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Esta novela describe sucesos y personas reales, con diálogos


ficticios, además de escenas y personajes añadidos por el autor.

La canción de Auschwitz

© 2018, Franscico Javier Aspas


© 2018, Kailas Editorial, S. L.
Calle Tutor, 51, 7. 28008 Madrid
kailas@kailas.es

Diseño de cubierta: Rafael Ricoy


Diseño interior y maquetación: Luis Brea Martínez

ISBN: 978-84-17248-06-2
Depósito Legal: M-777-2018

Impreso en Artes Gráficas Cofás, S. A.

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A las víctimas del Holocausto

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Prólogo
El tren

Estación de Poprad, norte de Eslovaquia. Marzo de 1942

L
a joven rubia había resbalado y caído de bruces, per-
diendo su atillo en la caída. Su rostro reflejó, sobre la
placa de hielo que se había hecho en el suelo, un terror
difícil de describir.
—¡Levántate! ¡Inútil!
Al levantar la vista, sus ojos tropezaron con dos botas de
montar negras. Al elevar más la mirada, el uniforme negro del
hombre que le gritaba transformó en oscuridad el brillo blan-
quecino de esa tarde de finales del invierno. Sobre la cabeza,
la borla que decoraba el gorro con detalles dorados se balanceó
dejando a la vista el escudo con el águila amarilla que sostenía
entre sus garras un haz de varas. En el pecho del águila sobre-
salía un círculo azul y blanco con la cruz de dos brazos en su
interior.
La mano de la joven morena que la acompañaba se extendió
ante ella. La joven rubia la agarró con fuerza, ayudándose para
levantarse. Recogió su atillo.
—Levántate Rivka. Por favor, levántate.
El soldado de la Guardia de Hlinka la empujó, golpeándola
en la espalda con su fusil. El rostro de Rivka se contrajo en un
gesto de dolor.
—Helena, yo…
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Helena hizo un gesto con su mano, casi inapreciable, para
que se callara. Marchaban en una larga fila junto a un tren de
veinte vagones estacionado frente a la arcada de la puerta princi-
pal de la estación. Era un tren de vagones de madera, con puertas
cruzadas por grandes cerrojos de hierro. Un tren de mercancias.
En la puerta de la estación se había concentrado un numeroso
grupo de curiosos. Entre la maraña de cabezas, Helena había dis-
tinguido algunos rostros conocidos. Rostros de personas que hasta
hacía muy poco habían sido sus vecinos. Ahora, les gritaban como
perros salvajes toda clase de insultos imaginables:
—¡Largaos, putas judías! ¡No volváis nunca!
—¡Judíos, fuera de Eslovaquia! ¡Llevaos vuestra mierda a
otro lugar!
—¡Que os maten, judías asesinas!
—¡Los alemanes sabrán que hacer con vosotras! ¡Os utiliza-
rán de putas para sus perros!
Risas. Un grupo de jovencitos, poco más que niños, se diver-
tían lanzando bolas de nieve sobre las mujeres más ancianas de
la fila, que marchaban al principio. Soltaban grandes risotadas
cuando alguna de ellas caía al suelo. Su particular éxtasis de di-
versión llegaba cuando los soldados de la Guardia de Hlinka gol-
peaban con sus fusiles a las ancianas, obligándolas a levantarse.
—Los alemanes no nos harán esto, ¿verdad, Helena? —pre-
guntó Rivka con su habitual tono de ignorancia.
—No, Rivka. Ya te lo he dicho muchas veces. Jalenko me ha
asegurado que trabajaremos en una fábrica, y que los alemanes
nos tratarán bien…
—Pero Jalenko es uno de ellos, Helena.
Los ojos de Rivka se habían desviado hacia uno de los solda-
dos de la Guardia de Hlinka.
—No, Jalenko no es como ellos. Tú lo sabes.
La respuesta de Helena no pareció satisfacer a Rivka. Bajo la
gran arcada de la puerta principal de la estación, la muchedum-
bre había cambiado los insultos hacia los judíos por un aluvión
de gritos patrióticos.
—¡Eslovaquia, Eslovaquia! —gritaban unos.

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—¡Tiso! ¡Tiso! —vociferaban otros.
De manera espontánea, de entre la multitud, alguien entonó
las primeras estrofas del himno nacional, Relampaguea sobre los
Tatra.

Nad Tatrou sa blýska hromy, divu bijú…

En pocos segundos todo el mundo cantaba alborozado, hasta


los soldados de la Guardia de Hlinka que organizaban la fila.
Uno de esos soldados, un muchacho joven, de la misma edad
que ellas, muy rubio y con el rostro enrojecido por el gélido y
cortante viento, colocó violentamente una de sus manos sobre el
pecho de Helena, provocando que se detuvieran bruscamente.
—¡Mujeres jóvenes! ¡Aquí, en este vagón!
Otros dos soldados corrieron a la puerta del vagón, descorrie-
ron el cerrojo y la abrieron. La oscuridad de su interior pareció
salir de él, cubriendo con un velo maligno las últimas luces de la
tarde agonizante.
—¡Arriba! ¡Subid dentro! —bramó el joven soldado.
Helena lanzó su pesada maleta al interior del vagón. Había
una altura considerable, así que apoyó sus manos en el borde, dio
impulso a su cuerpo y consiguió ascender. Sintió como una de
sus medias se rompía. Pero eso ahora no importaba. En cuclillas,
extendió el brazo esperando que Rivka cogiera su mano. Pero su
amiga no lo pudo hacer.
—¡Coge mi mano, Rivka!
—¡No puedo! —la muchacha solo consiguió lanzar su atillo
dentro del vagón.
Helena se percató de que el joven soldado había hecho un
gesto para deshacerse de la correa de su fusil y golpear con él
a Rivka. Reaccionó rápido. Clavó sus ojos en los del chico y,
moviendo lentamente los labios, sin dejar salir ningún sonido de
ellos, dijo:
—Ayúdanos.
El rostro del joven soldado parecía atribulado. Miró a ambos
lados. Con un movimiento rápido, cogió a Rivka por la cintura

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y la ayudó a subir. Helena apretó fuerte la mano de su amiga y
tiró de ella.
—Gracias —dijo Helena al joven soldado, moviendo sola-
mente los labios.
Entonces el soldado habló:
—No me des las gracias, puta judía. El tren tiene que salir y
esta mierda judía no puede quedarse en tierra.
Sin hacer caso del comentario del muchacho, Helena y Rivka
se dieron lentamente la vuelta. Solo entonces vieron lo que había
en el interior de aquel vagón.
Estaba atestado. Sesenta, setenta, ochenta, no podía preci-
sar el número de personas que se encontraban allí hacinadas.
Todas ellas muchachas jóvenes, como ellas. Todas tendrían en-
tre los dieciséis y los veinticinco años, ninguna de más edad.
Muchas de ellas las miraban con ojos aterrados. Otras dor-
mían, agazapadas en el suelo, junto a sus pertenencias. O fin-
gían dormir. Las había elegantemente vestidas, con ropas caras,
chicas burguesas de ciudad. El aspecto de otras era harapiento,
su ropa se había reducido a andrajosos camisones descoloridos,
que alguna vez fueron blancos, cubiertos ahora de todo tipo de
manchas que pueden provocar los fluidos humanos. Intentaban
protegerse del frío con raídas mantas militares. Su cabello se
veía sucio y desaliñado. Al final del vagón, había un tercer gru-
po de chicas, cuyas vestimentas delataban su origen rural. Chicas
de campo. Solo había dos ventanucos, que permanecían cerra-
dos y donde habían hecho unos agujeros para que entrara algo de
luz y de aire.
—¿Qué es esto, Helena? Tengo miedo…
Helena había descubierto un hueco junto a una de las paredes
del vagón.
—Tranquila, Rivka, no te preocupes. Mira, nos colocaremos
allí.
Se quitó el pañuelo que cubría su negro cabello, y se tapó
con él la nariz y la boca. El hedor del vagón era insoportable,
nauseabundo. Un desagradable olor a orina rancia y excrementos
humanos lo impregnaba todo. Helena no sabía de dónde proce-

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día ese tren, ni cuánto tiempo llevaban todas esas muchachas allí
dentro. Pero presentía que era mucho.
Caminaron hacia el último hueco disponible, mientras los
ojos temerosos de las demás muchachas las seguían sin apartarlos
de ellas. Helena colocó su maleta en el suelo y se sentó sobre ella.
—Ven aquí, Rivka. Siéntate junto a mí.
La joven obedeció, como hacía siempre. Dos años menor,
Helena ejercía sobre ella la influencia de una hermana mayor.
Colocó sobre el regazo de sus piernas el pequeño atillo.
En los pocos minutos que llevaban en ese vagón, Helena había
escuchado lenguas diversas. Eslovaco, checo… incluso le pareció
oír algunas palabras en alemán. Eso le hizo sentir bien, Jalenko le
había dicho que se dirigían hacia una fábrica en Alemania, y ella
entendía algunas cosas en alemán. Le costaba construir frases y
difícilmente podría llevar una conversación, pero lo comprendía
bastante bien, sobre todo si estaba escrito. Incluso conocía alguna
canción en alemán. Tenía que agradecérselo a su profesora en la
escuela judía, Frau Richter. Frau Richter era una judía alemana
originaria de Fráncfort, que le había dado algunas clases de ale-
mán cuando terminaban sus lecciones diarias, al descubrir el in-
terés que Helena mostraba por los idiomas. Claro, eso fue antes
de que los hombres de Hlinka llegaran al poder y Frau Richter
desapareciera para siempre. Como desaparecieron tantos otros.
—Helena, los alemanes no serán así, ¿verdad? Ya sabes, quie-
ro decir como los soldados de Hlinka…
Helena sonrió. Retiró un mechón rubio de cabello rebelde de
la frente de su amiga.
—No, Rivka, te lo he repetido muchas veces. Los alemanes
son un pueblo culto, instruido. Un pueblo educado. Frau Richter
me decía que los hombres son auténticos caballeros, y las mujeres
damas distinguidas. No tienen nada que ver con esos eslovacos
paletos que nos han increpado en la estación.
—Y esa fábrica… ¿sabes cuál será nuestro trabajo allí?
—No, Jalenko no me ha comentado nada al respecto, solo
que los alemanes nos darán trabajo y protección. Y que nos tra-
tarán muy bien, como solo ellos saben tratar a las señoritas.

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—Jalenko. No me gusta Jalenko. Helena, una vez él me lla-
mó…
—Déjalo ya, Rivka. ¿Crees que yo iba a dejar a mis padres, a
mi hermana y a mis sobrinos bajo la protección de Jalenko si sos-
pechara de él? Jalenko es un buen hombre, solo que se ha dejado
arrastrar por la situación y por…
—Y porque te desea a ti, Helena.
Helena guardó silencio. Eso era verdad, pero estaba orgullosa
porque nunca había cedido a las presiones de ese amigo de su
familia. Nunca. Ella siempre recordaba las palabras que le había
dicho su padre al convertirse en mujer: «Recuerda que eres una
mujer judía, hija mía. Y que siempre lo serás». Jalenko no era un
hombre judío, y ella tenía que esperar a que un hombre judío le
propusiera matrimonio, solo a él podría entregarle su cuerpo y
su alma.
Fuertes gritos llegaron del exterior, alarmando aún más a las
muchachas que se hacinaban en el vagón. Todas las miradas se
dirigieron a la abertura de la puerta.
—¡Cerrad las puertas! ¡Rápido! ¡Cerrad las puertas!
Vieron llegar a dos soldados de la Guardia de Hlinka, que se
apresuraron a cerrar la puerta. El chirriar del cerrojo provocó que
Helena se estremeciera.
La oscuridad lo envolvió todo.

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La fábrica. Selección y registro

A
ntes de que el tren aminorase la marcha, empezaron
a escuchar el ajetreo y los gritos en alemán. La expec-
tación y el nerviosismo hicieron acto de presencia en
el oscuro y atestado vagón.
—¿Ya estamos en Alemania, Helena? —preguntó Rivka con
voz nerviosa y asustada.
—No creo, no puede ser. Solo llevamos unas horas de viaje,
Rivka. Esto no puede ser Alemania…
—Pero esas voces que se escuchan suenan a alemán, ¿no?
Y el tren se está deteniendo. Jalenko te dijo que la fábrica estaba
en Alemania.
—No sé por qué nos detenemos aquí. Pero estoy segura de
que esto no es Alemania.
El tren se detuvo. Las carreras y los gritos arreciaron en el ex-
terior. Helena había llegado a perder en el interior de aquel nau-
seabundo vagón la noción del tiempo, pero aun así, calculó que
debía de estar a punto de amanecer.
Un estrépito se escuchó en el vagón. Ya no era solo la canti-
dad de muchachas que viajaban en él, además, había que sumar
los equipajes y las pertenencias amontonadas por todos los lados.
Una montaña de maletas había caído al detenerse el tren, propi-
ciando el estrépito.

