En el siglo XX se ha modelado un nuevo mundo mental. El progreso de las ciencias de la naturaleza y de la antropología, de la técnica... ha tenido innegables repercusiones en la vida y su comprensión. Sin la pretensión de establecer un balance, debemos señalar cómo el nuevo contexto social y cultural condiciona una nueva visión de la teología, si queremos evitar que la palabra teológica (sobre Dios y sobre el hombre) deje de tener sentido para los cristianos actuales. No es indiferente a nuestro tema que el nuevo mundo mental conozca la ruptura y la dispersión de los lenguajes intelectuales, y la conciencia de que el pensamiento sólo existe como lenguaje. El hombre, concebido de muchas maneras desde su exaltación autónoma hasta una apertura a la trascendencia, se hace el centro del filosofar europeo. Se afirma así una gama de humanismos que coinciden como concepciones filosóficas y morales del hombre, que intenta ser perfectamente hombre y se dedica al arte de tender hacia dicho ideal. El humanismo «cerrado» responde al gran interrogante, que es el mismo hombre, afirmando su suficiencia absoluta. Las filosofías existenciales y el existencialismo Kierkegaard es el padre del Existencialismo y a Husserl se le considera como a su pedagogo. El primero le aportó las ideas directrices; el otro, el método o la forma filosófica. El resultado no fue una «escuela existencialista», sino un conjunto de corrientes que coinciden en criticar el pensamiento objetivo, para establecer las bases de una nueva manera de autocomprenderse a partir de la idea de la «existencia». No es fácil precisar todo lo que los pensadores modernos quieren expresar cuando ponen el concepto de existencia en el centro de su reflexión filosófica. Los matices son múltiples. Se acostumbra a considerar el existencialismo como una rebelión. Pero también fue un estilo. Se convirtió en el estilo de toda una literatura, de unas artes y de otros medios de expresión. Estuvo presente en la poesía, la novela, el teatro, las artes plásticas. Definir el término «existencialismo» supone que hay dos modos de presentar al hombre: uno, propio del esencialismo, lo define por lo que constituye su naturaleza, su esencia, en el seno del universo. Otro, propio del existencialismo, considera al hombre en sus condiciones concretas, de existencia. La filosofía existencialista es una rebelión contra el predominio que la filosofía occidental concedía a la esencia. Y termina en «estilo». Así, pues, el común denominador de las filosofías existenciales es que el concepto de existencia no significa como en el caso de Kant la mera constatación de que algo es real (en oposición a lo que es pensado), sino la forma de ser peculiar del hombre. En este sentido sólo el hombre existe, lo cual no equivale a afirmar que no hay nada fuera del hombre, sino que el «existir» se realiza como interioridad, como conciencia y libertad que sale de sí misma y se hace apertura a lo que es idéntico con el hombre: Heidegger habla de «ser en el mundo»: Merleau-Ponty, de «sujeto abocado al mundo»; Sartre, de una «llamada a ser»; Gabriel Marcel, de «ser con» ... Esta gama de posiciones ha llevado a distinguir una corriente denominada de derecha y otra de izquierda o repitiendo un juego de palabras propuesto por Heidegger la filosofía existenzielle y la filosofía existenziale. La posición adoptada respecto de Dios es capital. La izquierda es atea, la derecha es cristiana o, por lo menos, teísta. Esta opción es determinante en el momento de considerar al hombre y todos los temas conexos de la historicidad, la cultura y el trabajo, la intersubjetividad, la solidaridad y la responsabilidad... Por un lado, el hombre queda abandonado a sí mismo; la absurdidad es la ley de su existencia, y el existencialismo conduce a un pesimismo cruel. Por otro lado, la experiencia humana desemboca en Dios: el absurdo queda exorcizado y, aunque no se impone un optimismo absoluto que sería ingenuo, se mantiene una esperanza como antídoto del pesimismo. La fenomenología hermenéutica El análisis del Dasein como ser en el mundo abre la primera sección de El ser y el tiempo, de Heidegger. La misma dificultad de traducir el término Dasein postula una «hermenéutica», comprensión, que no es conocimiento en el sentido ordinario del término, sino un «saber ser» y un «poder ser en el mundo», constitutivos de las raíces ocultas en los conceptos y los juicios. Lo que llamamos comprender se basa en una «precomprensión» existencial, hecha de todos los proyectos posibles y anticipativos a partir de los cuales el Dasein se enraiza en el mundo