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USTA. HIA. CONT. LUIS CARLOS RIAÑO SANABRIA.

01-05-2018

EL IMPACTO DE LAS FILOSOFÍAS CONTEMPORÁNEAS


En el siglo XX se ha modelado un nuevo mundo mental. El progreso de las ciencias de la
naturaleza y de la antropología, de la técnica... ha tenido innegables repercusiones en la vida y su
comprensión. Sin la pretensión de establecer un balance, debemos señalar cómo el nuevo contexto
social y cultural condiciona una nueva visión de la teología, si queremos evitar que la palabra
teológica (sobre Dios y sobre el hombre) deje de tener sentido para los cristianos actuales. No es
indiferente a nuestro tema que el nuevo mundo mental conozca la ruptura y la dispersión de los
lenguajes intelectuales, y la conciencia de que el pensamiento sólo existe como lenguaje.
El hombre, concebido de muchas maneras desde su exaltación autónoma hasta una apertura
a la trascendencia, se hace el centro del filosofar europeo. Se afirma así una gama de humanismos
que coinciden como concepciones filosóficas y morales del hombre, que intenta ser perfectamente
hombre y se dedica al arte de tender hacia dicho ideal. El humanismo «cerrado» responde al gran
interrogante, que es el mismo hombre, afirmando su suficiencia absoluta.
Las filosofías existenciales y el existencialismo
Kierkegaard es el padre del Existencialismo y a Husserl se le considera como a su
pedagogo. El primero le aportó las ideas directrices; el otro, el método o la forma filosófica. El
resultado no fue una «escuela existencialista», sino un conjunto de corrientes que coinciden en
criticar el pensamiento objetivo, para establecer las bases de una nueva manera de
autocomprenderse a partir de la idea de la «existencia». No es fácil precisar todo lo que los
pensadores modernos quieren expresar cuando ponen el concepto de existencia en el centro de su
reflexión filosófica. Los matices son múltiples. Se acostumbra a considerar el existencialismo
como una rebelión. Pero también fue un estilo. Se convirtió en el estilo de toda una literatura, de
unas artes y de otros medios de expresión. Estuvo presente en la poesía, la novela, el teatro, las
artes plásticas. Definir el término «existencialismo» supone que hay dos modos de presentar al
hombre: uno, propio del esencialismo, lo define por lo que constituye su naturaleza, su esencia,
en el seno del universo. Otro, propio del existencialismo, considera al hombre en sus condiciones
concretas, de existencia.
La filosofía existencialista es una rebelión contra el predominio que la filosofía occidental
concedía a la esencia. Y termina en «estilo». Así, pues, el común denominador de las filosofías
existenciales es que el concepto de existencia no significa como en el caso de Kant la mera
constatación de que algo es real (en oposición a lo que es pensado), sino la forma de ser peculiar
del hombre. En este sentido sólo el hombre existe, lo cual no equivale a afirmar que no hay nada
fuera del hombre, sino que el «existir» se realiza como interioridad, como conciencia y libertad
que sale de sí misma y se hace apertura a lo que es idéntico con el hombre: Heidegger habla de
«ser en el mundo»: Merleau-Ponty, de «sujeto abocado al mundo»; Sartre, de una «llamada a
ser»; Gabriel Marcel, de «ser con» ... Esta gama de posiciones ha llevado a distinguir una corriente
denominada de derecha y otra de izquierda o repitiendo un juego de palabras propuesto por
Heidegger la filosofía existenzielle y la filosofía existenziale.
La posición adoptada respecto de Dios es capital. La izquierda es atea, la derecha es
cristiana o, por lo menos, teísta. Esta opción es determinante en el momento de considerar al
hombre y todos los temas conexos de la historicidad, la cultura y el trabajo, la intersubjetividad,
la solidaridad y la responsabilidad... Por un lado, el hombre queda abandonado a sí mismo; la
absurdidad es la ley de su existencia, y el existencialismo conduce a un pesimismo cruel. Por otro
lado, la experiencia humana desemboca en Dios: el absurdo queda exorcizado y, aunque no se
impone un optimismo absoluto que sería ingenuo, se mantiene una esperanza como antídoto del
pesimismo.
