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Dafne y Apolo

Cierta vez, estaba Apolo disparando sus flechas y logró dar muerte a una gran serpiente
venenosa. Cuando se acercó a su presa, descubrió entre el follaje un resplandor dorado: era
Eros, el dios del amor. Eros, hijo de Afrodita, es un niño con alas de oro que atraviesa con sus
flechas el corazón de los hombres y de los dioses para inspirarles el amor. Al ver las flechas de
Apolo se había acercado curioso y, habiendo tomado una, jugaba con ella simulando dispararla
con su pequeño arco. Molesto, el dios Apolo lo increpó:
− ¡Deja esa flecha, Eros! Es un arma demasiado poderosa para que la utilice un niño.
Con ella, he dado muerte a esta temible serpiente. No pretendas robarme la gloria de esta
victoria, porque es mucho más de lo que puedes hacer con tus dardos.
−No te jactes, hijo de Zeus. Pues si tus flechas pueden atravesar a los animales, las mías
se clavan por igual en el corazón de los hombres y en el de los inmortales dioses. Si quisiera, yo
podría hacerte sufrir…
Las carcajadas de Apolo lo interrumpieron.
−Difícil será comprobar ese poder, pequeño Eros −lo desafió y se alejó riéndose.
Molesto por la burla, el niño juró vengarse. Ya pagaría Apolo muy caras sus risotadas.
Entre los muchos dardos que tenía Eros, había dos que se oponían radicalmente. Uno tenía una
aguda punta de oro que despertaba la pasión en quien lo recibiera; el otro, en cambio, tenía una
punta roma de plomo y provocaba un profundo rechazo hacia el amor. Disparar el primer dardo
era sencillo, pero el segundo, por su punta roma y por su peso, requería muy buena puntería.
“¿A quién elegiré para no errar el disparo?”, se preguntaba el dios de alas doradas. De pronto,
sonrió: en un claro del bosque vio a Dafne, la hija de Peneo, el dios del río, a la que conocía muy
bien. Había encontrado lo que buscaba.
Dafne era una bellísima ninfa que adoraba Artemisa, diosa protectora de la caza. Como
ella, Dafne pretendía llevar una existencia solitaria, en contacto con la naturaleza.
Aunque su padre le recriminaba que aún no había aceptado a ninguno de sus
pretendientes, Dafne le hizo prometer que él la ayudaría a mantenerse en su propósito de no
contraer nunca matrimonio. Este aceptó, pero le advirtió que le sería difícil cumplir con sus
deseos pues, debido a su extrema belleza, siempre habría alguien que se enamoraría de ella.
Conociendo las preferencias de Dafne, Eros tensó en el arco la flecha de plomiza punta
roma. Sabía que no fallaría el tiro, como en efecto sucedió. Hizo blanco en el centro de su corazón
e, instantáneamente, la ninfa sintió que surgían en ella más poderosas las ansias de soledad, y
aborreció el amor con todas sus fuerzas.
Eros, sonrió, pero enseguida preparó de nuevo su arco, porque sintió los pasos de Apolo,
que se acercaba. La flecha dorada y aguda se clavó en el pecho del desprevenido dios. En ese
mismo instante, sus ojos descubrieron a Dafne. Se sintió deslumbrado por su belleza; su corazón
palpitaba alocadamente, y enrojecieron sus mejillas. Toda su sangre se inflamó de pasión por
ella y se le acercó presuroso para declararle su amor.
Con solo verlo la ninfa comprendió lo que había en su corazón, pues lo gritaban sus ojos.
Y huyó despavorida.
Apolo se sintió desconcertado, pero reaccionó de inmediato y la siguió. Pero Dafne
tropezaba, caía y se levantaba velozmente para continuar su huida. El ardiente enamorado veía
