieran
pruebas, y si no era su hija, ni la de Jennifer...
Bueno, tendría que ver a la niña que lo era, averiguar lo que podía hacer para
mejorar su vida, merecer la confianza que Jenny había puesto en él.

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∗∗∗
Adam no llevó a su Rose al hospital. No se fiaba de ellos, aunque no expresó los
pecados de los que los creía capaces. Solo sabía que tenía que proteger a Rose, así que
la llevó a su pediatra para que le hicieran la prueba del ADN.
Luego, Adam fue al hospital con los resultados en la mano.
Los resultados que indicaban que Jenny Rose no era, ni hija suya, ni de Jennifer.
Una vez allí, escuchó, de labios de los responsables, repetidas expresiones de
pesar, vio en sus ojos el pánico a un pleito escandaloso. Adam no aplacó sus miedos.
Todavía no sabía lo que haría al respecto.
Se merecían pagar por aquel error hasta que les doliera en el alma, pero no
quería ni necesitaba su dinero. Y no había justicia capaz de compensar el daño que le
habían hecho a él y a Rose... y a su otra hija. Y, tal vez, a los padres biológicos de
Rose, aunque todavía no tenía claro si compartían su agonía o confiaban en poder
arrebatarle a Jenny Rose.
Le hablaron de una investigación. Estaban entrevistando a las enfermeras,
aunque estaba llevando su tiempo, le dijeron, resoplando. Algunas de las que habían
estado de servicio aquella noche ya no trabajaban allí, ni siquiera vivían en Portland.
Pero a los bebés siempre se los identificaba en la sala de partos, era la política
del hospital. Sin duda, alguien recordaría por qué, en aquella ocasión, no habían
seguido aquella norma.
Adam sabía por qué no lo habían hecho, en el caso de su hija. Pero ¿cómo
habían podido cometer dos errores tan monumentales en la misma noche?
La otra madre, dijeron los representantes del hospital, carraspeando, la madre
biológica de Jenny Rose, había sufrido una fuerte hemorragia y los médicos habían
temido por su vida. Se habían concentrado en salvarla. De modo que, en aquel parto,
el bebé también había quedado en un segundo plano.
Las enfermeras se habían llevado a la niña enseguida, para no distraer a los
médicos. Ninguno de los padres la había mirado; el marido, porque estaba
preocupado por su esposa, y ella, porque apenas había estado consciente. El error era
imperdonable, pero, claro, podían comprender cómo había ocurrido. O, al menos,
cómo se habían dado las circunstancias para que ocurriera. Dos cunas contiguas en la
sala infantil, dos niñas nacidas con veinte minutos de diferencia, las dos con pelo
castaño. Y las recién nacidas se parecían tanto...
Adam escogió aquel momento para airear su furia y ellos se acobardaron. Pero
¿de qué servía aquella furia? ¿Qué satisfacción podía darle asustar a un puñado de
abogados y administradores que no habían estado allí aquella noche, que,
seguramente, no sabían en qué ala del hospital se hallaba la sala infantil o la de
partos?
Ninguna.
—El futuro —sugirieron con vacilación, y Adam reprimió la furia que él mismo
reconocía como miedo, puro y simple. Nadie había dicho: «Jenny Rose no es su hija.

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No le servirá de nada ir a juicio para pedir su custodia. Los padres biológicos


ganarán, dado que esta situación no es culpa de ellos». Pero lo estaban pensando.
—Está bien —dijo bruscamente, con voz áspera—. Veré a los padres.
Solo sería la madre, le dijeron. Estaba divorciada, y el padre biológico, en
aquellos momentos, no parecía interesado en la custodia. Estaba ansiosa por hablar
con él, le dijeron. ¿Podría llevar alguna fotografía de Jenny Rose?
El hospital organizó el encuentro para el día siguiente por la tarde, y los dos
podrían ir acompañados de un abogado. Adam decidió no recurrir a ninguno,
aunque sabía que era una tontería. Pero, de momento, quería ver a lo que se
enfrentaba. Y esperaba lo peor.
A la mujer que había iniciado aquella pesadilla para encontrar a su hija natural
no debía de importarle el daño que pudiera ocasionar a la niña inocente que había
criado.
Adam esperaba aborrecerla. Tal vez no fuera el mejor padre del mundo, pensó
angustiado, pero Rose confiaba en él. Al menos, le había dado eso.
A la mañana siguiente, la dejó en El Sendero y permitió que lo abrazara más
tiempo del acostumbrado antes de ponerla en manos, entre lloros, de una de las
empleadas. Condujo por las viejas autopistas de Portland como un autómata y llegó
al hospital con bastante antelación.
Quería verla antes de que ella lo viera a él, antes de que supiera quién era.
Cuando cerró con llave su Lexus y caminó hacia el vestíbulo, paseó la mirada
por el aparcamiento, tratando de reconocer a la madre de una niña de la edad de su
hija. Hijas. Jenny Rose y... Shelly. Shelly Schoening.
Pero, cómo no, no le permitieron entrar de forma anónima. Una recepcionista lo
condujo al ascensor, entre murmullos y expresiones de pesar. En la tercera planta, ya
había un abogado esperándolo.
—La sala de conferencias está por aquí.
La moqueta camino de la sala era mullida; las plantas, exuberantes; las obras de
arte colgadas en las paredes, elegantes. Aquella parte del hospital no tenía nada que
ver con las trincheras, donde tenían lugar los partos, las operaciones y las
defunciones. Allí arriba, solo sabían de cifras y estadísticas. Podrían haber sido las
oficinas de un bufete de abogados.
La sala de conferencias era más bien pequeña, y consistía en una mesa larga y
ocho sillas tapizadas de color crema. El aire contenía ese silencio característico que
indicaba que la habitación estaba perfectamente insonorizada. Un lugar donde los
angustiados padres o esposos podían ser persuadidos para que renunciaran a los
cuerpos de sus seres queridos. Tal vez hubiese estado allí hacía tres años, Adam no
se acordaba.
Ni siquiera aquel aire podía calmar el nerviosismo que emanaba de su
acompañante. Adam supo que estaba allí antes de verla, sentada, sola, detrás de la
mesa, de cara a la puerta.

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Aquella mujer esbelta, de pelo rizado y cobrizo, también había querido llegar
pronto, verlo ella primero. Ella, también, se aferraba a la más mínima ventaja.
En aquella ocasión, había ganado.
Estupefacto, Adam apenas se dio cuenta de que entraba en la estancia y
arrastraba una silla. Se sentó y se aferró a los brazos de madera con expresión de
asombro.
Era la madre de Jenny Rose. Podría haberla reconocido entre una multitud. Un
rostro redondo, agradable; bonita más que hermosa, con pecas salpicadas sobre la
nariz, una frente amplia y una forma de ladear la cabeza... igual que Rose. Y ese pelo.
Cielos, ese pelo. Brillante, de rizos indomables, castaño con tonos rojizos. Había
lavado ese pelo, lo había cepillado, había intentado trenzarlo. Lo había besado.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó Adam con brusquedad.

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Capítulo Tres
Entró en la sala como Lynn había temido, furioso y con expresión grave. Desde
el momento en que se sentó, percibió su hostilidad, como púas de puercoespín que se
le hubiesen clavado en la piel.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó aquel hombre corpulento con brusquedad.
Sin preámbulos. Sin presentaciones. Sin «menudo lío, ¿eh?»
Sobreponiéndose a su cansancio y temor, Lynn dijo:
—Querría que esto nunca hubiera pasado.
El hombre entornó ligeramente los ojos.
Lynn se había olvidado por completo de que no estaban solos en la sala, hasta
que uno de los abogados carraspeó.
—Señorita Chanak, permítame presentarle a Adam Landry. Señor Landry,
Lynn Chanak.
El hombre apretó los labios, pero asintió a modo de saludo. Lynn tragó saliva.
—Señor Landry.
Adam Landry levantó la vista.
—Preferiría hablar con la señorita Chanak a solas. Si... —la mirada fría y
dominante la rozó— a ella no le importa.
Del torrente de objeciones, Lynn solo oyó una frase, que la irritó de forma
irracional.
—El hospital desea que lleguen a un acuerdo amistoso para el futuro.
Lynn ya la había memorizado: un acuerdo amistoso para el futuro. ¿Acaso era
viable?
—Solo nosotros podemos decidir sobre el futuro de nuestras hijas. Necesitamos
conocernos un poco. Por favor.
Lynn había confiado en oír su aprobación, pero Adam Landry se limitó a
esperar.
Los abogados se ofrecieron a intervenir si los necesitaban. Adam Landry no dijo
nada. Lynn bajó la vista a las manos. Pasado un momento, los dos hombres salieron y
cerraron la puerta. El silencio que dejaron a su paso fue absoluto.
El valor que la había llevado hasta allí la abandonó. Lynn se sentía incapaz de
levantar la vista.
Estaba al borde de la histeria, cuando Adam Landry dijo por fin:
—Tal vez haya formulado la pregunta de forma incorrecta. ¿Por qué ha
empezado todo esto? ¿Sospechaba que su hija... —vaciló— que Shelly no era suya?

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—No —finalmente, levantó la cabeza y le permitió ver su tumulto interior—.


No. Nunca. Fue mi ex marido. No... no quería seguir pagando la pensión de la niña.
Alegaba que debía de haber tenido un romance, que Shelly no era su hija. ¡Pero no
era cierto! Yo nunca... —se mordió el labio y controló su agitación—. Yo no haría una
cosa así. Llevé a Shelly a la clínica para que le hicieran un análisis de sangre, con la
intención de demostrarle a Brian que era hija suya. Solo que...
—No lo era.
—No. Lo que significaba... —inspiró profundamente—. Que tampoco era hija
mía. A no ser que crea...
—¿En la concepción inmaculada? —repuso Landry con ironía.
—Sí. Y... yo no creo en ella —Lynn intentó sonreír, pero no lo logró—. No
pensaba decírselo a nadie, solo que, empecé a preocuparme por la otra niña. La que
realmente era mi hija.
Los sueños no lo impresionarían, a aquel hombre, no. Le recordaba a un
abogado. El traje gris que lucía costaba más de lo que ella gastaba en comida y en la
hipoteca en un mes. Llevaba el pelo moreno bien cortado, pero no por un barbero,
sino por un peluquero. Lynn podía imaginar aquellas manos grandes y capaces sobre
el volante de cuero de un lujoso coche, o sobre el teclado de un ordenador portátil.
No cambiando pañales, o rebuscando una concha entre la arena, o secando unas
lágrimas.
¿Quién estaba criando a Jenny Rose Landry? ¿Una abuela? ¿Una niñera? La
angustia le oprimía el pecho. Terminó en voz baja:
—Quería cerciorarme de que estaba bien. De que era amada.
—Y ya está. Eso es lo único que quiere —su tono de voz indicaba que no la creía
ni por un momento.
Lynn no lo culpaba por su escepticismo. Si era sincera, debía reconocer que no
se quedaría satisfecha con aquella aspiración tan modesta.
—No lo sé —sostuvo su mirada, aunque, por dentro, estaba temblando—. Ya no
estoy segura. Supongo que me gustaría verla. Y... tal vez llegar a conocerla. Ahora
que sé que no tiene madre.
—¿Qué le hace pensar que necesita una? —Landry se puso en pie bruscamente
y echó la silla hacia atrás. Se cernió sobre ella, con las manos apoyadas sobre la mesa,
y habló con voz tensa—. ¿Tan imposible le resulta creer que soy suficiente para ella?
Lynn se quedó sin aliento. Era obvio que había tocado una fibra sensible.
—No, por supuesto que no. Yo también cuido sola de Shelly, y creo que estoy
haciendo un buen trabajo. Solo que... —a pesar de todas las explicaciones que había
ensayado, no sabía cómo expresar sus anhelos y miedos incipientes—. Es mi hija —se
limitó a decir.
Landry contrajo la mandíbula.
—De repente, quiere ser una madre para mi hija.

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—¿Es que usted no siente curiosidad? —¡qué tímida parecía! No, tal vez
«esperanzada» fuera la palabra. ¿Podía ser que Landry no quisiera a Shelly, que no
intentara reclamarla? ¿Que ella no tuviera que preocuparse nunca de eso?
Landry se apartó con un movimiento brusco y dio dos pasos hacia la ventana.
Mientras contemplaba... ¿el aparcamiento, tal vez?... ahogó sus esperanzas con una
voz plana e inexpresiva.
—Sí, siento curiosidad. ¿Por qué cree si no, que estoy aquí?
Lynn susurró:
—¿Es eso todo? ¿Curiosidad?
Landry la miró con ojos centelleantes de furia.
—Mi esposa murió sin llegar a sostener en brazos a su hija. Ahora descubro que
yo tampoco la he tenido en brazos. ¿Cree que la palabra «curiosidad» basta para
describir cómo me siento? Seguramente, no. Pero es un comienzo.
Parecía razonable, pero Lynn estaba muerta de miedo. Había confiado en
enfrentarse a un hombre completamente distinto. Tal vez, un mecánico al que le
costara llegar a final de mes, con grasa en las uñas y amabilidad en los ojos. O un
pequeño comerciante. Alguien como ella. Normal. No un hombre rico y formidable
acostumbrado a salirse con la suya y capaz de costeárselo. Alguien a quien nunca
podría vencer, si entablaban una lucha.
«Asegúrate de que eso no ocurra», se dijo, intentando calmar su renovado
pánico. «Seguro que se te ocurre algo. Ve despacio. Tal vez no esté tan interesado en
cuidar de una niña, y mucho menos de dos».
—He traído fotos —dijo con voz vacilante—. De Shelly.
Landry cerró los ojos por un momento y se frotó la nuca. Lynn supo que
también él estaba haciendo un esfuerzo cuando repuso, con voz ronca:
—Yo también he traído fotos de Rose.
Se miraron, sin moverse. «Yo te enseñaré las mías si tú me enseñas las tuyas»,
pensó Lynn, un tanto histérica. Qué absurdo. Lo mejor era que diera ella el primer
paso.
Lynn se inclinó y sacó el sobre de su bolso, que había dejado en el suelo, junto a
la silla. Lentamente lo abrió, con dedos rígidos y reacios. Se sentía como si estuviera
compartiendo algo increíblemente íntimo, abriendo una cortina en el pequeño
espacio soleado que era su vida.
Landry regresó a la mesa y se sentó. Mientras Lynn sacaba el montón de
fotografías del sobre, él extrajo otro del bolsillo de su chaqueta. Cuando Lynn le pasó
las fotografías sobre la mesa de roble, él hizo lo mismo con las suyas.
Lynn las tomó y vaciló.
—Se parece a usted —dijo Landry, sorprendiéndola.
—¿Cómo?

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—En el pelo —su mirada parecía una caricia—. En la nariz, en las pecas y en la
barbilla. Pero tiene los ojos azules.
—Como Brian.
Lynn sentía las manos aún más rígidas que antes. ¿Quería ver el rostro de
aquella niña? Tal vez no hubiera marcha atrás.
Levantó el pequeño montón de fotografías, apenas consciente de que Landry
estaba haciendo lo mismo. Entonces, sintió un puñetazo en el estómago, lanzó una
exclamación y Adam Landry desapareció de su mundo.
Solo veía a una niña que sonreía a la cámara. «Mi hija», pensó Lynn,
estupefacta. Landry tenía razón: Jenny Rose podría haber sido Lynn con tres años,
salvo por el azul brillante de sus ojos. La pequeña tenía el rostro redondo, y solemne
en las demás fotografías que Lynn estudió. Todavía era regordeta, no delgada y en
constante movimiento, como Shelly. Las pecas... Lynn las tocó, y se sorprendió al
sentir el tacto resbaladizo del papel fotográfico, en lugar de la nariz cálida y arrugada
que veía. ¡Igual que la suya! La boca de Rose era dulce, y fruncía los labios como si
quisiera pensar antes de emitir su juicio.
Allí estaba en otra foto, en el regazo de Papá Noel, ni triste, ni del todo feliz. Y
más pequeña aún, con un traje de baño sobre los pañales, metida hasta las rodillas en
una pequeña piscina de jardín. ¿Por qué no sonreía más a menudo? ¿Era feliz de
verdad?
Lynn contempló las fotografías una y otra vez y empezó a lamentar su escaso
número. Ansiaba más. ¿Cómo era, realmente, aquella niña que una vez había sido
parte de ella? ¿Qué la entristecía? ¿Qué la hacía reír? ¿Se chupaba el pulgar? ¿Tenía
pesadillas? ¿Deseaba tener una madre?
Finalmente, levantó la vista, consciente de que las lágrimas se deslizaban por
sus mejillas, y de que Adam Landry había emitido un sonido. Como un ciego,
Landry estaba tocando una de las fotografías que Lynn le había dado. Los dedos le
temblaban mientras acariciaba, delicadamente, la cara de su hija. Lynn vio cómo
tragaba saliva y sus facciones reflejaban emociones semejantes a las suyas.
—Jenny —susurró.
—¿Se parece a su esposa?
Landry cerró un puño.
—Es... inaudito.
Por primera vez, Lynn comprendió.
—Esto debe de ser aún más doloroso para usted, habiendo muerto su esposa.
Landry levantó la vista, pero no la estaba mirando. Parecía sumido en los
recuerdos.
—Nuestra hija es lo único que me queda de ella.
Lynn fue incapaz de respirar, se quedó paralizada. Landry veía a la esposa que
había amado y perdido en el rostro de Shelly. «Querrá hacerse cargo de ella», pensó.

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Hasta comprendía cómo se sentía. Lynn debía conocer a Jenny Rose, hallar las
respuestas que las fotografías no le daban, abrazarla, oír su voz, su risa, sentir el calor
de su aliento. Tenía que ser parte de su vida.
Como él, de alguna forma, tendría que ser parte de la vida de Shelly.
—Quiero verla —dijo Landry. Una exigencia, no una petición—. ¿Dónde vive?
La empatía de Lynn se evaporó cuando vio su actitud dominante. De repente,
quiso mentir, negarse a contestar, o... Pero ¿qué sentido tenía? Era fácil localizar a
una persona, sobre todo a alguien que no intentaba ocultarse. Un par de llamadas, y
estaría tocando el timbre de su puerta.
—En Otter Beach, en la costa. Tengo una librería.
—¿La ha traído con usted?
—No. Está... está en casa. Con una niñera —Lynn elevó la barbilla—. ¿Qué me
dice de Jenny Rose? ¿Dónde está?
A pesar de lo impasible que parecía su rostro, Lynn percibió el rechazo inicial
de Landry a darle aquella información.
—Va a un parvulario de lunes a viernes. Mientras yo trabajo.
—¿No tiene una niñera o a alguien que la cuide?
—No —Landry comprendió lo que Lynn insinuaba, y sus pómulos enrojecieron
de indignación—. ¿Es eso lo que parezco? ¿Un hombre que se ocupa de su vida
personal extendiendo un talón?
Sí. Claro que sí. Eso era exactamente lo que parecía. Pero Lynn no podía
decírselo, por supuesto.
—¿A qué se dedica?
—Soy corredor de bolsa.
—Cuesta educar a un hijo uno solo, eso es todo. La mayoría de nosotros nos
ocupamos de todo porque no nos queda más remedio. En su caso, no es así.
—Da por hecho que soy rico.
Lynn elevó las cejas.
—¿Y no lo es?
—Puede decirse que vivo con desahogo.
Diez o veinte veces con más desahogo que ella, si Lynn no se equivocaba.
—¿No puede permitirse pagar a una niñera?
—No quiero que mi hija crezca con cualquiera —dijo con aspereza. Las palabras
se hundieron, como una hoja de acero, en las costillas de Lynn. Ella era «cualquiera».
Landry maldijo—. No me refería a usted.
—¿No?

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—Cuando se puso en contacto con el hospital, ¿qué tenía en mente? ¿Que


cambiáramos de hija?
¿Cambiar de hija? Lynn lo miró estupefacta. ¿Era eso lo que él tenía en mente?
—Usted no quiere a su... —se corrigió— a mi hija, ¿verdad?
Ni su voz ni su expresión se suavizaron lo más mínimo.
—No estaba hablando de mí. Fue usted la que empezó todo esto. Quiero saber
qué pretendía sacar.
Lynn apretó las manos en el regazo.
—¿Que qué pretendía sacar? ¿Insinúa que estoy aprovechando esta confusión
para conseguir algo a cambio?
—¿Por qué no? —repuso Landry en tono lúgubre—. Sabe que el hospital está
dispuesto a pagar una fortuna con tal de sellar nuestros labios.
—No quiero dinero —temblando, Lynn recogió las fotografías de la hija que
nunca había conocido y se las metió ciegamente en el bolso. Acto seguido, se puso en
pie—. Ya le he dicho lo que quería. Es todo lo que tengo que decir. Mi abogado se
pondrá en contacto con usted para llegar a un acuerdo sobre los derechos de visita.
—Espere —le espetó Landry—. Siéntese.
—¿Por qué?
—Tenemos que hablar —volvió a cerrar los ojos por un momento, los abrió y
exhaló un suspiro entrecortado—. Por favor.
Lynn se mordió el labio y, luego, lentamente, volvió a sentarse.
—¿Qué queda por decir?
—No lo sé, pero son nuestras hijas. ¿Acaso quiere que sean los tribunales los
que decidan su futuro?
—No —Lynn se sintió abatida—. No he buscado a ningún abogado. Confiaba...
—Yo también —después de un largo silencio, suspiró—. ¿Por dónde sugiere
que empecemos?
—Me gustaría conocer a Jenny Rose. Y supongo que usted querrá conocer a
Shelly —Landry asintió—. No podrá quedarse con ella —añadió Lynn con fiereza—.
Es mi hija y la quiero. Soy todo su mundo.
Adam Landry hizo una mueca.
—Parece que tenemos algo en común, y lucharía hasta la muerte por Rose. No
pienso dejar que nadie se la lleve. Así que, puede quitarse esa idea de la cabeza.
¿Acaso se había imaginado criando a las dos niñas?
—Entonces, ¿qué? —preguntó Lynn en voz baja.
Landry movió la cabeza.
—Visitas. Podemos empezar poco a poco.

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—¿Le ha hablado a Rose de mí? —preguntó Lynn con cautela—. ¿De lo que
ocurrió?
—No, ¿y usted?
—No —Lynn hizo una mueca—. Para una niña de tres años, no es fácil de
entender.
—Rose tiene, en su mesita de noche, una fotografía de su madre, y sabe que está
en el cielo. ¿Quién diablos voy a decir que es usted? —la perplejidad y la rabia
turbaron sus ojos oscuros, tan parecidos a los de Shelly—. Le entrará el pánico si le
digo, de repente, que no es mi hija. Ah, sí, pero esta es tu verdadera madre.
Lynn había imaginado la misma conversación millones de veces. Para una niña
de tan corta edad, los padres eran la única certeza. Eran el ancla que les permitía
explorar el mundo.
—Tal vez deberían conocernos primero —sugirió—. Así les daría menos miedo.
—Tal vez —Landry emitió un sonido áspero y gutural—. Sí, está bien. Al
principio, seremos todos colegas.
Lynn dejó pasar la ironía y se limitó a asentir. Al ver que Landry no decía nada
más, apretó el bolso contra su regazo.
—¿Quiere que traiga a Shelly a Portland un día de estos?
—Quizá sea mejor que yo vaya a verla. La pequeña Rose disfrutará de un día en
la playa. Tal vez parezca más natural.
«La pequeña Rose». Le gustaba el apelativo, y lo que sugería de aquel hombre.
Tal vez no fuera tan rudo como parecía.
—Está bien. ¿El sábado?
Se pusieron de acuerdo. Landry apuntó la dirección y el número de teléfono de
Lynn y, luego, le dio una tarjeta con sus datos. Parecía tan... mundano, una simple
cita, y no la cuenta atrás de un encuentro estremecedor.
Salieron juntos de la sala de conferencias. Landry la agarró del codo y la
condujo hacia los ascensores, pasando de largo al grupo de abogados y
administradores que se habían quedado esperándolos. Volvió la cabeza y les dijo con
brusquedad:
—Nos pondremos en contacto con ustedes en cuanto hayamos decidido algo.
Lynn imaginó la consternación que suscitaba su súbita marcha. Juntos.
Bajaron en silencio en el ascensor. Lynn era dolorosamente consciente de la
presencia física de Adam. Lo sorprendió mirándola de soslayo un par de veces,
aunque, en las dos ocasiones, Landry rehuyó su mirada y fijó la vista en los números
iluminados de encima de la puerta. No era culpa suya que, con su estatura, aquellos
hombros tan anchos y la corpulencia propia de un atleta nato, resultara amenazador.
Lynn tampoco podía culparlo por aquel rostro de pómulos eslavos, mandíbula
poderosa y frente alta que, en conjunto, tenía atractivo suficiente para desterrar a Mel
Gibson de las fantasías de cualquier mujer.

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Se alegraba de que Shelly se pareciera a su madre y no a su padre. Le habría


resultado demasiado extraño ver a su hija en el rostro de aquel extraño. Como si se
hubieran acostado juntos y, simplemente, ella no se acordara. Si no, ¿cómo podía
haberle dado el pecho a su hija, haberla criado y amado?
Sintió rubor en las mejillas. ¿Acaso él había pensado lo mismo de ella? ¿Como si
debiera conocerla de un modo profundo que no comprendía? ¡No era de extrañar
que no quisiera mirarla!
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, volvió a asirla del brazo, como si
ella no supiera a dónde ir sin su guía. La costumbre, pensó, cuando estaba con una
mujer.
—¿Dónde ha dejado el coche?
—Delante de la puerta.
Echó a andar con ella, pero sus zancadas eran tan grandes que Lynn tuvo que
apretar el paso, como un pequeño cangrejo, para no caerse. Una vez en el exterior,
Lynn se plantó.
Adam Landry pareció sorprenderse tanto cuando ella se soltó, que, a Lynn, le
habría hecho gracia en otras circunstancias.
—Tengo el coche allí mismo —le dijo—. No veo a ningún carterista, así que
podré llegar allí yo sola. Gracias, señor Landry.
—Adam.
—Adam —repitió Lynn—. Hasta el sábado.
Lynn vio cómo se le marcaban las arrugas de la nariz y de los labios.
—Allí estaremos.
Ninguno de los se movió durante un tenso momento. Luego, Adam se despidió
con una inclinación de cabeza y se alejó hacia el otro lado del aparcamiento. Lynn se
quedó mirándolo con una sensación de irrealidad, y se preguntó qué habría pensado
de él si se lo hubiera cruzado por los pasillos, antes de saber quién era.
«Lo habría tomado por un médico», decidió. Tenía un aura de dinero y
autoridad, como si pudiera tomar decisiones de vida o muerte antes del desayuno y
dar por hecho que estaba en su derecho.
Sería un oponente muy duro, si se diera el caso. Pero no lo permitiría, pensó
Lynn nuevamente.
Se le encogió el estómago. Ya era bastante difícil para una mujer divorciada, con
una hija, tener que pasar los veinte años siguientes llevándose bien con su ex marido.
Pero ella, Lynn Chanak, había superado el reto: tendría que llevarse bien con un
hombre al que no había escogido, un hombre con el que nunca se había casado ni
había hecho el amor: un perfecto extraño. Y por el bien de la niña que compartían.
Por suerte o por desgracia, sus destinos estarían unidos hasta que Shelly y Rose
fueran mayores.
¿Podía haber algo más extraño?

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∗∗∗
Lynn realizó el largo y sinuoso trayecto de regreso, a través de la cordillera de
la costa, hasta el Océano Pacífico, donde tenía su casa. Su instinto la impulsaba a ir a
recoger a Shelly enseguida, para cerciorarse, con la presencia de su hija, de que nada
cambiaría jamás, que eran una familia.
Pero había cosas que no quería que Shelly oyera, así que debía hacer primero
unas llamadas.
Saltó el contestador en casa de Brian y Lynn empezó a dejar un mensaje
vacilante, sintiéndose como una idiota. ¿Por qué siempre se arredraba cuando sonaba
el pitido y tenía que hablarle a una cinta? Pero, en aquella ocasión, apenas había
empezado a hablar cuando Brian descolgó.
—Sí, estoy en casa.
—Eh... Te dije que la había encontrado.
—A nuestra hija.
—Sí —inspiró hondo—. Hoy he visto fotografías de ella. Tiene tus ojos. Y mi
pelo.
Por extraño que pareciera, la imagen que surgió en su mente en aquel momento
no fue la fotografía, sino la mirada intensa de Adam Landry y la aspereza con la que
había dicho: «Se parece a usted».
—¿Cómo sabes que es ella de verdad? —dijo su ex marido, el verdadero
extraño, en tono burlón. Lynn cerró los ojos y dijo en tono neutral:
—Hemos hecho la prueba del ADN. Y lo sabrías nada más verla.
Brian gruñó.
—Y bien, ¿qué quieres de mí?
—Nada —¡cómo se alegraba de poder decir eso!—. Pensé que deberías saberlo,
eso es todo.
—Ya. Bueno, tú haz lo que quieras —cambió de tono de voz—. Eh, tengo otra
llamada, espera —un minuto después, volvió a hablar con ella—. No estará ahí
contigo, ¿verdad?
—El hombre que la ha estado criando no me la ha entregado, si eso es lo que
insinúas.
Siendo como era, Brian siguió centrándose en lo que realmente le importaba.
—Pues no pienso seguir pasándote una pensión. Shelly no es mi
responsabilidad. Y tampoco pienso pagarle nada a ese tipo, que lo sepas.
¿Cómo podía haberse casado con aquel hombre? ¿Cómo podía haber creído,
aunque solo hubiese sido durante un tiempo, que lo amaba?

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—Has tenido en brazos a Shelly, la has besado y le has cambiado los pañales.
Ella piensa que eres su padre. ¿Es que, después de todos estos años, no la quieres
nada? —preguntó Lynn, queriendo comprender.
—No es mi hija —le explicó Brian, como si fuera una idiota por no haberlo
entendido todavía—. Tal vez sea distinto para una mujer, pero, para un hombre...
Bueno, queremos que sea nuestra sangre la que corre por las venas de nuestros hijos.
Sí, Shelly es una niña encantadora, pero ahora tiene un padre, ¿no?
—Qué suerte tiene, ¿verdad? —Lynn colgó suavemente el teléfono.
Por mucho que temiera a Adam Landry, debía de ser mejor padre que el
hombre con el que ella se había casado.
Volvió a descolgar el teléfono y marcó rápidamente otro número. Su madre
contestó al segundo timbrazo.
—Mamá, hoy he visto una foto suya.
—Cielo —dijo su madre, con voz impregnada de compasión—. Ojalá
estuviéramos allí. Me muero de ganas de conocerla. Y de abrazar a Shelly, para que
sepa que siempre seremos sus abuelos.
Sin previo aviso, los ojos de Lynn se llenaron de lágrimas.
—Mamá —gimió—. A mí también me gustaría que estuvieras aquí.
Su madre había criado a Lynn sola, pero se había vuelto a casar después de que
Lynn se fuera de casa. Hal nunca sería un «padre» para Lynn, pero era un hombre
amable al que le encantaba ser abuelo. Lynn daba gracias porque su madre lo
hubiese encontrado. Solo lamentaba que el trabajo de Hal los hubiese llevado a
Virginia.
—En Navidad —dijo su madre—. Te prometo que iremos a veros en Navidad.
Lynn profirió una carcajada lacrimosa.
—Aguantaré hasta entonces. No, en serio, estamos bien.
—¿Necesitas dinero? Podemos seguir ayudándote, aunque tengamos que pedir
un préstamo.
Su madre y su padrastro le habían prestado el capital para montar la librería y
pagar la entrada de aquella vieja casa. No iba a quitarles ni un centavo más. Sabía
perfectamente que no lo tenían.
—No, no es cuestión de dinero —dijo, con sinceridad—. Es... todo.
—Entonces, cuéntamelo todo —repuso su madre en tono reconfortante—. Y
veremos qué es lo verdaderamente importante.
Su madre siempre decía eso cuando los problemas parecían abrumadores, y su
análisis siempre era de ayuda. Sabía ver los problemas con perspectiva.
Claro que, ni siquiera su madre podría analizar aquel problema, pensó Lynn.
Pero se lo contó todo de todas formas, como siempre hacía.

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∗∗∗
Aquella era la segunda llamada más espinosa que Adam había tenido que hacer
en su vida. Y las dos habían sido a sus suegros.
Seguramente, debería haberles contado lo ocurrido nada más saberlo, para que
pudieran asimilar la noticia lentamente, como él había hecho. Pero no había querido
alarmarlos, por si acaso todo quedaba en agua de borrajas. Jenny Rose era todo lo
que les quedaba de su hija Jennifer. Siempre la llamaban Jenny, y a veces lamentaba
haberle puesto el nombre de su madre. Adam se volvía, medio esperando ver a
Jennifer. Además, la pequeña Rose no tenía por qué satisfacer aquella intensa
exigencia emocional. No era igual que su madre, no tenía que seguir sus pasos. Los
que ella diera bastaban, ¿no era así?
Así que no se lo había dicho. Por desgracia, era el momento de hacerlo. Había
cosas que no podían posponerse eternamente.
—Mamá —dijo con cautela cuando Angela McCloskey contestó.
—¡Adam, querido! Ahora precisamente estaba pensando en ti. Y en Jenny, por
supuesto —rio entre dientes—. Las Navidades están a la vuelta de la esquina, ya
sabes.
Apenas había comenzado el otoño. Adam profirió un sonido neutral.
—Mamá, ha ocurrido algo —al oír cómo inspiraba bruscamente, lamentó la
elección de palabras—. Rose se encuentra bien, no es nada de eso. La cuestión es... —
diablos. Tenía por costumbre ir al grano, pero su instinto le decía que debía andar
con pies de plomo en aquel asunto.
—¿Qué? —su suegra parecía asustada.
—Hubo una confusión en el hospital.
—No te referirás a las... cenizas de Jenny.
—No —se apresuró a decir. Luego cerró los ojos y se llevó los dedos al puente
de la nariz—. No se trata de Jenny, sino de Rose. Eh... hemos hecho la prueba del
ADN. Rose no es mi hija biológica, ni la de Jennifer.
—Rose no es... No entiendo —dijo Angela en tono suplicante.
Qué bien la comprendía. Él también había suplicado a Dios, pero algunas
oraciones no eran oídas.
—Hoy he conocido a la otra madre. Hemos... intercambiado fotografías.
—Entonces, ¿la has encontrado? —Angela se aferró a aquella idea con una
ansiedad penosa y lamentable—. ¿A nuestra pequeña Jenny?
—Sí.
—La traerás a casa, ¿verdad?
Volvió a pellizcarse la nariz.

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—Mamá, nos lo estamos tomando con calma. La madre en cuestión... quiere a


Shelly. Así se llama la niña, Shelly Schoening. Y yo quiero a Rose.
—Nosotros también, por supuesto —corroboró, pero Adam no percibió
convicción en su voz—. Pero... pero es la hija de Jenny. No puedes permitir que la
eduque otra persona.
—¿Cómo no lo voy a permitir? —dijo brutalmente—. No cambiaría a Rose por
ella, aunque pudiera.
Su suegra estaba llorando, podía oír sus jadeos y el dolor lacrimoso de su voz.
—No... pero nuestra nieta...
—Confío en que todavía penséis en Rose como tal.
—Jennifer era lo único que teníamos.
Adam lo sabía perfectamente. Dijo con suavidad:
—Intentaré organizarlo todo para que conozcáis a Shelly lo antes posible. La...
madre parece una mujer decente —todavía tenía sus dudas, pero no iba a
compartirlas con Angela, que todavía no se había recuperado del golpe—. No creo
que se oponga a que forméis parte de la vida de Shelly.
—¡Shelly! Ese nombre ni siquiera estaba entre los que Jenny barajó.
—No, pero es bonito, ¿no crees? —la tranquilizó Adam. Pero Angela no lo oía.
—Sí, supongo que sí. Adam...
—Hemos de ir despacio, por el bien de las niñas.
—¿Ella ya lo sabe?
Adam sintió cómo su enojo se encendía al comprender que ese «ella» no era
Rose.
—No se lo hemos dicho ni a Rose ni a Shelly. Son demasiado pequeñas para
comprender. Hemos quedado en vernos, para conocer a las niñas. Así no se
asustarán tanto cuando les digamos la verdad.
—¿No vas a reclamarla? —su suegra lo dijo como si estuviera renunciando a su
propia carne y sangre.
—No voy a sacarla del único hogar que ha conocido, si eso es lo que quieres
saber —dijo Adam en tono pausado—. Ya veremos cómo transcurre todo. Tienes que
ser paciente.
—Queremos conocerla.
Adam contuvo una maldición.
—Lo intentaré.
Pero, de repente, comprendió que no podía permitir que sus suegros se
acercaran a Shelly tan pronto. Seguramente, le harían saber que eran sus abuelos y...
¡cielos! Cuando vieran lo mucho que se parecía a Jennifer...