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Una muchacha muy joven, casi una adolescente, corrió por la
oscuridad del vagón al escuchar el ruido.
—¡Mi violín! ¡Mi violín! —gritaba como una loca.
—¡Olvida tu jodido violín! —bramó una voz en otro lugar
del vagón—. ¡Van a matarnos a todas y solo te preocupas por tu
jodido violín!
—¿Van a matarnos a todas? ¿Por qué dice eso, Helena? —La
voz de Rivka sonó temblorosa.
—No lo sé, Rivka. ¡Y deja de hacer tantas preguntas! —le
reprendió Helena.
El sonido chirriante del cerrojo al abrirse provocó que todas
las muchachas se pusieran en pie y todas las miradas se desviaran
hacia la puerta.
La puerta se abrió. Un viento gélido penetró en el interior del
vagón.
—¡Aire! ¡Aire fresco! —gritaron las muchachas más cercanas
a la puerta.
De todos los escenarios posibles, el que estaba viendo con sus
ojos era el único que Helena no había valorado. Quizá Rivka tu-
viera razón. Quizá esa rata inmunda de Jalenko le había engañado.
El tren se había detenido en las vías. No se divisaba ningún
apeadero cercano. A través de la espesa e intensa niebla de la ma-
drugada, solo se distinguían soldados. Soldados con uniformes
grises del ejército alemán. Todos portaban pesados fusiles y me-
tralletas. Y perros, perros rabiosos que brincaban, gruñían y sol-
taban dentelladas ciegas, invisibles tras sus feos bozales. Algunos
de los soldados apuntaban con sus fusiles al interior del vagón.
Otros, las enfocaban con sus deslumbrantes linternas. Helena y
Rivka se cubrieron los ojos con las manos.
—Raus! Alles raus!
Primero fue solo uno, pero después se unieron muchos más.
Mientras apuntaban con sus fusiles, los soldados gritaban esas
palabras a una multitud de muchachas asustadas que no sabían
lo que tenían que hacer.
Fueron las chicas que Helena había escuchado hablar en ale-
mán las primeras que arrojaron sus maletas a las vías y saltaron

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sobre la nieve congelada. Una marabunta de muchachas se aba-
lanzó hacia la puerta, arrastrando a Helena y a Rivka a su paso.
En el exterior, los gritos de los soldados no cesaban,
—Alles raus! Alles raus! Schnell!
Helena lanzó su maleta y saltó sobre la nieve. Se torció un
tobillo en su caída. Pero haciendo caso omiso del pinchazo de
dolor que ascendió por su pierna, se giró hacia la puerta del va-
gón, donde Rivka se había quedado detenida, abrazando el atillo
sobre su pecho.
—¡Salta, Rivka! ¡Tira el atillo y salta!
La joven saltó cayendo a los pies de Helena, que la ayudó a
levantarse. Recogieron la maleta y el atillo y se posicionaron en
una de las filas que los soldados estaban formando ayudándose
con las culatas de sus fusiles.
—¿Qué lugar es este, Helena? ¿Dónde estamos?
Helena no contestó. Observó que solo tres de los vagones se
habían abierto. El resto permanecían herméticamente cerrados.
Solo las muchachas más jóvenes habían descendido del tren. No
lo habían hecho las ancianas, ni los niños, ni sus madres, ni las
jóvenes embarazadas que había visto subir en la estación de Po-
prad. Además, mientras empezaban a caminar por ese tramo de
vías, Helena pudo ver como uno de los soldados hizo un gesto
con la mano hacia la locomotora, acompañado de un potente sil-
bido. La locomotora resopló, lanzando un chorro de humo al cie-
lo blanquecino. El tren se puso en marcha. ¿Adónde se dirigía?
La niebla impedía, todavía, que pudieran distinguir hacia
donde se encaminaba la fila de mujeres escoltada por los solda-
dos. Por lo menos, los gritos habían cesado, si bien, aumentaban
en la lejanía. Helena observó como potentes focos de camiones
militares se acercaban lentamente hacia un camino cubierto de
nieve negruzca y barro, por el que había empezado a caminar
la columna de muchachas. Los vehículos llevaban una grotesca
cruz roja pintada en las puertas. De ellos, descendieron hombres
con ropas sucias y aspecto desaliñado. Recordaban a prisioneros.
Se colocaron alrededor de los camiones, en espera de algo des-
conocido.

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En el camino les esperaban más soldados, algunos uniforma-
dos con largos abrigos de cuero negro. Llevaban látigos y trallas
en sus manos. Había más perros, mastines y pastores alemanes.
Estos no llevaban bozal y sus ladridos cortaban la niebla, rasgan-
do las primeras y tristes luces del alba.
La columna se detuvo. Uno de los soldados gesticulaba y vo-
ciferaba impartiendo órdenes a las muchachas. Helena no en-
tendía nada, se encontraba mareada, le dolía el tobillo y tenía
ganas de vomitar. Por lo menos Rivka caminaba tras ella en total
silencio. Sus preguntas parecían haber cesado de momento. Em-
pezaba a ser consciente que las clases de Frau Richter le iban a
servir de poco en ese lugar. De nuevo fueron las chicas alemanas
las primeras que dejaron sus pertenencias a un lado del camino.
Maletas, bolsos, pequeños maletines, atillos. Los soldados es-
taban formando dos nuevas filas con las jóvenes que ya habían
dejado su equipaje.
—Links! Rechts!
Izquierda y derecha, al menos eso lo había entendido. En ese
momento, los hombres de aspecto sucio y desaliñado se arro-
jaron como una jauría de perros sobre las pertenencias que las
muchachas estaban dejando en el camino. Dirigidos por otros,
que llevaban un brazalete blanco en el brazo izquierdo de sus
chaquetas, arrastraban los equipajes hacia los camiones militares.
Otros soldados habían desplegado unas escalerillas, para que pu-
dieran subir y vaciar todos los equipajes dentro del camión. Las
preguntas de Rivka regresaron.
—¿Tenemos que dejar nuestro equipaje? Pero yo llevo mis…
—Haz lo que hace todo el mundo y cállate, Rivka.
Habían llegado junto a los tres soldados que impartían las ór-
denes. Eran algunos de los hombres que Helena había visto que
llevaban largos abrigos de cuero negro. Uno de ellos jugueteaba
con una linterna, como si dibujara con la luz figuras en el suelo
congelado.
Helena dejó su maleta en un nuevo montón que se estaba for-
mando. El soldado de la linterna pareció mirarla con súbito in-
terés. Levantó el haz de luz que impactó en el rostro de Helena.

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Era un joven atractivo, de rasgos muy finos, casi femeninos.
Su nariz y sus labios formaban una simetría perfecta con el resto
de su rostro. Pero sus ojos, muy azules, destilaban un aire de
fiereza. Llevaba una gorra de plato, donde lucía una siniestra ca-
lavera plateada.
Sin apartar la luz del rostro de Helena, lanzó una carcajada
burlona mientras miraba a otro de los hombres, este con una
mueca mezquina en su cara. Volvió a bajar la linterna, antes de
decir:
—Gut Gebaut. Links!
Los tres hombres rompieron en otra sonora carcajada. Helena
caminó hacia la fila que se estaba formando a la izquierda. El
corazón le palpitaba con fuerza. Sabía que era el turno de Rivka.
Solo respiró aliviada, cuando escuchó que el mismo soldado gri-
taba:
—Links!
La espera se hizo eterna. El frío traspasaba el abrigo de He-
lena, penetrando como un cuchillo de hielo en el interior de su
cuerpo. Detrás de ella, sentía como Rivka temblaba. La niebla
no se dispersaba. El día no acababa de romper.
Despojadas de su equipaje, las filas comenzaron a moverse.
Al final del camino se podía distinguir una puerta de hierro y,
tras ella, una sucesión de edificios de ladrillos rojos y aspecto
tétrico. Los camiones con sus pertenencias partieron en sentido
contrario.
—¿Dónde crees que se llevan nuestras cosas, Helena?
—No lo sé, pero ya verás como nos las devolverán luego.
Un nuevo grupo de soldados las esperaba junto a la puerta de
hierro. Entre ellos había una mujer, vestida con una guerrera y
una falda larga de color gris. Llevaba una pañoleta marrón cu-
briendo su cabello y, en su brazo izquierdo, uno de esos brazale-
tes blancos que Helena ya había visto antes.
Uno de los soldados hizo un gesto para que otro levantara
la barrera que daba acceso al recinto, mientras otros dos salie-
ron de una construcción de madera que asemejaba un cuerpo de
guardia y corrieron para abrir las dos pesadas hojas de la puerta.

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Los jirones de niebla revoloteaban rabiosos ante un pequeño foco
redondo que emitía una luz tenue desde lo alto de la puerta.
Antes de pasar bajo ella, la mirada de Helena se elevó hacia
una leyenda escrita en el hierro retorcido:

arbeit macht frei

«El trabajo os hará libres». Helena lo entendió perfectamen-


te. Frau Richter no era tan mala profesora.
—¿Qué dice en esa puerta, Helena? —susurró Rivka a sus
espaldas.
—Jalenko tenía razón, Rivka. Es una fábrica.
Una fábrica. Sí, una fábrica militar, por eso había tantos sol-
dados. ¿Una fábrica de armas? Sí, eso era lo más probable. Una
fábrica de armas. Al final Jalenko no la había engañado. En ese
momento llegó a sentirse mal por haber dudado de él. Una fá-
brica de armas en Alemania. Solo que, si bien ese lugar estaba
repleto de soldados alemanes, no podían estar en Alemania. Era
imposible, el trayecto en tren había sido demasiado corto. En-
tonces… ¿Dónde estaban?
A la izquierda, un gran edificio de ladrillos rojos y tejados
inclinados cubiertos por la nieve. Árboles a los dos lados del ca-
mino por el que caminaban. A la derecha, un edificio alargado y
bajo, de color grisáceo, con una sucesión de chimeneas en el teja-
do y grandes puertas de madera. ¿Era esa una parte de la fábrica?
Al pasar ante la puerta del edificio más grande de la izquierda, la
mirada de Helena se dirigió hacia una pequeña placa de madera
sobre la puerta, donde decía:

Block 24

Casi todas las edificaciones eran iguales, los mismos trazos


exteriores, el mismo ladrillo rojizo, los mismos tejados inclina-
dos… el mismo aspecto lúgubre. A esas horas, la actividad en
ese aparente complejo industrial parecía inexistente. Solo ellas,
las dos filas que marchaban hacia no se sabía donde y los sol-

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dados que las acompañaban rompían la quietud del lugar. En-
tonces, su corazón dio un vuelco. Al final del camino por el que
transitaban, divisó una alambrada electrificada y tras ella, una
torre de vigilancia de madera oscura cubierta por un tejadillo
inclinado de teja roja. En su interior, se distinguía la imagen de
un soldado con metralleta. ¿Qué clase de fábrica era esa? ¿Qué
fábrica podía estar rodeada por una alambrada electrificada y to-
rres de vigilancia? Ese lugar tenía todo el aspecto de ser…
La mujer de la pañoleta marrón hizo que las dos filas se detu-
vieran de manera brusca. Helena casi chocó con la chica que ca-
minaba delante, y Rivka tropezó con ella. Estaban ante la puerta
principal de otro de esos siniestros edificios de ladrillo rojo. So-
bre la puerta, otra pequeña placa de madera anunciaba:

Block 26

Del interior del edificio salieron más soldados. Había algo


que los diferenciaba de todos los que habían visto anteriormente:
cubrían su nariz y su boca con una especie de pañuelo de un color
gris aún más claro que su uniforme. Tras intercambiar unas pa-
labras con ellos, la mujer que las dirigía también cubrió la parte
inferior de su rostro con uno de esos pañuelos grises. Llevaba en
su mano una especie de bastón, retorcido en una de sus puntas.
Un bastón picudo. Los soldados se retiraron a un lado. La mujer
hizo un gesto con el bastón para que las filas se pusieran en mar-
cha y entraran en el edificio.
Antes de ascender por la pequeña escalinata que daba acceso
al interior de ese bloque, Helena advirtió que las chimeneas del
tejado escupían bocanadas de humo al neblinoso cielo matinal.
«No me importa lo que haya ahí dentro, pero por lo menos deja-
remos de pasar este frío», pensó para sí misma.
—Schnell! Schnell!
Los gritos de los soldados arreciaron, mientras las muchachas
entraban en algo parecido a una antesala, que cruzaron casi a la
carrera, para introducirse en un largo pasillo de paredes desnu-
das. La luz era muy tenue, una sucesión de tubos Bergman en el