La fenomenología hermenéutica
El análisis del Dasein como ser en el mundo abre la primera sección de El ser y el tiempo,
de Heidegger. La misma dificultad de traducir el término Dasein postula una «hermenéutica»,
comprensión, que no es conocimiento en el sentido ordinario del término, sino un «saber ser» y
un «poder ser en el mundo», constitutivos de las raíces ocultas en los conceptos y los juicios. Lo
que llamamos comprender se basa en una «precomprensión» existencial, hecha de todos los
proyectos posibles y anticipativos a partir de los cuales el Dasein se enraiza en el mundo y se
define.
El que la idea de una fenomenología hermenéutica se inspira en la hermenéutica de
Heidegger aparece en la obra de H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode (1960). Allí amplía la
noción de hermenéutica que designaba tradicionalmente una metodología de la comprensión— a
la cuestión fundamental: ¿Cómo es posible comprender? Este interrogante supone que la
comprensión no es sólo un fenómeno psicológico (a la manera de Schleiermacher y de los
románticos), ni una cuestión epistemológica (como lo era para Dilthey, en el marco de un debate
entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu).
La comprensión se sitúa en el lugar de interferencia de un conjunto de posibilidades, donde
descubro el proyecto del otro que se me ofrece también a mí, en nuestro compromiso histórico
común. El mundo se constituye, así como el horizonte común que nunca podemos alcanzar
de todos los elementos históricos como modalidades diversas, pero comunicables. El polo de esta
comunicación, por la que el hombre toma conciencia de su dimensión histórica y se enriquece
con sus tradiciones, no es la subjetividad, sino un sentido que trasciende las comprensiones
históricas parciales hacia una comprensión total. En resumen, un sentido total que siempre
permanece oculto es el móvil del acto de interpretación y de comprensión por el que el hombre
se esfuerza por ser en el mundo y decir el mundo. Si ser y decir son aquí correlativos, el lenguaje
constituye el ámbito de una existencia comunicada y una comunicación existencial
(Spracblichkeit).
Sigmund Freud (1856-1939) y el psicoanálisis
El 6 de mayo de 1856 nació Sigmund Freud, en el seno de una humilde familia judía, de
origen germano-eslavo, en Freiberg, Moravia. El 30 de marzo de 1896, el término «psicoanálisis»
aparecía por primera vez bajo su pluma: designaba un descubrimiento que sorprendería y se
convertiría en objeto de críticas y oposiciones, algunas apasionadas, desde el punto de vista
médico, filosófico, antropológico e incluso también en nombre de la teología cristiana,
cuestionada sobre todo en su vertiente moral.
La carrera médica de Freud, desde su origen, fue una manera de realizar una vocación de
investigador preocupado por recoger el reto de la naturaleza. Él no dejó de interesarse por la
poesía fue Goethe quien le despertó la afición y por la filosofía. Había seguido los cursos del
filósofo vienes Franz Brentano (1839-1917), que había influido ya en Husserl y su
fenomenología. Interrumpió su camino de investigación teórica en el laboratorio, para
aproximarse a un enigma más desconcertante: el enfermo nervioso (se olvida a menudo que Freud
fue un eminente neurólogo). El problema terapéutico le llevó al estudio de la hipnosis, con cuya
ayuda analizó las neurosis, con su lenguaje que había que descifrar. Quizás es éste el
descubrimiento esencial de Freud: restituir al reino del sentido todo un conjunto de
comportamientos humanos que hasta entonces escapaban a dicho sentido; pensemos en el
inconsciente, el preconsciente, la censura, los complejos, la culpabilidad, la neurosis, la psicosis...
Aquel estudiante que había escogido la carrera de medicina para intentar resolver los enigmas del
universo se convirtió en el pensador que dispone de una respuesta a los enigmas planteados por
las neurosis. Dejando al margen toda explicación causalista y biologizante de los síntomas, los
mira como un jeroglífico que hay que descifrar y los integra de una manera definitiva en el terreno
del sentido. Por ahí tiene lugar una revolución en la propia manera de abordar unos fenómenos
hasta entonces irracionales.
