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El hijo pródigo

No nos hacemos libres por


negarnos a aceptar
nada superior a nosotros,
sino por aceptar lo que
está realmente por encima de nosotros.

Goethe

Cuando el hijo pródigo pide a su padre la parte de herencia que le


corresponde -explica Henri J. M. Nouwen-, no hay detrás de eso un simple
deseo de un hombre joven por ver mundo. Hay un corte drástico con la
forma de vivir y de pensar en que había sido educado, una rebelión
desafiante, una huida hacia lugares lejanos en busca de otros ideales. Esa
huida representa la gran tragedia de la vida de quienes de alguna forma se
vuelven sordos, o nos volvemos sordos, a la voz de Dios que nos llama, y
abandonamos el único lugar donde podemos oír esa voz, para marcharnos
esperando encontrar en algún otro lugar lo que no somos capaces de
encontrar en casa.

-¿Y por qué dejan, o dejamos, ese lugar?

Porque hay muchas otras voces, fuertes, llenas de promesas seductoras,


que nos ofrecen éxito, reconocimiento, liberación. Además, cuanto más nos
alejamos del lugar donde habita Dios, menos capaces somos de oír su voz
que nos llama, y cuanto menos oímos esa voz, más nos enredamos en las
manipulaciones y juegos de poder del mundo, y más alejados nos sentimos
de Dios.

Nosotros somos el hijo pródigo cada vez que buscamos amor donde no
puede hallarse, cada vez que tomamos la vida y el talento que Dios nos ha
dado y lo utilizamos para nuestro egoísmo, para reafirmarnos, para
imponernos con un fondo de arrogancia, como le pasaba al hijo pródigo, que
malgastó todo lo que le había dado su padre y dilapidó su fortuna en
caprichos y en despilfarros hechos para impresionar, en vez de hacer rendir
esos talentos en servicio de los demás.
-¿Y por qué su padre permite que actúe de modo tan irresponsable?

Su padre no podía obligarle a quedarse en casa. No podía forzar su amor.


Tenía que dejarle marchar, sabiendo incluso el dolor que aquello causaría a
los dos. Fue precisamente el amor lo que impidió retener a su hijo a toda
costa, lo que le hizo dejarle que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de
perderla. Así actúa Dios con nosotros, siguiendo ese misterio de amor y
libertad por el que somos libres de abandonar el hogar de Dios, aunque Él
siempre nos espera con los brazos abiertos.

El hijo pródigo, que dejó su casa lleno de orgullo y de dinero, decidido a


vivir su propia vida lejos de su padre, vuelve ahora sin nada. Ni dinero, ni
salud, ni reputación. Lo ha despilfarrado todo. Solo trae vaciedad,
humillación y derrota. Y solo se hizo consciente de lo perdido que estaba
cuando nadie a su alrededor demostró interés alguno por él. Le habían hecho
caso en la medida en que podían utilizarlo para sus propios intereses. Pero
cuando ya no le quedaba nada, dejó de existir para ellos. Entonces sintió toda
la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda que se puede sentir.
Estaba realmente perdido, y precisamente eso fue lo que le hizo volver en sí.
De repente, vio con claridad que el camino que había elegido le llevaba a la
autodestrucción.

-¿Piensas entonces que hay que pasar por una cierta privación para
valorar lo que se tiene, también en lo espiritual?

No es necesario en absoluto, pero muchas veces es lo que hace despertar


a algunas personas. El hijo pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo
profundo de sí mismo. Cuando se encontró deseando que le dieran la comida
de los cerdos, se dio cuenta entonces de que tenía una dignidad y de que
debía procurar recuperarla. La confianza en el amor de su padre, aunque
borrosa, le dio fuerzas para reclamar su condición de hijo, aunque esa
reclamación no estuviera basada en mérito alguno.

Su regreso está lleno de ambigüedades. Hay arrepentimiento, pero un


arrepentimiento un poco interesado. Es un acercamiento a Dios en el que nos
sentimos culpables, pero en el que nos cuesta recibir el perdón de Dios.
Luego, a su llegada, hay un hecho que ensombrece la alegría de la vuelta
a casa del hijo perdido durante años. En medio de aquella escena de alegría y
de perdón, hay una mirada sombría y distante, la del hijo mayor que no
estaba en casa cuando el padre abraza a su hijo y le muestra su misericordia,
y que, cuando llega y ve la fiesta de bienvenida en honor a su hermano, se
enfada y no quiere entrar.

-¿Qué piensas que ocurría en el interior de aquel hombre?