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Colgó el teléfono después de una docena más de promesas que no pensaba


cumplir. Dio vueltas por su despacho, sintiendo cómo la rabia, la pena y una intensa
frustración daban vueltas en su estómago. Rose acababa de perder a sus abuelos, eso
era evidente. Angela y Rob McCloskey dirían lo que debían, pero sin sentirlo. Pensó
en los otros abuelos. ¿Estarían igual de desesperados por conocer a Rose?
Sus padres no, eso ya lo sabía. A él, no le profesaban demasiado afecto y, con
Rose, se mostraban agradables pero distantes. Tal vez se interesarían en ella cuando
Rose fuera al colegio y revelara una vena artística, como su abuela, o sintiera un
interés profundo por la anatomía o la oceanografía, como su abuelo.
Adam hizo la llamada de todas formas. Para bien o para mal, eran sus padres.
Su madre lo escuchó sin interrumpirlo.
—¿Por qué no has dicho nada antes?
Adam no podía creer que hubiese herido sus sentimientos.
—Quería estar seguro.
—¿Crees que es buena idea seguir adelante? —preguntó inesperadamente—.
Rose es una niña muy dulce. No sé si esto tendrá un final feliz para ella.
Adam le aseguró que no iba a permitir que nadie le arrebatara a la pequeña
Rose. Pero su madre había desatado una inquietud que se apoderó de él desde el
momento en que colgó el teléfono.
El sábado parecía estar a años luz y, al mismo tiempo, demasiado próximo.
¿Qué sentiría cuando viera a aquella niña que tenía sus mismos ojos y la cara de
Jennifer? ¿Habría una conexión instantánea? Sinceramente, esperaba que no. No
quería que nada afectara a su amor por Rose. Que lo redujera.
Sin embargo, le había irritado ver lo mucho que Rose se parecía a su madre.
Aquel pelo. Durante el trayecto en ascensor, había tenido que controlarse para no
tocarlo, para ver si la textura era la misma que la de los cabellos de Rose.
La dulzura de su rostro lo había sorprendido. Había ido al hospital convencido
de que la detestaría, pero ¿cómo iba a aborrecer a alguien que se parecía tanto a su
pequeña Rose?
En aquellos momentos, no sabía qué pensar de ella. Su ex marido la había
creído capaz de tener una aventura, lo que no decía mucho de su moralidad. Y aun
así, había defendido a su Shelly con la misma fiereza que él había defendido a Rose.
Fueran cuales fuesen sus otros defectos, parecía querer profundamente a la niña que
había criado.
¿O todo había sido fingido?
Adam se dejó caer sobre el sillón de cuero, detrás de su amplio escritorio de
madera de arce y maldijo. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Cómo podía confiar en ella?
¿Acaso tenía elección?

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Capítulo Cuatro
Otter Beach le recordaba a Cannon Beach, un poco más al norte, en la misma
costa: un pueblo con tímido encanto. La calle principal estaba flanqueada de hoteles
pintorescos, panaderías, restaurantes y tiendas. Era una de esas localidades que
existían para los turistas, y no para sus habitantes. ¿Dónde compraban la comida?, se
preguntó. ¿Dónde estaba la consulta del dentista?
Por otro lado, era un lugar maravilloso. Tal vez, viviendo en aquel entorno, a
uno no le importara tener que conducir durante una hora para encontrar una
ferretería. Entre las viejas casas reconvertidas en tiendas, avistó la playa pedregosa y
las famosas formaciones rocosas que había mar adentro. Bajó la ventanilla e inspiró el
aroma del océano.
Rose iba profundamente dormida en su silla de viaje, en el asiento de atrás.
Bien. No estaba de humor para su entusiasmo. Le había dicho que iban a pasar el día
con una amiga que tenía una niña de su misma edad, y le había prometido que irían
a la playa y saldrían a almorzar. El maletero del coche estaba lleno de cubos y palas
de plástico, de moldes de arena y de toallas, y también había metido una nevera con
bebidas y aperitivos. Rose estaba preparada para todo.
Adam no. Estaba haciendo lo posible para no pensar en lo que los esperaba, en
lo que los había llevado allí. Otter Beach le traía sin cuidado. Si perdía el férreo
control de su mente, su cabeza se llenaba de imágenes de Shelly, Lynn, de Jennifer
tumbada en el hospital, tan pálida como una estatua... y también de preguntas. ¿Qué
sentiría al ver a Shelly? ¿Se daría cuenta Rose de lo mucho que se parecía a Lynn?
¿De qué hablarían? Y después de aquel día, ¿qué?
Con toda la fuerza de voluntad de la que era capaz, cerró la ventanilla y, con
ella, su angustia. No llegaría a ninguna parte preocupándose.
Siguiendo las indicaciones de Lynn, Adam tomó una bocacalle y giró a la
derecha. Un letrero antiguo y sencillo de madera anunciaba: Librería Otter Beach.
Debajo, había un letrero más pequeño con la palabra Abierto. Las paredes de la vieja
casa estaban pintadas de un color amarillo dorado, los marcos, de color rosa... como
la flor que evocaba el nombre de Rose, pensó, percatándose de la ironía. La valla
blanca de madera era un detalle curioso. De un amplio arco caían unas rosas blancas
y amarillas, que empezaban a ajarse. Adam solo veía en parte la senda de ladrillos
que, entre enredaderas de áster y otras flores, conducía hasta el porche.
La grava crujió cuando aparcó el Lexus en la entrada, junto al único coche que
había delante de la casa. El negocio no debía de ser muy próspero o, pensándolo
mejor, la mayoría de los clientes se acercaban andando.
Ignorando el miedo que, como una comida pesada, sentía en el estómago,
apagó el motor.
—Pequeña Rose, ya hemos llegado.
La niña se frotó los ojos y miró a derecha e izquierda.

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—¿Dónde está la playa? ¿Y la arena?


—¿Cuánto te apuestas a que la encontramos? Dentro de poco. Aquí es donde
vive mi amiga. Tiene una librería.
—Ah —Rose contempló el jardín por un momento—. ¡Mira, Tigre!
Santo Dios, tenía razón. Una estatua de jardín del colega de Pooh, Tigre, parecía
estar a punto de saltar sobre un parterre de pensamientos.
—Eh, tal vez Pooh también ande por aquí.
Rose empezó a forcejear.
—¡Quiero salir! ¡Quiero verlo!
—Estáte quieta, niña.
Dio la vuelta al coche pensando en las ventanas de pequeños cristales de la
casa. ¿Estaría mirándolo en aquellos momentos? Se inquietó al comprender que no
era en Shelly en quien pensaba, sino en Lynn.
Bueno, era natural, se dijo Adam mientras soltaba el cinturón de su hija. Lynn
Chanak era su compañera en aquel tumulto emocional... la misma que podía
convertirse en su enemiga. Él y ella... Adam emitió un sonido gutural que atrajo una
mirada curiosa de Rose, antes de que la niña bajara del coche. Torció los labios. Lynn
Chanak y él iban a mantener una extraña relación.
Rose estaba temblando de expectación, sin dejar de mirar a su alrededor, pero
lo esperó, como sabía que debía hacer en un aparcamiento. Cuando Adam cerró la
puerta del coche, lo asió de la mano.
—Vamos, papá.
Después de tocar la cabeza áspera de cemento de Tigre, Rose condujo a su
padre por otro arco pintado de blanco, del que colgaban flores enormes de color
azul... ¿clemátides, tal vez?, hasta el pequeño jardín delantero. En el centro había un
diminuto patio de ladrillos con un lavadero de pájaros, un banco de jardín y el oso
Pooh, que se asomaba tímidamente por entre otro arbusto de flores azules que Adam
no reconoció. Rose se puso en cuclillas delante de Pooh.
Cuidar de aquel jardín debía de llevar tiempo, pero era un buen reclamo,
decidió Adam. Cualquier transeúnte se sentiría tentado a atravesar el arco de flores.
Una vez allí, ¿por qué no entrar? Lynn Chanak era una mujer inteligente. Era una
lástima que la tienda no estuviera en la calle principal.
—Entremos —le dijo a Rose, impaciente, de repente, por poner fin a aquel
primer encuentro. Shelly sería una niña más, y no sentiría nada salvo un sentimiento
de obligación y, tal vez, de pesar. Quizá Lynn y él decidieran dejar las cosas como
estaban. Se mantendrían en contacto, y Adam estaría dispuesto a ayudarla, si lo
necesitaba. Sin la pensión de su ex marido, no podría llevar a Shelly a la universidad,
con la librería como única fuente de ingresos.
—Me gustan los libros —le dijo la pequeña Rose astutamente mientras subían
los peldaños del porche—. Estoy cansada de los que tengo.

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Adam se sintió de mejor humor, a pesar de que todavía sentía un nudo en el


estómago.
—Entonces, escoge unos cuantos antes de que bajemos a la playa. Así
tendremos algo con lo que recordar este día.
—¿Es Shelly una niña simpática? —se trabó con el nombre, aunque había hecho
la misma pregunta media docena de veces—. ¿Le gustaré?
—¿Qué no le puede gustar de ti? —la levantó en brazos y la acomodó sobre la
cadera, para entrar con ella dejando bien claro que era suya—. Aunque yo tampoco
la conozco.
Cuando abrió la puerta, sonó una campana. Adam entró en una habitación llena
de calor y brillantes colores: una librería como las de antes. Estanterías de madera
oscura, mesas cargadas de libros, una cómoda mecedora en un porche acristalado,
una casa de juegos con forma de castillo... y, al menos, un par de clientes hojeando
ejemplares, incluido un adolescente con tatuajes y piercing en una ceja. Antes que
verla, oyó su voz.
—Mary, ¿puedes ayudar a este caballero a encontrar...?
Se vieron al mismo tiempo. Las palabras que había pretendido formular
quedaron atrapadas en su garganta. Adam sintió una intensa reacción al ver el
parecido con Rose. Pasado un momento, se dio cuenta de que era enfado. Detestaba
ver a su hija convertida en una mujer a la que no conocía.
Después de aquel instante de estupefacción, Adam se dio cuenta de que ya no
lo estaba mirando a él.
Estaba devorando a Rose con los ojos. El libro que sostenía resbaló de sus dedos
y cayó al suelo. Algunos de los presentes volvieron la cabeza, pero Lynn Chanak
siguió mirando a la niña fijamente.
—¿Papá? —dijo Rose con vacilación—. ¿Es esa señora tu amiga?
Amiga. La forma en que estaba mirando a su hija lo asustaba horrores.
—Sí —tragó saliva—. Esta es mi amiga Lynn. Lynn, mi hija Rose.
—Yo... —Lynn no parecía capaz de desviar la mirada de la niña—. Me alegro de
conocerte, Rose.
Presa de una timidez súbita, Rose enterró el rostro en el cuello de su padre y
susurró:
—¿Por qué me mira así?
—Tal vez —susurró Adam—, porque tu pelo es del mismo color que el suyo.
¿Cuántas niñas tienen rizos como mi Rose?
Rose se echó a reír, pero con voz trémula, porque incluso su intuición de niña
de tres años le decía que allí había gato encerrado.
«Dios mío», pensó Adam, apretando los dientes. Se parecían tanto. Todo el
mundo, en la tienda, debía de haberse dado cuenta. Seguramente pensarían que era

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el ex marido de la propietaria, y que aquella era su hija. ¿Cómo iba Lynn a explicar el
parecido?
—Rose tiene muchas ganas de conocer a Shelly —dijo Adam, en voz demasiado
alta. Más que conocer a su hija biológica, quería que aquella mujer dejara de mirar a
Rose como si fuera de la realeza. O, diablos, un mono babuino. Algo que tal vez no
volviera a ver en la vida.
—Pues... —Lynn parpadeó y volvió la cabeza, con las mejillas pálidas y la
mirada ausente—. No estoy segura...
Adam miró a su alrededor y vio que los clientes habían dejado de prestarles
atención. Detrás de la caja había una joven cobrando un libro. Al mismo tiempo, del
antiguo porche emergió una risita.
—¡Estoy aquí, mamá!
La casa de juegos. Debía de tener dos pisos, porque en una ventana, en lo alto
del falso castillo, apareció el rostro de una niña. Estaba sonrojada de placer porque su
presencia había sido un secreto.
La piedra que sentía en el estómago se transformó, de repente, en una roca,
pesada y dolorosa. Le presionó los pulmones hasta cortarle la espiración.
Rose se retorcía en sus brazos, así que la dejó en el suelo sin apartar la mirada
de la niña. Sintió cómo sus propios labios se movían y formaban un nombre: Jennifer.
Hasta en la voz. Abierta y segura de sí misma, Shelly invitó a Rose a subir al
castillo. Su hija se acercó tímidamente, inclinándose para cruzar el falso puente
levadizo y entrar dentro. Como si Rose no supiera cómo trepar por una escalera,
Shelly le dio indicaciones, le dijo lo que encontraría al final de los peldaños y que su
mamá le había dicho que irían a la playa. Sin parar un instante, le preguntó si le
gustaban los perritos calientes, porque su mamá había dicho que igual almorzaban
perritos calientes. Las palabras fluían como un torrente de sus labios, creando una
especie de melodía, tan imparable como el agua al caer por una ladera.
Jennifer, pensó con agonía.
Shelly lo miró por la ventana y, con el rostro animado por la risa, parecía la
ilustración de un duende, encaramado sobre una flor, que podía encontrarse en un
cuento infantil del siglo diecinueve. Las orejas le sobresalían un poco. Jennifer había
detestado las suyas, aunque a Adam siempre le parecieron graciosas. Igual que
Jennifer, Shelly tenía los pómulos altos y el mentón afilado, y sus ojos centelleaban
con regocijo y picardía.
—Es peor que ver la foto, ¿verdad? —dijo en voz baja la mujer que estaba a su
lado. Inspirando profundamente, Adam volvió la cabeza y miró a Lynn Chanak a los
ojos.
—Dios.
Se metió la mano en el bolsillo y, con dedos temblorosos, extrajo de su cartera
una foto de su difunta esposa. Lynn la contempló durante un largo momento.

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Cuando levantó la cabeza, tenía los ojos, de un color verde grisáceo, llenos de
lágrimas.
—Era hermosa.
—Shelly ha salido a ella.
Una lágrima resbaló de sus pestañas, pero se la secó enseguida.
—Dios mío, ojalá...
—¿Esto no hubiese ocurrido?
Lynn cerró los ojos con fuerza, como si intentara contener las lágrimas.
—No —dijo finalmente—, porque entonces, no tendría a Shelly, y ella es toda
mi vida. No, iba a decir que ojalá nunca lo hubiésemos sabido. Pero ahora... —dirigió
la vista al castillo, del que emergió, primero, el rostro de una de las niñas, luego, el de
la otra—. Pero, ahora, no estoy tan segura.
—Los padres de Jennifer quieren conocer a Shelly —dijo Adam sin pensar.
Lynn se estrujó las manos sin mirarlo a la cara.
—Ya lo había imaginado. Pero ¿cómo vamos a hacerlo, sin que Shelly descubra
quiénes son?
—Les dije que, seguramente, tendrían que esperar.
Lynn sonrió con evidente dificultad.
—Gracias.
—¿Qué me dices de tus padres? ¿Y de los de tu ex marido?
—Mi madre y mi padrastro quieren mucho a Shelly, y estoy segura de que
querrán a Rose, si les das la oportunidad. Respaldarán nuestra decisión, sea cual sea.
Los padres de Brian... —vaciló—. No sé. De momento, se ha lavado las manos en
todo este asunto. No habíamos planeado el embarazo... —refrenó sus palabras, tal
vez porque, de repente, se había percatado de que estaba revelando información muy
personal a, prácticamente, un extraño—. Bueno —dijo, un tanto incómoda—. Desde
luego, no hay prisa, por su parte. Ahora mismo, solo somos Shelly y yo.
—Ya no —murmuró Adam.
La mirada de sorpresa de Lynn se transformó en preocupación, pero no dijo
nada.
—¿Rose quiere ir a la playa?
Adam cooperó con su deseo de trasladar la visita a un terreno convencional.
—No habla de otra cosa.
—Entonces, ¿vamos? —Lynn señaló la caja con la cabeza—. Tengo a una
persona que atenderá la tienda en mi lugar.
En aquel momento, Adam se dio cuenta de que iba vestida con vaqueros, unas
zapatillas desteñidas y una camiseta del color del mar Egeo. Se había recogido el pelo
en una coleta y parecía una niña, con aquel rostro redondo y el reguero de pecas.

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Al percatarse de sus abundantes senos y del movimiento de caderas, recordó


que su marido había sospechado que le había sido infiel. No podía consentir que el
parecido que tenía con Rose lo desarmara.
—Rose quería escoger primero un par de libros —le dijo—. Será mejor que lo
haga yo. ¿Alguna sugerencia?
Lynn lo condujo a la estantería infantil y le enseñó algunos de los cuentos
favoritos de Shelly.
—Hemos leído este unas doscientas veces —dijo Adam, apartando uno de
ellos—. Me gustó las primeras cien veces.
—A mí también —Lynn sonrió, y su nariz se arrugó.
Maldición, en otras circunstancias, se habría sentido atraído por ella,
comprendió Adam con desconsuelo. «Ni se te ocurra», se dijo con aspereza.
Gruñó y fingió concentrarse en el libro que estaba hojeando. Un momento
después, Lynn se dio la vuelta y empezó a ordenar una estantería de novelas para
adolescentes, pero Adam no pudo olvidar su presencia. Nunca podría olvidarla,
pensó lúgubremente. ¿Cómo iba a hacerlo? Era la madre de su hija. De sus dos hijas,
de una forma u otra.
¿Cuántos hombres podrían decir eso de una mujer a la que nunca habían
tocado?
Irritado consigo mismo por un pensamiento que se acercaba peligrosamente a
la atracción sexual, Adam elevó la voz.
—Rose, ¿quieres ir a la playa?
Adam oyó susurros por encima de su cabeza. Luego Rose dijo:
—Está bien, papá. Si Shelly puede ir también.
—Ya lo creo —Lynn sonrió como si no hubiese notado su distanciamiento.
Se oyeron ruidos dentro del castillo y, finalmente, aparecieron las dos niñas; su
Rose con un mono rosa de flores y camiseta a juego, y Shelly con una camiseta de
algodón roja, a modo de vestido, y leotardos de color púrpura.
—Lo sé, lo sé —murmuró Lynn, percatándose de su sorpresa—. Le gusta
vestirse ella sola y, la mayoría de las veces, se lo consiento.
—Ah —Rose aceptaba lo que él le escogía. ¿Una diferencia de temperamento, o
era Rose, como él temía, inmadura para su edad? ¡Cielos! ¿Y si le pasaba algo grave?
Pero su dicción era normal, recordó enseguida.
—Eh, pequeña —le dijo—. ¿Todavía quieres algún libro?
Rose aprobó su selección y añadió dos más sin apenas hojearlos. Adam llevó el
montón a la caja para que Lynn le cobrara y no pestañeó al ver el total.
—Déjame que te los cobre a precio de coste —se ofreció, pero Adam movió la
cabeza con brusquedad.

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—No digas tonterías, este es tu negocio. De no comprarlos aquí, los compraría


en cualquier otro sitio.
—Pensé... —su rostro se tornó inexpresivo—. Gracias. No, no necesito ver tu
carné.
Era una extraña, se dijo Adam. No había podido herir sus sentimientos de una
forma que no comprendía. ¿Cómo iba a hacerlo? Ella no tenía poder para herir los
suyos.
Lynn sonrió alegremente al salir de detrás del mostrador.
—Shelly, Rose, antes de irnos, será mejor que entremos en el cuarto de baño —
miró a Adam con expresión interrogadora—. ¿Adam?
—No. Si no te importa llevar tú a Rose.
No pudo evitar cierto sentimiento de pérdida al ver que Rose tomaba la mano
de Lynn y se alejaba con ella sin mirar atrás. Regresaron de la mano, la mujer bonita,
su pequeña Rose y Shelly, tan parecida a Jennifer que volvió a encogérsele el
corazón. Su rostro volvió a delatarlo, porque Lynn dijo en voz dolorosamente suave:
—Shelly, este es el padre de Rose.
—Hola, Shelly —dijo Adam con voz ronca—. Ya veo que llevas un jersey. Será
mejor que Rose saque el suyo del coche.
—También tengo cubos —anunció Rose—. Y palas, y más cosas.
—Qué bien —exclamó Lynn con una amplia sonrisa—. ¿Por qué no hacemos
castillos de arena? ¿O perseguimos a los cangrejos, y buscamos caracolas y ágatas?
Shelly y ella llevaban sendos jerseys atados a la cintura. Adam sacó el suyo y el
de Rose del coche, así como toda la parafernalia de playa.
Rose lo agarró de la mano y caminaron, detrás de Lynn y de Shelly, hasta el
paseo marítimo que conducía a la playa. Una vez bajados los escalones de piedra,
Shelly soltó la mano de su madre y se dio la vuelta con entusiasmo.
—¡Vamos! Te enseñaré los mejores lugares.
Rose apretó la mano de su padre.
—Los pájaros no me harán daño, ¿verdad? —preguntó con incertidumbre.
Las gaviotas se habían posado a pocos pasos, buscando algún desperdicio con
la mirada.
—No —Adam agitó el brazo, y la más próxima alzó el vuelo—. ¿Lo ves? No
están interesadas en ti. Quieren un sándwich de mantequilla de cacahuetes.
Rose profirió una débil risita. En lugar de soltarle la mano, Adam caminó con
ella y con Shelly; Lynn los seguía a corta distancia. Las gaviotas se quedaron atrás, a
la espera de que los comensales de las terrazas les arrojaran trozos de pan.
Sintiéndose a salvo de los pájaros, Rose se mostró dispuesta a soltarle la mano y
a acompañar a Shelly. Los adultos se quedaron rezagados mientras las niñas corrían
por delante, trepando por un tronco favorito y saltando una y otra vez entre las

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rocas. Finalmente, Shelly le dio la mano a Rose y la condujo hasta unas rocas, para
contemplar un charco de agua dejado por la marea.
Adam asomó la cabeza justo cuando Shelly decía con firmeza:
—No podemos sacar nada. A veces toco a alguno, ¿ves? —metió la mano en el
agua fría y dejó que una anémona que se balanceaba le rozara los dedos—. Pero si te
los llevas a casa, se ponen rígidos y huelen mal. Así que los dejamos.
Rose asintió, porque no quería admitir que no tenía ni idea de lo que estaba
hablando su nueva amiga. No habían pasado dos minutos, cuando se acercó a su
padre.
—¿Por qué se ponen tiesos si los llevamos a casa, papá? —preguntó, sin
molestarse en hablar en voz baja.
La muerte y la descomposición no eran un tema del que Adam quisiera hablar.
—Porque son criaturas marinas. No pueden vivir fuera del mar. Lo mismo que
nosotros necesitamos aire, ellas necesitan agua.
—Pero podrían darse un baño conmigo —la niña había fruncido los labios con
perplejidad.
Lynn le echó un cable.
—Necesitan vivir en esta clase de agua. ¿Ves? Déjame que te ponga una gota en
la lengua.
Rose sacó la lengua y, luego, hizo una mueca horrible al probar el agua de mar.
—¿Quieren esta clase de agua?
—Sí —Lynn le sonrió—. Y por mucho que lo intentemos, no podemos conseguir
que el agua de la bañera les guste.
—Ah —Rose meditó en la respuesta. Pasado un momento, su frente se alisó.
Asintió y volvió con su amiga, junto a la que se puso en cuclillas para contemplar el
agua.
Finalmente, caminaron hasta una pequeña cala de arena gruesa que se había
formado entre dos brazos de basalto desgastados por las olas. Adam se puso de
rodillas y ayudó a las niñas a construir un castillo de arena, mucho mayor del que
podrían haber moldeado ellas solas.
Se preguntó, con ironía, si estaría intentando ganar puntos ante Lynn,
demostrándole lo buen padre que era, o si solo pretendía eludir hablar con ella.
Lynn no parecía darse cuenta de nada. En cambio, siguiendo las indicaciones de
su hija, le llevaba diligentemente cubos de agua de la orilla. Al oírla reír, Adam se
incorporó y vio cómo se acercaba chapoteando hacia el castillo. Se había empapado
las zapatillas y el dobladillo de los vaqueros.
Al igual que Rose, no era parlanchina, y su rostro tampoco reflejaba la viveza
de Jennifer, pero sí alegría y buen humor.
—Me ha atrapado la ola —anunció—. Creo que está subiendo la marea.

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Cómo no, las olas empezaban a cubrir la arena seca y a acercarse a los charcos
de agua de mar. Se quedaron el tiempo suficiente para ver cómo el agua rodeaba el
castillo, pero se alejaron antes de que las niñas vieran cómo su magnífico castillo se
venía abajo. De todas formas, ya estaban cansadas. Cuando Rose resbaló sobre uno
de los pedruscos y gimió, Adam la colocó sobre sus hombros. Enseguida volvió a
animarse.
—Arre, papá —hincó los talones en su pecho—. Eres mi caballito.
Shelly se paró en seco.
—Quiero que seas mi caballito, mamá.
—Solo si puedo llevarte a la espalda, cariño —durante un segundo, Lynn miró a
Adam a los ojos, y él entrevió una mezcla de emociones que era incapaz de
descifrar—. No soy lo bastante fuerte para llevarte sobre los hombros.
¿Acaso la había hecho sentirse inferior?
—Pero yo quiero montar como ella —exclamó Shelly con labios trémulos.
—Su papá es más grande que yo.
La expresión de Shelly se tornó pensativa.
—Tal vez quiera llevarme él a caballo.
—Pero ya está llevando a Rose...
—Tengo una idea —intervino Adam—. Haremos turnos, ¿qué te parece,
Margarita?
—Está bien, papá —accedió Rose—. Pero no soy Margarita.
Adam la hizo trotar un par de veces.
—No, supongo que no. Tienes demasiados pétalos.
Rose rio.
Shelly trepó a la espalda de su madre.
—¿Por qué la ha llamado Margarita? Se llama Rose.
—Su papá solo estaba bromeando —le explicó Lynn—. Como cuando yo te
llamo lagartija cuando te hago cosquillas.
—Ah —hincó los talones en las caderas de su madre—. Arre, caballito.
A mitad de camino, Adam se detuvo.
—Está bien, Shelly lagartija. Te toca a ti.
—¡Papá! —gimió Rose.
—Lo prometido es deuda. Además, ¿no quieres montar en el otro caballo?
Siendo como era, Rose no dijo nada más cuando Adam la dejó en la arena, pero
se aferró a su pierna. Aquella visita no bastaba para que se atreviera a ir con aquella
señora. Shelly, al contrario, ya le había agarrado de la camisa y le estaba diciendo:

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—¡Súbeme! Ahora eres mi caballito.


Lynn no alteró su sonrisa mientras decía:
—¿Crees que podremos ser las primeras en llegar a los escalones, Rose?
Pero, maldición, debía de sentirse dolida al ver que su propia hija no estaba
dispuesta a confiar en ella. No importaba que Rose no lo supiera. Sabía cómo debía
de sentirse Lynn, porque había sentido un júbilo inesperado al ver el entusiasmo de
Shelly por subirse a sus hombros.
—Tengo una idea —anunció—. Déjame que yo te suba, pequeña Rose.
La colocó sobre la espalda de Lynn, donde la niña no tuvo más opción que
rodearle el cuello con las manos. La brisa agitaba sus mechones al viento y las dos
cabezas de pelo cobrizo se parecían tanto que se le encogió el corazón. Madre e hija.
Por un momento, no pudo respirar.
—¡Súbeme! —volvió a pedirle Shelly. Y los ojos de Lynn brillaron con picardía.
—¡Te echo una carrera hasta los escalones! —anunció, y echó a correr.
—¡Eh! —protestó Adam—. ¡No es justo!
Ya le había sacado diez metros de ventaja cuando, sintiendo de nuevo cómo se
le encogía el corazón, colocó a su hija sobre sus hombros y tomó el cubo y la pala de
Rose.
—¡Vamos, vamos! —chilló Shelly con alegría.
Era tan ligera, con huesos tan frágiles como los de su madre, e igual de activa.
Enredó los dedos en el pelo de Adam y empezó a dar botes, mientras lo apremiaba
con gritos felices y desinhibidos.
Shelly no era su pequeña Rose, pero también era suya.
Estuvo a punto de alcanzarlas, pero no llegó a tiempo. Rose se alegró
serenamente de la victoria, el rostro de Lynn se iluminó de placer y Shelly rio cuando
Adam la dejó en los escalones.
—Mamá es rápida, ¿eh?
—Sí —corroboró Adam—. La has entrenado bien.
A Shelly, aquello le resultó hilarante.
Adam tuvo un recuerdo inesperado. Jennifer vestida con vaqueros y una
camiseta blanca, tumbada sobre la cama con los brazos detrás de la cabeza, riendo de
forma incontrolada hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Adam no recordaba
qué le había hecho tanta gracia, solo que la siguió hasta la cama y la besó hasta que...
Estuvo a punto de gemir. Abrazar de nuevo a Jenny, acariciarla de aquella
manera, verla reír. No había tenido un recuerdo tan vívido de ella en mucho tiempo.
Había hecho falta que viera a su hija para recuperar a su Jenny.
Cualquier idea de mantener la distancia después de aquel día quedaba
desechada. Confiaba en que Lynn pensara lo mismo. No quería herirla; maldición,

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veía en sus ojos un fiel reflejo del caos emocional que él estaba experimentando. Peor
aún, veía en ella a Rose.
Pero no podía dejar marchar a Shelly, lo mismo que no podía dejar marchar a la
pequeña Rose. Iba a hacer de padre para las dos, costara lo que costara.
—¿Qué tal si tomamos los perritos calientes que Lynn os había prometido? —
dijo con desenvoltura y, con apenas una punzada de pesar, tomó la mano de Rose y
dejó que Shelly volviera con su madre.

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Capítulo Cinco
¿Cuánto tiempo había pasado desde que no se sentaba junto al teléfono a
esperar la llamada de un hombre? Años. Siglos, pensó Lynn con ironía.
Y volvía a sentirse como una adolescente, cuando deseaba desesperadamente
que fuera él quien llamara, aunque el pánico la embriagaba cada vez que sonaba el
teléfono. Nunca había sabido entablar fácilmente una conversación. Si el chico que le
gustaba llamaba a su casa, metía la pata. Su madre la había consolado diciendo que,
con el tiempo, aprendería.
Lynn frunció el ceño, sin apartar la vista del teléfono que colgaba de la pared.
«Conque sí, mamá. Entonces, ¿por qué no he aprendido?»
Claro que aquello era diferente. No estaba interesada en él, sino en la dulce y
tímida Rose, cuya voz ansiaba oír. Pero no podía ver a Rose sin hablar antes con su
padre, cuya presencia la enojaba, a pesar de sentir el mismo instinto protector que él
hacia Shelly.
Ver a su hija biológica una vez le había parecido suficiente el día en que habían
planeado la visita. Le había bastado saber que estaba bien y que era querida.
Profirió un gemido y merodeó por la cocina. El dormitorio de Shelly, donde la
niña estaba durmiendo la siesta, estaba en silencio.
¿Bastarle? Claro. Como si una onza de chocolate fuera bastante. Como si uno
pudiera tomar tres patatas y dejar a un lado la bolsa entera.
Sentir los brazos regordetes de Rose alrededor de su cuello y oír su risa ronca al
oído había sido como estar en el cielo. Rose y Shelly habían congeniado al instante, a
pesar de ser tan distintas. Lynn había aplaudido, aun sin comprender, el
atrevimiento y el desparpajo de Shelly. En Rose se veía a ella misma, no por las pecas
o el pelo, sino porque se aferraba a la mano de su padre en lugar de soltarla, porque
ansiaba estar segura de que no le pasaría nada antes de dar el salto.
Lynn la entendía perfectamente. Ella había sido, y era, miedosa. Su propia
madre había tenido que empujarla para que saliera del nido. Llegado el momento,
Shelly echaría a volar sin vacilación. Rose flaquearía, volvería, extendería las alas y
volvería intentarlo.
Lynn quería estar a su lado para apremiarla y consolarla, lo mismo que su
madre había hecho con ella.
No era como si Rose tuviera otra madre, pensó. En ese caso, se habría apartado,
aunque le habría dolido terriblemente. Pero Rose la necesitaba, estaba segura de ello.
Diablos, ¿por qué no llamaba ese hombre?
Al no tener noticias suyas el domingo, había imaginado que querría esperar a
que Rose no estuviera presente. O tal vez necesitara tiempo para pensar. Pero ya era
lunes y no había ningún motivo por el que no pudiera llamarla desde la oficina. ¿A
qué esperaba?

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Tal vez debería ser ella la que lo llamara. El nerviosismo que suscitó aquella
idea la irritó profundamente. Allí estaba ella, asustada ante la perspectiva de hacer
algo tan sencillo. Quería hablar con él. ¿Por qué no le telefoneaba?
No descolgó el teléfono. Después de colocar a Rose en su silla de viaje y de
acercarse a Lynn y Shelly, Adam Landry había dicho:
—Te llamaré —había mirado a Lynn a los ojos, y ella había asentido. Cómo no,
tenían que hablar. En aquellos momentos, más que nunca.
«Te llamaré».
Lynn suspiró y pensó en preparar unas magdalenas rellenas de mermelada
para sorprender a Shelly cuando se despertara de la siesta. Sería una distracción.
Sonó el teléfono.
Lynn se quedó mirándolo y sintió un nudo en la garganta. Descolgó al cuarto
timbrazo, antes de que saltara el contestador.
—¿Sí?
—Lynn, soy Adam.
—Ah —genial—. Sí. Hola.
Ni «¿cómo estás?» ni «qué bien lo pasamos el sábado, ¿verdad?
Adam fue directamente al grano.
—Quiero volver a ver a Shelly. Me gustaría seguir viéndola.
El alivio la abrumó al tiempo que la preocupación empezaba a devorarle las
entrañas. Para ver a Rose, necesitaba que Adam quisiera ver a Shelly. Pero ¿hasta
dónde estaría dispuesto a llegar? ¿Y si pedía la custodia ante los tribunales, alegando
que sería el mejor padre para las dos niñas?
Lynn pediría dinero prestado a sus padres y lucharía con uñas y dientes, por
supuesto.
—A mí también me gustaría seguir viendo a Rose.
Se hizo una pausa. Lynn se preguntó si él también tenía contradicciones, o si
estaba tan seguro de su victoria que ni siquiera la consideraba una amenaza.
—Resultó extraño estar los cuatro juntos —dijo finalmente—. Manteniendo una
farsa.
—Sí —corroboró Lynn, pero se sintió extrañamente dolida—. ¿Tienes alguna
sugerencia?
—Por eso te he llamado. ¿Y si nos turnáramos y pasáramos cada uno un día con
las niñas? Tal vez durante el fin de semana. Podrías pasar el sábado yendo de
compras o viendo una película en Portland —añadió con despreocupación. ¿Por qué
se interesaba por lo que ella hiciera?, pensó Lynn—. El día que lleve a Rose a tu casa,
yo podría ir en coche hasta Cannon Beach y almorzar allí. Así tendrías tiempo para
estar con ellas.

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—¿No les parecerá extraño, después de haberles dicho que éramos amigos?
—Ya inventaremos alguna excusa —dijo con un ápice de impaciencia en la voz.
No había obstáculos en su camino.
—Sí. De acuerdo —dijo Lynn—. Al principio, será mejor que las visitas sean
breves. Shelly nunca ha jugado en casa de una amiga durante más de un par de
horas.
—Rose está acostumbrada a estar en la guardería.
Adam habló con arrogancia, pero Lynn detectó algo en su voz. ¿Incertidumbre?
¿Acaso recordaba cómo Rose se negaba a soltarlo de la mano?
—¿Tiene que ser en fin de semana? —preguntó Lynn.
—¿Que si tiene que ser en fin de semana? —la sorpresa reflejada en su voz se
disipó—. Supongo que te resulta difícil dejar la librería los fines de semana.
—Los sábados y los domingos son los días de más trabajo. Y tengo que pagar a
una persona para que me sustituya. Los lunes y los martes, no abro. En pleno
invierno, tampoco abro los miércoles.
—Supongo que podría tomarme algún lunes libre —dijo Adam en tono
reflexivo—. Sí, ¿por qué no? A Rose le encantará poder quedarse en casa.
Ajá. Tal vez Rose estuviera «acostumbrada» a la guardería, pero eso no quería
decir que la entusiasmara.
—¿Qué tal el próximo lunes? —prosiguió Adam—. ¿Podrías traer a Shelly aquí?
—Claro —cualquiera diría que estaban acordando una trasferencia de fondos o
la reparación de un electrodoméstico. Shelly echó mano de un bloc de notas—. Dime
cómo se llega a tu casa.
Un momento después, colgó el teléfono. Los planes estaban confirmados y tenía
un mapa de la zona. Llevaría a Shelly a casa de Rose para que jugaran juntas,
mientras ella iba de compras durante unas horas. Podría ver a Rose fugazmente y, a
cambio, Adam llevaría a Rose a Otter Beach el lunes siguiente.
Parecía sencillo, pero el vacío que sentía en el estómago le indicó que lo sencillo
no siempre resultaba fácil. ¿Y si, después de unas cuantas visitas, Shelly no se
alegraba de ver a su madre después del día que pasaba con papá? ¿Y si quería
quedarse, y él la animaba? ¿Y si Shelly siempre tenía que ir a Portland porque Rose
era demasiado tímida para quedarse sola en la casa de su pequeña amiga?
Lynn cerró los ojos con fuerza y pensó: «¿Y si muero de soledad, uno de estos
lunes?»

—¿Falta mucho? —Shelly estiró el cuello en un intento por ver más lejos.