y se define. El que la idea de una fenomenología hermenéutica se inspira en la hermenéutica de Heidegger aparece en la obra de H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode (1960). Allí amplía la noción de hermenéutica que designaba tradicionalmente una metodología de la comprensión— a la cuestión fundamental: ¿Cómo es posible comprender? Este interrogante supone que la comprensión no es sólo un fenómeno psicológico (a la manera de Schleiermacher y de los románticos), ni una cuestión epistemológica (como lo era para Dilthey, en el marco de un debate entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu). La comprensión se sitúa en el lugar de interferencia de un conjunto de posibilidades, donde descubro el proyecto del otro que se me ofrece también a mí, en nuestro compromiso histórico común. El mundo se constituye, así como el horizonte común que nunca podemos alcanzar de todos los elementos históricos como modalidades diversas, pero comunicables. El polo de esta comunicación, por la que el hombre toma conciencia de su dimensión histórica y se enriquece con sus tradiciones, no es la subjetividad, sino un sentido que trasciende las comprensiones históricas parciales hacia una comprensión total. En resumen, un sentido total que siempre permanece oculto es el móvil del acto de interpretación y de comprensión por el que el hombre se esfuerza por ser en el mundo y decir el mundo. Si ser y decir son aquí correlativos, el lenguaje constituye el ámbito de una existencia comunicada y una comunicación existencial (Spracblichkeit). Sigmund Freud (1856-1939) y el psicoanálisis El 6 de mayo de 1856 nació Sigmund Freud, en el seno de una humilde familia judía, de origen germano-eslavo, en Freiberg, Moravia. El 30 de marzo de 1896, el término «psicoanálisis» aparecía por primera vez bajo su pluma: designaba un descubrimiento que sorprendería y se convertiría en objeto de críticas y oposiciones, algunas apasionadas, desde el punto de vista médico, filosófico, antropológico e incluso también en nombre de la teología cristiana, cuestionada sobre todo en su vertiente moral. La carrera médica de Freud, desde su origen, fue una manera de realizar una vocación de investigador preocupado por recoger el reto de la naturaleza. Él no dejó de interesarse por la poesía fue Goethe quien le despertó la afición y por la filosofía. Había seguido los cursos del filósofo vienes Franz Brentano (1839-1917), que había influido ya en Husserl y su fenomenología. Interrumpió su camino de investigación teórica en el laboratorio, para aproximarse a un enigma más desconcertante: el enfermo nervioso (se olvida a menudo que Freud fue un eminente neurólogo). El problema terapéutico le llevó al estudio de la hipnosis, con cuya ayuda analizó las neurosis, con su lenguaje que había que descifrar. Quizás es éste el descubrimiento esencial de Freud: restituir al reino del sentido todo un conjunto de comportamientos humanos que hasta entonces escapaban a dicho sentido; pensemos en el inconsciente, el preconsciente, la censura, los complejos, la culpabilidad, la neurosis, la psicosis... Aquel estudiante que había escogido la carrera de medicina para intentar resolver los enigmas del universo se convirtió en el pensador que dispone de una respuesta a los enigmas planteados por las neurosis. Dejando al margen toda explicación causalista y biologizante de los síntomas, los mira como un jeroglífico que hay que descifrar y los integra de una manera definitiva en el terreno del sentido. Por ahí tiene lugar una revolución en la propia manera de abordar unos fenómenos hasta entonces irracionales. El lenguaje reprimido tiene que llegar a ser palabra. Para lograrlo, propone una técnica, cuyos pasos son la resistencia, el rechazo, la transferencia. Esboza ya una teoría de acuerdo con la cual mira al hombre como un ser inicialmente de deseo que ha de integrarse progresivamente en la cultura y la civilización. El estudio de la histeria, los instintos, el deseo sexual; la formulación del complejo de Edipo con la imposible comprensión del significado de la figura paterna como representante de la ley que prohíbe y promueve a la vez; la floración de temas como destino, fatalidad, expiación, culpabilidad, muerte... que no tienen ningún sentido biológico: todo ello explica que la obra de Freud se convirtiera en un reto a la religión. El tema religioso es subyacente, y también explícito, en toda su obra. La esencia de la religión «está hecha de piadosas ilusiones de una Providencia y de un orden moral universal que contradicen a la razón» (carta al pastor