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La carga de los mamelucos dibujado por Francisco de Goya en 1814, representa un episodio
del levantamiento del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Los pueblos europeos, convertidos en protagonistas
de su propia historia y a los que se les había proclamado sujetos de la soberanía, no acogieron
favorablemente la «imposición de la libertad» que suponía la extensión de los ideales revolucionarios
franceses mediante la ocupación militar del ejército napoleónico. Más adelante, en toda la extensión de la
Edad Contemporánea, la base popular de los movimientos sociales y políticos no implicaba su
orientación progresista, sino que penduló de un extremo a otro del espectro político.
Pittsburgh en 1857. La Edad Contemporánea generó un nuevo tipo de paisaje industrial y urbano de gran
impacto en la naturaleza y en las condiciones de vida. La revolución de los transportes y de las
comunicaciones permitió que la unidad de la economía-mundo lograda en la Edad Moderna se aproximara
más aún al acortar el tiempo de los desplazamientos y aumentar su regularidad.
Le Démolisseur pintado por Paul Signac en 1897. Además de ser una obra estéticamente vanguardista
(técnica del puntillismo), la elección consciente de un protagonista anónimo y su tratamiento visual heroico
conducen a su lectura alegórica: las masas derriban el orden antiguo antes de construir el nuevo.
We Can Do It! (en inglés: ¡Podemos hacerlo!), fue un cartel de propaganda de 1942 (durante la Segunda
Guerra Mundial) que estimula el esfuerzo bélico mediante el trabajo de la mujer, un paso decisivo en su
emancipación.
Mujeres de Afganistán de 2003, usando el burka, el velo tradicional que hubiera deseado suprimirse junto
con otras opresiones durante la república socialista (durante la cual se inició la guerra civil) pasó a ser
obligatorio como parte de la re-islamizacióndurante el régimen de los talibanesentre 1996 y 2001, y sigue
siendo en la actualidad una de las piedras de toque con mayor valor mediático para la intervención
internacional en la actual guerra.
Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa al periodo histórico comprendido entre
la Declaración de Independencia de los Estados Unidos o la Revolución francesa, y la actualidad.
Comprende, si partimos de la Revolución francesa, de un total de 229 años, entre 1789 y el presente. En
este período, la humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más
avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y
los países recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le
imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de
productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos
su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades
sociales y espaciales y dejan planteadas para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.1
Los acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía,
la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución Industrial, al tiempo que se destruía
la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló
el declive de sus antagonistas tradicionales (los privilegiados) y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo
(el movimiento obrero), en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más
espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución
liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores
guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte
contemporáneo y la literatura contemporánea (liberados por el romanticismo de las sujeciones académicas
y abiertos a un público y un mercadocada vez más amplios) se han visto sometidos al impacto de los
nuevos medios de comunicación de masas (tanto los escritos como los audiovisuales), lo que les provocó
una verdadera crisis de identidad que comenzó con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha
superado.2
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político), 3 puede
cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la modernidad o más
bien significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas
y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el capitalismo y la burguesía; y las
entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado.
En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado
liberal europeo clásico, surgido tras la crisis del Antiguo Régimen. El Antiguo Régimen había sido socavado
ideológicamente por el ataque intelectual de la Ilustración (L'Encyclopédie, 1751) a todo lo que no se
justifique a las luces de la razón por mucho que se sustente en la tradición, como los privilegios contrarios
a la igualdad (la de condiciones jurídicas, no la económico-social) o la economía moral4 contraria a
la libertad (la de mercado, la propugnada por Adam Smith -La riqueza de las naciones, 1776). Pero, a pesar
de lo espectacular de las revoluciones y de lo inspirador de sus ideales de libertad, igualdad y
fraternidad (con la muy significativa adición del término propiedad), un observador perspicaz
como Lampedusa pudo entenderlas como la necesidad de que algo cambie para que todo siga igual:
el Nuevo Régimen fue regido por una clase dirigente (no homogénea, sino de composición muy variada)
que, junto con la vieja aristocracia incluyó por primera vez a la pujante burguesía responsable de
la acumulación de capital. Esta, tras su acceso al poder, pasó de revolucionaria a conservadora,5 consciente
de la precariedad de su situación en la cúspide de una pirámide cuya base era la gran masa de proletarios,
compartimentada por las fronteras de unos estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados
nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
En el siglo XX este equilibrio inestable se fue descomponiendo, en ocasiones mediante violentos
cataclismos (comenzando por los terribles años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918), y en otros
planos mediante cambios paulatinos (por ejemplo, la promoción económica, social y política de la mujer).
Por una parte, en los países más desarrollados, el surgimiento de una poderosa clase media, en buena
parte gracias al desarrollo del estado del bienestar o estado social (se entienda este como concesión
pactista al desafío de las expresiones más radicales del movimiento obrero, o como convicción propia
del reformismo social) tendió a llenar el abismo predicho por Marx y que debería llevar al inevitable
enfrentamiento entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido,
aunque con éxito bastante limitado, por sus enemigos de clase, enfrentados entre sí: el anarquismo y
el socialismo (dividido a su vez entre el comunismo y la socialdemocracia). En el campo de la ciencia
económica, los presupuestos del liberalismo clásico fueron superados (economía
neoclásica, keynesianismo -incentivos al consumo e inversiones públicas para frente a la incapacidad del
mercado libre para responder a la crisis de 1929- o teoría de juegos -estrategias de cooperación frente al
individualismo de la mano invisible-). La democracia liberal fue sometida durante el período de
entreguerras al doble desafío de los totalitarismos estalinista y fascista (sobre todo por el expansionismo
de la Alemania nazi, que llevó a la Segunda Guerra Mundial).6
En cuanto a los estados nacionales, tras la primavera de los pueblos (denominación que se dio a la
revolución de 1848) y el periodo presidido por la unificación alemana e italiana (1848-1871), pasaron a ser
el actor predominante en las relaciones internacionales, en un proceso que se generalizó con la caída de
los grandes imperios multinacionales (español desde 1808 hasta 1976, portugués desde 1821 hasta
1975; ruso, alemán, austrohúngaro y turco en 1918, tras su hundimiento en la Primera Guerra Mundial) y la
de los imperios coloniales(británico, francés, neerlandés y belga tras la Segunda). Si bien numerosas
naciones accedieron a la independencia durante los siglos XIX y XX, no siempre resultaron viables, y
muchos se sumieron en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, a veces provocados por la arbitraria
fijación de las fronteras, que reprodujeron las de los anteriores imperios coloniales. En cualquier caso, los
estados nacionales, después de la Segunda Guerra Mundial, devinieron en actores cada vez menos
relevantes en el mapa político, sustituidos por la política de bloques encabezados por los Estados Unidos y
la Unión Soviética. La integración supranacional de Europa (Unión Europea) no se ha reproducido con éxito
en otras zonas del mundo, mientras que las organizaciones internacionales, especialmente la ONU,
dependen para su funcionamiento de la poco constante voluntad de sus componentes.
La desaparición del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del siglo XXI, en que las fuerzas
rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como
el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades, 7 personales o individuales,8 colectivas o
grupales,9 muchas veces competitivas entre sí (religiosas, sexuales, de
edad, nacionales, culturales, étnicas, estéticas,10 educativas, deportivas, o generadas por una actitud -
pacifismo, ecologismo, altermundialismo- o por cualquier tipo de condición, incluso las problemáticas -
minusvalías, disfunciones, pautas de consumo-). Particularmente, el consumo define de una forma tan
importante la imagen que de sí mismos se hacen individuos y grupos que el término sociedad de
consumo ha pasado a ser sinónimo de sociedad contemporánea. 11
Un pequeño y sucio, pero eficaz barco de vapor conduce al desguace al buque de guerra Téméraire. Sus
años de gloria han pasado. (Cuadro de J. M. W. Turner).
The Iron Bridge - el puente de Hierro - se convirtió en una de las estructuras más importantes de la
Revolución Industrial al mostrar el uso que se le podía dar al hierro.
El líder de los ludditas. Al fondo, una fábrica incendiada. Ilustración de 1812.
Los comedores de patatas (Vincent van Gogh, 1885). La papa se convirtió en un alimento casi único en
muchas zonas, con lo que su ausencia producía espantosas hambrunas, como el hambre de Irlanda de
1845-1849, que además originó una emigración masiva.
Revolución demográfica[editar]
Otras predicciones, las de Thomas Malthus (Ensayo sobre el principio de la población, 1798), advertían de
forma pesimista de la imposibilidad de mantener el inusitado crecimiento de población que estaba
experimentando Inglaterra, la primera en sufrir las transformaciones propias de la transición del antiguo al
nuevo régimen demográfico. A medida que se industrializaban, otras naciones se incorporaron al mismo
proceso, que implicaba la disminución de la mortalidad (se habían mitigado sustancialmente dos de las
principales causas de la mortalidad catastrófica -hambre y epidemias-) mientras se mantenían altas las
tasas de natalidad (ni se disponía de métodos anticonceptivos eficaces ni se habían generado las
transformaciones sociales que en el futuro harían deseable a las familias una disminución del número de
hijos).
Uno de los efectos de todos estos cambios, así como una válvula de escape de la presión social, fue el
incremento de la emigración, la llamada explosión blanca (por ser la fase de la revolución
demográfica protagonizada por Europa y otras zonas de población predominantemente europea).