El lenguaje reprimido tiene que llegar a ser palabra. Para lograrlo, propone una técnica,
cuyos pasos son la resistencia, el rechazo, la transferencia. Esboza ya una teoría de acuerdo con
la cual mira al hombre como un ser inicialmente de deseo que ha de integrarse progresivamente
en la cultura y la civilización. El estudio de la histeria, los instintos, el deseo sexual; la
formulación del complejo de Edipo con la imposible comprensión del significado de la figura
paterna como representante de la ley que prohíbe y promueve a la vez; la floración de temas como
destino, fatalidad, expiación, culpabilidad, muerte... que no tienen ningún sentido biológico: todo
ello explica que la obra de Freud se convirtiera en un reto a la religión. El tema religioso es
subyacente, y también explícito, en toda su obra.
La esencia de la religión «está hecha de piadosas ilusiones de una Providencia y de un
orden moral universal que contradicen a la razón» (carta al pastor Pfister, en 1927). Esta
perspectiva, que se puede calificar de cientificista, es ampliamente desarrollada más tarde: la
religión es la única fuerza peligrosa que disputa a la ciencia su terreno, por ir delante de nuestros
deseos instintivos y responder a nuestros deseos infantiles. Satisface, con su enseñanza, nuestros
deseos de saber sobre el origen y la formación del universo; nuestro deseo de felicidad, gracias a
la afirmación de la protección divina y de la bienaventuranza final; nuestro deseo de ser guiados,
por sus prescripciones autoritarias. Son los temas de El futuro de una ilusión (1927), que
fundamenta toda concepción religiosa en la persistencia de la situación de impotencia, propia de
la infancia.
Los estructuralismos
Históricamente más bien se ha dado un campo estructuralista, en el que se han desarrollado
tendencias en función de los principales autores. El común denominador fue una cierta oposición
al método histórico-crítico, a partir del cual los investigadores creían lograr cierta objetividad de
conocimiento. Se enfrentaban dos orientaciones metodológicas: los historiadores que se aplicaban
al estudio de los acontecimientos y los que buscaban determinar las leyes que regían la historia
de la sociedad.
La atención a dichas leyes se acentuó en los estructuralismos franceses, organizados en
torno a los llamados «cuatro grandes» (Althusser, Foucault, Lacan, Lévi-Strauss), todos ellos
influidos por el lingüista R. Jakobson. El lenguaje, como estructura, se convertiría en el modelo
para la orientación de todo hecho y de toda relación social. Según Lévi-Strauss, del mismo modo
que el lingüista entiende un signo lingüístico al ponerlo en relación con otros signos, para formar
un sistema que, como un todo, camina sin cambios a través de la historia, el etnólogo considera
los usos sociales según su conexión con un sistema general que los explica. De ahí que la
distinción entre «pensamiento racional» y «pensamiento salvaje» no tenga razón de ser48: a
ambos, el sistema de signos les concede un sentido que habla a través del hombre, sea cual fuere
el estadio evolutivo en que éste se halla. De ahí, la necesidad de afinar un método apto para definir
las estructuras profundas que, en un mundo aparentemente movedizo, aseguren la permanencia,
la organización, la coherencia. Este método es el moderno saber sobre el hombre: etnología,
lingüística, psicoanálisis... es decir, las llamadas ciencias humanas. Se explica así la pluralidad
que reina bajo la etiqueta «estructuralista».
III. LOS CIENTÍFICOS ANGLOAMERICANOS
Josep Ferrater Mora ha caracterizado con sagacidad la orientación de estos filósofos. Para
ellos, la filosofía tiene que ser «objetiva», o al menos tiene que procurar serlo lo más posible. Si
en ella introducen alguna de sus convicciones personales, será después de haberlas
«despersonalizado» y convertido en objetos de una investigación racional. En último término, se
da cierta distancia entre un pensador anglonorteamericano y su pensamiento. Sobre dicho común
denominador, presentamos las principales manifestaciones, que poco a poco han transformado el
inicial positivismo lógico en lo que se ha llamado «filosofía analítica».