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techo del que sobresalían unos portalámparas redondeados, eran
los únicos focos de luz que iluminaban el pasillo. El miedo se
adueñó de las filas. La mirada de muchas de las chicas se elevó
hacia ese techo, miradas aterrorizadas y nerviosas, como si espe-
raran que algo maligno descendiera sobre ellas.
Al final del pasillo, llegaron a una sala de grandes propor-
ciones. Paredes de azulejos de color blanco de aspecto mohoso y
descuidado. La misma iluminación tenue que en el pasillo. En
las paredes, una sucesión de colgadores de madera. Cuatro lar-
gos bancos también de madera, bajo los colgadores, rodeaban las
cuatros paredes de la habitación. Frente a Helena, una puerta que
permanecía herméticamente cerrada.
Helena pensó en girarse y lanzar a Rivka una mirada de tran-
quilidad. La tranquilidad que para si misma no tenía. Supuso
que su amiga debía estar aterrorizada, la conocía. La conocía muy
bien. Sin embargo, se concentró en la acalorada discusión que la
mujer de la pañoleta marrón mantenía con uno de los soldados,
quizá el de mayor graduación. Los dos repetían continuamente
una palabra: Effinger. Helena no conocía el significado de esa pa-
labra, pero intuyó que se trataba de un nombre o de un apellido.
Por la misma puerta por la que ellas habían accedido a la sala,
empezó a entrar un numeroso grupo de hombres. Vestían con
esas mismas ropas que les proporcionaban aspecto de prisionero,
como los que Helena había visto junto a las vías. En sus manos
llevaban unas voluminosas cestas de madera.
—Ziehen aus! —vociferó la mujer de la pañoleta marrón.
La mayoría de las jóvenes se miraron desconcertadas.
—Ziehen aus! Schnell! Ziehen aus! —gritaron los soldados que
empezaban a recorrer las filas.
Una vez más, las chicas alemanas fueron las primeras en em-
pezar a desnudarse. Se deshicieron de sus abrigos y los deposita-
ron en los colgadores de la pared. Helena miró hacia los hombres
que habían entrado con las cestas. Sus rostros resultaban cansa-
dos, tenían la piel muy pálida y los ojos hundidos. Parecían muy
asustados. Helena empezó a desabrocharse los botones de su
abrigo. Los hombres tenían la mirada perdida en el suelo, como

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si fueran conscientes del pudor destruido de todas esas jóvenes
obligadas a desvestirse delante de ellos. No sabía bien por qué,
pero simpatizó con esos hombres desde ese mismo momento.
Se sacó por la cabeza el grueso jersey que le había prestado su
hermana y comenzó a desabrocharse los botones de su camisa de
lino blanco.
—¿Por qué nos obligan a desnudarnos, Helena?
Helena no contestó. Los soldados que cubrían parte de su
rostro con los pañuelos grises, paseaban alrededor de las filas
mirándolas de manera desafiante. Dejó la blusa en el colgador y
empezó a desabrocharse la falda.
Le aterraba la idea de desnudare allí, delante de todas esas
chicas, de los soldados y de los hombres con aspecto de prisio-
nero. En toda su vida, solo su hermana Rózinka y su madre la
habían visto desnuda. Ni siquiera se había desnudado delante de
los hijos de su hermana y eso que eran muy pequeños. Mientras
se quitaba las medias sintió que empezaba a temblar, en parte,
porque la estancia no estaba tan caliente como había imaginado
y en parte, por la situación que estaba viviendo.
Las chicas alemanas habían terminado de desvestirse, se ha-
bían quedado en ropa interior. La mujer de la pañoleta marrón
caminó hacia ellas dando grandes zancadas y agitando el bastón
que llevaba en su mano, mientras gritaba:
—Alle! Alle! Alle, schnell!
El colgador estaba ya repleto de ropa, había más chicas que
colgadores y tenían que compartirlas. Helena dejó sobre el banco
de madera su falda y empezó a quitarse la ropa interior.
Permanecieron de pie, desnudas, hasta que la última de las
chicas terminó de desvestirse. Intentaban tapar su desnudez con
los brazos y las manos, como podían. La mayoría de ellas tem-
blaban de frío. Otras sollozaban.
Helena había sentido un dolor especial cuando tuvo que dejar
sobre el banco sus zapatos, su madre se los había regalado el ve-
rano anterior, por su vigésimo cumpleaños. Además, al quitarse
uno de los zapatos se dio cuenta de que el tobillo se le había in-
flamado. Desde que se arrojó del tren no había dejado de dolerle.

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Uno de los soldados impartió una orden. Los hombres con
aspecto de prisionero se abalanzaron sobre las prendas que las
chicas habían depositado en los colgadores o dejado encima de
los bancos de madera. A una velocidad endiablada, descolgaban
la ropa y la introducían en las cestas que llevaban en sus manos.
En ningún momento las miraron, ni cuando pasaron a su lado,
ni mientras descolgaban las prendas. Los ojos de esos hombres
estaban concentrados en las prendas que recogían y, cuando ter-
minaban de llenar las cestas, regresaban al fondo de la sala y
clavaban la mirada en el suelo. Los soldados y la mujer de la pa-
ñoleta marrón iniciaron una nueva revisión de las filas: buscaban
algo más. Dos de los prisioneros los seguían con otras cestas de
un tamaño más pequeño.
Relojes, pendientes, gargantillas, cadenas de oro, anillos.
Todo aquello que las chicas llevaran encima les era arrebatado.
Helena respiró tranquila, ella no tenía nada que entregar a esa
gente. Había hecho caso a Jalenko y había dejado todas sus joyas
en casa. Jalenko le advirtió que en la fábrica donde la llevaban
podía haber trabajadoras polacas o checas que robaran sus joyas.
Le dijo que las dejara en casa, que él las protegería hasta que ella
regresara, como protegería a sus padres, a su hermana y a sus
sobrinos. Jalenko…
La mujer de la pañoleta marrón llegó hasta Helena. Le hizo
un gesto, Helena le enseñó sus manos. No llevaba nada. Sintió un
escalofrío al mirar los ojos de la mujer. Resultaban despiadados.
Era una mujer atractiva, sí, pero esos ojos la convertían en una
especie de animal salvaje. La mujer agarró con fuerza el rostro
de Helena por la barbilla y le obligó a abrir la boca. Escudriñó
la dentadura de forma meticulosa. Helena sintió un pinchazo de
dolor en la mandíbula cuando la mujer soltó su rostro. La mujer
siguió con la inspección de la chica que había delante de ella. He-
lena había observado algo mientras esa mujer examinaba el inte-
rior de su boca: en el brazalete blanco que rodeaba su brazo tenía
escrita la palabra kapo y, encima del bolsillo de la guerrera, un
número cosido y, debajo de él, un triángulo de color negro. Pensó
que podía tratarse de algún tipo de jerarquía que ella desconocía.

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Pasaron unos minutos, que para Helena y el resto de las chi-
cas se convirtieron en eternos. Una vez que terminaron de requisar
las joyas de todas las chicas, los hombres con aspecto de prisio-
nero abandonaron la sala con sus cestas rebosantes. Dos de los
soldados habían separado los grandes bancos de madera de la
pared. La mujer de la pañoleta impartió otra orden, señalando
los bancos:
—Setzen! Setzen, hier!
Las chicas corrieron a sentarse en los bancos. Contra la pa-
red. Las sentaron mirando a la pared. Helena tomó asiento al
lado de Rivka. Su amiga intentaba cubrir sus pequeños pechos
con las manos. No se atrevieron a mirarse. El banco estaba hela-
do. La madera endurecida y desgastada se clavaba en las nalgas
desnudas.
—Setzen! Setzen, hier! —continuaba gritando la mujer.
Percibieron que otro grupo de hombres había entrado en la
habitación. Los escucharon moverse detrás de ellas, tomando
posiciones, uno o dos en cada banco. Helena y Rivka mantenían
la mirada clavada en la pared de mohosas baldosas blancas.
—¿Qué clase de sitio es este, Helena? ¿Dónde nos han traído?
—No lo sé —musitó Helena, sin apartar la mirada de la pa-
red.
Sí que lo sabía. O creía saberlo. El infierno. Ese lugar en el que
se encontraban solo podía ser la antesala del infierno.
Los hombres que habían entrado en la sala también llevaban
ropas de prisionero. Y también cubrían su nariz y su boca con
ese pañuelo gris claro. A Helena no le sorprendió que cuando
uno de ellos llegó junto a ella, cogiera un mechón de su cabello
y lo cortara. Hacía un rato que estaba escuchando el sonido de
las tijeras. Y los llantos y los gimoteos de muchas de las chicas.
Rivka rompió a llorar cuando vio caer los primeros mechones de
su cabello rubio junto a sus pies.
De todo lo que había sucedido hasta ese momento, esto resultó
lo más duro para Helena. Perder su pelo, perderlo así. Toda su vida
se había sentido orgullosa de su bonito pelo negro. Rózinka y su
madre se lo habían peinado muchas veces y siempre lo alababan,

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especialmente su hermana. Ahora ese pelo caía sobre su cuerpo
desnudo en grandes mechones, maltratado por unas tijeras sucias
y unas manos torpes. Escuchó el tintineo de una palangana de
hojalata blanca desconchada que el prisionero había dejado en
el suelo. Contenía un agua sucia y amarillenta, y donde solo se
veía una o dos burbujas flotando, que indicaban que allí habían
echado jabón. Sintió que el hombre introducía una navaja oxi-
dada en la palangana. No bastaba con cortarles el pelo, tenían
que rasurarlas. A su lado escuchaba el sollozo de Rivka, que no
dejaba de llorar. El filo de la sucia navaja hacía daño en la piel de
su cabeza. Incluso era posible que ese hombre le hubiera hecho
algún corte. Dando un toquecito en el hombro, el prisionero le
indicó que se levantara y se girara hacia él. Helena obedeció sin
rechistar. El hombre se agachó y metió la navaja en la amarillen-
ta agua de la palangana. Volvió a incorporarse. Era un hombre
joven, pero tenía el aspecto de un anciano. Le hizo un gesto para
que levantara los brazos. Mientras Helena lo hacía, el hombre la
miró furtivamente a los ojos y susurró:
—Lo siento.
Helena elevó la mirada hacia el techo de la sala, mientras el
hombre rasuraba sus axilas.
En otra parte de la habitación se escuchó una algarabía. Una
de las chicas estaba gritando.
—¡No! ¡Eso no! ¡Por favor, no!
Helena miró en esa dirección. Uno de los prisioneros se había
arrodillado para rasurar el vello púbico de la joven. Reconoció
a la chica, era la adolescente que buscaba su violín en el interior
del vagón del tren. La mujer de la pañoleta marrón llegó junto a
ella, la cogió por el cuello con el bastón picudo y la tiró al suelo.
Gritó algo en alemán que Helena no pudo entender. La pobre
chica seguía gritando, mientras la mujer de la pañoleta marrón
la arrastraba por el centro de la habitación. Entregó el bastón a
uno de los soldados, que continuó arrastrándola hasta que des-
apareció por la puerta. La joven pataleaba, intentaba arrancarse
con las manos el gancho del bastón que le aprisionaba el cuello.
Su cara estaba roja e hinchada. Helena tuvo la sensación de que

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nunca volverían a verla. En la sala se hizo un silencio sepulcral.
Resultaba curioso, pero durante todo el incidente, el prisionero
no había dejado de trabajar en las axilas de Helena con la navaja.
Ni siquiera se había girado a mirar lo que estaba sucediendo. Nin-
guno de los hombres que las estaban rasurando lo había hecho.
Era como si esos hombres estuvieran acostumbrados a vivir ese
tipo de situaciones.
El prisionero volvió a agacharse y otra vez limpió la navaja en
la palangana. Se arrodilló y levantó sus ojos hacia Helena. Hizo
una mueca rara con su rostro, como si quisiera decir, «sé que esto
es algo humillante». Las axilas le ardían, igual que la cabeza.
Cuando sintió que la navaja empezó a rasurar su pubis, giró la
cabeza hacia Rivka. Fue uno de los peores momentos de su vida.
Rivka había desaparecido. No reconoció a la joven que la es-
taba mirando. Su rostro no era el mismo. La nariz, las orejas,
Helena nunca se había fijado en esos detalles de la anatomía del
rostro de su amiga. Sus ojos parecían estar hundidos. Su mirada
resultaba triste, perdida. Rivka ya ni siquiera lloraba. Posible-
mente, ya no tenía ganas de volver a preguntar donde se encon-
traban. O ya lo había adivinado. Aquello no podía ser ninguna
fábrica. En ninguna fábrica las habrían tratado así, a no ser que
fueran esclavas. Por el gesto en el rostro de su amiga, Helena
pensó que Rivka tampoco la había reconocido cuando sus mi-
radas se cruzaron. Ya no eran las mismas personas que habían
sido unas horas antes. No era solo que en muy poco tiempo les
hubieran arrebatado sus pertenencias, sus ropas o su cabello, no.
Les habían arrebatado su dignidad. Helena lo sabía. Y Rivka
también.
Cuando concluyeron su trabajo, los hombres abandonaron
la estancia con sus utensilios con la misma rapidez con la que
habían llegado. La mujer de la pañoleta marrón volvió a orde-
nar que formaran dos filas. Instintivamente, casi todas las chicas
volvieron a ocupar la misma posición que tenían cuando habían
entrado en esa sala. Aunque ya no fueran las mismas. Todas te-
nían la cabeza baja, mirando hacia el suelo. Nadie se atrevía a
mirarse a la cara.