Campesinos arruinados y obreros sin nada que perder, se veían incentivados a abandonar Europa y tentar
suerte en las colonias de poblamiento (Canadá o Australia para los ingleses, Argelia para los franceses) o
en las naciones independientes receptoras de inmigrantes (como Estados Unidos o Argentina); también
miembros de las clases altas se incorporaban como élite dirigente en colonias de explotación (como la India,
el sureste asiático o el África negra). Explícitamente los defensores del imperialismo británico, como Cecil
Rhodes, veían en la inmigración a las colonias la solución a los problemas sociales y una forma de evitar
la lucha de clases. De una forma similar lo interpretaron los teóricos marxistas, como Lenin y Hobson.20
Una de las mayores emigraciones nacionales se produjo después de la gran hambruna irlandesa de 1845-
1849, que despobló la isla, tanto por la mortalidad como por el masivo trasvase de población, que convirtió
ciudades enteras de la costa este de Estados Unidos en ghettos irlandeses (donde sufrían la discriminación
de los dominantes WASP). Otras oleadas posteriores fueron protagonizados por inmigrantes nórdicos,
alemanes, italianos y de Europa Oriental (sobre todo las salidas masivas, a finales del siglo XIX y comienzos
del siglo XX, de los judíos sometidos a los pogromos).
Revoluciones liberales[editar]
Artículos principales: Revolución liberal, Revoluciones burguesas y Revoluciones atlánticas.
Contexto social, político e ideológico[editar]
Véanse también: Antiguo Régimen, Ilustración y Despotismo ilustrado.
Antes incluso de que las transformaciones ligadas a la revolución industrial inglesa afectasen de forma
notable a otros países, el poder económico creciente de la burguesía chocaba en las sociedades de Antiguo
Régimen (casi todas las demás europeas, a excepción de los Países Bajos) con los privilegios de los
dos estamentos privilegiados que conservaban sus prerrogativas medievales (clero y nobleza).
La monarquía absoluta, como su precedente la monarquía autoritaria, ya había empezado a prescindir de
los aristócratas para el gobierno, llamando como ministros a miembros de la baja nobleza, letrados e incluso
gentes de la burguesía, como por ejemplo Jean-Baptiste Colbert, el ministro de finanzas de Luis XIV.
La crisis del Antiguo Régimen que se gesta durante el siglo XVIII fue haciendo a los burgueses cobrar
conciencia de su propio poder, y encontraron expresión ideológica en los ideales de la Ilustración,
divulgados notablemente con L'Encyclopédie (1751-1772). Con mayor o menor profundidad, varios
monarcas absolutos adoptaron algunas ideas del reformismo ilustrado (José II de Austria, Federico II de
Prusia, Carlos III de España), los llamados déspotas ilustrados a quienes se atribuyen distintas variantes
de la expresión todo por el pueblo, pero sin el pueblo.21 Lo insuficiente de estas tibias reformas quedaba
evidenciado cada vez que se mitigaban, postergaban o rechazaban las más radicales, que afectaban a
aspectos estructurales del sistema económico y social (desamortización, desvinculación, libertad de
mercado, supresión de fueros, privilegios, gremios, monopolios y aduanas interiores, igualdad legal);
mientras que las intocables cuestiones políticas, que implicarían el cuestionamiento de la misma esencia
del absolutismo, raramente se planteaban más allá de ejercicios teóricos. La resistencia de las estructuras
del Antiguo Régimen solamente podía vencerse con movimientos revolucionarios de base popular, que en
los territorios coloniales se expresaron en guerras de independencia.
En la ideología de estas revoluciones jugaron un papel importante dos nociones filosóficas y jurídicas
íntimamente vinculadas: la teoría de los derechos humanos y el constitucionalismo. La idea de que existen
ciertos derechos inherentes a los seres humanos es antigua (Ciceróno la escolástica), pero se asociaba al
orden supramundano. Los ilustrados (John Locke o Jean-Jacques Rousseau) defendieron la idea de que
dichos derechos humanos son inherentes a todos los seres humanos por igual, por el mero hecho de
ser seres racionales, y por ende ni son concesiones del Estado, ni se derivan de ninguna condición religiosa
(como la de ser "hijos de Dios"). La secularización de la política no implicaba necesariamente
el agnosticismo o el ateísmo de los ilustrados, muchos de los cuales eran sinceros cristianos, mientras otros
se identificaban con las posturas panteístas próximas a la masonería. El principio de tolerancia religiosa fue
defendido con vehemencia y compromiso personal por Voltaire, cuyo alejamiento de la Iglesia católica le
hizo ser el personaje más polémico de la época.
Estos derechos son "derechos naturales", se conciben como anteriores a la ley del Estado por oposición a
los "derechos positivos" consagrados por los distintos ordenamientos jurídicos. Los "derechos del hombre"
son recogidos en una Constitución ("derechos constitucionales") pero no creados por ella. Las
constituciones o las declaraciones de derechosexplícitamente declaran que tales derechos pertenecen al
hombre con carácter universal, y no en virtud de ningún hecho propio o ajeno, o por una condición particular
(nacionalidad, lugar o familia de nacimiento, religión, etc.). 22
Atribuyendo al Estado la inevitable tendencia a arrollar estos derechos (por la corrupción inherente al
ejercicio del poder), los ilustrados concibieron garantizar la libertad individuallimitándolo mediante una
"Constitución Política", prefiriendo el imperio de la ley al gobierno del rey. Aunque podían diferir sobre sus
preferencias en cuanto a la definición del sistema político, desde la mayor autoridad del rey hasta el principio
de separación de poderes (Montesquieu, El espíritu de las leyes, 1748) y, en su extremo, el principio
de voluntad general, soberanía nacional y soberanía popular (Jean Jacques Rousseau, El contrato social,
1762), entendían que debía regirse por una Ley Suprema que atendiera a las exigencias de la razón y que
proporcionara más felicidad pública (o más bien permitiera la búsqueda de la felicidad individual de cada
individuo). Tal constitución, en su interpretación más radical, debía ser generada por el pueblo y no por
la monarquía o el gobernante, ya que se trata de una expresión de la soberanía que reside en la nación y
en los ciudadanos (no en el monarca, como predicaban los defensores del absolutismo desde el siglo
XVII: Hobbes o Bossuet). Para garantizar el equilibrio de los poderes, el poder judicial habría de ser
independiente, y el legislativo ejercido por un parlamento que represente a la nación y sea elegido por el
pueblo, o al menos en su nombre, por un cuerpo electoral cuya representatividad podía entenderse más o
menos amplia o restringida. Estas formulaciones, basadas en la práctica del parlamentarismo británico
posterior a la Gloriosa Revolución de 1688, se convirtieron en el cuerpo doctrinal del liberalismo político.
Fue trascendental la influencia que sobre los teóricos políticos de la Ilustración tuvo ese ejemplo, reconocido
en los escritos de Voltaire o Montesquieu. También la Constitución de los Estados Unidos de
América (1787), está fuertemente imbuida en la tradición jurídica consuetudinaria británica. La opción por
una constitución escrita en vez de consuetudinaria se explica tanto por la influencia de la ideología de la
Ilustración en los constituyentes americanos como por el hecho de que el proceso jurídico británico se había
producido en el lapso de unos 600 años, mientras que su equivalente estadounidense se produjo en apenas
una década. El texto escrito se hizo indispensable para crear todo un nuevo sistema político desde la nada,
al contrario del caso británico, que había evolucionado con sucesivas adiciones y decantado con en el paso
de los siglos. Se plasmaba en el prestigio de varios textos legales (algunos medievales, como la Carta
Magna de 1215, otros modernos como el Bill of Rights de 1689), la jurisprudencia de tribunales con jueces
independientes y jurados y los usos políticos, que implicaban un equilibrio de poderes entre Corona y
Parlamento (elegido por circunscripciones desiguales y sufragio restringido), frente al que el Gobierno de
su Majestad respondía. Las primeras constituciones escritas en Europa fueron la polaca (3 de mayo de
1791)23 y la francesa (3 de septiembre de 1791). No obstante, el primer documento legal moderno de su
tipo (más bien un ejercicio teórico y utopista que no se aplicó) fue el Proyecto de Constitución para
Córcega que Jean Jacques Rousseauredactó para la efímera República Corsa (1755-1769).24 Las primeras
españolas aparecieron como consecuencia de la Guerra Peninsular: la redactada en Bayona por
los afrancesados (8 de julio de 1808) y la elaborada por sus rivales del bando patriota en las Cortes de
Cádiz (12 de marzo de 1812 llamada popularmente Pepa), tomada como modelo por otras en Europa. En
Hispanoamérica las primeras constituciones fueron creadas entre 1811 y 1812, como consecuencia
del movimiento juntista, que fue la primera fase del movimiento independentista
hispanoamericano provocando las guerras coloniales. El Congreso de Angostura, con la inspiración
de Simón Bolívar, redactó la Constitución de Cúcuta (o de la Gran Colombia que incluía las actuales
Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) en 1819 y que el Congreso de Cúcuta terminaría proclamando
de forma oficial en 1821. Todos estos movimientos formarían parte de lo que se conocería
como revoluciones atlánticas o ciclo atlántico.
Independencia de los Estados Unidos[editar]
The tree of liberty must be refreshed from time to time with the blood of patriots and tyrants
El árbol de la libertad debe ser regado de vez en cuando con sangre de patriotas y tiranos.
Thomas Jefferson, 1787.25
Artículos principales: Revolución de las Trece Colonias y Guerra de Independencia de los Estados Unidos.