con desesperación cómo los brazos y los pies de su amada sangraban, lastimados por ramas y
raíces.
Dafne ya se sentía desfallecer; había llegado al límite de sus fuerzas. Creyó estar
perdida, pero en ese momento un recuerdo alivió su corazón apesadumbrado. ¡La promesa!
−¡Ayúdame, padre! Te lo suplico −gemía la joven−. Ahora reconozco cuánta razón
tenías. Utiliza tu poder para cambiar la figura de esta desdichada hija tuya, pues es la que
despierta el amor de mi perseguidor. Mi belleza me condena… ¡Hazla desaparecer, y seré libre!
No necesitó decir nada más. Sus pies heridos por la carrera se aferraron firmemente al
suelo y, de ellos, brotaron raíces que se hundieron en la tierra. Su cuerpo comenzó a cubrirse de
una fina corteza, mientras que sus brazos se convertían en ramas. Los cabellos largos y
desordenados se transformaron en hojas ante los ojos atónitos de Apolo, quien observaba con
desesperación la metamorfosis que estaba sufriendo su amada.
Apolo lloró desconsolado, abrazando el nuevo árbol, al que bautizó con el nombre de la
joven ninfa, Dafne, que en griego, desde entonces, quiere decir “laurel”. El bosque escuchó
silencioso la queja del sufriente hijo de Zeus.
−¡Ay de mí! ¡Qué mal hice en burlarme de Eros! Ahora conozco el enorme poder del
amor. Es tan grande que, aunque sea el dios de la Medicina, no existe remedio capaz de curar
el dolor que atraviesa mi corazón. Ya no podré conquistar a Dafne, pero no me apartaré de ella.
Desde hoy, las hojas del laurel adornarán mi cabellera. Del mismo modo, lucirán en la cabeza
de los poetas y los músicos consagrados, y en la de los generales triunfantes, como símbolo de
la gloria imperecedera.
Penélope y Ulises
Penélope, esposa de Ulises, esperaba el regreso de su marido, quien había partido
veinte años atrás de la isla de Ítaca para luchar en la guerra contra los troyanos.
Todos en el reino, salvo su esposa, lo creían muero; y cien pretendientes esperaba a
que ella eligiera a uno de ellos como marido para apoderarse del reino. Penélope respondía,
cada vez que se le preguntaba cuándo se decidiría por un nuevo esposo, que lo haría cuando
hubiera terminado su labro. Penélope tejía, desde hacía tres años, la mortaja del padre de Ulises.
Todos le recriminaban que, a pesar del tiempo que le dedicaba, su tejido no avanzaba. En
verdad, desde hacía muchos meses, Penélope deshacía cada noche el trabajo de todo el día.
Hasta que un día, una sirvienta observó la maniobra y corrió a contarles a los pretendientes la
estrategia de su ama. Su plan había sido descubierto y, esta vez, Penélope no tenía más
excusas, debía elegir con quién se casaría. Cuando estaba por contestar, un mendigo se
presentó en el palacio. Penélope le ofreció hospitalidad y continuó la conversación con sus
pretendientes, que se encontraban todos reunidos a la espera de su respuesta. Al ver la actitud
temerosa de Penélope, el mendigo le susurró:
-¡Di que te casarás con aquel que sepa tensar el arco de tu esposo! Penélope,
perturbada, repitió lo que el mendigo le había dicho. Todos se miraron sorprendidos, pero
aceptaron el desafío. En ese momento, Penélope decidió dejarlos tensar el arco. El mendigo
pidió que lo dejaran probar. ¡Delante de los pretendientes, el viejo mendigo acababa de tensar,
sin esfuerzo, el gran arco de Ulises!
Entonces, surgió un grito que se multiplicó: -¡Es Ulises! ¡Solo él podía hacerlo!
Nadie podía creer que fuera él. Parecía más viejo, y sus ropas estaban muy rotas.