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La mujer de la pañoleta marrón abrió la puerta que hasta
ese momento había permanecido cerrada. Dos de los soldados se
posicionaron junto a ellas.
—Betreten! —gritó la mujer.
Las filas entraron en esa nueva habitación.
Duchas. Era una casa de baño. Tres largas hileras de duchas
colgaban del techo. Había más chicas que duchas, así que tu-
vieron que compartirlas. Bajo alguna de las duchas se juntaron
hasta cuatro chicas. Helena la compartió con Rivka y con una
joven menuda con unos bonitos ojos verdes.
Silencio. Nadie hablaba. La mujer de la pañoleta marrón se
había recostado en la pared junto a la puerta. Los soldados per-
manecieron fuera, hablando entre ellos. Reían. Eran indiferentes
a las más de cien chicas desnudas que había dentro de esa casa
de baño. Helena pensó, que si ellas hubieran sido ganado esos
soldados se hubieran comportado de igual manera. Quizá para
ellos, todas ellas solo fueran eso: ganado.
No podría explicar el porqué, pero casi todas las chicas levan-
taron la mirada hacia esas duchas que pendían del techo. Eran
miradas heridas, miradas asustadas. Nada, de allí no surgía nada.
Ni tan siquiera les habían proporcionado jabón.
Se produjo una exclamación general cuando las duchas se
abrieron y el agua cayó sobre ellas. Agua helada. Resultaba
casi imposible aguantar ese chorro de agua cuando caía sobre
el cuerpo. Restregarse con las manos causaba dolor porque las
axilas seguían escociendo, igual que sucedía con la cabeza y el
pubis. Helena se dio cuenta de que muchas de las muchachas
estaban aprovechando esa circunstancia para orinar. Desde
que bajaron del tren, no les habían permitido ir al baño. Para
las chicas resultaba fácil pensar, que la mujer de la pañoleta no
se daría cuenta de que el agua que resbalaba por su cuerpo y
caía al suelo iba acompañada de orina. Tampoco los soldados,
que seguían con su charla y sus risas. Helena comprobó, por
una torsión en las piernas de Rivka, que su amiga también
estaba aprovechando esa situación. Y la joven menuda de los
ojos verdes.

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Estuvieron en las duchas hasta que el agua se cortó de pronto.
Cien cuerpos temblorosos esperaron a que la mujer de la pañoleta
marrón ordenara formar otra vez las filas y gritara:
—Austreten!
De nuevo les ordenaron que se sentaran en los largos bancos
de madera. La mayoría de ellas titiritaban, otras permanecían
muy erguidas, intentando dar muestra de una dignidad dañada.
A los pies de las chicas empezaron a formarse pequeños charqui-
tos provocados por el agua que seguía resbalando por sus cuer-
pos. Los soldados daban vueltas y vueltas por la habitación. La
mujer de la pañoleta marrón desapareció por algo más de media
hora. De otras partes del edificio llegaban gritos.
La chica menuda de los ojos verdes, se sentó junto a Helena y
Rivka. A partir de ese momento ya no se separaría de ellas. Tam-
bién era eslovaca, había aprovechado un descuido de los soldados
para decirles que se llamaba Lenka y que era natural de Presov.
Helena estaba intrigada con su edad, la joven apenas había desa-
rrollado su cuerpo, sus pechos eran extremadamente pequeños.
No aparentaba más de catorce años.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Helena, con los ojos
clavados en su maltrecho tobillo.
—Dieciocho —contestó Lenka, sin apartar la mirada del
suelo.
Helena no lo esperaba. Sentadas juntas, el portentoso y desa-
rrollado físico de Helena contrastaba con el de la joven de Presov.
Cualquiera que las mirara pensaría que se trataba de una madre
joven y de su hija adolescente.
—¿Eres judía?
Lenka movió afirmativamente la cabeza, para después pre-
guntar:
—¿Qué sitio es este? Yo creía que nos enviaban a una fábri-
ca…
No dio tiempo a contestar. La mujer de la pañoleta entró en
la sala acompañada de otros prisioneros. Estos portaban cestas
que dejaron en el centro de la sala. Eran cestas de ropa. Pero no
era su ropa. Su ropa había desaparecido.

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Las primeras contenían unos horrorosos vestidos de dril de
rayas grises y azules. En las siguientes unas blusas de color blan-
co, bragas y sujetadores. Las últimas eran de calzado.
La mujer de la pañoleta explicó que cada una de ellas podía
coger la ropa que se aproximara a su talla. Las chicas alemanas
fueron las primeras que se abalanzaron sobre las cestas. Por pri-
mera vez, el grupo de muchachas perdió la compostura. Parecían
perras rabiosas lanzándose sobre los despojos de un preciado te-
soro. Empujones, codazos, patadas. Alguna de las chicas cayó al
suelo. Helena se lo tomó con calma, era su temperamento. Cogió
uno de los vestidos rayados, una blusa, bragas y sujetador, y un
par de zuecos holandeses de madera hechos de una sola pieza
que servían de calzado. De una cesta más pequeña cogió una
pañoleta a juego con el vestido rayado. Con todas las prendas en
sus manos regresó junto al banco de madera.
Las bragas tenían grandes manchas oscuras en la entrepierna.
Helena se las puso, apartando de su cabeza la aprensión natural
que provoca ponerse una prenda íntima usada, una prenda que
ha pertenecido a otra persona. El sujetador estaba desgastado y
además le apretaba un poco. Algunas costuras de la blusa estaban
descosidas y, aparte de estar llena de manchas en la espalda, le
faltaban dos botones. Sin embargo, había acertado con la talla
del vestido rayado. Lo peor vino al ponerse los zuecos de madera.
Sintió un pinchazo de dolor cuando tuvo que encajarlo en el pie de
su tobillo hinchado. Guardó la pañoleta en un bolsillo del vestido.
Una irreconocible Rivka la miraba sentada en el banco. He-
lena tomó asiento a su lado. Los ojos de su amiga estaban vidrio-
sos. Lenka se sentó junto a ellas, las mangas de su vestido rayado
le cubrían las manos.
Permanecieron en esa posición hasta que la última de las chi-
cas terminó de vestirse. La mujer de la pañoleta marrón les orde-
nó formar dos nuevas filas. Había llegado el momento de salir de
ese horrible lugar. Las filas se pusieron en marcha. Abandonaron
el bloque por el mismo pasillo por el que habían llegado.
Cuando salieron al exterior, debía de ser alrededor del me-
diodía. Sin embargo, la niebla no había desaparecido por com-

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pleto. El cielo tenía un color gris y sombrío. Para Helena, ese
sería el primero de sus muchos días sin luz.
En el complejo se percibía una gran actividad, pero por todos
los lugares por los que ellas transitaban, los callejones entre blo-
ques estaban desiertos. Más alambradas electrificadas, más torres
de vigilancia y soldados por todos los lados. Si en aquel complejo
había alguien más a parte de los soldados, ellas no los vieron. Aun-
que caminaban con la mirada clavada en la sucia nieve derretida y
el barro del suelo, Helena tuvo tiempo para leer una señal de ad-
vertencia instalada sobre una de las vallas electrificadas. Debajo
de una siniestra calavera negra, vio escritas dos palabras: Halt! y
Stoj! Una de las mejores amigas de su pueblo, Adela Grossmann,
tenía familia en Polonia. Helena había trabado amistad con una
de las primas polacas de Adela, una jovencita pizpireta llamada
Edita. Edita no hablaba eslovaco y, aunque este idioma y el pola-
co eran muy parecidos, había algunas palabras que no compren-
dían, así que las dos jóvenes inventaron un código de gestos para
entenderse mejor. Stoj! Esa palabra se parecía mucho a algunas
de las expresiones que más utilizaba Edita. ¿Estaban entonces en
Polonia? Por la duración del viaje entre Poprad y ese lugar, esa
hipótesis era más verosímil a que se encontraran en Alemania.
Las filas se detuvieron ante otro bloque del mismo aspecto
que el anterior. Sobre la puerta, otra pequeña plaquita de madera
anunciaba:

Block 11

Una mujer vestida con uniforme militar, chaqueta y falda de


color gris, y una gorra de medio lado sobre su cabeza, salió del
bloque y se dirigió de manera elegante hacia la mujer de la pa-
ñoleta marrón.
—Zugang —dijo esta cuando ambas mujeres se encontraron.
La mujer del uniforme militar comenzó a recorrer las filas,
mirando detenidamente a cada una de las chicas allí formadas.
Era una mujer muy atractiva, rubia y con unos penetrantes ojos
azules. Sin embargo, su rostro destilaba cierta dulzura, muy

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diferente a la mujer de la pañoleta marrón. Pero ninguna de ellas
se atrevió a mirar a su rostro. Al llegar ante Helena se detuvo un
instante. Helena desvió la mirada hacia unas letras cosidas en el
pecho de la mujer, encima de su bolsillo izquierdo: Kommando-
führerin langefeld. Helena imaginó que se trataba de algún
grado jerárquico.
La mujer no se había detenido por Helena, sino por Lenka,
la joven de Presov, que se encontraba detrás de Rivka. Con tono
enérgico, dijo:
—Alter!
Lenka no contestó, no había entendido la pregunta de esa
mujer.
—Alter! —volvió a repetir la mujer.
Helena tenía que hacer algo. Sabía lo que esa mujer quería
de Lenka, lo mismo que ella le había preguntado un rato antes,
después de salir de la casa de baño. Era posible que se la jugara,
pero tenía que hacerlo. No quería que le pasara nada a esa pobre
chica. Helena era así.
—Quiere saber tu edad —dijo en voz alta.
La mujer de la pañoleta marrón hizo acción de abalanzarse
sobre ella, al escucharla hablar. Pero la mujer uniformada la de-
tuvo, haciendo un rápido movimiento con la palma extendida de
su mano.
—Dieciocho —dijo Lenka con voz temblorosa.
La mujer del uniforme gris miró a Helena.
—Achtzehn —contestó Helena.
La mujer uniformada hizo un gesto afirmativo con la cabeza
y continuó su camino.
Terminada la revisión de las filas, la mujer de la pañoleta ma-
rrón se despidió de la mujer del uniforme gris. No volverían a
verla hasta la última hora de esa misma tarde.
No entraron en el bloque por la puerta principal. Lo hicieron
a través de una pequeña puerta de madera, que se encontraba en
un lateral. La mujer del uniforme gris marchaba al frente de las
filas. Otro grupo de soldados caminaba junto a ellas. Pero en esta
ocasión, sus rostros estaban descubiertos.