La primera página de la Constitución de los Estados Unidos de América (17 de septiembre de 1787)
comienza con el célebre We the People ("Nosotros, el Pueblo"), que define el sujeto de la soberanía. El
precedente inmediato había sido, además de la Declaración de Independencia, la Declaración de Derechos
de Virginia (12 de junio de 1776). En los diez años siguientes, las primeras enmiendas conformaron lo que
se denominó Carta de Derechos(1789). Desde entonces ha sido profusamente enmendada.
Los ingleses se habían instalado en las Trece Colonias de la costa noroccidental americana desde el siglo
XVII. Durante la gran guerra colonial entre Reino Unido y Francia (1756-1763), y que fue correlato
americano de la Guerra de los Siete Años europea, los colonos estadounidenses cobraron conciencia de
hasta qué punto sus intereses eran divergentes de los de la metrópolis (imposibilidad de recibir un trato
equilibrado, o de ascender en el ejército), así como de los límites de la capacidad de esta y de su propio
poder. En los años siguientes, ante apremiantes necesidades fiscales, se intentó incrementar la extracción
de recursos de las colonias imponiendo tasas sin ningún tipo de control local ni representación en su
discusión. Tras el enfriamiento progresivo de relaciones, los colonos y los casacas rojas (las tropas
británicas, llamadas así por el color de su uniforme) tuvieron las primeras refriegas en incidentes menores
cuya importancia se magnificaba convirtiéndolos en simbólicos (masacre de Boston, 1770; motín del té,
1773; batallas de Lexington y Concord, 1775). En 1776, en un Congreso Continental reunido en la ciudad
de Filadelfia, representantes enviados por los parlamentos locales de las Trece Colonias proclamaron la
independencia. La guerra, liderada por George Washington en el lado colonial, que recibió el apoyo
internacional de España y Francia, terminó con la completa derrota de los británicos en la batalla de
Yorktown (1781). En el Tratado de París de 1783 se reconoció por el Imperio británico la independencia de
los Estados Unidos.
Durante los primeros años hubo dudas entre los padres fundadores sobre si las Trece Colonias seguirían
cada una su camino como otras tantas naciones independientes, o si formarían una única nación. En un
nuevo congreso celebrado otra vez en Filadelfia (1787), acordaron finalmente una solución intermedia,
conformando un estado federal con una compleja repartición de funciones entre la Federación y los estados
miembros, bajo el mandato de una única carta fundamental: la Constitución de 1787. La Federación,
denominada Estados Unidos de América, se inspiró para su creación y para la redacción de su carta magna
(sobre todo de las numerosas enmiendas que hubo que añadir progresivamente a los siete artículos
iniciales) en los principios fundamentales promovidos por la Ilustración, además de en la práctica política
del autogobierno local experimentado durante más de un siglo, e incluso en el ejemplo de un peculiar
sistema político indígena americano (la Confederación Iroquesa).26 El sistema político se basó en un
fuerte individualismo y en el respeto a los derechos humanos (aunque en su cultura política se expresaron
como derechos civiles), entre los que destacaban las mayores garantías nunca existentes en ningún
ordenamiento jurídico anterior a la neutralidad del estado en cuestiones propias de la vida privada y al
respeto a las libertades públicas (conciencia, expresión, prensa, reunión y participación política, posesión
de armas) y concretamente a la propiedad privada como vehículo para la búsqueda de la felicidad (Life,
liberty and the pursuit of happiness).27 La construcción de la democracia, en muchas de sus implicaciones,
como el sufragio universal, no fue de rápida consecución, especialmente en cuanto a los problemas de la
esclavitud, que diferenciaba a los estados del norte y el sur; y la relación con las naciones indígenas, por
cuyos territorios se expandieron. Las nociones de república e independencia pasaron a ser dos referentes
simbólicos de la nueva nación, y durante mucho tiempo, características casi exclusivas frente al resto del
mundo.
Jean-Jacques Rousseau (Quentin de la Tour, 1753) es el padre intelectual de las revoluciones de finales
del siglo XVIII. Ve en la sociedad corrupta del Antiguo Régimen menos valores que en el buen
salvaje (avanzado en su Discours sur les Sciences et les Arts -"Discurso sobre las Ciencias y las Artes"- y
popularizado con la novela Emilio). Su doctrina de Contrato social, basado en ese concepto de bondad
natural del hombre, llevará a la búsqueda de la soberanía nacional, y más adelante, de la democracia, pero
también está en el origen intelectual del estado uniformador y totalitario de las dictaduras del siglo XX.
El general y primer presidente George Washington despide al noble francés y también general Marqués
de La Fayette (1784). Al frente de tropas de la monarquía francesa había apoyado la independencia de las
Trece Colonias frente a Inglaterra, al igual que hizo el gobernador de Luisiana Bernardo de Gálvez y
Madrid con tropas de la monarquía española, en un ajuste de cuentas de la anterior Guerra de los Siete
Años. La Fayette, influido por su experiencia americana, fue partidario de las reformas moderadas y de
una monarquía constitucional durante la posteriores acontecimientos revolucionarios en Francia.
El británico Thomas Paine tuvo una trayectoria vital ligada a las revoluciones americana y francesa.
Expulsado de Inglaterra, también tuvo problemas con el régimen terrorista de Robespierre, y acabó su vida
en suelo norteamericano. Fue autor de tres importantes libros: el liberal Common Sense (El sentido común)
donde defiende la independencia de Estados Unidos, el polemista The Rights of Man (Los derechos del
hombre) respondiendo al ataque a los excesos revolucionarios de Francia de Edmund Burke (quien, por el
contrario, había defendido la americana, aunque con argumentos más conservadores que los radicales de
Paine); y el anticlerical y volteriano The Age of Reason (La edad de la razón).
Revolución francesa e Imperio napoleónico[editar]
Artículo principal: Revolución francesa
Muerte de Marat, por Jacques-Louis David. La mayor parte de los personajes de la Revolución francesa
tuvieron trágicos finales.
Qu'est-ce que le tiers état? Tout. Qu'a-t-il été jusqu'à présent dans l’ordre politique? Rien. Que demande-t-
il? À y devenir quelque chose.
¿Qué es el tercer estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta el presente en el orden político? Nada. ¿Qué
demanda? Llegar a ser algo.
Emmanuel Joseph Sieyès, ¿Qué es el tercer estado?, 1789.
Francia había apoyado activamente a las Trece Colonias contra el Reino Unido, con tropas comandadas
por el Marqués de La Fayette; pero aunque la intervención fue exitosa militarmente, le costó cara a la
monarquía francesa, y no solo en términos monetarios. Sumada a la deuda cuyos intereses ya se llevaban
la mayor parte del presupuesto, y en medio de una crisis económica, llevó a la monarquía al borde de la
quiebra financiera. Las deposiciones sucesivas de Calonne, Turgot y Necker, los ministros que proponían
reformas más profundas, hicieron al gobierno de Luis XVI aún más impopular. El rey, sin apoyo entre la
aristocracia que controlaba las instituciones (negativa de la Asamblea de notables de 1787), aceptó como
mejor salida convocar a los Estados Generales, parlamento de origen medieval en el que estaban
representados los tres estamentos, y que no se reunía desde hacía más de cien años. Durante la elección
de los diputados, se habían de redactar cuadernos de quejas, peticiones que representaban el pulso de la
opinión de cada parte del país. Siguiendo el argumentario ilustrado, las del Tercer Estado (el pueblo llano o
los no privilegiados, cuyo portavoz era la burguesía urbana) pedían que los estamentos
privilegiados (clero y nobleza) pagaran impuestos como el resto de los súbditos de la corona francesa, entre
otras profundas transformaciones sociales, económicas y políticas. Una vez reunidos, no hubo acuerdo
sobre el sistema de votación (el tradicional, por brazos, daba un voto a cada uno, mientras que el individual
favorecía al Tercer Estado, que había obtenido previamente la convocatoria de un número mayor de estos).
Finalmente, los diputados del Tercer Estado, a los que se sumaron un buen número de nobles y
eclesiásticos próximos ideológicamente a ellos, se reunió por separado para formar una
autodenominada Asamblea Nacional.
El 14 de julio de 1789 el pueblo de París, en un movimiento espontáneo, tomó la fortaleza de La Bastilla,
símbolo de la autoridad real. El rey, sorprendido por los acontecimientos, hizo concesiones a los
revolucionarios, que tras la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano y la eliminación de las
cargas feudales, en lo relativo a la forma de gobierno solo aspiraban a establecer una monarquía limitada
como la británica, pero con una Constitución escrita. La Constitución de 1791 confería el poder a
una Asamblea Legislativa que quedó en manos de los más radicales (los miembros de la Constituyente
aceptaron no poder ser reelegidos) y profundizó las transformaciones revolucionarias. Tras el intento de
fuga del rey, este quedó prisionero, y en 1792 la Francia revolucionaria hubo de rechazar la invasión de
una coalición de potencias europeas, decididas a aplastar el movimiento revolucionario antes de que el
ejemplo se contagiase a sus territorios. La eficacia del ejército revolucionario, motivado por el patriotismo
(La Marsellesa, La patrie en danger -La patria en peligro-, Levée en masse -Leva en masa-29) y la defensa
de lo conquistado por el pueblo, frente a los desmotivados ejércitos mercenarios, cuyos oficiales no lo eran
por mérito, sino por nobleza, demostró ser suficiente para la victoria. En el interior, la revuelta del 10 de
agosto de 1792, protagonizada por los sans culottes (la plebe urbana de París) forzó a la Asamblea a
sustituir al rey por un Consejo provisional y convocar elecciones por sufragio universal a una Convención
Nacional, que dominaron los jacobinos. Su política de supresión de toda oposición, el llamado Terror (1793-
1795), eliminó físicamente a la oposición contrarrevolucionaria (muy fuerte en algunas zonas, como
la Vendée) así como a los elementos revolucionarios más moderados (girondinos), mientras los que
pudieron huir (nobles y clérigos refractarios, que no habían aceptado jurar la constitución civil del clero)
salían al exilio. Se estableció un régimen político republicano, que transformó incluso el calendario,
establecía un sistema de precios y salarios máximos (ley del máximum general) y controlaba todos los
aspectos de la vida pública mediante el Comité de Salud Pública dirigido por Robespierre. El número de
ejecuciones, por el igualitario método de la guillotina fue muy alto, e incluyó al rey y a la reina, así como a
varios de los propios jacobinos, como Danton, y a un gran científico, Lavoisier (en ocasión de su condena,
se dijo: la revolución no necesita sabios). Un golpe de estado (conocido como reacción thermidoriana, por
el nombre en el nuevo calendario del mes en que se produjo) acabó físicamente con Robespierre y su
régimen e instauró un sistema mucho más moderado, del gusto de la burguesía: el Directorio (1795-1799).