Pfister, en 1927). Esta perspectiva, que se puede calificar de cientificista, es ampliamente desarrollada más tarde: la religión es la única fuerza peligrosa que disputa a la ciencia su terreno, por ir delante de nuestros deseos instintivos y responder a nuestros deseos infantiles. Satisface, con su enseñanza, nuestros deseos de saber sobre el origen y la formación del universo; nuestro deseo de felicidad, gracias a la afirmación de la protección divina y de la bienaventuranza final; nuestro deseo de ser guiados, por sus prescripciones autoritarias. Son los temas de El futuro de una ilusión (1927), que fundamenta toda concepción religiosa en la persistencia de la situación de impotencia, propia de la infancia. Los estructuralismos Históricamente más bien se ha dado un campo estructuralista, en el que se han desarrollado tendencias en función de los principales autores. El común denominador fue una cierta oposición al método histórico-crítico, a partir del cual los investigadores creían lograr cierta objetividad de conocimiento. Se enfrentaban dos orientaciones metodológicas: los historiadores que se aplicaban al estudio de los acontecimientos y los que buscaban determinar las leyes que regían la historia de la sociedad. La atención a dichas leyes se acentuó en los estructuralismos franceses, organizados en torno a los llamados «cuatro grandes» (Althusser, Foucault, Lacan, Lévi-Strauss), todos ellos influidos por el lingüista R. Jakobson. El lenguaje, como estructura, se convertiría en el modelo para la orientación de todo hecho y de toda relación social. Según Lévi-Strauss, del mismo modo que el lingüista entiende un signo lingüístico al ponerlo en relación con otros signos, para formar un sistema que, como un todo, camina sin cambios a través de la historia, el etnólogo considera los usos sociales según su conexión con un sistema general que los explica. De ahí que la distinción entre «pensamiento racional» y «pensamiento salvaje» no tenga razón de ser48: a ambos, el sistema de signos les concede un sentido que habla a través del hombre, sea cual fuere el estadio evolutivo en que éste se halla. De ahí, la necesidad de afinar un método apto para definir las estructuras profundas que, en un mundo aparentemente movedizo, aseguren la permanencia, la organización, la coherencia. Este método es el moderno saber sobre el hombre: etnología, lingüística, psicoanálisis... es decir, las llamadas ciencias humanas. Se explica así la pluralidad que reina bajo la etiqueta «estructuralista». III. LOS CIENTÍFICOS ANGLOAMERICANOS Josep Ferrater Mora ha caracterizado con sagacidad la orientación de estos filósofos. Para ellos, la filosofía tiene que ser «objetiva», o al menos tiene que procurar serlo lo más posible. Si en ella introducen alguna de sus convicciones personales, será después de haberlas «despersonalizado» y convertido en objetos de una investigación racional. En último término, se da cierta distancia entre un pensador anglonorteamericano y su pensamiento. Sobre dicho común denominador, presentamos las principales manifestaciones, que poco a poco han transformado el inicial positivismo lógico en lo que se ha llamado «filosofía analítica». El positivismo lógico de Bertrand Russell El positivismo, heredero del empirismo clásico, elabora una epistemología en un tiempo de despliegue y éxito de las ciencias, en el sentido estricto de ciencias positivas. El saber científico es un saber con base rigurosamente empírica. Y adopta el método científico como hilo conductor de la teoría del conocimiento. Sólo con dicho método se puede llegar al verdadero saber; la metafísica queda descalificada. La figura capital del positivismo lógico es la de Bertrand Russell (1872-1970). Siempre en búsqueda, por la amplitud de su reflexión y la frescura de su moral y política, estuvo presente en innumerables controversias. Su producción escrita —más de cuarenta obras— se puede distribuir en tres categorías aparentemente distintas por su objeto. La primera incluye la filosofía de las matemáticas; la segunda, la filosofía de las ciencias, desde el punto de vista de la epistemología; la tercera, la ética y la política. Sin embargo, una actitud unitaria orienta el pensamiento de Russell: la búsqueda de la verdad, con todas sus exigencias teóricas y prácticas. Dejó en lógica una obra de gran importancia para el pensamiento científico contemporáneo: se esforzó, como los filósofos-matemáticos, por subordinar las matemáticas a la pura lógica. El tema le llevó a tratar las relaciones entre el lenguaje natural y la estructura lógica, la gramaticalidad