El positivismo lógico de Bertrand Russell
El positivismo, heredero del empirismo clásico, elabora una epistemología en un tiempo
de despliegue y éxito de las ciencias, en el sentido estricto de ciencias positivas. El saber científico
es un saber con base rigurosamente empírica. Y adopta el método científico como hilo conductor
de la teoría del conocimiento. Sólo con dicho método se puede llegar al verdadero saber; la
metafísica queda descalificada.
La figura capital del positivismo lógico es la de Bertrand Russell (1872-1970). Siempre en
búsqueda, por la amplitud de su reflexión y la frescura de su moral y política, estuvo presente en
innumerables controversias. Su producción escrita —más de cuarenta obras— se puede distribuir
en tres categorías aparentemente distintas por su objeto. La primera incluye la filosofía de las
matemáticas; la segunda, la filosofía de las ciencias, desde el punto de vista de la epistemología;
la tercera, la ética y la política. Sin embargo, una actitud unitaria orienta el pensamiento de
Russell: la búsqueda de la verdad, con todas sus exigencias teóricas y prácticas. Dejó en lógica
una obra de gran importancia para el pensamiento científico contemporáneo: se esforzó, como
los filósofos-matemáticos, por subordinar las matemáticas a la pura lógica. El tema le llevó a
tratar las relaciones entre el lenguaje natural y la estructura lógica, la gramaticalidad y sobre todo
los fundamentos de la aritmética.
En su filosofía del lenguaje, Russell se preocupó de la significación y del sentido, así como
de sus relaciones con la verdad. Sitúa el no sentido y lo negativo. A pesar de su posición, no
pretendió que todos los problemas metafísicos tradicionales pudiesen resolverse a base de
análisis, ni que toda la tarea del filósofo se redujese a analizar.
El neopositivismo de Wittgenstein
Nacido en Viena, Ludwig Wittgenstein (1889-1951) es considerado un pensador
«excéntrico», desde el momento en que en 1911 abandonó sus investigaciones de ingeniería sobre
la naciente aeronáutica para estudiar con Russell en Cambridge. Sus lecturas filosóficas eran
pocas y predominantemente religiosas: Agustín, Kierkegaard, además de Tolstoi y Dostoievski.
Cuando en 1918 fue hecho prisionero por los italianos, llevaba en la mochila un breve manuscrito,
conocido con el nombre de Tractatus logico-philosopbicus, que Russell haría traducir y prologaría
con admiración, al mismo tiempo que con reservas, dada su apertura mística.
El círculo de Viena: Los gérmenes del neopositivismo de Wittgenstein fueron cultivados por los
miembros del Wiener Kreis (círculo de Viena), que se constituyó en 1922 en torno a Moritz
Schlick. Muchos de los miembros del círculo, investigadores de origen judío, tuvieron que dejar
Viena y emigrar a países anglosajones, en el momento de la anexión de Austria por Hitler. El más
brillante del círculo fue Rudolf Carnap. Según él, la tarea de la filosofía no es construir teorías,
sistemas, sino elaborar un método, el método del análisis lógico o lingüístico, y, con su ayuda,
tamizar todo lo que se ha afirmado en los diversos campos del saber. Este método tiene una doble
función: a) borrar las palabras que no tienen significación y también las pseudoproposiciones, y
b) clarificar los conceptos y las proposiciones que tienen significado. Para Carnap el significado
de una proposición está en el método de verificación. Y el método consiste en traducir la
proposición que queremos conocer en una serie de proposiciones experimentales.