Modelo de proceso revolucionario[editar]
La Revolución francesa asentó así un modelo de proceso revolucionario dividido en fases: iniciada con
una revuelta de los privilegiados, pasa por una fase moderada y una fase radical o exaltada para acabar
con una reacción que propicia la plasmación de un poder personal. Las expresiones, comunes en la
historiografía, destacan por su similitud con las fases en que se dividió la Revolución rusa. Georges
Lefebvre señala tres fases en la primera parte de la revolución: aristocrática, burguesa y popular. Para Karl
Marx (en su estudio comparativo que tituló El 18 Brumario de Luis Bonaparte), el proceso de la revolución
de 1789 fue ascendente, mientras que el de la de 1848 fue descendente.30
Para Hannah Arendt, mientras que la Independencia de los Estados Unidos sería un modelo de revolución
política, y de ahí su continuidad, la Revolución francesa sería un modelo de revolución social, y de ahí su
fracaso, como el de las revoluciones que siguen su modelo (especialmente la rusa); pues (como planteaba
ya Alexis de Tocqueville) los logros políticos de la libertad y la democracia solamente se consolidan cuando
son el resultado de procesos sociales y económicos anteriores, y no cuando se plantean como requisitos
previos para conseguir estos.31
La analogía entre los periodos de la historia de Roma (Monarquía-República-Imperio) y los mucho más
efímeros de la Revolución de 1789 (repetidos en la evolución posterior de la historia de Estados Unidos)32
no dejó de ser tenida en cuenta por los propios contemporáneos, que no solo se inspiraban en la antigüedad
grecorromana para el arte neoclásico, sino también para su sistema político y sus símbolos (gorro
frigio, fasces, águila romana, etc.).
Napoleón Bonaparte[editar]
Artículo principal: Napoleón Bonaparte
En ese contexto se inició la carrera de Napoleón Bonaparte, un militar proveniente de una oscura familia de
provincias que nunca hubiera conseguido ascender en el ejército de la monarquía, y que se convirtió en un
héroe popular por sus campañas en Italia33 y en Egipto y Siria. En 1799 se sumó al Golpe de Estado del 18
de brumario (nombrado por la fecha en que se llevó a cabo el golpe según el calendario republicano francés)
que derribó al Directorio e instauró el Consulado, del que fue nombrado primer cónsul para, en 1804,
proclamarse Emperador de los franceses (no de Francia, en una sutil diferenciación con el régimen
monárquico que pretendía mantener los ideales republicanos y de la revolución). En sus años en el poder
(hasta 1814, y luego el breve periodo de los cien días de 1815), Napoleón consiguió dejar un extenso
legado. Consciente de que no podía retomar el Derecho del Antiguo Régimen, pero sumergido en el
marasmo de la atropellada y caótica legislación revolucionaria, dio la orden de compendiar todo ese legado
jurídico en cuerpos legales manejables. Nació así el Código Civil de Francia o Código Napoleónico,
inspiración para todos los demás estados liberales, y que contribuyó a propagar la Revolución en cuanto
superestructura jurídica que expresaba la sociedad burguesa-capitalista. Le siguieron después un Código
de Comercio, un Código Penal y un Código de Instrucción Criminal, este último antecedente del derecho
procesal moderno. Emprendió una serie de reformas administrativas y tributarias, que eliminaron privilegios
y fueros territoriales a favor de una nación unitaria y centralizada, que concebía como un Estado de
Derecho (en sus propias palabras: el hombre más poderoso de Francia es el juez de instrucción). Para
sustituir a la antigua nobleza creó la Legión de Honor, la más alta distinción del Estado, que reconocía no
el privilegio de cuna o la riqueza, sino el mérito personal. Su círculo de confianza, compuesto por parientes
como sus hermanos José o Jerónimo, y generales como Joaquín Murat o Carlos XIV Juan de Berbadotte,
terminaron ocupando tronos europeos. Frente a la descristianización emprendida en El Terror, aprovechó
la sumisión del papado para la firma de un Concordato que ponía el clero bajo control estatal, pero
garantizaba la continuidad del catolicismo como religión de Francia, pretendiendo simbolizar con ello
la reconciliación de los franceses.34 El régimen político, jurídico e institucional napoleónico, reconducción
en un sentido autoritario de los ideales revolucionarios de 1789, se transformó en modelo para muchos
otros por todo el mundo.
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 26 de agosto de 1789. Con una voluntad
universalista e ilustrada, supuso una invitación a la extensión de las ideas revolucionarias a las demás
naciones.
Ejecución de Luis XVI, 21 de enero de 1793. La ejecución por su pueblo de un rey que según todo el ideario
político de su tiempo, tenía poderes absolutos, causó un impacto enorme, ya con todas las monarquías
europeas solidarizaron en guerra contra la Revolución.
Napoleón cruzando los Alpes(Jacques-Louis David, 1801). Hijo de la Revolución, de ideario igualitarista
(se dice que ponía en la mochila de cada soldado el bastón de mariscal), plasmó los ideales revolucionarios
en una nueva institucionalidad política, administrativa y jurídica.
El tres de mayo de 1808 en Madrid, por Goya. La lucha entre las fuerzas napoleónicas y los defensores
del Antiguo Régimen obligó a los pueblos europeos a tomar partido no solo militar, sino también ideológico,
e ingresar así a la Edad Contemporánea.
Movimiento independentista en América Latina[editar]
Rebelión de esclavos en Haití[editar]
Artículo principal: Revolución haitiana
Toussaint-Louverture, líder de la revolución haitiana, la única basada en la rebelión de los esclavos negros.
Con una represión cada vez mayor hacia los mulatos y negros en la colonia francesa de Saint-Domingue,
empezó a darse las primeras insurrecciones entre 1748 y 1790. El 14 de agosto de 1791, se celebró la
ceremonia de Bois Caïman, organizada por el sacerdote vudú Dutty Boukman, que termina con la orden de
levantarse de forma organizada. Esto provocó que pocos días después comenzaran una sangrienta
masacre en el norte de la isla. A la muerte de Boukman en noviembre del mismo año, se da la abolición de
la esclavitud en 1792 por Léger-Félicité Sonthonax, en parte debido a la búsqueda de aliados para combatir
contra las tropas españolas y británicas.
Con la llegada del general Toussaint Louverture al mando de un puñado de soldados, logró retener a las
tropas británicas e invadir la parte española de la isla, consiguiendo el poder de la colonia. Esto llevó a que
Napoleón enviara a 20.000 efectivos encabezados por Charles Leclerca restablecer su dominio en la isla
(1801). Toussaint respondió a la reconquista francesa con la quema de tierra y empezando una guerra de
guerrillas. En 1802, el revolucionario le ofrece su capitulación con la condición de quedar libre y de que sus
tropas se integraran en el Ejército francés. Leclerc logra capturar a Toussaint y lo envía a Francia para ser
aprisionado. Pese a que este fue capturado, Jean-Jacques Dessalinesdirigió la rebelión, iniciando una
ofensiva que termina con la decisiva batalla de Vertières (1803), cuya victoria termina con la proclamación
de la independencia del país (1804), proclamándose como el Imperio de Haití y declarando a Dessalines
como Jacques I de Haití.
Brasil: de colonia a Imperio independiente[editar]
Artículo principal: Independencia de Brasil
Después del exilio de la Corte portuguesa por la invasión de las tropas francesas dirigidas por Napoleón
I (1807), estableciéndose en Río de Janeiro, Juan VI, en reemplazo de su madre incapacita María I, decidió
elevar a Brasil de colonia a reino (1808), formándose el Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve (1815).
En 1820, cuando estalla la Revolución liberal en Portugal, las Cortes portuguesas obligan a la familia real
portuguesa a regresar a Lisboa. Sin embargo, antes de salir, el rey Juan VI nombra a su hijo mayor, Pedro
de Alcántara Bragança, conocido como Pedro IV, como príncipe regente de Brasil (1821). Las Cortes
portuguesas intentaron transformar a Brasil en una colonia una vez más, privándolo de los derechos que
poseía desde 1808, lo que hizo que los brasileños se rehusaran a eso. El principal líder de la oficial
portuguesa, el general Jorge Avilés, obligó al príncipe a renunciar, por lo que se negó a hacerlo por su
posición a favor de la causa brasileña. Después de la decisión de Pedro a desafiar a las Cortes, cerca de
dos mil hombres dirigidos por el mismísimo Jorge Avilés se amotinaron antes de centrarse en el Monte
Castelo, que pronto fue rodeado por 10.000 brasileños armados, dirigidos por la Guardia Real de la Policía.
