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La canción de Auschwitz
ISBN: 978-84-17248-06-2
Depósito Legal: M-777-2018
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L
a joven rubia había resbalado y caído de bruces, per-
diendo su atillo en la caída. Su rostro reflejó, sobre la
placa de hielo que se había hecho en el suelo, un terror
difícil de describir.
—¡Levántate! ¡Inútil!
Al levantar la vista, sus ojos tropezaron con dos botas de
montar negras. Al elevar más la mirada, el uniforme negro del
hombre que le gritaba transformó en oscuridad el brillo blan-
quecino de esa tarde de finales del invierno. Sobre la cabeza,
la borla que decoraba el gorro con detalles dorados se balanceó
dejando a la vista el escudo con el águila amarilla que sostenía
entre sus garras un haz de varas. En el pecho del águila sobre-
salía un círculo azul y blanco con la cruz de dos brazos en su
interior.
La mano de la joven morena que la acompañaba se extendió
ante ella. La joven rubia la agarró con fuerza, ayudándose para
levantarse. Recogió su atillo.
—Levántate Rivka. Por favor, levántate.
El soldado de la Guardia de Hlinka la empujó, golpeándola
en la espalda con su fusil. El rostro de Rivka se contrajo en un
gesto de dolor.
—Helena, yo…
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A
ntes de que el tren aminorase la marcha, empezaron
a escuchar el ajetreo y los gritos en alemán. La expec-
tación y el nerviosismo hicieron acto de presencia en
el oscuro y atestado vagón.
—¿Ya estamos en Alemania, Helena? —preguntó Rivka con
voz nerviosa y asustada.
—No creo, no puede ser. Solo llevamos unas horas de viaje,
Rivka. Esto no puede ser Alemania…
—Pero esas voces que se escuchan suenan a alemán, ¿no?
Y el tren se está deteniendo. Jalenko te dijo que la fábrica estaba
en Alemania.
—No sé por qué nos detenemos aquí. Pero estoy segura de
que esto no es Alemania.
El tren se detuvo. Las carreras y los gritos arreciaron en el ex-
terior. Helena había llegado a perder en el interior de aquel nau-
seabundo vagón la noción del tiempo, pero aun así, calculó que
debía de estar a punto de amanecer.
Un estrépito se escuchó en el vagón. Ya no era solo la canti-
dad de muchachas que viajaban en él, además, había que sumar
los equipajes y las pertenencias amontonadas por todos los lados.
Una montaña de maletas había caído al detenerse el tren, propi-
ciando el estrépito.
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o le gustaba en absoluto. Pasar el día en la soledad
de su despacho del Departamento Económico con-
tando dólares, zlotys polacos, coronas checas, drac-
mas griegos, francos franceses o guilders holandeses
era una cosa; meterlos después en esas cajas de madera que le
proporcionaban y enviarlos cuando se lo ordenaban a Berlín no le
parecía una mala ocupación. Vivir alejado de los horrores del
campo resultaba satisfactorio. Pero tener que asistir en la rampa
a ese infame proceso de selección, vigilando las pertenencias de
esos desgraciados que jamás volverían a verlas le revolvía el estó-
mago. Desde que el Obersturmführer Kretzer le ordenó esa nueva
tarea comía menos, dormía mal y bebía el doble. Siempre vodka
y ron. Día tras día. Había una máxima en el Lager que decía: «En
el frente te pueden matar las balas, aquí te mata el hígado».
Los ojos del contable se deslizaron con lentitud por la esce-
na que transcurría ante él. Esa madrugada habían llegado dos
nuevos trenes a Birkenau: uno procedía de Varsovia, el otro, car-
gado de mujeres, había partido de Praga y realizado una escala
en Poprad, Eslovaquia. De ese segundo tren ya se había hecho
una primera selección en el Stammlager principal: las mujeres
jóvenes y fuertes, listas para trabajar, habían descendido unos
kilómetros antes para ser recluidas en los diez barracones que
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