El segundo Wittgenstein
En su última obra, Philosophische Untersuchungen (1960), se retractó de dos doctrinas que
había sostenido en el Tractatus: la doctrina de que el lenguaje consiste esencialmente en
reproducir, reflejar, los objetos de que se habla, y la doctrina de que sólo el lenguaje científico
tiene tal propiedad y que, por ello, es el único que tiene sentido. En lugar de la primera doctrina
introduce la teoría de que el lenguaje es esencialmente una cuestión de uso de ciertos sonidos; en
lugar de la segunda, propone la teoría de la pluralidad de los juegos lingüísticos. Sensible al
carácter multiforme del lenguaje, se da cuenta de que no es un único fenómeno, sino un indefinido
número de Sprachspiele (juegos lingüísticos). Con el lenguaje hacemos las cosas más variadas;
entre los innumerables usos de lo que llamamos «símbolos», «palabras», «frases»,
«proposiciones», Wittgenstein recuerda: dar órdenes, pedir, agradecer, saludar y orar.
Los juegos lingüísticos no son algo dado una vez por todas: nuevos tipos de lenguaje nacen
y otros envejecen y se olvidan. A pesar de estas profundas innovaciones en materia de filosofía
del lenguaje el abandono del carácter ideal y normativo de la lógica, el juicio de Wittgenstein
sobre el valor de la metafísica y de la tarea de la filosofía permanece inalterado. La metafísica
sigue siendo para él un conjunto de estados patológicos de la inteligencia.
La filosofía del lenguaje ordinario
La aportación de G.E. Moore (1873-1958) no se puede entender si se olvida que en sus dos
libros de ética se halla una continua referencia al «sentido común». Su atención se centra en el
lenguaje ordinario, que es el vehículo de las verdades del sentido común, hasta el extremo de que
cualquier proposición filosófica que viole el lenguaje ordinario puede juzgarse de entrada como
violadora del sentido común. Las limitadas posibilidades del sentido común respecto de las
cuestiones filosófico-teológicas son puestas de manifiesto por Moore. También los análisis de su
metaética se mantienen en el umbral de la moralidad religiosa: todo intento de definir el «bien»
implica lo que se llama una «falacia naturalística», falacia en la que sólo dejan de incurrir las
diferentes formas de hedonismo ético y de utilitarismo. Según él, toda forma de «ética teológica»
implica también una definición o explicación que desplaza la peculiar forma moral de «bien» en
términos no morales. El aspecto de su obra que tuvo mayor influencia es la crítica, sobre bases
puramente lógicas, de toda forma de «naturalismo» ético, incluida la ética teológica o cualquier
otro tipo de ética que considere el orden religioso para la moral.
La nueva filosofía de la ciencia
Las posiciones de Karl R. Popper, nacido en Viena en 1902, son muy próximas a las del
Wiener Kreis: la diferencia con los otros miembros está en no reconocer la inducción, en su teoría
gnoseoló- gica de la física, como método conclusivo regular. Regular, sólo lo es el método de la
verificación empírica de las teorías. Así, su principio fundamental le lleva a revisar los conceptos
de significación y de verificación, y la afirmación de que la forma lógica de un sistema científico
debe ser tal, que se pueda negar mediante pruebas empíricas. Esta posición, adoptada en Logik
der Forschung (Viena 1935), modifica el criterio de significación de Schlick, para quien el sentido
de las proposiciones consiste en su verificabilidad. Popper propone el nuevo criterio de la
«falsabilidad». Aunque dicho criterio no fue aceptado totalmente por los neopositivistas, influyó
en la formulación de sus doctrinas más maduras sobre la verificación, como reconoce el mismo
Carnap. También influyó en el paso de la primera fase empirista del neopositivismo a la segunda
fase más francamente convencionalista.
La traducción francesa de la obra de Popper, La lógica del descubrimiento científico
(1973), está precedida de un prefacio de Jacques Monod (1910-1976). Dicho autor una de las
personalidades más dinámicas y originales de la biología, fundador de la biología molecular se
distinguió por sus descubrimientos, fruto de una sucesión notable de hipótesis, experiencias y
deducciones. Su trabajo experimental, junto con una dedicación intelectual notable, cristalizó en
Le hasard et la nécessité (1970; trad. cast., El azar y la necesidad, Barcelona 1971), expresión de
un reduccionismo biologista explícito.