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Ascendieron por unas angostas escaleras que conducían a una
pequeña antesala de paredes desnudas. Continuaron caminando
por un largo pasillo pobremente iluminado. Ventanas enrejadas
ofrecían la deprimente visión de un patio entre bloques donde so-
bresalía un murete de ladrillos rojizos. Se cruzaron con muchos
más soldados por ese pasillo, algunos vestidos con uniformes de
color negro. Helena observó que muchos de ellos no portaban
armas. Tuvo la sensación de que se encontraban en un edificio de
tipo administrativo. No se equivocaba.
Desembocaron en otra sala de grandes proporciones. Habían
instalado taburetes de aspecto primitivo repartidos por toda la
sala. La mujer uniformada les ordenó que continuaran de pie. Al
fondo de la sala, había una puerta abierta que comunicaba con una
habitación. Desde la posición en la que se encontraba Helena, no
se distinguía nada del interior de esa estancia. Sin embargo, hasta
ellas llegaba el traqueteo continuado de las máquinas de escribir.
Una media hora más tarde, un grupo de hombres con ves-
timentas de prisionero entró en la sala. Llevaban una mesa de
madera y sucios y destartalados pucheros de los que brotaba un
desagradable olor. Comida. Helena ya no podía recordar cuando
había sido la última vez que había ingerido algo de alimento.
Bueno, sí, el día anterior, antes de partir de la estación de Po-
prad, los hombres de la Guardia de Hlinka les habían dado un
mendrugo de pan y una ración de mantequilla.
Los hombres con aspecto de prisionero colocaron los pu-
cheros sobre la mesa y empezaron a repartir entre las filas unos
abollados platos de hojalata y unas sucias cucharas. Una a una,
pasaron a recoger su ración de comida a la mesa. Al igual que
sucediera en el bloque anterior, esos hombres nunca las miraron
a la cara. Sus miradas se concentraban en los grandes cazos con
los que cogían la comida y en los platos de las chicas, que llena-
ban hasta el borde. Era una sopa sucia, que desprendía un olor
nauseabundo y en la que flotaban unos trozos de zanahoria. «Por
lo menos es algo caliente», pensó Helena. La mujer uniformada
les había indicado que se sentaran con su ración en uno de los
taburetes. Helena se sentó entre Rivka y Lenka.

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Revolvió la sopa con aprensión. Pensó que lo mejor era no
pensar. Cerró los ojos y tragó una cucharada. Estaba agria, pero
caliente. En realidad, era agua caliente con unas pocas zanaho-
rias. Rivka la imitó, pero su cuerpo reaccionó de una manera
diferente. Tan pronto como la sopa llegó a su estómago, volvió a
salir. Tras una pequeña arcada, la sopa regresó al plato.
Esto captó la atención de la mujer uniformada, que estaba
hablando con dos de los soldados. Los tres giraron la cabeza en
dirección a Rivka. Helena se dio cuenta y se apresuró a llevarse
otra cucharada a la boca. Lenka también lo advirtió. Casi susu-
rrando, mientras daba vueltas a la sopa con la cuchara, le dijo a
Rivka:
—Cómetelo.
—¿Qué?
—Que te lo comas. Esa mujer se ha dado cuenta. Cómetelo.
—Pero…
Rivka lanzó una mirada desesperada a Helena. Pero Helena
siguió comiendo.
—Cómetelo. Te puedes estar poniendo en peligro y, de paso,
nos puedes poner en peligro a las demás. Cómetelo —repitió
Lenka.
La mirada de Rivka se perdió en la sopa. Metió la cuchara en
el plato y cerró los ojos. Se llevó a la boca la cuchara que contenía
la sopa y su propio vómito.
Terminada la comida, los hombres con aspecto de prisionero
recogieron los platos, las cucharas, los pucheros y la mesa, y des-
aparecieron por el largo pasillo. La mujer de uniforme les ordenó
que formaran de nuevo. De dos en dos, empezaron a pasar a la
habitación donde se escuchaban las máquinas de escribir. Helena
y Rivka tardaron en entrar más de dos horas.
Era una habitación oscura, las ventanas estaban cerradas. Por
todos lados se veían amontonados papeles, documentos, infor-
mes y cajas archivadoras de cartón. Dos mesas de madera, muy
desgastadas, sobre ellas una máquina de escribir y una lámpara
y, tras las mesas, un hombre de mediana edad y una mujer más
joven con esos uniformes grises, que ni siquiera levantaron la mi-

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rada hacia ellas cuando las vieron entrar. Helena se colocó frente
a la mesa del hombre y Rivka, frente a la de la mujer.
En la pared del fondo, entre dos ventanas, había un cuadro de
Adolf Hitler con uniforme militar. En un rincón, una bandera
del Reich alemán casi cubierta por una fila de cajas archivadoras
de cartón.
El hombre extrajo un cigarrillo de un arrugado paquete de
la marca Trommler y lo encendió. Introdujo un documento en la
máquina de escribir, y preguntó a Helena:
—Vor und Zuname.
—Helena Citrónová.
La mujer le preguntó lo mismo a Rivka. Pero esta no con-
testó.
Desde el incidente con Lenka frente a la puerta del bloque,
Helena había pensado mucho en Frau Richter. Aquellas clases de
alemán que le había impartido en la escuela judía podían sacarla
de más de un atolladero en ese lugar al que la habían conducido.
Eran nociones básicas del idioma, lo sabía, pero que se estaban
demostrando como muy importantes. Frente al bloque, se la ha-
bía jugado por una chica de Presov a la que había conocido unas
horas antes. Ahora, tocaba jugársela por su mejor amiga.
—Vor und Zuname —volvió a preguntar la mujer.
—Tu nombre completo —dijo Helena, sin mirar a Rivka.
—Rivka Dolnik —contestó su amiga.
El hombre y la mujer continuaron escribiendo en sus respec-
tivas máquinas. Helena respiró aliviada.
—Geboren Datum —preguntó el hombre, tras dar una larga
calada a su cigarrillo.
—26 de agosto de 1922, Humenné, Eslovaquia —respondió
Helena.
La mujer hizo a Rivka la misma pregunta.
—Fecha y lugar de nacimiento —dijo Helena.
—29 de abril de 1924, Humenné, Eslovaquia —contestó
Rivka.
El hombre continuó rellenando el documento. Cuando ter-
minó, lo extrajo y lo dejó encima de la mesa. Helena observó

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que en el ángulo izquierdo del documento había una Estrella de
David amarilla, en cuyo interior y en letras negras se podía leer
la palabra juden. El hombre timbró el documento con un sello
de tinta azul que contenía el águila del Reich, sobre una firma
ininteligible. Introdujo otro documento en la máquina de escri-
bir y copió los datos que había escrito en el documento anterior.
Cuando terminó, extrajo el segundo informe y por primera vez,
miró a Helena a la cara.
—Ein, Vier, Zwei, Vier, Sieben. Das ist deine Häftlingsnummer.
Helena cogió el documento. Las dos salieron de la habitación
con el documento en sus manos, como antes habían visto salir a
tantas chicas. Helena había entendido los números, pero no lo
que esa numeración significaba. Como tampoco había entendido
lo que significaba el nombre escrito en el encabezamiento del
documento:
Stammlager I, KL Auschwitz.
¿Auschwitz? ¿Qué significaba Auschwitz? ¿Qué lugar era
ese? Nunca había oído hablar de un lugar llamado Auschwitz.
Con el documento entre sus manos, volvieron a ocupar su
lugar en las filas.
Permanecieron de pie durante otra larga hora, lo que tarda-
ron todas las chicas en pasar ese trámite. Su siguiente destino fue
una habitación contigua, completamente vacía y con otra puer-
ta abierta de donde, en esta ocasión, en lugar de escucharse el
traqueteo de las máquinas de escribir, se percibían los sonidos
característicos de una cámara fotográfica. En esta ocasión la es-
pera fue mayor, pues las muchachas tuvieron que pasar de una
en una. El cansancio estaba haciendo mella en ellas. Una de las
chicas sufrió un desvanecimiento. La mujer uniformada ordenó
a uno de los soldados que la sacara de la sala. El soldado lo hizo,
cogiéndola por el cuello del vestido rayado y arrastrándola hasta
la puerta. No volvieron a verla.
En el interior de la habitación había dos de esos hombres con
vestimentas de prisionero. Ambos tenían los rostros cansados y
demacrados. Uno de ellos, que estaba sentado detrás de una mesa
de madera, llevaba uno de esos brazaletes blancos con la palabra

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kapo escrita en letras negras. El segundo manipulaba una cámara
fotográfica instalada en el centro de la habitación. Helena dedujo
que eran polacos porque hablaban el mismo idioma y con la mis-
ma cadencia que su amiga Edita. El hombre sentado tras la mesa
llamó al fotógrafo Tadeusz en más de una ocasión.
Helena avanzó hacia la mesa. El prisionero sentado tras ella
le pidió el documento que tenía en la mano. Sobre la mesa había
una plaqueta con números y letras intercambiables. Formó en la
plaqueta el número que figuraba en el documento. Con las letras,
configuró la palabra jude. Bajo estas, se podía leer kl auschwitz.
Esas letras estaban fijas. No escribió su nombre. Helena empe-
zaba a sospechar algo que se confirmaría en las siguientes horas:
que en ese lugar había perdido su nombre. Que en ese lugar,
estaba condenada a ser solo un número.
Llamó al fotógrafo y le entregó la plaqueta. El fotógrafo
acompañó a Helena hacia una sucia pared grisácea ilumina-
da por dos potentes focos de pie, ocultos en el interior de una
pantalla metálica. El fotógrafo le indicó que se situara de perfil.
Cuando sus miradas se cruzaron, el hombre le dedicó una sonri-
sa amarga. Tenía grandes bolsas negras debajo de los ojos. Daba
la impresión que ese hombre llevaba muchos días sin dormir.
El fotógrafo empujó hacia Helena algo parecido a un caba-
llete de madera, que colocó tras ella. Le pidió que apoyara la ca-
beza, a la altura de la nuca, sobre un clavo grande que sobresalía
de ese artefacto. Desplegó una solapilla de madera y, sobre ella,
colocó la plaqueta con los datos de Helena. Con un gesto de sus
manos con las palmas extendidas, le pidió que no se moviera.
Regresó junto a la cámara fotográfica y realizó el primer disparo.
Caminó nuevamente hacia Helena. Le pidió que se pusiera
de frente. Retiró la plaqueta y guardó la solapilla. Apartó el ca-
ballete, que volvió a desaparecer en una zona no iluminada de la
habitación. Realizó el mismo gesto para indicarle que permane-
ciese quieta. Después de esa segunda fotografía, Helena cerró
los ojos, había sentido un ligero mareo. El fotógrafo le preguntó
en polaco si se encontraba bien. Ella afirmó con movimientos
rápidos de su cabeza. Para la tercera fotografía, le indicó que se

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colocara del perfil contrario a la primera. Tomándola por la bar-
billa, elevó un poco el rostro de Helena. Le hizo una señal para
que mirara en dirección al techo y le pidió que no se moviera.
Tras esa tercera fotografía, el hombre que estaba tras la mesa
se levantó y le entregó el documento. Abrió una pequeña puerta
que conducía a un largo pasillo y le hizo un gesto con la mano
para que pasara. Antes de abandonar ese lugar, Helena volvió a
mirar hacia el fotógrafo. El hombre también la estaba mirando,
mientras limpiaba con un trapito las lentes de su cámara fotográ-
fica. Sus ojos trasmitían una tristeza infinita.
Había anochecido. Helena lo pudo comprobar a través de
una ventana enrejada que daba a un triste patio entre bloques. Al
final del largo pasillo se encontraba una fila de chicas detenidas
delante de otra puerta. Antes de llegar, uno de lo soldados le in-
dicó que se subiera la manga izquierda de su vestido rayado. To-
das las chicas de la fila se habían arremangado el vestido de igual
manera. A los pocos minutos, Rivka se unió a la fila. Y después
Lenka. La entrada a esa puerta misteriosa se hizo eterna.
Durante el tiempo que permanecieron en esa fila, habían es-
cuchado cosas. Cosas poco tranquilizadoras. Gritos. Alaridos.
Además ninguna de las jóvenes que había entrado en esa estan-
cia había vuelto a salir por allí, así que no sabían bien a que se
enfrentaban. Por primera vez, se hallaban ante una puerta que
se cerraba herméticamente cada vez que una chica la traspasaba.
Fue la mujer de la pañoleta marrón la que le indicó con un
movimiento brusco del bastón que pasara cuando la puerta se
abrió. Había sido un prisionero de edad avanzada quien había
abierto y asomado la cabeza buscando a la siguiente chica.
Aquella habitación era mucho más pequeña que las ante-
riores, se podría decir que poco más grande que un cuartucho.
Estaba iluminada por una bombilla pelada que colgaba del te-
cho y por un flexo de pantalla instalado sobre una sucia mesa de
madera. Tras ella se encontraban otros dos prisioneros de edad
avanzada, uno de ellos se afanaba en limpiarla con un trapo de
aspecto sanguinolento. Helena sospechó entonces que lo que el
hombre limpiaba era sangre. Al fondo del cuartucho había una

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puerta abierta que comunicaba con unas escaleras. Le indicaron
que se sentara en un taburete delante de la mesa. El hombre que
había abierto la puerta se colocó tras ella.
Uno de los prisioneros movió los dedos con agilidad solici-
tándole el documento que llevaba en las manos. Helena lo entre-
gó. Sobre la mesa, había un sello de metal con unas agujas más o
menos de un centímetro. Al lado un bote sucio y, en su interior,
algo parecido a tinta de color azul.
En ese instante, Helena supo que algo malo iba suceder.
Algo traumático. Algo que la marcaría para el resto de su vida,
una experiencia terrible que la haría regresar una y otra vez a ese
sucio cuartucho. Su corazón latía con fuerza. Pese a estar senta-
da en el taburete, parecía que estuviera corriendo por un campo
devastado y solitario. En el interior de ese cuartucho, el frío era
más intenso que en cualquier otro lugar en el que había estado
con anterioridad y, sin embargo, Helena sintió que estaba sudan-
do. Una pequeña película de gotitas de sudor se había formado
en su cabeza rasurada. Y otras de esas gotitas descendían por la
piel de su espalda.
Mientras uno de los prisioneros manipulaba las agujas del
sello de metal, el otro le pidió que pusiera el brazo que se había
descubierto sobre la mesa. Señaló un lugar concreto del lado ex-
terno del antebrazo izquierdo.
El prisionero que había tras ella, le agarró con fuerza por los
hombros.