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—Creo que sí —Lynn volvió a leer la dirección y las indicaciones, que había
desplegado sobre el asiento contiguo. El vecindario fortalecía su temor más
acuciante. Adam Landry era rico. Muy rico.
¿Qué posibilidades tendría ella, si intentaba arrebatarle a la niña?
—Allí —anunció, al distinguir los números del buzón. Un camino pavimentado
conducía a un jardín con árboles. Los rododendros crecían bajo unos cedros, cicutas y
abetos. Avistó una cascada y un puente de piedra.
Muy, muy rico.
Más allá, la casa parecía emerger de la ladera, gracias a las piedras que
revestían la fachada y disimulaban las enormes dimensiones de la vivienda. Lynn
imaginó a Rose vagando en mitad de la noche, perdida y asustada, buscando la
habitación de su padre.
«No seas tonta», se amonestó con aspereza. Rose parecía sentirse querida y a
salvo. Su cuarto estaría próximo al de Adam.
Detuvo el coche y dijo, tratando de parecer animada:
—Bueno, ya hemos llegado.
—Vaya —el entusiasmo de Shelly parecía haber mermado—. No veo a Rose —
dijo en voz baja, mientras contemplaba la casa.
—Todavía no sabe que estamos aquí —Lynn hizo un intento por sonreír
alegremente—. ¿Has visto el puente? Apuesto a que Rose te enseñará su bosque.
—Como yo le enseñé mi playa.
—Así es —solo que, aquel bosque era realmente de Rose. Shelly se soltó el
cinturón de seguridad y se inclinó hacia delante—. ¿Podemos ir a verla?
—Por supuesto.
Ni siquiera habían llegado a la puerta principal, cuando Adam salió a recibirlas,
con Rose de la mano. Aquel día llevaba unos pantalones de color caqui y un polo con
un emblema diminuto, y caro, en el bolsillo. Estaba atractivo, pero parecía inaccesible
y no del todo real, como el profesional acaudalado que finge relajarse. Lynn se había
sentido más cómoda con él cuando lo había visto con vaqueros y una camiseta.
Las dos niñas se dijeron hola. Adam la miró con expresión sombría.
—Pasad.
Lynn se preguntó si la habría invitado a pasar si sus hijas se hubieran alejado
corriendo para jugar. Detrás de la puerta tallada en madera, un vestíbulo de pizarra
conducía a un amplio salón con ventanales, una moqueta mullida y cálida de color
claro y un cómodo tresillo de cuero. Unas cuantas antigüedades conferían carácter a
una habitación que, a Lynn, le habría parecido demasiado moderna para su gusto. Le
encantaba el tapiz de lana que colgaba de una pared, y la máscara africana que había
en otra.
La elegancia del salón mermó su confianza un poco más.

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—Es una habitación preciosa.


—Gracias —Adam apenas la miró—. ¿Cómo estás, Shelly?
—Bien —susurró la niña.
—A Rose le hacía mucha ilusión que vinieras —Shelly miró a su amiga de
soslayo, pero no dijo nada. Rose se escondió detrás de la pierna de su padre. Adam
volvió a intentarlo—. ¿Te gustaría que Rose te enseñara su habitación?
Shelly no soltó la mano de Lynn. Con su voz chillona, preguntó:
—Mamá, ¿vas a irte?
—Ese es el plan —sonaba tan alegre y falsa como un anuncio, pensó Lynn con
pesar—. ¿No te acuerdas? Ya lo hemos hablado. Tengo que hacer cosas de mayores.
Unas compras, y llamar a una amiga. Apuesto a que no me echarás de menos ni un
segundo.
—Sí, voy a echarte de menos —dijo Shelly claramente.
—Solo hasta que empieces a jugar...
—Yo también quiero ir de compras.
Por el rabillo del ojo, Lynn vio cómo Rose empezaba a arrugar la cara. Adam
frunció el ceño.
—Cielo —dijo Lynn con suavidad—. Sé que vas a pasártelo en grande con Rose.
No queremos decepcionarla.
Shelly le asía la mano con fuerza. En aquella ocasión, susurró:
—¿No puedes quedarte, mamá?
Que Dios la perdonara, pero le complacía ver que Shelly no se había ido
corriendo, sin preocuparse de si su madre se quedaba o no. ¿Cómo podía ser tan
ruin? Aquellas visitas tenían que funcionar. Diablos, era una adulta. Debía ser
generosa con las dos niñas.
Lynn se puso en cuclillas y miró a su hija a los ojos.
—Cielo... —empezó a decir.
Adam la interrumpió.
—Tal vez pueda convencer a tu madre para que se quede un rato. Rose y yo
habíamos planeado juntos el almuerzo. Querrás acompañarnos, ¿verdad Lynn?
«Genial», pensó. «Ahora, muéstrate afable. Finge que la idea de dejar a mi hija
en tu casa durante todo el día ha sido idea mía». Con su invitación, hacía que Lynn
pareciera la mala.
Dividida entre la mirada suplicante de su hija y su sentimiento de indignación,
Lynn fue incapaz de hablar por un momento. Tanto mejor, porque la pausa le dio
tiempo para comprender que Adam tenía razón: tenían que fingir. Y, por Dios, ella
podía hacerlo tan bien como él.

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—Me encantaría —repuso, sonriendo—. Tal vez Rose quiera enseñarme su


habitación.
Se miraron a los ojos fugazmente, con una frialdad que sus voces no revelaron.
«Tú no me quieres en tu casa», decía Lynn con la mirada, «pero Rose es mi hija. Me
sentaré en su cama, admiraré sus juguetes y me haré amiga suya, te guste o no».
«Adelante», era la respuesta de Adam. «Hoy puedes hacerlo, porque las niñas
no me han dado elección. Pero no te hagas ilusiones, no estamos sentando un
precedente».
—Buena idea —dijo Adam, con el mismo encanto que desplegaría con un
cliente—. Rose, pequeña, apuesto a que a Lynn le encantará ver tus muñecas.
Los suelos eran de parqué, los pasillos, amplios. Lynn avistó otras habitaciones:
un salón con una enorme pantalla de televisión y un equipo estéreo, un comedor
formal y un despacho con un enorme sillón de cuero, un ordenador de vanguardia y
un fax que zumbaba al tiempo que escupía las páginas. Rose iba en cabeza, y Shelly
empezaba a sentirse lo bastante a salvo como para asomar la cabeza en las
habitaciones. Soltó la mano de su madre cuando Rose anunció:
—Esta es mi habitación.
Durante todo el camino, Lynn sintió la presencia de Adam detrás de ella. Lo
que más detestaba era saber que su reacción, en parte, era sexual.
Adam Landry habría sido la clase de muchacho al que habría admirado de
lejos, tanto en el colegio como en la universidad. Con su corpulencia, debía de haber
sido un atleta. Con la seguridad que desplegaba, seguramente había sido el
presidente de la asamblea de estudiantes. Habría ido acompañado de rubias esbeltas
y avispadas, no de jóvenes tímidas y calladas de pelo rebelde.
No, no era como si quisiera que Adam sintiera la misma irritante atracción
hacia ella. Cielos, no. Era el enemigo. Pero despertaba ocultos anhelos de adolescente
que hacía tiempo había creído superados. Era un símbolo.
Hizo una mueca cuando las niñas no la veían y se preguntó por enésima vez:
¿Por qué el padre biológico de Shelly no podía haber sido un fontanero o algo así?
—¿Ves? Esta es mi habitación —dijo Rose tímidamente.
—Caramba —susurró Shelly, y Lynn sintió cómo el corazón se le encogía otra
vez.
Entró, detrás de su hija, en el reino de la fantasía para cualquier niña, decorado
en tonos rosa y púrpura, con baldas repletas de muñecas, algunas de porcelana, otras
pensadas para jugar. Y con caballos, y un unicornio con un cuerno dorado. El
balancín de nogal en forma de poni era un objeto de arte, no un juguete. Rose tenía
su propio sillón tapizado junto a la ventana, lleno de muñecos de peluche, y un
pequeño Ferrari aparcado delante de una enorme casa Barbie de color rosa,
completamente amueblada.
Lynn se quedó boquiabierta. Su miedo más terrible se había hecho realidad.
Rose nunca querría ir a verla. Shelly ya no querría volver a casa.

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Adam había comprado la victoria.

Lynn lo había intentado, Adam tenía que reconocerlo. Era evidente que no
sentía el más mínimo deseo de quedarse en su casa, ni él de que ella se quedara.
Al menos, eso se había dicho una y otra vez. Pero, si era brutalmente sincero
consigo mismo, tenía que reconocer que había sudado a chorros durante toda la
semana al pensar en aquella visita. Ya se sentía bastante incómodo con Rose. ¿Qué
diablos haría, si Shelly se hacía daño en la rodilla, lloraba o echaba de menos a su
madre?
La madre de Adam no era una mujer femenina. Como alfarera, casi siempre se
había vestido con monos de tela vaquera y unas botas de goma que poder limpiar
con la manguera. Barb Landry era una mujer inteligente, creativa y apasionada, y
durante ningún momento de su niñez había deseado Adam cambiarla por alguna de
las madres de sus amigos, pero tampoco se había interesado mucho en los problemas
de su hijo. Solo deseaba poder estar en su estudio, como si su torno de alfarera la
hubiese embrujado y no pudiera alejarse mucho de él.
De ella había aprendido a concentrarse con una intensidad imposible para la
mayoría de la gente, a desarrollar la entrega exclusiva al trabajo que garantizaba el
éxito, a utilizar el poder de las palabras, los libros y las ideas. Adam había aprendido
a ser autosuficiente.
Pero no sabía nada sobre niños.
Adam envidiaba la soltura con la que Lynn Chanak trataba a Shelly y a Rose.
Dudaba que se preguntara alguna vez si lo estaba haciendo todo mal. Su capacidad
de hablar con afecto y sin rodeos a un niño, sin parecer condescendiente, era
exactamente la razón por la que no quería tenerla en su casa. En comparación, Adam
se sentía torpe, más incapaz que nunca de comportarse como el padre perfecto.
Aquella misma capacidad explicaba el alivio que había sentido cuando Lynn
había accedido a quedarse a almorzar. Pero no explicaba por qué no podía apartar la
mirada de sus caderas suavemente redondeadas ni de su cintura de avispa mientras
la seguía por el pasillo. Aquel día llevaba una minifalda negra que revelaba unas
piernas largas y se ceñía a su trasero como...
Contuvo un exabrupto. Aquella frase terminaba en una metáfora. Sus manos no
tenían nada que hacer en el trasero de Lynn.
Cuando se paró en el umbral de la habitación de Rose, Adam elevó la vista a
sus generosos senos, apenas escondidos tras una camisa de seda de color malva que
llevaba abierta, sobre un top blanco. Adam se preguntó si sabría que el encaje de su
sujetador se transparentaba.
También estaba su pelo, recogido en una coleta alta que derramaba gruesos
rizos rojos por su espalda. El tentador desorden de aquellos rizos era un contraste
intrigante con el cuello pálido y esbelto y el mentón firme. Aquellos cabellos
resultarían gloriosos sobre una almohada.

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Adam estuvo a punto de gemir al sentir la oleada de deseo sexual. Al contrario


que muchos hombres, no tenía por costumbre ver a todas las mujeres como objetos
sexuales. No recordaba la última vez que había imaginado a una mujer en su cama.
Y no era el momento de empezar.
«Piensa en Rose», se dijo. «En Shelly, y en el lío que son sus vidas en este
momento».
Torció los labios. Un coqueteo, y Lynn y él no podrían lograr la relación
amistosa y flexible que necesitarían para poder compartir a sus hijas.
Finalmente, Adam se percató de que Lynn llevaba callada demasiado tiempo.
Desde el umbral del cuarto de Rose, estudiaba hasta la última balda con una atención
que lo ponía nervioso. ¿Qué estaba mal? ¿Se había esforzado demasiado?
—¿Sabe Rose la suerte que tiene? —preguntó Lynn. Adam intentó detectar
sarcasmo en su tono de voz, pero solo halló tristeza.
¿Porque ella nunca podría comprarle tantas cosas a Shelly?
—Quería que todo fuera perfecto para ella —dio un paso al frente y miró por
encima de su hombro hacia el centro de la habitación, donde las dos niñas,
arrodilladas delante de la casa de Barbie, charlaban animadamente—. No pretendía
consentirla.
—No he dicho que lo hicieras.
—Pero no te gusta su cuarto.
Lynn le dirigió una mirada angustiada.
—Parece de cuento de hadas. ¿A qué niña no le encantaría?
Adam seguía sin comprender.
—¿Crees que Shelly se pondrá celosa?
—Creo que no querrá volver a casa —repuso con labios temblorosos. Adam se
sintió estúpido, porque seguía sin comprenderla.
—El cariño no se puede comprar —aunque el cuarto de Rose parecía como si
eso fuera lo que había intentado hacer, pensó Adam de repente.
Al instante siguiente, desterró su congoja. ¡Diablos, había trabajado duro para
ser un hombre próspero! No iba a sentirse avergonzado por poder comprarle a su
hija lo que quisiera.
—No, no se puede comprar el cariño —repitió Lynn, pero no parecía muy
convencida—. Todo está en su sitio. ¿Has ordenado la habitación especialmente para
hoy?
—Rose no juega con la mayor parte de sus muñecas —gruñó Adam—. No
quiere estar aquí sola. Tiene amigas que vienen a verla de vez en cuando, pero aparte
de eso... —se encogió de hombros.
Rose también seguía llorando por las noches. Un par de veces por semana,
recorría el pasillo, gimiendo, y se metía en la cama con él. Los libros que había leído

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decían que los padres nunca debían permitir a sus hijos que durmieran con ellos,
pero a veces, cedía. Nunca le había gustado oír cómo Rose lloraba hasta quedarse
dormida.
Otra cosa que deseaba poder preguntar a otros padres, aunque no tenía valor
para hacerlo, era si había otros niños de tres años que todavía necesitaban pañal por
la noche. ¿Se despertaban con pesadillas y tenían miedo de las sombras del armario?
Había hecho lo posible para que la habitación de Rose estuviera preciosa, pero
era obvio que no tenía don con los niños. Si Jennifer estuviera con él...
Pero no estaba. Y él hacía lo que podía.
—Será mejor que empiece a preparar el almuerzo —dijo bruscamente.
Lynn le dirigió una mirada distraída.
—¿Te ayudo?
—Es trabajo de un solo hombre.
Cuando Adam se dio la vuelta, Lynn entró en la habitación de Rose. Durante el
trayecto a la cocina, Adam oyó su voz, dulcemente femenina y alegre, mientras
charlaba con las niñas. Sin duda, admiraría todo aquello que Rose más apreciaba, y
conseguiría embelesar a su hija. Lynn sabría qué decir en cada momento, se sentiría
perfectamente cómoda sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, y participaría en
sus juegos.
Había imaginado que Rose hablaría de Shelly durante la semana, y así había
sido. Lo que no había previsto era que también mencionaría a Lynn. El martes, de
regreso de la guardería, se había sacado el pulgar de la boca y había dicho sin más:
—Lynn es más bonita que la mamá de Amanda.
La mamá de Amanda era sensacional, con unas piernas largas, un generoso
escote y labios carnosos, pero Adam estaba de acuerdo con Rose. Lynn era más
bonita.
El miércoles, en mitad de la cena, Rose había dicho tímidamente:
—Lynn es divertida, ¿verdad?
Lynn tenía pecas, le había dicho Rose otro día, como si Adam no se hubiera
dado cuenta. Y corría deprisa, ¿verdad?
Al parecer, Lynn se había hecho un club de fans, y Adam estaba celoso. Maldijo
entre dientes y cortó con furia un pimiento verde. Luego, lo echó en un cuenco.
Estaba pelando una cebolla, cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Lynn lo
miraba, vacilante, desde el umbral de la cocina.
—No te vendría mal un poco de ayuda.
—Sé cortar. Es una de mis pocas habilidades culinarias.
Lynn sonrió, de una forma endiabladamente parecida a la de Rose.
—¿Seguro que hay bastante para mí? Shelly ya se siente más cómoda.
Seguramente podría irme sin problemas.

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—No. Debería haber sugerido que te quedaras desde el principio.


Lynn asintió con gravedad, zarandeando su coleta.
—¿Por qué no hacemos lo mismo el próximo fin de semana? Te reúnes con
nosotras para almorzar y, luego, desapareces un rato. No hay razón para que no
vayamos poco a poco.
Le molestaba la sensatez de Lynn, así como la verdad implícita en sus palabras:
disponían de años para llegar a conocer a sus respectivas hijas. Aquella relación era
casi tan permanente como un matrimonio.
—Tienes razón —dijo con aspereza—. Tendremos que soportarnos
mutuamente.
—Eso parece —su voz denotaba un conflicto tan profundo como el suyo.
Adam dejó el cuchillo sobre la encimera y le tendió la mano por encima de la
isla.
—Bueno, señorita Chanak. Sugiero que hagamos de tripas corazón.
En aquella ocasión, su sonrisa, más comedida, no provocó hoyuelos en las
mejillas ni arrugas en el puente de la nariz. Sus ojos, de color verde grisáceo,
permanecieron serios mientras le estrechaba la mano con dedos frágiles y pequeños.
—Trato hecho.
Inexplicablemente, Lynn prolongó el contacto, y Adam también se sentía reacio
a soltarla. Solidaridad, se dijo. Alivio. Tal vez pudieran ser amigos.
—Tengo una idea —declaró—. ¿Por qué no llamas a las niñas? Vamos a
almorzar pizza al gusto, y estoy listo para ver cómo se toman decisiones difíciles.
En aquella ocasión, Lynn sonrió con más naturalidad antes de salir por la
puerta.
—Esa clase de decisiones, sí que soy capaz de tomar.
A Adam no le hacía falta preguntarle a qué se refería.

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Capítulo Seis
A pesar de su pequeña charla, las dos visitas siguientes no resultaron más
fáciles. Rose no quería que su padre la abandonara, aunque se lo pasaba en grande
con Shelly, siempre que Adam estuviera cerca. Cuando este se iba, la niña lloraba
desconsoladamente. Shelly, más valiente, se portó mejor después del primer
encuentro en casa de los Landry, pero la tercera vez que Lynn regresó, después de
una ausencia de cinco horas, Adam le abrió la puerta con expresión lúgubre.
La camisa, antes impecable, estaba arrugada y mojada, y se había recogido las
mangas. Tenía el pelo aplastado y, de él, emanaba un olor desagradable.
—Shelly está vomitando —dijo sin más—. Estaba a punto de llamar al médico.
—Cielos —un pánico desproporcionado se apoderó de ella, y entró corriendo
en la casa—. ¿Dónde está?
—En la cama de Rose, echada —aunque Lynn caminaba deprisa, Adam estaba
justo detrás de ella—. Le he puesto un cuenco enorme, aunque no ha servido de
mucho.
Lynn se detuvo en el pasillo, a pocos pasos de la puerta abierta del cuarto de
Rose.
—¿Le falló la puntería?
—Ha vomitado en el suelo, sobre la cama de Rose y encima de mí —dijo con un
pequeño sonido gutural—. Rose está llorando porque tiene miedo. Creo que Shelly
tiene fiebre, pero no me deja que le tome la temperatura. De todas formas, no podría
darle nada para que le bajara la fiebre, lo vomitaría enseguida.
El pánico empezó a remitir. Mejor dicho, Lynn había reconocido lo que era en
realidad: culpabilidad. Su pequeña la había necesitado y ella no había estado a su
lado.
—Ya me extrañaba a mí que estuviera tan cansada esta mañana —dijo Lynn, al
acordarse—. Su amiga Laura ha estado enferma.
—Y me lo dices ahora —murmuró Adam.
Lynn no le hizo caso y fue a ver a su hija. Las niñas habían hecho algún
destrozo. Había piezas de rompecabezas por todas partes y varias muñecas Barbie
desperdigadas por el suelo, como si un tornado hubiese asolado la habitación. Casi
parecía un cuarto de niños normal.
Rose estaba acurrucada, con ojos anegados de lágrimas, en el sillón de la
ventana. Con el rostro pálido, Shelly permanecía echada en la cama. Tenía un aspecto
tan frágil y triste que Lynn sintió que le escocían los ojos.
—¡Cariño! —se detuvo junto a Rose para darle un beso en la cabeza—. Shelly se
pondrá bien, no te preocupes —luego se sentó en el borde de la cama y apoyó el
dorso de la mano en la frente de Shelly—. Estás ardiendo. Dios mío, has tenido un
día horrible, ¿verdad?

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Su hija arrugó el rostro.


—¿Dónde estabas? —gimió—. Te necesitaba.
Al tiempo que la estrechaba en sus brazos, Lynn susurró:
—Lo sé, lo sé. Pero Adam ha cuidado bien de ti, ¿verdad?
La niña movió la cabeza con fuerza.
—¡Quiero irme a casa!
Lynn lanzó una mirada al umbral y vio el dolor en los ojos de Adam un
segundo antes de que ocultara sus sentimientos. Acunó a Shelly y dijo en voz baja:
—No sé, cariño. El viaje te sentaría muy mal si estás vomitando.
—¡No te vayas! —su hija se aferró a ella con fuerza.
Con una voz amable que no revelaba ni un ápice de lo que debía de estar
sintiendo, Adam dijo:
—¿Por qué no os quedáis las dos a pasar la noche? Tu mamá puede dormir en
una habitación de este mismo pasillo, y tú puedes dormir con ella o con Rose.
Lynn sabía que no tenía elección... como venía siendo la costumbre
últimamente. Claro que no tenía sentido culpar a Adam, que debía sentirse tan mal
como ella por estar perdiendo el control sobre buena parte de su vida.
¿Tanto como ella? ¿A quién quería engañar? Era un hombre. Los hombres
querían y esperaban estar al mando. Si había veces que Lynn lo aborrecía,
seguramente, Adam estaría deseando pagar a un matón para librarse de ella.
—Gracias —era tan capaz como él de fingir—. Creo que será mejor que nos
quedemos.
Llevó a Shelly a la habitación del pasillo, la ayudó a ponerse un camisón
prestado y le humedeció la frente mientras Adam cambiaba las sábanas de la cama.
Rose se acercó tímidamente a su amiga mientras él se daba una ducha.
—¿Vas a devolver otra vez? —preguntó la niña.
Shelly asintió vigorosamente y se incorporó de golpe.
—¿Mamá? —suplicó con voz tensa. Lynn llegó a tiempo de acercarle el cuenco.
Rose contempló la escena con ojos muy abiertos. Que Dios la ayudara si aquella gripe
se prolongaba durante un par de semanas en lugar de las veinticuatro horas que
había esperado. Sobre todo si, mejor dicho, cuando, Shelly contagiara a Rose.
Lynn estaba ayudando a Shelly a enjuagarse la boca, cuando Adam apareció en
el umbral. Vestido con unos pantalones de chándal desgastados y una camiseta, con
el pelo mojado y peinado con los dedos, estaba tremendamente atractivo y mucho
más humano de lo que, normalmente, le parecía a Lynn.
—¿Quieres que llame al médico? —preguntó. Lynn lo negó con la cabeza.
—No, a no ser que siga teniendo temblores después de vaciar el estómago.

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La pobre Shelly tenía las mejillas sonrojadas, pero empezaban a cerrársele los
párpados. Lynn encendió la lámpara de la mesita de noche y le indicó a Adam que
apagara la luz del techo. Cuando volvió la cabeza, Rose y su padre habían
desaparecido.
Cantó suavemente mientras acariciaba el pelo de Shelly y se lo apartaba de la
frente, hasta que su hija se quedó dormida. Incluso entonces, permaneció sentada en
la habitación en penumbra, pensando con desolación: «¿Cómo podemos seguir
adelante con esto?» ¿Y si le decía a Adam que no estaba funcionando?
Pero ¿cómo iba a hacerlo? Veía a Rose, asustada y triste, abrazada al sillón de la
ventana, en aquella esplendorosa habitación que, a pesar de todo, resultaba un tanto
estéril, con una expresión siempre seria y una necesidad constante de estar con su
padre. Porque, ¿a quién más tenía sino a él?
«A mí. Me tiene a mí», gritó Lynn en el corazón.
Así que, cómo no, no tenía una solución para aquel dilema. Tenían que seguir
adelante con aquellas visitas.
Lynn salió de puntillas de la habitación y se sorprendió al ver, en su reloj, que
eran las siete y media. Shelly solía acostarse a las ocho, así que no le extrañaba que,
después de una tarde tan tensa y agotadora, ya estuviera profundamente dormida.
Al otro lado de la pared, oyó chapoteos y una risita, seguida de una voz más grave.
Era la hora del baño. Tal vez Shelly también hubiera vomitado encima de Rose.
Dejó la puerta de la habitación un tanto entreabierta. Dio dos pasos y se volvió
para echar otro vistazo. Shelly no se había movido. Cruzó los dedos, confiando en
que siguiera dormida, y entró en la habitación de Rose. Se sentó con las piernas
cruzadas en el suelo y empezó a recomponer los puzzles, sintiéndose como una
quinceañera que estuviera haciendo tiempo delante de la casa de un chico guapo.
«Vaya, ¿vives aquí?»
Diablos, solo quería darle las buenas noches a su hija por una vez. Cerró los ojos
fugazmente y se imaginó alisando los rizos de Rose, dándole un beso en la nariz
pecosa y viendo cómo el rostro de la hija que había llevado en su seno durante nueve
meses se iluminaba con una suave sonrisa.
¿Era demasiado pedir?
Adam apareció en el umbral, con Rose vestida con un pijama de flores. Vaciló
un momento, luego asintió con rigidez.
—Gracias.
—No ha sido nada —manteniendo la voz baja, Lynn dejó el último
rompecabezas rehecho sobre el montón.
—Por alguna misteriosa razón, Violeta ha perdido el apetito. Dice que no quiere
cenar.
Profirió una risita somnolienta mientras Adam la metía en la cama.
—Rose, papá. Violeta no.

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Lynn hizo una mueca.


—Yo también he perdido el apetito.
—Y eso que no has comido lo mismo que Shel... —se contuvo—. No importa.
Pequeña Rose, apuesto a que Lynn también quiere darte las buenas noches.
«Gracias a Dios». Sintiéndose repentinamente más animada, Lynn dijo:
—Me encantaría.
—Que duermas bien, cariño —besó a su hija con ternura, la arropó y salió en
silencio de su cuarto. Lynn preguntó:
—¿Tienes una luz de noche?
—Papá se ha olvidado de encenderla —Rose parecía perpleja—. Papá nunca
olvida.
Papá le había dejado a Lynn algo que hacer. Agradecida, Lynn encendió la
brillante luz de porcelana y se sentó en el borde de la cama.
—Duerme tranquila —le dijo en voz baja—. No dejes que te piquen los
mosquitos.
Lynn fue recompensada con una risita.
—Está bien.
Lynn cedió al dolor y placer intensos que solía negar, a la profunda conexión
que sentía con aquella niña. La miró con avidez y se vio a sí misma como nunca se
vería reflejada en Shelly, que tal vez fuera más bonita y a la que quería con locura,
pero que no la miraba medio dormida con los ojos de Brian, cuya frente no tenía una
curva tan familiar como el dolor que le oprimía el corazón.
«Dios mío», pensó. «¿Acaso soy tan mala como Brian? ¿Tanto me importan los
genes?»
Pero no, por supuesto que no. Su amor por Shelly no se había alterado, pero
había aprendido a amar con la misma intensidad a una niña que, apenas hacía un
mes, solo era una desconocida.
Suspirando trémulamente, Lynn se inclinó para darle un beso en la frente a su
hija. Rose aceptó el beso con ecuanimidad.
—¿Vas a dormir con Shelly?
—Sí.
—A veces yo duermo con papá —le confió Rose.
—Cuando Shelly tiene miedo, también se mete en mi cama.
—Ah —exclamó Rose—. Papá dice que las niñas grandes duermen en su propia
cama.
—Bueno, supongo que sí, pero tú no eres tan mayor. E incluso los mayores se
asustan a veces de noche, si oyen un ruido extraño.
—Papá no se asusta.

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Lynn sabía que eso no era cierto: la idea de perder a su pequeña Rose bastaba
para que le entrara el pánico. Pero se limitó a sonreír y dijo:
—Ojalá yo no me asustara —luego volvió a darle un beso, en aquella ocasión
sobre su nariz salpicada de pecas—. Ahora, vete a dormir. Tal vez Shelly se sienta
mejor por la mañana y podáis jugar juntas.
Rose sonrió, con dulzura y timidez.
—Está bien —volvió a decir—. Buenas noches, Lynn.
Lynn sintió cómo se le henchía el corazón y le escocía la nariz de ganas de
llorar, pero siguió sonriendo.
—Buenas noches —murmuró.
Dejó la puerta entreabierta y la luz del pasillo encendida. Gracias a Dios, Adam
no estaba acechando detrás de la puerta.
Necesitaba un minuto para secarse las lágrimas y convencerse de que la
situación podía ser peor: de que podía no haber conocido a Rose.
Echó un vistazo a la habitación de invitados y se aseguró de que Shelly seguía
dormida. Tenía el rostro sonrojado, pero la respiración era regular. Luego, se armó
de valor y bajó las escaleras.
Encontró a Adam en la cocina. Éste levantó la vista y, con una sola mirada, leyó
en su expresión más de lo que a Lynn le hubiese gustado. Pero se limitó a preguntar:
—¿Shelly sigue durmiendo? —Lynn asintió—. Es un poco tarde para preparar
la cena que tenía pensada. ¿Qué tal si hago unas tostadas con huevo revuelto? ¿O
una tortilla?
—Me da igual —contestó Lynn, pero Adam siguió con expresión
interrogadora—. Tostadas —le dijo.
Ya había sacado los huevos de la nevera. Contempló cómo ponía una sartén
sobre el fuego y rompía los huevos dentro de un cuenco.
—Gracias por dejarme darle las buenas noches.
Adam contrajo la mandíbula.
—No es para tanto.
—Podrías haberme echado de su cuarto.
—Espero no ser tan egoísta.
Batió los huevos con eficacia, pero con una violencia palpable. ¿Estaría
deseando poder doblegarla a ella con la misma facilidad?
—Adam...
—¿Te gusta el sirope?
La voz de Lynn se impregnó de frustración.
—Sí, pero...

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—Entonces, comamos. Ya hablaremos luego, ¿de acuerdo?


Lynn exhaló un profundo suspiro.
—De acuerdo.
Se sorprendió un tanto al ver que la tostada era gruesa, dorada y crujiente. La
mantequilla, mantequilla de verdad, se derretía con el calor. Adam incluso la había
espolvoreado con azúcar glasé.
Llevaron los platos a la mesa de la cocina, situada en un nicho rodeado de
ventanas que daban al jardín en sombras. Debía de ser un lugar perfecto por las
mañanas. Lynn dio el primer mordisco.
—Está deliciosa. ¿Compras el pan en la panadería?
—Lo hago yo mismo en un horno especial.
Lynn volvió a murmurar de placer. Debía de estar muerta de hambre. Había
almorzado en una cafetería para distraerse, una manera más de matar el tiempo
mientras estaba en el exilio, pero el sándwich que había tomado estaba seco y el pavo
tenía un regusto artificial. Apenas lo había probado.
—Quiero que sepas —dijo Adam de repente, mirándola con intensidad—, que
desde que traje a Rose a casa, la he estado educando como Dios me ha dado a
entender. Soy de los que hojean los libros de la sección de maternidad en las librerías.
No puedo llamar a mi madre y preguntarle cómo se educa a una niña de dos años
que solo sabe decir que no —Adam emitió uno de aquellos sonidos ásperos que
pretendían ser una carcajada—. Mi madre dice: ¿por qué me lo preguntas a mí?
—¿Que por qué se lo preguntas a ella? —repitió Lynn con incredulidad.
Adam torció los labios, como si sintiera un regocijo genuino.
—Verás, se las arregló cuando no tuvo más remedio... pero de forma ausente.
Supongo que es la mejor manera de decirlo. Siempre estaba concentrada en su arte...
es alfarera. Apuesto a que ni siquiera se acuerda de mí cuando tenía dos o tres años.
—Pero... ¡eso es horrible! —y muy triste, pensó Lynn.
—No, es mi madre, nada más. Una mujer interesante, a su manera. Inteligente,
enamorada de su trabajo y hábil con los negocios. Simplemente, no le interesaba
mucho sonarle los mocos a un niño o llevarlo a un zoo.
Fascinada, Lynn apartó el plato y se cruzó de brazos sobre la mesa.
—Entonces, ¿por qué ha tenido hijos?
—¿Por accidente? —Adam apoyó la mejilla sobre una mano—. Nunca he tenido
valor para preguntárselo.
Lynn estaba absorbiendo todo lo que le decía. Finalmente, declaró:
—Al menos, yo tenía a mi madre. Nunca he sabido quién era mi padre. Creo
que mi madre tuvo una aventura, aunque no es propio de ella, pero no estaba casada
y no le agradaba hablar de él, aunque, a mí, nunca me importó. Ella me bastaba. Tal
vez sea por eso por lo que educar yo sola a mi hija no me ha resultado tan difícil —

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desplegó una sonrisa quebrada—. Podría decirse que es el modelo que conozco. Pero
tú... —hizo ademán de tocarle la mano, pero se contuvo—. Has hecho un trabajo
increíble. Rose te adora.
—Sobrevivimos —dijo con voz ronca.
—Más que eso.
—Tal vez deberías guardarte los cumplidos para después. He fallado. A veces,
pienso que Rose es inmadura para su edad y que es culpa mía.
—¿Inmadura? —¿por qué seguía sintiendo la urgencia de tocarle la mano, como
si necesitara consuelo?
—¿No te has dado cuenta de que ha ido a la cama con unos pañales? Tiene tres
años y medio y sigue haciéndose pis en la cama.
—Muchos niños lo hacen —dijo Lynn, sorprendida al ver su turbación—. Tal
vez tenga el sueño muy profundo. Durante el día, no le pasa nada.
Adam se puso en pie y tomó los platos vacíos.
—A veces, sí.
—A Shelly también le ocurre.
Delante de la pila, Adam permaneció de pie, dándole la espalda.
—Cuando está conmigo, no.
—Rose tampoco se ha hecho pis estando conmigo.
Durante un momento, Adam permaneció completamente inmóvil.
—Pensaba que estaba haciendo algo mal.
¿Qué podía decir? Lynn intentó hallar las palabras correctas.
—Los niños... no son fórmulas matemáticas. No son perfectos, como tampoco lo
somos nosotros —de repente, se sonrojó—. Lo siento. He hablado en tono
condescendiente.
—Me lo merecía —cuando se dio la vuelta, Adam estaba sonriendo, y aquella
sonrisa confería atractivo a un rostro, a menudo, demasiado austero—. En cualquier
caso, tiene gracia. Has dado en la diana. Mis padres esperaban que yo fuera perfecto.
No quería trasladar esa carga a Rose, pero, al parecer, mis expectativas eran casi las
mismas. Como tú misma has dicho, ese era mi modelo.
Lynn no quería sentir agrado o afinidad con aquel hombre. No podía
permitirlo. «Basta», se dijo. «Basta ya».
—Esto no funciona —anunció con brusquedad—. Me refiero a las visitas. Las
odio.
En un abrir y cerrar de ojos, Adam volvió a convertirse en un extraño.
—Acordamos ir poco a poco.
—No me gusta ir de compras. Y casi todas las películas están pensadas para
adolescentes. Aborrezco estos días —parecía quejosa, en lugar de firme—. No —se

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contradijo—. No se trata de mí. Si las niñas fueran felices... pero no lo son. Son
demasiado pequeñas para llevarlas y traerlas de esta manera.
—Entonces, ¿qué sugieres? —preguntó con aspereza—. ¿Que nos limitemos a
estar en contacto? ¿Que nos mandemos fotos en Navidad?
—No.
—¡Maldita sea! Entonces, ¿qué?
—No lo sé —le gritó Lynn, repentinamente furiosa—. Algo distinto.
—Distinto.
Cielos, y eso, ¿qué significaba?, se preguntó. ¿Empezaba a sentir cierta afinidad
con Adam, porque era el único que comprendía realmente su situación? ¿O acaso se
estaba enamorando, como una adolescente, de aquel hombre? El nerviosismo de
cada lunes, ¿no se debía a que iba a verlo a él, y no solo a Rose?
—Ni siquiera los días en los que tengo a las dos niñas conmigo son tan
maravillosos, porque Rose quiere que estés con ella. Y porque... porque parece un
acontecimiento especial, no la vida diaria. Quiero que Rose se sienta conmigo como
en su casa —explicó con dificultad. Adam la observaba con una expresión
comprensiva que le llegó al corazón.
—La pregunta es, ¿quieres que Shelly se sienta conmigo como en su casa?
Lynn esbozó una sonrisa.
—Seguramente, no. ¿Cómo te sientes al pensar que Rose pueda ser feliz
conmigo?
—Terriblemente celoso.
—Supongo que no podemos evitar cómo nos sentimos, sino pensar en lo que
hacemos al respecto.
—¿No estarás sugiriendo un cambio porque tú también estás celosa?
Le estaba pidiendo sinceridad. Lynn intentó dársela.
—No lo creo. Espero que no. Dime la verdad, ¿esperas los lunes con ilusión?
—Diablos, no —Adam se pasó una mano por la cara—. El viaje a Otter Beach
empieza a resultarme monótono. Está bien, podemos superarnos.
—¿Qué tal si nos visitamos con menos frecuencia, pero durante más tiempo?
¿Un par de días?
—Rose ni siquiera ha pasado la noche en casa de sus abuelos.
—¿Considerarías la posibilidad de pasar la noche en mi casa, las primeras
veces?
Su rostro volvió a reflejar austeridad, y Lynn se lamentó de su osadía.
—¿Durmiendo en el sofá?
—Puedes dormir en mi cama —le dijo, demasiado deprisa. ¿Por qué estaba tan
ansiosa por persuadirlo?, se preguntó—. Yo soy más bajita. Dormiré en el sofá.

