Sunteți pe pagina 1din 1

EL PAÍS, sábado de febrero de 2008

LA VERDAD HISTÓRICA CONTRA LAS PASIONES


Hace doscientos años que comenzó aquella guerra que luego se llamaría "de independencia" y
sobre nosotros van a llover —están lloviendo ya— libros, películas, novelas históricas...
¿Aportarán mucho a nuestro conocimiento del pasado? ¿Aprenderemos cosas importantes
sobre aquellos acontecimientos? El problema no es que haya pasado demasiado tiempo, que
poseamos ya libros "definitivos" sobre el tema o que las fuentes documentales estén agotadas.
Siempre se pueden descubrir datos nuevos y, sobre todo, leerlos, de otra manera, con otro
método y a la luz de otras preguntas. Lo previsible es que las referencias políticas y militares
básicas de aquel conflicto en que hoy nos apoyamos no varíen sustancialmente en los seis
próximos años, pero también que, sobre todo gracias a los estudios locales, poseamos una
visión más realista y cercana de lo que ocurrió en la vida diaria de la gente. Un auténtico
avance en el conocimiento historiográfico de aquellos hechos requerirá, sin embargo, algo más
importante que el hallazgo de nuevas fuentes y datos. Será preciso que el tema deje de ser
tratado como un mito y lo sea, en cambio, como un periodo histórico —no, desde luego, uno
más, sino uno crucial, cargado de consecuencias para las décadas siguientes-. Por "mito"
entiendo aquí narración legendaria o fábula alegórica sobre el origen y los valores o principios
en los que fundamenta su cohesión una determinada sociedad. Cuando el mito versa, como en
este caso, sobre la fundación de la nación, y la nación sigue hoy siendo objeto de agria
polémica, cualquier intento de explicación racional de aquella coyuntura histórica, cualquier
esquema innovador que pretenda introducir complejidad o matices en la comprensión de
aquellos hechos, es inevitablemente percibido como un ataque contra las esencias colectivas,
como una traición a la patria.
La interpretación de la guerra de 1808-1814 fue conflictiva desde el momento mismo en que se
produjo. Compitieron, obviamente, las versiones de los "patriotas" y de los afrancesados, como
compitieron las de los liberales (para quienes los españoles habían luchado por su libertad
contra cualquier despotismo, fuera de origen interno o foráneo) y los absolutistas (según los
cuales, la defensa del rey y de la religión había sido la motivación fundamental de los
combatientes antinapoleónicos, traicionados alevosamente por los constituyentes gaditanos).
Pero había elementos comunes a ambos. Su relato básico se articulaba sobre una serie de
pautas o patrones que, a partir del momento en que fue eliminada la única versión alternativa
—la de los josefinos o "afrancesados"—, todo el mundo aceptó como la "realidad" de los
hechos —como "memoria histórica", según el tópico actual—: el levantamiento contra los
ejércitos franceses había sido popular, espontánéo, unánime e inspirado por la defensa de la
identidad e independencia españolas contra un intento de dominación extranjera; el pueblo,
abandonado por sus élites, había reaccionado al unísono para defender su tradicional "manera
de ser", forjada a lo largo de milenios; una manera de ser que, por cierto, quedaba reafirmada
por el mero hecho de producirse la rebelión, pues uno de sus rasgos esenciales (manifestado
ya dos milenios antes en Sagunto y Numancia) consistía en defenderse de manera obstinada y
feroz frente a los repetidos intentos de invasión de la Península por pueblos extraños.
Las investigaciones actuales tienden a alejarse de esta epopeya heroica para analizar con
frialdad y detalle los conflictos concretos, con el fin de conjeturar las motivaciones de los
sublevados; y lo que se encuentra, más que predisposición innata a sacrificar bienes y vidas
por "España", son luchas políticas locales y abusos inmediatos de las tropas invasoras. Otro
aspecto importante subrayado por muchos trabajos recientes es la dimensión transatlántica de
la crisis, que inserta la sublevación española en la serie de revoluciones que recorrieron
América y Europa en las décadas cercanas a 1800. Aquel imperio colonial que se concebía a sí
mismo como una "monarquía" católica o universal se vio obligado, ante la ausencia y las
renuncias de la familia real, a redefinirse como nación moderna; pero a! incluir, coherentemente
con su visión de sí mismo, a todos los "españoles de ambos hemisferios", aunque
discriminando a los americanos en el reparto de escaños, llevó a éstos, también en coherencia
con los principios soberanistas que para sí estaban defendiendo las juntas peninsulares, a
reclamar la independencia.
Estos nuevos planteamientos, recibidos con santa ira por los historiadores alentados por el
españolismo, son en cambio aplaudidos por quienes inclinan sus simparías políticas hacia el
catalanismo o el vasquismo, felices ante cualquier dato que rebaje la antigüedad histórica q
solidez del sentimiento nacional español —unos historiadores que se guardarían mucho de
aplicar ese mismo análisis crítico a los mitos fundacionales de los entes ideales con los que se
identifican—. Con lo que el debate político actual se mezcla, de manera espuria, con el
historiográfico. Si el bicentenario se deja dominar por este tipo de pasiones, nuestro saber
histórico habrá dejado pasar esta oportunidad sin obtener ganancias sustanciales.
José Álvarez Junco es historiador y director del
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

S-ar putea să vă placă și