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Fuego sin humo

Por Katrina Ostrander

—¿Estás listo?
—Sí, senséi.
Isawa Atsuko golpeó con un bastón de bambú las rodillas del joven, que se envaró a cau-
sa del dolor.
Nobu era muy prometedor, pero su senséi necesitaba asegurarse de que mantuviese los pies
en el suelo.
—No, senséi —se corrigió—. No estoy listo.
—Mejor. No estás realmente preparado para ser testigo del Vacío. Debemos reeducar tu vi-
sión para que puedas aprender a verlo sin
ver, y fortalecer tu voluntad para que no
pierdas tu identidad en el Reino del Vacío.
El iniciado asintió y cerró los ojos.
Respiró profundamente, de forma tran-
quila y dedicada, centrándose en aquel
instante. Atsuko asumió una postura de
meditación a su lado. Le dolían las rodi-
llas y hacía demasiado calor en aquella
habitación, pero el dolor y la incomodi-
dad desaparecerían rápidamente.
—Deja que los sonidos del templo lle-
guen hasta ti y que se atraviesen —prestó
atención a sus oídos y se concentró en la
corriente del mundo—. Escucha el sonido amortiguado de pies en movimiento que se acercan
y se alejan, que aparecen y desaparecen, del viento que sopla entre los pinos, de los pájaros que
cantan en sus ramas…
Prosiguieron de esta forma durante un tiempo, y la respiración de Nobu se ralentizó aún más.
Atsuko podía oír las conversaciones de otras personas en el resto del complejo. Una ráfaga de
viento, el crujido de una rama. También llegaba a escuchar levemente el sonido del agua al caer
en el estanque desde la cascada situada más allá del complejo. Ahora su aprendiz debería ser ca-
paz de percibir el río por su cuenta, y de permitir a su ego dejarse llevar por la corriente. Atsuko
se permitió hacer lo propio.

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Pasaron minutos, puede que horas. Se encontraba alzada sobre el curso del río, actuando
como ancla para su discípulo, cuando un nudo lejano tiró de ella, como si fuese un trozo de seda
al que se hubiese retorcido.
Algo va mal. Nobu-kun, márchate.
Esperó hasta que su aprendiz llegó a la superficie. Una vez tuvo la certeza de que Nobu había
llegado a un lugar seguro, Atsuko se puso a buscar la sensación de atadura que había notado, tiró
de ella y la siguió hasta su origen, que fluía contra el torrente de espacio y tiempo.
Con los ojos cerrados, Atsuko tanteó en busca de su cuenco de videncia. En ocasiones la
mente mortal tenía dificultades para entender el fluir del Vacío, pero el metal sagrado era capaz
de capturar imágenes fugaces en la superficie del agua que contenía. El escalofrío de la insustan-
cialidad se filtró hasta sus manos, como si estuviese sosteniendo un tazón de nieve. Abrió los ojos
y miró hacia su interior.
Las ropas púrpura y las pieles de un jinete a caballo.
Una cornamenta esculpida con reflejos de plata.
Unas alas de oro que se desplegaban, y un brillante rubí entre ellas, partiéndose en dos.
El sol y la luna cambiando de sitio en el horizonte, y sumiendo al mundo en la oscuridad.
Esa oscuridad se acumuló en el cuenco, contorsionándose y bullendo, retorciéndose, haciéndose
cada vez más larga y profunda hasta convertirse en una figura sombría. Donde sus pies tocaban
la tierra brotaba la sangre como un río, que atravesaba arroyos, montañas y llanuras. La criatura
siguió la sangre, y a su paso se extendía la oscuridad, como una nube que ocultase el sol.
Este… se dirigía hacia el este. Hacia el sol naciente, hacia el Palacio Imperial, radiante en
el amanecer.
El miedo la golpeó como lo harían los restos de un naufragio en un río revuelto. Trató de
buscar un asidero y alejarse del torrente. Gritó cuando su consciencia se asentó de nuevo en su
arqueado cuerpo, y cayó hacia atrás. El cuenco rebotó contra el suelo.
Mientras se levantaba, se dio cuenta de que Nobu estaba vomitando. La perturbación debía
haber resonado también en su poco preparado discípulo. Para que el Vacío le haya alcanzado, a
pesar de que le mandé fuera…
Por todo el complejo comenzaron a oírse suaves gemidos de dolor, confirmando sus temores.
Necesitaba ponerse en contacto de inmediato con el maestro Ujina y la dama Kaede. Tenían que
alertar al Emperador antes de que fuese demasiado tarde.

