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Yo la adoro, pero...

(elogio del chisme)


JAVIER GOMÁ LANZÓN 14/08/2010
Hablar de los demás y criticar tiene aspectos positivos desde la filosofía

Un índice del nivel cultural de un país es la calidad de las conversaciones sociales


que mantienen sus ciudadanos por puro pasatiempo. El tiempo pasa quieras que
no y el pasatiempo es aquello que torna ese pasar inexorable en algo deleitoso. La
conversación de recreo, entre familiares y amigos, durante comidas y cenas, en la
terraza de un bar sobre el asfalto o a la aireada orilla del mar, es, por el placer que
produce, la forma suprema de entretener nuestros ocios. ¿Todos los países
conversan igual? Yo creo que no y me temo que, en perspectiva comparada, la
conversación española, por regla general, no pica muy alto. Al menos entre los
hombres, cuyos temas versan normalmente sobre deportes, política, negocios,
trabajo y mujeres. En tanto que éstas, las mujeres, además de pedirse
mutuamente consejo sobre cuestiones prácticas -consecuencia de soportar aún
hoy la mayor parte del peso de la casa y la organización familiar-, llevan con
mucha más frecuencia esos temas de conversación amistosa hacia materias
personales, íntimas y confidenciales. Si, en una reunión de hombres, uno inicia un
argumento, por liviano que sea, sobre estas peliagudas arenas movedizas, al
punto cae sobre él la tacha de "intenso", afectado o pedante. Posiblemente sea
España el país con el menor número de pedantes de todo el mundo, porque una
policía de lucha antipedantería está aquí siempre vigilante para que nadie escape
a las pautas de roma conversación masculina. En cambio, las mujeres se
intercambian noticias reservadas, abren su corazón a la amiga, comparten sus
experiencias vitales y critican, critican mucho. Para introducir su crítica, usan una
fórmula ad cautelam: "Yo adoro absolutamente a X (nombre de una amiga o
conocida), pero...", y a continuación censuran algo del modo de ser de la aludida o
de su comportamiento reciente. Dirán que, echándomelas al principio de feminista,
al final me ha traicionado mi machismo recalcitrante que perpetúa roles
tradicionales entregando a las mujeres al feo vicio del comadreo. Eso sería cierto
si pensara que criticar es un ejercicio perverso, como de hecho parece creerlo la
mayoría de la gente al mismo tiempo que lo practica con fruición. Pero yo tengo
graves razones filosóficas para esbozar una apología del arraigado hábito de
criticar a nuestro prójimo. Por supuesto, no me refiero a la maledicencia, la
calumnia y la difamación, modos degenerados de la buena crítica; y, cierto,
criticando a terceros nos arriesgamos a perjudicar famas y nombres.

Eppur...
Y, sin embargo, la crítica -el juicio que nos merecen los ejemplos de conductas y
estilos de vida ajenos- constituye la única vía posible de aprendizaje moral. Esto
se debe a la peculiar naturaleza de la verdad moral, tan distinta de la lógica o
científica. Si queremos conocer una ley de la naturaleza, debemos estudiar las
proposiciones conceptuales o matemáticas en las que viene enunciada; si quiero
aprehender la esencia de una mesa, las mesas fenoménicas de mi experiencia
sólo son andaderas que me elevan hacia su Idea y, comprendida ésta, los
ejemplares empíricos de ella nada añaden a mi comprensión; la manzana que cae
del árbol es un ejemplo de la ley de la gravedad, pero la concreta manzana que
golpeó la peluca empolvada de Newton es irrelevante. ¿Sucede lo mismo con la
verdad moral? Deseando comprender o que otro comprenda la esencia de la
valentía, ¿echaré mano del diccionario o la enciclopedia para leer allí su
definición? Seguro que no, porque, para cuestiones morales, la definición lógica
no agota ni de lejos toda la verdad moral, la cual se revela en toda su plenitud
exclusivamente a través de la concreción empírica del ejemplo: lo que la valentía
sea se aprehende sólo mediante la intuición contenida en un ejemplo tangible de
valentía, no a través de los tratados discursivos, porque sólo el ejemplo propone a
la intuición del hombre, con evidencia sensible, la esencia de la acción enjuiciada.
Aquí el ejemplo de la valentía pertenece a la esencia de la valentía, no funciona
como la manzana de Newton. El entero aprendizaje moral del hombre, en fin,
depende de un continuado juicio crítico sobre los ejemplos significativos que nos
rodean.
En consecuencia, hay que criticar al prójimo, siempre y sin cesar (por una vez el
deber coincide con la inclinación humana). La crítica -el cotilleo, las hablillas, el
chisme- no sólo sazona el a veces rancio bocado de la vida, sino que es el
vehículo privilegiado de acceso a la moralidad, pues sólo en el ejemplo criticado
-la conducta de un tercero- comparece ante mí la virtud, presente o ausente, y se
me hace intuible en su indefinible esencia. Imaginemos la primera cita de una
pareja que desea conocerse mejor. Para ese fin, no le preguntará uno al otro si le
agrada lo bueno, bello y honesto que hay en la vida, porque la previsible
contestación positiva apenas permite avanzar en ese conocimiento. El momento
decisivo de la conversación sobreviene al concretar los ejemplos donde se
materializan dichas cualidades abstractas: un hecho histórico, un libro, una
película, una canción; y, con especial intensidad, los ejemplos personales: amigos
comunes, notoriedades públicas, políticos. Nuestra sentimentalidad, el hondón de
nuestra alma, no se deja conocer directamente sino sólo por vía refleja,
proyectándose sobre quienes son objeto de nuestros juicios morales.
Sócrates iba por las calles de Atenas preguntando qué es la virtud y se enredaba
en interminables conversaciones con sus conciudadanos, que al final le costaron
la vida exhibiendo un ejemplo imborrable de aquello mismo que preguntaba. Pero
hemos visto que su interrogación estaba mal formulada, porque debía haber
inquirido no qué es la virtud sino quién la encarna. Si, encontrándome con él en
una de aquellas escenas que narra Platón, Sócrates me hubiera dirigido su
conocida pregunta, yo le hubiera replicado: "Yo te adoro, Sócrates, pero... la virtud
eres tú".

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