Estaba tan perdido como su hermano. No solo se había perdido el hijo


menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que
también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que
un buen hijo debía hacer, pero interiormente, estaba también lejos de su
padre. Trabajaba mucho todos los días, y cumplía con sus obligaciones, pero
en su interior cada vez era más desgraciado y menos libre.

También es algo que puede suceder a quienes, como el hermano mayor,


han permanecido aparentemente cerca de Dios, pero en realidad su corazón
está tan frío como el del hermano menor. Es una tentación, la del hijo mayor,
muy propia de quienes quieren cumplir con las expectativas de otros, y
desean que se les considere cumplidores y ejemplares, pero que también
experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia esos hermanos
pequeños que abandonan el hogar y viven en el despilfarro y la lujuria. Ellos
siempre han actuado con corrección, y les asalta la idea de que lo hacen
porque no han tenido el coraje de ser tan irresponsables como los otros. Les
resulta extraño admitirlo, pero en el fondo tienen envidia del hijo
desobediente, cuando le ven disfrutar haciendo cosas que ellos reprueban.
La vida de entrega a Dios les agrada, pero a veces la ven como una carga que
les oprime. La obediencia y el deber se han convertido en una carga, y el
servicio en una esclavitud.

Hay quizá bastantes hijos e hijas mayores que están un poco perdidos a
pesar de seguir en casa. El extravío del hijo menor es visible y claro, pero se
comprende e incluso se simpatiza con él. Sin embargo, el extravío del hijo
mayor es más difícil de identificar. Al fin y al cabo, parecía hacerlo todo bien.
Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le
respetaba, le admiraba y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente,
no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su
hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la
persona severa y egoísta que estaba escondida y que con los años se había
hecho más envidiosa y arrogante.

-¿Quieres decir con esto que quien se queda más cerca de Dios tiene más
riesgo de caer en esa soberbia?

Quiero decir que todos tenemos que esforzarnos por ser mejores, y que
el riesgo de perderse es un riesgo que nos afecta a todos. Todos estamos
expuestos al peligro de acomodarnos y enfriarnos. Ninguno debemos
considerarnos exentos de la tentación por el hecho de habernos entregado a
Dios. Igual que el hijo menor se perdió por no escuchar la voz de su padre y
marcharse, el hijo mayor se perdió igualmente por no escuchar esa misma
voz, aunque estuviera más cerca. Porque, en determinado momento de la
vida, una persona entregada a Dios puede sentirse como el hijo mayor, que
ha trabajado mucho en la granja de su padre, pero en vez de estar
agradecido por todo lo que ha recibido, se siente invadido por los celos de
ese irresponsable hermano menor. Y el único remedio es reconocer que esos
sentimientos proceden de la soberbia y el egoísmo.

-¿Y crees que el hijo menor que vuelve es más querido por Dios que el
hijo mayor?

Pienso que el padre quiere igual a los dos, pero expresa ese amor de
acuerdo con la trayectoria personal de cada uno. Conoce bien a ambos, y
comprende sus cualidades y sus defectos. A los dos les habla con afecto y con
claridad, sin enredarse en compararlos tontamente, y les invita a participar
de la alegría de estar allí.

-Entonces, si ninguno de los dos fue fiel, no queda claro qué opción es la
mejor.

La opción mejor es la de ser fiel a la voz de Dios. Esta escena del


Evangelio narra dos formas de ser infiel, y, sobre todo, la posibilidad de
volver cuando se ha desoído esa voz.

El hijo menor desoyó la llamada de Dios al principio. Si seguimos con


aquella comparación, no atendió esa llamada telefónica que Dios le hacía, a
pesar de resonar muchas veces, o la atendió pero enseguida cortó. El hijo
mayor, en cambio, respondió que sí, pero con el tiempo se fue
acostumbrando a oír esa voz y no actuar en consecuencia, y al final quedó
tan ajeno a esa voz como su hermano pequeño. El efecto es parecido, uno
por cortar y otro por malacostumbrarse o distraerse. Son distintas formas de
no ser fiel, y no se trata de ver cuál es mejor o peor, sino de aprender a
detectar el daño que siempre produce alejarnos de la voz de Dios.

Fin de la conversación

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Rembrandt en su cuadro sobre la parábola del hijo pródigo deja muy pocas
dudas del estado físico-emocional de este hijo que regresa. Su cabeza
afeitada como la de un prisionero a los cuales se las ha puesto un número de
identidad. El pintor lo dibuja con una ropa que apenas cubre su cuerpo
demacrado.