-¡Sí! ¡Soy yo, Ulises! –gritó mientras se arrancaba sus harapos-. Y gracias a Atenea,
que supo disfrazarme, helos aquí a ustedes engañados. ¿Codiciaban a mi esposa? ¿Buscaban
suplantarme? No podrán porque he vuelto para quedarme.
Mientras así decía, y con ayuda de un leal sirviente, echó a todos los que estaban en el
lugar y corrió a buscar a su fiel esposa.
Penélope, que se había retirado a sus aposentos, se sobresaltó cuando vio que un
desconocido estaba en el umbral de su habitación.
-Vaya –susurró Ulises-, ¿tú, Penélope, mi propia esposa, no me reconoces?
-¡Atenea, ilumíname! –imploró Penélope.
La diosa la oyó: de un golpe, Ulises fue vestido con un rico manto, y su rostro cobró el
brillo y la belleza de los héroes.
-¡Ulises! –balbuceaba entre lágrimas, sin dejar de palpar el rostro amado-. ¡Ulises, por
fin, eres tú! ¡Has regresado!
La isla de los cíclopes
Odiseo, el héroe griego, se destacaba por su astucia y, gracias a ella, pudo superar
muchos de los peligros que se le presentaron en el viaje de regreso a su patria, la isla de Ítaca,
después de haber participado en la guerra de Troya. Una de sus primeras aventuras ocurrió en
la isla de los cíclopes, gigantes de un solo ojo, que eran pastores y vivían en cuevas.
Odiseo y su tripulación descendieron de sus barcos y buscaron refugio en una cueva,
sin saber que pertenecía al cíclope Polifemo, hijo de Poseidón, el dios del mar. Cuando el gigante
llegó con su rebaño y cerró la entrada con una enorme roca, Odiseo se adelantó y le rogó que
fuera hospitalario y los devoró inmediatamente. Odiseo sintió deseos de matarlo, pero se dominó,
porque sabía que sólo Polifemo podía mover la roca para salir de la cueva. Por la mañana, el
gigante desayunó del mismo modo como había cenado y se fue con sus ovejas, teniendo buen
cuidado de cerrar la entrada. Pero el héroe ya tenía un plan para escapar. Con sus hombres,
afiló la punta de una estaca y la escondió.
Polifemo regresó al anochecer y se comió a otros dos marino. Odiseo se acercó a él
entonces y le ofreció un odre de vino que habían traído del barco. El gigante bebió y, más locuaz,
le preguntó al griego cuál era su nombre.
-Me llamo Nadie.
-¿Nadie? ¡Qué extraño! –replicó el cíclope-. Pero como has despertado mi simpatía, te
devoraré en último lugar…
Y no pudo seguir hablando porque, por efecto del vino, se quedó dormido. Los griegos
calentaron la estaca en el fuego y se la clavaron en el único ojo. Gritaba Polifemo de dolor, y los
otros cíclopes acudieron a ver qué le ocurría.
-Nadie me ha dejado ciego –se lamentaba el gigante.
-Bien. Si nadie lo ha hecho, entonces ha sido un accidente –concluyeron los otros y se
marcharon.
Por la mañana, Polifemo corrió la roca de la entrada para dejar salir a su rebaño. Palpaba
el lomo de los animales. Pero el astuto Odiseo había hecho que cada uno de sus hombres se
atara al vientre de una oveja, y así lograron salir.
Subieron a sus naves, y la flota se puso en marcha. Pero Polifemo, al darse cuenta de
la burla, le pidió a su padre que castigara a Odiseo.
El dios Poseidón concedió a su hijo cuanto le pedía. Y, en efecto, el regreso del héroe
griego a su patria se extendió tanto y fue tan penoso que, aún hoy, calificamos de “odisea” todo
viaje que resulte difícil y accidentado.
Eco y Narciso
Había una vez un joven llamado Narciso. Su madre, ansiosa por averiguar el destino de su hijo,
consultó al adivino ciego Tiresias. “-¿Vivirá hasta la ancianidad?”, le preguntó.