La cascada voz de Atsuko se desvaneció de su mente, pero aunque el toque del Vacío se alejó
de Kaede, el frío de su corazón no lo hizo.
No debería sorprenderla… los shugenjas del Clan del Fénix llevaban mucho tiempo sospe-
chando que la hechicería extranjera del Clan del Unicornio era peligrosa. El Emperador nunca
debería haberlos aceptado en el Imperio.

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Y ahora había causado perturbaciones en la propia realidad, ondulaciones que habían senti-
do todos aquellos con el don de percibir el Vacío. la fortuna debía de haber sonreído a Atsuko, de
otra forma la ishiken no hubiese tenido la oportunidad de desentramar los embrollados nudos
del futuro y de vislumbrar un atisbo del origen de estas perturbaciones.
Kaede se sirvió una taza de té y situó las manos a ambos lados del recipiente de porcelana en
un vano intento de disipar el frío que sentía.
Cuando cerró los ojos, ecos de la perturbación le asaltaron de nuevo, y el mareo regresó. Ins-
piró el fuerte aroma del jengibre para centrarse y amortiguar la incomodidad.
Podía alejarse, tratar de enviarse al
lugar y el momento en el que se produ-
jo la perturbación, pero no se atrevía a
intentar dar comienzo a ese viaje des-
de dentro de la capital. Se podría aho-
gar en ese vacío, o aún peor, arrastrar
a otros con ella. Igual que había hecho
la otra vez. No se arriesgaría a perder
a nadie más.
Abrió los ojos y dio un sorbo al té,
pero sus manos seguían temblando.
Se decía que había heredado el don
de Ujina, que algún día podría llegar a
ser una ishiken más poderosa que él.
Pero, ¿qué bien le iba a hacer su don a nadie si era demasiado poderoso como para arriesgarse a
utilizarlo?
—Kaede, el universo busca el equilibrio en todas las cosas —le había asegurado su padre. Ser
receptora de un don tan terrible era indicativo de que habría una enorme necesidad de él a lo
largo de su vida, y que algún día sucedería a su padre como Maestro del Vacío.
Rezaba por estar preparada cuando llegase aquel día, tanto para la pérdida de su padre como
para el peso de la responsabilidad que recaería sobre sus hombros.
Aquí, en la capital, podía utilizar otros poderes: erudición y diplomacia. Era la representante
en la corte más importante de todas de su padre y del resto del Consejo de los Maestros Elemen-
tales, y aconsejaba a su Majestad Imperial en aquellos asuntos relacionados con los espíritus y sus
reinos. El Clan del Fénix tenía autoridad suprema sobre todos estos reinos salvo uno: Ningen-
dō, el reino mortal, el reino que se encontraba en peligro en la visión de Atsuko. El único reino
cuya autoridad recaía en los demás clanes.
Clanes que no verían con buenos ojos que se interfiriese en su autoridad.