y sobre todo los fundamentos de la aritmética. En su filosofía del lenguaje, Russell se preocupó de la significación y del sentido, así como de sus relaciones con la verdad. Sitúa el no sentido y lo negativo. A pesar de su posición, no pretendió que todos los problemas metafísicos tradicionales pudiesen resolverse a base de análisis, ni que toda la tarea del filósofo se redujese a analizar. El neopositivismo de Wittgenstein Nacido en Viena, Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es considerado un pensador «excéntrico», desde el momento en que en 1911 abandonó sus investigaciones de ingeniería sobre la naciente aeronáutica para estudiar con Russell en Cambridge. Sus lecturas filosóficas eran pocas y predominantemente religiosas: Agustín, Kierkegaard, además de Tolstoi y Dostoievski. Cuando en 1918 fue hecho prisionero por los italianos, llevaba en la mochila un breve manuscrito, conocido con el nombre de Tractatus logico-philosopbicus, que Russell haría traducir y prologaría con admiración, al mismo tiempo que con reservas, dada su apertura mística. El círculo de Viena: Los gérmenes del neopositivismo de Wittgenstein fueron cultivados por los miembros del Wiener Kreis (círculo de Viena), que se constituyó en 1922 en torno a Moritz Schlick. Muchos de los miembros del círculo, investigadores de origen judío, tuvieron que dejar Viena y emigrar a países anglosajones, en el momento de la anexión de Austria por Hitler. El más brillante del círculo fue Rudolf Carnap. Según él, la tarea de la filosofía no es construir teorías, sistemas, sino elaborar un método, el método del análisis lógico o lingüístico, y, con su ayuda, tamizar todo lo que se ha afirmado en los diversos campos del saber. Este método tiene una doble función: a) borrar las palabras que no tienen significación y también las pseudoproposiciones, y b) clarificar los conceptos y las proposiciones que tienen significado. Para Carnap el significado de una proposición está en el método de verificación. Y el método consiste en traducir la proposición que queremos conocer en una serie de proposiciones experimentales. El segundo Wittgenstein En su última obra, Philosophische Untersuchungen (1960), se retractó de dos doctrinas que había sostenido en el Tractatus: la doctrina de que el lenguaje consiste esencialmente en reproducir, reflejar, los objetos de que se habla, y la doctrina de que sólo el lenguaje científico tiene tal propiedad y que, por ello, es el único que tiene sentido. En lugar de la primera doctrina introduce la teoría de que el lenguaje es esencialmente una cuestión de uso de ciertos sonidos; en lugar de la segunda, propone la teoría de la pluralidad de los juegos lingüísticos. Sensible al carácter multiforme del lenguaje, se da cuenta de que no es un único fenómeno, sino un indefinido número de Sprachspiele (juegos lingüísticos). Con el lenguaje hacemos las cosas más variadas; entre los innumerables usos de lo que llamamos «símbolos», «palabras», «frases», «proposiciones», Wittgenstein recuerda: dar órdenes, pedir, agradecer, saludar y orar. Los juegos lingüísticos no son algo dado una vez por todas: nuevos tipos de lenguaje nacen y otros envejecen y se olvidan. A pesar de estas profundas innovaciones en materia de filosofía del lenguaje el abandono del carácter ideal y normativo de la lógica, el juicio de Wittgenstein sobre el valor de la metafísica y de la tarea de la filosofía permanece inalterado. La metafísica sigue siendo para él un conjunto de estados patológicos de la inteligencia. La filosofía del lenguaje ordinario La aportación de G.E. Moore (1873-1958) no se puede entender si se olvida que en sus dos libros de ética se halla una continua referencia al «sentido común». Su atención se centra en el lenguaje ordinario, que es el vehículo de las verdades del sentido común, hasta el extremo de que cualquier proposición filosófica que viole el lenguaje ordinario puede juzgarse de entrada como violadora del sentido común. Las limitadas posibilidades del sentido común respecto de las cuestiones filosófico-teológicas son puestas de manifiesto por Moore. También los análisis de su metaética se mantienen en el umbral de la moralidad religiosa: todo intento de definir el «bien» implica lo que se llama una «falacia naturalística», falacia en la que sólo dejan de incurrir las diferentes formas de hedonismo ético y de utilitarismo. Según él, toda forma de «ética teológica» implica también una definición o explicación que desplaza la peculiar forma moral de «bien» en términos no morales. El aspecto de su obra que tuvo mayor influencia