* * *

Hacía un rato que caminaban por un pequeño camino emba-


rrado entre una alambrada electrificada y un muro de cemento de
más de dos metros de altura. Lo hacían en filas de diez, tal como
la mujer de la pañoleta marrón las dividió tras salir del bloque
donde les habían tatuado la piel. Los zuecos de madera resbala-
ban sobre el barro y la nieve derretida que cubrían el camino. En
otras circunstancias, esos resbalones habrían provocado que el
dolor que sentía en su tobillo le hiciera cojear y no pudiera seguir

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el ritmo que la mujer de la pañoleta marrón había impuesto a las
filas. Como el escozor que sentía en las ingles o en las axilas, que
no había cesado ni un momento desde que fueron rasuradas por
aquellas manos torpes. En otras circunstancias. Sin embargo, era
tal el dolor que sentía en su brazo izquierdo, que cualquier otro,
en cualquier otra parte del cuerpo, quedaba completamente sola-
pado. Afortunadamente, Rivka y Lenka caminaban tras ella, en
su misma fila, algo que no había sucedido con todas las chicas.
Las que se habían desvanecido durante el tatuado de sus brazos
o después, mientras se encontraban formadas a la intemperie de-
lante del bloque, habían desaparecido del grupo. Helena no sabía
a donde las habían podido llevar.
Las filas avanzaban hacia los diez bloques que unas semanas
antes habían sido separados por ese alto muro del resto del com-
plejo. Ya antes de llegar, pudieron ver a un grupo de mujeres que
parecían esperarlas junto a uno de esos bloques de aspecto som-
brío. Esas mujeres llevaban el mismo vestido rayado que ellas,
solo que encima de este vestían con una guerrera azul y, que al
igual que la mujer que las dirigía, llevaban pañoletas oscuras en
sus cabezas y esos brazaletes blancos donde destacaba la palabra
kapo en letras negras.
—Esto no es una fábrica, Helena. Esto es una prisión. Nos
han conducido a una prisión. Y esas mujeres son nuestras car-
celeras —dijo Rivka, aprovechando que la mujer de la pañoleta
marrón se había reunido con el resto de las mujeres kapo.
Una lágrima solitaria rodó por el rostro de Helena. Tenía que
contenerse, llorar no era una buena idea. Le podía ocasionar pro-
blemas. Limpió la lágrima con la manga derecha de su vestido
rayado de dril. No podía mover el brazo izquierdo.
Cada una de las mujeres kapo se colocó delante de cada una
de las filas. Llevaban en una de sus manos una especie de infor-
me y en la otra un bastón picudo. En ese momento Helena pensó
que habían tenido suerte. La mujer que se posicionó delante de
su fila era una joven más o menos de su edad, muy atractiva, de
rasgos dulces y contenidos; labios finos, una nariz casi perfecta,
ojos grandes de color pardo. Sus cejas parecían perfiladas. Unos

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mechones castaños que escapaban de su pañoleta contrastaban
con una piel muy blanca y fina.
—Abzählen! —gritó la mujer de la pañoleta marrón.
Aquel primer recuento se desarrolló de una manera muy di-
ferente a los que lo sucederían en los siguientes días. Las chicas
todavía no sabían cómo decir en alemán el número tatuado en
su piel, así que las kapos les ordenaron que se subieran la manga
del brazo izquierdo de su uniforme rayado. Por segunda vez las
lágrimas brotaron de los ojos de Helena, pero en esta ocasión, al
sentir el pinchazo que la áspera tela provocó al rozar la herida
sangrante en su piel tatuada.
Ante la pobre luz que emanaba de los pequeños farolitos so-
bre la puerta de acceso a los bloques, y en medio de un vendaval
que se había levantado repentinamente y que hacía revolotear
la nieve aún acumulada en el suelo, el recuento se hizo largo y
doloroso. Una por una, las kapos tenían que leer el número y con-
trastarlo con el que tenían en el informe. A su vez, escrutaban
detenidamente a las chicas. Después, se colocaban el bastón en-
tre las piernas y escribían algo en el informe. Helena pudo verlo
por el rabillo del ojo cuando la kapo del rostro dulce leyó en voz
alta el número tatuado en su piel. En el informe, junto al número,
figuraban las palabras Stube y Block. No pudo distinguir lo que
la kapo escribió junto a la primera palabra, pero sí lo que anotó
junto a la segunda: otro número. El número cuatro.
Ya entonces creía saber lo que significaba. Lo certificó cuan-
do la kapo les ordenó que la siguieran. Se dirigieron hacia uno de
esos tétricos edificios de ladrillo rojizo y tejados inclinados. En la
pequeña placa de madera sobre la puerta se podía leer:

Block 4

Entre los bloques 4 y 5 había otra construcción, más baja y


alargada. Helena ya había visto ese tipo de construcciones, en los
callejones entre los primeros bloques. La kapo cambió de rumbo
y las dirigió entonces hacia esa pequeña construcción. Al llegar
ante la puerta, señaló con el bastón picudo al interior y dijo:

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—Latrinen.
Las diez chicas de la fila entraron en su interior. El frío era
tan intenso como en el exterior, porque ese edificio de letrinas no
tenía puerta.
Había once retretes de aspecto primitivo, situados en dos
hileras, unos frente a otros. Entre ellos no había ningún tipo
de separación. Tras la segunda fila de retretes se levantaba un
pequeño muro. Al otro lado del muro, una casa de baño con
veintidos grifos adosados a la pared.
La kapo les ordenó que cada una de ellas se colocara delante
de un retrete. Hizo un gesto con el bastón picudo para que se
sentaran en ellos. Las chicas obedecieron sin rechistar. La kapo
se recostó en la pared junto a la puerta, sin apartar la mirada de
ellas.
Así permanecieron todo el tiempo que la kapo les dio para
hacer sus necesidades. Una pequeña nube de vaho emergía de sus
bocas cada vez que las abrían. Helena pensó que aquel era uno de
los momentos más humillantes de toda su vida. Además, adivinó
que tras las dulces facciones de la kapo se escondía una mueca
invisible de regocijo. Disfrutaba con esa degradante escena. Em-
pezaba a pensar que tal vez no hubieran tenido tanta suerte al
caer en manos de esa mujer.
Sentada en el retrete contiguo al suyo, Rivka temblaba. Tra-
taba de proteger su cuerpo del frío abrazándolo, pero no lo con-
seguía. Los brazos de Lenka se apretaban contra su vientre, la
joven se contorsionaba hacia detrás y hacia delante, como si es-
tuviera sintiendo un fuerte dolor.
Se levantaron del retrete cuando la kapo dio un golpe contra
el suelo con el bastón, pero les ordenó que no se subieran las bra-
gas. Las chicas dieron unos pasos hacia el centro de forma torpe,
intentando no caer. Tenían las bragas enrolladas en los tobillos,
encima de los feos zuecos de madera.
La kapo revisó el estado de los retretes. Llevaba el bastón en
sus manos entrecruzadas detrás de la espalda. Sus dulces fac-
ciones se habían contraído en un rictus sarcástico. Nueve de los
retretes estaban completamente limpios, ninguna de ellas había

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podido hacer sus necesidades en tales circunstancias. Pero uno
de los retretes estaba lleno de excrementos. El que había ocupado
Lenka. Una sonrisa gélida se instaló en el rostro de la kapo.
La kapo señaló con su bastón hacia el fondo de la sala. En un
rincón de la pared de la zona donde se encontraban las duchas,
había cuatro o cinco cubos de hojalata amontonados. Le ordenó
a Lenka que cogiera uno de esos cubos. Cuando regresó con él,
la kapo la cogió con fuerza por el brazo y la arrastró hacia las
escalerillas de salida de las letrinas. Junto a la puerta de entrada,
en la pared, había un grifo pelado. Le ordenó que llenase el cubo.
Con el cubo lleno, Lenka intentó subir las escaleras. Su fra-
gilidad física era tal, que a duras penas podía con él. Derramó
parte del agua antes de volver a entrar en las letrinas.
La cólera se adueñó de la kapo. Volvió a coger a Lenka por
el cuello y la arrastró hacia el sucio retrete. El rostro de Lenka
estaba muy rojo, los ojos parecían salirse de sus órbitas. Un es-
pumarajo escapó de su boca cuando la kapo retiró las manos de
su garganta.
Con el bastón picudo, la kapo señaló unas palabras escritas en
la pared sobre las duchas.

Unsauerberkit ist die Grundlage Krankheit

«La falta de limpieza es la base de la enfermedad». La kapo


dejó el cubo de agua en el suelo y ordenó a Lenka que se subiera
el vestido rayado. Antes de que terminara de hacerlo, la empujó
con tanta fuerza que la joven cayó sentada sobre el cubo. El cubo
de agua helada. La kapo volvió a agarrarla por el cuello y le exigió
que se limpiara las nalgas. Por un momento, Helena pensó que la
joven de Presov estaba a punto de morir ahogada. La kapo soltó
su cuello y la levantó de un tirón. Subió con el bastón el vestido
rayado de Lenka y comprobó que sus nalgas estuvieran limpias.
Después se encaminó hacia el rincón donde los cubos estaban
amontonados, cogió algo y regresó junto a Lenka. Arrojó a sus
pies un cepillo de púas y una gruesa pastilla de jabón. Golpeó
con el bastón picudo el retrete manchado de excrementos. To-

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davía volvió a coger a Lenka por el cuello una vez más para,
acercando su rostro al de la chica de Presov, decirle unas palabras
en un torpe alemán. Lo dijo de una manera tan lenta que Helena
pudo escuchar algo parecido a: «Quiero que dejes esto brillante».
Volviendo al frente de la fila, ordenó a las chicas que la si-
guieran. Dejaron atrás las letrinas, y a Lenka arrodillada junto al
retrete, restregándolo con el cepillo de púas.
La fila de nueve chicas se dirigió a la puerta del bloque nú-
mero cuatro. La mirada de Helena no se apartaba de esa bestia
de rasgos dulces que las dirigía. En los siguientes días, Helena
descubriría que esa kapo era de nacionalidad polaca y que se lla-
maba Katarzyna Jelen. Y descubrió también que, en ese lugar in-
fernal al que las habían conducido, la maldad más absoluta podía
esconderse tras unas facciones dulces.
Pero esa noche, Helena todavía haría un descubrimiento
más. Quizá, el peor descubrimiento de todos.
—Zugang! —gritó la kapo después de abrir la puerta y de
encender la luz del bloque número cuatro.
Ninguna de las nueve chicas podía dar crédito a lo que sus
ojos estaban viendo en el interior de esa oscura y pestilente ma-
driguera.
Caminaban muy despacio, con movimientos asustados, por
un pasillo a cuyos lados se sucedían literas de madera de tres
niveles. Las mujeres que allí se alojaban estaban totalmente haci-
nadas, dos o tres muchachas ocupaban los mugrientos colchones
de paja de las literas. Mujeres que las miraban en silencio con
ojos hundidos y derrotados, desprovistos de todo indicio de vida.
Sus rostros reflejaban una lividez enfermiza. Cabezas rasuradas,
donde el pelo comenzaba a crecer de manera desigual. Vestían
con feos camisones blancos cubiertos por todo tipo de manchas
que se pudiesen imaginar. Algunas parecían ancianas, aunque
Helena sospechaba que ninguna de ellas tendría más de treinta
años. Otras ni siquiera pudieron mirarlas, yacían en los colcho-
nes con la mirada perdida, el rostro cubierto de sudor y temblando
con un ritmo espasmódico. Eran mujeres enfermas. Quizá esas
muchachas no llevaran en ese lugar más que unas semanas, pero