Los liberales radicales se mantuvieron activos: por iniciativa de Joaquim Gonçalves Ledo, fue dirigida una
representación a Pedro para exponerle la conveniencia de convocar a una Asamblea Constituyente. El
príncipe decretó su convocatoria el 13 de junio de 1822. La presión popular llevaría la convocatoria
adelante. José Bonifácio resistió a la idea de convocar a la Constituyente, pero fue obligado a aceptarla.
Intentó desacreditarla, proponiendo elecciones directas, lo que acabó prevaleciendo contra de la voluntad
de los liberales radicales, que defendían la elección indirecta. Después de esto, José Bonifácio fue
nombrado Ministro de Asuntos Exteriores del Reino. Bonifácio estableció una relación amistosa con Pedro,
que comenzó a considerar al experimentado estadista como su mayor aliado.
Pedro partió a São Paulo para asegurarse la lealtad de la provincia a la causa brasileña. Llegó a su capital el
25 de agosto y permaneció allí hasta el 5 de septiembre. Cuando regresó a Río de Janeiro el 7 de
septiembre, recibió dos cartas, una de José Bonifácio, que aconsejaba a Don Pedro a romper con
la metrópoli, y otra de su esposa, María Leopoldina, que apoyaba la proclamación de independencia. El
príncipe se enteró de que las Cortes habían anulado todos los actos del gabinete y retirado el poder restante
que todavía tenía. Pedro se volvió hacia sus compañeros y con la frase de «¡Independencia o muerte!»
(evento conocido como Grito de Ipiranga), rompió los lazos políticos con Portugal.
Esa misma noche, Pedro y sus compañeros propagaron la noticia de la independencia brasileña de
Portugal. El príncipe fue recibido con gran celebración popular. La separación oficial recién ocurriría el 22
de septiembre de 1822 en una carta escrita por Pedro a Juan VI. En ella, Pedro todavía se llamaba a sí
mismo Príncipe regente y su padre lo consideraba como Rey del Brasil independiente. El 12 de octubre de
1822 en el Campo de Santana, el príncipe Pedro fue aclamado como Pedro I, emperador constitucional y
Defensor Perpetuo de Brasil. Asimismo, fue el inicio del reinado de Pedro y del Imperio de Brasil.
Consolidado el proceso en la región sudeste de Brasil, la independencia de las otras regiones de la América
portuguesa fue conquistada con relativa rapidez. Contribuyó a este apoyo diplomático y financiero de Gran
Bretaña. Sin un ejército y sin una Armada, se hizo necesario reclutar mercenarios y oficiales extranjeros.
Así se ahogó la fortaleza portuguesa en la provincia de Bahía, en Maranhão, en Piauí y en Pará. El proceso
militar se completó en 1823, dejando adelante la negociación diplomática del reconocimiento de la
independencia de las monarquías europeas. Brasil negoció con Gran Bretaña y accedió a pagar una
indemnización de 2 millones de libras esterlinas a Portugal en un acuerdo conocido como el Tratado de Río
de Janeiro. Y así la independencia brasileña se mantuvo definitivamente.
José Bonifácio, una de las figuras más importantes durante el proceso de independencia brasileña.
Independencia Hispanoamericana[editar]
Artículo principal: Guerras de Independencia Hispanoamericanas
La parte de América sometida desde el siglo XVI al dominio colonial español y que entre el siglo XVII y
comienzos del XVIII había pasado por una situación crítica de descontrol externo (piratería, contrabando
generalizado e intervención de otras potencias europeas, destacadamente Inglaterra) mientras se asentaba
un cierto autogobierno local en cuestiones internas; para mediados del siglo XVIII ya se había estabilizado.
La estructura social era la de una pirámide de castas en la que, por encima de la gran mayoría de indígenas,
mestizos, mulatos y negros (cuya opinión no contaba, y tampoco contó en el proceso de independencia),
se alzaba una próspera clase de hacendados y mercaderes españoles nacidos en Hispanoamérica
(los criollos), que cada vez soportaba peor las numerosas trabas administrativas, legales, burocráticas o
mercantiles impuestas por la metrópolis (como la alcabala), y la práctica que reservaba comúnmente los
altos cargos a peninsulares nombrados en la lejana Corte. Los criollos buscaban no tanto emanciparse
como cambiar en su beneficio las relaciones de poder; solo una minoría ideologizada de exaltado, buena
parte agrupados en logias masónicas como la Logia Lautarina, tenían la independencia como uno de sus
propósitos. Las reformas ilustradas que desde Carlos III fueron relajando el monopolio comercial de
Cádiz en beneficio de otros puertos peninsulares o de países neutrales (Decretos de libertad de comercio
con las colonias americanas, 1765, 1778 y 1797), no fueron consideradas suficientemente atractivas. Otras
propuestas más radicales, que pretendían una reestructuración del sistema virreinal dotando a los
virreinatos americanos de cierto grado de autonomía, no fueron tenidos en cuenta por las estructuras de
poder de la monarquía. Las numerosas expediciones científicas que durante el siglo XVIII recorrieron el
continente con el objetivo de aumentar control sobre el territorio a partir del conocimiento no tuvieron el
resultado deseado.
La independencia no se inició a partir de rebeliones indigenistas, como la promovida por Túpac Amaru II en
Perú (1780-1782); sino que el desencadenante del proceso fue el cautiverio de Fernando VII al inicio de
la Guerra de Independencia Española (1808). Napoleón Bonaparte envió emisarios a Hispanoamérica para
exigir el reconocimiento de su hermano José I Bonaparte como rey de España después de las Abdicaciones
de Bayona. Las autoridades locales se negaron a someterse, por razones tanto externas como internas.
Externamente era evidente la debilidad de la posición francesa en ese continente (fracasos de Napoleón
en retener la Luisiana, vendida a Estados Unidos en 1803, y Haití, independizado en 1804) frente a la más
efectiva presencia británica (invasiones inglesas en el Río de la Plata, 1806-1807) que gracias a su
predominio naval y económico, y a la habilidad con que dosificó su apoyo político a las nuevas repúblicas,
terminó convirtiéndose en la potencia neocolonial de toda la zona, y de hecho el principal beneficiario de la
disgregación del Imperio español. Internamente existía la presión de una movilización popular muy similar
a la que simultáneamente estaba produciéndose en la Península, a la que se añadía en este caso el
sentimiento independentista (primero minoritario pero cada vez más extendido entre los criollos).
El movimiento juntista, en nombre del rey cautivo o invocando el poder nacional soberano (en consonancia
con la ideología liberal) organizó Juntas de Gobierno convocadas en cada capital
de gobernación o virreinato, aprovechando la ocasión para introducir reformas económicas, incluyendo
la libertad de comercio o la libertad de vientres. Las Juntas americanas no tuvieron una integración, como
sí las peninsulares, en las nuevas instituciones que se formaron en Cádiz (Regencia y Cortes de Cádiz), y
las autoridades enviadas por estas para restablecer la normalidad institucional en América no fueron
recibidas con normalidad. Los elementos más fidelistas o realistas se enfrentaron a los juntistas, mediante
maniobras políticas (arresto del virrey Iturrigaray en México) o incluso abiertamente y por mano militar
(enfrentamiento entre Francisco de Miranda y Domingo de Monteverde en Venezuela o José Gervasio
Artigas y Francisco Javier de Elío en la Banda Oriental), sobre todo tras la victoria del bando patriota en
la Guerra de Independencia Española, que trajo como consecuencia la reposición en el trono de Fernando
VII (1814). En consonancia con la política de restauración absolutista emprendida en la Península, se inició
una movilización militar para abatir el movimiento insurgente de las colonias, cada vez más emancipadas
de hecho. Los patriotas hispanoamericanos quedaron definitivamente abocados a luchar inequívocamente
por la independencia, al ser evidente que tanto la libertad política como la económica estaba vinculada a
ella y no podría conseguirse como concesión del gobierno absolutista de Fernando VII. Se formaron
ejércitos, y en campañas militares de varios años, los caudillos libertadores consiguieron acabar con la
presencia española en el continente, muy debilitada y no eficazmente renovada (el cuerpo expedicionario
reunido en Cádiz en 1820 no embarcó a su destino, sino que se utilizó por el militar liberal Rafael de
Riego para forzar al rey a someterse a la Constitución durante el llamado trienio liberal). La independencia
hispanoamericana fue así, a la vez, tanto una de las principales consecuencias como una de las principales
causas de la crisis final del Antiguo Régimen en España.35
La Revolución de Mayo (1810) derrocó al último virrey en las actuales Argentina y Uruguay (que se unió a
la revolución con el Grito de Asencio, 1811), y en plena guerra, se declara independiente (1816). Más tarde
y a pesar de no tener el apoyo del gobierno de Buenos Aires, José de San Martín invadió Chile a través
del Cuyo (1817), y desde allí, con el apoyo del gobierno de Bernardo O'Higgins, se embarcó rumbo
a Perú (1820), para conectar con las fuerzas dirigidas por Simón Bolívar. Bolívar había desarrollado
previamente exitosas campañas (batallas de Carabobo, 1814 y Boyacá, 1819) por la zona que pasó a
denominarse Gran Colombia (conformadas por las actuales Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá);
aunque no logró el triunfo decisivo hasta que uno de sus lugartenientes, el Mariscal José de Sucre derrotó
al último bastión realista enclavado en la zona de Perú y Bolivia(denominada así en su honor) en las batallas
de Pichincha (1822) y Ayacucho (1824). Paralelamente, en México se desarrolló un movimiento
revolucionario propio, que con el debatido Grito de Dolores, llevó a la proclamación de la independencia
por Agustín de Iturbide, nombrado Emperador (1821), título derivado de la posibilidad, ofrecida a Fernando
VII y rechazada por este, de restablecer la monarquía española en América del Norte de una manera
pactada, con un título imperial y sin competencias efectivas. También San Martín había propuesto una
solución semejante (cuyo título hubiese derivado en un descendiente inca con la propuesta rioplatense
del Plan del Inca), a la que renunció ante la radical oposición de Bolívar, firme partidario del republicanismo y
de la total desvinculación de cualquier lazo con España (Entrevista de Guayaquil, 26 de julio de 1822).36
A pesar de los ideales panamericanos de Simón Bolívar, que aspiraba a reunir a todas las repúblicas a
semejanza de las Trece Colonias, estas no solo no se reunieron, sino que siguieron disgregándose. La
Gran Colombia se disolvió en 1830 por separación de Venezuela y Ecuador, quedando formado
la República de la Nueva Granada. Por su parte Uruguay, provincia oriental de las Provincias Unidas del
Río de la Plata y provincia Cisplatina durante la ocupación luso-brasileña, se independizó de su núcleo
central, Argentina y del Imperio del Brasil en 1828 (Convención Preliminar de Paz), quedando consolidado
en 1830. La independencia de Bolivia lo desvinculó tanto de Argentina, que previamente había aceptado
la no incorporación de Potosí, que estaba prevista, y de Perú al declararse la República de Bolívar (1825).