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—Aquí tengo una habitación de invitados —Adam seguía pensando—. Y la


verdad es que se lo pasan mejor cuando estamos los dos.
—Sé que resulta extraño.
—Al principio, lo era —Adam se quedó mirándola, pero Lynn era incapaz de
adivinar sus pensamientos—. Creo que ya no tanto.
—Tal vez podamos ser amigos —¿solo amigos?
—De acuerdo —las arrugas de su frente se disiparon—. Estoy dispuesto. ¿Qué
tal si volvemos a vernos dentro de dos semanas? Iré a pasar el domingo y el lunes.
Así podré ocuparme de las niñas mientras tú trabajas en la tienda el domingo.
—¿No es problema para ti?
—Puedo llevarme el ordenador y dedicarle algo de tiempo a mi trabajo el lunes.
No hay problema.
—Está bien —dos semanas. ¿Cómo podría esperar dos semanas a volver a
verlos?—. Mm... —empezó a decir Lynn en tono de disculpa—. Mi casa es muy
pequeña. He invertido mi dinero en el negocio. Tal vez podamos salir fuera a comer
—decidió con repentino alivio. Pero, cielos, Adam tendría que usar su viejo cuarto de
baño, ver los desconchones del lavabo y de la bañera de porcelana, darse con la
cabeza contra el dintel, demasiado bajo.
Lynn tenía la sospecha de que veía su vergüenza y ansiedad reflejadas en su
rostro, como si fuera la pantalla abierta de su ordenador.
—La vida real, ¿recuerdas?
—Sí. Está bien —Lynn sabía que se estaba arriesgando al exponer su vida a su
escrutinio. En un tribunal, podría utilizar su pobreza para derrotarla. Pero Lynn
empezaba a creer que no lo haría. Si estaba equivocada, que el cielo la ayudara.
—Será mejor que vaya a ver cómo está Shelly —tomó los cubiertos y los vasos—
. A no ser que necesites ayuda para fregar los platos.
Adam atravesó la estancia y se los quitó de las manos, rozándole los dedos sin
querer.
—No seas tonta. Ve.
Que estúpida era por sentir que su pulso se aceleraba.
—Gracias, Adam, por escucharme.
Su mirada se enterneció.
—Deberíamos haber hablado antes.
—Nadie dijo que sería fácil.
—¿Acaso alguien ha pasado por esto antes? —exhaló un suspiro—. Buenas
noches, Lynn.
—Buenas noches —¿por qué seguía ahí de pie? ¿Por qué contemplaba con ojos
esperanzados cómo su mirada se ensombrecía y daba un paso hacia ella?

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—Rose necesita el cariño de una madre.


Rose. Él no. Por supuesto que no.
Estaba siendo una estúpida. A veces, la miraba con extrañeza por su enorme
parecido con Rose, no porque ella fuera una mujer y él, un hombre.
Aquel nuevo plan tampoco funcionaría si empezaba a tener alucinaciones. «Así
que, contrólate», se dijo Lynn con aspereza. Volvió a darle las buenas noches y se fue.

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Capítulo Siete
Adam intentó darse la vuelta y tuvo que reprimir un gemido. Aquel maldito
sofá no solo era treinta centímetros demasiado corto para él, sino que era igual de
cómodo que una playa pedregosa.
Lynn se había ofrecido, cuatro o cinco veces, a dormir allí y dejarle su cama.
Más bien, había insistido. Pero no, Adam era demasiado caballeroso para aceptar.
Seguía sin lamentar su negativa, y no solo porque le agradara sentirse un
caballero. Lo más sensato habría sido que ella durmiera en el sofá; seguramente,
incluso podría haberse estirado en él. Pero lo que a Adam no le gustaba era la idea de
invadir su intimidad. De verse rodeado por su fragancia y sus posesiones más
íntimas. Sí, habría ordenado la habitación para él. No habría dejado ningún sostén de
encaje sobre la mecedora que había avistado desde el pasillo, ni el diario abierto por
la página del día anterior, pero sobre la cómoda estaba su maquillaje, sobre la mesita
de noche, sus libros favoritos, en las paredes, sus reproducciones preferidas. Por no
hablar de la cama antigua de madera de nogal con cojines de encaje... Adam apostaba
a que perfumaba su lencería con saquitos de lavanda y pétalos de rosa.
La habitación era femenina y alegre. Bonita, pero de una forma madura, más
que infantil. Y Adam intentaba no pensar demasiado en el hecho de que Lynn
Chanak era toda una mujer, además de atractiva.
Se había convertido en un experto en reprimir aquella clase de atracción.
Porque siempre que miraba a otras mujeres, veía a Jenny. No podía acostarse con una
y cerrar los ojos, sin más. Se movería de otra forma, suspiraría de otra forma, o sería
demasiado paciente.
Así que, durante los últimos tres años, se había mantenido célibe, a pesar de
que su cuerpo protestaba.
Como aquella noche.
Pensar en la cama de Lynn Chanak tenía más que ver con su desasosiego que
con lo duro que era el sofá. Diablos, tal vez hubiera sido mejor dormir entre sus
sábanas que imaginarla a ella en la cama.
A la hora de acostarse, Lynn había sido la primera en ir al cuarto de baño.
Creyendo oír que cerraba la puerta de su dormitorio, Adam había salido al pasillo
con el cepillo de dientes en la mano y se había encontrado con ella de frente.
Llevaba un albornoz desgastado, lo bastante abierto para revelar un delicado
camisón de hilo, adornado con un encaje igual de bonito que el de sus sábanas. El
pelo, bien cepillado, le caía sobre los hombros y los senos. Olía a jabón y a mujer, y
tenía las mejillas sonrosadas de haberse lavado la cara.
Sonrojándose, murmurando que el baño era todo suyo, Lynn se había alejado a
toda prisa, dejándolo con un ansia que lo mantenía despierto desde hacía horas.
Últimamente, sus fantasías sexuales no eran nada concretas. Se imaginaba
hundiéndose en el cuerpo de una mujer sin pensar demasiado en su voz, su rostro o

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sus pies fríos, que buscarían los suyos bajo las sábanas. En aquellos instantes,
atormentado en el sofá de Lynn, se imaginaba hundiendo los dedos en aquella masa
de pelo glorioso. Imaginaba su bonito camisón virginal, su aroma a jabón y la
fragancia a lavanda y a rosas que emanaba de su cómoda.
Era la madre de su hija. Había recibido la semilla de otro hombre, pero en su
seno había llevado a su pequeña Rose. Aquel hecho lo confundía. Cuando intentaba
recordar a Jenny embarazada, era la imagen de Lynn la que surgía en su mente.
No le sirvió de nada pensar que Lynn se horrorizaría si supiera que estaba
tumbado en el sofá, soñando con ella.
¿Y si se dejaba llevar por su impulso? ¿Y si la besaba y ella no lo abofeteaba?
¿Ansiaría a Jenny cuando se acostara con Lynn?
Maldiciendo, Adam se dio la vuelta otra vez y fijó la vista en el techo en
sombras.
Aunque no pensara en Jenny, lo que sentía no era amor. Era el ansia de poner
fin a un prolongado celibato. Era haber visto a Lynn, descalza, en camisón, con los
dientes recién cepillados y las mejillas sonrosadas. Era pensar en ella como en la
madre de su hija.
Imposible. Heriría sus sentimientos y destruiría toda esperanza de disfrutar de
la compañía de sus hijas.
Con expresión lúgubre, Adam intentó cortar en seco la dirección que estaban
tomando sus pensamientos. Sin duda, era hora de que buscara a una mujer con la
que pudiera reír y disfrutar del sexo, al menos.
Cualquier mujer salvo Lynn Chanak.

Cómo no, el lunes por la mañana amaneció lloviendo a mares, y la idea de


llevar a las niñas a la playa resultó inviable. En la mesa de la cocina no cabían los
cuatro, así que Adam se acomodó, a duras penas, entre Rose y Shelly mientras Lynn
mordisqueaba una tostada y les servía.
—En el pueblo no hay cines —recordó.
—No. Los más cercanos están en Lincoln City, pero no creo que estén echando
nada que pueda interesarles.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Adam, sin albergar grandes esperanzas.
—Podríamos quedarnos en casa —apenas lo miró, mientras iba y venía de la
mesa a la encimera—. Las niñas se lo pasarán bien jugando. Tú puedes hacer lo que
sea que hagan los corredores de bolsa. Utiliza el ordenador para comprobar la subida
y bajada de las cotizaciones. Esa explosión terrorista en Roma debe de haber
asustado a unos cuantos accionistas.
A Adam le importaba un rábano averiguar si Intel había bajado medio punto
porque algún fanático se había suicidado para hacer explotar medio edificio de

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oficinas justo delante del Vaticano. No quería pasar el día con Lynn. Pero el día
anterior, había estado él con las niñas y el lunes, en cierto sentido, era el turno de
Lynn. No podía pensar en irse hasta media tarde, por lo menos.
—Claro —dijo con entusiasmo—. No es mala idea.
—Niñas, vosotras podríais disfrazaros —sugirió Lynn—. Si queréis, bajaré la
caja.
—¿Disfrazarnos? —el rostro de Rose se iluminó—. Podríamos hacer un desfile.
Como en la guardería.
—¡Sí! —exclamó Shelly, dando botes—. ¡Y cantar!
—Y bailar.
—Podríais actuar para nosotros —Lynn puso más beicon sobre la mesa.
—Vamos a practicar —las niñas desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, y
Lynn fue tras ellas para bajarles «la caja».
Adam solía evitar los alimentos con exceso de colesterol, como el beicon, pero
empezó a mordisquear una loncha con aire fúnebre. Cuando Lynn volvió a entrar en
la cocina, le preguntó:
—¿Qué hay en la caja?
—Ah... —Lynn sonrió y sacó una bolsita de té de un bote.
—Ropa de fiesta. Siempre encuentro algo en el mercadillo. Tengo boas de
plumas y baratijas, zapatos de tacón y pañuelos. Un montón de lentejuelas. Ya lo
verás —vertió agua hirviendo en una taza y volvió la cabeza—. Pero lo que la hace
mágica es que solo dejo que Shelly la abra de vez en cuando. Los días en los que está
realmente aburrida. O como hoy, cuando tiene una amiga con la que organizar un
espectáculo.
Magia. Adam pensaba que, como padre, no estaba mal, pero no sabía cómo
hacer magia. Aquella mujer, sí.
—¿En qué piensas? —preguntó Lynn. Para sorpresa suya, Adam se lo dijo—.
Tonterías —se sentó con él en la mesa—. Una caja con vestidos de fiesta es cosa de
chicas. ¿Cómo iba a ocurrírsete a ti?
A Jennifer se le habría ocurrido, de eso no había duda.
—Eso no significa que no tengas tus propias ideas. O que no le proporciones a
Rose la oportunidad de descubrirlas en otro lugar.
—En la guardería.
—Claro, ¿por qué no?
—Si le gustara, no aborrecería tener que ir.
Lynn sacó la bolsita de té de la taza, la estrujó y la dejó en el borde de su plato.
El aroma intenso a naranja y a canela anuló el olor grasiento del beicon.

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—No sé —dijo con serenidad—. Solo porque llore cuando tiene que despedirse
de ti, no quiere decir que se lo pase fatal. ¿No te cuenta lo que hace durante el día?
—Claro. Les están enseñando el lenguaje de signos. Cada día me enseña uno
nuevo. La cabra intenta comerle el pelo, lo que quiere decir que tiene que lavárselo
esa noche. A veces, la sorprendo riendo con un grupo de niñas, cuando llego antes de
tiempo.
—¿Lo ves?
Adam tomó un último sorbo de café e intentó no fijarse en que tenían las
rodillas en contacto por debajo de la mesa.
—Ya que eres tan lista, dime una cosa: ¿por qué siempre estoy preguntándome
si he metido la pata, cuando tú sabes instintivamente lo que tienes que hacer? ¿Es esa
la diferencia entre un hombre y una mujer?
—Conozco a mujeres que son terribles con sus hijos, y hombres que son
fabulosos. No —Lynn movió la cabeza, y la trenza cayó sobre su hombro—. Sospecho
que, más bien, se debe a que mi madre ha sido una mujer afectuosa y la tuya, no. Ser
padre o madre es algo que se aprende. Tal vez sea más fácil aprenderlo de niño,
como un segundo idioma. Tú tienes que esforzarte un poco más, eso es todo.
Qué sencillo. Adam se sentía como un idiota por recibir tanto consuelo de una
respuesta tan obvia como aquella.
—¿Qué haces normalmente en un día como este? —preguntó Adam, con más
brusquedad que educación.
—Limpiar la cocina —Lynn señaló la pila con la cabeza—. Y la casa. Pagar
facturas. Hojear los catálogos de los editores.
—No te distraeré.
Lynn penetró en su alma con su mirada clara. Comprendió que no quería pasar
el día con ella.
—Claro —dijo afablemente—. El teléfono está aquí. ¿Quieres poner tus cosas
sobre la mesa? La recogeré en un momento.
—Deja que te ayude.
Lynn ya había echado la silla hacia atrás.
—En esta cocina solo cabe una cocinera. No haríamos más que tropezar.
En lugar de ir al salón en busca del maletín y del ordenador portátil, Adam se
quedó mirando cómo llenaba de agua caliente el fregadero. No tenía lavavajillas.
Había dado por hecho que todo el mundo tenía uno.
En las últimas veinticuatro horas, se había dado perfecta cuenta de la estrechez
económica con la que vivía Lynn Chanak. Los muebles eran de segunda mano. No,
de tercera o cuarta mano. El linóleo del baño y de la cocina estaban tan desgastados,
que los motivos apenas eran un borrón. Shelly y ella tenían habitaciones distintas... si
podía llamarse habitación al estrecho cuarto de Shelly, que tenía el techo inclinado. El
baño era minúsculo. Las tuberías rechinaban. En la cocina apenas había sitio para la

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mesa, y el salón no era más grande que su pequeño estudio. Los suelos necesitaban
arreglos, no tenía dobles ventanas, y la instalación eléctrica era un tanto dudosa.
Le horrorizaba imaginar la reacción de los padres de Jennifer, si llegaban a ver
dónde se estaba criando su nieta.
Lo curioso era que, la única parte incómoda de la casa era el sofá. A pesar de
sus reducidas dimensiones, era suficiente para una madre y una hija de tres años.
Con la misma imaginación con la que había ideado la caja de vestidos, Lynn había
conseguido conferir encanto a la casa con pequeños toques.
Había pintado las paredes con efectos de esponjado y había utilizado esmalte
brillante para pintar los muebles de madera. Las paredes estaban adornadas con
láminas de paisajes lejanos y centros de flores secas. En el estrecho pasillo, había
colgadas fotos de familia. Aquella mañana, Adam se había entretenido mirándolas.
Los cojines estaban cosidos a mano, y apostaba a que ella misma había hecho la
colcha de punto. Tenía ojo para los colores, pensó, y la habilidad para animar la
habitación más lúgubre.
A su casa no le vendría mal beneficiarse de aquella habilidad.
—Ya está —dijo enérgicamente, después de pasar un trapo a la mesa—. Toda
tuya.
—Gracias.
Intentó concentrarse, pero no era fácil, porque las niñas no hacían más que
entrar para pedir su opinión sobre el último conjunto o para preguntarle la letra de
una canción. Y no dejó de pensar en Lynn, que murmuraba una disculpa cada vez
que entraba en la cocina en busca de sellos o un refresco y que, horas después,
calentó una sopa y preparó sándwiches para todos. Cuando, por fin, las niñas
exhibieron sus bailes con sus trajes de fiesta y zapatos de tacón, lo bastante altos
como para tirarse desde ellos a una piscina, fue Lynn quien más captó su atención.
Su deleite era tan genuino, su risa tan oportuna, sus aplausos tan entusiastas...
En lugar de pensar en marcharse después del almuerzo, Adam dejó que Lynn
acostara a las niñas. Más tarde, después de la siesta, quizá las invitaría a cenar fuera.
Lynn entró en la cocina.
—Bueno, no dejan de reír, así que no garantizo que se queden dormidas, pero
merece la pena intentarlo.
—Rose puede echar una cabezada de regreso a casa —dijo Adam con
indiferencia.
—Te dejo para que puedas trabajar —Lynn tenía unos llamativos catálogos en
la mano.
—¿Las listas de los editores? —le preguntó, señalándolos con un movimiento
de cabeza.
—Sí. Me gusta elegir los libros tanto como venderlos. Los representantes suelen
concentrarse siempre en los mismos, pero un librero necesita conocer su mercado.

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—¿Cuál es el tuyo? —preguntó Adam con genuina curiosidad.


—Mm... —ella seguía de pie en el umbral.
—¿Por qué no te sientas?
—¿Quieres algo de beber?
—Un café me vendría bien —no recordaba la última vez que había bebido café
instantáneo, pero no estaba tan malo. Y conservaba la misma proporción de cafeína.
Mientras tomaban café, Lynn le contó lo que creía que resultaba rentable en su
librería: libros de historia local, flora y fauna, por supuesto, novelas de ficción, unos
cuantos bestsellers, libros infantiles...
—Cuando llueve —dijo con una rápida sonrisa—, los niños necesitan un lugar
resguardado en el que divertirse.
—Y no tienes que preocuparte de que inauguren otra librería en la manzana de
enfrente —comentó Adam, con su visión comercial.
—Así es —su bonito rostro se llenó de pesar—. Claro que, la razón por la que
no tengo necesidad de preocuparme es que aquí no hay un volumen suficiente de
negocios para atraer a la competencia. Lo que también limita cualquier posibilidad
de expansión o crecimiento para mí.
Adam tamborileó los dedos sobre el muslo. ¿Tenía derecho a interrogar a Lynn
sobre sus ingresos?
—¿Qué me dices de la asistencia médica?
—Estoy cubierta —su tono, antes cándido, se tornó cauteloso—. ¿Estás
preocupado por Shelly?
—Quiero que esté bien atendida —incluso él mismo reconoció su falta de tacto,
pero fue demasiado tarde. La mirada afable de Lynn se encendió de furia.
—¿Insinúas que no cuido de ella como es debido?
—No —Adam hizo una mueca—. Lo siento, no siempre me expreso bien. Sé
que haces lo que puedes. Seguramente, más que yo. Pero me preocupaba que no
ganaras lo suficiente para mantenerte.
—Descuida —dijo con rigidez—. Serás el primero en saber si Shelly y yo
acabamos en la calle.
Molesto, Adam dijo:
—Me estaba ofreciendo a ayudarte.
—¿De verdad? —repuso Lynn con las cejas levantadas.
—Torpemente.
—Entonces, gracias —recogió los catálogos—. Pero estamos bien. En mi
opinión, los lujos no son esenciales para el bienestar emocional de una niña.
—No te lo discuto —aunque nunca se perdonaría si dejaba a Shelly con ella y
las dos morían una noche en un incendio causado por una mala instalación.

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Lynn se puso en pie, y de su trenza se escaparon unos pequeños rizos. En lugar


de salir de la cocina de inmediato, vaciló:
—Sé que esperabas pasar el día de otra forma.
—En realidad —repuso —, no esperaba nada.
—Habrías preferido ir al cine, o a la playa.
—Estaba pensando en las niñas —la corrigió, aun sabiendo que era mentira.
—La vida real, ¿recuerdas?
—¿Y qué me dices de ti? ¿Te ha gustado la visita?
—Sí —Lynn parecía sorprendida—. A veces, no me siento del todo cómoda
contigo, pero aparte de eso... sí.
—¿Mejorarán las cosas entre nosotros?
—Estoy segura —pero no lo estaba mirando a los ojos—. En cuanto me
convenza de que no intentarás apartar a Shelly de mi lado.
Adam experimentó un momento de decepción que lo irritó enormemente
cuando comprendió su origen: había estado esperando que Lynn reconociera, como
un problema, cierta atracción hacia él. O no estaba siendo sincera, o no sentía el
mismo deseo turbulento que lo obligaba a él a concentrarse en su rostro, para no
fijarse en los senos que ocultaba tras una camiseta ajustada, o a reprimir el impulso
de ponerle las manos en la esbelta cintura.
—¿Hemos hecho un trato, no? —le dijo.
—No hemos firmado nada que nos mantenga alejados de los tribunales —
repuso Lynn.
—La buena fe.
—No sé. Me gustaría confiar en ti, pero todavía no puedo... por completo.
Para su sorpresa, Adam se dio cuenta de que él sí confiaba en ella. Lynn
Chanak era incapaz de engañar a nadie.
—Será mejor que nos vayamos en cuando Rose se despierte —dijo con una
brusquedad pensada para ocultar su intranquilidad. Ya no se planteaba la
posibilidad de prolongar la estancia. Necesitaba distanciarse de ella, y lo antes
posible.
—Claro —dijo Lynn con una sonrisa ligeramente irónica—. Ya lo imaginaba.
—¿Pero traerás a Shelly a casa dentro de dos semanas?
—Por supuesto.
—Los dos guardamos un as bajo la manga, ¿verdad?
Se miraron a los ojos y, por un momento, hubo un intercambio de sinceridad.
—Sí, podría decirse que sí —¿era la amargura o el miedo lo que hacía que le
temblara la voz?—. Tú tienes a Rose y yo, a Shelly.

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—Un equilibrio de poder.


—Yo no me siento en equilibro —Lynn apretó los labios—. Los dos sabemos
que nunca podría reunir el dinero necesario para ganarte en un juicio.
—Pero yo jamás haría daño a Shelly destruyéndote a ti.
—Tendré que creerlo, ¿no? —se dio la vuelta y empezó a alejarse—. Ahora, te
dejo... para que puedas seguir haciendo lo que...
Desapareció un momento después, y Adam se quedó preguntándose si eran las
lágrimas lo que le habían impedido terminar la frase.

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Capítulo Ocho
Aunque el libro acababa de publicarse hacía unos meses, ya había sido leído
muchas veces.
—No todas las princesas son hermosas —leyó Lynn—. De hecho, algunas son
insulsas. Y unas cuantas, incluso feas.
Dos niñas estaban acurrucadas junto a ella sobre el sofá. Rose se chupaba el
pulgar; Shelly se aferraba a su manta de franela. Las dos estaban absortas en la
contemplación de una sencilla acuarela, que representaba a una auténtica princesa
fea, con corona y lacios cabellos.
Lynn siguió leyendo, sintiendo sus cuerpecillos cálidos, oyendo sus risitas como
un regalo para los oídos. Las dos olían a jabón y a pasta de dientes. Llevaban
camisones y calcetines suaves que mantenían calientes sus piececitos. Cuando
terminó y preguntó si querían que les leyera otra historia, las dos asintieron con
firmeza.
Como habían ido a la biblioteca aquella misma tarde y habían escogido veinte
libros, Lynn imaginó que la hora del cuento se prolongaría durante treinta minutos,
incluso más. Era la idea que tenía de la felicidad.
La única nota ligeramente inquietante era la presencia de Adam, aunque no le
resultaba tan turbadora como hacía un mes. La familiaridad daba lugar... bueno, no a
la indiferencia, por desgracia, sino a algo casi tan bueno: lo más parecido que había a
la confianza. Incluso agrado.
Aquella era la cuarta visita desde que habían acordado pasar juntos un par de
días. Lynn comprendió, con sorpresa, que ya habían pasado más de tres meses desde
la primera vez que Adam entrara en la librería con Rose de la mano.
Aquella noche, Adam estaba leyendo el periódico en lo que, según había
deducido, era su sillón favorito, de cuero marrón y brazos amplios, con una otomana
a los pies. El periódico crujía cuando pasaba las páginas. En una ocasión, cuando las
niñas soltaron una carcajada por alguna ocurrencia del autor, Lynn levantó la vista y
lo sorprendió sonriendo y mirándolas por encima del periódico. Un mes antes,
aquella sonrisa se habría disipado. En aquellos momentos, se miraron con mutua
comprensión y cierto afecto, antes de que Lynn pasara la página y siguiera leyendo la
historia.
El tercer libro trataba de la relación entre un niño y su amado tío, que era
capitán de barco. Hablaba de la alegría de sus regresos y de la tristeza de las
despedidas. Cuando Lynn cerró el libro, Rose se sacó el pulgar de la boca.
—No quiero que te vayas mañana.
Lynn le pasó un brazo por los hombros y le dio un apretón.
—Cariño, yo también voy a echarte de menos.
—¿Por qué tienes que irte?

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El periódico había dejado de crujir. Consciente de que Adam estaba


escuchando, Lynn dijo:
—Vivimos en Otter Beach. Si no estoy allí, ¿quién abrirá la tienda?
—¿No podemos quedarnos un día más, mamá? —preguntó Shelly desde su
lado del sillón.
Lynn dejó que el libro resbalara al suelo y pasó el otro brazo por los hombros de
su hija.
—Sabes que no podemos, cariño.
—¿Por qué? —suplicó Shelly.
—Esto son solo visitas. Rose y Adam vendrán a vernos pronto. Tal vez
podamos hacer un castillo de arena todos juntos otra vez. ¿Recordáis el primer día?
—¿Podemos ir mañana, papá? —suplicó Rose.
Adam bajó el periódico.
—No, pequeña, no podemos. Sabes que tengo que trabajar. Los mayores
tenemos responsabilidades.
—Odio las respon... ponsa...
—¿Por qué no disfrutamos de la visita mientras dure? —sugirió su padre—. No
la eches a perder poniéndote triste. El chico de la historia que Lynn acaba de leer no
estaba siempre triste cuando estaba con su tío, aunque sabía que tendría que decirle
adiós, ¿no?
Rose hizo pucheros, y las lágrimas vacilaron en sus pestañas.
—No —susurró finalmente, con voz trémula.
Sonó el teléfono y Adam gimió. Descolgó y dijo:
—¿Sí? Ah, mamá. Hola, ¿cómo estás? —un momento después, asintió—. Sí,
ahora te paso a Rose —atravesó la estancia y le entregó a Rose el teléfono
inalámbrico—. Dile hola a la abuela McCloskey.
De modo que no era su madre, sino la de Jennifer.
Rose saludó con timidez. Pasado un momento, dijo:
—Estoy con una amiga. Estamos escuchando cuentos.
Adam alargó la mano.
—Está bien, despídete ya.
—Papá dice que tengo que dejaros. Adiós —consiguió decir antes de que Adam
le arrebatara el teléfono de las manos. Luego, este tapó el micrófono con los dedos y
dijo:
—Iré a hablar a la cocina.
—Mi abuela también me llama por teléfono —le dijo Shelly a su amiga—.
Piensa venir a vernos.

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—En Navidad —corroboró Lynn—. De hecho, solo quedan siete días para que
venga.
—Mi abuela también viene en Navidad. Dice que va a traer muchos regalos —
Rose parecía satisfecha, aunque no entusiasmada.
—¡Mi abuela también!
De la cocina llegaba la voz furiosa de Adam.
—¿Qué estás diciendo? ¿Me estás amenazando?
Para que no se dieran cuenta, Lynn dijo alegremente:
—Tengo una idea. ¿Por qué no nos llevamos los libros al cuarto y leemos más
historias en la cama de Rose?
—Está bien —contestó Shelly, poniéndose en pie con diligencia.
—Pero tal vez papá quiera oírlas —dijo Rose en tono dudoso.
Lynn arrugó la nariz.
—Creo que tu padre está hablando con otra persona. Está un poco enfadado,
¿eh? ¿Siempre se pone así cuando habla de negocios? Se reunirá con nosotras cuando
haya acabado.
Finalmente, Adam reapareció después de diez o doce libros. Las niñas se
estaban quedando dormidas y, cuando Lynn lo vio de pie, en el umbral, cerró el
libro.
—Hora de acostarse.
—¡Lee otra más! —protestó Shelly, pero con voz somnolienta.
—Sueña un cuento —murmuró Lynn—. Sobre una princesa fea y...
—No, una bella princesa —interrumpió Shelly—. ¿Porque yo soy bella, verdad?
Rose se sacó el pulgar de la boca.
—Yo también.
—Las dos lo sois —les dio un beso y se puso en pie. Luego, pasó al lado de
Adam antes de salir de la habitación. Era su turno de arropar a sus hijas, pensó,
aunque echaba de menos el silencioso ritual de encender las lamparitas de noche, de
sacar el embozo de las sábanas, de ver dormidas a las dos niñas mientras las besaba
en la frente. Ella ya había tenido toda la tarde. A juzgar por la indignación que había
percibido en su voz y su actitud tensa, Adam necesitaba todo el consuelo que sus
hijas pudieran darle.
Habían cenado tiempo antes con Rose y Shelly, pero Lynn sirvió dos tazas de
café y se puso un segundo trozo de tarta de limón. Cuando Adam entró en la cocina,
señaló la tarta con el cuchillo.
—¿Tú también quieres un trozo?
—¿Qué? Ah, no.

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Lynn metió la tarta en la nevera. Adam estaba apoyado sobre la encimera, con
el ceño fruncido y la mirada perdida.
—¿Algo va mal? —le dijo Lynn.
—¿Mal?
—Estabas... gritando.
Pareció fijarse en ella como si la viera por primera vez.
—Dios mío. ¿Lo has oído todo?
—Solo algo sobre una amenaza. No creo que las niñas oyeran nada.
Adam bajó la cabeza súbitamente y se llevó los dedos al puente de la nariz.
—Era mi suegra. Dedujeron que Shelly estaba de visita y querían venir a verla.
Si no esta noche, mañana.
—Y les dijiste que no.
Adam maldijo:
—Se lanzarían sobre ella como abejas a la miel. No consigo hacerles
comprender que debemos ir despacio. Solo entienden una cosa: que quieren a su
nieta. Jenny ha muerto y Shelly es todo lo que les queda, dice Angela una y otra vez.
Parece un disco rayado.
Lynn fue presa del recelo.
—¿A qué te referías con las amenazas?
Adam la miró a los ojos, y Lynn vio en ellos tanto disculpa como enojo.
—Dice que están pensando en pedir al juez una orden para tener derechos de
visita, o la custodia.
—¿La custodia? —Lynn retrocedió un paso.
—Está fuera de su alcance, nosotros somos los padres. Y yo te respaldo. Su
abogado les dirá que lo olviden.
—Pero quizá consigan el derecho a visitarla.
—No lo sé —golpeó la encimera con el puño—. ¡Malditos sean!
—No, no digas eso —tal vez estuviera llegando el momento de contarles a Rose
y a Shelly la verdad. ¿Les dolería mucho si les aseguraban que nada iba a cambiar?—
. Entiendo cómo deben de sentirse. No se diferencia mucho de la angustia que
nosotros hemos pasado.
—Son una complicación en este momento.
—No —Lynn consiguió sonreír—. Te he puesto un café.
Llevó el suyo a la mesa del rincón y, momentos después, Adam la siguió.
Aquella era solo la tercera noche que pasaba en su casa y aquellos minutos a solas,
después de meter a las niñas en la cama, ya le parecían familiares. No podían hablar
libremente delante de Rose y de Shelly. Era su tiempo juntos.

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Inesperadamente, Adam dijo:


—Ojalá no te fueras mañana.
Lynn sintió un hormigueo de excitación, pero no le dio importancia. No lo decía
por ella, sino por Shelly.
—Estas visitas han sido agradables, ¿verdad?
—Les haces mucho bien.
Lynn lo miró de soslayo. Todavía con el ceño fruncido, Adam contemplaba su
café como si esperara que en su reflejo aparecieran imágenes del futuro.
—Gracias.
—¿Alguna vez se te ha ocurrido abrir una librería en Portland?
—¿Y competir con Powell's? —la famosa librería ocupaba toda una manzana de
la ciudad—. Ni loca.
—Si vivieras más cerca —repuso con expresión de enojo—, podríamos ver a
nuestras hijas más a menudo.
—¿Por qué no vienes tú a vivir aquí?
—Sabes que es imposible —dijo Adam con impaciencia—. ¿Es que no estás
cansada de tantas despedidas tristes?
—Por supuesto, pero...
—¿Pero qué? —Adam se inclinó hacia delante con expresión persuasiva—.
Piénsalo. ¿Lo harás?
—¿Tienes idea de lo difícil que es poner en marcha un pequeño negocio? —
Adam abrió la boca, pero Lynn no le dejó hablar—. Sin la ayuda de mis padres,
Shelly y yo nos habríamos muerto de hambre —dijo Lynn con fiereza—. El noventa
por ciento de los negocios pequeños no sobreviven. Yo sí. Y quieres que lo tire todo
por la borda. Que empiece otra vez de cero. ¡No es tan fácil!
Adam hizo una mueca.
—Está bien. Me has convencido. No es buena idea.
—Sí, estoy cansada de las despedidas. Serán aún más difíciles cuando Rose sepa
que soy su verdadera madre y Shelly piense en ti como en su padre. Pero ¿qué
podemos hacer? —en aquellos momentos, le estaba suplicando—. No podemos
eludir nuestras responsabilidades.
—Claro que no —repuso Adam con rotundidad—. Y una de las mías es
apaciguar a los padres de Jenny, convencerlos de que sean pacientes.
Lynn casi lo había olvidado.
—Si hablas primero con ellos, ¿no se contentarían con conocer a Shelly? ¿De
momento?
Adam cerró los ojos con cansancio.
—Si no se pareciera tanto a Jenny...

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—Lo siento —Lynn se mordió el labio—. Se me olvida.


Los ojos castaños de Adam reflejaron un intenso dolor.
—A mí no.
¿Había sabido su esposa lo mucho que era amada? Algunas veces, Lynn se
había convencido de que ella y Brian estaban enamorados, pero incluso en aquellos
momentos había sido consciente de que no eran almas gemelas, de que no estaban
hechos el uno para el otro. Pero Brian era atractivo, y la deseaba, y la hacía reír. Era
de esperar que el amor surgiera, ¿no? El más grandioso, a su parecer, era el que se
brindaban dos almas ancianas que llevaban juntas más de sesenta años. ¿Por qué no
podían tener eso Brian y ella, si se esforzaban?, pensaba antes.
Ya había aprendido la lección. Tal vez ese fuera el amor más grandioso, pero las
parejas no se soportaban tanto tiempo, no querían al otro lo bastante para superar los
momentos difíciles, si lo que empezaban no era más profundo que un «me deseaba»
y «era atractivo».
Comprendió que Adam había tenido la suerte de conocer el amor verdadero.
—Todavía la echas de menos —Lynn le tocó el dorso de la mano.
—Cuando me lo permito.
Adam giró la mano lentamente, dándole tiempo para que retirara la suya. Lynn
no se movió. Adam tomó su mano con suavidad, con dedos más grandes y morenos.
Lynn levantó la vista y comprobó que él también estaba observando sus manos
entrelazadas.
—Háblame de tu marido —dijo Adam inesperadamente—. ¿Por qué creía que
le eras infiel?
Una punzada de dolor la salvó de cualquier inclinación hacia el romanticismo.
Trató de retirar la mano, pero Adam la retuvo.
—Sé que no lo eras —le dijo—. Hasta yo puedo ver que no eres la clase de
mujer que engañaría a su marido. ¿Por qué él no lo veía?
«No eres la clase de mujer que engañaría a su marido». Lynn sintió cómo la
barrera de cautela que había levantado en su interior se desmoronaba. ¿Era posible
que aquella confianza recién encontrada fuera recíproca? ¿Que realmente pudieran
ser amigos?
—Nunca se fiaba por completo de mí —cerró los dedos en forma de puño y
Adam la soltó. Lynn colocó la mano debajo de la mesa, sobre su regazo. Sentía un
hormigueo, como si todavía estuviera tocándola—. Me decía que no lo quería —hizo
una mueca—. Me sentía tan culpable. No sabía qué era lo que estaba haciendo mal.
Mi madre y yo nos queremos, pero no... no somos muy efusivas, ¿me entiendes?
Adam asintió.
—Tal vez fuera eso, pensaba, y hacía un esfuerzo por abrazarlo y besarlo aun
cuando me daba vergüenza, en público. Pero por mucho que lo intentara, nunca era
suficiente. Venía a verme a la librería en la que trabajaba y se ponía furioso porque

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me estaba riendo con algún cliente. Llegaba a la conclusión de que, en realidad, no


habíamos estado hablando de libros y me acusaba de estar acostándome con otros
hombres a su espalda. Era una pesadilla.
—¿Te pegaba? —preguntó Adam en voz baja, pero con un tono amenazador en
la voz.
—No, claro que no —se aventuró a mirarlo a la cara, que parecía muy
solemne—. Brian no es un mal tipo. Lo que pasaba era que... yo no tenía lo que él
necesitaba para sentirse seguro.
—¿Que tú no tenías? —gruñó Adam—. Yo diría que el problema lo tenía él.
—Intenté convencerme de que así era. Cada vez chocábamos más, porque yo
tenía que pensar cómo me sentía y cómo interpretaría él mi manera de pensar. Hasta
que un día comprendí —aquella era la parte más dura—... que tenía razón. No lo
amaba de verdad. No con cuerpo y alma, como él aseguraba que me quería —Lynn
se encogió de hombros con dificultad—. No debí haberme casado con él. Creo que
había estado fingiendo desde el principio. Él me decía: «No puedo vivir sin ti», y yo
le decía lo mismo, pero porque él esperaba que lo hiciera, no porque yo
comprendiera realmente lo que significaba. Hasta que no tuve a Shelly, no supe lo
que era el miedo a perder a la única persona en el mundo que era crucial para mí —
Lynn miró a Adam con ojos suplicantes—. Debería haber sentido lo mismo por él,
¿verdad?
—¿Cuántos años tenías cuando te casaste?
Sorprendida, Lynn necesitó un momento para pensar.
—Veintidós. Justo después de acabar la carrera.
—Eras muy joven —dijo Adam en tono cordial—. Tal vez demasiado, para
sentir algo tan profundo.
Como no estaba dispuesta a aferrarse a una excusa tan fácil, Lynn le desafió:
—¿Qué edad teníais Jennifer y tú?
—Yo veinticinco, y ella veintidós, como tú.
—¿Sabías, en el fondo de tu corazón, que era la mujer de tu vida?
Adam se movió con incomodidad. Se pasó las manos por los muslos y la silla
chirrió sobre el suelo de vinilo.
—No sé si los hombres hablamos en términos tan poéticos —dijo finalmente—.
Quería que fuera mi esposa. Para mí, eso es un compromiso. Y una vez tomado, uno
tiene que hacer lo posible para que funcione.
¿Significaba eso que desaprobaba el hecho de que se hubiera divorciado?
—Eso creía yo también. Brian fue el que lo rompió. No le estaba dando lo que
necesitaba. Creo —dijo con cierta ironía—, que lo encontró en otra mujer. Aunque no
se ha vuelto a casar.
—Hijo de perra.

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—Pero fue culpa mía.