Se trata de un hijo que regresa al padre sin dinero, sin salud, sin honor, sin
reputación pues ya lo ha despilfarrado todo. El artista nos deja ver como hay
cicatrices en las plantas de sus pies mostrando la historia de un viaje
humillante y doloroso. Al igual, sus sandalias hablan de su miseria y
sufrimiento. Pero hay dos grandes aspectos en este miserable hijo pródigo y
su regreso las cuales quiero resaltar y son las que más grande bendición me
han dado en estos últimos meses de mi vida.

El hijo pródigo (rebelde) siempre creyó que era hijo del padre. En medio de
toda su miseria y a pesar de haber solicitado la herencia que le correspondía
con su padre en vida. Aún habiendo derrochado y malgastado
irracionalmente toda aquella fortuna que el padre le había entregado con
amor y desprendimiento. No importaba esto, había un tesoro espiritual muy
grande en su corazón, él tenía la certeza de un padre.
Él no había olvidado en su mente y corazón que todavía era hijo del padre,
que tenía hacienda y empleados. Podía considerar la posibilidad de regresar a
la casa de su padre.

Este joven se aferró con todas las fuerzas de su alma a esta realidad
congénita, “soy hijo de mi padre”. El hijo volvió a casa realmente cuando
recordó y valoró el lazo familiar que le unía. Tuvo que perderlo todo para
poder dialogar en lo más profundo de su ser interior y entonces decir:
“iré a mi padre y le diré…"

Este es el misterio de la gracia divina, usted y yo tampoco hemos olvidado,


que somos hijos del Padre Celestial.
La soledad más grande que puede sentir el cristiano es comenzar a pensar
que no es hijo del Padre, esto no se aprende en seminarios evangélicos, sino
que es la experiencia misma de mi vida personal.

El triunfo más diabólico que puede contender Satanás contra nosotros es


hacernos pensar que ya no somos hijos del Padre Celestial. Cuando una vez
que hemos sido sellados con la Promesa Divina del Espíritu Santo no habrá
nada ni nadie en este mundo que nos pueda separar del Amor de Dios, que
es en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Si estamos lejos de casa, el Padre Celestial nos espera siempre, cada mañana
levanta su vista a la puerta del camino y se pregunta: ¿Cuándo volverá mi
hijo, cuando percibirá que soy su padre y él es mi hijo?

¡Cuán importante es la doctrina de la salvación en la vida del creyente


convertido a Jesucristo! ¡Afiancemos nuestra identidad como hijos de Dios
cada día!. Nuestras iglesias evangélicas deberían estar más enfocadas en
esto: Reafirmar a los creyentes que nuestra identidad como hijos de Dios está
basada en la obra de Cristo, en la fe que hemos depositado en su muerte y
resurrección, y no precisamente en nuestros extravíos lejos de casa.

Aún cuando nos encontremos lejos de casa, si hemos creído en Él y hemos


una vez aceptado de todo corazón a Jesús como nuestro salvador personal
entonces podemos estar seguros de que somos sus hijos y el nuestro Padre.
¡Recordemos nuestra identidad y volvámonos a Dios:
“Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar
misericordia, y hallar gracia para el oportuno socorro”. (Hebreos 4:16)

Hazme como uno de tus jornaleros (como uno de tus trabajadores). El hijo
había reconocido su vínculo familiar, padre-hijo. Reconoció que era hijo por
naturaleza y que había sido engendrado por su padre.

Aquel hijo pródigo tenía ideas confusas y vagas. “Quizás mi padre no me


aceptará como hijo, como tal, sino que ha de colocarme como uno de sus
trabajadores en la finca, quizás me dejará en casa y seré uno más del montón
de empleados, y seré otro asalariado más”.

¡No! ¡Qué maravilloso es el Amor de mi Padre! Mi mente apenas comienza a


descubrir un concepto de Dios muy diferente. El Señor no ha considerado
hacerme otro asalariado más en su casa. ¡No! El Padre Celestial ama a todos
sus hijos por igual y arma una gran fiesta, mata el becerro gordo y pone en el
dedo de su hijo más rebelde el anillo precioso que le identifica como hijo del
Padre.

¡Cuántos de nosotros regresamos a la casa del


Padre Celestial; pero creemos que seremos trabajadores y no hijos!

Regresamos pensando que seremos uno más del montón de los empleados
del Reino de los Cielos, o de la viña del Señor. Dios nunca ha querido que
nosotros pensemos tales barbaries, estas son las mentiras diabólicas que
Satanás mete en nuestras mentes para desviarnos de ese amor incomparable
e incomprensible de nuestro Padre Celestial.