Años después, en un intento por crear una Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), terminó con
su derrota militar a manos de las tropas chilenas y de restauradores peruanos. Las Provincias Unidas del
Centro de América(independizadas pacíficamente de España en 1821, anexadas a México en 1822)
se independizaron del Primer Imperio mexicano al transformarse este en república (1823) para formar
una República Federal de Centroamérica, que a su vez se disolvió entre 1838 y 1840, años después de
la guerra civil de 1826-1829. El Haití Español (actual República Dominicana), independizado en 1821 y que
pretendía quedar incorporada a la Gran Colombia, terminó anexada por fuerzas haitianas en
1822, independizándose de Haití en 1844. Paraguay, que había iniciado su andadura independiente en
1811 sin oposición efectiva tras fracasar el intento rioplatense de incorporarlo (Tratado confederal entre las
juntas de Asunción y Buenos Aires, 1811), permaneció ajeno a esas unificaciones y divisiones, al igual que
Chile.
El republicanismo hispanoamericano no construyó opciones políticas democráticas, y la igualdad se veía
(en términos similares a los de Tocqueville) como una amenaza al equilibrio social de una ciudadanía en
precaria construcción. Las luchas internas entre federalistas y centralistas caracterizaron las primeras
décadas del siglo XIX, seguidas por las que dividieron a liberales y conservadores.37
1812, la Europa del bloqueo continental, máxima expansión del Imperio napoleónico.
Los conflictos más destacados que se produjeron en el continente europeo fueron la Guerra de Sucesión
Austriaca, la Guerra de Sucesión Polaca y la Guerra de los Siete Años(1756-1763). En las colonias de
ultramar, las guerras o las paces en Europa solo representaban un lejano marco para una competencia
constante, que solo en algunos casos encontró cauces diplomáticos restringidos y temporales (acuerdos
entre España y Portugal sobre el territorio de Misiones).
Guerras revolucionarias y guerras napoleónicas[editar]
La Revolución francesa fue vista por las monarquías (tanto absolutas como parlamentarias) como un foco
contagioso a extirpar, sobre todo tras el intento de fuga de Luis XVI (1791) y la llegada de los emigrados
que huían del Terror. El manifiesto de Brunswick (1792) desencadenó las guerras revolucionarias: hasta
1815, siete coaliciones fueron sucesivamente derrotadas por el ejército revolucionario francés, que impuso
una nueva forma de hacer la guerra: la guerra total, basada en la movilización nacional de ingentes masas
de hombres estimulados por el patriotismo que se desplazaban velozmente; y en la imposición de bloqueos
comerciales. Inicialmente Francia se limitó a defenderse, pero tras la batalla de Valmy (1792) pasó
decididamente a utilizar la guerra como un instrumento de expansión ideológica revolucionaria frente a
la reacción.
El ascenso de Napoleón Bonaparte desequilibró de forma definitiva el statu quo continental en beneficio de
una clara hegemonía francesa. En una década de guerras, desde la campaña de Italia (1796-1797) hasta
la formación de la Confederación del Rhin (1806), conquistó todos los pequeños burgos, señoríos y reinos
sobrevivientes en Alemania e Italia, y derrotó decisivamente a Austria (batalla de Austerlitz, 1805), que pasa
a ser aliada, como lo era ya España. Simultáneamente, la batalla de Trafalgar impidió el control hispano-
francés de los mares, necesario para la invasión a Inglaterra, que no pudo producirse. En 1807 se llegó a
un acuerdo con Rusia (Tratado de Tilsit) en lo que podía entenderse como un precedente de reparto de
Europa en dos esferas de influencia. Napoleón intentó destruir económicamente a Inglaterra con el bloqueo
continental, para impedir que los productos de la Revolución industrial no accedieran al continente; pero los
puntos débiles del proyecto estaban uno en cada extremo de Europa: Portugal (opuesta desde el comienzo)
y Rusia (que reabrió sus puertos en 1810). La invasión de Portugal se convirtió en una prolongada
ocupación militar en España (Guerra de Independencia Española o Guerra Peninsular, 1808-1814) con un
alto coste. La campaña de Rusia de 1812 fue todavía más desastrosa pues, aunque se ocupó Moscú, las
imposibilidad de mantener las líneas de abastecimiento obligaron a una retirada en penosísimas
condiciones y jalonada de derrotas (batalla de Leipzig, 1813) que condujeron a la abdicación del Emperador,
que aceptó retirarse a la Isla de Elba (1814) mientras el trono de Francia era ocupado por Luis XVIII,
hermano del rey guillotinado en 1793.
Congreso de Viena[editar]
Artículos principales: Congreso de Viena y Europa de la Restauración.
El equilibrio europeo se procuró restablecer con criterios legitimistas en el Congreso de Viena (1815),
reponiendo a los monarcas de las casas tradicionales en sus tronos, aunque el statu quo anterior a 1789
nunca se recuperó. Incluso la vuelta de los Borbones al trono de París se vio amenazada durante los cien
días de 1815 en que Napoleón retomó el mando e intentó desafiar de nuevo a las potencias coaligadas en
la batalla de Waterloo, que supuso su derrota final y su confinamiento en la isla de Santa Elena. El recelo
hacia Francia se pretendió conjurar con el reforzamiento de estados tapón en su fronteras: el reino de
Cerdeña (germen de la unidad italiana) y el reino de Holanda (de creación napoleónica, al que se
incorpora Bélgica hasta su independencia en 1830).
Espléndido aislamiento, Santa Alianza y Sistema Metternich[editar]
Artículos principales: Espléndido aislamiento, Santa Alianza y Concierto europeo.
Inglaterra consolidó su predominio mundial conjugado con su política de aislamiento en temas europeos,
mientras Rusia se convertía en el gendarme de Europa. El sistema Metternich, diseñado por el canciller
austríaco y basado en la coincidencia de intereses de las potencias de la Santa Alianza (la católica Austria,
la luterana Prusia y la ortodoxa Rusia, que invocaban a la Santísima Trinidad en el inicio de su documento
fundacional), mantuvo el equilibrio continental hasta 1848, mediante la convocatoria de
congresos: Congreso de Aquisgrán (1818), de Troppau (1820), de Liubliana (1821) y de Verona (1822);
basados en el principio de intervención para sofocar y evitar la extensión de cualquier brote revolucionario.
Inglaterra, una monarquía parlamentaria, no se sumó a la Santa Alianza, sino a una Cuádruple Alianza a la
que posteriormente se adhirió Francia.
Apertura de espacios continentales "vírgenes"[editar]
Aunque la era del imperialismo40 no llegó hasta el último cuarto del XIX (repartos de África y de Asia), desde
comienzos de siglo XIX se produjo una presión expansiva, cuyo origen es la revolución demogáfica, sobre
los espacios continentales vírgenes de la zona boreal (el Canadá británico, el Oeste estadounidense,
el Oriente ruso41) y austral (Colonia del Cabo, neerlandés hasta la conquista británica en 1806; Australia,
parte de la cual se convirtió en una colonia penitenciaria; Nueva Zelanda, colonia desde la firma del Tratado
de Waitangi (1840); la Patagonia argentina y chilena, la Amazonia brasileña, colombiana y peruana, etc.).
La virginidad atribuida a esos espacios, a pesar de su evidente vacío demográfico en comparación con las
saturadas zonas urbanas europeas, no era en realidad un vacío humano y cultural. Los aborígenes
australianos, maoríes, zulúes, xhosas, patagones, mapuches, tupíes, sioux, apaches, lapones, shoshoni,
buriatos, esquimales y toda una constelación de pueblos indígenas cuya relación con la tierra respondía a
lógicas no solo preindustriales, sino a menudo preneolíticas, fueron ignorados en cuanto habitantes y sus
posibles valores despreciados como primitivos.
En otros contextos, sobre zonas muy pobladas cuya civilización no podía ignorarse, la presión del Imperio
austrohúngaro y del Ruso sobre los Balcanes otomanos y el inicio de la colonización francesa de
Argelia (1830) respondía a la misma lógica. La penetración británica en la India venía ya del siglo XVIII.