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Todos los asuntos oficiales del Imperio habían quedado suspendidos durante el Festival del
Crisantemo, pero el mensaje de Kaede no podía esperar. No cuando los ishiken habían recurrido
a poderosos rituales para ponerse en contacto con ella de forma instantánea a través de cientos
de kilómetros.
Y no cuando existía la posibilidad de que el Clan del Unicornio hiciese una demostración
de su magia extranjera ante el Emperador, poniéndole en peligro a él y a aquellos inocentes que
fuesen a las celebraciones.
Kaede encontró al Emperador y a sus hijos, a sus guardias Seppun y a los miembros de mayor
rango de los ministerios Imperiales en la segunda planta de la casa de guardia que delimitaba la
entrada del palacio. Cortinas Kichō y persianas de caña amortiguaban el calor del verano y prote-
gían al Hantei de las miradas del populacho, al tiempo que le permitían observar las ceremonias.
Mientras entraba haciendo una reverencia, se percató de la sonrisa socarrona y la mirada desca-
rada del príncipe Sotorii, pero ahora no podía permitirse la distracción.
Kaede reconoció a Ishikawa, el capitán de la Guardia de Honor Seppun, y se acercó a él,
acertando al suponer que se apartaría para saludarla. Intercambiaron una sofisticada retahíla de
saludos, pero necesitaba hablar a solas con él, alejados del resto de la delegación real.
—Capitán, ¿me acompañaréis mientras trato de encontrar un sitio donde ver mejor el desfile?
—los sonidos del gentío en la celebración de abajo evitaría que sus palabras se convirtiesen en la
comidilla de la corte.
—Por supuesto —respondió Ishikawa, lanzando una rápida mirada hacia la Campeona Rubí,
Agasha Sumiko, que asintió y se acercó a sus protegidos, el Emperador y sus herederos.
Los ciudadanos de la Ciudad Prohibida lanzaron una ovación, y la procesión giró la esquina.
Había estado esperando ansiosa este día, en el que se pondría fin con una celebración al periodo
de luto por Doji Satsume. Ahora, el crescendo de los badajos de madera y de los tambores se le
hacían similares al desagradable sonido de una cigarra.
Bajo ellos, entre las abarrotadas calles, los representantes de las familias Otomo, Seppun y
Miya desfilaban con sus atuendos Imperiales y atravesaban el portón. Llevaban atados pétalos de
crisantemo en lazos, y portaban estandartes esmeralda con el mon dorado Imperial.
—¿Qué es esa sombra que os oscurece la mirada? —preguntó el capitán.
Kaede tomó aliento profundamente. —Hoy he recibido noticias del Santuario del Cielo Es-
trellado —Ishikawa reconocería el nombre de la escuela de los shugenjas del Vacío, y sabría que
fuese cual fuese el mensaje, no podría esperar—. Han sido testigos de terribles portentos. Nues-
tros ishiken creen que el Emperador se encuentra en peligro.
—Una oscuridad nos amenaza desde muy lejos al oeste, a través de las Montañas del Espina-
zo del Mundo. Todos la hemos sentido, pero uno de nosotros ha captado un atisbo de su proce-
dencia. Creemos que ha sido originada por el Clan del Unicornio y su hechicería de talismanes,
su “magia de los nombres”, el meishōdō.
El capitán asimiló en silencio sus palabras.

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Tras las familias Imperiales marchaban los León, sus guerreros ataviados con armadura com-
pleta y melenas blancas en sus yelmos que ondeaban al viento. Sus samuráis habían defendido
una y otra vez al Imperio de invasiones, ya proviniesen de las Arenas Ardientes, de las flotas de
los Reinos de Marfil o de extranjeros de tierras aún más lejanas.
Pero, ¿serían capaces de proteger al Emperador de esta sombría amenaza? Una vez que se
formase la oscuridad, ¿habría alguna manera de detenerla? ¿Estaría el Clan del León preparado,
dispuesto como parecía estar a comenzar una guerra total contra el Clan de la Grulla? Shiba
Tsukune, la Nueva Campeona del Clan del Fénix, tendría problemas para mantener la paz entre
estos dos encarnizados rivales. Llegados a este punto era probable que ni siquiera el Emperador
fuese capaz de detenerlos.
Los guerreros León se giraron e hi-
cieron una reverencia al unísono hacia
la casa de guardia, en perfecta forma-
ción. Se alzaron y gritaron “¡Banzai!”
en honor a su Emperador antes de con-
tinuar la procesión a través de la Ciu-
dad Prohibida.
Sus palabras serían un insulto al ho-
nor de la familia Seppun y de sus escue-
las, pero Kaede reunió el coraje suficien-
te como para preguntar: —Si el Clan del
Unicornio utiliza sus execrables talisma-
nes el día de hoy y sucede algo, ¿estarán
preparados para ello los guardias del Emperador?
Ishikawa abrió los ojos como platos y se giró de inmediato para mirar al resto de la sala,
asegurándose de que la familia Imperial seguía segura. —Los miembros de la Guardia de Honor
están dispuestos a sacrificarlo todo para proteger la vida del Emperador, y los shugenjas de la
Guardia Oculta han jurado defender su alma.
Kaede le continuó presionando… sus palabras rozaban lo indecoroso, pero se conocían des-
de hacía años. Podían ser honestos el uno con el otro. Si hubiese tratado de ofrecer consejo a los
shugenjas Seppun la hubieran ignorado de buenas a primeras. Tomó aliento de nuevo, y pregun-
tó: —¿Podrían defenderlo de fuerzas que no comprenden?
Ishikawa se envaró, y sus manos se cerraron hasta formar puños, resuelto. —Son los mejores
de los mejores, y nunca le han fallado a su Majestad.
Antes de que el contingente León terminase de atravesar el portón se empezaron a escuchar
los tambores y canciones de otro clan al otro lado de la calle. los siguientes eran los Grulla, y
prometían una exhibición espectacular de bailes y artes. Sus ropajes y cintas cerúleas fluían y
menguaban como el gran Mar de la Diosa Sol, y de la misma forma que un banco de peces, sus