“-Hasta tanto no se conozca a sí mismo”, replicó Tiresias. De modo que la madre se aseguró de
que el hijo no viera nunca su imagen en el espejo. Al crecer, el chico resultó ser extraordinariamente
hermoso y despertaba amor en todos cuantos lo conocían. Aunque nunca había visto su cara, podía adivinar
a través de las reacciones ajenas que era bello; pero nunca se sentía seguro, de modo que para ganar
confianza y seguridad en sí mismo dependía de que los demás le dijeran cuán bello era.

En consecuencia, se convirtió en un joven absorbido por su propia persona.

Un día, Narciso se puso a caminar por el bosque a solas. Ya entonces había provocado tantos
halagos que comenzó a creerse que nadie era digno de mirarlo.

En el bosque vivía una ninfa llamada Eco. Esta había disgustado a la poderosa diosa Hera por
parlotear demasiado; exasperada, Hera le había arrebatado el poder del habla excepto para responder a la
voz de otro. E incluso entonces, solo podía repetir la última palabra pronunciada.

Eco hacía tiempo que se había enamorado de Narciso, y lo siguió por los bosques esperando que
le dijera algo porque, de otro modo, ella no podía hablarle.

Pero aquel se hallaba tan envuelto en sus propios pensamientos que no notó que ella lo seguía a
todos los lados.

Finalmente, Narciso se detuvo al lado de una laguna, en un bosque, para apagar su sed, y ella
aprovechó la ocasión para sacudir unas ramas y atraer su atención.

-¿Quién está ahí? –gritó él.

-¡Ahí –regreso la respuesta de Eco.

-¡Ven aquí! –dijo Narciso, bastante irritado.

-¡Aquí! –repitió ella, y corrió desde los árboles, extendiendo sus brazos para abrazarlo.

-¡Vete! –grito airado-. ¡No puede haber nada entre alguien como tú y el bello Narciso!

-¡Narciso! –suspiro Eco tristemente; y desapareció avergonzada, murmurando una oración


silenciosa a los dioses para que este joven orgulloso pudiera algún día saber lo que significaba amar en
vano. Y los dioses la oyeron.

Eco trató desesperadamente de lograr la atención del bello joven, pero Narciso se había
enamorado de su propio reflejo, obsesionado por la imagen en el agua que nunca podía poseer.

Narciso regresó a la laguna para beber y observó el rostro más perfecto que había visto nunca.
Instantáneamente se enamoró del impresionante joven que tenía delante. Se sonrió, y el bello rostro le
devolvió la sonrisa. Se inclinó hacia el agua y besó los rosados labios, pero su contacto rompió la clara
superficie y el bello joven se desvaneció como un sueño. Tan pronto como se retiró y se quedó quieto, la
imagen regresó.

-¡No me desprecies de ese modo! –Le suplicó Narciso a la imagen-. Soy el que todos los demás
aman en vano.

-¡En vano! –grito Eco desde el bosque con tristeza.

Una y otra vez Narciso se acercó a la laguna para abrazar al bello joven, y en cada ocasión como
si de una burla se tratara, la imagen desaparecía.

Narciso pasó horas, días y semanas contemplando el agua, sin comer ni dormir, tan solo
murmuraba: -¡Hay de mí!

Pero las únicas palabras que le llegaban eran las de la infeliz Eco. Por último, su apesadumbrado
corazón dejó de latir y quedó frío e inmóvil entre los lirios acuáticos. Los dioses se conmovieron ante la
visión de tan bello cadáver y le transformaron en una flor que ahora lleva su nombre.

En cuanto a la pobre Eco, que había invocado semejante castigo en su frío corazón, no obtuvo de
su oración nada sino dolor. Se consumió hasta que no quedó nada de ella excepto su voz; e incluso hoy en
día solo se le deja decir la última palabra pronunciada.
Génesis del mundo
En el inicio, nada existía; no había nada visible o invisible; no existía aire ni cielo; no había vida ni
muerte. Nada anunciaba el día ni la noche. No existían la aurora coloreada de nácar ni el crepúsculo dorado.
Las tinieblas estaban envueltas en tinieblas, y de esa forma el mundo yacía envuelto en espesas brumas y
sumergido en sueño por todas partes.

Entonces Svayambhu, el ser existente por sí mismo, hizo perceptible el Universo mediante los
cinco elementos primitivos; y al manifestarse el mundo, éste resplandeció con la claridad más pura, y con
ello, se disipó la oscuridad. Y habiendo decidido él solo hacer que todas las cosas emanaran de su propia
sustancia (de la sustancia del Ser), hizo que surgieran las aguas y en ellas depositó un maravilloso germen
fecundo.

Ese germen se transformó en huevo de oro, brillante como astro de mil rayos luminosos, en el
cual el ser supremo se reveló en la forma de Brama. Después, por medio de todas las partículas sutiles
emanadas del ser, se constituyeron los principios de todas las cosas que formaron este mundo perecedero.

El ser supremo atribuyó a cada criatura una categoría distinta, y con arreglo a esa categoría,
estableció sus actos, sus funciones y sus deberes. Cada uno de todos los seres, en virtud de sus actos
anteriores de vida, posteriormente nacen entre los dioses, entre los hombres o entre los animales, y
constantemente experimentan sus transformaciones sin fin, a través del mundo que se destruye y se
renueva sin cesar.