Después de su proceso de emancipación, las jóvenes repúblicas de América Latina debieron afrontar la
tarea de darse una organización propia, fracasados los grandes proyectos panamericanos (la Gran
Colombia, la Confederación Perú-Boliviana). En lo político, el sello común fue la oscilación entre la
inestabilidad política y el autoritarismo. En algunos casos, a imitación del Imperio napoleónico, se dieron
una forma política imperial, caso del Imperio del Brasil (1822-1889) o del Imperio mexicano (1821-1823).
En otros, prolongadas dictaduras, como las de Juan Manuel de Rosas en Argentina o el Mariscal de Santa
Anna en México. Hubo densas guerras civiles en las que se ventilaron intereses políticos locales, como la
que se libró entre el federalismo de las provincias argentinas y el centralismo de Buenos Aires. Numerosas
guerras tuvieron carácter territorial, alterando el trazado fronterizo entre las nuevas naciones, como
la Guerra del Pacífico (Perú y Bolivia contra Chile, 1879-1884) y la Guerra de la Triple Alianza (Brasil,
Argentina y Uruguay contra Paraguay -que acabó prácticamente desprovisto de su población masculina
adulta-, 1864-1870).
A pesar de la enfática declaración de la doctrina Monroe (que Estados Unidos no estuvieron en condiciones
de sostener eficazmente hasta finales del siglo XIX) hubo intentos de reconstruir la presencia imperialista
europea en Latinoamérica. En 1865 España envió una expedición naval contra Chile y Perú (Guerra
Hispano-Sudamericana, 1865-1866), mientras que en 1864, y bajo pretexto de cobrarse la deuda externa
de México, fue Francia la que realizó una intervención militar que impuso la entronización de un Emperador
títere (Maximiliano de Austria, 1864-1867). El expansionismo estadounidense frente a México ya había
significado la anexión de todo sus territorios septentrionales (Texas, Nuevo México y California). Cuando
los Estados Unidos estuvieron en posición de intervenir más al sur con base en su presencia en Cuba y
Puerto Rico (a partir de 1898, Guerra Hispano-Americana), se convirtieron ellos mismos en la principal
potencia imperialista de la región: intervensión en la crisis de Panamá de 1885, imposición a Colombia de
la separación de Panamá por Theodore Roosevelt después de la guerra de los mil días, 1903; intervención
en Nicaragua desde 1909, contra la que se levantó Augusto Sandino; apoyo a las actividades de la United
Fruit Company en las denominadas repúblicas bananeras, etc.
La poderosa oligarquía de comerciantes y hacendados desarrolló una imagen de sí misma como élite
ilustrada y europeizada. Fue en el siglo XIX, y no en la época colonial anterior, cuando se produjeron: la
más decisiva expansión del idioma español en Hispanoamérica (Andrés Bello); y el control sobre los
indígenas que habitaban territorios que el Imperio español apenas nominalmente pretendía poseer (como
en la Patagonia, Guerra de Arauco y posterior Ocupación de la Araucanía en Chile y Conquista del
Desierto en Argentina respectivamente). Esa élite, en las grandes naciones sudamericanas, también intentó
llevar a cabo la industrialización, atrayendo para ello las inversiones de capitales procedentes de Europa,
sobre todo de Inglaterra, verdadera potencia neocolonial durante todo el siglo XIX. El protagonismo exterior
perpetuó la dependencia económica y la inclusión de la región en la división internacional del trabajo como
productora de materias primas y mercado importador de productos manufacturados. Lo limitado del
progreso económico no impidió la importación de los problemas de la era industrial, creando también en
Latinoamérica una cuestión social que en su caso se agudizaba por la multietnicidad latinoamericana
(indígena, europea y africana).
En la segunda mitad del siglo XIX, la literatura latinoamericana se ciñó a los experimentos derivados
del realismo europeo, y a inicios del XX, a los de las vanguardias. La reivindicación indigenista llegaría más
adelante, asociándose con la izquierda política. El movimiento intelectual dominante fue el positivismo, la
corriente filosófica con influencia más trascendente en la región tras la escolástica hispana colonial, y que
en términos políticos fue más decisiva que el propio liberalismo (Melchor Ocampo, Domingo Faustino
Sarmiento, etc.).43
Lenin definió al imperialismo como fase superior de desarrollo del capitalismo (1905); y John A.
Hobson (1902) estudió su relación con el crecimiento demográfico y el descenso de la tasa de beneficio en
los países europeos, fenómeno para el que la emigración y los imperios coloniales servía como válvula de
escape para reducir tensiones sociales, cuyo estallido de otro modo hubiera sido difícilmente evitable. 44 La
segunda mitad del siglo XIX fue sin duda la Era del Capital,45 no solo por eso, sino por la aparición de El
Capital de Karl Marx (1867, completado póstumamente en 1885 y 1894). Las tensiones, no obstante, no
dejaron de acumularse por más que las opiniones públicas de finales del siglo XIX, optimistas y
despreocupadas, confiaran en el progreso indefinido (al tiempo que mostraban la proclividad de la
naciente sociedad de masas a la manipulación de sus más bajas pasiones y su violencia latente -
resentimiento social, lucha de
clases, ultranacionalismo, antisemitismo, revanchismo, chauvinismo, jingoísmo, supremacismo blanco-).
Tras el engañoso periodo de paz entre las grandes potencias que se prolongó entre 1871 y 1914
(denominado Belle Époque), la inviabilidad de la continuidad de las estructuras quedó violentamente puesta
de manifiesto por el estallido de la Primera Guerra Mundial y sus trascendentales consecuencias.
Cuestión de Oriente, levantamientos nacionalistas y Sistema Bismarck[editar]
En la segunda mitad del siglo, la Cuestión de Oriente, las unificaciones italiana y alemana y la competencia
por los repartos coloniales fueron los principales motivos de conflicto internacional, que encontraron su
cauce en una nueva red de alianzas y congresos conocida como sistema Bismarck.
El complejo problema internacional de los Balcanes se remontaba a la década de 1820 con
la independencia griega, que se sustanció gracias al apoyo de las potencias occidentales. A partir de
entonces, la delicada situación en que quedó el Imperio otomano frente a las multiétnicas poblaciones
locales fomentó los expansionismos rivales ruso y austríaco. En su búsqueda del mantenimiento del statu
quo (que resultaría gravemente alterado sobre todo en el caso de que Rusia consiguiera abrirse paso hasta
el Mediterráneo), Inglaterra se identificó con los intereses turcos, organizando una coalición internacional
en su apoyo en la Guerra de Crimea (1853-1863). La situación no se estabilizó, y se repitieron
periódicamente los conflictos: Guerra ruso-turca (1877-1878) y Guerras de los Balcanes (1912-1913); y las
mediaciones internacionales (Congreso de Berlín de 1878, que recondujo el Tratado de San Stefano, muy
favorable a Rusia).
Los movimientos nacionalistas se generalizaron por toda Europa Central y Oriental, en algunos casos a
partir de las organizaciones surgidas en la emigración a América, de donde surgirán sus cuadros
dirigentes.46
Tras de la derrota austriaca en la Guerra austro-prusiana (1867), los húngaros, que previamente se habían
sublevado en 1848, se encontraron en situación de exigir al Emperador el denominado Compromiso
Austrohúngaro por el que se constituyó una dúplice monarquía conocida como Imperio austrohúngaro,
encauzado como expresión de la tradicional visión multinacional de los Habsburgo.
Los Balcanes en 1899. En verde los territorios aún pertenecientes al Imperio turco.
Distribución étnica del territorio europeo del Imperio turco hacia 1876.
El Imperio alemán unificado de 1871. En azul, el Reino de Prusia, ya había incorporado los ducados
daneses de Schleswig-Holstein (1864-66). Los distintos reinos, especialmente en el sur (Reino de Baviera)
mantuvieron su personalidad. Los departamentos franceses anexionados formaron el Territorio imperial de
Alsacia y Lorena.
Unificaciones de Alemania e Italia[editar]
Artículos principales: Unificación alemana y Unificación italiana.
Previamente, en 1864, se había iniciado una serie de guerras, cuidadosamente diseñadas desde la
cancillería prusiana por Otto von Bismarck, que impuso su visión de una pequeña Alemania frente a la
posibilidad alternativa: una gran Alemania que incluyera a su rival, la monarquía austriaca. La fuerte
personalidad del canciller de hierro era expresión de los intereses sociales de la clase terrateniente prusiana
(junkers), comprometida con el peculiar desarrollo industrializador y la unidad de mercado que se venían
desarrollando desde la Zollverein (unión aduanera de 1834) y la extensión de los ferrocarriles. Con la victoria
de la coalición de estados alemanes en la Guerra franco-prusiana (1871) se llegó a la proclamación
del Segundo Reich con el rey de Prusia Guillermo I como káiser.
En 1859 se había iniciado un diseño unificador similar para Italia desde el Reino de Piamonte-Cerdeña, en
el que destacaron las iniciativas del Conde de Cavour, Víctor Manuel II y el decisivo apoyo francés frente a
Austria. Las románticas campañas de Giuseppe Garibaldi plantearon una dimensión popular que fue
neutralizada por las élites dirigentes (burguesía industrial y financiera del norte y aristocracia terrateniente
del sur). Para 1864 solo quedaba la ciudad de Roma, último reducto de los Estados Pontificios cuya
continuidad quedaba garantizada por el compromiso personal de Napoleón III de Francia. La caída de este
en 1871 permitió la anexión final, convirtiendo al Papa Pío IX en el prisionero del Vaticano. El papado, que
había condenado al liberalismo como pecado (Cuestión romana),47 mantuvo esa incómoda situación con
el Reino de Italia y la Casa de Saboya (considerada la más liberal de las casas reinantes en Europa) hasta
el Tratado de Letrán, negociado con la Italia fascista de Mussolini en 1929.