Adam murmuró una palabrota que hizo que Lynn abriera los ojos de par en
par.
—Despierta —le dijo sin rodeos—. Si ese idiota te hubiese querido, se habría
esforzado para ganarse tu amor, en lugar de intentar conseguirlo quejándose. Habría
estado a tu lado a las duras y a las maduras, en lugar de buscar «lo que necesitaba»
en otra parte. Y, desde luego, no te habría abandonado económicamente ahora, al
margen de lo ocurrido. Eso no es amor, ni siquiera en tiempo pasado.
Lynn parpadeó, luego sonrió con vacilación.
—Gracias. Creo.
—De nada —el ceño que empezaba a parecer perpetuo regresó a su expresión.
Se puso en pie—. Creo que voy a irme ya a la cama.
Lynn buscó, con la mirada, el reloj de cobre de la pared. Apenas eran las nueve.
Lo que Adam había querido decir era que no quería continuar con aquella
conversación.
—Buena idea —sonó igual de falsa que una presentadora de un programa
matinal—. Estoy terminando de leer un libro que me encanta. Espera, déjame que le
dé un agua a este plato.
—Yo terminaré de recoger —su tono no admitía discusión. En los confines de la
cocina, su enorme estatura la ponía nerviosa. Salvo por los tres años con Brian, Lynn
nunca había convivido con un hombre, y menos con alguien tan corpulento e
imponente como Adam Landry.
Murmurando las gracias y las buenas noches de manera entrecortada, Lynn
salió huyendo de la cocina. Sin saber cómo, había echado a perder aquella
conversación, bien porque lo había disgustado, bien porque lo había aburrido. ¿Qué
la había poseído para hablar de su matrimonio?
Echó un vistazo a las niñas y vio que Rose se había movido hasta acurrucarse
junto a Shelly. Las dos cabezas compartían la misma almohada. Las lágrimas
afloraron a sus ojos al ver a sus dos hijas, tan juntas como hermanas. Entró en el baño
y se lavó los dientes con una fuerza innecesaria. Una vez en la habitación de
invitados, se desnudó rápidamente y se puso el camisón. Incluso entre aquellas
sábanas de franela y con el edredón hasta el cuello, sentía frío.
Y soledad, aunque Shelly y ella no se irían hasta el día siguiente por la tarde.

—Feliz Navidad, cariño —la madre de Lynn apiló el último regalo bajo el
pequeño abeto que cabía justo en el rincón, junto a la ventana. Abajo, en la librería,
había otro árbol más alto y decorado con más elegancia, con guirnaldas de color
malva y dorado. Aquel, en cambio, tenía pequeñas luces, una cinta hecha con
palomitas de maíz, adornos caseros y pequeñas bolas de cristal rojas y verdes. Como

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Shelly la había ayudado a decorarlo, los adornos se agolpaban en los lugares


accesibles para una niña de tres años, pero a Lynn no le importaba.
—Me alegro tanto de verte —dijo Lynn. Estaba sentada en un extremo del sofá,
observando a su madre con satisfacción—. Ojalá... —empezó a decir en tono
melancólico, pero se arrepintió.
Pero las madres sabían cómo terminar las frases.
—¿Estuviera Rose aquí?
«Sí. Claro que sí», gritó su corazón, pero se limitó a decir:
—Me gustaría que la conocieras.
Irene Miller tenía el pelo de su hija, pero sin los reflejos cobrizos y, en su caso, lo
llevaba corto y salpicado con unas cuantas canas en las que no quería pensar. Un
tanto rechoncha, era una mujer plácida y callada que se había mostrado satisfecha
con su vida de madre soltera y trabajadora, cuando Lynn era pequeña. Lynn ni
siquiera recordaba haberla visto saliendo con otro hombre, pero había sido toda una
sorpresa cuando la había llamado, durante el segundo año en la universidad de
Oregón, para decirle que estaba prometida. Hal Miller era un conferenciante que
había sido invitado por el departamento de la universidad en la que su madre
trabajaba.
—Insistió en que cenara con él —le había dicho con una carcajada nerviosa,
como si todavía le sorprendiera la determinación de Hal o su propio deseo de dejarse
llevar—. No hemos dejado de vernos desde entonces.
Lynn había tomado mucho cariño a su padrastro, que, aquella tarde, había
insistido en llevar a Shelly a la playa con él. Había guiñado el ojo con complicidad.
Era la víspera de Navidad y Shelly estaba fuera de sí de emoción. ¿Acaso la abuela
no iba a poner los regalos debajo del árbol?, había preguntado más de veinte veces.
Su madre le había prometido que podría abrir uno aquella noche. ¿Cuándo podría
abrirlo? ¿Ya mismo?
Pero era lo bastante joven para dejarse distraer. Así que, nieta y abuelo habían
salido a pasear en aquel día fresco y nublado, los dos tan abrigados que parecía que
se dirigían al Polo Norte.
Su madre se puso en pie con agilidad y se alisó los pantalones, mientras
admiraba el árbol de Navidad. Luego se acercó y se sentó en el brazo del sillón, junto
a Lynn. Aunque Lynn le había dicho a Adam la verdad, que Irene Miller transmitía
su afecto con sonrisas y palabras más que con abrazos, en aquella ocasión, su madre
le pasó la mano por el pelo.
—Dijiste que la traería la próxima semana.
—Sí —Lynn sonrió con dificultad—. Por supuesto.
Su madre la observó con preocupación.
—¿Te acostumbrarás a verla solo de vez en cuando? ¿O siempre vas a lamentar
no poder compartir más momentos de su vida?

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—No lo sé —Lynn se había hecho la misma pregunta, pero no tenía elección—.


¿Qué podemos hacer? ¿Crees que Shelly está preparada para saber que Adam es su
padre? —preguntó, dejándose llevar por la creencia de que su madre tenía todas las
respuestas. La señora Miller hizo una mueca.
—¿Acaso se está preparado alguna vez para esa clase de revelación?
—Yo no lo habría estado —reconoció Lynn—. De hecho...
—¿De hecho?
Lamentaba haber empezado. ¿O no? Desde que tenía una hija, cada vez sentía
más curiosidad por saber quién era su padre.
—Sabes, solía imaginar toda clase de cosas sobre quién era mi padre.
Su madre se puso en pie y se acercó hasta el árbol, para cambiar un adorno de
sitio, como si, de repente, se hubiese percatado de la falta de equilibrio. De espaldas a
Lynn, dijo en tono casi casual:
—¿Ah, sí? ¿Y quién era? ¿Una estrella de cine?
—Se me pasó por la cabeza, aunque también pensé en un vaquero, en un espía
y en el padre de Roberta. ¿Te acuerdas de él? Era... electricista, me parece.
La señora Miller no se echó a reír ante aquella ocurrencia, como Lynn había
imaginado. De hecho, permaneció en silencio.
—Pero la conclusión a la que llegué —continuó con voz firme—, era que habías
ido a un banco de esperma.
Aquello sí que suscitó una reacción. Su madre giró en redondo.
—¿Qué?
—Las mujeres lo hacen —Lynn la observó con cautela—. Pensé que, tal vez,
habrías decidido ser madre soltera y que, bueno, habías elegido los rasgos que
querías sin saber nada más del donante. Por eso nunca hablabas de él. De mi padre.
La carcajada de su madre fue casi histérica.
—¡Cariño! Debí imaginar que se te ocurriría una cosa así —relajó los hombros,
de pie como estaba en mitad del pequeño salón—. ¿Quieres saber la verdad?
—Sí —dijo Lynn en voz baja—. Siempre he querido.
Pero nunca tanto como últimamente, pensó. Los lazos de sangre no eran
necesarios, como bien había descubierto, pero tenían un poder que nunca había
comprendido.
—Era un hombre casado —la vergüenza coloreó las mejillas de Irene Miller,
aunque miró a Lynn a los ojos—. No el padre de tu amiga Roberta, aunque podría
haber sido él también. Nunca debió de ocurrir. Supongo... Supongo que me sentía
sola y, si hubiera sido una aventura de una sola noche, una cuestión de dejarse
seducir, podría tener una excusa. Pero la verdad es que... me acosté con él varias
veces.
—Mamá —susurró Lynn—. Esas cosas pasan. Él era el que estaba casado.

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Su madre elevó la barbilla con dignidad.


—Solo yo soy responsable de mis decisiones, y sabía que no estaba bien. Me
despreciaba, pero me sentía sola, y él era tan amable. Pensé que su matrimonio
estaba en crisis —sonrió levemente, con amargura—. Pero pasadas dos semanas, al
ver que no decía nada sobre dejar a su esposa o vivir juntos, comprendí que no se le
pasaba por la cabeza esa posibilidad. Yo era la que tenía sueños tontos. Dejé el
trabajo... él era mi jefe. Seguramente, también tuvo un romance con su siguiente
secretaria. Debía de ser su costumbre.
—Y descubriste que te habías quedado embarazada.
En aquella ocasión, su sonrisa fue más genuina, pero tenía la mirada perdida.
—Nunca he lamentado lo ocurrido, porque, gracias a ello, te tengo a ti. Por
favor, créeme.
—¡Mamá! —Lynn se levantó del sofá y se arrojó en los brazos de su madre, que
la estrechó, aunque aquellas expresiones de afecto no eran frecuentes en ella—. Claro
que te creo, porque siento lo mismo con Shelly. A veces me asusta. Pienso que
debería haberme dado cuenta de que no amaba a Brian lo bastante, de que no debía
haberme casado con él. Pero, de no haberlo hecho... —se estremeció y se apartó un
poco—. Entonces, no habría tenido a Shelly.
Un ruido de pisadas en las escaleras fue el único aviso antes de que la puerta se
abriera de golpe y Shelly gritara:
—¡Ya estamos aquí! ¿Ya están los regalos...? Caramba —susurró al ver los
paquetes de brillantes colores debajo del árbol. Pero la sorpresa reemplazó a la
alegría cuando vio el rostro de su madre—. ¿Por qué lloras, mamá?
—Vaya —Lynn se secó las lágrimas—. Porque me siento feliz, cariño.
Su hija frunció el ceño.
—Pero yo lloro cuando me duele algo o tengo miedo. No cuando soy feliz —
protestó Shelly.
—Los mayores, a veces, lloran de felicidad —dijo Irene, y dio a Lynn otro
abrazo rápido y espontáneo—. Cuando se dan cuenta de lo afortunados que son.
—Así es —Lynn parpadeó para reprimir una nueva oleada de lágrimas, a pesar
de que estaba sonriendo—. ¿Sabes qué, cariño? Creo que es un buen momento para
que abras ese regalo.
Shelly chilló y se puso de rodillas delante del árbol.
—¡Quiero el mejor regalo!
Hal, como el hombre maduro y sensible que era, no prestó atención a las
corrientes de emoción entre madre e hija y se acomodó en el sofá con una sonrisa. La
madre de Lynn se puso de rodillas junto a su nieta y se sumó al coloquio sobre qué
regalo sería el más satisfactorio, teniendo en cuenta que solo podría abrir uno aquella
noche.

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Capítulo Nueve
Rose metió su diminuta mano dentro de la de Adam.
—¿Crees que a Shelly también le han hecho buenos regalos?
—Apuesto que sí —dijo Adam de corazón, aunque se sentía enfermo al ver el
torrente de papel de regalo y lazos rasgados que cubría el suelo. Los juguetes, la ropa
nueva y los libros estaban apilados en forma de islas en medio del caos. No, sabía
perfectamente que Shelly no recibía tantos regalos.
Pero Rose tampoco los necesitaba. Aquel año, Adam había comprado menos
regalos de Navidad y había llevado a Rose a comprar regalos para niños cuyos
padres no podían permitirse darles nada. Para su sorpresa, dada su edad egocéntrica,
Rose lo había ayudado, debatiendo con fervor sobre qué Barbie sería más divertida si
solo se podía tener una, o qué coche por control remoto era el más guay. Había
aprendido esa palabra hacía poco, de los niños de más edad de la guardería, y
exclamaba con su voz de niña:
—¡Guay!
Sin embargo, su comedimiento en los regalos no había servido de mucho. Sus
padres y los de Jenny se habían presentado cargados de regalos. Por un lado, se
alegraba de que los padres de Jenny no le hubieran dado la espalda a Rose. Aunque
Angela le había dado, aparte, un par de regalos para Shelly, no había escatimado en
lo referente a Rose.
Por otro lado, Adam deseaba que, en lugar de tanto derroche, pasaran más
tiempo con su nieta. Pero no, estaban demasiado ocupados. Las visitas, en cambio,
eran ocasiones especiales que, aunque costaban mucho dinero, reemplazaban algo
más profundo.
—Veremos a Shelly la próxima semana —le recordó a Rose—. Y podréis
enseñaros vuestros regalos. Y jugar con ellos.
La pequeña Rose le tiró de la mano y lo miró con ojos suplicantes.
—Ojalá pudiéramos verla hoy.
Adam también lo deseaba.
Quería pasar la Navidad con sus dos hijas. Y con Lynn, que era,
inevitablemente, parte de aquella familia tan peculiar. El día aparecía largo y triste
ante sus ojos. Los abuelos se habían presentado en casa la noche anterior. Adam
había cocinado un jamón enorme con todos los aderezos, y los dos matrimonios
habían charlado educadamente, evitando temas candentes, como la política.
Los padres de Adam se habían ido lo antes posible, con sus acostumbradas
excusas. Angela y Rob le habían pedido que llevara a Rose a su casa al día siguiente,
pero él había objetado. Hacía una semana que no hablaban de abogados y de juicios,
seguramente, a causa de la Navidad, pero la amenaza seguía ahí, y empañaba el
afecto que sentía hacia ellos. También, últimamente, se había dado cuenta de que

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Rose era amable con ellos, pero que no se sentía cómoda. No corría a abrazarlos, ni
llamaba a su abuela cuando se daba un golpe contra la mesita de centro, ni le hacía
confidencias, con voz tímida, a su abuelo.
No como hacía con Lynn.
—¿No quieres jugar con tus nuevos juguetes? —le preguntó a Rose. Seguían de
pie, contemplando los efectos del torbellino que había sido la apertura de regalos.
—Si juegas conmigo —le suplicó.
A las muñecas, no. Por favor, a eso, no.
—¿Te han regalado algún juego? —preguntó en tono esperanzado.
—Sí. Cruz y raya. He jugado a eso en la guardería. Y la abuela McCloskey me
ha regalado un juego de payasos, pero no sé dónde está.
Cielos. Sin duda era hora de recoger. ¿Dónde estaba su espíritu navideño?
En Otter Beach. La respuesta surgió enseguida, con certeza.
—Azucena —dijo—. Déjame que haga antes una llamada.
—Está bien —la niña no corrigió el nombre, una indicación de su profundo
abatimiento—. ¿Y luego me ayudarás a encontrar mis juguetes?
Adam le dio un fuerte abrazo.
—Por supuesto, Hortensia.
Obtuvo una risita como recompensa.
—¡Papá! Me llamo Rose.
Una vez en la cocina, Adam marcó el número y tamborileó los dedos mientras
escuchaba uno, dos, tres, cuatro timbrazos. Cuando descolgaron, se oía Jingle Bells
como música de fondo.
—¿Sí? —dijo una voz de mujer desconocida. La abuela de Rose.
—Mm... Feliz Navidad. ¿Podría hablar con Lynn?
—Por supuesto —la voz era cálida y amistosa—. Yo también le deseo feliz
Navidad.
Lynn se puso un momento después. Parecía agitada.
—¡Adam! —exclamó al oír su voz—. ¿Habéis recibido la visita de papá Noel?
Al recordar el salón, dijo con pesar:
—Ya lo creo. ¿También se ha pasado por ahí?
—Y tanto. ¿Querías hablar con Shelly?
—En realidad... —inconscientemente, se cuadró de hombros—. Estaba
pensando. ¿Tienes algo planeado para hoy?
Qué pregunta más estúpida. Era Navidad, por el amor de Dios. Pero no se
retractó.

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—No —dijo Lynn en voz baja—. Mis padres están en casa, eso es todo.
—Lo sé. La cuestión es que... —menos mal que no balbuceaba así a todas
horas—. He pensado que sería buena idea ir a veros hoy. Rose quiere jugar con
Shelly, y así tus padres podrían conocerla.
—Hoy —Lynn parecía aturdida.
—Si no te viene bien...
—No —dijo enseguida—. Me encantaría que vinierais. Pero pensaba que... ¿no
ibas a reunirte hoy con tus padres? ¿O con los de Jennifer?
—Ya nos vimos ayer.
—Ah —Adam percibió su sonrisa en la voz—. Por favor, venid. Nos encantaría
teneros con nosotros. ¿Podéis pasar la noche?
—¿Y tus padres?
—Están hospedados en un hostal —profirió una carcajada—. Qué oportuno,
¿no?
—Recogeremos nuestras cosas y nos pondremos en camino lo antes posible.
—Me alegro tanto de que hayas llamado.
Adam también se alegraba. De repente, el día de Navidad era un motivo de
gozo.

La casa de Lynn Chanak en Navidad era todo lo que Adam había imaginado
que sería. Todo, a pesar de la falta de medios, lo que su casa no era.
Su madre y su padrastro eran afectuosos e imparciales, y estaban con ella no
solo en apariencia, como sus padres. Los Miller parecían alegrarse mucho de
conocerlo, y envolvieron a Rose con juegos e historias que pronto la hicieron
parlotear con la misma naturalidad con la que hablaba con él.
Los villancicos sonaban como música de fondo, el delicioso aroma a pavo
llegaba a su olfato desde la cocina, los adornos eran más cálidos por ser modestos y
caseros. Aunque Shelly había recibido menos regalos que Rose, no parecía triste por
ello. Rose y ella podrían hacer muchas cosas aquel día.
En el exterior llovía a cántaros, pero la temprana oscuridad realzaba el halo
dorado de vida y afecto que había en la casa. Como eran seis, cuatro adultos y dos
niñas, apenas había espacio para sentarse y, excepto las niñas y la abuela, que insistió
en sentarse con ellas en la mesa de la cocina, comieron con los platos en el regazo y
los vasos en el suelo, a los pies. Adam y Hal Miller, el padrastro de Lynn, charlaron
de economía y del mercado de valores. Miller tenía inversiones y le hacía preguntas y
observaciones inteligentes al respecto.
—He comprado acciones en algunas de las compañías más sólidas de Internet,
aunque todavía no están obteniendo muchas ganancias. Se supone que es el futuro.

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Lynn hizo una mueca.


—¿No me digas que has invertido en la competencia?
—Me temo que sí —contestó, sonriendo—. Pensé que sería mejor estar
prevenido, no vaya a ser que quiebren las librerías independientes.
Lynn puso los ojos en blanco, pero sonrió.
—Vaya, gracias. Para tu información, estas Navidades han sido un éxito de
ventas.
—Bueno —su padrastro asintió con gravedad—. No resulta difícil encontrar
algo que leer en tu tienda. Ayer estuve echando un vistazo —miró a Adam—. Tiene
una sección muy buena sobre economía e inversiones.
—Ya me había fijado —Adam también le había echado un vistazo, con la
intención... «Diablos, admítelo», pensó... de averiguar si Lynn Chanak era tan
inteligente como parecía.
Y la conclusión había sido que lo era, y mucho. Conocía su negocio, al contrario
de la mayoría de los pequeños comerciantes.
Lynn fue en busca de la tarta de manzana, para aquellos que quisieran probarla.
Estaba caliente y se notaba que era casera por la textura del hojaldre y la suavidad e
intenso sabor de las manzanas.
Adam tomó un sorbo de café, seguido de un bocado de tarta, y estuvo a punto
de gemir de placer. No había probado una gota de alcohol, pero se sentía como si
hubiese saboreado una copa de coñac, lo justo para sentirse relajado y benévolo.
En un rincón del salón, Shelly y la pequeña Rose chillaban de placer. Estaban
jugando a un juego que consistía en contorsionar el cuerpo de forma absurda para
poder apoyar pies o manos en círculos de distintos colores sobre una alfombra. La
abuela Miller giró una rueda y anunció:
—Mano derecha, disco azul.
Y las niñas cayeron al suelo en su intento de colocar las manos en aquella
posición.
Durante la siguiente ronda, ellas giraron la rueda mientras Lynn y la abuela
jugaban. Adam disfrutó viendo el trasero redondeado de Lynn, que sobresalía en su
intento por mantener el pie izquierdo sobre el disco amarillo, el derecho sobre el azul
y las manos en dos colores diferentes. Tenía unas piernas deliciosamente largas, y el
pelo era una mata gloriosa de rizos que se derramaba sobre la alfombra y dejaba ver
su nuca blanca y delicada. Tenía las mejillas sonrojadas por la risa y los ojos
centelleantes de alegría.
Maldición, Adam se sentía feliz, comprendió con perplejidad. Rose y él se lo
pasaban bien, pero no era lo mismo. Le gustaba estar allí, o tener a Lynn y a Shelly en
su casa. Deseaba poder pasar más tiempo con ellas. Se sentía increíblemente cómodo
con Lynn. Si de él dependiera, no le importaría que ella y Shelly se mudaran a su
casa...

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Diana. Aturdido, sintiendo palpitaciones en la cabeza, Adam vio la respuesta a


todo el problema con la claridad del cristal.
Un matrimonio de conveniencia. De milagrosa conveniencia. Podrían disfrutar
de las dos niñas y tener el mismo derecho legal sobre las dos. El problema de los
abuelos se resolvería, y podría ayudar a Shelly y a Lynn económicamente. No tendría
que echarlas de menos. Rose y Shelly podrían ser hermanas de verdad.
Apenas se percató de que Lynn caía al suelo entre risas, mientras su abuela salía
triunfante. Estaba demasiado ocupado estudiando la increíble idea que había tenido.
De acuerdo, no estaba enamorado de ella y, seguramente, ella tampoco de él.
Pero le gustaba. Podían hablar de cosas que normalmente no comentaba con nadie, y
tenía la impresión de que a Lynn le pasaba lo mismo. Dios sabía que tenían algo
profundo en común: sus hijas.
No quería un matrimonio por amor, con uno había tenido bastante. Pero echaba
de menos tener a una mujer en su cama, y en la mesa del desayuno. La atracción que
sentía hacia Lynn lo había desconcertado, pero lo que antes había sido un problema,
se había convertido en un incentivo. A pesar del comienzo tan peculiar que habían
tenido, podían crear una familia unida y afectiva. No tenía por qué ser temporal.
Podía imaginarse haciéndose viejo a su lado.
Suponiendo que ella le viera la lógica a su proposición.
«Maldición», pensó con asombro. ¿Una proposición? ¿Iba en serio?
—¿Te pasa algo?
Adam volvió la cabeza con tanta fuerza que podría haberse roto una vértebra.
Lynn se había sentado en el sofá, a su lado, y lo miraba ligeramente preocupada.
—No, no me pasa nada.
Todo lo contrario. Quería echarse a gritar y tomarle la mano. Quería ponerse de
rodillas.
¿En aquel instante? Los padres de Lynn se disponían a marcharse. Podía
arropar a las niñas en la cama y pedírselo.
Pero no era un hombre impulsivo. No. Sería mejor exponer su idea a la luz
grisácea de la mañana. Tal vez estuviera ansioso por volver a su casa grande y
solitaria después de ver a Lynn Chanak envuelta en su albornoz, tomándose una taza
de café.
Claro que ya la había visto así antes, y había pensado que estaba bonita.
«Espera, no seas idiota», se dijo. «Estáte seguro antes de dar el salto». No faltaba
mucho para el día siguiente.

Adam se despertó al alba, después de otra terrible y caballerosa noche en el sofá


de Lynn. Se sentía como si hubiera tomado un par copas más de ese coñac

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inexistente. Le dolía la cabeza, tenía la boca seca y el cuerpo contraído. No quería


pensar en el viaje de vuelta casa.
Había pasado la Navidad, y con ella, su buen humor. No podía darse una
ducha porque podía despertar a los demás. Contrariado, rebuscó en su bolsa de viaje
y se puso ropa limpia. Después de tomarse un par de aspirinas con el agua del grifo,
en el cuarto de baño, Adam se dirigió a la cocina, puso agua a hervir, y se sirvió dos
cucharadas pequeñas de café instantáneo en una taza. Luego apoyó las manos en la
encimera y contempló el cazo del agua, a la espera de que empezaran a formarse las
burbujas.
¿Y si Lynn entraba en la cocina en aquel preciso instante, le sonreía
tímidamente y se ofrecía a preparar el desayuno?, se preguntó.
¿Desearía que se fuera al infierno, o se sentiría mejor?
El agua seguía sin hervir. La fuerza de su mirada no bastaba para calentarla.
¿Estaba loco por pensar en casarse con una mujer a la que no amaba, y a la que
no conocía tan bien, salvo porque era la madre de su hija de tres años?
No. La respuesta seguía siendo la misma. Tenía sentido. Tanto, que no podía
creer que no se le hubiera ocurrido antes. Se preguntó si a Lynn se le habría pasado
por la cabeza.
Oyó unos pasos y, acto seguido, la voz de Lynn:
—Buenos días.
Allí estaba ella, con un albornoz nuevo de felpa de color blanco y unas
zapatillas de cama, con el pelo revuelto, los ojos somnolientos y una dulce sonrisa
que le recordaba intensamente a su hija, cuando se despertaba por las mañanas. Sin
embargo, no había nada infantil en ella. El albornoz se abría lo bastante para dejar
ver una piel cremosa salpicada de pecas. Tuvo que desviar la mirada al avistar la
curva incipiente de sus senos y el adorno de encaje de su camisón.
—Buenos días —al oír su voz áspera, carraspeó—. ¿Te he despertado?
—No. Es que no he dormido bien —lo miró a la cara—. Cielos, por lo que se ve,
tú tampoco. Ojalá me dejaras dormir a mí en el sofá.
—Tal vez la próxima vez.
—Te lo recordaré —Lynn avanzó con paso vacilante—. Está hirviendo el agua.
—¿Ah?, sí —el agua burbujeaba y humeaba—. Bien. ¿Quieres algo?
—Me haré una infusión —se puso de puntillas y tomó una caja de cobre en la
que había bolsitas de té.
Adam quería acercarse a ella, rodearle la cintura con las manos y enterrar el
rostro en aquellos rizos indomables y suaves.
Cerró los puños y consiguió mantenerse en calma mientras ella sacaba una taza,
se servía azúcar y metía una de esas bolsitas de naranja y canela. Disculpándose, dio
un paso hacia él para tomar el cazo de agua. Adam se quedó inmóvil mientras servía
el agua hirviendo en las dos tazas. Luego, vio cómo llevaba la suya a la mesa.

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Adam tomó un sorbo de café y se abrasó la lengua. La cafeína no logró


despejarle la cabeza.
—No me apetece mucho volver a casa —anunció bruscamente. «De acuerdo,
era un principio».
Lynn lo miró con sorpresa.
—Puedes quedarte otro día, si quieres. Sé que a Shelly le gustará. De hecho,
puedes quedarte el tiempo que quieras. ¿Vas a tomarte libre esta semana, hasta Año
Nuevo?
—No pensaba hacerlo.
De hecho, la decepción entre los mercados de minoristas estaba causando
estragos en la Bolsa. Pero en aquellos momentos, le importaba un comino.
Tomó otro sorbo y probó una nueva táctica.
—He estado pensando.
—¿Ah, sí? —Lynn lo miraba con ojos grandes y claros. Sus ojos tenían el mismo
gris que el cielo, al amanecer.
—Se me ha ocurrido una solución para todas estas idas y venidas con las niñas.
Lynn entreabrió los labios y Adam vio que su expresión se tornaba cautelosa,
aunque no dijo nada.
—¿Quieres casarte conmigo?
Se quedó mirándolo durante una eternidad. Adam cambió de postura,
nervioso.
—Di algo —estaba siendo brusco.
—Yo... —Lynn tragó saliva—. ¿Te refieres... a un matrimonio de conveniencia?
—Al principio —se frotó las manos en los muslos—. Por las niñas. Podemos ir
poco a poco —vagamente, se dio cuenta de que no lo estaba expresando como quería.
Parecía que estuviera proponiendo un contrato legal, no un matrimonio—. No quiero
decir que vayamos a divorciarnos. A la larga, me refiero —sí, eso tenía más
coherencia—. Pensé que podríamos hacer que funcionara —balbució—. Tú y yo.
Adam podía jurar que Lynn llevaba más de dos minutos sin parpadear. Aquella
mirada penetrante lo ponía tan nervioso como si fuera un estudiante que estuviera a
punto de ser reprendido por su profesor.
—¿Es otra táctica para convencerme de que debo vender la tienda y mudarme a
Portland? —preguntó finalmente.
—No —sí. Claro que quería que la vendiera. Ya no necesitaría los ingresos.
No, comprendió, confundido, no quería que renunciara a algo que amaba.
Además, le gustaba aquella casa, con sus crujidos, y el ruido del océano siempre
presente.

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—Pensé —continuó —, que podríamos alternarnos. Yo podría pasar aquí dos o


tres días a la semana y tú podrías llevar a Shelly a Portland los días que cierras la
tienda. Podríamos estar juntos la mayor parte del tiempo sin que nada cambiara.
¿A quién estaba engañando?
Lynn siguió mirándolo con ojos graves.
—Hablas en serio —dijo finalmente.
—Y tanto que sí —empezaba a irritarse—. Así podrías ser la madre de Rose, y
yo, el padre de Shelly. Resolvería todos nuestros problemas.
—Pero... casarnos.
Lynn no había considerado aquella posibilidad. Era evidente. Estaba demasiado
sorprendida.
—Nos llevamos bien, y queremos lo mejor para Shelly y Rose —tenían que
hablar de sexo—. No voy a forzarte a que compartas mi cama, pero pensé que, con el
tiempo... —eso ya lo había dicho antes. «Suéltalo de una vez», se dijo—. Te encuentro
atractiva. Puedo esperar, pero no me importaría que lo hiciéramos —sentía las
palmas sudorosas—. Si a ti sí...
—Yo... —de repente, no estaba mirándolo—. No, supongo que no. Es que hace
tiempo que no... —no dijo nada.
—A mí me pasa lo mismo.
—Casarnos.
Adam deseaba que no siguiera pronunciando aquella palabra con tanta
incredulidad. Finalmente, se acercó a ella y se sentó al otro lado de la pequeña mesa
de fórmica.
—Lynn, no voy a fingir que estoy enamorado de ti. No he pensado en ti de esa
forma. Pero me gustas, y quiero a mis hijas. A las dos. Sé que tú también. ¿No
podemos aprender a amarnos nosotros también?
Lynn soltó un suspiro, como si acabara de recibir un golpe en el pecho.
—Conservaré la tienda.
—Claro.
Lo miró con fiereza.
—Tú también tendrás que comprometerte a cosas.
—Por supuesto —accedió Adam, sin atreverse a respirar.
—Entonces... —Lynn cerró los ojos fugazmente y, cuando los volvió a abrir, lo
miró un tanto aturdida—. Sí. Me casaré contigo.
Adam se sorprendió sintiendo un júbilo desproporcionado por el trato que
acababan de hacer. Inquieto, disimuló una reacción que, en parte, era sexual. Se puso
en pie, avanzó un paso y le dio un beso en la mejilla.
—Bien. ¿Cuándo?

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—Su... Supongo que no hay razón para esperar —todavía parecía perpleja—.
Mis padres están aquí.
Adam controló su satisfacción.
—Podemos pedir la licencia hoy mismo.
Lynn se estremeció.
—Está bien.
—No lo lamentarás —dijo Adam en voz baja y, en aquella ocasión, Lynn se
estremeció visiblemente.
—Espero que tengas razón. Pero por Rose y Shelly...
Haría cualquier cosa. Adam ya había contado con ello. Y le asustaba horrores lo
que estaban a punto de hacer por el bien de esas dos niñas.

El día de la boda amaneció despejado y frío, con un viento gélido que


traspasaba los abrigos. El pastor de Lynn había accedido a casarlos al conocer todos
los detalles de su situación, aunque había expresado su reserva sobre que el
matrimonio fuera la solución.
De modo que allí estaban, reunidos en una pequeña iglesia blanca, a dos
manzanas del océano, formando un pequeño grupo ante el altar. Una amiga de Lynn
hizo de dama de honor, y Adam pidió a Ron Chainey, su mejor amigo y socio de la
firma, que viajara desde Portland para hacer de padrino. Les dijo a sus padres que
iba a casarse, pero no esperaba que asistieran a la boda, así que no le sorprendió su
ausencia. A los padres de Jennifer, no los había invitado. Su asombro era demasiado
evidente, junto a su temor de que olvidara a su Jenny.
Lynn llevaba un vestido ceñido azul marino y un collar de perlas, y se había
recogido el pelo. Él iba vestido con un traje oscuro y una camisa blanca, de manera
que parecían igual de preparados para asistir a una boda que a un funeral.
La nota más brillante fueron las dos niñas con vestidos blancos y un ramo de
flores en las manos... idea de la señora Miller. Las dos llevaban una pequeña cesta
llena de pétalos de rosa que desperdigaron delante del altar.
—Queridos hermanos —empezó el pastor, un anciano con dudas tan evidentes
como su amabilidad. Habló del deber y del afecto y de «en lo bueno y en lo malo».
De pie junto a la novia, Adam escuchó, pero las palabras resbalaban por sus oídos.
Nunca había pensado que volvería a oírlas otra vez.
«Jenny, perdóname», pensó. Pero ya no era una mujer real. Lynn sí, aunque le
resultaba, más que nunca, una extraña. Lo único que tenía que hacer era volver un
poco la cabeza para ver a las dos niñas, las dos radiantes de alegría, para saber por
qué estaba allí.

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—¿Quieres decir que Lynn será mi mamá? —había preguntado Rose, con tanta
esperanza que a Adam le había dado un vuelco el corazón—. ¿Y seguirá siendo la
mamá de Shelly?
—Eso es —había contestado Adam con gravedad—. Y yo seré el papá de Shelly.
Tendrás que compartirme. ¿Te importa?
La niña había movido la cabeza en señal de negativa y se había arrojado a su
cuello.
—Shelly es mi mejor amiga —susurró la pequeña Rose.
—Ahora será tu hermana.
Y allí estaban las dos, unidas de la mano durante la ceremonia, con sendos
vestidos blancos y el mismo peinado, tan parecidas, que a Adam no le extrañaba que
las hubieran confundido de bebés.
Si las hubieran identificado...
—Lynn Marie Chanak, ¿quieres a este hombre, Adam Thomas Landry, como
legítimo esposo...?
Jenny seguiría muerta. ¿Tan malo era aquello?
—Sí, quiero —dijo Lynn con claridad.
—Adam Thomas Landry, ¿quieres a esta mujer, Lynn Marie Chanak, como
legítima esposa, para amarla y respetarla, en la salud y en la enfermedad... En lo
bueno y en lo malo. Adam dirigió una última mirada a sus hijas y dijo, en voz alta y
segura:
—Sí, quiero.

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Capítulo Diez
Lynn miró de soslayo al hombre que estaba sentado al otro extremo del sofá,
del nuevo sofá, el que había comprado aquel mismo día, apenas unas horas después
de que le hubiera puesto la alianza en el dedo.
Era su marido, pensó con incredulidad, como siempre que pensaba en lo que
había hecho.
Estaba casada.
Movió la cabeza, pero la confusión no se disipó. Aquel había sido el día más
extraño de su vida, teniendo en cuenta que también había pasado por la experiencia
de descubrir que su hija no era su hija de verdad. Todavía no sabía si la compra del
sofá de brocado era un símbolo de lo distintos que eran Adam y ella, de lo irreal que
resultaba su matrimonio, o si había sido un gesto de intimidad: el primer mueble que
habían escogido juntos.
Su incomodidad se acrecentó cuando, seguramente pensando en no molestar,
su madre y su padrastro decidieron ir a cenar a Cannon Beach. Así, Adam, Lynn y
las niñas podrían pasar solos su primera noche en familia.
Lynn no hacía más que repetirse que nada había cambiado. Adam ya había
pasado antes la noche allí. La única diferencia era que habían dado un paso legal
para clarificar la custodia de las niñas.
Si, al menos, hubiera tenido tiempo para pensar antes de casarse con él. Para
siempre.
«Pero, ¿lo habría rechazado?», se preguntó, y enseguida supo la respuesta. Por
supuesto que no.
Llamándose cobarde todo el tiempo, Lynn se entretuvo limpiando la cocina
después de la cena, alargando la hora del cuento de las niñas, los pequeños rituales
de la noche. Tardó una eternidad en trenzar el pelo largo de Rose, alegando para sus
adentros que tenía derecho a pasar tiempo con la hija cuyos tres primeros años se
había perdido. Al final, hasta Rose empezó a inquietarse y a quejarse.
—Ay.
Fue Adam quien dijo con firmeza:
—Es hora de acostarse, niñas. A lavaros los dientes.
Lynn estuvo a punto de protestar, pero se dio cuenta de que estaba utilizando a
las niñas como una barricada entre ella y su nuevo marido. No era justo, para nadie.
Adam supervisó el lavado de dientes y las ayudó a ponerse el pijama. Lynn las
arropó. Cuando, no le quedó más remedio que volver al salón, Adam estaba viendo
la CNN. Se sentó tan lejos de él como pudo en el nuevo sofá, recostándose en su
blandura con un suspiro de placer involuntario. Nunca se habría gastado tanto
dinero en un mueble, pero eso no quería decir que no pudiera disfrutarlo, ¿no?