El triunfo de la conciencia lingüística
La toma de conciencia lingüística en la filosofía desde el neopositivismo hasta la analítica
progresó de un modo subterráneo, casi inconsciente. Cuando los grandes filósofos — Russell y
Wittgenstein intentaban combatir y curar el lenguaje, todavía no se había impuesto el Cours de
linguistique genérale (1919) del ginebrino Ferdinand de Saussure (1857-1913), aportación
revolucionaria para la gran «era del lenguaje». En la línea de algunos románticos alemanes (sobre
todo de W. von Humboldt), subraya algo muy obvio: el que la manera de pensar y, en
consecuencia, de vivir humanamente, tiene lugar hablando, hablándonos a nosotros mismos y a
los demás, gracias a un juego de articulaciones de sonidos y a unos sistemas gramaticales,
diferentes en cada lengua. Esta simple constatación ayudó a disipar muchas nieblas en torno al
lenguaje. Poco después, en 1922, Edward Sapir (1884-1939), antropólogo y lingüista
norteamericano de origen alemán, insistiría en esas tesis de Saussure, a pesar de conservar de la
primitiva orientación romántica de Humboldt la idea de que cada lengua a partir de sus
conexiones con la cultura, la psicología y sobre todo la antropología lleva en su misma estructura
la visión del mundo propia de un pueblo (mito romántico, de tristes consecuencias en aplicaciones
de cuño racista). Más tarde, Noam Chomsky (nacido en Filadelfia en 1928) llegó a sugerir un
«innatismo»: llevaríamos en los genes una especie de instinto gramatical, que se realizaría en la
lengua que correspondiera a cada uno.
Los sociales-rusos
Este apartado engloba especialmente a los llamados filósofos marxistas, entre los que se constata
un amplio pluralismo: los anarcosin dicalistas, los socialdemócratas, los comunistas, los
defensores de la ortodoxia soviética, los marxismos europeos «científicos» o «humanistas»
Seguidores de Marx y Engels, piensan que la historia conduce la humanidad hacia el comunismo,
después de haber pasado por el capitalismo. En líneas generales coinciden en una interpretación
genérica de la historia, y secundariamente en el análisis crítico de ese período particular que es el
capitalismo. El punto nuclear, como consecuencia de su concepción sobre las relaciones entre
persona y sociedad y entre marxismo y religión, es la posibilidad de reforma social o de
revolución política. Sobre la herencia de la antropología de Marx, basada en la teoría de la
alienación —alienación religiosa, fruto de la alienación económica—, dichas filosofías, a lo largo
del siglo XX se han esforzado por apoyar las tesis marxistas leninistas que tanto habían de afectar
al cristianismo y su teología: en el campo científico (la ciencia y la religión son incompatibles),
en el campo filosófico (a partir de una crítica radical de la religión en función de sus raíces
gnoseológicas y psíquicas) y en el campo histórico (a base de explicar el origen de la religión en
una etapa ya avanzada de la evolución histórica).
Lenin y la ortodoxia marxista
La importancia del triunfo de la revolución de 1917 había de marcar el pensamiento
marxista. La sustitución de una sociedad basada en la propiedad privada por una sociedad basada
en la propiedad estatal era una novedad histórica, que confirmaba la viabilidad de algunas de las
tesis marxistas. Así, se estabiliza un marxismo «ortodoxo», usualmente llamado «materialismo
dialéctico». Dicho materialismo supone que todo lo que existe proviene, por vía dialéctica, de un
solo principio: la materia; el conocimiento es un reflejo de la materia en la conciencia. El
«materialismo histórico», análisis crítico del capitalismo, teoría de la revolución, atribuye a la
actividad económica la primacía sobre los demás aspectos de la vida social. Con Lenin, y con
Stalin después, el materialismo dialéctico se convirtió en la pieza clave de la doctrina soviética:
la naturaleza se considera como una totalidad, como un estado de movimiento y de cambio
continuo..., visión que afectaría a la concepción revolucionaria de Lenin.