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espadas plateadas refulgían como salidas de la escena de una obra de kabuki. Su belleza era efí-
mera, y sería fácil que la iniquidad del mundo acabase con ella.
Kaede continuó, con la voz entrecortada. —Las técnicas de cada familia son su secreto más
fielmente guardado. La familia Isawa sólo ha logrado comprender las fortalezas y debilidades de
los shugenjas de cada clan tras muchos siglos de observación: los Soshi son capaces de elevar
sus plegarias sin utilizar palabras, mientras que los Kitsuki invocan la guía y la protección de sus
ancestros. No sabemos exactamente cómo lo hacen, pero como mínimo tanto nosotros como la
Guardia Oculta sabemos qué esperar de ellos.
—¿Y no son los fetiches de los shugenjas Asahina muy similares a los talismanes Iuchi, si es
que no son exactamente iguales? —Ishikawa giró levemente la cabeza y miró de reojo a Kaede—.
Tanto los amuletos Unicornio como los fetiches Grulla parecen otorgar a sus portadores las ben-
diciones de los kami.
¿Eran realmente las bendiciones de los kami… o el truco de algún demonio? —No podemos
estar seguros de ello. Nadie lo está —los fetiches Asahina de bambú, papel plegado, seda y cam-
panillas no parecían muy diferentes de los omamori que fabricaban los guardianes de las capillas
para compartir las bendiciones de sus kami, aunque las protecciones de los Asahina eran mucho
más poderosas. Por el contrario, muchos de los talismanes Iuchi tenían formas terribles y mons-
truosas: formas humanas corrompidas, con una cola cubierta de escamas, alas emplumadas, ca-
bezas con cuernos y piernas peludas. Eran tan grotescas como los oni de Jigoku.
Kaede tenía que hacerle comprender. — Capitán, os juro que no es un asunto que os hagamos
llegar a la ligera. Lideráis a los defensores del Emperador. Por favor, transmitidle mis temores;
sólo le dará importancia si la advertencia proviene de vos. Si el meishōdō es tan peligroso como
tememos, y vuestros guardias se encaran con una terrible amenaza al Emperador…
—Entonces creéis que debemos prohibirlo —Ishikawa acabó la frase por ella, y suspiró—.
Los Fénix y los León se alegrarán al ver cómo se pone fin a una costumbre que consideran here-
jía, pero los Dragón y los Grulla no se quedarán de brazos cruzados mientras su aliado sufre la
censura Imperial. Es posible que los Cangrejo se sientan aliviados al ver debilitado a su antiguo
enemigo, o puede que lo vean como la pérdida de una posible nueva defensa para su Muralla.
Sin lugar a dudas los Escorpión tratarán de aprovecharse de la situación, se resuelva como se
resuelva. Y por encima de todo, que el Emperador se niegue a aceptar que le sirvan de esa forma
no gustará a los Unicornio.
Sí, habría muchas ramificaciones políticas, pero las amenazas espirituales eran mucho más
complejas y peligrosas que las simples preocupaciones mortales. Kaede respondió: —Sin em-
bargo, si trajeron consigo brujería de las Arenas Ardientes, de seguro será el Emperador el que
tenga la sabiduría para determinar si estas artes deben continuar sirviendo a su Imperio —como
canal de sus descendientes perdidos con la Dama Sol, el Emperador era a efectos prácticos un ser
divino, y su sabiduría resultaba irrefutable, excepto por otro Hantei.