¡Hagamos un alto! Meditemos en estas dos grandes misterios que se debaten


en nuestras mentes, ¿somos hijos de Dios o no somos hijos? ¿Volveremos a
casa para ser asalariados o para sentir a plenitud que somos hijos
restaurados por la Gracia del Padre Celestial?

Declaremos en el nombre de la sangre de Cristo, que somos hijos de Dios y


que Él como hijos nos trata.

"Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni


principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo
profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios,
que es en Cristo Jesús Señor nuestro".
(Romanos 8:38 y 39).

El hijo pródigo

No nos hacemos libres por


negarnos a aceptar
nada superior a nosotros,
sino por aceptar lo que
está realmente por encima de nosotros.

Goethe

Cuando el hijo pródigo pide a su padre la parte de herencia que le


corresponde -explica Henri J. M. Nouwen-, no hay detrás de eso un simple
deseo de un hombre joven por ver mundo. Hay un corte drástico con la
forma de vivir y de pensar en que había sido educado, una rebelión
desafiante, una huida hacia lugares lejanos en busca de otros ideales. Esa
huida representa la gran tragedia de la vida de quienes de alguna forma se
vuelven sordos, o nos volvemos sordos, a la voz de Dios que nos llama, y
abandonamos el único lugar donde podemos oír esa voz, para marcharnos
esperando encontrar en algún otro lugar lo que no somos capaces de
encontrar en casa.

-¿Y por qué dejan, o dejamos, ese lugar?

Porque hay muchas otras voces, fuertes, llenas de promesas seductoras,


que nos ofrecen éxito, reconocimiento, liberación. Además, cuanto más nos
alejamos del lugar donde habita Dios, menos capaces somos de oír su voz
que nos llama, y cuanto menos oímos esa voz, más nos enredamos en las
manipulaciones y juegos de poder del mundo, y más alejados nos sentimos
de Dios.

Nosotros somos el hijo pródigo cada vez que buscamos amor donde no
puede hallarse, cada vez que tomamos la vida y el talento que Dios nos ha
dado y lo utilizamos para nuestro egoísmo, para reafirmarnos, para
imponernos con un fondo de arrogancia, como le pasaba al hijo pródigo, que
malgastó todo lo que le había dado su padre y dilapidó su fortuna en
caprichos y en despilfarros hechos para impresionar, en vez de hacer rendir
esos talentos en servicio de los demás.

-¿Y por qué su padre permite que actúe de modo tan irresponsable?

Su padre no podía obligarle a quedarse en casa. No podía forzar su amor.


Tenía que dejarle marchar, sabiendo incluso el dolor que aquello causaría a
los dos. Fue precisamente el amor lo que impidió retener a su hijo a toda
costa, lo que le hizo dejarle que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de
perderla. Así actúa Dios con nosotros, siguiendo ese misterio de amor y
libertad por el que somos libres de abandonar el hogar de Dios, aunque Él
siempre nos espera con los brazos abiertos.

El hijo pródigo, que dejó su casa lleno de orgullo y de dinero, decidido a


vivir su propia vida lejos de su padre, vuelve ahora sin nada. Ni dinero, ni
salud, ni reputación. Lo ha despilfarrado todo. Solo trae vaciedad,
humillación y derrota. Y solo se hizo consciente de lo perdido que estaba
cuando nadie a su alrededor demostró interés alguno por él. Le habían hecho
caso en la medida en que podían utilizarlo para sus propios intereses. Pero
cuando ya no le quedaba nada, dejó de existir para ellos. Entonces sintió toda
la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda que se puede sentir.
Estaba realmente perdido, y precisamente eso fue lo que le hizo volver en sí.
De repente, vio con claridad que el camino que había elegido le llevaba a la
autodestrucción.

-¿Piensas entonces que hay que pasar por una cierta privación para
valorar lo que se tiene, también en lo espiritual?

No es necesario en absoluto, pero muchas veces es lo que hace despertar


a algunas personas. El hijo pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo
profundo de sí mismo. Cuando se encontró deseando que le dieran la comida
de los cerdos, se dio cuenta entonces de que tenía una dignidad y de que
debía procurar recuperarla. La confianza en el amor de su padre, aunque
borrosa, le dio fuerzas para reclamar su condición de hijo, aunque esa
reclamación no estuviera basada en mérito alguno.
Su regreso está lleno de ambigüedades. Hay arrepentimiento, pero un
arrepentimiento un poco interesado. Es un acercamiento a Dios en el que nos
sentimos culpables, pero en el que nos cuesta recibir el perdón de Dios.