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Adam apagó la televisión. En el repentino silencio, Lynn sintió que su corazón


se encogía de incomodidad. Era su noche de bodas. ¿Qué tendría pensado hacer
Adam?
—Tus padres se han mostrado muy comprensivos —declaró.
Conversar, eso era lo que tenía pensado hacer. Bueno, sabía conversar, pensó
con súbito alivio.
—Supongo que a ellos también les ha parecido una buena solución.
—¿Te lo parece a ti?
Lynn se sorprendió mirándolo a los ojos.
—Me he casado contigo, ¿no?
—Sí, pero me pregunto si no te has arrepentido —la tensión de sus hombros
contradecía su tono pausado—. ¿Te he arrastrado a hacer algo que no querías?
—Ha sido repentino —Lynn seguía en estado de shock, pero no podía cargar a
Adam toda la culpa—. Pero tenías razón. Mira lo felices que son las niñas ahora. Esto
tiene sentido.
—La lógica y las emociones no siempre toman el mismo camino.
—No —intentó ser sincera—. Tal vez lo lamente después. Espero que no. Nunca
pensé que querría volverme a casar. Mi primera experiencia no fue muy positiva —
movió la cabeza al ver que Adam empezaba a decir algo—. Sé que culpas a Brian,
pero yo no estaba preparada para el matrimonio. No estaba profundamente
enamorada. Supongo que tengo un poco de miedo porque he vuelto a hacer lo
mismo. Pero, al menos, estamos en el mismo barco.
—Sí —Adam tenía una expresión extraña—. Y los matrimonios concertados han
funcionado a lo largo de la historia. No veo por qué no vamos a conseguir que este
funcione.
Lynn quería más que eso, comprendió con perplejidad. Conseguir que
funcionara parecía tan frío, tan falto de pasión. Hizo un esfuerzo por mirarlo a los
ojos.
—Lo intentaré —dijo con voz tensa—. Al menos, eso sí que puedo prometerte.
Adam le tendió la mano.
—No... no soy un hombre frívolo. Tú eres mi esposa. Eso significa algo para mí.
Sí, ¿pero qué?, se preguntaba a gritos Lynn en el corazón.
Sin saber lo que hacía, Lynn le dio la mano. Adam cerró los dedos, y ella sintió
su calor y su fuerza. Amarlo no sería difícil, pensó Lynn, que no podía apartar la
vista de sus manos entrelazadas. El contraste le hacía recordar que no eran
simplemente padres, sino marido y mujer.
El corazón le estaba latiendo con tanta fuerza que amenazaba con ensordecerla.
Lentamente, posó la mirada en los ojos de Adam y vio en ellos un brillo que le hizo
sentirse... extraña. Ilusionada, asustada, temblorosa.

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Hacía tanto tiempo que no sentía nada parecido, que tardó un momento en
comprender que la reacción era sexual. Qué extraño que, simplemente por el hecho
de que fuera su marido, sentía cosas que no había sentido el día antes.
¿O sí las había sentido?, se preguntó Lynn con cierta sensación de pánico.
Siempre había sabido que era un hombre muy atractivo.
Simplemente, había dado por hecho que estaba fuera de su alcance. De repente,
era todo suyo.
—Lynn... —dijo con voz ronca—. Te daré tiempo.
¿Porque realmente no la deseaba? ¿O porque era un caballero? Ojalá lo supiera.
—Eh... gracias —¿realmente era eso lo que había querido decir?
Adam contempló sus manos unidas, pero no la soltó.
—Está sonando el teléfono.
—¿Ah, sí? —se sintió estúpida nada más decirlo. Qué extraño. En una ocasión,
había creído estar enamorada, pero, con Brian, nunca se había sentido como si el
resto del mundo hubiera desaparecido. Tragó saliva—. Será mejor que conteste.
—Claro.
Se puso en pie y se dirigió a la cocina. Ya había saltado el contestador, y oyó su
propia voz, seguida de la de Brian. Hacía meses que no la llamaba. ¿Por qué aquel
día? Lynn fue a contestar, pero vaciló.
—¿Lynn, estás ahí? —silencio—. Escucha, quería decirte...
En el último momento, pensó que Adam podía oírlo desde el salón, así que
descolgó.
—Estoy aquí.
—Ah. Hola.
—¿Qué quieres? —¡qué fría parecía! Brian se quedó mudo por unos momentos.
—Estaba pensando... Bueno, si realmente estás mal de dinero, creo que podría
ayudarte.
Lynn se quedó boquiabierta.
—¿Te estás ofreciendo a pasarme la pensión?
—Bueno, de forma regular, no... —aquella incomodidad no era propia de él—.
Pero puedo enviarte algo de dinero cuando tenga ingresos extra. Si lo necesitas.
¡Por supuesto que lo necesitaba! Sintió cómo su furia cristalizaba, aunque al
tiempo comprendió que, a su manera, Brian estaba siendo generoso.
—Echo de menos a Shelly. ¿Cómo está?
—Bien —¿cuándo había sido la última vez que había mencionado a su padre?
Lynn no podía recordarlo. Antes de que Adam apareciera, por supuesto.
—Mis padres también me han dicho que les gustaría verla.

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Lynn cerró los ojos.


—Me he casado hoy.
—¿Que te has casado? —repitió Brian con incredulidad.
—Con el padre de Shelly.
Silencio. Finalmente dijo, no sin cierta amargura:
—Así que todo está listo. Tienes a las dos niñas y el dinero de tu nuevo marido.
A mí no me necesitas —emitió un gemido—. Diablos, nunca me necesitaste.
Una chispa de enfado prendió su acostumbrada culpabilidad.
—Qué suerte, ¿no? —le espetó—. No has estado junto a tu hija últimamente,
¿verdad?
—He dicho que la echaba de menos.
—Ya. Bueno, seguramente ya te haya olvidado, teniendo en cuenta cuántos
meses has tardado en darte cuenta de eso. Tiene tres años y medio, Brian. Necesita a
unos padres a su lado. Afortunadamente, ahora ya los tiene.
Oyó cómo respiraba pesadamente. El Brian de antes habría tenido una réplica
que la habría hecho sentirse despreciable. En aquella ocasión, la sorprendió.
—Sí, tienes razón —dijo humildemente—. Vaya, lo siento.
—Shelly te quería.
—Pero no sentía que fuera mía —le explicó en un tono de insólita humildad—.
Supongo que debería haberme dado lo mismo, pero no fue así. Pero es una niña
maravillosa. Y... no me importaría conocer a esa Rose.
Lynn suspiró.
—Todavía no les hemos contado a las niñas lo ocurrido. Esa parte me asusta.
No quiero que se sientan inseguras. Algún día habrá que hacerlo, pero hasta ese
momento, resultaría extraño...
—Sí. Entiendo. Tal vez podría... pasarme algún día por tu casa y verlas a las
dos.
—Legalmente, tienes derecho —repuso con rigidez.
—Sabes que no usaría eso en tu contra. Llámame cuando creas que es el
momento oportuno, ¿de acuerdo?
—Bien —repuso Lynn.
Medio esperaba que fuese un señuelo, pero, al parecer, Brian había dicho todo
lo que quería decir y se despidió rápidamente. Perpleja, Lynn regresó al salón. Adam
había vuelto a encender la televisión.
—¿Era tu madre? —preguntó Adam.
—¿Al teléfono? No, era Brian. Al parecer, se siente culpable —dijo con ironía—.
Dice que echa de menos a Shelly. Estaba dispuesto a enviarme dinero, si lo
necesitaba.

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—¿Le has dicho que nos hemos casado? —Adam fijó la mirada en su rostro con
una intensidad inquietante.
—Sí —hizo una pausa—. Aun así, le gustaría ver a Shelly algún día. Y conocer a
Rose.
Adam se movió con agitación.
—Las cosas se complican. Tal vez deberíamos contarles a las niñas la verdad.
De todas formas, no comprenderán muy bien lo ocurrido. He leído que los niños
adoptados suelen tener menos problemas si saben que lo son desde el principio.
Lynn asintió lentamente.
—No nos queda más remedio. Para que tus padres y tus suegros puedan
conocer a Shelly, y Brian y sus padres, a Rose.
—No lo sugeriría si esa fuera la única razón.
¿Acaso lo había ofendido? Lynn lo miró a los ojos y dijo en voz baja:
—No he pensado que lo dijeras por eso. Sé lo mucho que quieres a Rose. Y a
Shelly.
—Ellas son lo que importa —dijo con una intensidad que Lynn entendió como
un mensaje.
«Ni tú ni yo, sino ellas. Aunque sea el día de nuestra boda».
—Por supuesto —corroboró Lynn.
Mientras acariciaba la tela de brocado del sofá, cerró los ojos durante un
momento. ¡Qué oportuna había sido la llamada de Brian! Había estado a punto de
hacer el más absoluto de los ridículos. Adam no podía haber dejado más claro que no
la deseaba, que se había casado con ella solo por su hija.
—¿Sabes? —dijo Lynn con una agradable sonrisa de disculpa—. Creo que voy a
irme ya a la cama. Si no te importa que entre en el baño primero...
—No, por supuesto que no —repuso Adam cortésmente. Pero, cuando Lynn se
puso en pie, con intención de salir, Adam la agarró del brazo para detenerla. Su voz
cambió. Se tornó más profunda—. Gracias. Por este día.
—¿Por este día? —repitió estúpidamente.
—Por acceder a ser mi esposa.
¿Estaría coqueteando? ¿Tranquilizándola? No tenía ni idea.
Aquel hombre con el que se había casado la confundía. Aun así, pensó,
contemplando la mano morena y musculosa que la asía del brazo, tenían tiempo de
sobra para desentrañar el misterio que constituían el uno para el otro. Tenían toda la
vida. No había necesidad de comprenderlo aquel mismo día.
—Me alegro —se sonrojó—. De que nos hayamos casado, quiero decir. Y de que
no te arrepientas.
Adam le sonrió con cálidos ojos castaños.

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—Buenas noches, Lynn. Que duermas bien.


—Buenas noches —con las mejillas ardientes y albergando nuevas esperanzas,
Lynn fue a echar un vistazo a las niñas y a lavarse los dientes.

Decirles la verdad a las niñas resultó más fácil de lo que esperaban. Al día
siguiente, después del almuerzo, Adam se llevó a Rose a dar un paseo, cuando dejó
de llover. Lynn se acomodó en el nuevo sofá con Shelly en el regazo. La pequeña
tenía la cabeza apoyada sobre su hombro. Tener en brazos a la hija que había amado
desde el primer día desataba emociones intensas en su pecho.
—Te quiero, hija —murmuró junto a los cabellos sedosos de Shelly. Esta la
abrazó impulsivamente.
—Y yo a ti —susurró con una fuerza inusual. Lynn se mordió el labio.
—Tengo algo que decirte.
Shelly se quedó inmóvil por un momento. Finalmente, se estiró lo bastante para
mirarla con ojos grandes y solemnes, del mismo color que los de su padre.
—¿Rose y Adam van a volver hoy a su casa?
—Mañana —Lynn sonrió, aunque trémulamente—. Pero el lunes, estaremos
otra vez con ellos. Supongo que, ahora, su casa también es nuestra. Igual que esta es
suya.
La niña arrugó la nariz.
—Ahora, ¿Rose es mi hermana?
—Sí. De eso, más o menos, quería hablarte —Shelly esperó—. Hace unos meses,
Adam y yo descubrimos una cosa. Rose y tú nacisteis la misma noche en el mismo
hospital. Casi al mismo tiempo.
Su ceño se intensificó.
—Lo que descubrimos fue que el hospital os había confundido. El bebé que
salió de mi barriguita era Rose, no tú. Tú saliste de la esposa de Adam, Jennifer.
Aquello suscitó la alarma de la niña.
—Pero mi mamá eres tú.
—Y siempre lo seré. Te quiero —dijo Lynn con fiereza—. Pero ¿no te has dado
cuenta de que Rose se parece mucho a mí? Tenemos el mismo pelo indomable y... —
arrugó la nariz—... las mismas pecas.
Después de una larga pausa, Shelly asintió.
—Y tú —dijo Lynn, dándole un apretón—, eres igualita que la esposa de Adam.
Salvo en los ojos, que son iguales que los de él.
—Dijiste que ahora podía ser mi papá, ¿no?
—Cierto.

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—Pero tú sigues siendo mi mamá —declaró, todavía con un ápice de duda.


—Por siempre jamás —con la garganta tensa de emoción, Lynn todavía
vacilaba—. Pensé que debías saberlo —le explicó con cautela—, porque tienes otros
abuelos que quieren conocerte. Los papás de Adam y los de su esposa. Quiero decir,
los de su primera esposa —«da igual», decidió—. Ahora, los abuelos de Rose son tus
abuelos, y los tuyos, también son los abuelos de Rose.
Shelly parecía perpleja. Luego su expresión se tornó astuta.
—Si tengo más abuelos, ¿también tendré más regalos? ¿Cuando cumpla cuatro
años?
—Seguramente —reconoció Lynn, y le hizo cosquillas—. ¡Serás pillina!
Shelly profirió una risita y volvió a acurrucarse en sus brazos. Lynn la acunó
suavemente, hasta que empezaron a cerrársele los párpados. Entonces, la llevó a la
cama, sonriendo y llorando al mismo tiempo.
No habían pasado ni tres minutos, cuando oyó pasos en las escaleras y Adam
apareció con Rose en brazos. La miró con intensidad y supo que había llorado. Pero
Lynn sonrió.
—Hola. ¿Habéis disfrutado del paseo?
Rose la miró con intensos ojos azules.
—Papá dice que eres mi mamá.
Ella sonrió trémulamente.
—Así es.
—Nunca he tenido una mamá.
—Lo sé.
—¿Puedo llamarte mamá?
—Por supuesto —contestó Lynn, llena de júbilo.
—Está bien —Rose se agitó—. Bájame, papá.
Adam la dejó en el suelo. La niña se acercó a Lynn y dijo dulcemente:
—Papá dice que tengo que echarme la siesta. ¿Tengo?
Riendo, Lynn se puso de rodillas delante de ella.
—Sí. Normalmente, los papás y las mamás siempre están de acuerdo.
—Vaya —repuso la niña.
—Vamos —Lynn le extendió los brazos, y Rose se dejó envolver—. Shelly ya
está dormida. ¿Puedes estarte muy callada, muy callada, o prefieres echarte la siesta
en mi cama?
—¿Puedo mirar libros si duermo en tu cama?
—¿Por qué no? —se arriesgó a decir Lynn, sin preguntarle a Adam lo que
pensaba de aquel plan.

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—Entonces, prefiero tu cama.


—Que duermas bien, Amapola —dijo l Adam.
—¡Papá!
—Ya sé, ya sé. Rose.
Con los ojos llenos de lágrimas, Lynn le sonrió al tiempo que se ponía en pie,
con la niña en los brazos. Adam le devolvió la sonrisa. Sabía cómo se sentía y él
sentía lo mismo. Aquel día, habían ganado algo y perdido algo. Ser el único padre
era halagador, porque se era todo para una hija. De repente, Rose y Shelly no solo
tenían una madre o un padre, sino los dos. Tenían permiso para quererlos por igual.
Pero así debía ser, pensó Lynn mientras arropaba a Rose en su cama y entraba
de puntillas en la habitación de Shelly, para escoger un libro de imágenes que Rose
pudiera hojear bajo las sábanas.
Eran una familia.
Pero estaba formada por un padre y una madre que nunca se habían besado, ni
compartido la misma cama, ni sabían cuándo cumplían los años. No estaban
enamorados, nunca lo habían estado.
No sabían si lo estarían.
Pero Lynn confiaba en Adam lo bastante como para saber que no era la única
que esperaba encontrar con él el amor. Aquel día, decidió ser optimista y creer que
así sería.

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Capítulo Once
El primer acto oficial de Lynn como esposa de Adam podía ser el más difícil.
Tenía que hacer de amable anfitriona para los padres de su primera esposa.
Consciente de que podían estar dolidos porque hubiese ocupado el lugar de su hija,
debía comprender y respetar su dolor.
O, tal vez, pensó con un pequeño suspiro, mientras echaba un vistazo a la
lasaña que estaba en el horno, Angela y Rob McCloskey.
Sabrían perfectamente que no tenían motivos para estar dolidos. Tal vez fuera
la señora de Adam Landry, pero no había ocupado el lugar que Jennifer tenía en su
corazón y, probablemente, nunca lo haría.
Las niñas estaban jugando en la habitación cuando llamaron a la puerta.
Repentinamente nerviosa, Lynn se quitó el delantal y se dirigió a paso rápido hacia la
puerta principal, donde coincidió con Adam. Éste los hizo pasar enseguida. Hacía
frío y estaba lloviendo y, a pesar del corto trayecto desde el coche, los padres de
Jennifer se habían mojado el pelo y los abrigos.
Jovial y fanfarrón, Rob McCloskey era un hombre amigo de los hombres, y
resultaba fácil imaginarlo en una pista de golf, jugando con varios camaradas. Al ver
a su elegante esposa, Lynn sintió un vuelco en el corazón, porque, seguramente,
Shelly tendría el mismo aspecto cuando tuviera cincuenta años. Y Angela tenía la
misma voz melodiosa.
Las presentaciones fueron cordiales. Adam colgó los abrigos en el armario y
condujo a los McCloskey al salón. Lynn sonreía, porque no sabía qué otra cosa podía
hacer.
—¿Qué os traigo de beber? —preguntó Adam.
—Vino blanco —dijo su suegra, dándole una palmadita en el brazo. A
continuación, se volvió para estudiar a Lynn con atención, algo que habría resultado
grosero en otras circunstancias.
—Veo a Rose en ti. Dios mío, tenéis el mismo pelo.
—¿Quiere decir, el mismo pelo indomable? —Lynn profirió una carcajada de
pesar—. Y yo la habría reconocido como la abuela de Shelly en cualquier parte. Una
grieta en su fachada sonriente dejó entrever su patética ansiedad.
—Entonces, ¿es cierto? Adam dijo que se parecía mucho a Jennifer.
Los hombres estaban hablando a unos pasos de distancia. Lynn se mordió el
labio y dijo en voz baja:
—Sí. Sé que esto debe de ser muy difícil para ustedes.
—Lo fue —dijo Angela McCloskey, con una sonrisa radiante pese al velo de
lágrimas—. Jennifer era nuestra única hija. Pero, ahora, mi nieta está donde le
corresponde. Cielos, no quiero decir que tú no la hayas criado con todo tu cariño,
pero ya sabes a qué me refiero.

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Lynn lo sabía. Escogió sus siguientes palabras con cautela.


—Quiero a Shelly con locura, pero reconozco que, a veces, es un misterio para
mí. Cuando supe que no llevaba mis genes, entendí algunas cosas. ¡Es tan temeraria!
Y una parlanchina.
—Así era nuestra Jenny. Un cascabel desde que nació. La gente la adoraba,
¿sabes?
Lynn siguió sonriendo, a pesar de la dificultad.
—Sé que Adam la adoraba.
¿O debía hablar en presente?
—Bueno, ¿dónde está nuestra pequeña? —preguntó Rob.
—¿Por qué no subimos a verlas? —sugirió Adam—. Rose se ha alegrado mucho
al saber que veníais —añadió deliberadamente.
—Rose es un cielo —le confió Angela a Lynn, mientras Adam encabezaba la
marcha por las escaleras—. Una niña dulce y tranquila. Tal vez, se parece más a ti.
La intención era buena y las palabras amables, pero Lynn tenía la terrible
sensación de que, tanto ella como su hija, acababan de ser maldecidas con un leve
halago.
Lynn se quedó rezagada cuando llegaron a la habitación de las niñas. «Por
favor, os lo suplico», pensó. «No asustéis a Shelly. No hagáis daño a Rose».
—Niñas —dijo Adam en voz baja—. Han llegado vuestros abuelos.
Atraída, a pesar suyo, como un peatón a un accidente de coche, Lynn entró con
los demás en la habitación, donde las niñas estaban inspeccionando la nueva caja de
vestidos de fiesta que Lynn había creado allí.
Rose intentó ponerse en pie, pero los tacones altos se lo impidieron.
—Abuelo. Abuela.
Shelly se había enrollado una boa de plumas de color púrpura alrededor del
cuello. Llevaba una corona brillante peligrosamente inclinada sobre la cabeza.
Parecía la reina de los duendes. Levantó la vista y preguntó con atrevimiento:
—¿Sois mis abuelos?
Angela McCloskey tosió. Lynn no podía ver su rostro, pero sabía que debía
tener el rostro bañado en lágrimas.
Lynn se sorprendió cuando Adam extendió el brazo y le asió la mano con
fuerza, mientras contemplaba cómo se desarrollaba la escena. Ni siquiera se había
dado cuenta de que se había acercado. ¿O había sido ella la que había buscado su
proximidad?
Rob McCloskey empezó a hablar, pero tuvo que carraspear.
—Sí —dijo por fin, con voz gruesa—. Sí, tu mamá era nuestra hija.

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—Pero mi mamá está aquí mismo —empezó a decir Shelly, y se detuvo al


tiempo que arrugaba la frente—. Ah, te refieres a la mamá que me tuvo en su
barriguita.
—Así es —dijo su abuelo—. Era nuestra niña. Nuestra Jenny.
—¿Ella también se vestía de fiesta?
—Ya lo creo —Angela se arrodilló junto al baúl y metió la mano. Habló con voz
casi firme, pero las lágrimas habían manchado de rímel sus mejillas—. Era tan bonita
como tú.
—Soy una princesa —dijo Shelly con satisfacción. Angela sacó un chal blanco
muy fino de la caja.
—Una princesa muy hermosa.
Rose estalló.
—¡Yo también soy una princesa, abuela! —de repente, habló en voz muy
suave—. Yo también.
Angela McCloskey se ganó el aprecio y el respeto de Lynn para siempre,
cuando sonrió entre lágrimas y le ofreció el chal a Rose, no a Shelly.
—Por supuesto que lo eres. Eres nuestra princesa. Y esto es justo lo que
necesitas para completar tu traje.
Adam unió sus dedos a los de Lynn y la sacó al pasillo. Cerró la puerta del
cuarto con suavidad, para que los McCloskey pudieran estar a solas con sus nietas.
Con sus dos nietas.
Y luego acarició la mejilla de su esposa con los nudillos. Estaba bañada en
lágrimas.

Adam entró con el coche directamente en el garaje, con el ordenador portátil y


el maletín sobre el asiento contiguo, sintiéndose como el señor de su casa. Estaba
ansioso por abrir la puerta y percibir el delicioso aroma de la cena que estaba
haciéndose al fuego, por escuchar los chillidos de alegría de sus hijas, cuando fueran
a saludarlo, y por besar la mejilla suave que su esposa le presentaría con recato.
Gruñó con ironía. La imagen era sorprendentemente precisa, salvo por la última
parte. Hasta aquel momento, la única vez que había besado a su esposa en la mejilla
había sido durante su boda, cuando el pastor dijo:
—Puedes besar a la novia.
Sin saber cómo, Lynn había vuelto la cabeza en el momento preciso para que
sus labios no se encontraran.
Pero, diablos, le agradaba volver a casa de todas formas. Había sido un cambio
agradable, teniendo en cuenta los años difíciles en los que la pequeña Rose volvía a
casa, exhausta, con el pulgar en la boca, después de pasar el día en la guardería. En

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aquellos momentos, estaba en casa, con Shelly, las dos dispuestas a salir a su
encuentro. ¿Cómo no se había dado cuenta de lo fácil que era la vida de casado?
Adam empezaba a desear que también fuera apasionada.
Llevaban casados apenas unas semanas y sus buenas intenciones y paciencia se
las estaba llevando el viento a sorprendente velocidad. Salió del coche y abrió la
puerta que comunicaba con la cocina.
—Ya estoy en casa —dijo, innecesariamente, porque Lynn ya se estaba dando la
vuelta con una sonrisa de bienvenida.
—¡Niñas! —llamó—. Papá está en casa.
Se oyó un torrente de pasos procedente del salón y Adam se vio rodeado de sus
hijas. Las levantó en brazos, una detrás de otra, y disfrutó con el chillido de alegría
que profirieron las dos:
—¡Papá!
Que una palabra tan pequeña pudiera significar tanto...
Satisfechas, se alejaron al galope a la misma velocidad, y Adam se acercó a su
esposa, que estaba removiendo el contenido de un puchero.
—Espagueti —dijo al ver la salsa que bullía.
—Sí. Espero que te gusten.
Le molestaba verla insegura.
—Ya te he dicho que no soy quisquilloso.
—Eso no quiere decir que no haya comidas que no te gusten —replicó Lynn con
cierta energía.
La salsa olía bien, pero prefería el olor a limpió y a limón de su pelo, que aquel
día llevaba recogido en una coleta. A pesar de lo espléndido que resultaba cuando lo
llevaba suelto, a Adam le parecía del todo irresistible cuando podía ver su esbelto
cuello. Quería besar aquella nuca de la forma más perversa posible.
Lynn le dirigió una mirada tímida y, luego, se inclinó para sacar algo del
armario de las ollas.
—Pondré a cocer los espaguetis y podremos cenar dentro de diez minutos.
¿Y si la besaba sin más? ¿Se mostraba tímida porque quería que lo hiciera, o
porque veía su intención reflejada en la mirada y eso la asustaba?
Sus experiencias pasadas no le servían de guía para cortejarla. Sabía cómo
conquistar a una mujer con la que estaba saliendo, aunque hacía tiempo que no lo
había hecho seriamente. Pero Lynn era su esposa. Estaban aprendiendo a conocerse,
a sentirse cómodos el uno con el otro. ¿Y si daba un paso en falso y echaba a perder
los progresos que habían hecho?
Otra dificultad era que no quería engañarla. Le gustaba y le parecía
increíblemente atractiva, pero todavía estaba enamorado de Jenny, y no sabía si
alguna vez podría, o querría, dejar de estarlo.

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La velada fue típica. Cenaron, acostaron a las niñas, leyeron sus lecturas
favoritas, que comentaban de vez en cuando y, finalmente, Lynn sacaba su marcador
de página y decía, en ese tono excesivamente casual que empleaba para despedirse:
—Me marcho a la cama. Ojalá las niñas no se despierten durante la noche.
Normalmente, Adam no intentaba retenerla, pero aquella noche, por razones
incomprensibles para él, detestaba la idea de que se refugiara en su cuarto. Dejó el
periódico en el regazo.
—Antes de que te vayas. He estado pensando. ¿Cuándo vuelves a abrir la
tienda más de cuatro días a la semana?
—Normalmente, en abril —Lynn cerró el libro y lo miró con expresión
inquisitiva—. ¿Por qué?
—¿Qué diablos haremos entonces?
—¿Volver a los fines de semana? —dijo Lynn con vacilación—. ¿Y a los lunes y
martes? Siempre cierro los lunes, y puedo buscar a alguien para que me sustituya los
martes. O cerrar también ese día.
Dos días en Portland, dos días en Otter Beach, tres separados.
—No éramos felices cuando lo hacíamos, y ni siquiera estábamos casados —no
le dio la oportunidad de responder—. ¿Qué pasará cuando las niñas empiecen los
colegios? ¿Irá Rose a uno de Portland y Shelly a otro de Otter Beach?
—¡No lo sé! —Lynn apretó el libro que tenía en el regazo—. ¿Es ahora cuando
vuelves a sugerirme que venda la tienda?
Cielos. No había sido su intención sacar a relucir el tema aquella noche, ni en un
futuro cercano, aunque ya anticipaba las dificultades. Solo había querido retenerla un
poco más.
Pero, tal vez, debían afrontar los problemas antes de que surgieran.
—Quiero que empieces a pensar en el futuro —dijo con voz serena—. Eso es
todo.
—Mantener la tienda y mi casa eran parte del trato —Lynn lo miraba con ojos
enormes, hermosos, y sombríos de recelo—. Tú accediste.
Adam dejó el periódico en el sofá.
—Tal vez, en aquel momento, ninguno de los dos pensaba en este matrimonio
como en un proyecto duradero. Ahora, yo sí. Solo te pido que tú también lo veas así.
—¿Y por qué, de repente, estás haciendo planes con quince años de antelación?
¿Evadirse o decir la verdad?
Una media verdad.
—Las niñas son felices. Las cosas van bien. ¿Por qué no?
—Porque seguimos siendo extraños.
¿Por qué le dolía oír eso?

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—Pensaba que estábamos superándolo.


Lynn se rozó los labios con la lengua.
—Me siento como si apenas supiera nada de tu pasado.
—Conoces a mis padres, ¿qué más se puede decir?
—Tu matrimonio...
La cautela confirió aspereza a su voz.
—Hace tres años y medio que Jennifer ha muerto. No tiene nada que ver con
nosotros.
Lynn permaneció en silencio durante un largo momento. Adam reprimió el
impulso de cambiar de postura bajo su mirada. Finalmente, ella asintió.
—Tal vez tengas razón —dijo en tono agradable, pero distante. De algún modo,
la había perdido.
—No intento presionarte —otra mentira.
—Meditaré en la posibilidad de vender la tienda —dijo Lynn, mientras dejaba
el libro sobre la mesa y se ponía en pie—. A decir verdad, ya lo he hecho. Sabes que
me encanta lo que hago, pero también sé que tú no puedes trasladarte a Otter Beach,
y yo podría encontrar trabajo aquí.
—No tendrías que trabajar durante unos años. Gano suficiente.
—Pero, entonces, me sentiría como una mujer mantenida —dijo con suavidad—
. Sé que no debería. A fin de cuentas, estamos casados, pero... —una pausa casi
infinitesimal dejó entrever lo que estaba pensando: «pero no me siento casada»—. No
—concluyó—. Necesito mantener cierta independencia.
Adam quería estar seguro de que su miedo nacía del fracaso de su primer
matrimonio, y no de su falta de compromiso en aquel matrimonio. Quería saber si
ella también estaba poniendo toda la carne en el asador.
Cuando se entregara a él, cuando compartieran la cama, lo sabría. Hasta
entonces, cada segundo de vigilia sería incierto.
¿Pero era eso lo que quería? ¿No tanto su cuerpo, como una confirmación?
Diablos, no, pensó, y la miró de arriba abajo, desde su melena de pelo
indomable hasta sus delgados pies desnudos. Quería las dos cosas: su cuerpo y su
total confianza.
No podía conseguirlas por la fuerza.
—Está bien —Adam habló en tono deliberadamente tranquilizador—. Necesitas
sentir que te vales por ti misma; no me importa. Y no quiero forzarte a nada, en serio.
Hasta que Rose y Shelly no empiecen a ir al jardín de infancia, podemos seguir
viviendo así. Lo que pasa es que... no me hace gracia que Shelly y tú hagáis las
maletas el jueves. Cuando estamos juntos, somos como una familia.
Se miraron a los ojos y Lynn sonrió con afecto, aunque le temblaron los labios.

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—Lo somos, ¿verdad?


«Entonces, ven a mí», pensó Adam. «Sonrójate. Di que ya es hora de que demos
el siguiente paso».
—Buenas noches, Adam —murmuró, y salió de la habitación.
Tuvo que apretar los dientes para no ponerse en pie y suplicarle que no se
fuera.
Adam gimió y trató de recordar a Jennifer, la forma en que lo miraba con los
ojos entornados y ladeaba la cabeza, su risa ronca, sus labios sensuales, pero solo
eran palabras, sensaciones fugaces. Lynn era real, y estaba allí.
Jennifer era un sueño perdido tiempo atrás.
Adam enterró el rostro en las manos y se tiró del pelo. «¡Recuérdala viva!», se
dijo con fiereza. Recuerda su generosa sensualidad, su agudo sentido del humor, su
mente despierta y la capacidad innata de convertir en algo hermoso todo lo que
tocaba. Sus centros de flores... se aferró a aquel recuerdo. Solía pensar que eran como
ella, despreocupados e ingeniosos al mismo tiempo.
No podía dejarla marchar. Tan fácilmente, no. Tan rápidamente, no.
Podía darle a Lynn cualquier cosa menos su corazón.

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Capítulo Doce
Cada vez que oía el ruido de un motor, Lynn miraba por la ventana de la
cocina. No era Adam.
Por primera vez, había dejado a Shelly con Adam y Rose, y había vuelto a casa
para abrir la tienda ella sola. El trayecto en silencio había sido un placer inesperado.
Raras veces podía estar sola y dejar que sus pensamientos vagaran sin rumbo alguno,
o escuchar la ópera Carmen, de Bizet, en lugar de las canciones de Barrio Sésamo.
Pero eso había sido hacía dos días. En aquellos momentos, echaba terriblemente de
menos a su familia.
A las ocho y media, treinta minutos después de la hora acostumbrada, oyó el
murmullo grave y ronco del Lexus de Adam, y el crujir de la grava bajo el peso de los
neumáticos.
Sintiendo una oleada de placer, Lynn soltó el puñado de tenedores que tenía en
la mano, pues había estado ordenando el cajón de los cubiertos, y corrió hacia la
puerta. Oyó pasos rápidos en las escaleras del porche, y las niñas gritaron:
—¡Mamá, ya hemos llegado!
Lynn abrió la puerta y se inclinó para levantar en brazos, primero a Shelly y
luego a Rose. Qué gusto le daba abrazarlas, oler su dulce fragancia. No sabía cómo
había podido pasar dos días sin ellas.
A corta distancia, Adam cerró la puerta del coche, entró en el círculo de luz del
porche y empezó a subir los viejos peldaños cargado con una bolsa de lona.
A Shelly no le agradaba que su mamá hubiese desviado su atención, aunque
solo fuera un momento. Aferrándose a su mano, hizo un pase de baile.
—¡Mamá! ¡Fui a clase con Rose! ¡Aprendimos a escribir letras! ¿Verdad, Rose? Y
a contar en... bueno, como habla otra gente. No recuerdo quién. ¿Quieres oírme? One,
two, three —pronunció con sumo cuidado—. Rose también ha aprendido, ¿verdad,
Rose?
—Claro —declaró Rose con el porte de una niña mayor—. One, two, three... ¿Lo
ves? Y la maestra dijo que sabía los colores. Mi camisa es de color naranja, ¿verdad,
mamá?
—La mía es morada —dijo Shelly con importancia—. Yo también me sé los
colores, mamá.
—Ya lo sé, cariño. Y te los sabes muy bien —Lynn volvió a mirar a Adam, que
se había inclinado para dejar la bolsa en el rellano.
—Vamos a jugar —ordenó Shelly, que empezaba a aburrirse.
—Está bien —dijo Rose felizmente.
Se alejaron corriendo por el pasillo, moviendo de sitio los cuadros de la pared, y
abrieron de par en par la puerta de su habitación. Lynn frunció el ceño, preocupada.

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—Espero que Rose no se acostumbre demasiado a seguir las órdenes de Shelly.


¿No te parece que...?
Unas flores aparecieron bajo su nariz.
—Feliz aniversario —dijo Adam con voz ronca.
Sorprendida, Lynn vio unas rosas y unas enormes azucenas de intenso aroma.
Las olió con placer y luego contempló, atónita, el rostro de su marido.
—¿Qué aniversario?
—Hoy hacemos un mes —dijo con solemnidad.
El cono de papel crujió al quitárselo de las manos y tomarlo entre sus brazos.
—Gracias —parecía, y se sentía, absurdamente tímida.
—Un beso sería lo apropiado —Adam no estaba sonriendo, para insinuar que
bromeaba; permanecía de pie, a un paso de distancia, esperando.
¿Hablaba en serio? Lynn sintió el rubor en las mejillas y su pulso se aceleró.
Sabía que aquello iba a pasar. Había visto en sus ojos que estaba pensando en ella de
aquella forma. Como una mujer. Lynn deseaba que lo hiciera, pero no sabía cómo
hacerle ver que no le importaba que la besara.
¿Pero tenía que dejarlo en sus manos?
Inspiró hondo, apretó las flores contra su pecho y se puso de puntillas para
darle un rápido beso.
Pero no fue así. Adam inclinó la cabeza para ir al encuentro de sus labios. El
contacto hizo que Lynn se estremeciera. Luego, Adam la sujetó y el aroma intenso de
las azucenas ascendió entre ellos, cargando el ambiente. Adam usó los labios para
entreabrir su boca y la besó. Lynn oyó un gemido y el beso se intensificó, pero...
—¡Mamá! —se oyó el ruido de pequeños pasos por el pasillo. Lynn se separó
bruscamente. El corazón le palpitaba con fuerza y le ardía tanto la cara que debía de
estar colorada.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Mamá, ¿dónde está mi manta de flores? —preguntó Shelly con un ápice de
angustia.
Shelly siempre tenía a mano la pequeña manta de franela.
—¿Te la llevaste a casa de Adam?
Shelly abrió sus grandes ojos castaños y susurró:
—La olvidé —entonces, arrugó el rostro y empezó a llorar—. ¡Quiero mi manta
de flores! —gimió.
Lynn se puso en cuclillas para abrazarla.
—¿No está en la bolsa?
—Aquí no hay más que ropa —dijo Adam—. Lo siento, ha sido culpa mía.
Debería haberme acordado.

