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Todos hemos visto películas en las que un señor/a con algún tipo de
padecimiento indeterminado acude a la consulta de otro señor/a, se sienta en
un diván y habla durante una o dos horas mientras el terapeuta, con gesto
serio, hace anotaciones y alguna pregunta corta mientras muerde las gafas
coquetamente. Y es que esa es la metodología básica de esta práctica
pseudoterapeutica, la ‘asociación libre’. Esto es, hablar lo primero que le venga
a uno a la cabeza frente a alguien que toma la posición de Dios -su silencio,
sobre todo- y que decide cuándo estamos enfermos y cuándo sanos.
Antes de comenzar a analizar si es psicoanálisis sirve para algo, o si constituye
realmente parte del corpus de conocimiento científico, quisiera hacer algunos
comentarios preliminares.
El concepto de placebo es bastante sencillo de explicar en el caso de fármacos
o para dolencias que presentan una etiología fisiológica bien definida. Cuando
se contrasta la eficacia de un fármaco en una prueba de doble ciego -y así
suele hacerse, sobre todo en modelos animales- uno de los grupos es
evaluado con la administración de algo que luce exactamente igual que el
fármaco, pero que no contiene el principio activo. En el caso de terapias que no
emplean fármacos, el proceso es el mismo. Aunque en este último caso se
emplean desde asiáticos que no tienen ni idea de hacer acupuntura, hasta
masajistas que se hacen pasar por reflexólogos.
El psicoanálisis fue inventado por Sigmund Freud entre finales del XIX y
principios del XX. Freud estuvo bajo la influencia de Charcot y sus estudios
sobre la histeria empleando hipnosis, y de Breuer y su método catártico. El
psiconálisis ha sido desde sus orígenes tanto un modelo teórico que pretende
explicar el funcionamiento de la mente humana como un tipo de psicoterapia
basada en ese modelo. Pese a la enorme cantidad de diversas ramas, grupos y
derivaciones que existen entre sus adeptos, el núcleo duro sigue siendo el
mismo desde su fase inaugural de la mano de Freud.
El psicoanálisis se basa en dos ideas que son bastante simples, aunque sean
capaces de enredarlas hasta niveles extremos -y si no me creéis os animo a
mirar alguno de los libros de Lacan, especialmente esos textos logorreicos en
los que habla de la topología de los penes sin ton ni son, haciendo llorar a
cualquier matemático competente.
El Superyó sería el reverso tenebroso del Ello. Las normal morales y las reglas
sociales que pondrían freno a sus apetencias descarriadas. El Superyó sería
construido por la sociedad, la cultura, la educación, la familia, etc., y
básicamente es represivo. Finalmente tenemos al Yo, que constituye la parte
consciente de nosotros. El Yo sería la imagen que proyectamos tanto para los
demás como para nosotros mismos. Sería, básicamente, el Ello pasado por el
filtro del Superyó.
Hasta aquí todo es bastante simplón, pero la fiesta viene ahora con lo que
construye Freud sobre este modelo de la naturaleza de la mente. Como hemos
visto, estaríamos formados por tres niveles diferentes, aunque estos niveles no
conformarían una unidad que trabaja de forma articulada. Al contrario, vivirían
en continua guerra. El Ello y el Superyó se llevan a matar. El Yo no sabe ni que
existe el Ello y a veces no es conciente de las consecuencias del Superyó. El
Superyó tiene que reprimir al caprichoso Ello, que es una especie de
homúnculo que lucha por salir a la superficie de la conciencia. Un duendecillo
maligno que nos dice que quememos cosas.
Los filósofos de la ciencia se han pasado los últimos cien años analizando
cómo funciona la ciencia desde un punto de vista lógico y metodológico. En
este sentido, es extremadamente usual que sea la filosofía la primera en llegar
a los sitios, generando modelos abstractos, puramente teóricos, que después
son contrastados por los científicos experimentales. Incluso es sano que se
trabaje durante un tiempo de espaldas a los datos a fin de mejorar el modelo
hasta que este pueda resistir contrastaciones sofisticadas. Pero lo que pasa
con el psicoanálisis es simple y llanamente intolerable desde un punto de vista
científico: lleva 120 años fingiendo ser una ciencia y a la vez negándose a
someterse al tribunal de la evidencia.