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La siguiente procesión era la Fénix, reconocible de inmediato por la capilla portátil que trans-
portaban los guardianes de la familia Shiba. Alrededor de los guerreros, un gran grupo de shu-
genjas, sacerdotes y guardianes de la capilla bailaban y cantaban a la gloria del espíritu que trans-
portaban. Se decía que era el kami de la Colina Seppun, el espíritu guardián de la tierra situada
bajo la ciudad, que había protegido el linaje Hantei desde su fundación.
—Existe otra manera —comenzó Ishikawa—. Si, tal y como sugerís, el verdadero peligro
consiste en la falta de conocimiento, puede que en lugar de prohibir la práctica por completo los
Unicornio debieran acceder a enseñar a la Guardia Oculta la naturaleza de sus poderes.
—Los Iuchi se mostrarán reacios a
divulgar sus secretos —respondió Kae-
de. Una solución tan simple como la su-
gerida por el capitán nunca funcionaría.
—Los Unicornio son un clan prácti-
co. Es posible que su Campeona decida
que más vale acceder a las exigencias Se-
ppun que arriesgarse a perder las artes
de sus shugenjas.
—Veremos —dijo Kaede. Ishikawa
lanzó una mirada a la multitud.
La siguiente delegación pareció apa-
recer por sorpresa, muy cerca de la co-
mitiva Fénix, como si saliese de las sombras más profundas tras la luz más brillante. Un grupo de
acróbatas se contorsionaban y hacían cabriolas, saltando de las espaldas de otros y girando en el
aire antes de aterrizar grácilmente de pie. Se les unieron bailarines, que cambiaban de máscara
una y otra vez y giraban entre sedas de tal forma que parecían revolotear por la calle. También
esto debía ser un truco, aunque Kaede no sabía cuál podía ser.
—La mía no será la única voz que le aconseje. El Emperador cuenta con muchos consejeros,
y podéis estar segura de que cada uno tendrá su opinión. La decisión que se tome no será rápida
ni se tomará a la ligera.
Para entonces podría ser demasiado tarde. Tendría que encontrar una forma de convencer
a los demás consejeros, o de encontrar alguna manera de proteger a la familia Imperial por su
cuenta. —¡Esta cuestión no puede retrasarse de la misma forma que sucede con tantos de los
asuntos de palacio! Por favor, transmitídselo directamente al Emperador, os lo ruego. Por mí,
pero también por él.
Ishikawa la miró a los ojos durante un instante demasiado largo, pero ninguno de los dos
podía apartar la mirada.