Después de haber creado el Universo de esta manera, Aquel, cuyo poder es incomprensible,
desapareció adentrándose en su alma, y desde ahí reemplaza el tiempo que pasa por el tiempo que viene.
Cuando Dios vela, el Universo realiza sus actos; cuando duerme, su espíritu queda absorbido por un
profundo letargo y el Universo se destruye a sí mismo. Y por medio de esos despertares y de esos reposos
alternativos, el Ser inmutable hace vivir o morir al conjunto de criaturas inmóviles o vivientes.

Pandora
En un principio todo era Caos, hasta que los dioses decidieron dar a cada cosa existente su lugar
en la tierra, también decidieron crear a los animales y entre ellos a uno que fuera superior: el hombre; esta
tarea fue encomendada a Prometeo y su hermano Epimeteo – pertenecientes a una raza de Titanes que
habitaron la tierra mucho antes de la creación del hombre-, para ello, Prometeo tomó agua y barro para
moldear al hombre a imagen y semejanza de los dioses.

Cuando Prometeo quiso proveer al hombre de dones especiales para hacerlo superior al resto de
los animales, se dio cuenta que Epimeteo ya los había agotado todos en la creación de los animales, así
que Prometeo subió al Olimpo y ayudado por Atenea robó las semillas de Helios (el Sol) y se las regaló a
los hombres. Con el fuego como regalo, los hombres fueron capaces no sólo de alimentarse, sino también
de elaborar armas para cazar animales, de fabricar herramientas para trabajar la tierra, de calentarse y de
vivir una mejor vida. Cuando Zeus (rey de los dioses del Olimpo) se dio cuenta del robó, montó en cólera y
decidió castigar a los Titanes por haber regalado el fuego y a los hombres por haber aceptado el regalo.

De esta manera ordenó a todos los dioses crear a la mujer primera mujer en la tierra y que cada
uno de ellos la llenara de virtudes: Hefesto, dios del fuego, la moldeó; Atenea, diosa de la sabiduría, le
regaló un cinturón de perlas, un vestido hermoso color púrpura y otras piedras preciosas; Afrodita, le dio la
belleza; Apolo, dios de la luz y la verdad, le dio la música; Hermes, dios de las fronteras y los viajeros, le
dio el don de la seducción, un carácter voluble y la manipulación; los collares le fueron entregados por Las
Gracias y la Persuasión, las Horas coronaron su cabeza con flores.

Pero Pandora fue, también, un arma contra el hombre, pues Zeus quería acabar con él a causa de
la desobediencia del titán Prometeo. Así, esta mujer será la encargada de llevar la perdición al hombre, y
así se lo hace saber Zeus a Hefesto, el más habilidoso del Olimpo, a fin de que la creara bella, perfecta, en
casi todo similar al hombre, pero dotada de capacidad para retrasarle en el trabajo y hacerle olvidar hasta
sus pensamientos... Como último regalo, Zeus le entrega a Pandora una caja que no deberá abrir bajo
ningún concepto. En ella, sin la mujer saberlo, están encerrados todos los males que destruyen a la raza
humana: la enfermedad, la venganza, la ira, el mal del mundo. Y entrega a Pandora como esposa a
Epimeteo -llamado "el que reflexiona tarde"-, hermano de Prometeo; este, deslumbrado por la belleza de la
mujer, acepta sin dudar el regalo, desoyendo los sabios consejos de su hermano: no aceptar ningún
presente que venga de Zeus, por si acaso... Movida por la curiosidad, con el tiempo Pandora no pudo
resistirlo y abrió la caja que Zeus le había regalado.

Y en un momento todos los males se repartieron por el mundo, sin poder ser contenidos por las
sensuales manos de la mujer... Asustada, Pandora cerró la tapa justo cuando el último objeto de la caja iba
a salir: la esperanza. Posteriormente, arrepentida y viendo lo que su acción había provocado en la
Humanidad, se dedicó a ir ofreciendo a los hombres, uno a uno, la posibilidad de contar con la esperanza,
pues ella la tenía -esta vez sí-, bien guardada.

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