Los otros dos grandes problemas del psicoanálisis los pusieron de relevancia
Popper y Grünbaum. Popper hizo hincapié en el carácter no falsable de
muchas de las afirmaciones de los psicoanalistas. Por ejemplo, el complejo de
Edipo. Para empezar, este complejo es inviable evolutivamente. ¿Qué ventaja
evolutiva tendría que todos los niños de una especie tuvieran el impulso de
retar a un macho adulto que les supera 5 o 6 veces en tamaño? ¿Poder
copular con una hembra con un nivel altísimo de homocigosis dejando una
descendencia en alta probabilidad no eficaz? Es también una aberración desde
el punto de vista de la neurociencia, ya que el hipotálamo de los niños madura
en la pubertad, lo cual les impide tener esa supuesta vida sexual activa. Todos
estos problemas, claro, los solventan los psicoanalistas apelando a que la
mente no es el cerebro y escapando por la vía metafísica.
Pero, volviendo a Popper, aún si nos encontramos con algún psicoanalista más
o menos sensato que quiera investigar el complejo empíricamente, sería
imposible hacerlo por razones lógicas. Si todos tenemos complejo de Edipo,
entonces todos tendremos que desarrollar los síntomas. Pero, y aquí viene el
truco, si no los desarrollamos, entonces es porque los estamos reprimiendo a
través de un mecanismo de defensa. La casa siempre gana. Por ello el
psicoanálisis sería infalsable y una hipótesis científica siempre ha de poder ser
refutada, “ofrecer el cuello”. Pese a que el criterio de falsabilidad no es una
maravilla como criterio de demarcación en este caso funciona bastante bien.
La última pega, por si no fuera suficiente con las anteriores, que apuntó
Grünbaum y que es muy popular hoy en día, apela a que las partes del
psicoanálisis que se exponen a la investigación seria, y que constituyen
implicaciones contrastadoras de la teoría, simple y llanamente han sido
refutadas por la neurociencia y la psicología científica. Es un modelo que
debemos desechar porque es falso y no casa con la evidencia disponible, sin
más. Ya he mencionado los problemas de explicación biológica que acarrea el
complejo de Edipo, pero no acaba ahí la cosa. Las fases del desarrollo sexual
del niño que postula el psicoanálisis no se parecen ni remotamente a lo que
pasa en la realidad, las mujeres no se sienten incompletas por no tener pene -
ojo con las toneladas de misoginia que contiene-, los recuerdos reprimidos son
ciencia ficción, y uno parece que puede llevarse bastante bien con su padre si
este es un buen tipo.
Cabe remarcar que los recuerdos reprimidos no han sido nunca contrastados
empíricamente. En momentos de fuerte estrés agudo los glucocorticoides no
permiten la potenciación a largo plazo, es decir, la generación de memorias a
largo plazo. Cuando reconstruimos la fuente de nuestro problema -que
podemos perfectamente no tener almacenada en el cerebro, aunque la
memoria emocional sí haya respondido- y somos sugestionados por el
psicoanalista, creamos un recuerdo falso.
Ha sido bastante común en pacientes de psicoanalistas la aparición de estos
recuerdos inventados. Violaciones donde nunca las ha habido, deseo sexual
por una madre sacado de la chistera, etc. Hay incluso una gran cantidad de
plataformas de afectados de falsos recuerdos que reclaman responsabilidades
legales a los psicoanalistas. Os pongo un ejemplo. Freud tuvo como paciente -
soy fanático de las historias clínicas de Freud- a un niño que tenía un miedo
atroz a los caballos, tan habituales en la Viena de los 20′. Como no podía ser
de otra manera, la explicación que le dio Freud al miedo fue que el enorme
pene del animal le recordaba al de su padre, obviando totalmente que el niño
había presenciado un accidente de carros tirados por caballos.
Hay otra vía por la que puede ser dañino el psicoanálisis, muy común en el
mundo de la pseudociencia: la evasión de tratamiento. Os cuento otra historia
de Freud para ilustrar la idea, una que de verdad da rabia. Trató en una
ocasión a una mujer, Dora, que tenía un dolor insoportable en la zona
abdominal, cojeaba de la pierna derecha y respiraba con dificultad. Freud
atribuyó sus síntomas, respectivamente, a un embarazo psicológico, al haber
dado un paso en falso con ese embarazo y al haber escuchado la respiración
de su padre mientras tenía sexo. Lo lamentable de la historia es que mientras
Freud hacía sus divagaciones lisérgicas sobre su “inconfundible histeria”, Dora
perdía el tiempo y seguía desarrollando el cáncer abdominal que la condujo a
la muerte -por cierto, Freud atribuyó a la histeria la generación del tumor, ¿o
creías que iba a admitir su error?
Pseudociencia triunfante