es la crítica, sobre bases puramente lógicas, de toda forma de «naturalismo» ético, incluida la ética teológica o cualquier otro tipo de ética que considere el orden religioso para la moral. La nueva filosofía de la ciencia Las posiciones de Karl R. Popper, nacido en Viena en 1902, son muy próximas a las del Wiener Kreis: la diferencia con los otros miembros está en no reconocer la inducción, en su teoría gnoseoló- gica de la física, como método conclusivo regular. Regular, sólo lo es el método de la verificación empírica de las teorías. Así, su principio fundamental le lleva a revisar los conceptos de significación y de verificación, y la afirmación de que la forma lógica de un sistema científico debe ser tal, que se pueda negar mediante pruebas empíricas. Esta posición, adoptada en Logik der Forschung (Viena 1935), modifica el criterio de significación de Schlick, para quien el sentido de las proposiciones consiste en su verificabilidad. Popper propone el nuevo criterio de la «falsabilidad». Aunque dicho criterio no fue aceptado totalmente por los neopositivistas, influyó en la formulación de sus doctrinas más maduras sobre la verificación, como reconoce el mismo Carnap. También influyó en el paso de la primera fase empirista del neopositivismo a la segunda fase más francamente convencionalista. La traducción francesa de la obra de Popper, La lógica del descubrimiento científico (1973), está precedida de un prefacio de Jacques Monod (1910-1976). Dicho autor una de las personalidades más dinámicas y originales de la biología, fundador de la biología molecular se distinguió por sus descubrimientos, fruto de una sucesión notable de hipótesis, experiencias y deducciones. Su trabajo experimental, junto con una dedicación intelectual notable, cristalizó en Le hasard et la nécessité (1970; trad. cast., El azar y la necesidad, Barcelona 1971), expresión de un reduccionismo biologista explícito. El triunfo de la conciencia lingüística La toma de conciencia lingüística en la filosofía desde el neopositivismo hasta la analítica progresó de un modo subterráneo, casi inconsciente. Cuando los grandes filósofos — Russell y Wittgenstein intentaban combatir y curar el lenguaje, todavía no se había impuesto el Cours de linguistique genérale (1919) del ginebrino Ferdinand de Saussure (1857-1913), aportación revolucionaria para la gran «era del lenguaje». En la línea de algunos románticos alemanes (sobre todo de W. von Humboldt), subraya algo muy obvio: el que la manera de pensar y, en consecuencia, de vivir humanamente, tiene lugar hablando, hablándonos a nosotros mismos y a los demás, gracias a un juego de articulaciones de sonidos y a unos sistemas gramaticales, diferentes en cada lengua. Esta simple constatación ayudó a disipar muchas nieblas en torno al lenguaje. Poco después, en 1922, Edward Sapir (1884-1939), antropólogo y lingüista norteamericano de origen alemán, insistiría en esas tesis de Saussure, a pesar de conservar de la primitiva orientación romántica de Humboldt la idea de que cada lengua a partir de sus conexiones con la cultura, la psicología y sobre todo la antropología lleva en su misma estructura la visión del mundo propia de un pueblo (mito romántico, de tristes consecuencias en aplicaciones de cuño racista). Más tarde, Noam Chomsky (nacido en Filadelfia en 1928) llegó a sugerir un «innatismo»: llevaríamos en los genes una especie de instinto gramatical, que se realizaría en la lengua que correspondiera a cada uno. Los sociales-rusos Este apartado engloba especialmente a los llamados filósofos marxistas, entre los que se constata un amplio pluralismo: los anarcosin dicalistas, los socialdemócratas, los comunistas, los defensores de la ortodoxia soviética, los marxismos europeos «científicos» o «humanistas» Seguidores de Marx y Engels, piensan que la historia conduce la humanidad hacia el comunismo, después de haber pasado por el capitalismo. En líneas generales coinciden en una interpretación genérica de la historia, y secundariamente en el análisis crítico de ese período particular que es el capitalismo. El punto nuclear, como consecuencia de su concepción sobre las relaciones entre persona y sociedad y entre marxismo y religión, es la posibilidad de reforma social o de revolución política. Sobre la herencia de la antropología de Marx, basada en la teoría de la alienación —alienación religiosa, fruto de la alienación económica—, dichas filosofías, a lo largo del siglo XX se han esforzado por apoyar las tesis marxistas leninistas que tanto habían de afectar al cristianismo y su teología: en el campo