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parecía que hubieran pasado años en el interior de aquella casa de
los horrores. Aparte de las literas, Helena distinguió tres venta-
nas por las que se colaba el intenso frío de la noche; una arcaica
estufa de carbón que parecía apagada; unos quince armarios de
madera que permanecían cerrados y algunas mesas y taburetes
donde terminaban las literas.
Una joven de su misma edad preguntó al verlas pasar:
—¿Sois eslovacas?
—Sí —contestó Helena.
—Nosotras también. Venid aquí, en este colchón todavía ca-
ben dos más.
La chica y su compañera ocupaban la parte baja de una litera.
Helena no lo pensó dos veces. Tiró con fuerza del brazo de Ri-
vka y la introdujo en el interior de aquel oscuro nicho.
—Me llamo Klara y soy de Kezmarok —explicó la mucha-
cha—. Mi amiga se llama Sara.
Señaló a una joven que dormía de forma inquieta junto a ella.
—Nosotras somos Helena y Rivka, de Humenné. Acabamos
de llegar… ¿Qué le pasa a tu amiga? ¿Está enferma? —preguntó
Helena.
—No lo sé, lleva así desde que nos hemos acostado. ¿Habéis
llegado hoy?
—Sí, bueno, ayer, nosotras…
La muchacha no le dejó terminar. Asomó la cabeza al pasillo
y volvió a esconderla con rapidez, ocultándose de la luz.
—Es igual, ya me contaréis. Aprovechad que esa bruja de la
kapo Jelen no ha apagado la luz. Tenéis que ir a los armarios que
hay al fondo del barracón, dejad vuestros vestidos en un colgador
y coged dos de estos camisones. Pero tened cuidado.
—¿Cuidado de qué? —preguntó Rivka.
—Del camisón que cogéis. Aseguraos de que no tenga piojos
ni liendres entre las costuras. Es la maldición de este lugar. ¡Ven-
ga, hacedlo ya! ¡Antes de que apaguen la luz!
—¿Qué lugar es este? Nos habían dicho que veníamos a una
fábrica, pero…
Ante la pregunta de Helena, Klara sonrió.

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—Yo también creía que venía a una fábrica, pero esto no es
ninguna fábrica. Bueno, a lo mejor en el otro campo, a unos ki-
lómetros de aquí hay alguna fábrica, pero lo desconozco. Ese
lugar se llama Birkenau, pero nosotras, las mujeres, no vamos
a Birkenau. Solo los hombres van allí. A nosotras no nos dejan
mezclarnos con los hombres así que… Pero por Olga me he en-
terado de que los «marcados» sí que van allí…
—¿Quiénes son los marcados? —preguntó Rivka.
—Ya hablaremos de eso más tarde. ¡Venga, id a poneros esos
camisones!
—Oye, has dicho que esto es un campo. ¿Qué clase de cam-
po? —preguntó ahora Helena.
Klara volvió a sonreír. Cada vez que lo hacía, se le formaba
un simpático hoyuelo en la barbilla.
—Pues eso, un campo. Un campo de concentración.

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2
La rampa. La cantina del Lager

N
o le gustaba en absoluto. Pasar el día en la soledad
de su despacho del Departamento Económico con-
tando dólares, zlotys polacos, coronas checas, drac-
mas griegos, francos franceses o guilders holandeses
era una cosa; meterlos después en esas cajas de madera que le
proporcionaban y enviarlos cuando se lo ordenaban a Berlín no le
parecía una mala ocupación. Vivir alejado de los horrores del
campo resultaba satisfactorio. Pero tener que asistir en la rampa
a ese infame proceso de selección, vigilando las pertenencias de
esos desgraciados que jamás volverían a verlas le revolvía el estó-
mago. Desde que el Obersturmführer Kretzer le ordenó esa nueva
tarea comía menos, dormía mal y bebía el doble. Siempre vodka
y ron. Día tras día. Había una máxima en el Lager que decía: «En
el frente te pueden matar las balas, aquí te mata el hígado».
Los ojos del contable se deslizaron con lentitud por la esce-
na que transcurría ante él. Esa madrugada habían llegado dos
nuevos trenes a Birkenau: uno procedía de Varsovia, el otro, car-
gado de mujeres, había partido de Praga y realizado una escala
en Poprad, Eslovaquia. De ese segundo tren ya se había hecho
una primera selección en el Stammlager principal: las mujeres
jóvenes y fuertes, listas para trabajar, habían descendido unos
kilómetros antes para ser recluidas en los diez barracones que

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se habían dispuesto para acogerlas. Lo que ahora llegaba, eran
los desechos. A Birkenau, solo llegaban los desechos: ancianas y
ancianos, mujeres con niños y niñas, jóvenes embarazadas. De
Varsovia, familias a las que no se encontraba ningún tipo de uti-
lidad. Bueno, alguna les encontrarían, claro. De lo contrario, no
sabía qué iban a hacer con esos cientos de personas que se agol-
paban en la rampa.
Hacía mucho frío. Ya había tenido que limpiarse con un pe-
queño pañuelito tres veces las gafas redondas, que siempre lo
acompañaban, porque se le habían empañado. Mientras daba
vueltas a los montones de maletas, bolsos, mochilas y atillos que
los recién llegados habían ido depositando junto al segundo tren,
observaba el trabajo de los SS. Abrían los cerrojos de los vagones
para que esas mujeres descendieran de ellos. Gritaban y les apun-
taban con sus fusiles, algo que el contable nunca había terminado
de entender. Exactamente no sabía que resistencia podían encon-
trar en esas mujeres que viajaban hasta ese lugar, obligadas y ha-
cinadas como si se tratase de ganado. Lo que se escondía detrás
de las puertas de madera de un tren utilizado anteriormente para
transportar mercancías, no eran soldados del Ejército Rojo. Ni
de ningún otro ejército contendiente en esa guerra.
Sin embargo, el contable sabía que esa gente que descendía
de los trenes pertenecía a otra guerra, otra guerra no menos im-
portante que la que se desarrollaba en los frentes de batalla: la
guerra biológica. La guerra interior. Así se lo habían enseñado
desde que ingresó en las SS. En realidad, esa gente de aspecto
asustado podía llegar a ser tan peligrosa como los soldados del
Ejército Rojo, aunque no lo aparentaran. Quizá eso justificara las
medidas de seguridad que tomaban sus compañeros. Al menos,
él quería creerlo así. Debía creerlo así. Pensaba mucho en esas
cosas cada vez que abandonaba la protección que le proporciona-
ba el Departamento Económico.
Otros SS se afanaban en colocar las escalerillas en los ca-
miones Mercedes que trasladarían a los prisioneros a los barra-
cones del campo. El contable esperaba impaciente la llegada de
otros camiones: los Opel Blitz que traerían hasta la rampa a los

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hombres del comando de Effinger. Él tendría que comprobar
que todos los objetos amontonados junto al tren llegaran a su
destino en el sector Kanada. Últimamente, se habían dado casos
de rapiña y eso, no podía ser tolerado. Afortunadamente, mu-
chos de los ladrones ya habían dado con sus huesos en el bloque
número once, pero ni aun así habían podido cortar totalmente
el hurto de objetos. Por eso Kratzer le había ordenado supervisar
directamente el trabajo en la rampa de los hombres de Effinger.
Una vez en el Kanada, Wunsch o Bott, o Breitweiser o Hocker
ya se encargarían de que las chicas de Effinger almacenaran los
equipajes y procedieran a su registro y selección. La ropa con la
ropa, la comida con la comida, las joyas con las joyas, el oro con
el oro, los relojes con los relojes. Y el dinero con el dinero. Al
final, el dinero y solo el dinero, terminaría en su departamento,
y él se encargaría de contabilizarlo y enviarlo a Berlín. Con la
seguridad y la tranquilidad que produce el saber que esos des-
graciados nunca lo reclamarían y que en Birkenau tampoco les
haría falta.
Del interior de uno de los vagones del tren polaco llegó el
sonido de un disparo. Eso solía suceder con asiduidad: alguna de
las personas que viajaba en el tren se encontraría enferma y los
SS la habrían rematado en el vagón.
En el centro de la rampa los miembros del Departamento
Político y los del Departamento Médico estaban procediendo a
la selección. Unos, a la fila de la izquierda; otros, a la de la dere-
cha. Después, unos a los camiones situados a la derecha y otros, a
los camiones situados a la izquierda. El contable no sabía adónde
se dirigían después los camiones y tampoco le preocupaba exce-
sivamente. Se frotó con desespero sus manos enguantadas. Lo
que le preocupaba realmente era que el frío cada vez se hacía más
intenso y los camiones con los hombres de Effinger no llegaban.
Sus ojos se pasearon por las montañas de basura que se
acumulaban en torno a la rampa. Era otra de las cosas que no
comprendía, cómo era posible que se llegara a concentrar tanta
cantidad de basura después de la llegada de cada tren. Ver esas
montañas de basura era otra de las cosas por las que le asqueaba

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asistir a esas selecciones. El olor que emanaba de ellas le revolvía
el estómago.
En la rampa, el griterío podía llegar a ser ensordecedor. No
solo gritaban los SS, también gritaba toda esa gente cuando eran
separados. Gritaban los hombres cuando los separaban de sus
mujeres, y las mujeres cuando las separaban de sus hijos. El con-
table se había quedado absorto contemplando esa escena, cuando
distinguió a los primeros Opel Blitz que llegaban a la rampa,
apartando la neblina a su paso. Por fin, ya estaban aquí. Tendría
que hablar con Hahn para que eso no volviera a suceder en nin-
guna otra ocasión.
De repente, algo captó su atención. En la rampa, una de las
mujeres del tren eslovaco estaba enfrentándose a un SS. Le re-
clamaba algo, mientras el joven la obligaba, empujándola con su
fusil, a que se colocara en la fila de la derecha. El contable se dio
rápidamente cuenta de lo que la joven quería decirle al SS: en la
fila de la izquierda, rodeado de basura, había un niño abando-
nado, sentado en el suelo, levantando los brazos y llorando de
manera desesperada. Era muy pequeño, llevaba un abrigo gris
abrochado hasta el último botón, una bufanda verde y una gorri-
ta a juego con el abrigo. Otras dos jóvenes, estas embarazadas,
se unieron a la primera, reclamándole al SS que mirara hacia
el niño que lloraba sin consuelo sentado en el suelo. Pero el SS
no las escuchó, siguió empujándolas con su fusil. Debía de estar
demasiado borracho para entender lo que le estaban diciendo.
Allí, la mayoría de ellos siempre estaban borrachos. Era extraño
ver a un hombre sobrio ni en acto de servicio. Una de las jóvenes
embarazadas cayó al suelo. Arrastró en su caída a más jóvenes
de la fila.
El contable sintió ganas de gritar hacia el SS, decirle que
esa mujer estaba buscando a su hijo abandonado. Pero no podía
hacerlo. No debía hacerlo. Tenía que esperar a los hombres del
comando de Effinger para que se llevaran los equipajes amonto-
nados. Ese era su trabajo. No otro.
Un rapportführer llegó a la fila. Llevaba en su mano la cadena
de un pastor alemán que se abalanzó sobre las muchachas que

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forcejeaban con el SS. Más jóvenes cayeron al suelo, tropeza-
ban las unas con las otras. El SS por fin le dio un culatazo en
el rostro a la joven que no dejaba de gritar. La muchacha cayó
desplomada al suelo. Agarrándola por el pelo, la arrastró hacia
uno de los camiones. Un pañuelo azul de seda quedó perdido en
el camino.
Un tercer SS se acercó al rapportführer y le dijo algo. El hom-
bre miró hacia la fila de la izquierda, hacia el niño que lloraba
sentado en el suelo. Le entregó la cadena del perro al SS y cami-
nó dando bandazos en dirección al niño. Los ojos del contable
se movían de un lado a otro de la escena. Dos SS introdujeron el
cuerpo desvanecido de la joven en uno de los camiones prepara-
dos para partir.
El rapportführer llegó junto al niño. El pequeño levantó aún
más los brazos, como pidiéndole al hombre que lo levantara del
suelo y lo llevara junto a su madre. El rapportführer no sabía qué
hacer. Se limitó a mirar al niño y gritarle:
—¡Cállate!
Los lloros del pequeño arreciaron. El rapportführer zarandeó
al niño. La gorrita cayó de su cabeza.
—¡Cállate! ¡Deja de llorar! ¡Cállate!
El rapportführer cogió al niño por las piernas. Miró en to-
das las direcciones. La bufanda del niño se descolgó, cayendo
también al suelo. Boca abajo, el niño movía con más rapidez los
brazos. Y su llanto crecía en intensidad.
Un escalofrío recorrió el cuerpo del contable.
El rapportführer se había dado cuenta que detrás de él había
un camión Mercedes. Con fuerza, golpeó la cabeza del niño con-
tra el hierro del camión. El cuerpo del niño se quedó inerte, sus
brazos colgando. Y el llanto había cesado por fin.
El rapportführer caminó con el niño en brazos hacia el ca-
mión donde habían introducido a su madre. Lanzó el cuerpo del
niño al interior como si se tratase de uno de esos atillos amonto-
nados frente al tren.
Los hombres de Effinger habían llegado junto al contable.
Empezaron a cargar sobre sus hombros las maletas más grandes

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que había en ese montón. Pero el contable no estaba haciendo su
trabajo. Ni siquiera se había dado cuenta de que esos hombres
habían llegado.
Su rostro estaba desencajado. Sus ojos se habían detenido en
la mancha roja que la cabeza del niño había dejado en el hierro
del camión. Su cuerpo temblaba. Esa madrugada hacía mucho
frío.