Las aportaciones de Karl Korsch y de Gyórgy Lukács
El año 1923 aparecen dos autores con sus obras más características. Karl Korsch (1889-
1961), alemán de nacimiento, publica Marxismo y filosofía, donde defiende que el marxismo,
además de ser una teoría social, es a la vez una doctrina filosófica. La distinción se aplica a los
campos de análisis: como teoría social, el marxismo, según una metodología definida, explica el
desarrollo de las sociedades, en particular de la actual; como doctrina filosófica, ofrece una
interpretación histórica y predice la sociedad sin clases. Él había experimentado la influencia de
Lukács, llamado a pesar decisivamente en el pensamiento marxista. Desde sus primeras obras
hasta el momento de su muerte, el húngaro Gyórgy Lukács (1885-1971) ha sido uno de los
teóricos más discutidos y más contestados. Tanto defensores como adversarios lo consideran,
después de Marx, el más importante filósofo de la escuela marxista. Sus primeras obras (1908-
1910) desembocan en Historia y conciencia de clase (1923), sobre una renovación de la doctrina
marxista, en la que aparecen las dos categorías fundamentales de todo pensamiento dialéctico: la
de totalidad y la de identidad del sujeto y del objeto.
La escuela de Francfort
La llamada escuela de Francfort no posee una carta fundacional ni una doctrina definida:
es una corriente creada por algunos profesores de la universidad, aglutinados en torno a un
proyecto filosófico conocido con el nombre de «teoría crítica de la sociedad». Fue elaborada, a
partir de 1930, sobre todo por Max Horkheimer (1895-1973), Theodor Wiesengrund Adorno
(1903-1969), Herbert Marcuse (1898-1979), Erich Fromm (1900-1980): a la misma se vinculó
también Walter Benjamín (1892-1940); hoy es desarrollada especialmente por Jürgen Habermas
(nacido en 1929). La teoría de la escuela de Francfort con gran influencia en la democratización
de las instituciones de la República Federal Alemana— se fundamenta a la vez en la herencia del
idealismo alemán y del materialismo dialéctico, y en el marxismo occidental de lengua alemana
y en el psicoanálisis. Pertenece también a la teoría crítica el rechazo de una idea de una estructura
invariante del pensamiento, así como la atribución de un núcleo temporal a la verdad. El Instituí
für Sozialforschung y la «Zeitschrift für Sozialforschung» permitieron el despliegue de la teoría.
Ya en 1931, Horkheimer presentó el programa para corregir, según él, la «especialización
caótica» que resulta de las insuficiencias de la filosofía social idealista y de la filosofía positivista:
hay que superarlas con una «penetración dialéctica perpetua» entre la teoría filosófica y la práctica
científica especializada.
El escatologismo de Bloch
Las obras de Ernst Bloch (1885-1977), judío de origen, son significativas: ya en 1913
escribió El espíritu de la utopía; siguió Tbomas Müntzer, teólogo de la revolución (1922; trad.
franc. en 1964). Exiliado a los Estados Unidos, elaboró tres obras importantes que, a pesar del
apoyo de Tillich, no pudo publicar allí: El principio esperanza (3 vols., Berlín 1954-1959; trad.
cast., Madrid 1977-1980), Derecho natural y dignidad humana (Francfort 1961), Sujeto-Objeto,
aclaraciones sobre Hegel (Berlín 1949). Ya en un ensayo juvenil, afirmó a la vez su sentimiento
cósmico y su rechazo del mundo cosificado. Esbozó también los temas preferidos que atravesarán
toda su obra: lo «no todavía consciente», emparentado con lo «latente» en el mundo, el «trabajo»
del hombre como «apertura» hacia aquella «patria» que es llamada más que tranquila beatitud.