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—Sabes, tu manta está bien donde está, en tu cuarto de la casa de Adam—. Te


estará esperando cuando vuelvas, el domingo por la noche.
—¡La quiero ahora! —gritó Shelly—. Papá puede ir por ella.
—Cariño, tardaría toda la noche —Lynn sabía perfectamente que aquella razón
no alteraría el curso de los acontecimientos, pero tenía que intentarlo de todas
formas—. Puedes pasarte sin ella durante tres días.
Sollozando, la niña de tres años se arrojó al suelo y pataleó. Lynn suspiró y
recordó la paz y la tranquilidad de la noche anterior. Bueno. Se alegraba de que
Shelly estuviera otra vez en casa, aunque estuviera chillando a pleno pulmón.
Rose nunca tenía ataques de mal genio. Estaba en mitad del pasillo, con el
pulgar en la boca y una expresión de preocupación y perplejidad en el rostro.
Lynn tardó media hora en tranquilizar a su desolada hija. Adam preparó un
batido para todos mientras Shelly sollozaba, hipaba y, finalmente, se acurrucaba en
los brazos de su madre para hallar en ellos consuelo y resignación.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Lynn cuando Shelly terminó su taza.
Shelly asintió con gravedad.
—¿Estáis listas para ir a la cama? —preguntó Adam.
Shelly se sorbió las lágrimas y volvió a asentir. Rose prácticamente se había
quedado dormida sobre el hombro de su padre.
Adam hizo los honores y las metió en la cama. Lynn lavó las tazas y colocó
mejor las flores, que Adam había colocado apresuradamente en un jarrón de piedra.
Eran preciosas, demasiado lujosas para lucir en algo que no fuera el cristal, pero
disfrutaría al verlas, de todas formas.
¿Era posible que Adam y ella ya llevaran casados un mes?
—Shelly está profundamente dormida.
Lynn se sobresaltó y se dio la vuelta. Adam ocupaba todo el umbral, y la
miraba con expresión inescrutable.
—¡Me has asustado!
—Lo siento —no parecía lamentarlo, sino... todo lo contrario. Como si se
alegrara de que estuviera tan afectada por lo ocurrido como para sobresaltarse—. ¿En
qué estabas pensando?
—Eh... las flores son preciosas.
—Me alegro de que te gusten —le dijo, y caminó hacia ella.
Como estaba de espaldas a la encimera, Lynn no tenía sitio adonde ir. ¿Quería
huir? Lo único que tenía que hacer era decir: «Me estás agobiando. Necesito tiempo».
¿Realmente lo necesitaba? Con los latidos del corazón resonando en los oídos y las
rodillas temblorosas, le costaba trabajo pensar.
Adam se detuvo a pocos centímetros. Lynn tragó saliva y fijó la vista en los
botones de su camisa blanca. Hacía tiempo que debía de haberse desembarazado de

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la corbata que había llevado todo el día, seguramente, dejándola sobre el asiento del
Lexus, junto con la chaqueta del traje. Estaba irresistible con aquellos pantalones de
vestir de color gris oscuro y la camisa de hilo fino, con el rostro taciturno y moreno
que tanto contrastaba con el blanco de la camisa. Se había desabrochado varios
botones y su cuello bronceado quedaba a la vista. Lo único que Lynn tenía que hacer
era soltar el siguiente botón.
—El beso me ha gustado —dijo Adam en un suave murmullo.
—A mí también —admitió con timidez, sin levantar todavía la mirada.
—Me alegro —Adam tomó la mano de Lynn y se la llevó al pecho.
Lentamente, ella desplegó los dedos y apoyó toda la palma. Se maravilló al oír
los latidos de su corazón, tan fuertes y rápidos como los suyos. Saber que su
proximidad lo afectaba le dio fuerzas para mirarlo a los ojos.
Murmurando algo que ella no pudo entender, Adam inclinó la cabeza y la
volvió a besar. El primer beso había sido como el que le da un hombre a una mujer
cuando la despide en la puerta de su casa. El segundo era un beso de amantes:
urgente y lleno de necesidad, promesa y súplica. Adam bebió del aliento de Lynn, le
acarició la lengua, hundió los dedos en su pelo.
«Soy tu marido», decía sin palabras. «Nuestra cama está al final del pasillo».
La exigencia la asustaba, pero la urgencia encontraba eco en ella y la promesa la
tentaba. «Somos marido y mujer. Tenemos hijos y una vida en común». Hacer el
amor sellaría el vínculo, haría que Adam fuera suyo.
Lynn emitió un suave gemido y le rodeó el cuello con los brazos. Para estar más
cerca de él, se puso de puntillas. Adam dejó un rastro de besos seductores por la
mejilla de Lynn, le mordisqueó la oreja y lamió su cuello. Cuando levantó la cabeza,
ella vio el ardor en su mirada.
—¿Es una invitación, Lynn?
Lynn había esperado que Adam la levantara en brazos y la llevara al final del
pasillo, es decir, que tomara él la iniciativa, no que la dejara en sus manos. Qué
propio de Adam que necesitara oír su consentimiento. No le permitía ser una
cobarde.
Pero Lynn no tenía valor para decir: «Sí, por favor». Confiaba en que entendiera
que, con su confesión, también le daba su tácito permiso.
—No tengo mucha experiencia. Brian ha sido el único hombre...
Adam se echó a reír con voz ronca.
—Cariño, esto no es una entrevista de trabajo. No se requiere experiencia.
Lynn solo había visto dos fotografías de su esposa: en una, la que estaba en la
mesita de noche de Rose, aparecía sonriente y embarazada; la otra era la que Adam
llevaba en su cartera, la que le había enseñado aquel primer día en la librería. Era esa
la que recordaba en aquellos momentos, muy vívidamente: los ojos sensuales y los

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labios llenos y seductores, el pelo liso y brillante y la inclinación de cabeza. Ella


seguramente había sabido cómo seducir a su marido, cómo agradarle.
Lynn deseó con todas sus fuerzas no haber pensado en Jennifer.
Tal vez no se necesitara experiencia, pero se sentiría más segura de sí misma si
la tuviera.
—No, pero... —empezó a decir. Adam no la dejó terminar.
—¿Qué experiencia puede prepararnos para este momento? Tenemos que
aprender sobre la marcha. Juntos.
Lynn tenía la temible sensación de que la estaba persuadiendo, de que era
demasiado astuto, demasiado rápido en sus respuestas, pero no hacía más que
pensar en el hecho de que era su marido. Antes o después, se reuniría con ella en la
cama del final del pasillo. ¿Por qué no antes?
En el centro de su vientre, se encendió el deseo. Sí, estaba preparada. Tan
preparada como podría llegar a estarlo nunca, teniendo en cuenta su fracaso con los
hombres y lo poco que comprendía su propio corazón.
Pero su corazón no tenía nada que ver con su relación con Adam. Eran un
matrimonio de conveniencia, como los de antes, y no tenía que preocuparse del
amor.
—Sí —murmuró—. Tienes razón. Es que no quiero decepcionarte.
—¿Decepcionarme? —sonrió con ternura—. ¿Y si te decepciono yo? ¿Vas a
echármelo en cara tan pronto? Si esta noche no resulta perfecta, saldrá mejor la
próxima vez. Tienes que decirme qué es lo que te agrada.
Brian nunca se lo había preguntado, pero sabía que la ausencia de placer que
había experimentado con él, era tanto culpa suya como de Brian. Nunca se le había
ocurrido decir en voz alta: «Esto me gusta, esto no». Había intentado expresarlo con
su cuerpo, pero en el apogeo de la pasión, Brian solo oía silencio.
El silencio siempre le resultaba más fácil.
—¿Tú... tú también me lo dirás? —preguntó, casi sin aliento.
—Me agradarás —dijo con una voz ronca tan distinta a la habitual—. He
querido acariciarte el pelo desde el primer día en el hospital. Me muero por saber si
tienes pecas en otro lugar aparte de aquí —le dio un beso en la nariz—. Por oír cómo
dices mi nombre, como si me desearas.
La excitación se apoderó de ella. Cada latido de su corazón desataba un
hormigueo que le llegaba a las puntas de los pies.
—Adam —susurró.
—Sí —la miró con ojos ardientes—. Así.
Lynn echó la cabeza hacia atrás mientras Adam besaba la columna de su cuello.
Emitió un gemido cuando le tocó los senos, tomándolos en sus manos, sopesándolos,
torturándolos.

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—Creo —dijo Adam con voz ronca—, que es hora de que entre en tu habitación.
—Será mejor que veamos si las niñas están dormidas —repuso Lynn en un hilo
de voz.
—Mm... —Adam la besó, lentamente, con ardor.
Lynn apenas se dio cuenta de que Adam apagaba la luz de la cocina y la
conducía por el pasillo. Se detuvo un momento junto a la puerta de las niñas.
—Duermen como troncos —murmuró, y la levantó en brazos.
—¿Qué haces? —con un chillido ahogado, Lynn se puso rígida y se aferró a sus
hombros.
—Calla. No despiertes a las niñas —con el hombro, apagó la luz del pasillo y la
llevó a su habitación a oscuras—. El simbolismo es importante. El día de nuestra
boda nos saltamos esta parte. Creo que es lo propio, ahora.
Estaba atravesando el umbral con ella en brazos. Lynn se estremeció y se sintió
agradecida de que Adam quisiera dar un toque romántico a su relación.
Cuando llegó a la cama, la depositó en el suelo con el cuidado y la finura de un
hombre con mucha experiencia. La besó, al tiempo que encendía la lámpara de su
mesilla de noche. En parte, Lynn era tímida y no le agradaba que hubiese encendido
la luz, pero también le gustaba la idea de poder verlo. Qué irreal resultaría si, al día
siguiente, después de haberse abrazado en la oscuridad, Lynn no pudiera recordar su
cuerpo, ni su expresión. Pensaría que lo había soñado.
Adam la desnudó lentamente, diciéndole lo hermosa que era mientras le
quitaba la camisa, el sujetador, los vaqueros y los calcetines. La camisa de Adam fue
a reunirse con la de Lynn en el suelo, para que ella pudiera desplegar las manos
sobre su pecho. El calor de su cuerpo estuvo a punto de abrasarle las yemas de los
dedos. Tenía una uve de vello oscuro y fino, pero el resto de su piel aparecía lisa
sobre sus fuertes músculos. Adam contuvo el aliento cuando ella le acarició el pezón
y se aventuró a bajar las manos.
Al final, fue demasiado tímida para dar el paso. Adam lo hizo por ella,
tomando sus manos y colocándolas sobre el cinturón.
—Desnúdame —le dijo con voz ronca.
Lynn tembló mientras le soltaba el cinturón y bajaba la cremallera a lo largo de
su excitación. El sexo de Brian más bien le había repugnado; no le agradaba verlo, y
no entendía por qué ansiaba ver el de Adam.
Era suave, duro y largo, y se moría solo de pensar en el momento en que la
penetraría. Lynn gimió y, luego, le sorprendió que aquel sonido lujurioso hubiese
brotado de sus labios.
Adam se desembarazó del resto de su ropa con unos cuantos movimientos
rápidos. Ensordecida por los latidos de su propio corazón, Lynn se quedó mirándolo
como nunca había hecho. Era hermoso, y todo suyo. Alto y fuerte, musculado, de piel
dorada. Su tez pálida y pecosa parecía tan blanca en comparación, como si viviese
debajo de una roca.

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Pero Adam estaba buscando aquellas pecas para besarlas. Primero el pecho;
luego, le dio la vuelta con suavidad y deslizó los labios por su espalda. Lynn se
estremeció cuando él le bajó las braguitas y empezó a acariciarle los muslos y las
pantorrillas con movimientos largos.
—Eres preciosa —murmuró, y la levantó en brazos para depositarla sobre la
cama. Un momento después, estaba sobre ella—. Tu pelo en mi almohada —dijo con
voz ronca. Al menos, eso creyó oír Lynn. Adam tenía el rostro tenso y la mirada
intensa. Apoyándose en los codos, le peinó el pelo con los dedos hasta que lo
extendió, en todas direcciones, sobe la almohada blanca de encaje—. Así.
—Es un pelo horrible. Siempre está enredado.
Adam parecía fascinado por cada uno de sus mechones.
—Es maravilloso.
—La pobre Rose tuvo que heredarlo de mí.
—La pobre Rose volverá locos a los chicos dentro de unos diez años.
—Shelly será más bonita —qué conversación más absurda en aquel momento
en que sentía el peso de su cuerpo sobre ella.
Su comentario lo distrajo y Adam pareció sorprenderse.
—¿Ah, sí? Yo no estaría tan seguro.
Pero Rose se parecía tanto a ella, y Shelly, tanto a la primera esposa de Adam.
¿Significaba eso que Adam realmente pensaba que ella, Lynn, era tan bonita como su
amada Jenny?
Alentada por la mera idea, Lynn acercó la cabeza de Adam a sus labios. El beso
empezó siendo lento y sensual, pero no podía seguir así. Adam tenía el muslo entre
sus piernas, y Lynn podía sentir su erección sobre el vientre. Quería más que besos,
quería...
—Oh —susurró cuando Adam le puso la mano en el vientre y la deslizó hacia
abajo para explorarla, torturarla, acariciarla. Lynn gimió y tomó su mano con
fuerza—. Ahora, por favor.
—Espera —dijo en aquella voz tan poco propia de él—. Tengo aquí una cosa —
se inclinó hacia un lado, recuperó sus pantalones y sacó un paquete del bolsillo.
Adam lo abrió y, mientras maldecía por la repentina torpeza de sus manos, se puso
el preservativo.
Lynn lo miró con fascinación y cierta frustración. Lo deseaba a él, y solo a él,
dentro de ella. Debía sentirse afortunada de que hubiese ido preparado. No se le
había ocurrido pensar que, si daban aquel paso, no podían olvidar los
anticonceptivos, de lo contrario, acabarían con otro hijo sin casi darse cuenta.
Entonces, estarían unidos para siempre.
No estaba segura de que le molestara tanto la idea. Un hijo de Adam... sintió
pequeños estremecimientos en su centro, un placer sexual nacido, simplemente, de la
idea de estar embarazada de él.

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Tal vez hubiera dicho que tenían que aprender juntos, pero Lynn se sentía como
si estuviera en manos de un maestro. Sabía lo que hacer para darle placer. Consiguió
que se arqueara como una gata y susurrara súplicas urgentes.
—¿Te gusta? —murmuró Adam.
—Sí —suspiró Lynn.
Pero ella también lo exploraba, aunque con timidez. Cuando Adam gemía o ella
notaba que tensaba los músculos, su excitación crecía. La deseaba, y Lynn no se había
sentido deseada muchas veces en la vida.
Al final, fue él el que no pudo esperar, quien, llevado por un impulso de súbita
necesidad, le abrió los muslos y se introdujo en su interior. Lynn notó su esfuerzo
por controlarse, para no hacerle daño ni asustarla.
Lynn sintió que se le encogía el corazón. Mientras Adam apretaba los dientes y
recorría los últimos centímetros dentro de ella, Lynn experimentó unos momentos de
pánico. Se había engañado. Su corazón sí que tenía algo que ver con todo aquello.
Aunque Adam no sintiera lo mismo.
Adam habló, en voz tan gutural que Lynn no pudo entenderlo. «Te amo»,
imaginó Lynn que decía, consciente de que, más tarde, se despreciaría por aquel
fingimiento. Cuando Adam empezó a moverse con firmeza, Lynn se aferró a él con
frenesí y dejó que sus últimos muros de protección se derrumbaran.
Entonces sobrevino la oleada extática y paralizante. No podía enamorarse,
pensó Lynn con desesperación, pero le daba miedo pensar que ya lo había hecho.

Adam abrazó a su esposa hasta que sintió que su pulso recuperaba el ritmo
normal, que su respiración se ralentizaba y que se quedaba dormida junto a él. Solo
entonces, la soltó, la arropó y se sentó en el borde de la cama.
Enterró el rostro entre las manos y pensó: «No puede haber sido tan bueno. No
puedo haber sentido tanto». La explicación era simple, no había tenido sexo desde
hacía más de tres años. El triunfo de poseerla, el júbilo tosco y primitivo de hacerla
suya eran emociones naturales. Lynn era su esposa y, últimamente, había estado
dominado por la necesidad de consumar su matrimonio. Cualquier hombre hubiera
sentido lo mismo.
Y, diablos, no se sentiría a gusto consigo mismo si no añadía cierta ternura a la
fórmula, si no se preocupaba de si ella sentía placer o no. Todo lo demás, eran
imaginaciones suyas.
Maldijo entre dientes y se puso en pie. Al oír que Lynn se removía, se quedó
inmóvil, y cuando vio que volvía a sumirse en un sueño profundo, caminó en
silencio hasta la ventana.
«Jennifer, perdóname».

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No había nada que perdonar. Se había casado por el bien de Rose y de Shelly, y
tanto ellas como Lynn, se merecían que aquel matrimonio durara. Jennifer lo
comprendería.
Adam no pensaría ni por un momento que aquel acto conyugal había sido más
sincero que cualquier experiencia con Jennifer. La timidez de Lynn, su sorpresa al ver
el efecto que tenía en él y su propia reacción física, lo habían conmovido. Tal vez se
sintiera halagado por el hecho de que no hubiese conocido tanto placer con el inútil
de su marido, que solo él, Adam, tenía el poder de despertar su sexualidad.
Jennifer y él habían sido buenos en la cama. Osada como era, le había encantado
lucir su cuerpo perfecto y delicado. Jenny no conocía lo que era la timidez, aunque
eso no disminuía el valor de su respuesta hacia él.
Se quedó mirando el resplandor dorado de las farolas, y escuchó el ruido
ahogado del mar al chocar contra las rocas. Adam solo pedía poder hacer el amor con
su esposa sin sentirse como si estuviera traicionando a Jennifer, sin pensar que ella lo
había perdido todo y que lo único que él podía hacer por ella era demostrarle que su
amor sobreviviría a su pérdida.
Tal vez no había estado preparado para ponerse a prueba acostándose con
Lynn.
Adam desplegó las manos sobre el cristal frío de la ventana e hizo una mueca.
Demasiado tarde. De ninguna manera podía decirle, al día siguiente, que habían
cometido un error y que su relación debía seguir siendo platónica. No podía hacerla
sufrir de esa manera.
Y la verdad era que no quería dar marcha atrás. Quería ver cómo Lynn abría los
ojos por la mañana, recordaba lo ocurrido y se sonrojaba. Quería besarla y hacerle el
amor a la luz suave del amanecer, saborear su dulzura antes del desayuno.
Quería dormir con su esposa siempre que pudiera, en todos los sentidos de la
palabra.
«Perdóname, Jenny».

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Capítulo Trece
—¿Por qué papá te sonríe de esa manera? —susurró Rose en voz alta, y miró a
su padre con clara sospecha.
Caminaban en familia por la playa, que había sufrido las consecuencias de la
tormenta de la semana anterior. La marea alta había dejado una línea de algas
resbaladizas y malolientes, y una franja de pequeñas piedras y caracolas rotas, entre
las que las niñas podían buscar sus tesoros. Adam caminaba delante, con Shelly,
vestido con vaqueros y un jersey de color crema que realzaba sus hombros anchos.
Estaba relajado y apuesto, y la brisa del océano le alborotaba el pelo.
Se suponía que los cuatro debían estar con las cabezas inclinadas, buscando
trozos brillantes de ágata o caracolas perfectas entre las piedras, aunque solo Dios
sabía que, después de llevar allí viviendo tres años, lo último que necesitaba Lynn
era otra piedra, por preciosa que fuera. Adam tampoco debía de estar tomándose
muy en serio la búsqueda porque, cuando Shelly se había puesto en cuclillas para
echar un vistazo entre las piedras, le había dirigido a Lynn una sonrisa seductora y
sugerente.
Las niñas de tres años no podían comprender que la clase de sonrisa que
acababa de dirigirle a mamá bastaría para poner en guardia a cualquier mujer. Al
parecer, Rose lo sabía instintivamente.
Adam y Lynn llevaban casados seis semanas. Las niñas empezaban a darse
cuenta de que algo había cambiado entre sus padres. Rose se había quedado
pensativa un par de veces, pero se la distraía fácilmente.
Lynn pensó que podía volverlo a intentar.
—Puede que Shelly haya encontrado algo interesante —sugirió, y experimentó
un placer secreto al saber que, a Adam, le atraía más la idea de darle un beso cuando
Rose y Shelly no estaban mirando, que en encontrar un trozo de ágata.
Shelly se puso en pie y corrió de nuevo junto a su padre. Le dio la mano
enseguida. De vez en cuando, Adam la levantaba en el aire para ayudarla a salvar
una roca o un tronco de la playa.
—Papá es fuerte —había declarado Shelly felizmente, y había preferido su
compañía en aquel paseo.
Su deseo de caminar con papá, a Lynn, le habría dolido, de no ser porque Rose,
un momento después, le había dado la mano y le había confiado en voz baja:
—No me gusta cuando papá me levanta en el aire.
Rose tenía un don para aquellos momentos. Lynn no podía saber si Rose,
realmente, tenía miedo de que su padre la levantara en brazos o si había desarrollado
ya la empatía suficiente para percibir la angustia de su madre. Era imposible que, con
tres años, fuese lo bastante madura como para comprender los sentimientos de otras
personas, pero parecía extraordinariamente sensible a los cambios de ánimo. A pesar
de que había recibido todas las posesiones materiales imaginables, Rose se mostraba

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agradecida por pequeñas cosas que Shelly daba por hecho. Tal vez no fuese tan
inteligente como su hermana, y nunca sería un líder, pero sabía instintivamente cómo
ser una amiga.
Lynn inspiró la brisa salada y contempló los rompientes y la curva de la playa.
Cuando bajó la vista, sorprendió la mirada interrogadora de Rose.
—¿Cómo es que anoche papá fue a la cama contigo? —preguntó con inocencia.
Lynn tragó saliva. Cielos. Las niñas no los habían sorprendido todavía en la
cama, y a ella todavía no se le había ocurrido una manera natural de decir: «Papá y
yo dormiremos juntos a partir de ahora».
—Le vi salir en pijama —continuó Rose—. Solo usa los pantalones, ¿sabes?
Lynn lo sabía.
—Dice que la parte de arriba lo envuelve como a una momia porque no hace
más que dar vueltas cuando duerme.
Lynn sonrió a su hija.
—Lo mismo me pasa a mí, a veces, con el camisón.
Rose arrugó la nariz.
—¿Qué es una momia? ¿Una especie de mamá?
Lynn le explicó que hacía mucho tiempo, antes de que los abuelos de los
abuelos de sus abuelos hubiesen nacido, los egipcios envolvían a los muertos con
vendas antes de meterlos en una tumba.
El rostro de Rose se iluminó.
—Había un niño en mi clase vestido así. Vino a la fiesta de Halloween envuelto
en papel de periódico —hizo un gesto—. Así. Era mayor que yo. ¿Era una momia?
—Bueno, estaba fingiendo que lo era —concedió Lynn—. Seguramente, pensó
que os daría miedo con su disfraz.
De regreso a casa, Shelly y Rose caminaron delante. Adam se paró un momento,
cuando las niñas encontraron un charco de agua dejado por la marea, para robarle un
beso. Tenía los labios fríos, pero despertaron calor en ella.
La voz aguda de Shelly cortó la euforia de Lynn.
—¡Papá esta besando a mamá! Mira, Rose. ¿Cómo es que le está dando un beso?
Adam se apartó.
—Creo que estoy haciendo una demostración pública de mi afecto.
—También me besa a mí —declaro Rose.
—Pero así, no —dijo Shelly en un tono de horror y fascinación—. ¡En la boca,
no!
Adam se volvió hacia las niñas y, después de agarrar a Lynn por la cintura, les
dijo:

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—También me gusta besar a mamá. Las mamás y los papás se besan en los
labios.
—Aaj —Shelly puso cara de asco.
—Créeme —dijo Adam con regocijo—. Algún día lo comprenderás.
—¿Y si un niño de la guardería quiere besarme en la boca? —preguntó Rose con
voz seria.
—Le das un puñetazo en la nariz —sugirió su padre.
Las niñas se echaron a reír.
—Rose me ha preguntado por qué estabas durmiendo conmigo —dijo Lynn,
mientras Adam y ella seguían caminando detrás de las niñas.
—¿Qué le has dicho?
—Nada. Se distrajo. Tú le dijiste que no usas la parte de arriba del pijama
porque te envuelve como a una momia, así que tuve que explicarle que una momia
no era una especie de mamá.
Adam rio; sus mejillas se arrugaron y su rostro se suavizó. Lynn sintió que el
corazón le daba un vuelco al mirarlo, pero aquello empezaba a ser habitual. Se había
casado con aquel hombre a sangre fría y, de repente, estaba sintiendo todo lo que
había sentido cuando había creído estar enamorada de Brian.
Todo, reconoció en silencio, y más.
En comparación, lo que había sentido por Brian había sido un fugaz
enamoramiento. Una fase propia de la adolescencia, que habría pasado si no se
hubieran casado tan pronto. De no haberse sentido tan inexperta y torpe socialmente,
habría sabido si sus sentimientos hacia él eran profundos o no.
¿Se estaría engañando otra vez solo porque... bueno, porque disfrutaba tanto
haciendo el amor con Adam? Lynn miró de soslayo al hombre que caminaba a su
lado. Parecía bastante despreocupado, para ser un agente de Bolsa austero y formal.
Se había enamorado muy deprisa, ¿verdad?
Lo único que tenía que hacer era mantener la boca cerrada. Adam no debía
saber nunca que aquel matrimonio ya no era de conveniencia y amistad para ella.
Solo conseguiría que se sintiera incómodo, e incluso que se sintiera obligado a
inventarse algunas bonitas mentiras para corresponder. Y eso, Lynn no podría
soportarlo.
«Da gracias por lo que tienes», se dijo. ¿Por qué quieres echarlo a perder
deseando más? Si Adam llegaba a amarla, sería con el tiempo, porque las emociones
profundas no podían ni fingirse, ni forzarse.
Lo que Lynn no sabía si podría soportar era estar separada de Adam, aunque
solo fuera unos días a la semana. Aunque todavía no había dicho en voz alta: «Voy a
vender la librería», la idea había arraigado en su mente y estaba cobrando forma.
Antes de que Adam y Rose entraran en su vida, trabajar en su librería de Otter Beach
y estar con Shelly le habían bastado para ser feliz. Ya no. Era así de sencillo.

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Pronto, se dijo, empezaría a buscar un comprador.


Lynn no sabía exactamente por qué no le había comentado sus planes a Adam.
Todavía le quedaba alguna reserva.
«Estáte segura», le dijo su miedoso yo interior.
Pero ya lo estaba. No de que Adam llegara a amarla, sino de que ella lo amaba.
Y a sus dos hijas. Tenía una familia, una familia de verdad, y debía pensar en ella lo
primero.
Ya estaba decidido, buscaría un comprador. Pero cuando Adam le rodeó la
cintura con el brazo para conducirla a los escalones que subían al paseo, no dijo:
«Adam, tengo algo que decirte».
En cambio, fue él quien habló, para llamar a las niñas.
—Vamos, corazones. Tenemos que daros un baño antes de volver a Portland.
Papá tiene que trabajar mañana.
Como siempre, se llevaban los dos coches, uno de los inconvenientes de vivir
entre la playa y la ciudad. En aquella ocasión, las niñas fueron con él. Lynn hizo todo
el trayecto detrás del Lexus. Cuando Adam se despegaba, reducía la velocidad;
cuando ella tenía que detenerse en un semáforo, la esperaba a un lado de la carretera.
Dejó el coche detrás del suyo, a la entrada de la casa, y lo ayudó a sacar a las niñas de
sus sillas de viaje. Las dos estaban profundamente dormidas, así que las llevaron en
brazos a la casa que, en aquellos momentos, también era su hogar.
Aunque no había dejado de pensar en la venta de la tienda, no le dijo nada
durante la cena; y tampoco, más tarde, cuando, sin un segundo de vacilación, pasó
de largo la habitación de invitados, que antes había sido la suya, y se reunió con
Adam en el dormitorio. Era amplio y masculino, y estaba dominado por una enorme
cama de matrimonio.
Entró en el baño contiguo, se lavó los dientes en su propio lavabo, ya que aquel
cuarto de baño, por sí solo, era más grande que su cocina de Otter Beach, y se puso el
camisón. Al regresar a la habitación, encontró a Adam esperando. Se había puesto los
pantalones de pijama, y la rodeó con sus brazos para darle un beso que, pronto cobró
intensidad.
—Esto no te hará falta —murmuró junto a su mejilla, mientras, con los dedos, le
subía el camisón hasta las caderas, dispuesto a sacárselo por encima de la cabeza.
Ronroneando como un gato satisfecho, Lynn metió los pulgares por debajo de
la cintura del pijama.
—Mm. A ti tampoco te hará falta esto.
Adam le lamió la oreja, una sensación extrañamente deliciosa.
—Cuando las niñas sean mayores —dijo con voz ronca—, dormiremos
desnudos. ¿Prometido?

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Lynn sintió un gran alborozo, desproporcionado por aquellas palabras tan


insignificantes. Adam debía de ser feliz con ella, o no estaría pensando en un futuro
tan lejano. ¿Sería posible que hubiera empezado a sentir algo especial él también?
Lynn se sintió incapaz de decir palabra. Se limitó a suspirar y a dejar caer la
cabeza hacia atrás, mientras Adam deslizaba los labios por su garganta en dirección a
sus senos.
¿Por qué no podía amarla?, preguntó al vacío, con esperanza y reto. ¿Tan
imposible era? ¿Acaso no era digna de amor?
El placer la hizo estremecerse cuando Adam le acarició el pecho con la lengua,
al tiempo que le tocaba las caderas con sus largos dedos.
Luego, rodeando su trasero con las manos, la levantó hasta colocarla sobre su
erección, y Lynn tuvo que sujetarse a su cintura con las piernas.
—Te deseo —gruñó Adam con una mirada de pasión en los ojos.
Unas palabras absurdas temblaron en los labios de Lynn, pero supo reprimirlas.
No podía decírselo. Lo echaría todo a perder.
—Soy toda tuya —susurró en cambio, y confió en que Adam no supiera hasta
qué punto era verdad.

Al día siguiente por la noche, Lynn se acurrucó en un extremo del sofá y dijo:
—Olvidé decirte que tu madre llamó esta mañana.
Adam bajó el periódico enseguida.
—¿Qué quería?
—Nada en especial. Creo que charlar, solamente —Lynn frunció el ceño,
intentando recordar—. No dejó ningún mensaje.
—¿De qué hablasteis? —parecía realmente fascinado—. No sabía que mi madre
supiera charlar.
—Ah, va a exponer algunas de sus obras en una galería de arte de San
Francisco. Me preguntó si me apetecería ir a su casa y usar su torno —Lynn se sintió
obligada a darle una explicación—. Le había dicho que estuve haciendo dos años de
cerámica en la universidad. Me encantaba usar el torno.
—Ah —dijo Adam en tono de risa, aunque con cierta amargura—. El camino
para llegar a su corazón.
—¿Aprendiste a usarlo?
—Intentó enseñarme —dijo Adam con aspereza.
—¿Y aprendiste?
—Seguramente, no —rio sin mucho humor—. Su estudio me parecía como un
hermano pequeño. Tenía que competir con él para ganar su atención, y siempre

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perdía —relajó la sonrisa, que se tornó más genuina—. Además, no tengo un átomo
de creatividad en mi cuerpo. Hice los jarrones más feos que se hayan visto nunca.
—¿Sabes? Creo que no estás siendo justo con tu madre.
Adam se puso rígido.
—¿Qué quieres decir?
—No es más que... —vaciló—. Tuve la impresión de que tu madre estaba
intentando dilucidar si yo era la esposa amorosa que quiere para ti. Parecía
preocupada por su hijito.
—Preocupada —repitió Adam.
—Algunas personas no son muy efusivas.
Adam profirió una carcajada.
—Mi madre no lo es.
—¿Crees que no te quiere?
—Creo que lo que la impulsa es el sentido del deber.
—Pues a mí me parece que te equivocas —dijo Lynn con firmeza—. Sentía
mucho recelo hacia mí —se quedó pensativa por un momento—. Supongo que es
natural, teniendo en cuenta que sabe por qué nos hemos casado.
—Entonces, no tendrá motivos para temer que me rompas el corazón, ¿no?
—No —Lynn habló en voz baja, para que Adam no se diera cuenta de que la
había herido—. Tienes razón. Tal vez me he equivocado al sacar conclusiones.
«Di que podría romperte el corazón», le suplicó Lynn sin palabras, con la vista
puesta en el color ámbar de su infusión de manzana y canela. «Di que...»
Con una voz más suave, Adam irrumpió en sus patéticos pensamientos.
—No serás desgraciada, ¿verdad?
—¿Yo? —Lynn fingió mirarlo con absoluta sorpresa, como si no supiera de qué
estaba hablando—. ¿Por qué iba a sentirme desgraciada?
«Porque te amo y tú no me correspondes», se contestó ella misma.
—Algunas mujeres son muy románticas —dijo en tono extraño.
—Yo no —afirmó Lynn, y tomó un sorbo de su infusión.
Sintió cómo la miraba y habría dado cualquier cosa por saber en qué estaba
pensando. Pero sus propias emociones eran casi visibles. Si hubiera mirado a Adam a
los ojos en aquel mismo instante, no habría podido guardar su secreto.
Y tenía que hacerlo. Era tan afortunada, que no debía ansiar lo poco que Adam
no podía darle.
—¿Te he contado lo que Rose me ha dicho hoy? —preguntó con una sonrisa tan
radiante que le dolieron las mejillas.

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Aunque no movió un músculo, Adam se relajó. Lynn lo percibió con todas las
fibras de su ser. Adam había temido que ella le preguntara algo para lo que no tenía
respuesta, o que no quería contestar, como «¿Puedo romperte el corazón?», o «¿Eres
feliz?».
En cambio, le recordó, a propósito, lo que tenían en común: sus hijas.
Adam se rio en las partes graciosas de la historia, le contó una propia y, luego,
comentaron cosas sobre sus respectivas lecturas. Era una noche como otra cualquiera,
agradable. Exteriormente, los dos parecían sentirse a gusto.
Después de apagar las luces y subir al segundo piso, incluso hicieron el amor.
No, se dijo Lynn, sintiendo cómo las lágrimas le abrasaban los ojos mientras
permanecía echada sobre él, después del éxtasis. No habían hecho el amor, habían
tenido sexo.
Había una diferencia, y ella había estado fingiendo que no existía. Un error que
intentaría, con todas sus fuerzas, no volver a cometer en el futuro.
Adam la acurrucó contra él y ella suspiró y se dio la vuelta, como si ya estuviera
medio dormida. Podían sentirse contentos, incluso felices, sin estar profundamente
enamorados. Así que, volvió a recordarse: «disfruta de lo que tienes, da gracias por el
bien de Shelly y Rose y no ansíes lo que no puedes tener».
Unas lágrimas ardientes resbalaron en silencio por su mejilla y mojaron la
almohada.

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Capítulo Catorce
—¿Café, señor? —Adam asintió y el camarero volvió a llenarle la taza—.
Tenemos una tarta de queso excelente.
Adam decidió pasarse sin postre; Lynn pidió un trozo. Los tres socios de la
firma de Adam estaban cenando con sus respectivas esposas en un restaurante de
Portland. Una experiencia difícil para Lynn. Era la primera vez que veía a sus amigos
y colegas y, tanto ellos como sus esposas, habían conocido a Jennifer.
En aquel momento, entre el murmullo general en torno al postre, Lynn le puso
la mano a Adam en el muslo y susurró:
—Voy a ir al servicio. ¿Puedes preguntar si tienen infusiones? Se me ha
olvidado.
—Cualquier cosa menos poleo menta —Adam conocía sus gustos.
Cuando Lynn se puso en pie, Jillian, una de las esposas, la imitó.
—Iré contigo.
Cuando Jillian pasó al lado de Adam para seguir a Lynn, se inclinó y le
murmuró al oído:
—Me gusta. Eres muy afortunado.
Erica, que estaba sentada al lado de Adam, la oyó. Mientras las otras dos
mujeres sorteaban las mesas en dirección a los servicios, dijo:
—Me alegro tanto de que tu matrimonio haya funcionado, Adam. Ron me contó
los detalles, espero que no te importe. Parecía un fracaso seguro y, en cambio, se os
ve como dos tortolitos.
¿Tortolitos?, pensó Adam con incredulidad. ¿De dónde diablos había sacado
aquella idea?
—Es verdad que parecéis felices —corroboró el marido de Erica, que había sido
el mejor amigo de Adam desde los días en la universidad. Ron Chainey era el único
que conocía a Lynn de antes, ya que había sido el padrino de su boda—. La tenías
escondida —dijo con sonrisa traviesa—. Ahora, ya sabemos por qué.
Erica le dio una palmadita en la mano.
—Me alegro tanto de que, después de Jennifer, hayas encontrado a alguien.
—Siempre ha sido un tipo con suerte —repuso Ron, haciendo amago de darle
un puñetazo de broma en el hombro.
Cuando Adam no dio más detalles sobre su vida de casado, la conversación
giró en torno a otro tema. Eugene Warren, el tercer socio de la firma, quería protestar
por la fuerte demanda de acciones de Internet entre sus clientes.

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—Cualquier día, su cotización bajará de golpe. Las compañías como Amazon o


HiTech no tienen bienes de verdad. Diablos, detrás de esos gráficos tan originales
solo hay unos cuantos teléfonos y un almacén. ¿En qué se basa su valor?
—¿En el potencial? —sugirió Adam.
—Todo está en la mente del espectador. Si algo parece demasiado bueno para
ser verdad, es que lo es. Ya lo sabes. Y no es mero cinismo.
Gene Warren siguió exponiendo su tesis. Según él, la gente se cansaría de
esperar a que sus ordenadores cargaran las páginas web y de tener que devolver
artículos que no se parecían en nada a la minúscula imagen que aparecía en pantalla.
Mientras esperaba el regreso de su esposa, Adam no pudo mantener la atención
en aquella vieja discusión de negocios. No había visto a Lynn con falda más que en
un par de ocasiones. Aquella noche estaba preciosa, con un sencillo vestido ajustado
de seda gruesa y color teja. Se había recogido el pelo sobre la cabeza y los pequeños
mechones sueltos no parecían casuales.
Cuando, horas antes, se había dado la vuelta para buscar su aprobación, le
había sonreído con picardía.
—Debo advertirte que este vestido es una cortesía de tu tarjeta de crédito.
—Es imponente —sus piernas parecían interminables. No, interminables, no,
como sugería su trasero deliciosamente redondeado—. Tú eres imponente —corrigió,
seguramente reflejando el asombro que sentía—. La compra ha merecido la pena,
créeme.
—Caramba, gracias.
Lo dijo con cierto nerviosismo, y Adam se preguntó si era tan evidente que
deseaba bajarle la cremallera y quitarle aquel sencillo vestido allí mismo. O, tal vez,
subírselo un poco por encima de la cadera...
Maldición. Sentado a la mesa del restaurante, se estaba poniendo duro solo de
pensarlo. Una cosa estaba clara en su matrimonio: el sexo era bueno. Más que bueno,
increíble. No le extrañaba que parecieran felices.
Eran felices. Estaba bastante seguro de que Lynn lo era.
El axioma de Eugene Warren resonó en sus oídos: «Si parece demasiado bueno
para ser verdad, es que lo es».
Maldito fuera Eugene Warren y su eterna visión pesimista del mundo, pensó
Adam con irritación. Solo porque la vida fuera buena, no significaba que algo tuviera
que ir mal. Lynn y él tenían todo lo que querían. La única parte de un matrimonio
convencional que se habían saltado eran las palabras «Te quiero», y ni él ni Lynn las
necesitaban.
Tan sumido estaba en su reflexión, que no oyó los pasos de Lynn.
—Vaya, qué buena pinta tiene esta tarta —dijo al acercarse. Adam se puso en
pie y retiró la silla para ella.