* * *

Alguien dijo que la cantina de las SS era un lugar donde «los


hombres bebían por beber y fumaban por fumar; comían por
comer y vivían porque morir no era algo divertido». Wunsch y el
contable estaban sentados en una mesa junto a una ventana que
ofrecía una imagen neblinosa del Lager. Las finas cortinillas de
hilo blanco con ribetes verdes y rojos a cuadritos que rodeaban
la ventana desentonaban con el lugar. Wunsch daba vueltas a su
vaso de Schnapps con una de sus manos y, con la otra, se llevaba
a la boca regularmente un cigarrillo Trommler. El contable tam-
borileaba con sus dedos sobre la mesa, tenía la mirada clavada en
su vaso de vodka. Hacía rato que estaba en la misma posición.
A su alrededor, el humo, el olor a alcohol fuerte, las risas y la al-
garabía cotidiana. Grupos de SS jugando a las cartas. Hombres
que entraban y hombres que salían. Así sucedía durante el día y
durante la noche, la cantina nunca cerraba. La voz de Lale An-
dersen inundaba la estancia, repitiendo una y otra vez que todo
había llegado a su final.

Es geht alles vorüber, es geht alles vorbei,


Auf jeden Dezember, folgt wieder ein Mai…

—¿Qué te pasa, contable? —preguntó Wunsch tras dar una


larga calada a su cigarrillo.
—Nada, solo estoy pensando.
La voz del contable sonó lejana y distante.
—Pensar. Este no es un buen sitio para pensar, contable.

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Es geht alles vorüber, es geht alles vorbei,
Doch zwei die sich lieben, die bleiben sich treu…

Krauss llegó como una exhalación. Se sentó en la mesa y dejó


unos papeles arrugados sobre ella.
—Chicos, no os vais a creer lo que traigo…
Wunsch miró de reojo los papeles que Krauss había dejado
sobre la mesa. Viniendo de él, podía tratarse de cualquier cosa.
Aparte, su rostro colorado demostraba que a esa hora podía lle-
var ya alguna que otra botella de Schnapps en el cuerpo. El con-
table echó una ojeada a los papeles con desdén. Desvió su mirada
hacia la ventana.
—He estado tomando unas copas con algunos de los mu-
chachos del bloque once: Dreser, Dylewski, Hoffmann… habían
sacado esto de uno de esos libros que hay…
—¿Habéis arrancado esas hojas de uno de los libros de…?
—preguntó el contable alarmado.
—¿Y qué más da? ¡Aquí nadie lee! ¿A quién le puede impor-
tar? —interrumpió Krauss dando una palmada sobre la mesa.
Wunsch apagó el cigarrillo en un atestado cenicero de latón.
Cogió los arrugados papeles de Krauss y los miró con un gesto
de resignación.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó.
Era una estructura negra de metal de unos dos metros de altu-
ra. Tenía dos puertas abiertas, con una sucesión de clavos oxidados
a lo largo de las mismas. Tenía aspecto humano, de mujer. El ros-
tro representaba a una doncella.
—La llamaban La Doncella de Hierro de Núremberg.
Dylewski está obsesionado en construir una aquí. Dice que se
aburren repitiendo todo el día esa misma retahíla de torturas.
Tienen que inventar algo. Dreser nos ha dicho que cuando me-
tían a un convicto en esa máquina de tortura, las puertas se ce-
rraban y los clavos punzantes penetraban en zonas no vitales de
su cuerpo. Tardaban mucho en morir y con un gran sufrimien-
to. Esos judíos que llevan al bloque once se les mueren al tercer
golpe, llegan ya demasiado débiles para que los chicos puedan

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divertirse un rato. Los judíos vomitan, se cagan y se mean por
todos los lados… —Krauss golpeó otra vez la mesa con la palma
abierta de su mano—. En este aparato por lo menos no se irían
cagando por todas partes. Lo harían dentro, así morirían rodea-
dos de su propia mierda. Y luego están los gritos. Esta estructura
de tortura disponía de puertas de gran grosor, por lo que los
gritos no podían escucharse en el exterior. Dreser dice que ya no
soporta los gritos. Se le meten en la cabeza, ya sabéis… cuando
camina por cualquier parte del Lager, sigue escuchando esos gri-
tos dentro de su cabeza, una y otra vez, una y otra vez, una y otra
vez. Sobre todo los gritos de las mujeres. Le sucede hasta cuando
se encuentra en Solahütte…
Wunsch dejó los papeles sobre la mesa. Volvió a mirar por la
ventana antes de decir:
—Esto es una tontería, Krauss. Estás borracho.
Krauss cogió el vaso de Wunsch e ingirió el Schnapps de un
solo trago. Golpeó con el vaso en la mesa. Eructó. Señalando con
un dedo acusador a Wunsch y al contable, dijo:
—Una tontería para vosotros. Se vive muy bien entre putitas ju-
días como haces tú en Kanada, Wunsch. O contando dinero como
tú, en el Departamento Económico. Pero cuando te enfrentas…
—Todos cumplimos con nuestro deber, Krauss. Todos. Para
ninguno es sencillo. Pero te puedo asegurar, que es mejor que
estar en el frente combatiendo contra el Ejército Rojo…
—¡Oh, ya habló el gran héroe de guerra! —exclamó Krauss.
Krauss recogió sus papeles. Se levantó, haciendo que se vol-
cara la silla y dijo:
—Me largo. Voy a buscar a Dorf. Seguro que a él le hace más
gracia que a vosotros. Os estáis convirtiendo en unos amargados,
camaradas.
Krauss se marchó dando grandes zancadas hacia la barra.
Allí, Dorf brindaba rodeado de unos muchachos recién llegados.
Todo el mundo le admiraba. Dorf dirigía dos grupos de sonder-
kommandos. Abrazó a Krauss en cuanto lo vio llegar. Pidió para
él otro vaso de Schnapps. Wunsch miró al contable y le sonrió. El
gesto del contable permanecía inalterable.

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—Esta madrugada he visto algo, Wunsch. En la rampa. No
consigo apartarlo de mi cabeza…
—Todos vemos cosas, contable. Todos. Lo mejor es no mirar.
Ver, pero no mirar.
—Y no pensar, ¿verdad, Wunsch? Tu filosofía es demasiado
sencilla…
—No es filosofía, contable. Es supervivencia. Son cosas dis-
tintas. Mira a Dorf. Ahí lo tienes, riendo, bebiendo y volviendo
a reír. Él ve las cosas que todos sabemos que pasan, pero que
muchos no hemos visto. Y, sin embargo, ahí lo tienes, como si
nada sucediera. Sobrevive, contable. Esa es la clave. Como dice
esta estúpida canción que no deja de sonar, todo tiene que ter-
minar algún día, ¿no? Después vendrá lo peor, contable. Haz-
me caso.
El contable se levantó y caminó hacia la barra. Se hizo un
hueco entre otros dos hombres. Pidió otro vodka y otro Schnapps.
Regresó a la mesa. Wunsch se encendía otro cigarrillo. El conta-
ble arrastró el Schnapps hacia él, se sentó y dio un trago al vodka.
—¿Tú has visto esas cosas que pasan, Wunsch? ¿Las has visto
alguna vez?
Wunsch hizo una mueca extraña con su rostro. Se recostó en
la silla. Cogió el Schnapps en la mano y, antes de beber un trago,
dijo:
—Qué más da, contable. Hemos firmado una declaración
jurada. No podemos hablar de nada. No hemos visto nada, no
hemos escuchado nada. No sabemos nada. Para nosotros y para
los nuestros, este lugar ni siquiera existe. Hemos hecho un ju-
ramento de lealtad. Queríamos pertenecer a la élite de nuestro
Reich, y aquí estamos. Supongo que estamos haciendo lo que
tenemos que hacer, nada más. Estamos en guerra, ¿no?
El contable no contestó. Volvió a perder la mirada en su vaso
de vodka.
—¿El de esta madrugada era un tren de mujeres? Yo estuve
en una selección, en el Stammlager. Mujeres jóvenes, algunas muy
guapas. Las han alojado en esos bloques que han separado por un
muro. Aumeier se ha hecho cargo de ellas —dijo Wunsch.

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—Eran dos trenes, uno de mujeres y otro que procedía de Var-
sovia. Pero lo que pude ver en la rampa… era un niño, Wunsch.
Un niño pequeño. Eso no tendría que haber sucedido…
—Todos los días llegan niños, contable. Todos los días, en
todos esos trenes. Es una parte importante de nuestra misión…
—Si, lo sé. La sangre, todo se reduce a la sangre. La sangre
que corre por sus venas es el motivo de la infección, somos noso-
tros o ellos, o los exterminamos o esos mismos niños crecerán y
terminarán acabando con nosotros. Todo eso ya lo sé, solo que…
—¿Qué, contable?
El contable dio otro trago a su vodka. Se quitó sus gafas re-
dondas, sacó un pequeño pañuelito del bolsillo de su pantalón
y limpió las lentes con delicadeza. Se volvió a poner las gafas.
Wunsch esperaba su respuesta con expectación.
—Que si tenemos que hacerlo, lo podíamos hacer con cierto
orden. Creo que alguien tendría que decir estas cosas, ya sabes,
a los superiores. Los trenes no paran de llegar, el Lager está ates-
tado, no somos muchos, los chicos están cansados, beben dema-
siado… alguien tendría que exponer esto en la oficina correspon-
diente, no sé, he pensado en hablar con Kratzer…
—No es una buena idea, contable —afirmó taxativo Wunsch.
—Cosas como las de esta madrugada no sucederían si hubie-
ra cierta organización… sí, lo tengo decidido. Mañana mismo
acudiré a la oficina de Kratzer y le expondré este asunto…
—¿Y qué crees que te dirá? ¡Que hace todo lo que puede!
Pero que las cosas son las que son. También nosotros en Ka-
nada tenemos problemas, Bott, Breitweiser, Hahn, Meier, yo
mismo, todos hemos pasado por su despacho. Necesitamos más
muchachas cualificadas para la clasificación. A Effinger cada
dos por tres le dejan sin los prisioneros necesarios para traernos
las pertenencias amontonadas junto a los trenes. ¿Y qué? Nada.
Apela a tu juramento, y te repite mil veces que hace todo lo que
puede.
—Entonces solicitaré el traslado, Wunsch. Lo tengo deci-
dido. No quiero seguir en este lugar, no en estas condiciones.
Contar el dinero de esos desgraciados es una cosa, pero tener

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que asistir a todo lo demás… Yo no entré en las SS para esto,
Wunsch. Tú por lo menos has estado en el frente.
—Haz lo que quieras, contable. Pero no lo aceptará. No dará
curso a Berlín de tu petición de traslado. Eres bueno en lo tuyo,
muy bueno, y muy eficiente. Y no das problemas. Kratzer no
estará dispuesto a desprenderse de alguien como tú. No sabe lo
que le pueden traer después. Él también sobrevive. A su manera,
pero sobrevive.
Casi a la vez, los dos hombres apuraron sus bebidas hasta la
última gota. Wunsch se incorporó. Mientras se ponía el abrigo
largo de cuero, le dijo al contable:
—Ah, y una última cosa, contable. Esa gente que llega al
Lager no son unos pobres desgraciados. Son judíos. No lo olvides
si vas a hablar a la oficina de Kratzer.

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