Cuando Bloch fue presentado a Max Weber, le inquietó por sus rasgos «escatológicos». Y,
ciertamente, ese ateo (se afirma así desde un texto en un cuaderno escolar, en 1898, hasta su gran
libro de 1969, Ateísmo en el cristianismo: trad. cast. en 1983), familiar de los profetas y del
sermón de la montaña, es incluso en su marxismo un homo religiosus. Sin embargo, si ha
apreciado tanto a Müntzer, ha sido porque no desesperaba de los hombres ni de sus méritos
terrenos. En el arte revolucionario de principios del siglo XX, Bloch ha subrayado el aspecto de
«ruptura» y de «explosión» capaz de hacer saltar todas las barreras, de liberar las fuerzas de lo
«inconstruible». Pues la utopía, incluso la «militante», sería ilusoria si la materia misma no
derivase de una fuerza inmanente de superación, de aquellos saltos de la cualidad a la cantidad
que Bloch llama «entelequias activas»
Humanismos marxistas en Francia
Francia, siempre dispuesta a acoger los movimientos culturales y filosóficos, conoció
diversas aproximaciones al marxismo. A ello contribuyó el que en dicho país se desarrollase uno
de los partidos comunistas más importantes de Occidente. Prescindiendo de figuras más bien
aisladas, como André Gide, antes de la segunda guerra mundial, la efervescencia más significativa
tiene lugar después de 1945, cuando el marxismo se combina como ya hemos visto con el
existencialismo (sobre todo en torno a la revista «Les temps modernes») y con el
estructuralismo... Se ha escrito mucho sobre las relaciones de Jean-Paul Sartre con el marxismo,
en un diálogo de doble nivel, el filosófico y el político.
La relación entre marxismo y filosofía fue analizada especialmente por Henri Lefevre
(nacido en 1901), que criticó la pobreza de la doctrina oficial de los partidos comunistas
occidentales. Responde con lo que se llamó un metamarxismo, resultado de un cuidadoso análisis
del dogmatismo teórico y de una crítica de la práctica estalinista. El materialismo dialéctico,
definido en función de las ciencias sociales, lleva de la alienación a la constitución de una
comunidad humana.
El marxismo como metafilosofía se convierte en la teoría crítica de todas las alienaciones,
en nombre de una inteligencia dialéctica: el metamarxismo es así un estímulo de una revolución
cultural permanente, en función de las verdaderas fuerzas del ser del hombre, de sus «momentos»:
juego, ocio, amor, poesía..., así el comunismo se convierte en una perspectiva sana del
movimiento de la historia, siempre atento a criticar la «vida cotidiana» (definida por la tentación
de convertir las necesidades en deseos).
La tradición italiana
En esta etapa aparece Antonio Gramsci (1891-1937), considerado como el teórico de la
«filosofía de la praxis», el cual escribió desde las prisiones fascistas (1926-1937). Su teoría de la
misión del intelectual y de la cultura como elemento decisivo para la revolución fue leída en un
contexto histórico posterior. Así, su obra más importante, Cartas de la prisión (1947), está en la
base de la actuación del Partido comunista italiano, que desembocaría en el llamado
«eurocomunismo». La convergencia de la obra de Gramsci y de una reflexión sobre la tradición
hegeliana italiana (Spaventa, Croce, Gentile), lleva a una crisis del historicismo, expresada en los
debates provocados por la problemática de Gramsci en torno a los intelectuales, la cultura y la
filosofía de la praxis.
Gramsci había concebido el marxismo como una filosofía integral, como una concepción
totalizante de la realidad que, de momento, sólo se halla en germen. A partir de dichos debates,
el marxismo italiano se caracteriza por la preponderancia de intereses históricos y críticos, más
que por los propiamente teóricos y científicos. No se define como materialismo dialéctico, sino
como historicismo y teoría política. En consecuencia, el problema de las relaciones Marx-Hegel
está en el centro de la reflexión sobre la especificidad del marxismo. Por otro lado, la temática
estética y ética ocupa un lugar privilegiado y comporta cierta indiferencia ante la práctica
científica como parte integrante de una concepción marxista de la realidad.

PREGUNTA: ¿Cómo afecta el modernismo el carácter ultramontano y su visión ortodoxa sobre


las ciencias?

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