científico (la ciencia y la religión son incompatibles), en el campo filosófico (a partir de una crítica radical de la religión en función de sus raíces gnoseológicas y psíquicas) y en el campo histórico (a base de explicar el origen de la religión en una etapa ya avanzada de la evolución histórica). Lenin y la ortodoxia marxista La importancia del triunfo de la revolución de 1917 había de marcar el pensamiento marxista. La sustitución de una sociedad basada en la propiedad privada por una sociedad basada en la propiedad estatal era una novedad histórica, que confirmaba la viabilidad de algunas de las tesis marxistas. Así, se estabiliza un marxismo «ortodoxo», usualmente llamado «materialismo dialéctico». Dicho materialismo supone que todo lo que existe proviene, por vía dialéctica, de un solo principio: la materia; el conocimiento es un reflejo de la materia en la conciencia. El «materialismo histórico», análisis crítico del capitalismo, teoría de la revolución, atribuye a la actividad económica la primacía sobre los demás aspectos de la vida social. Con Lenin, y con Stalin después, el materialismo dialéctico se convirtió en la pieza clave de la doctrina soviética: la naturaleza se considera como una totalidad, como un estado de movimiento y de cambio continuo..., visión que afectaría a la concepción revolucionaria de Lenin. Las aportaciones de Karl Korsch y de Gyórgy Lukács El año 1923 aparecen dos autores con sus obras más características. Karl Korsch (1889- 1961), alemán de nacimiento, publica Marxismo y filosofía, donde defiende que el marxismo, además de ser una teoría social, es a la vez una doctrina filosófica. La distinción se aplica a los campos de análisis: como teoría social, el marxismo, según una metodología definida, explica el desarrollo de las sociedades, en particular de la actual; como doctrina filosófica, ofrece una interpretación histórica y predice la sociedad sin clases. Él había experimentado la influencia de Lukács, llamado a pesar decisivamente en el pensamiento marxista. Desde sus primeras obras hasta el momento de su muerte, el húngaro Gyórgy Lukács (1885-1971) ha sido uno de los teóricos más discutidos y más contestados. Tanto defensores como adversarios lo consideran, después de Marx, el más importante filósofo de la escuela marxista. Sus primeras obras (1908- 1910) desembocan en Historia y conciencia de clase (1923), sobre una renovación de la doctrina marxista, en la que aparecen las dos categorías fundamentales de todo pensamiento dialéctico: la de totalidad y la de identidad del sujeto y del objeto. La escuela de Francfort La llamada escuela de Francfort no posee una carta fundacional ni una doctrina definida: es una corriente creada por algunos profesores de la universidad, aglutinados en torno a un proyecto filosófico conocido con el nombre de «teoría crítica de la sociedad». Fue elaborada, a partir de 1930, sobre todo por Max Horkheimer (1895-1973), Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969), Herbert Marcuse (1898-1979), Erich Fromm (1900-1980): a la misma se vinculó también Walter Benjamín (1892-1940); hoy es desarrollada especialmente por Jürgen Habermas (nacido en 1929). La teoría de la escuela de Francfort con gran influencia en la democratización de las instituciones de la República Federal Alemana— se fundamenta a la vez en la herencia del idealismo alemán y del materialismo dialéctico, y en el marxismo occidental de lengua alemana y en el psicoanálisis. Pertenece también a la teoría crítica el rechazo de una idea de una estructura invariante del pensamiento, así como la atribución de un núcleo temporal a la verdad. El Instituí für Sozialforschung y la «Zeitschrift für Sozialforschung» permitieron el despliegue de la teoría. Ya en 1931, Horkheimer presentó el programa para corregir, según él, la «especialización caótica» que resulta de las insuficiencias de la filosofía social idealista y de la filosofía positivista: hay que superarlas con una «penetración dialéctica perpetua» entre la teoría filosófica y la práctica científica especializada. El escatologismo de Bloch Las obras de Ernst Bloch (1885-1977), judío de origen, son significativas: ya en 1913 escribió El espíritu de la utopía; siguió Tbomas Müntzer, teólogo de la revolución (1922; trad. franc. en 1964). Exiliado a los Estados Unidos, elaboró tres obras importantes que, a pesar del apoyo de Tillich, no pudo publicar allí: El principio esperanza (3 vols., Berlín 1954-1959; trad. cast., Madrid 1977-1980), Derecho natural y dignidad humana (Francfort 1961), Sujeto-Objeto, aclaraciones sobre