Luego, a su llegada, hay un hecho que ensombrece la alegría de la vuelta


a casa del hijo perdido durante años. En medio de aquella escena de alegría y
de perdón, hay una mirada sombría y distante, la del hijo mayor que no
estaba en casa cuando el padre abraza a su hijo y le muestra su misericordia,
y que, cuando llega y ve la fiesta de bienvenida en honor a su hermano, se
enfada y no quiere entrar.

-¿Qué piensas que ocurría en el interior de aquel hombre?

Estaba tan perdido como su hermano. No solo se había perdido el hijo


menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que
también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que
un buen hijo debía hacer, pero interiormente, estaba también lejos de su
padre. Trabajaba mucho todos los días, y cumplía con sus obligaciones, pero
en su interior cada vez era más desgraciado y menos libre.

También es algo que puede suceder a quienes, como el hermano mayor,


han permanecido aparentemente cerca de Dios, pero en realidad su corazón
está tan frío como el del hermano menor. Es una tentación, la del hijo mayor,
muy propia de quienes quieren cumplir con las expectativas de otros, y
desean que se les considere cumplidores y ejemplares, pero que también
experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia esos hermanos
pequeños que abandonan el hogar y viven en el despilfarro y la lujuria. Ellos
siempre han actuado con corrección, y les asalta la idea de que lo hacen
porque no han tenido el coraje de ser tan irresponsables como los otros. Les
resulta extraño admitirlo, pero en el fondo tienen envidia del hijo
desobediente, cuando le ven disfrutar haciendo cosas que ellos reprueban.
La vida de entrega a Dios les agrada, pero a veces la ven como una carga que
les oprime. La obediencia y el deber se han convertido en una carga, y el
servicio en una esclavitud.

Hay quizá bastantes hijos e hijas mayores que están un poco perdidos a
pesar de seguir en casa. El extravío del hijo menor es visible y claro, pero se
comprende e incluso se simpatiza con él. Sin embargo, el extravío del hijo
mayor es más difícil de identificar. Al fin y al cabo, parecía hacerlo todo bien.
Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le
respetaba, le admiraba y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente,
no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su
hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la
persona severa y egoísta que estaba escondida y que con los años se había
hecho más envidiosa y arrogante.

-¿Quieres decir con esto que quien se queda más cerca de Dios tiene más
riesgo de caer en esa soberbia?

Quiero decir que todos tenemos que esforzarnos por ser mejores, y que
el riesgo de perderse es un riesgo que nos afecta a todos. Todos estamos
expuestos al peligro de acomodarnos y enfriarnos. Ninguno debemos
considerarnos exentos de la tentación por el hecho de habernos entregado a
Dios. Igual que el hijo menor se perdió por no escuchar la voz de su padre y
marcharse, el hijo mayor se perdió igualmente por no escuchar esa misma
voz, aunque estuviera más cerca. Porque, en determinado momento de la
vida, una persona entregada a Dios puede sentirse como el hijo mayor, que
ha trabajado mucho en la granja de su padre, pero en vez de estar
agradecido por todo lo que ha recibido, se siente invadido por los celos de
ese irresponsable hermano menor. Y el único remedio es reconocer que esos
sentimientos proceden de la soberbia y el egoísmo.

-¿Y crees que el hijo menor que vuelve es más querido por Dios que el
hijo mayor?

Pienso que el padre quiere igual a los dos, pero expresa ese amor de
acuerdo con la trayectoria personal de cada uno. Conoce bien a ambos, y
comprende sus cualidades y sus defectos. A los dos les habla con afecto y con
claridad, sin enredarse en compararlos tontamente, y les invita a participar
de la alegría de estar allí.

-Entonces, si ninguno de los dos fue fiel, no queda claro qué opción es la
mejor.
La opción mejor es la de ser fiel a la voz de Dios. Esta escena del
Evangelio narra dos formas de ser infiel, y, sobre todo, la posibilidad de
volver cuando se ha desoído esa voz.

El hijo menor desoyó la llamada de Dios al principio. Si seguimos con


aquella comparación, no atendió esa llamada telefónica que Dios le hacía, a
pesar de resonar muchas veces, o la atendió pero enseguida cortó. El hijo
mayor, en cambio, respondió que sí, pero con el tiempo se fue
acostumbrando a oír esa voz y no actuar en consecuencia, y al final quedó
tan ajeno a esa voz como su hermano pequeño. El efecto es parecido, uno
por cortar y otro por malacostumbrarse o distraerse. Son distintas formas de
no ser fiel, y no se trata de ver cuál es mejor o peor, sino de aprender a
detectar el daño que siempre produce alejarnos de la voz de Dios.

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