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En el jardín de las mentiras (Segunda parte)

Por Marie Brennan

Los jardines de la mansión de la gobernadora estaban en silencio. Los sonidos de risas y


música provenientes del edificio principal parecían muy distantes. Después de un momento,
Yogo Hiroue bajó la mano y exhaló, tirando de las mangas bordadas de su kimono para ponerlas
de nuevo en su sitio. —Por favor, perdonadme por interrumpiros, Kitsuki-san. Escuché a alguien
que pasaba cerca y no quería que malinterpretaran nuestra conversación, al oír sólo una parte.
Kitsuki Shomon se relajó poco a poco. No había intentado coger sus espadas, pero no le
quedaba ninguna duda de que podría haberlas desenvainado en un abrir y cerrar de ojos si se
hubiera presentado una auténtica amenaza. —Gracias, Yogo-san —dijo. Su voz era ahora mucho
más suave de lo que había sido un instante antes—. Como podéis ver, este es un tema que me
apasiona, pero no debería permitir que eso me haga hablar sin moderación. Ha sido... —dudó,
y luego continuó—. Ha sido un placer poco común hablar con un miembro de vuestro clan sin
sentir que estoy siendo manipulada como una marioneta.
Se compadeció de ella. Kitsuki Shomon era un alma buena y honorable; no encajaba en la
Ciudad de las Mentiras, con su comercio del opio, sus bandas de apagafuegos y sus cortesanos,
que conocían mil maneras de manipular a alguien, no todas ellas evidentes.
Por otra parte, reflexionando sobre lo que había dicho acerca de los campesinos y el Bus-
hidō... tal vez pensaría que era exactamente donde debía estar para llevar la luz del honor hasta
un lugar que la vislumbraba con muy poca frecuencia.
Si así era, deseaba que las Fortunas la bendijeran. Lo iba a necesitar.
Shomon se levantó del banco e hizo una reverencia. —Os he quitado demasiado tiempo —
dijo—. Y no quisiera ofender a la gobernadora desapareciendo demasiado rato de su fiesta.
Hiroue también se levantó, apartando su shamisen. —No hay necesidad de disculparse, Kit-
suki-san. Asisto a muchas de estas fiestas, pero nunca he tenido una conversación como esta.
Me habéis dado mucho en qué pensar —miró hacia el edificio principal y se las arregló para pare-
cer un poco avergonzado—. Me quedaré aquí un rato más. Si regresáramos juntos, alguien podría
sacar conclusiones equivocadas sobre dónde habéis estado y qué habéis estado haciendo —cual-
quier otra noche, con cualquier otra persona, esas conclusiones podrían haber sido acertadas.
Pero no esta noche, y que lo tuviera en cuenta hizo sonreír a Shomon. —Gracias —dijo con
vehemencia—. Gracias de nuevo.
Intercambiaron reverencias una última vez, y luego Shomon se volvió y se abrió paso por los
jardines, hacia los brillantes farolillos de la fiesta de Shosuro-sama.

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Hiroue aguardó hasta que la mujer entró, se sentó y comenzó a tocar ociosamente el shami-
sen. Disfrutaba realmente de la música, y el sonido ocultaría su siguiente conversación de cual-
quier oyente entrometido que no debiese andar cerca.

No se movió ni una sola hoja cuando Shosuro Miyako apareció a su lado de repente. No estaba
vestida con la vestimenta clásica de un shinobi, pero el gris apagado de su jinbei se mezclaba per-
fectamente con la oscuridad. Hiroue ni siquiera sabía dónde había estado escondida. Ninguna
de las piedras, árboles ni arbustos parecía lo suficientemente grande como para esconder a una
mujer, por pequeña que fuese. Pero claro, no había sido entrenado para ello.
—¿Por qué la interrumpisteis? —preguntó Miyako—. No se acercaba nadie. Y estaba a punto
de decir algo acerca de su discípula.
Hiroue se encogió de hombros y giró levemente una de las clavijas para afinar el shamisen. —
Ya sabemos lo de su discípula. Se pelearon, y Satto se fue. Según los informes recientes, ahora está
muy bien situada en la jerarquía de la Tierra Perfecta en el norte. La gratitud de Kitsuki-san vale
más para mí que cualquier otro detalle adicional que hubiese podido aportar sobre una mujer a
la que no ha visto en años. Acabo de demostrar que soy un tipo curioso de Escorpión: un hom-
bre en el que puede confiar.

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Miyako ahogó una risa. Ella actuaba en las sombras mientras que Hiroue lo hacía a la luz,
pero eso no significaba que fuese más honorable que ella. —Entonces, ¿qué sentido tenía esto, si
no era para saber más sobre Satto?
—Se sospechaba que la desavenencia de Kitsuki-san con su alumna podía haber sido un
engaño, y que podría haber estado usando su dōjō para reclutar nuevos partidarios de la Tierra
Perfecta y entrenarlos para una revuelta. Si ese hubiera sido el caso, podría haber indicado que
los líderes del Clan del Dragón apoyaban en secreto a la secta —si se hubiese tratado de cual-
quier otro clan, Hiroue hubiera desechado la noción desde un principio. Los sermones de los
líderes de la secta cuestionaban los mismos cimientos del dominio de los samuráis, culpándolos
de los problemas cada vez mayores del Imperio. Pero la tolerancia Dragón hacia la excentricidad
con frecuencia los conducía en direcciones sorprendentes, y los campeones de su clan habían
dictado algunas órdenes inexplicables en el pasado. Hiroue no podía dejar pasar nada por alto,
no sin investigarlo primero.

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Esta vez, la investigación había conducido a un callejón sin salida. —Sonaba sincera —dijo
Miyako. Hiroue asintió—.Creo que lo era —o eso, o es una mentirosa lo bastante hábil como
para invitarla a dar clases a nuestros alumnos—. No excluye por completo el apoyo Dragón a la
secta, por supuesto, pero creo que se puede tachar a Kitsuki-san de la lista.
—¿Y ahora qué?
Hiroue puso una mano sobre las cuerdas del shamisen, silenciándolas. —Ahora... ahora
irás al norte.
Miyako era experta a la hora de quedarse quieta, pero esta vez se giró para mirarle. —¿Mi señor?
—Sabemos muy poco sobre esta secta, pero lo que sabemos me preocupa. Te voy a mandar a
las montañas. Disfrázate de campesina, Infíltrate en la secta y acércate lo más posible a sus líde-
res. Quiero saber cuáles son sus objetivos, y si tienen vínculos con el Clan del Dragón más allá de
que Satto se entrenara con Kitsuki-san —el Clan del Escorpión podría vender lo que descubriese,
u ofrecerse a eliminar la amenaza... o, si fuera necesario, provocar una chispa en el lugar preciso
para convertir esta montaña de madera en un gran fuego. Lo que mejor sirviera a sus propósitos.
Pero sólo si tenían más información.
Miyako hizo una reverencia, más profunda de lo que normalmente hacía. Su dicción empeoró
para adecuarse a la forma de hablar de un campesino. —Escucho y obedezco, su señoría.

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