Hegel (Berlín 1949). Ya en un ensayo juvenil, afirmó a la vez su sentimiento cósmico y su rechazo del mundo cosificado. Esbozó también los temas preferidos que atravesarán toda su obra: lo «no todavía consciente», emparentado con lo «latente» en el mundo, el «trabajo» del hombre como «apertura» hacia aquella «patria» que es llamada más que tranquila beatitud. Cuando Bloch fue presentado a Max Weber, le inquietó por sus rasgos «escatológicos». Y, ciertamente, ese ateo (se afirma así desde un texto en un cuaderno escolar, en 1898, hasta su gran libro de 1969, Ateísmo en el cristianismo: trad. cast. en 1983), familiar de los profetas y del sermón de la montaña, es incluso en su marxismo un homo religiosus. Sin embargo, si ha apreciado tanto a Müntzer, ha sido porque no desesperaba de los hombres ni de sus méritos terrenos. En el arte revolucionario de principios del siglo XX, Bloch ha subrayado el aspecto de «ruptura» y de «explosión» capaz de hacer saltar todas las barreras, de liberar las fuerzas de lo «inconstruible». Pues la utopía, incluso la «militante», sería ilusoria si la materia misma no derivase de una fuerza inmanente de superación, de aquellos saltos de la cualidad a la cantidad que Bloch llama «entelequias activas» Humanismos marxistas en Francia Francia, siempre dispuesta a acoger los movimientos culturales y filosóficos, conoció diversas aproximaciones al marxismo. A ello contribuyó el que en dicho país se desarrollase uno de los partidos comunistas más importantes de Occidente. Prescindiendo de figuras más bien aisladas, como André Gide, antes de la segunda guerra mundial, la efervescencia más significativa tiene lugar después de 1945, cuando el marxismo se combina como ya hemos visto con el existencialismo (sobre todo en torno a la revista «Les temps modernes») y con el estructuralismo... Se ha escrito mucho sobre las relaciones de Jean-Paul Sartre con el marxismo, en un diálogo de doble nivel, el filosófico y el político. La relación entre marxismo y filosofía fue analizada especialmente por Henri Lefevre (nacido en 1901), que criticó la pobreza de la doctrina oficial de los partidos comunistas occidentales. Responde con lo que se llamó un metamarxismo, resultado de un cuidadoso análisis del dogmatismo teórico y de una crítica de la práctica estalinista. El materialismo dialéctico, definido en función de las ciencias sociales, lleva de la alienación a la constitución de una comunidad humana. El marxismo como metafilosofía se convierte en la teoría crítica de todas las alienaciones, en nombre de una inteligencia dialéctica: el metamarxismo es así un estímulo de una revolución cultural permanente, en función de las verdaderas fuerzas del ser del hombre, de sus «momentos»: juego, ocio, amor, poesía..., así el comunismo se convierte en una perspectiva sana del movimiento de la historia, siempre atento a criticar la «vida cotidiana» (definida por la tentación de convertir las necesidades en deseos). La tradición italiana En esta etapa aparece Antonio Gramsci (1891-1937), considerado como el teórico de la «filosofía de la praxis», el cual escribió desde las prisiones fascistas (1926-1937). Su teoría de la misión del intelectual y de la cultura como elemento decisivo para la revolución fue leída en un contexto histórico posterior. Así, su obra más importante, Cartas de la prisión (1947), está en la base de la actuación del Partido comunista italiano, que desembocaría en el llamado «eurocomunismo». La convergencia de la obra de Gramsci y de una reflexión sobre la tradición hegeliana italiana (Spaventa, Croce, Gentile), lleva a una crisis del historicismo, expresada en los debates provocados por la problemática de Gramsci en torno a los intelectuales, la cultura y la filosofía de la praxis. Gramsci había concebido el marxismo como una filosofía integral, como una concepción totalizante de la realidad que, de momento, sólo se halla en germen. A partir de dichos debates, el marxismo italiano se caracteriza por la preponderancia de intereses históricos y críticos, más que por los propiamente teóricos y científicos. No se define como materialismo dialéctico, sino como historicismo y teoría política. En consecuencia, el problema de las relaciones Marx-Hegel está en el centro de la reflexión sobre la especificidad del marxismo. Por otro lado, la temática estética y ética ocupa un lugar privilegiado y comporta cierta indiferencia ante la práctica científica como parte integrante de una concepción marxista de la realidad.
PREGUNTA: ¿Cómo afecta el modernismo el carácter ultramontano y su visión ortodoxa sobre