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—Muy bien, Kaede-san. Si el Emperador considera que vuestros temores son realmente fun-
dados, necesitará ayuda para hacer cumplir sus leyes. Tenemos a los magistrados Esmeralda,
pero los magistrados Jade de la antigüedad… —Los vítores ahogaron su voz.
—El Clan del Fénix asistirá en lo que sea necesario, y hará cuantos sacrificios se le exijan —
respondió rápidamente Kaede. El puesto de Campeón Jade no había sido necesario desde hace
siglos, y el Imperio tampoco lo necesitaba ahora. Los Maestros Elementales eran la autoridad
suprema en cuestiones espirituales, y se asegurarían en persona de que se cumpliese la ley. Se ase-
gurarían también de que no hubiese motivos para que se reinstaurase el ministerio Imperial
dedicado a perseguir a shugenjas herejes.
Finalmente apareció la delegación que más temía ver, y su contingente venía a lomos de sus
aterradoras monturas. Sus ropajes púrpuras y blancos lucían patrones que no había visto nun-
ca antes. De los caballos se elevaba un efluvio dulzón y enfermizo que le revolvía el estómago.
El golpeteo de las pezuñas contra el pavimento de piedra de la avenida acompañaba al fuerte
latido de su corazón: sus relinchos le hacían estremecerse.
Por favor, no permitáis que pase nada, rezó. Su poder respondió de forma espontánea a la
plegaria, acumulándose en su interior. La fría inexistencia del Vacío le bañaba los pies, como si
estuviese de pie en una costa estrellada. A pesar del calor del día, se estremeció bajo sus múltiples
capas de ropa.
—Kaede, ¿estáis…?
—No os preocupéis por mí —logró susurrar—. Id con el Emperador. Aseguraos de que
esté protegido.
Mientras los caballos trotaban en círculos, trazando un patrón como el del movimiento del
sol, un shugenja Unicornio situado en el centro del círculo levantó un talismán dorado con alas,
dentro del que relucía un rubí con la luz de Amaterasu.
¡No!
El Vacío le hizo caer de rodillas, y una oleada de poder amenazó con consumirla. Déjate lle-
var, y tendrás todo el poder que necesitas. Ríndete a la voluntad del mundo.
No me doblegaré. Pero debo ver… Su visión se oscureció, y se centró de nuevo en el Reino del
Vacío. Donde antes sólo había existido el desfile, ahora una infinidad de celebrantes se arremoli-
naban en la avenida, almas de todos los instantes, desde el lejano pasado hasta el futuro distante,
y sus elementos se derramaban en la escena como una cuatricromía. Guerra, paz, desolación,
profanación. Se esforzó por encontrar un único hilo temporal para poder ver el lugar en el que
se encontraba el shugenja Unicornio.
El frío del Vacío continuó presionándola, tratando de ahogarla. ¡Allí! Pudo verlo durante
apenas un instante: un espíritu, una criatura sombría de fuego sin humo, bestial y con cuernos.
Aullaba, retorciéndose ante una fuerza que la ataba, tratando de liberarse.
Más y más profundamente, hacia la nada, uniéndose al océano que nunca terminaba…
Recuérdate, escuchó con la voz de su padre. No pierdas tu ser.

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Soy Isawa Kaede, hija de Ujina, hija de Ninube, hermana de Tadaka, consejera espiritual de
Hantei el trigésimo octavo, prometida de Akodo Toturi, amiga de Ishikawa…
Salió de la oscuridad y boqueó cuando sintió nuevamente el calor del sol. El Emperador, los
príncipes…
Se oyó un grito proveniente del gentío, un grito de alegría, no de miedo.
Tenía la espalda apoyada contra las almenas, le temblaban las piernas, y su respiración era
irregular. Rezó porque nadie le hubiese visto tambalearse, y que no hubiesen sentido cómo estu-
vo a punto de perderse en su propio poder.
Los Unicornio pusieron fin a su exhibición haciendo una reverencia al Emperador, y lanza-
ron sus caballos al trote al alejarse de la casa de guardia.
La atención de buena parte de la multitud se apartó del desfile para centrarse en la siguiente
celebración, o en los innumerables puestos de comida y vino. Los Cangrejo, que eran la siguiente
delegación, únicamente habían contribuido al desfile de los Grandes Clanes con un austero con-
tingente de guerreros.
El capitán regresó con una mirada de preocupación.
—He visto algo —logró decir, con la voz temblorosa—. Un espíritu, atrapado dentro del ta-
lismán. Estaba tratando de liberarse, de llegar hasta el Emperador.
Kaede se le quedó mirando durante un largo rato. Algo en sus ojos le indicó que le creía, pero
que no estaba completamente convencido. —Me aseguraré de que su Majestad queda alertado,
pero es todo lo que puedo garantizar —hizo una reverencia a modo de despedida y regresó a la
casa de guardia.
—Que las fortunas nos guíen a todos —susurró Kaede.
Sólo quedaban los Dragón. El embajador Kitsuki Yaruma y su exigua delegación marcharon
en silencio.
El embajador se giró y dedicó a Kaede una mirada fría y conocedora. No podía imaginar-
se el motivo.

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