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—Gracias —murmuró, y empezó a hablar con Jillian, que estaba sentada al otro
lado de la mesa. Algo sobre una feria de arte para niños que iba a celebrarse en un
colegio.
—Pintarán caras —estaba diciendo Jillian—. ¡A los niños les encantará! Y
también hacen esculturas con arena y pintura con los dedos para los más pequeños.
No dudes en traer a Shelly y a Rose.
Adam quería besar a Lynn en el cuello, allí donde los diminutos mechones de
pelo cobrizo se rizaban como pequeños remolinos. Tenía una piel increíble, pálida
con un toque sonrosado, como la pelirroja que no llegaba a ser. Le quitaría las
horquillas que le sujetaban el pelo una a una, hasta que aquella masa salvaje se
derramara sobre sus manos. Le bajaría el vestido de seda para revelar el sujetador de
encaje que había avistado al subirle la cremallera. Caramba, se preguntó, ¿por qué
desnudar a una mujer resultaba tan excitante, incluso cuando un hombre sabía lo que
encontraría debajo de la seda?
Porque le gustaba lo que iba a encontrar, se contestó. Desde su erótica nube de
pelo hasta sus voluptuosos senos, a Adam le encantaba el cuerpo de Lynn. Y no solo
eso. Lynn besaba de forma tímida, no provocativa. Dulce, como si, para ella, fuera
algo más que el momento. Los sonidos que emitía le resultaban especialmente
entrañables. Era como si no pudiera controlarse. Eso le gustaba: saber que era tímida
y que, seguramente, se sonrojaba al recordar la forma en que sollozaba de placer o
gemía a causa de las caricias de Adam.
Uno de los hombres le hizo una pregunta sobre los Trailblazers, el equipo de
baloncesto de Portland, y Adam contestó, pero con la máxima brevedad posible. Sin
apenas poder controlar su impaciencia, esperó a que Lynn terminara la tarta de
queso.
Mientras tomaba el último bocado, dejó varios billetes encima de la mesa y dijo
con brusquedad:
—Tenemos que volver a casa. Tenemos a la abuela de niñera y, ya sabéis, ya es
tarde para ella.
Ron desplegó una sonrisa amplia y pícara.
—Ya. Claro. Es la abuela lo que te preocupa.
—Cállate —dijo Adam en tono afable. Tomó la mano de Lynn y la ayudó a
levantarse—. Somos recién casados, ¿no? Tenemos derecho.
Se escaparon después de dos minutos más de bromas. Una vez en el vestíbulo,
Lynn se puso el abrigo que Adam le ofrecía. Sin hablar, salieron juntos al exterior. La
noche era húmeda y fría.
—¿De verdad te preocupa que Angela esté haciendo de niñera? —preguntó
Lynn cuando él le abrió la puerta del coche. Adam la atrajo hacia sí y le dio un beso
duro y rápido.
—No. Empecé a imaginar lo mucho que iba a disfrutar quitándote el vestido.
—Ah —la oyó sonrojarse, si tal cosa era posible.

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Durante el trayecto de regreso, Lynn confirmó que le habían caído bien sus
amigos y sus esposas, que, efectivamente, había hecho planes para llevar a Rose y a
Shelly a la feria de arte de la escuela elemental en la que Jillian tenía un cargo
representativo y que, efectivamente, creía que podía ser amiga de Jillian, en
particular. ¿Sabía Adam que había escrito un libro para niños y que estaba buscando
un editor?
A pesar de su disposición a contestar sus preguntas, Lynn estaba más callada
de lo normal. A Adam le parecía que hablaba con voz tensa. Tal vez estuviera
cansada, pensó. Quizá había estado nerviosa antes de conocer a sus amigos y se
alegraba de que la reunión hubiese concluido.
Pero una vez en casa, su sonrisa también parecía forzada mientras Angela le
contaba las ocurrencias de Shelly y le decía lo maravilloso que era que las niñas se
quisieran como hermanas.
—Gracias por hacer de niñera, mamá —Adam le dio un beso en la mejilla y
consiguió conducirla hacia la puerta principal. La acompañó hasta el coche, le dio las
gracias diez veces más y permaneció en pie, con las manos en los bolsillos, viendo
cómo su BMW desaparecía entre los árboles. Pedirle que cuidara de las niñas había
sido idea de Lynn; Adam siempre había esperado en vano que ella se ofreciera.
Angela había accedido con tanta prontitud que, seguramente, todo aquel tiempo,
había estado esperando a que su yerno se lo pidiera. Gracias a Lynn, su relación con
Angela y Rob era más cordial que nunca.
Más aún, últimamente, veía con más frecuencia a sus padres. Aquel mismo día,
su madre le había telefoneado para charlar. Le había hecho algunas preguntas
discretas sobre su matrimonio, por lo que Adam había deducido que Lynn no se
había equivocado, después de todo. Su madre debía de preocuparse por él más de lo
que creía. Durante las últimas semanas, habían ido a cenar varias veces a su casa y,
diablos, hasta su madre había enseñado su estudio a Shelly y a Rose. Adam estaba
llegando a la incómoda conclusión de que había sido él quien se había apartado de
sus padres, y no al revés. Tenía suerte de que Lynn estuviera enmendando los daños
que él, torpemente, había causado.
Lynn. Cerró con llave la puerta de la entrada, expectante. Por fin podía
acostarse con su esposa. En la cama, al menos, estaban unidos. Lynn lo deseaba, de
eso no tenía duda.
Había dejado encendidas las luces de la planta baja, pero, al parecer, ya se había
retirado a la habitación. Aquello lo intranquilizó un poco. ¿Ocurría algo malo?
¿Acaso alguien había dicho algo aquella noche que la había disgustado? Maldición,
¿por qué no le hablaba?
Pero tal vez estuviera precipitándose en sus conclusiones. Tal vez había corrido
al dormitorio para prepararse para él. Igual la encontraba tumbada, en una postura
sensual, sobre la cama. Lo único que esperaba era que no se hubiera quitado el
vestido. Quería ser él quien hiciera los honores.
Pero, cuando entró en el dormitorio, Lynn estaba de espaldas a él. Ya se había
quitado las medias y los pendientes, y se había soltado el pelo. Se estaba masajeando

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el cuero cabelludo para que sus cabellos recuperaran la caída natural. Después, se
llevó las manos a la espalda para bajarse la cremallera del vestido.
Adam se acercó en silencio por detrás y empezó a bajarle la cremallera. Lynn se
sobresaltó, pero luego inclinó la cabeza y le dejó seguir. A medida que se abría el
vestido, Adam le acariciaba la nuca con los labios. Tenía la piel tan suave. Recorrió su
espalda con los dedos, pasando por alto el cierre del sujetador, y metió los dedos por
debajo de sus braguitas.
Lynn gimió.
—¿Estás cansada? —preguntó—. No me has esperado.
—Estoy cansada —reconoció Lynn.
—Si quieres irte a la cama ya... —Adam le acarició la curva entre cuello y
hombro, rezando para que dijera que no.
Lynn contuvo el aliento.
—Eso iba a hacer —le dijo con voz ronca, apenas en un murmullo.
La decepción fue como una bofetada; el miedo, como un puñetazo en el vientre.
Tal vez solo fuera que estaba cansada, pero ¿y si había algo más?
Adam se enderezó y se apartó de ella. Con resolución y civismo, le dijo:
—Entonces, será mejor que te metas ya mismo en la cama. ¿Te importa que lea
un rato en el piso de abajo?
—No —Lynn se dio la vuelta de repente y le rodeó el cuello con los brazos—.
No, no te vayas. No estoy tan cansada.
—Si quieres dormir, tal vez sea mejor... —la traducción, pensó sombríamente,
era «necesito apartarme de ti si no puedo tenerte».
Lynn lo miraba con ojos enormes e intensos, y Adam notó la tensión que la
dominaba.
—Me has hecho cambiar de idea. Si... si todavía te apetece.
La decepción se evaporó como sudor frío; el miedo permaneció. Lynn le bajó la
cabeza con cierta desesperación. Lo besó con urgencia mientras le aflojaba la corbata
y le desabrochaba la camisa con manos torpes. De repente, parecía ansiosa por
tenerlo.
Adam se desembarazó de su camisa. El vestido cayó al suelo. Mientras Adam le
soltaba el sujetador de encaje, ella ya estaba desabrochándole el cinturón y bajándole
la cremallera de los pantalones para tomarlo en sus manos. Profirió gemidos de
deseo cuando él metió las manos dentro de sus braguitas y la halló ardiente y
húmeda.
—Sí. Ahora —susurró con desesperación—. Te deseo.
Adam le quitó las braguitas al tiempo que la tumbaba sobre la cama. La luz del
techo seguía encendida. No parecía que hubiese romanticismo alguno en lo que

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estaban haciendo, pero Adam no estaba en situación de recordar la seducción lenta


que había planeado.
Lynn le había contagiado su urgencia. Ni siquiera tuvo tiempo de bajarse los
pantalones, cuando ella se aferró a sus caderas. La penetró y ahogó sus gemidos con
la boca. Lynn gimoteó cuando, en circunstancias normales, habría suspirado con
suavidad. Se agarró con desesperación a su espalda y le clavó las uñas en la piel.
Cuando Adam interrumpió el beso, ella le suplicó:
—Más deprisa. Con más fuerza. Sí. Así, así.
El éxtasis se propagó en oleadas desde su vientre y Lynn gritó su nombre:
—¡Adam!
Gimiendo, con los dientes apretados, Adam terminó con un grito de triunfo y se
derramó en su interior. Cayó sobre ella con la mente sumida en un oscuro torbellino.
¿Qué diablos había ocurrido? ¿Por qué había pasado de estar tan cansada a no poder
esperar a que él se bajara los pantalones?
Le gustaba sentirse deseado, pero no le agradaba que Lynn, aparentemente,
hubiese necesitado la liberación física más que la intimidad de su acto de amor.
Debía de estar aplastándola, pensó. Fue un esfuerzo sobrehumano apartarse a
un lado, pero lo consiguió. Cuando intentó acurrucar a Lynn a su lado, envolverla
con los brazos, ella se puso rígida.
—Tengo frío —dijo en voz baja—. Creo que me daré una ducha, si no te
importa.
Aquello le hizo abrir los ojos de golpe.
—¿Por qué iba a importarme?
—Estaré de vuelta en unos minutos.
Sin duda, estaba llevando a cabo una retirada. Lynn bajó de la cama, recuperó el
vestido y se tapó con él su desnudez. Momentos después, la puerta del baño se cerró
y Adam oyó el ruido de la ducha.
Normalmente, se sentía satisfecho después del sexo. Aquella noche... se sentía
obsceno. Tumbado sobre la cama con los pantalones a la altura de los tobillos.
Adam maldijo y terminó de desnudarse. Colgó su ropa y se puso los pantalones
del pijama. Apagó la luz del techo y dejó encendida, únicamente, la lámpara de la
mesita de noche de Lynn. Dando por hecho que ella lo preferiría, Adam fingió estar
dormido cuando, por fin, la oyó salir del cuarto del baño. Lynn se metió en la cama,
apagó la lámpara de la mesita y se acurrucó entre las sábanas con cuidado de no
tocarlo.
Incapaz de dormir, Adam se preguntó cuáles serían los sentimientos de Lynn
hacia él. Había aceptado ser su esposa, pero sabía perfectamente que había sido por
el bien de las niñas. Cuando la había penetrado aquella noche, ¿acaso había
imaginado estar con otro?

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¿Pensaba en él durante el día, o en las noches en que estaban separados? ¿Sentía


algo más profundo por él, o seguían siendo dos extraños que compartían la misma
cama?
Adam no había imaginado que llegaría a sentirse tan inseguro. Pero estaba
claro que, en aquel matrimonio, faltaba algo. No le agradó descubrir que quería que
ella lo amara. Lynn decía que lo deseaba, pero eso ya no le bastaba.
¿Cómo podía ser tan idiota? Él no podía corresponderle. ¿Acaso Lynn se
preguntaba si él imaginaba estar haciéndole el amor a Jennifer? La idea le hizo
estremecerse. ¿Era eso lo que estaba mal?
La posibilidad era especialmente irónica, teniendo en cuenta la culpabilidad
que él sentía, porque raras veces se acordaba de Jennifer en las últimas semanas. La
presencia vívida de Lynn estaba espantando al fantasma.
De repente, se sintió preso de aquella culpabilidad. Se había engañado a sí
mismo al creer que mantendría a Jennifer en su corazón aun habiéndose casado con
Lynn. Las promesas que le había hecho junto a su lecho de muerte no habían
significado nada. «Ojos que no ven, corazón que no siente», pensó.
De repente, le resultó imposible permanecer en la cama con su rígida esposa.
Necesitaba dar vueltas, darse cabezazos contra la pared, encontrar a Jennifer, si es
que todavía seguía estando en alguna parte.
O, tal vez, lo que necesitaba era encontrar la manera de decirle adiós. Lynn se
merecía algo más que un matrimonio de mentira. ¿Sería capaz de entregarse por
completo a aquella mujer tímida y serena con agallas, cerebro y corazón? ¿Antes de
perderla?
La respiración de Lynn era regular. Adam miró la hora en el reloj digital y
calculó que llevaba tumbado unos veinte minutos. Lynn debía de haberse quedado
dormida. Ni siquiera se daría cuenta de que se iba.
Con movimientos lentos, se levantó de la cama y descolgó el albornoz que
guardaba, colgado, detrás de la puerta del baño. No encendió ninguna luz hasta que
no llegó a su despacho del piso de abajo. Una vez allí, ni siquiera se fijó en el
ordenador o en el fax. Sacó el grueso álbum de fotos que guardaba en un estante
bajo, para que Rose pudiera ver las fotos de su madre siempre que quisiera.
Se sentó en el amplio sillón de cuero y abrió el álbum sobre el regazo. En la
primera página, había fotografías de cuando todavía eran novios. Cielos, qué joven
estaba Jennifer, fue su primer pensamiento. Parecía casi una niña.
Incluso en las fotografías, llamaba la atención. Deslizó los dedos por su cara de
duende iluminada por la risa y recordó el día en que se conocieron, cuando Jennifer
había hablado tan deprisa que él apenas se había enterado de la mitad de lo que
había dicho. Se había enamorado de Jenny McCloskey nada más verla, y la había
amado hasta el día de su muerte. Incluso después, cuando había tenido que criar solo
a su hija.
«Ah, Jenny», pensó Adam. «¿De verdad te has ido? ¿Es hora de decir adiós?»
—Todavía la echas de menos.

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Levantó la cabeza tan rápidamente que se mordió la lengua.


«Maldición». Lynn lo había seguido a hurtadillas. Estaba de pie en el umbral y
parecía pequeña y vulnerable con el grueso albornoz de felpa que su madre le había
regalado por Navidad. No lo estaba mirando a él, sino al álbum.
Adam resistió la tentación de cerrarlo. Tragó saliva.
—No. La mayor parte del tiempo, no pienso en ella —«porque estás tú», pensó,
pero no lo dijo. Parecía más bien una acusación.
—¿Por qué esta noche?
—¿Cómo?
En aquella ocasión, sí que lo miró, con valentía.
—¿Por qué has bajado a ver sus fotos precisamente esta noche?
Dios Santo. Adam quería rehuir el tema, pero sabía que Lynn no se lo
permitiría.
—La estoy olvidando. Juré que no lo haría.
—Está muerta.
La furia se desató en su interior.
—¿Crees que no lo sé?
Lynn lo miraba con ojos luminosos, demasiado penetrantes.
—A veces, no estoy segura.
—¿Qué diablos quieres decir?
—Lleva muerta casi cuatro años. La edad de Shelly. Y todavía lloras su pérdida
como si hubiera ocurrido hace cuatro meses.
—¿Te gustaría que te olvidaran tan deprisa?
Lynn le contestó sin vacilación.
—No me gustaría que lo hicieran, si mi presencia pudiera perjudicar a las
personas que amo.
Adam se puso en pie y arrojó el álbum al suelo.
—¿Perjudicar? Rose no llegó a conocerla, así que no pudo llorar su ausencia. Y
mírame a mí. Me he vuelto a casar. Le hago el amor a mi esposa. Diablos, hoy estaba
tan cachondo que ni siquiera me quité los pantalones. ¿Eso es perjudicar?
Lynn siguió mirándolo, imperturbable. Adam sintió que los nervios se
aferraban a su estómago y cerró los puños a los costados. Lo que oyó a continuación,
era lo último que esperaba.
—Te amo —dijo Lynn en voz baja.
Adam exhaló el aire que tenía en los pulmones como si le hubieran dado un
puñetazo.

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—Me amas —repitió tontamente.


«Me ama», pensó Adam con júbilo. Su extraño estado de ánimo no había
significado nada.
—¿Me amas tú? —preguntó Lynn, también en voz baja.
Todavía no había recuperado el aliento. En su cabeza no se formó ninguna
palabra. «Me ama» se enredaba en su mente con un último grito de búsqueda:
«¡Jenny!»
Pero Jenny se había ido y Lynn estaba allí, y su corazón se inflamó al darse
cuenta de que no querría que las cosas fueran distintas.
—¿Lo ves? —dijo Lynn con suavidad—. No puedes decirlo, ¿verdad? Ni
siquiera algo parecido.
Adam balbució. Lynn rio con tristeza.
—No debería haberte puesto a prueba, ¿verdad? El amor no entraba en el trato.
Me lo advertiste. Pensé que no importaría, pero no me había dado cuenta de que ya
me estaba enamorando de ti.
—Me... me preocupo por ti.
«Cielos». Incluso él mismo se daba cuenta de lo inadecuada que era su
respuesta.
—Lo sé —dijo Lynn con la misma aterradora suavidad—. Eres un buen padre, y
un buen esposo, atento y cariñoso. No creas que no lo valoro.
Adam nunca se había sentido tan torpe, ni siquiera con Jennifer. Sabía que tenía
que decir algo, pero seguía eludiendo la cuestión principal. ¿La amaba? ¿Era amor lo
que sentía hacia ella? ¿Por eso necesitaba que ella lo dijera, y pensaba en ella
constantemente, más aún cuando estaba en la costa? ¿Era por eso por lo que había
empezado a imaginar cómo sería tener un hijo con ella?
Lynn entrelazó las manos, como si estuviera rezando.
—Pensé que podría vivir contigo y ser tu esposa, aunque todavía estuvieras
llorando la muerte de Jennifer, pero no puedo. No —lo detuvo antes de que él
pudiera decir nada—. No es por ella, sino por el hecho de que no me amas. Algún
día te olvidarás de tu difunta esposa y podrás volver a amar. No querrás seguir
casado conmigo.
—Nunca querría no estar casado contigo —al menos, eso lo sabía, con absoluta
certeza.
Su pequeña sonrisa de gratitud le desgarró el corazón.
—Cuando dices esas cosas, haces que dude. Pero la verdad es que nos hemos
casado solo porque yo no podía mudarme de Otter Beach. Bueno, ya lo he decidido.
Venderé la tienda y buscaré un trabajo y un apartamento en esta zona. Podremos
turnarnos la custodia de las niñas. Quizá puedan estar conmigo una semana y otra,
contigo. O si no, otra cosa. Ya se nos ocurrirá algo. Pero no seguiré contigo solo
porque es lo más cómodo para tener a las dos niñas.

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—Pero estamos casados.


Las lágrimas brotaron de los ojos de Lynn.
—Ya no es necesario.
—No quiero perderte —dijo Adam con la voz llena de angustia.
—No voy a irme muy lejos —repuso Lynn, con las mejillas húmedas—. Tal
vez... Tal vez podamos ser amigos.
—¿Amigos? —repitió Adam con incredulidad—. Maldita sea, no quiero que
seamos solo amigos.
Lynn arrugó el rostro como si fuera una niña. Susurró:
—Lo siento —y se alejó escaleras arriba.
Las palabras «Te amo» brotaron de los labios de Adam. Demasiado tarde.

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Capítulo Quince
¿Cómo no se había dado cuenta de que estaba enamorado de su esposa?
Adam se sentía como una piltrafa después de haber pasado la noche dando
vueltas, solo, en la cama. Lynn se había refugiado en la habitación de invitados y ni
siquiera había tenido la oportunidad de hablar con ella antes de irse a la oficina.
Claro que, todavía seguía sin hallar una respuesta completa a su pregunta.
Sí, se sentía culpable porque Jennifer estaba muerta y él no. Se había sentido
como un gusano porque su amor no iba a durar toda la eternidad, porque, al parecer,
podía trasladar su afecto a otra persona en un abrir y cerrar de ojos. Tal vez, amar a
Lynn había sido tan fácil que no había dado crédito a sus sentimientos.
O tal vez, todo había ocurrido de una forma tan gradual, que no se había dado
cuenta de en qué momento el deseo y el afecto se habían transformado en amor y
pasión profunda.
A media mañana, escuchó los mensajes de su buzón de voz y oyó la voz
inexpresiva de Lynn:
—Adam, me voy a casa. Voy a llevarme a las niñas. Supongo que tendremos
que planear un horario de visitas, pero estarán bien conmigo hasta el fin de semana.
Te llamaré.
Y había colgado.
Volvió a escuchar el mensaje. No parecía angustiada, ni triste, ni dolida. Nada.
Habían vuelto al principio. Iría a recoger a las niñas y las llevaría de vuelta a Otter
Beach. Lynn se mostraría amable, distante, organizada. Mantendrían una relación tan
cómoda como la que Adam tenía con Ann. Un intercambio de notas dejadas sobre la
puerta de la nevera.
—¡No! —el sonido de su propia voz, ronca y feroz, lo sorprendió. Se puso en
pie y empezó a dar vueltas.
No lo permitiría.
Lynn lo amaba, ella misma había pronunciado las palabras.
No, Adam no pensaba dejar que su esposa se marchara de su lado. Iría tras ella.
Claro que tampoco le extrañaba su reacción.
La noche anterior, después de hacerle el amor apasionadamente, había bajado a
hurtadillas al despacho para rememorar a su primera esposa. ¿Qué mujer no se
habría sentido profundamente herida? Si le hubiera dicho adiós a Jennifer, en lugar
de dejar que su herida se infectara, Lynn no habría huido.
Al menos, eso esperaba.
—Señor Landry... —Adam oyó la voz de su secretaria a su espalda.
—¿Qué? —le espetó, y se dio la vuelta bruscamente. Luego se pasó una mano
por la cara y se disculpó—. Lo siento, Lydia. Hoy no es mi día.

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—La cita de las tres de la tarde ha quedado cancelada —la mujer de mediana
edad lo miraba con recelo—. Podría cambiar para otro día la cita de las cuatro. Así tal
vez...
—¿La oficina podría librarse de mí?
Lydia sonrió débilmente.
—Podría irse antes.
—Sí —maldición, sentía los ojos secos y vidriosos—. Eso haré. Gracias.
Cuando la secretaria se fue, cerrando la puerta sin hacer ruido, Adam se aflojó
la corbata. Tenía la tarde libre. Iría a Otter Beach.
Al salir de Portland, detuvo el coche a un lado del camino de asfalto que
recorría el cementerio y se acercó a pie hasta la lápida en la que estaban grabados el
nombre de Jennifer y las fechas de su nacimiento y de su muerte. Se avergonzaba de
haber tardado un poco en encontrarla. Contempló las olorosas azucenas que sus
padres debían de haber puesto allí y pensó que detalles como aquél debían de ser
importantes para ellos. Adam no solía ir al cementerio. Su risueña Jenny no se
encontraba allí, solo el féretro que contenía sus restos.
Tal vez, pensó Adam lentamente, sí que había sabido que estaba muerta. El
único lugar en el que Jenny seguía viva era en sus recuerdos. Y los había
distorsionado. Su joven esposa era encantadora, divertida, sexy y tenía un buen
corazón, pero también estaba un poco consentida. La había santificado y no había
querido que nadie, es decir, Lynn, ocupara el lugar que le tenía reservado en el
corazón.
La verdad era que sus sentimientos hacia Lynn eran más profundos, porque no
estaban basados solamente en una atracción sexual juvenil. Lynn era tímida pero
valiente. Adam admiraba su inteligencia, su simpatía, su buen gusto. La amaba como
madre, como mujer, como amiga y como amante.
Tal vez lo que él y Jennifer sentían el uno por el otro, con el tiempo, se habría
transformado en un amor igual de maduro. O tal vez no. Nunca lo sabría. Jennifer se
había ido, y siempre la recordaría con amor y tristeza por lo que ella había perdido.
No por lo que él había perdido.
—Adiós, Jenny —dijo en voz baja. Pero ella no estaba allí para contestarle.
Adam se dio la vuelta y atravesó el césped con fuerza y determinación
renovadas. Tenía que ver a su esposa. En aquella ocasión, diría las palabras
adecuadas.
Si ella quería escucharlo.

Lynn había confiado en hallar en su casa un remanso de paz. Atravesó la


librería en penumbra, abriéndose paso entre las estanterías y las mesas por la fuerza
de la familiaridad.

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Había acostado a las niñas hacía una hora. Sus susurros y risas no duraron
mucho. Después, había sentido el impulso de bajar hasta allí, donde su sueño había
cobrado forma. El sueño al que estaba a punto de renunciar.
Aquella noche, solo vio muebles de madera y libros sin color ni vida. Un
negocio. No muy importante, comparado con la gente que amaba.
Presa de una terrible inquietud, cedió a otro impulso y descolgó el teléfono que
estaba detrás del mostrador.
—Hola, Frances —saludó a la madre de la adolescente que a veces le hacía de
niñera—. ¿Hay alguna posibilidad de que Alicia venga a casa durante una hora o
dos? Rose y Shelly están dormidas. Me muero de ganas por salir un rato y dar un
paseo.
—Por supuesto que puede ir. Lo único que está haciendo es ver Titanic por
trigésima vez. Un momento —Lynn oyó su voz ahogada. Debía de haber tapado el
micrófono—. Ha ido a ponerse unos zapatos. Estará allí enseguida. ¿Estás bien,
Lynn? ¿Ocurre algo?
—No... Un día duro, nada más.
—Te entiendo. Todavía recuerdo los días en que creía que iba a echarme a gritar
si no podía estar sin los niños un rato —repuso en tono comprensivo—. Alicia puede
quedarse toda la noche, si la necesitas. Pero, si vas a salir tú sola, ten cuidado, por
favor.
La joven vivía a una manzana de la tienda. Lynn la esperó en lo alto de las
escaleras de atrás. Mientras oía cómo la joven encendía la televisión, con el volumen
bajo, Lynn se puso un jersey grueso que había sido de Brian, se remangó las
interminables mangas, y cruzó la calle en dirección al mar.
El paseo marítimo estaba desierto; las tiendas, cerradas. Se oían voces y risas
procedentes de un restaurante, pero nadie estaba sentado en las terrazas, como era
costumbre en verano. Bajó los escalones de piedra de dos en dos, ansiando perderse
en la playa en sombras, con la luna y los rompientes como única compañía.
Deseaba que Adam nunca hubiese formado parte de su vida allí. Que no
hubiese corrido por la playa, con las niñas chillando de alegría. Que no se hubiese
sentado en la mesa de su tienda para leer plácidamente. Que no hubiese comprado
un sofá nuevo ni le hubiese hecho comprender lo solitaria que era su cama sin los
placeres de compartirla.
Absorta en los recuerdos, Lynn tropezó con un pedrusco medio enterrado y
cayó de rodillas. Las lágrimas afloraron en sus ojos, pero las desechó, furiosa consigo
misma.
«Me preocupo por ti».
¿No podría haberlo intentado?, pensó con tristeza. ¿No podía haber fingido,
aunque solo fuera un poco?
Se incorporó y siguió caminando hacia los rompientes. «¿Por qué no he sido
paciente?», pensó con desolación. «¿Por qué no podía... conformarme?»

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¿Cómo iba a convencer a Rose y a Shelly de que había tomado la decisión


correcta si ni siquiera ella estaba segura?
Lynn encontró una roca tras la que guarecerse del viento y se dedicó a recordar
cada momento de su vida de casada, cada palabra que Adam había pronunciado,
cada caricia. Se torturó con el recuerdo de lo que había tirado por la borda, y empezó
a darse cuenta de que había sido una cobarde.
Había tenido tanto miedo de perder a Adam poco a poco, que había provocado
un corte por lo sano. Sabía que estaría bien sola. Ya lo había hecho antes. Lo que no
sabía era cómo ganarse el amor de un hombre ni cómo soportar su indiferencia
cuando la hacía evidente.
Lynn enterró el rostro entre las mangas de lana áspera. Llevada por el miedo,
no había hecho ningún esfuerzo por luchar por su marido. La asustaba demasiado
ser una esposa. Había optado por salir huyendo.
Empapó las mangas con sus lágrimas hasta que empezaron a caer las primeras
gotas de lluvia. Congelada, inició el camino de vuelta al paseo, sintiendo los pies
entumecidos. Con tan poca ropa, no debería haberse expuesto tanto al viento.
Ya casi había llegado a los escalones, cuando vio a un hombre apoyado en la
barandilla del paseo. La luz del farol quedaba a su espalda, así que estaba sumido en
las sombras y ofrecía un aspecto amenazador. Lynn vaciló. Seguramente, solo
buscaba estar solo, como ella, pero la calle estaba desierta si, realmente, constituía
una amenaza. Aun así, no había otro camino cercano para subir al paseo, y estaba
muerta de frío.
Inspiró para reunir valor, bajó la cabeza y subió corriendo las escaleras.
Acababa de poner el pie en el último peldaño, cuando el hombre le habló.
—¿Lynn?
—¿Adam? —el viento arrastró consigo la voz de Lynn.
—Te estaba esperando —todavía con las caderas apoyadas contra la barandilla,
volvió la cabeza para mirarla. Su expresión cambió al verla a la luz amarillenta del
farol.
—Has estado llorando —parecía enfadado. Brusco.
—Me lloraban los ojos, por el viento... —¿qué estaba haciendo allí?
Adam maldijo y dio un paso hacia ella. El alivio fue abrumador. En aquel
instante, apenas le importaba por qué estaba allí. ¡Qué fácil era dejarse envolver por
su fuerza y su calor!
—Lo siento —intentó decirle, pero no sabía si podía oírla.
Adam seguía maldiciendo, gruñendo algo junto a su pelo. Parecía un eco.
—Dios, lo siento. Tienes que perdonarme, Lynn.
—¿Perdonarte? —¿de qué estaba hablando? Intentó apartarse, pero él la estaba
estrechando con demasiada fuerza.

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—¿Podemos ir a casa, Lynn? —le acarició la mejilla helada con una mano—.
Necesitas tomar algo caliente.
—Sí. Vamos.
«Me preocupo por ti». Por supuesto que se preocupaba. Eso tenía que ser
suficiente.
Adam la condujo hasta la casa, donde Lynn vio el Lexus aparcado, en su lugar
acostumbrado, en el aparcamiento de grava.
«Adam ha venido», pensó, perpleja.
Las escaleras del porche parecían interminables. Adam le abrió la puerta y Lynn
se quedó de pie en el salón, temblando de frío, mientras él pagaba a la niñera y la
acompañaba hasta la puerta.
—Maldita sea, Lynn... —dijo al verla de nuevo, pero no terminó la frase—.
Pondré agua a hervir y te traeré algo que te abrigue.
Minutos después, sentada en el sofá de brocado, envuelta en una manta gruesa,
Lynn aceptó la taza humeante que Adam le tendía.
—Gracias —dijo con la barbilla alta. Había entrado en calor y se sentía casi
normal—. El frío me había calado hasta los huesos.
—Tienes suerte de no haber muerto de hipotermia —Adam parecía enfadado
otra vez—. ¿Acaso pretendías suicidarte?
—¡Solo estaba dando un paseo! —le espetó—. Quería pensar. Tenía que estar
sola.
Adam movió los hombros, como si le dolieran. Su tono de voz era casi
coloquial.
—¿Y en qué has pensado?
—En ti. En nosotros —reconoció con voz ronca.
—¿Y a qué conclusión has llegado?
Lynn tomó la taza entre sus manos, deseando que el calor le insuflara valor.
—Estaba equivocada. Yo...
—No me amas —su rostro se tornó inexpresivo.
—No debería haberte dicho que te amo —le corrigió Lynn—. Te estaba
presionando. Habíamos hecho un trato, y estaba funcionando. Yo... —bajó la
cabeza— me asusté.
—¿De qué? —preguntó Adam, entre dientes.
—Sé que te gusto y que... me deseas. Al menos eso creo... —le lanzó una mirada
y siguió hablando—. Tenía miedo de que, pasado un tiempo, ya no te atrajera. Y no
podría soportarlo.
—Tienes que haberte dado cuenta de que me estaba enamorando de ti —fue su
atónita respuesta.

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Con temor a aferrarse a la esperanza que había estado alimentando durante


todos aquellos meses, Lynn levantó la vista.
—No —dijo en apenas un susurro—. No tenía ni idea —cerró los ojos con
fuerza—. Pero no me amas. Ni siquiera pudiste pronunciar las palabras. Solo dijiste
que te preocupabas por mí.
Finalmente, Adam la tocó, poniéndole la mano en la mejilla. Con voz grave y
lenta dijo:
—Te amo con locura. Pero he sido un idiota al no darme cuenta antes.
—Al no darte cuenta... —aquello parecía surrealista. Un final demasiado fácil.
Lynn no se atrevía a creerlo.
—Empecé a enamorarme de ti el día en que nos conocimos en el hospital.
Quería acariciarte el pelo —sin saber cómo, Lynn había dejado la taza y tenía los
dedos unidos a los de Adam. Con la mano que tenía libre, Adam empezó a
acariciarle el pelo, y a ella, cada mechón le parecía un nervio deliciosamente
sensible—. Anoche, cuando hicimos el amor, dijiste que me deseabas, pero no me
pareció bastante. Me sentía como un canalla, pero necesitaba oírte decir que me
amabas. Aunque no entendía por qué.
—Pero cuando te lo dije...
Adam la asió con más fuerza.
—¿Sabes lo que sentí? Triunfo. Júbilo. «Me ama», pensé. Solo que tardé cinco
minutos en darme cuenta de que yo también te amaba.
—Pero no viniste a buscarme. No intentaste entrar en la habitación —dijo con
evidente dolor.
—Tenía que... asimilarlo. Soy un hombre reflexivo. Necesitaba estar seguro.
—¿Y ahora lo estás?
—Jennifer —dijo— fue mi primer amor de verdad. Me gustaría creer que
todavía seguiríamos felizmente casados, si estuviera viva. En parte, lamento que no
tuviera la oportunidad de ser madre. Le hacía tanta ilusión. Pero la realidad es que
yo he salido ganando. Te tengo a ti, a Shelly y a Rose. No volvería atrás aunque
pudiera. Quiero despertarme contigo todas las mañanas durante el resto de mi vida,
hacerte el amor todas las noches y viajar a Disneylandia con las niñas en vacaciones.
Quiero discutir contigo, limpiar contigo la cocina y hacerme viejo contigo. Si... —
tragó saliva— si puedes perdonarme por haberte hecho tanto daño.
Lynn se arrojó en sus brazos.
—Adam —murmuró junto a su cuello—. Yo soy la que, por poco, meto la pata.
No me sentía cómoda. Me gusta controlarlo todo, y saber siempre a qué atenerme.
Me entró el pánico y me convencí de que estaría mejor como antes.
—¿Y ahora? —la apartó para mirarla con ojos sombríos, turbulentos.
Lynn quería reír y llorar al mismo tiempo.

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—Estos últimos meses han sido los más felices de toda mi vida. Saber que tú
también me amas es como... como...
—¿Haber comprado mil acciones de Microsoft cuando lanzaron la oferta
pública?
Ganó la risa, aunque tenía las mejillas húmedas.
—Algo así. Aunque, más bien, estaba pensando en fuegos artificiales.
—Fuegos artificiales —dijo Adam, y le acarició el labio inferior con el dedo—.
Eso se puede arreglar.
Su beso le dio la razón. Aturdida de alivio, amor y la llama del deseo, Lynn
susurró:
—Vamos a la cama.
—Mm... —Adam la asió por los hombros para mirarla a los ojos—. Una cosa
más. Me gustaría despertarme contigo todas las mañanas, pero me conformaré con
cuatro mañanas a la semana si quieres conservar la librería. Quiero que lo sepas.
—Gracias —Lynn le dio un pequeño beso en los labios—. Pero detesto el viaje
hasta aquí, y prefiero estar contigo. Quizá me tome un tiempo para pensar en lo que
puedo hacer. O tal vez abra otra librería, quién sabe.
—Muy bien. Y ahora... —se puso en pie y le tendió una mano— es el momento
de celebrarlo.
Cómo no, hicieron un alto en el pasillo para contemplar, agradecidos, cómo sus
hijas dormían apaciblemente.
—Ahora mismo —dijo Adam en voz baja—, me siento privilegiado.
—Yo también —corroboró Lynn, y reprimió unas lágrimas de alegría que era
una tontería derramar.
Adam la levantó en brazos.
—Vamos a hacer fuegos artificiales.
Así lo hicieron, y ninguno de los dos se olvidó de pronunciar las palabras que,
después de todo, no dejaban de ser importantes.

Fin.

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