Francisco José I de Austria, heredó el imperio de los Habsburgo en el momento crítico de la revolución de
1848. Su entidad multinacional le hacía el principal obstáculo tanto para la unificación alemana como para
la italiana. Logradas ambas, la vocación de la dúplice monarquía(austrohúngara) fue el control de la zona
danubiana y los balcanes, frente a la descomposición del Imperio otomano y el expansionismo del ruso.
Giuseppe Garibaldi y los camisas rojas simbolizaron el sentimiento popular que llevó a la unificación
italiana, aunque su tendencia política radical fue reconducida en beneficio de la burguesía industrial del
norte y la monarquía de los Saboya.
Giuseppe Verdi cumplió un papel semejante en Italia. Alguna pieza de sus óperas como el Coro de los
esclavos (Va, pensiero de Nabucco, 1842) se extendió popularmente como himno revolucionario. De
hecho, vitorear su propio nombre (¡Viva V.E.R.D.I.!) se utilizaba clandestinamente como acrónimo
de Vittorio Emmanuele Rege di Italia.
Caricatura de Cecil Rhodes, uno de los principales colonialistas británicos, como moderno coloso de Rodas,
que al tiempo que asienta firmemente sus botas sobre África, ejerce de portador de la civilización en forma
de hilo telegráfico y ferrocarril entre El Cabo y El Cairo, el sueño del "imperio continuo" (1892).
En una caricatura de finales del siglo XIX, la tarta de China empieza a repartirse entre la reina Victoria de
Inglaterra, el kaiser Guillermo II de Alemania y el zar Alejandro II de Rusia, contemplados por el Emperador
Meiji y Marianne (personificación de la República Francesa).
El reparto colonial[editar]
Véase también: Reparto de África
La Revolución industrial permitió a las naciones europeas un salto gigante en el arte de la guerra. El
antiguo barco a vela fue superado por las naves impulsadas por carbón primero, y por petróleo después. A
comienzos del siglo XIX los barcos a vapor eran una curiosidad; apenas medio siglo después se botaba al
mar el primer acorazado (1856). El barco de hierro e impulsado por carbón se transformó en símbolo del
nuevo imperialismo, hasta el punto que la política europea de imponerse por la vía directa
del ultimátum militar pasó a ser motejada como diplomacia de cañonero. Los progresos de la guerra en
tierra no fueron menores (ametralladora, pólvora sin humo, fusil de retrocarga). El sistema de reclutamiento
del Antiguo Régimen fue sustituido por el servicio militar obligatorio, inspirado por el más puro sentido
democrático de que todos los habitantes de la República deben contribuir a su defensa, lo que permitió a
las naciones europeas poner en pie de guerra a ejércitos de literalmente millones de hombres, por primera
vez.
El sistema internacional impulsaba a la creación de imperios. En los siglos XVI y XVII, a diferencia de
la colonización de América, y la presencia en África y el Pacífico (limitada a bases costeras), la intervención
europea en el continente asiático se había visto obstaculizada por grandes potencias que les impedían el
paso (Imperio otomano, Gran Mogol de la India, Imperio chino e Imperio del Japón). En el siglo XVIII, varios
de ellos manifestaban una franca declinación, y las potencias europeas más audaces se aprovecharon para
obtener ventaja de ello (Nuevo Imperialismo). La penetración paulatina en la India sustituyó a los poderes
locales con gobernantes de facto, manteniendo el RajMogol una autoridad puramente nominal, hasta su
derrocamiento definitivo en 1857.
A estos vacíos geoestratégicos que las potencias coloniales se apresuraban a llenar fuera de Europa, se
correspondía en el continente la gestión de un delicado equilibrio de poderes, que después del Congreso
de Viena procuraba evitar la posibilidad de reconstruir la hegemonía de ninguna potencia con capacidad de
abatir a todas sus rivales. Los nuevos territorios de ultramar significaban el acceso a nuevas fuentes de
materias primas demandadas por el proceso industrializador.
Beneficiados por los resultados de la Guerra de los Siete Años (1756-1763), que expulsó a Francia de la
India y Canadá (Guerra franco-india y Guerras carnáticas), los británicos pudieron mantener la delantera
en la carrera por un imperio mundial. A finales del siglo XIX, el Imperio británico se extendía por
aproximadamente una cuarta parte de todas las tierras emergidas, incluyendo numerosas zonas
de África (Kenia, Nigeria, Ghana, Egipto, Sudáfrica, Rodesia, etc.), la India, Australia, Nueva
Zelanda, Canadá, Jamaica, Singapur y una fuerte influencia en China. Francia le había seguido de cerca;
tras la colonización de Argelia (1830) comenzó la de Indochina y la consolidación de sus colonias ya
adquiridas (Marruecos francés, Madagascar, Costa de Marfil, África Ecuatorial Francesa, etc.). Los Países
Bajos asentaron su dominio sobre Indonesia, el Caribe y Surinam después de su pérdida de influencia en
África. España perdió gran parte de su imperio, conservando solo Cuba, Puerto Rico, Guam y
las Filipinas (perdidas ante los Estados Unidos en la guerra hispano-americana, 1898), y solo consiguió
acceder a una pequeña porción del reparto de África (Guinea Ecuatorial, el Sahara español y el Marruecos
español). Portugal logró adquirir Angola y Mozambique, y retener la Guinea
portuguesa, Macao y Timor después de la pérdida de sus colonias en Sudamérica. Italia y Alemania,
unificadas tardíamente, no alcanzaron a generar grandes imperios coloniales, debiendo conformarse con
el dominio de algunas islas en la Polinesia y algunos territorios africanos (Libia y Somalia los
italianos; Camerún y Tanganika los alemanes).
África era un continente casi inexplorado por las potencias europeas, y la labor de colonización fue
precedida por acuciosas empresas de exploración; a finales del siglo XIX solo
subsistían Liberia, Orange, Transvaal y Abisinia como naciones independientes, cada una por razones
diversas. El gran beneficiado del reparto africano fue Leopoldo II de Bélgica, que basándose en una
reputación filantrópica (que en la práctica suponía las más atroces técnicas de explotación) consiguió
hacerse con un imperio de grandes dimensiones en el Congo que legó al pueblo belga. Francia e Inglaterra
compitieron por un imperio continuo (de costa a costa) por el que chocaron en el incidente de
Fachoda (Sudán, 1898), correspondiendo a los británicos la posibilidad de construirlo tras la derrota
alemana en la Primera Guerra Mundial, teniendo éxito después de superar los intentos de los nativos de
pararlo en el sur de África (Guerra anglo-zulú y Guerras de los Bóeres).
En India hubo un masivo levantamiento popular contra la presencia británica (Rebelión de la
India o Rebelión de los cipayos en 1857), que llevó a la disolución de la Compañía de las Indias Orientales y
a su anexión directa a la Corona como Raj o Imperio de la India. Los intentos de penetración en Afganistán,
en medio del gran juego contra los rusos por el dominio territorial de lo que se definió como área pivote de
Eurasia no fueron efectivos, haciendo de Afganistán un estado tapón. Siam (actual Tailandia) también logró
retener su independencia siendo un estado colchón entre el Reino Unido y Francia en el Sudeste asiático.
La expansión de Birmania descencadenó las Guerras anglo-birmanas, cuyo resultado fue su anexión por
parte del Imperio británico bajo el nombre de Birmania británica. En China las Guerras del Opio significó la
sumisión colonial efectiva del Celeste Imperio, debilitado internamente (en buena medida, por el propio
consumo del opio cuyo intento de prohibición causó la guerra, en nombre del libre comercio) así como
también la perdida territorial (Hong Kong en la Primera Guerra del Opio y Kowloon en la Segunda Guerra
del Opio). En 1853 una escuadra estadounidense comandada por el comodoro Matthew Perry llegó hasta
la bahía de Yedo y arrancó al Shogunato Tokugawa un tratado por el cual los japoneses se vieron forzados
a abrirse al comercio internacional (Tratado de Kanagawa, 1854) que desencadenó la guerra Boshin y
posterior Restauración Meiji. En su caso, en vez de condenarles al colonialismo, significó un
revulsivo nacionalista que condujo a la Era Meiji y la modernización.
Hacia finales del siglo XIX, el mundo entero era regido desde Europa o Estados Unidos. En 1885,
la Conferencia de Berlín repartía el mundo entre las potencias europeas sin que los repartidos tuvieran voz
ni voto.
El racismo era una postura intelectual ampliamente defendida. Se llegó a afirmar que la conquista del mundo
habitado era la "sagrada misión del hombre blanco",48 de llevar la civilización a los salvajes. Para el europeo
del siglo XIX era natural pensar que las demás razas, eran por naturaleza inferiores (supremacía blanca).
Irónicamente, el darwinismovino a proporcionar nuevos argumentos para esta postura, ya que algunos
consideraron muy seriamente que el hombre blanco era la cumbre de la evolución humana. El epítome de
esta ideología fue la creencia en la superioridad intrínseca de la "raza nórdica", que terminará teniendo
crudas consecuencias en el siglo siguiente.
Laboratorio de Menlo Park, organizado por Thomas Alva Edisoncon un criterio tanto científico-tecnológico
como capitalista.